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518 ISSN: 0185-3716 Con gran sentido del humor, Poniatowska juega: a través de sus narradores duda del relato mismo, rompe las reglas que inventó NAYELI GARCÍA SÁNCHEZ Además MUERTE Y RESURRECCIÓN DE UNA TIPOGRAFÍA DEL FONDO DE CULTURA ECONÓMICAFEBRERO 2014

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Con gran sentido del humor, Poniatowska juega: a través de sus narradores duda del relato mismo,

rompe las reglas que inventó

— N AY E L I G A R C Í A S Á N C H E Z

Además MUERTE Y RESURRECCIÓN DE UNA TIPOGRAFÍA

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José Carreño Carlón

DI R EC TO R G EN ER AL D EL FCE

Tomás Granados Salinas

DI R EC TO R D E L A GACE TA

Ricardo Nudelman, Martha Cantú,

Adriana Konzevik, Susana López,

Alejandra Vázquez

CO N S E J O ED ITO RIAL

León Muñoz Santini

ARTE Y D IS EÑ O

Andrea García Flores

FO R MACI Ó N

Juana Laura Condado Rosas, María

Antonia Segura Chávez, Ernesto

Ramírez Morales

VERS I Ó N PAR A I NTER N E T

Impresora y Encuadernadora

Progreso, sa de cv

I M PR E S I Ó N

En noviembre pasado creció la nómina de escritores mexicanos que han merecido el premio Cervan-tes. En abril próximo, cuando reciba formalmente el galardón, Elena Poniatowska estará junto a sus colegas y amigos Octavio Paz, Carlos Fuentes, Ser-gio Pitol y José Emilio Pacheco en ese podio de las letras en español. En La Gaceta —que como toda revista mensual es un poco lenta de reflejos y no siempre puede adecuarse a los caprichos del calen-dario— queremos rendirle un modesto homenaje

con la revisión y la recomendación de algunas de las obras que, por diversas circunstancias, hoy ocupan un sitio en el catálogo del Fondo.

Arrancamos con una semblanza de Poniatowska en boca de un excepcio-nal científico mexicano, dueño de un estilo fino e irónico, amigo de la escri-tora ya por un trecho largo de sus vidas: Antonio Lazcano Araujo habla de las muchas Elenas a las que uno como lector puede enfrentarse. Esa diversi-dad queda de manifiesto en las reseñas de su Jardín de Francia, el volumen integrado por entrevistas con figurones de la cultura francesa de mediados del siglo pasado; de Todo empezó el domingo, la serie de viñetas que nos pre-sentan, en mancuerna con los dibujos de Alberto Beltrán, la capital en una época ya ida y sin embargo aún presente; de las novelas breves con muje-res como protagonistas reunidas en los volúmenes de Obras reunidas. Que se nos perdone la exageración de fundir en un solo bicho a Miguel y a Elena, escritores de naturalezas ajenas, unidos por el reconocimiento de sus mu-chísimos lectores: felicidades, pues, a Cervantowska.

Cierran el número una entrevista con Juan Gelman, especie de elegía por la muerte del poeta argentino asentado entre nosotros, y una historia de pa-siones y venganzas alrededor de una hermosa familia tipográfica: a comien-zos del siglo xx The Doves Press produjo bellas páginas con unos caracteres que fueron motivo de un acre pleito, cuyo desenlace podría habernos priva-do para siempre del uso de esa fuente tipográfica, rescatada hoy por medios digitales.

El hombre triste está siempre más cerca de la muerteJ O R G E H U M B E R T O C H Á V E Z

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México, de arriba a abajoA N T O N I O L A Z C A N O A R A U J O

El Versalles de PoniatowskaA D R I A N A R O M E R O - N I E T O

Cartografía de las costumbresG I O R G I O L A V E Z Z A R O

La mirada ajenaD I A N A D E L Á N G E L

Canto de pájaro azul N A Y E L I G A R C Í A S Á N C H E Z

CAPITELNOVEDADESF E B R E R O D E 2 0 1 4

La disputa por la DovesT H E E C O N O M I S T

Correspondencia a la pérdidaC A R L O S R O J A S U R R U T I A

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EDITORIAL

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La Gaceta del Fondo de Cultura Económica

es una publicación mensual editada por el Fondo de Cultura Económica, con domicilio en Carretera Picacho-Ajusco 227,

Bosques del Pedregal, 14738, Tlalpan, Distrito Federal, México. Editor responsable: Tomás Granados Salinas. Certifi cado

de Licitud de Título 8635 y de Licitud de Contenido 6080, expedidos por la Comisión Califi cadora de Publicaciones y

Revistas Ilustradas el 15 de junio de 1995. La Gaceta del Fondo de Cultura Económica es un nombre registrado en el Instituto

Nacional del Derecho de Autor, con el número 04-2001-112210102100, el 22 de noviembre de 2001. Registro Postal,

Publicación Periódica: pp09-0206. Distribuida por el propio Fondo de Cultura Económica. ISSN: 0185-3716

I LUS TR ACI Ó N D E P O RTADA : © AN D R E A GARCÍA FLO R E S

518CervantowskaCervantowska

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CERVANTOWSKA POESÍA

Un mes como el actual sirve de pretexto para estos versos que evocan un ya lejano dolor y describen la desolación en que viven anchas porciones del país. Con su ya característica

serenidad para plantar cara a lo más acre de la crisis humana en que vivimos, pero con igual optimismo por los gestos sencillos, fraternos, solidarios, Chávez revitaliza la noción

de poesía socialmente comprometida

El hombre triste está siempre más cerca de la muerte

J O R G E H U M B E R T O C H Á V E Z

Para Alí ChumaceroTiniebla, tiniebla, tiniebla.

T . S . E L I O T

En el mes de febrero de 2006 en México abrí con los dedos la caja de mi pecho e hice a

un lado músculos y huesos para que pudieras ver mi corazón

leso

apedreado hasta el fondo

mordido por dientes inciviles

baleado

Hoy te pienso desde la ventana de un avión que parte en dos al país del mismo modo en que lo

haces ahora porque en este amanecer el astro de tu ánimo anda errabundo y solo enteramente

separado de ti

o asomado a qué noche explicando a quien quiera oír por qué son las cosas como son y por

qué es necesario reunir las palabras en versa y por qué los hombres que están tristes caminan

siempre más cerca de la muerte

sé que no has bajado del todo a la tiniebla tiniebla tiniebla porque el sol esplende en la Ciudad

de México y hay una brisa color verde que pasa subrayando la frente de todos

las palabras siguen aquí convocando a la luz para que haga su trabajo de arder y ya el padre

coloca su mano en la cabeza del hijo para darle paz

y en el centro de la hora más negra el amor llega a retirar el abrazo de la muerte y la

frase pronunciada por alguien es clave para que el alma empiece su remiendo

y no existe dolor ni destino ni pena y no hay machacado corazón

ya no están las heridas

nadie ve por aquí al país de hombres tristes

Si ves a alguno que llora su tránsito incidente por el mundo sin hallar redención

es porque nunca vio tu alta y negra figura caminar la ciudad

o en un grave descuido no le diste tu mano

o al hallarte frente a él y decir su palabra tu boca nada dijo

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Cervantes abriga hoy a Poniatowska: con su brazo único, el español abraza hoy

a la mexicana de raíz francopolaca. De esa fusión surge Cervantowska: a revisar su

vida y algunas de sus obras —publicadas con el sello del Fondo— dedicamos estas

páginas, testimonio de la renovada complicidad entre la autora y una

generación de jóvenes críticos que poco a poco va revisando el lugar de nuestros

clásicos contemporáneos

DOSSIER

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¿Qué explica la singularidad de la voz de Elena? Quizá su profunda capacidad para oír lo que no se dice, de recrear lo que percibe su oído reporteril, para unirlo

luego de manera casi imperceptible con su propia biografía: su origen aristócrata, la fortuna de tejer una red de amistades

intelectuales del más alto nivel, el arrojo para emprender aventuras periodísticas y literarias, su sed de conocer

el país que ella adoptó como propio

México, de arriba a abajoA N T O N I O L A Z C A N O A R A U J O

SEMBLANZA

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A Elena Poniatowska no le gusta hablar de sí misma, quizá porque fue educada bajo las ideas pedagógicas de Harry Graham, el escri-tor inglés que con malevo-lencia envidiable aconseja-ba deshacerse de los niños parlanchines arrojándolos a un río. No le quedó más

que aguzar el oído, primero en Francia y luego en México, un país que hizo suyo a fuerza de observar con atención y de escuchar con interés. Como dijo de ella Octavio Paz, muy pronto llegó a “dominar el arte de escuchar”. Es tan buena escuchando, que apren-dió con rapidez a oír e interpretar hasta los silencios.

Las anécdotas suelen revelar vasos comunicantes insospechados. Una tarde del otoño de 1944 el prín-cipe Jean Poniatowski, con el pecho cargado de con-decoraciones francesas y estadunidenses, atravesó la Place Vendôme y entró en el bar del Hotel Ritz. Como escribe Mary Welsh, la última mujer de Er-nest Hemingway, allí se encontró con su marido y le contó que su hijo Bumby Hemingway se encontraba sano y salvo. París, liberado, volvió a ser una fiesta, pero Ernest se fue a celebrar a otra parte. Años más tarde afirmaría que el 9 de diciembre de 1942 ha-bía atestiguado el encuentro en las aguas del Caribe entre un submarino nazi y el trasatlántico español Marqués de Comillas. Es probable que Hemingway haya inventado el episodio, pero ése fue el mismo barco y el mismo año en el que meses atrás Paulette Poniatowska y sus hijas Elena y Kitzia habían atra-vesado el Atlántico huyendo de la guerra.

Para las niñas debe haber sido una decepción mayúscula llegar a México y no encontrarse con los caníbales con los que habían sido amenazadas por su abuela paterna, la princesa Elizabeth Sperry Crocker Poniatowska, si abandonaban París. No les fue tan mal, porque se hallaron con una ciudad aún amable, iluminada por la incandescencia de Nahui Ollin y Lupe Marín y los desplantes de Diego Rive-ra. Al regresar de una estancia obligada en un inter-nado de monjas del Sagrado Corazón de Jesús, Elena

se hubiera podido incorporar sin problema alguno a la vida en sociedad a la que tenía acceso gracias a sus blasones, por muy menguados que estuvieran después de la reforma agraria de Lázaro Cárdenas. Sin embargo, prefirió las intersecciones nada des-deñables que su familia mexicana tenía con parien-tes y amigos del mundo de la cultura y las artes, y que incluían a la indomable Pita Amor y otras muje-res como Dolores del Río, así como la sobriedad in-telectual de Ignacio Bernal, médicos como Ignacio Chávez y Raúl Fournier, amigo de los Contemporá-neos y de Antonin Artaud, y el refinado gusto pictó-rico de su tío Francisco de Iturbe, mecenas y protec-tor del Orozco más metafísico.

Elena siempre ha lamentado no haber cursado es-tudios universitarios, pero con ese ambiente ni fal-ta le hizo. Muy pronto se encontró en medio de un círculo de amigos y conocidos que creció por épo-cas hasta incluir a Elena Garro, Octavio Paz, Carlos Fuentes, Leonora Carrington, Juan Soriano, Carlos Chávez, María Izquierdo, Luis Barragán, Luis Bu-ñuel, Carlos Pellicer, José Emilio Pacheco, Fernando Benítez, Juan Rulfo, fotógrafos como Manuel y Lola Álvarez Bravo, Héctor García y a su amiga y herma-na Mariana Yampolsky, y Salvador Elizondo, que iba a su casa no tanto para platicar con ella sino para ver el retrato al óleo que Boldini había hecho de su abue-la la princesa Elizabeth Poniatowska.

Al igual que Gabriel García Márquez, Elena Ponia-towska gusta decir que “escribo para que me quie-ran”. Lo ha logrado, y con creces. Pero también escri-be para pertenecer. “Mamá, ¿de dónde soy? ¿Dónde está mi casa?”, se pregunta Mariana una y otra vez en La “Flor de Lis”. Las respuestas las encontró, como dice la propia Elena, “haciendo todo por cono-cer la vida cotidiana de mi país, México. Hice todo por conocerlo, entrevistarlo, cuestionarlo.” Comen-zó a recorrer México a lo largo y a lo ancho, pero so-bre todo de arriba a abajo, descubriendo el país con el mismo candor con el que Adán se asomó al mundo en los primeros días de la Creación. Pero candor no es lo mismo que ingenuidad, como lo prueba la larga lista de personajes que entrevistó con precisión qui-rúrgica aquí y en Francia, incluyendo algunos cuyos

retratos hablados son tan implacables como los cua-dros de Lucien Freud, siempre pintados en espacios cerrados.

Es fácil imaginar el gesto adusto y enérgico de su tía Carito Amor de Fournier cuando le dijo a Elena en 1955: “Niña, te vamos a dejar escribir novelas, pero no vivirlas.” Quince años más tarde publicó su novela Hasta no verte Jesús mío, en donde es la inter-locutora silenciosa ante el recuento apabullante de la biografía de Jesusa Palancares, viuda y huérfana de la Revolución y del milagro mexicano. Aunque el lenguaje popular ha cambiado y sigue evolucionan-do, el relato mantiene su vigencia no sólo como nove-la testimonial, sino también porque siguen vigentes la pobreza y marginación de Jesusa Palancares mul-tiplicada en los millones de desposeídos que conti-núan viendo desde la orilla la marcha del país hacia una prosperidad cada vez más desigual.

Elena hizo caso a medias a las admoniciones de la tía Carito, porque hay mucho de ella repartida en forma desigual en las biografías de las mujeres aho-ra distantes que retrató en páginas espléndidas de las Siete cabritas. Como bien dice Christopher Do-mínguez Michael, ese pequeño libro permite un mejor acercamiento a Elena Poniatowska y, me pa-rece, también nos ayuda a comprender la genealo-gía libertaria de muchas de nuestras contemporá-neas, aunque algunas ni cuenta se han dado de ello. Tampoco es difícil reconocer a Elena Poniatowska en los textos en donde describe la soledad de Ange-lina Beloff, en su atracción por la mirada en blanco y negro de Tina Modotti, la militante que vivía la política en esos dos colores maniqueos, pero cuyas imágenes demuestran que a menudo la obra supera al creador pero, sobre todo, en el deslumbramiento por la imaginación refinada con la que Leonora Ca-rrington amasaba todas las mañanas cosmogonías imposibles.

La fascinación de Elena Poniatowska por la fo-tografía de Tina Modotti corre paralela a su des-lumbramiento por el trabajo de Graciela Iturbi-de, Mariana Yampolsky, Héctor García y Manuel y Lola Álvarez Bravo. A pesar de su amor por la ima-gen, rara vez logra incorporar el � P A S A A L A P Á G I N A 1 6

MÉXICO, DE ARRIBA A ABAJO

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Hay dos facetas imprescindibles para describir la biografía de Poniatowska como escritora: es

una entrevistadora incansable y una adoradora de Francia. En el libro que recoge las conversaciones que sostuvo, en los años cincuenta, con personajes

galos de diversa catadura, conviven esas dos características. La joven periodista se revela

desinhibida en estas conversaciones que retratan una época (del país y de la autora)

El Versalles de Poniatowska

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RESEÑA

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CERVANTOWSKA

Cuando se pasea por los jar-dines de Versalles, el ar-quetipo del jardín francés, el caminante se deja cauti-var sin mayor deliberación por la innegable alineación del espacio y de lo que éste simboliza para la historia de Francia. De la misma forma, cuando se relee o

se lee por primera vez, pero con atención, Jardín de Francia de Elena Poniatowska, publicado por el Fon-do de Cultura Económica en 2008, el que lo transita se asombra ante la sutil articulación de los elemen-tos que componen el conjunto de las crónicas y las entrevistas, y comprende que se encuentra ante un recorrido indispensable por los personajes que tra-zaron la vida cultural de la Francia de la segunda mi-tad del siglo xx. Se trata de una organización tal vez menos consciente que la que tuvo el jardinero real Le Nôtre cuando pensó cada eje que compondría el antiguo pabellón de caza de Luis XIII, porque, como sabemos, Elena publicó separadamente cada una de las crónicas que integran este libro. Hay también una relevancia histórica mucho más tímida que los sueños de magnificencia del Rey Sol, en los que el jardín formaba parte de sus objetivos políticos, ya que estamos ante los primeros textos periodísticos de una joven Elena de apenas 21 años que aún igno-ra el gran interés que suscitarán muchas de las re-velaciones aquí obtenidas. Pero haya sido de forma voluntaria o no, ya sea que provengan de una joven o consagrada autora, este libro de la reciente Premio Cervantes comparte con el jardín francés no sólo el título, sino también ciertos elementos que lo defi-nen: la perspectiva, la escala, digna del pensamiento cartesiano que ya reinaba en las matemáticas y filo-sofía de aquella época, y una naturalidad como la del fluir del agua.

El abanico de personalidades de los años cincuen-ta que componen estas entrevistas es en extremo va-riopinto: músicos, escritores, actores, diplomáticos, filósofos y abates franceses, todos conocidos de An-dré Poniatowski, abuelo de Elena; celebridades que van desde Henri Salvador, el cantante de jazz fran-cés nacido en Cayena y uno de los iniciadores del bos-sa nova, hasta Sartre, Camus, Ionesco y Malraux, pa-sando por las icónicas Edith Piaf y Coco Chanel. Una variedad de interlocutores disímbolos, evidente con tan sólo recorrer el índice, que apunta hacia el infi-nito y no a un punto particular del espacio. Así como cuando al hablar de la composición de los jardines a la francesa se refiere uno a salas, recámaras o teatros de vegetación, en esta serie de crónicas y entrevistas cada personaje retratado es una habitación en sí mis-mo, pero no por su singularidad opaca al resto, sino que es una pieza fundamental y única que de mane-ra armónica se acopla a un todo. Obedeciendo a una de las primera reglas que impuso el ya mencionado Le Nôtre al reflexionar los elementos que deberían componer el jardín del rey, Jardín de Francia es sin duda un libro de gran perspectiva, ya que abre el eje visual de su lector, de tal forma que ningún persona-je destaca más que otro, pero todos forman un abso-luto. Quien recorre las páginas tiene ante sí un am-plio horizonte de celebridades y eventos referidos, de tal forma que puede dar dos pasos atrás y observar el todo si así lo prefiere, o bien, sacar los gemelos y leer a cada entrevistado desde un punto más cercano. De esta forma, la perspectiva de este vasto panora-ma de la vida cultural francesa remite a un gran eje visual que se alarga o se estrecha, apuntando hacia el horizonte e insinuando la infinitud del jardín, de sus posibilidades. Elena no se concentra entonces en una línea temática ni en un tipo de personajes: “en unas cuantas páginas pasa del existencialismo a la guerra de Indochina, no habla solamente con escri-tores, ni actores ni músicos, porque lo que le interesa es abrirse a la vida, al jardín que la compone.

A pesar de corresponder a la imagen de una cele-bridad, los entrevistados parecen trazados a escala humana, sin ser engrandecidos ni exaltados como si leyéramos fragmentos de biografías de aquellos mo-numentales héroes que perfilaron nuestra historia. Como en los jardines reales, para preservar esta pro-porción, la topografía de la obra de Poniatowska es esencialmente plana, y no hay elementos que se en-cuentren a diferente altura. El tamaño “real” se debe a que la autora relaciona a los entrevistados, aunque situados en el escenario galo (más propiamente, pa-risino), con espacios concretos y cotidianos france-

ses de los que todos tenemos noticia o que pertene-cen a un imaginario colectivo sobre el ser francés. Así, al cruzar las líneas de cada texto nos descubri-mos nostálgicos o ansiosos de descubrir aquellos baños y sus grandes tinas, las callejuelas donde cru-zan las monjas en bicicleta, la historia de París que esconde el Hôtel de Ville o los consagrados cafés de Flore y Les Deux Magots, las brasseries Lipp y Clo-serie des Lilas en donde, como menciona Elena, los ilusos seguimos sentándonos esperando encontrar algo de Sartre o de Simone de Beauvoir, o tal vez de Verlaine, Mallarmé o Boris Vian.

Es también importante mencionar que la cerca-nía que sentimos ante estos personajes tan franceses se debe de igual manera a que la autora de una forma muy consciente construyó sólidos hilos entre ellos y nuestro paisaje y referentes mexicanos. La misma Elena anuncia en su prólogo: “Pensé que yo tampo-co presentaría a un entrevistado en su penumbra, in-tentaría retratarlo a la luz de México.” Así, muchos de los que hablan en este libro tuvieron alguna re-lación, directa o indirecta, con México: la actriz Su-zanne Flon, perteneciente a la generación del tam-bién entrevistado Jean Vilar, recuerda cómo conoció por primera vez la selva en Palenque; Erongarícuaro revive en parte gracias al artista Michel Cadoret; Ra-ymond Aron discurre sobre el proyecto bolivariano,

entre muchos otros ejemplos más o menos conoci-dos. Y entre las páginas, además de todos esos espa-cios tan à la française, como los ya mencionados ca-fés a los que se les dedica un capítulo, encontramos el Teatro Margo, el Paseo de la Reforma, el ifal, el Museo de Antropología, el teatro del Palacio de Be-llas Artes, la unam… De esta forma, ambos paisa-jes, el francés y el mexicano, se entremezclan. Pero lo que permite que los entrevistados se vuelvan más humanos y más alcanzables ante nuestros ojos es so-bre todo la naturalidad con la que son presentados; en ocasiones son algunos párrafos introductorios que Poniatowska otorga al lector para situar al per-sonaje, o en ocasiones algunos detalles clave como sus obras más sobresalientes, elementos que sirven para erigir el puente entre ellos y el lector. Además, la edición del fce cuenta con algunas páginas, en pliegos aparte, en donde una serie de fotografías y dibujos muestran a varias de estas personalidades, de forma que el lector puede tener una referencia vi-sual de ellas.

La naturalidad de este jardín se debe por supuesto a la joven autora, quien ya desde sus inicios en el pe-riódico Excélsior y cuando aún firmaba como Helè-ne, hace gala de sus cualidades de periodista y arran-ca frases y momentos inesperados de las celebrida-des. De forma que las preguntas y respuestas brotan con tal espontaneidad que recuerdan las fuentes y ríos que componen los jardines reales. Porque al fin y al cabo Poniatowska es la entrevistadora de artis-tas, la reportera de sociales, la simpática joven no-toria de la vida cultural francesa, como la describió Christopher Domínguez Michael; y ella se siente como pez en el agua. Una familiaridad que de forma sorpresiva surge ante ciertos comentarios introduc-torios, como “Sepa usted que es a la primera persona a la que le concedo una entrevista desde que he naci-do”, del Hubert Beuve Méry, director y fundador de Le Monde, o “Sepa usted, señorita, que la recibo tan sólo porque usted me dijo que conocía a Alfonso Re-yes y que la mandaba el joven Octavio Paz”, del poeta franco-uruguayo Jules Supervielle. Pero, si no fue-ra por estas líneas que anuncian que las celebrida-des se encuentran ante una joven todavía inexperta, los discursos parecen provenir de una periodista ya madura. Notamos algunos rasgos de esa Elena joven que después se convertirá en la cronista de la masa-

cre de Tlatelolco, del terremoto del 85 y del movi-miento zapatista de los años noventa. De ahí que de una a otra página los textos oscilen con tanta facili-dad entre la crónica y la entrevista, sin importar que haya homogeneidad de género en el conjunto, tal vez porque la periodista, más allá de ser escritora de uno u otro, sabe también ser una fotógrafa de personali-dades, como bien ya lo ejemplifica su libro Las siete cabritas.

Los lazos diplomáticos y culturales que hermanan a Francia y a México son más que conocidos: basta recordar el mensaje que a principios de los años cua-renta Lázaro Cárdenas lanzó a Albert Lebrun, pre-sidente de Francia, nombrando al pueblo francés el “portavoz de la libertades humanas y de los derechos del hombre”. Dos naciones geográficamente lejanas pero de incesante correspondencia que encarna en una serie de personajes, ya sea por su historia, sus afinidades o apegos, y de entre los cuales uno de los nombres que más resuena es el de Elena Poniatows-ka. Jardín de Francia es entonces el mapa que diseña la autora, cual paisajista, para que nosotros, sus lec-tores, podamos recorrer los senderos de esa cultu-ra tan amplia que es la francesa. Y así, al pasearnos entre una recámara y otra descubramos que en cada sombra, espectro de luz o caída de agua se esconde una humilde alusión a Versalles.�W

Adriana Romero-Nieto, traductora, es la editora de literatura en el FCE.

EL VERSALLES DE PONIATOWSKA

Pensé que yo tampoco presentaría a un entrevistado en su penumbra, intentaría retratarlo a la luz de México

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sombra, espectro de luz o caída de agua se esconde una humilde alusión a Versalles. W

Adriana Romero-Nieto, traductora, es la editora

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Ciudad infinita, México es todas las ciudades”, escri-be Elena Poniatowska en el texto que sirve de pórti-co para las 78 crónicas que se alojan en Todo empezó el domingo. Una doble es-critura puebla estos esce-narios, esbozo de la mexi-canidad de 1957: la pluma

de Poniatowska y el lápiz de Alberto Beltrán. La primera describe, comenta y narra; el segundo ilus-tra, envuelve o añade. Voz y ojos que escriben —uno con imágenes, la otra con palabras— las estampas del México de mitades del siglo xx; ambos discursos atraviesan el libro todo, paralelos, y ofrecen al lec-tor, por lo menos, tres posibles lecturas: iconográfi-ca, literaria y mixta. Estas tres maneras de entender

Todo empezó el domingo lo hacen un libro versátil que se acerca a diversas formas de leer: las imágenes gráficas, las que se desprenden de las palabras y las que se funden entre los dibujos de Beltrán y las cró-nicas de Poniatowska.

El costumbrismo del siglo xix cabalga por estas páginas y funge como un puente entre aquella época y la nuestra, donde el punto medio se fija en la escri-tura de la periodista mexicana. Tres siglos conviven especularmente en las letras y dibujos de ambos au-tores, grabados del tiempo mexicano, testimonios ópticos y verbales de un México que, afantasmado, todavía vivimos. Esto es lo que nos permiten las cró-nicas (en general, claro, pero también éstas en par-ticular): dar cuenta de la permanencia de los ritua-les, de las necesidades que no se satisfacen, de los ritos religiosos que nos acompañan, de la duración inmarcesible de la desigualdad, pero también de las

costumbres extintas, de los lugares derruidos y ol-vidados, de las ruinas sobre las que vivimos. En las dos escrituras que trazan Poniatowska y Beltrán, se sienten los vestigios de una cultura sepultada —in-cluso arquitectónicamente— sobre la que nos erigi-mos: México Tenochtitlan. Hacia ambos extremos del puente entre dos épocas se intuye un camino de varios siglos que se tensa entre dos puntos: la histo-ria y el porvenir.

Por eso la escritora nos arrastra hasta los cimien-tos de las catedrales donde yacen las pirámides, pila-res de nuestra religión materna, y desentierra siglos de antigüedad acumulados en los edificios, costum-bres y juegos que hoy mismo habitamos: “Muchos de los montículos que vemos en el campo sepultan pirámides y hay juegos de pelota precortesianos es-condidos bajo tierra”, juegos que permanecen en “Balbuena, el Chapultepec de los pobres”, donde los

Cartografía de las costumbresG I O R G I O L A V E Z Z A R O

RESEÑA

Un historiador deseoso de reconstruir el clima anímico de la Ciudad de México en los años cincuenta encontrará en Todo empezó el domingo un relato doble, literario y gráfi co,

de la urbe en trance de destruirse a sí misma, de sus habitantes, de sus joyas hoy extintas. Publicada su primera edición en 1963, urge volver a imprimir este retrato citadino hecho

al alimón por Poniatowska y Alberto Beltrán

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oaxaqueños que vivían en México jugaban a ser dio-ses, porque “aventarse la pelota mixteca, el uno al otro, era como jugar con el sol”, y, con el fuego en las manos, quemaban el tiempo libre y, con él, olvida-ban por momentos las condiciones de su vida —como ahora mismo se hace, seguramente, en alguna can-cha de frontón improvisada en el cemento.

Poniatowska esculpe en los cauces de Xochimilco estampas que invocan los vestigios de nuestra cultu-ra y dibuja, con marca de agua, en el azogue de los ca-nales, un destello de lo que fue la civilización antes de la civilidad: “Así, salida del agua —estallido de flo-res, de verdor, de huejotes— debió de ser la antigua Tenochtitlan.” La periodista recuerda en “los niños xochimilcas” la devoción de un pueblo infante don-de “sus bracitos cocidos se vuelven cántaro de flores para honrar a ‘nuestra madre que está en los cielos’”. De esta forma se reúnen las dos patrias del México prehispánico, el agua y la tierra, y se coronan con su producto enervante, la flor; aunque, como apunta Elena, “Hoy los indios cuidan muros y cables. El jar-dín ha quedado sumergido. Tenochtitlan se doblega, y da flores acuáticas que crecen para adentro”, pro-ducto del progreso y la construcción de una ciudad que, con el sino del ouroboros, se come a sí misma cuando emplaza los edificios nuevos sobre las ruinas de lo que somos.

Ambos grabadores, escritora y dibujante, trazan rituales religiosos —que llegan hasta lo esotérico—, desde las peregrinaciones hacia la Villa, el día de la virgen de Guadalupe, hasta los santos y advocacio-nes, que se veneran con ritos más bien mágicos; deli-nean convivencias donde la mexicanidad emerge en la comida, ya sea el mole, las carnitas o los antojitos típicos de la ciudad, ya sea el pescado de la costa de Veracruz o algún otro plato regional; marcan luga-res donde tradiciones y personajes conviven, como los dibujos y las letras. Ambos trazos construyen un mapa donde se localizan las prácticas del mexicano. Prácticas que, sujetas al tiempo, se emplazan en una duración finita; algunas costumbres llegan hasta el siglo xxi, otras perecen en el curso de los años. Tal como los personajes del museo de cera “que muchas veces los funden cuando ya todos se olvidaron de ellos, y con la cera caliente crean otros personajes, también transitorios”, las costumbres se reciclan a sí mismas como las efigies de parafina; se disuelven en el desuso pero se tornan, asimismo, balaústre de las tradiciones, columnas que sostienen la parte más vi-sible de la cultura.

Los dos personajes que retratan las costumbres del país, nunca protagonistas sino testigos, recorren la ciudad de México y algunos parajes del resto de la república: Yucatán, Veracruz, Guerrero, Hidalgo, Puebla, Chihuahua o el Estado de México. Lo que Poniatowska dibuja con palabras, Beltrán lo escribe con imágenes: testimonio de los contrastes que par-ten desde las condiciones sociales del país —tan poco disímiles las de entonces con las de ahora— y se fin-can en las formas estéticas de ambos autores.

Las ilustraciones como las crónicas están plaga-das, aunque tenuemente, de una ironía que linda con la crítica social —tanto política como cultural—, en-marca los claroscuros que abundan en los barrios del país y, víctimas de un estatismo que escapa al tiempo, recorren nuestra historia de cabo a cabo; por esto Carlos Monsiváis apunta que en la lectura re-novada de Todo empezó el domingo “seguimos reco-nociéndonos en esos paseantes y esos turistas de la capital al borde de la fragmentación”, un límite que se expande mientras la ciudad de México devora al estado que lo rodea y, en su redundancia nominal, ciudad y estado se funden y “las diversiones de los pobres están siempre al borde del suicidio”; un mar-gen que siempre está a punto pero no se fragmenta, no se quiebra, no se colapsa. Acaso porque aquella máxima romana, “pan y circo”, sigue funcionando de manera cabal.

Los habitantes de las crónicas de Poniatowska se maravillan, ya con el Museo del Chopo o el de His-toria Natural (en la sección de “fenómenos y dispa-rates”): “los visitantes se extasían ante esas atroces caricaturas infantiles; seres que nacieron sólo para recordarnos que el amor también puede dar frutos monstruosos”; ya con los espectáculos que se trans-miten por televisión, como las peleas de box, pues “sin duda el espectáculo más antiguo es el de dos hombres que combaten a golpes”; bien con los fut-bolitos, donde los muchachos “frente a una hilera de máquinas tragadieces y tragaveintes […] se entretie-nen todo el día del domingo”; o con los avioncitos que

cruzan el cielorraso del Campo Marte, donde “no sólo niños aficionados a ‘volar’” acuden al espectá-culo sino también “los niños grandes, niños petrifi-cados, hombres que construyeron ellos mismos sus aviones”. Las costumbres y los juegos se han disuelto en el olvido y, cera líquida que espera la resurrección, han mutado en ritos que nos sustraen del pesar de la existencia en la ciudad y nos sumergen, unos instan-tes, en un paraíso edulcorado que sabe a gloria pura.

Cada práctica de la que dan cuenta Poniatowska y Beltrán se enraíza en lugares que permanecen y nos conectan con otros tiempos, como las vías de los tre-nes, férreas líneas que se oxidan con el desuso, “los fierros viejos que, como en todas las vías del mundo, se fosilizan en el suelo”; como las avenidas que, vis-tas desde la altura de una azotea, dibujadas en un mapa, se ven “como cauces de río profundo”; como esos testigos de cemento y metal que sólo saben con-templar el paso del tiempo, los balcones, que “tienen la vocación del vuelo. Continuamente se escapan. Emprenden viajes y, a la mañana siguiente, amane-cen húmedos de rocío, cubiertos de semillas enterra-das por el aire. Vuelven quizás un poco más viejos y sus barrotes guardan aún el rumor del agua, algún viento pueril y escondido, un oscuro trozo de noche duerme arrinconado”; o como la Torre Latinoameri-cana, donde se descubre la seducción del montañis-mo pues “la altura embruja” y “tal parece que los al-pinistas sólo escalan los más altos picos para ver ha-cia abajo”, desde donde se escucha, tanto en la cima del pico más elevado como en la punta de la torre, que “una sirena brota de las entrañas del hierro; una sirena: largo quejido de la ciudad”.

Una ciudad que se destruye, como todas, y se erige sobre su propia ruina, es la que empieza en domin-go: el día de descanso oficial —aunque ahora mismo, un domingo cualquiera, muchas personas estén tra-bajando—, el día que sirve para olvidar el resto de la semana, el día donde las historias comienzan. Cier-tamente, no todas las crónicas del libro se sitúan en el séptimo día de la semana —o el primero, según se juzgue el inicio y el fin de una semana— pero su po-sibilidad se localiza en el descanso, el paréntesis, la pausa. Así como el ouroboros alcanza su propio fin con sus fauces, también la oralidad —plasmada en los diálogos que reproducen las voces de la gente— se filtra hasta la prosa de Poniatowska y los dibujos de Beltrán: principio y fin se confunden, grabados y tes-timonios se mixturan: “los círculos se cierran. Toda sangre llega al lugar de su quietud.”�W

Giorgio Lavezzaro es ensayista.

CARTOGRAFÍA DE LAS COSTUMBRES

Elena Poniatowskaen el Fondo

BODA EN CHIMALISTAClos especia les de

a la orilla del viento

Ilustraciones de

Oswaldo Hernández Garnica

1ª ed., 2008, 28 pp.

978 968 16 8563 8

$125

JARDÍN DE FRANCIAletr as mexicanas

1ª ed., 2008, 430 pp.

978 968 16 8582 9

$199

OBRAS REUNIDAS INarrativa breve

obr as reunidas

1ª ed., 2005, 307 pp.

978 968 16 7469 3

$310

OBRAS REUNIDAS IINovelas 1

obr as reunidas

1ª ed., 2006, 586 pp.

978 968 16 7860 5

$495

OBRAS REUNIDAS IIICrónicas 1. Las siete cabritas.

Juan Soriano “Niño de mil años”

obr as reunidas

1ª ed., 2012, 323 pp.

978 607 16 1186 4

$360

TODO EMPEZÓ EL DOMINGOAlberto Beltrán y Elena Poniatowska

vida y pensamiento de méxico

1ª ed., 1963, 248 pp.

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La mirada ajenaD I A N A D E L Á N G E L

RESEÑA

Varios relatos confl uyen en esta novela de Poniatowska, en la que se cuela un claro aliento autorreferencial.

Desde la mirada de una niña que va dejando de serlo, el lector observará una ciudad deslumbrante y conocerá

el vacío de la orfandad y el desarraigo, la complicidad fraterna, la ingenuidad que puede llegar a dañar.

Pespunteada con canciones, relatos populares, anuncios, la novela muestra el crisol mexicano

de mediados del siglo XX

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CERVANTOWSKA

La “Flor de Lis” (1988) es la tercera novela de Elena Po-niatowska. Una flor de lis es el símbolo de la aristocracia francesa a la que pertenecen casi todos los personajes de la narración; es una insignia usada por el grupo de scouts de Mariana, la narradora niña que nos lleva por los vericue-

tos de su crecimiento. La flor de lis también es par-te de los emblemas de la religión católica en cuyo ámbito la joven narradora conoce al padre Teufel y sus intenciones de crear una sociedad nueva. Fi-nal y sorpresivamente, es el nombre de una tienda de tamales, que ofrece lo mejor desde 1918. Junto a otros libros de carácter narrativo, esta obra se halla en el segundo volumen de Obras reunidas, editada por el Fondo de Cultura Económica.

No obstante su profusa colección narrativa, la también llamada princesa roja es más conocida en nuestras letras por su labor periodística. Ello no ocurre así en países como Estados Unidos o Espa-ña, donde diversos estudiosos —Joan F. Marx, Ro-cío Oviedo Pérez de Tudela, Walescka Pino-Ojeda o María Caballero, por mencionar algunos— han atendido puntualmente la obra de Poniatowska en general y han dedicado serios artículos a La “Flor de Lis”, lo cual no es de extrañar si consideramos que la novela, mediante la rememoración de Mariana, nos enfrenta, desde una perspectiva novedosa, a la Ciudad de México posrevolucionaria, a la decaden-cia de la clase aristocrática, al nacimiento de la bur-guesía y al tema de la relación entre madre e hija.

La voz de la narradora madura sutilmente a lo largo de la obra. La apuesta de Poniatowska por construir la mirada de una niña en general se sos-tiene durante el relato, que, sin dejar de centrar su atención en los hechos externos, cobra un tono in-timista que envuelve al lector. La pequeña duquesa describe con candor el mundo y los cambios que la rodean desde su tina de baño en Europa hasta las calles porfirianas de la Ciudad de México, a la que llega con su familia huyendo de la primera Guerra Mundial. Este memorial de dulzura en boca de una

niña es motivado por la protagonista de su vida y de la novela: su madre. Luz, aristócrata de origen mexicano, es la presencia luminosa alrededor de la cual las palabras de Mariana mariposa revolotean atraídas por la ausencia materna.

La duquesita desterrada es un personaje entra-ñable por la sinceridad con que expone sus pun-tos de vista y sus carencias como ser humano: “me acuclillo en un rincón y finjo, para que me quiera”, nos dice, hablando de su segunda nana. A pesar de que el ambiente, en principio aristocrático euro-peo y luego de clase acomodada en México, pudie-ra ser frívolo, Mariana está llena de complejidad; uno de sus conflictos esenciales es la falta de equi-libro que espera resolver mediante su madre. “Yo era una niña enamorada como loca. Una niña que aguarda horas enteras. Una niña como un perro. Una niña allí detenida entre dos puertas, sosteni-da por su amor.”

Como buenas hermanas, en la infancia Mariana y Sofía van a todos lados juntas, pero desde enton-ces cada una forma su personalidad, muy distinta de la otra. Este contrapunto entre las dos niñas es un recurso bien explotado para dar cuenta del ca-rácter de la narradora. “Estoy enamorada de Cary Grant. Sofía, ella, se ha enamorado de Gregory Peck, pero no hace méritos. Dice que qué más mé-rito que ella misma.” Durante su vida en México y luego en su estancia en el convento de Filadelfia, estas diferencias se acentúan, al grado que, cuan-do la novela termina, Sofía tiene una vida al lado de su novio mexicano y el baile, mientras que nuestra “Flor de Lis” sigue buscándose.

Mariana se define por lo que no es, por el anhe-lo —“yo nunca me quiero sino como voy a ser…”—, por el abrazo materno que no llega, por la certeza paterna que no aparece, por la ciudad querida que la rechaza —“Es que no pareces mexicana”—, por la tristeza que no halla residencia. De estas ausencias, quizá la más honda sea la de Luz; rememora una voz de Mariana adulta en medio de la novela: “Más tar-de en la vida una psicoanalista argentina me dirá: ‘Ya deje en paz a su madre, que ni la quiere como usted la quiere, olvide esa obsesión, no le conviene.’ No, doctora, soy yo la que no me convengo, aunque

antes de niña, sí, solía reír mucho, y cuando reía, en-tonces sí, me tenía a mí misma, sí, como un pequeño sol de premio entre mis manos.”

Hacia el final de la novela atisbamos el único me-dio que Mariana encuentra para acercarse a su Luz: su diario. Mediante la transcripción de fragmentos de la escritura íntima materna la hija hace corpórea a la presencia inasible de su infancia. Su llegada a México es motivada por la guerra, en la que su pa-dre combate. En este país la espera una nueva abue-la, una revolución recién estrenada, una nana de Tomatlán y otras calles por caminar. Las historias de la abuela mexicana y su pasión desmedida por los perros son narradas sin enjuiciar, es decir, des-de la mirada inocente de una niña. Gracias a eso es posible contar cómo un vagabundo es acogido en la casa sólo por ser dueño de Chocolate, un perro que llevó a la anciana rica a meterse en las barrancas de Santa Fe. Mediante esta y otras anécdotas, la nove-la toca, si bien indirectamente, la dinámica perver-tida entre las distintas clases sociales. “El pueblo-pueblo es otra cosa. Lo terrible es esta clase media baja que avanza pujando por el mundo, también en Europa, no creas, ésa, a la que se le escurre el espa-guetti sobre el mentón, ésa que trae a sus bebés a la playa en vez de dejarlos con la nana…”

Aunque la ciudad por la que se mueven los per-sonajes se reduce a las colonias Roma, Condesa y Centro, es posible ver en el relato de Mariana par-tes que hoy ya no existen. En el recorrido de la calle de Madero se forja su amor por el nuevo país, pero mucho más a la vista del “Zócalo, esa gran plaza que siempre se me atora en la garganta”. En la natura-lidad con que nos son descritos los cines gigantes extintos, la novedad del Paseo de la Reforma o los “castillitos” de la colonia Juárez se nota el ejercicio de la crónica que ha hecho a Poniatowska una de las escritoras contemporáneas más populares.

Uno de los rasgos, sin ser estrictamente novedo-so, más atractivos de La “Flor de Lis” es que integra discursos ajenos a la narrativa. Esta incorporación de lenguajes se traduce en la novela mediante la in-clusión de canciones populares, anuncios de tama-les, cuentos de Tomatlán, rezos católicos y frag-mentos de la liturgia cristiana.� P A S A A L A P Á G I N A 1 6

LA MIRADA AJENA

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Canto de pájaro azulN A Y E L I G A R C Í A S Á N C H E Z

RESEÑA

Poniatowska ha escrito narrativa de varia extensión. En el extremo breve están los cuentos

y novelas cortas que se agrupan en el primer volumen de Obras reunidas que publicó el Fondo hace casi una década. Aquí se pasa revista a esos

relatos y se muestra multitud de ejemplos del ingenio con que la autora sintetiza un sentimiento,

una intuición, una tragedia

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En 2005 el Fondo de Cultura Económica publicó el pri-mer tomo de obras reuni-das de Elena Poniatowska (París, 1932), dedicado a su narrativa breve; en él se in-cluyen dos novelas cortas: Lilus Kikus (Los Presentes, 1954), y Querido Diego, te abraza Quiela (Ediciones

Era, 1978); y dos libros de cuentos: De noche vienes (Editorial Grijalbo, 1979) y Tlapalería (Ediciones Era, 2003).

Esta colección recrea la sorpresa del primer en-cuentro con el mundo a través de historias entraña-bles y descripciones ingeniosas llenas de detalle. La autora entreteje hilos narrativos que navegan entre la intimidad minúscula y la panorámica social, mo-vimiento que recuerda la pluma de Ramón López Velarde, Juan Rulfo, Lewis Carroll o Antoine de Saint-Exupéry.

Lilus Kikus descubre un rito de iniciación: el paso de una niña que se convierte en mujer. Aún asis-te a un colegio de monjas pero ya en la calle le gri-tan: “¡Ay, mamacita, quién fuera tren para pararse en tus curvas”. Tránsito espejo de la joven escrito-ra de 22 años que publica su primera obra. Lilus es una mujer de 13 años que no parece estar dispuesta a abandonar la niñez, pues vive feliz en la observa-ción de un mundo cotidiano: plantas, frutos, insec-tos; y de otro extenso e inabarcable: las compañeras de la escuela de monjas, el vecino filósofo. La nove-lita describe con gestos suaves y discretos la imagen del México de los cincuenta visto desde la clase me-dia: las manifestaciones públicas, la presencia de los exiliados, las vacaciones en un Acapulco paradi-siaco. En su primer libro, Poniatowska muestra su genio creativo y su capacidad de asombro. A lo largo de doce breves capítulos, el lector entra al mundo de Lilus.

Poblados de fantasía y magia, los días de la niña transcurren entre el cuidado de sus juguetes vege-tales: “Miss Lemon era un limón verde que sufría espantosos dolores abdominales y que Lilus inyec-taba con café negro.” Observaciones que salen de la boca del narrador pero nacen en la conciencia del personaje: “Tonto porque es horrible dormirse en-tre despiertos. Triste porque tal vez en su casa la cama era demasiado estrecha, y su mujer en ella, demasiado gorda.”

Las veredas del texto nacen entre canciones de tono popular: “¿Qué más da?  / Yo no soy virgen… / Zambumba Mamá la Rumba  / Mi azucena rene-grida,  / Zambumba Mamá que zumba / ¿Qué más da?”, y palabras que dibujan un ambiente local: “Aquí está mi hija Laura Borrega. Era monísima el año pasado pero ya está en la edad de la punzada, sabe usted, cuando la niñas no son niñas ni muje-res.” Descubre Lilus, al final de la historia, la im-portancia de los signos: aprende a leer el mundo, y Elena, a escribirlo: “Tal vez en esta vida, es lo más importante: creer en los signos, como Lilus creyó desde ese día.”

Querido Diego, te abraza Quiela es una serie de doce cartas apócrifas, de Angelina Beloff (Quiela), para Diego, el ausente amante que sólo le escribe para enviar dinero; aunque, por identificación con la segunda persona a la que se dirige la voz narrati-va, el lector puede jugar a ser el hombre que se fue.

A lo largo de las cartas puede notarse un cam-bio en el personaje que se envalentona y recupera el amor propio, al recontar su propia vida, hablar de su amor a la pintura, de su fuerza de “mujer adelanta-da”, educada por mentes liberales que la enseñaron a sostenerse por sí misma “¡Qué sabios eran, porque al empujarme me estaban dando la clave de mi pro-pia felicidad!” El suficiente para enviarle una últi-ma carta de despedida al genial y talentoso Diego.

El viaje de la mujer parte en la desolación: “Hoy como nunca te extraño y te deseo […] yo me voy me-tida de nuevo en mi esfera de silencio que eres tú, tú y el silencio, yo adentro del silencio, yo dentro de ti que eres la ausencia, camino por las calles dentro del caparazón de tu silencio”, se detiene varias ve-ces en el recuerdo de la vida compartida, de la ma-ternidad frustrada: “Sé que tú no piensas en Die-guito; cortaste sanamente, la rama reverdece, tu mundo es otro, y mi mundo es el de mi hijo”, y, con alivio, alcanza la costa de la resignación y la digni-dad: “Estoy dispuesta a seguir en las mismas, con tal de poder dedicarme a la pintura y aceptar las

consecuencias: la pobreza, las aflicciones y tus pe-sos mexicanos. […] contéstame esta carta que será la última con la que te importune, en la forma que creas conveniente pero en toutes lettres.”

La anécdota está planteada de manera que es im-posible fijar una ética interna de la relación amo-rosa que permita juzgar el abandono de Diego o la victimización de Quiela. Sabemos los hechos desde los ojos enamorados de una pintora apasionada y fe-bril, herida aún por los estragos de la guerra, la ex-patriación y la muerte de su hijo. Diego es un super-hombre desde este punto de vista: atractivo, artista supremo, ser frágil, loco que vive o desea vivir en los límites de una sociedad devastada por la caída de cuerpos e instituciones en el conflicto bélico.

De noche vienes tiene dieciséis cuentos que con-mueven e interesan por su multiplicidad de voces y registros. Una red une los relatos a partir de te-mas comunes: el amor, la soledad, la vida de la clase media-alta, la servidumbre y las escuelas católicas, tratados con una burla suave, discreta, un humor disimulado de candidez. Algunos cuentos repasan el tema del abandono y la búsqueda amorosa: “Her-bolario”, “Canto quinto”, “La felicidad”, “El recado”, “Love Story”. El color maravilloso de la fantasía, de la ruptura con la lógica del diario ocurrir, tiñe las palabras de varios relatos; así ocurre en “El rayo

verde”: “Encierro mi sombra para que no escape, la doblo en dos y la extiendo como toalla en la arena.”

Mención aparte requieren “Métase mi Prieta, entre el durmiente y el silbatazo”, “El limbo”, “De Gaulle en Minería” y “De noche vienes”, por los vuelos líricos que alcanzan, por sus virtudes narra-tivas y por lo que de crítica social tienen. El primero de estos relatos trata sobre el enfrentamiento de un ferrocarrilero con el “progreso”: su viejo y querido tren es intercambiado por una nueva unidad, los superiores le informan que “la Prieta” (su antigua máquina) ha cambiado de recorrido y ahora tendrá que manejar la que esté disponible en el momento, quitándole la oportunidad de amoldarse a ella, de conocerla: “Mirar, sentir cómo la máquina se hace a uno, cómo se va aprendiendo de memoria el cami-no, cómo habla a su modo para pedir lo que le falta.” Pancho Valverde, distinguido luchador sindicalista, pierde su tren casi al tiempo en que pierde a su mu-jer, Teresa. Al final, Pancho y la Prieta desaparecen de la compañía, a pesar de reportes y denuncias no los encuentran, aunque “se esparce el rumor de una máquina loca que hace corridas fantasmas y en la noche se escucha cómo el maquinista abre la válvu-la de vapor y la montaña resuena entonces con un lamento largo”.

Tlapalería es el libro más reciente del conjunto. Compuesto de ocho cuentos, se distingue por una voz madura que se mueve segura entre diversos re-gistros de escritura. Poniatowska regresa a los te-mas que ha tratado en los libros anteriores y se en-trega al regocijo de la reproducción del habla popu-lar (cosa que ya hacía desde Lilus Kikus).

El cuento homónimo al libro es un diálogo for-mado por muchas voces a partir de las que se cons-truye una anécdota simple pero entrañable: la muerte del viejo dueño de una tlapalería. De forma lúdica, la voluntad que estructura el diálogo plasma la velocidad y la risa del español mexicano: “—¿Qué onda? —Yo a toda madre. —Y tú, ¿qué onda? —¡Ay qué buena onda! —Vamos a ver cómo se pone esa onda.”

Sorprenden por su novedad los desenlaces des-afortunados y terribles. Así ocurre en “Las pache-cas” y en “La banca”. Los relatos más memorables son “Los bufalitos” y “Coatlicue”. El primero termi-na con la metamorfosis del anciano guardia de un museo de pintura impresionista en color: “soy luz

y color, me diluyo, soy apenas una pincelada [...] me voy, me voy, soy el pequeño disco rojo de sol refle-jado en las aguas que Monet pintó en El Havre.” El segundo narra el viaje astral, cósmico, de una mu-jer tras la ingesta de pulque: “Va a caer la noche y yo en esta llanura. Tengo que encontrarme [...] Era fácil caerse en esta oscuridad pero me enojé conmi-go misma [...] No podía ni retroceder ni avanzar y me estaba hundiendo. [...] tuve miedo a la inmovili-dad, a la gran noche y sus silencios.” En realidad, la mujer se había emborrachado y había tropezado en “una de esas fosas en las que se fermentan desper-dicios para abonar la tierra”. El amigo que la acom-paña cuenta cómo a Rosario Castellanos le pasó algo similar en Acapulco: creyó estar en medio del mar abierto, pero se retorcía en la arena de la pla-ya. El cuento pone un pie en la anécdota hilarante y otro en el misterio de la vida.

Con gran sentido del humor, Poniatowska jue-ga: a través de sus narradores duda del relato mis-mo, rompe las reglas que inventó. La lectura de sus obras breves conmueve, exalta, cuestiona. En su estilo se asoma su dedicación al periodismo. Tras cada relato hay una investigación; las mil entrevis-tas que ha realizado facilitan el registro de la pala-bra oral. Elena va sembrando aquí y allá ecos de su biografía: los antepasados aristócratas, la educa-ción religiosa, el amor por los gatos y el color azul. Hay una búsqueda que atraviesa su narrativa y que anuncia ella misma desde el prólogo: “¿Es la comu-nicación el amor?” La respuesta está en el canto de este pájaro azul.�W

Nayeli García Sánchez es ensayista e investigadora.

CANTO DE PÁJARO AZUL

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Siete imprescindibles

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A las siete mujeronas retratadas en este entrañable libro “las tildaron de locas” aunque

en realidad “centellean como las Siete Hermanas de la bóveda celeste”. Y es sí: Poniatowska logra

en esto apuntes biográficos dar voz a un conjunto luminoso de féminas que cambiaron la cultura de nuestro país con sus escritos, sus fotografías, su

pintura, y con su ejemplo.

E lena Poniatowska abraza a siete muje-res que se encuentran entre la estrella de la locura y la grandeza. Mujeres re-beldes y ruidosas que se atrevieron a

mostrarse junto con sus heridas y pasiones, aún en la primera mitad del siglo xx, y que dejaron de ser tan sólo musas para ser parte fundamental del crecimiento artístico de México en los años en que el país fue un foco de atención mundial. De esa misma envergadura fue la fuerza con que ellas sedujeron al público que las rodeaba.

El gran trabajo de investigación de la mere-cedora del Premio Cervantes, así como la pluma creadora de un mujer igual de imprescindible para nuestra cultura, recrea la vida de estas sie-te artistas “locas como una cabra”, mostrando la entrañable unión que tiene la intimidad de las artistas con su obra. Frida Kahlo nos habla desde sus gravísimos problemas de salud y su desbordante amor por Diego; reconocemos a la ruidosa y satanizada Pita Amor, entregada a ella misma y a dios; somos hipnotizados por Nahui Ollin, precursora de la mujer dueña de sus ins-tintos detrás de sus excepcionales ojos verdes; y las trenzas de María Izquierdo vivifican a la auténtica pintora mexicana enamorada de Rufi-no Tamayo. No puede faltar Elena Garro, la in-comprendida rubia de cabellera fiera y suplican-te; tampoco Rosario Castellanos, con su amor obsesivo por Ricardo y una obra de igual modo eterna; ni Nellie Campobello, quien no necesitó ser hombre para capturar la esencia de la Revo-lución mexicana. El retrato que esboza la Po-niatowska muestra la gloria y exclusión de estas mujeres escandalosas y polémicas que sufrieron a costa de la libertad que desearon merecer y a quienes debemos gran parte del panorama ar-tístico femenino de hoy.�W

Andrea Muriel es poeta.

V I E N E D E L A P Á G I N A 7 � paisaje exterior a sus libros, y lo mismo le ocurre con sus personajes masculinos, a menudo desdibujados por la distancia afectiva. Ello ocurre con el Rivera de Querido Diego, te abraza Quiela, con el príncipe Jean Poniatowski de La “Flor de Lis” y con el astrónomo Guillermo Haro de La piel del cielo, ausente a ratos hasta de las páginas de su biografía El Universo o nada. Hace unos diez años Jacqueline Rose afirmó que “la biografía es esencial para comprender la obra de Sylvia Plath, pero eso no significa que su obra sea autobiográfica”. Es una pena que lo mismo sea cierto para toda escritora, porque seduce la idea de Elena Poniatowska entre el dur-miente y el silbatazo, o reencarnada con mirada de alma de Dios y cara de mosquita muerta en Esmeral-da, la enfermera polígama que confiesa en los separos del Ministerio Público el ejercicio de su libertad.

Periodista reincidente, ha estado en la cárcel en más ocasiones que algunos de nuestros delincuen-tes, recorriendo celdas y crujías para entrevistar a David Alfaro Siqueiros, a Demetrio Vallejo, a Álva-ro Mutis, a José Revueltas y, por supuesto, a los de-más presos políticos de 1968. Es imposible disociar el nombre de Elena Poniatowska de La noche de Tla-telolco. Es un libro que cargamos como una lápida enorme en la memoria colectiva, con un peso moral apenas comparable a La visión de los vencidos, como lo demuestran sus ecos en el poema doliente que José Emilio Pacheco tituló Las voces de Tlatelolco. A medio siglo de distancia se nos olvida con frecuencia el valor requerido para escribir, publicar y reseñar La noche de Tlatelolco poco después de la matanza, como lo hicieron Elena Poniatowska, Neus Espre-sate y José Emilio Pacheco. Sin embargo, los gritos, las preguntas sin respuesta, la indignación moral y el estupor colectivo de las páginas de La noche de Tlatelolco no están registrados para los archivos aca-démicos sino morales. Es un texto que no admite re-clamaciones, porque no es un análisis político ni un recuento histórico. Es algo más poderoso, como lo muestra la intensidad de las voces que no lograron apagar ni la sombra de la represión y ni la obscuridad que descendió sobre la nación entera.

Seguimos sin comprender del todo lo que pasó en Tlatelolco. No sabemos bien a bien cuántos mu-rieron, quién ordenó la represión, ni quien disparó primero. No importa. Un muerto son demasiados muertos, y un desaparecido político son demasia-dos desaparecidos políticos. No debemos leer las contradicciones de La noche de Tlatelolco como errores históricos del recuento literario de Elena Poniatowska, sino como la denuncia colectiva de un crimen de Estado más cruel que la propia realidad. Como alguna vez le respondió con furia Ryszard Kapuściński a una colega que le reclamó la falta de precisión en uno de sus reportajes sobre la repre-sión en un lejano país africano: “no entiendes nada. No escribo buscando la coherencia, sino para en-fatizar la esencia de la realidad.” Y es esa realidad, como bien dijo Gabriel Zaid, la que Elena Ponia-towska tuvo el valor de recrear recomponiendo du-rante meses y años “el espejo roto, en mil pedazos, por nuestra furia y nuestro desconsuelo”.

Son muchas las Elenas Poniatowskas a las que rendimos homenaje en este número de La Gaceta, incluso cuando no siempre es fácil coincidir con al-gunas de las causas que ha hecho propias. La cele-bridad encierra muchos riesgos, pero creo que hay que juzgar a los demás por lo mejor que han hecho. A Elena la leo y la oigo con atención, porque, como afirmó Octavio Paz, “escuchar es un arte sutil y di-fícil pues no sólo exige finura de oído sino sensibi-lidad moral: reconocer, aceptar la existencia de los otros”. Escuchar es una de las condiciones para una vida democrática y, en mi caso, también un acto de aprendizaje que la gratitud que me une a Elena Po-niatowska y a los suyos ha transformado en lazos de cariño y amistad.�W

Antonio Lazcano Araujo, biólogo, es experto en el origen de la vida; está en preparación Origen y evolución temprana de la vida, que aparecerá en La Ciencia para Todos.

V I E N E D E L A P Á G I N A 1 3 � Así, la novela es acompañada por México lindo y querido, hecha famosa por Jorge Ne-grete; coplas infantiles como Un elefante se colum-piaba o el canto de la Pequeña Lulú que al final de la novela se transforma en el de la Pequeña Mariana. Resulta significativa la reproducción completa del anuncio de la “La Flor de Lis” no sólo porque coin-cide con el título de la novela, sino porque en el ta-mal, platillo típico del país, se cifra la pertenencia de Mariana a México.

El lenguaje gráfico se ve reflejado en las páginas donde los pasajes de la novela se encuentran sepa-rados por viñetas —entre otras imágenes encon-tramos cruces griegas, flores, lápices, tréboles de cuatro hojas, ases, maletas y estrellas— que acom-pañan la prosa, sin ilustrarla, sólo como una su-gerencia más al lector. Vale decir que este recurso fue también usado por Juan José Arreola —en cuya legendaria colección Los Presentes fue editado el primer libro de Poniatowska: Lilus Kikus (1954) — en La feria (1963), y luego se ha vuelto recurrente en varias obras narrativas posteriores. A propósi-to del primer volumen de cuentos de la escritora se ha señalado la relación entre éste y la obra que nos ocupa.

En la novela pocas cosas son dejadas al azar; el cuidado en la elección de los nombres de los perso-najes es muestra de ello. Luz, nombre de la madre, resulta de los más afortunados pues es la figura ha-cia la cual Mariana niña dirige todas sus miradas, palabras y acciones; en contraposición encontra-mos al padre Teufel, “diablo” en alemán, el director de los ejercicios litúrgicos del retiro de señoritas, quien cuestiona los valores sobre los que descansa la posición acomodada de Mariana adolescente y la seduce con la idea de crear una nueva sociedad.

La “Flor de Lis” sugiere infinidad de cosas sobre México desde una perspectiva que, podríamos de-cir, complementa la de otros textos narrativos con-temporáneos. No se trata del retrato de la ciudad al estilo de Carlos Fuentes o Agustín Yáñez, sino del bosquejo de unas calles porfirianas que desapare-cieron a fuerza de temblores; no es tampoco la re-flexión en torno a la Revolución mexicana, sino el punto de vista ajeno a esa contienda bélica que mar-có al país; no es el del todo un Bildungsroman, pero sí es el relato de una vida que se abre en medio de dudas; no es una novela de utopismo social, pero sí se retrata la intención candorosa de Mariana por ayudar a construir una nueva sociedad. Tanto por el tema de la madre, como por la presencia de giros poéticos dentro de la narración es imposible no se-ñalar un parentesco entre esta novela y Las manos de mamá (1937) de Nellie Campobello (1900-1986). Novela documental, biografía novelada, novela tes-timonio o autoficción —no es posible clasificarla— La “Flor de Lis”, al igual que su narradora, se en-cuentra también en medio de muchas tradiciones y géneros literarios.

“Mi país es esta banca de piedra desde la cual miro el medio día, mi país es esta lentitud al sol, mi país es la campana a la hora de la elevación, la fuente de las ranitas frente al Colegio de Niñas, mi país es la emoción violenta, mi país es el grito que ahogo al decir Luz, mi país es Luz, el amor de Luz […] mi país es el tamal que ahora mismo voy a ir a traer a la ca-lle de Huichapan número 17, a la flor de lis.” “De chile verde”, concluye la narradora, lo cual parece ser su única y conmovedora certeza. Así, Mariana, flor sin sol, aristócrata en tiempos revolucionarios, mexicana extranjera, niña triste, Mariana sin Luz hila finamente su relato de amor y ausencia.�W

Diana del Ángel es poeta y crítica literaria.

MÉXICO, DE ARRIBA A ABAJO LA MIRADA AJENA

F E B R E R O D E 2 0 1 4 1 7

CERVANTOWSKA

EPISTOLARIO 1512-1527

N I C O L Á S M A Q U I A V E L O

Pocos géneros revelan tanto sobre un autor, su vida y su tiempo, como el epistolar. En las 212 cartas que recoge este volumen, se reflejan grandes momentos de la historia universal —como la toma del poder por parte de Julián de Médicis en Florencia, que se describe en la primera de las misivas recopiladas aquí—, lo mismo que los dramas personales que vivió Nicolás Maquiavelo, entre ellos su paso por la prisión y el exilio. También se encuentran algunos de sus momentos de gozo y muchos de sus temores. El estilo elegante e irónico del político florentino adereza las sentencias y reflexiones sobre el Estado, amén de los consejos que ofrece a políticos de la talla del embajador Francisco Vettori. Podemos también conocer de primera mano los progresos en su trabajo de escritura: aquí están las entretelas de El príncipe, los Discursos sobre la primera década de Tito Livio y La mandrágora, entre varias otras obras, para quien sepa encontrarlas. Una obra imperdible si se desea conocer a Maquiavelo, pues qué medio podría ser más directo que las palabras que intercambiaba con sus amigos —y algunos no tan amigos—.

historia

Prólogo de Ambrosio Velasco Gómez

Traducción, edición y notas de Stella

Mastrangelo

2ª ed., 2013, 557 pp.

978 607 16 1770 5

$155

FREUD EN MÉXICOHistoria de un delirio

R U B É N G A L L O

Esta obra es, sobre todas las cosas, la descripción de una relación amorosa, la de Freud y México. Poco sabido es que el padre del psicoanálisis sentía cierta pasión por nuestro país, que jamás visitó: además de coleccionar algunas antigüedades mexicanas, leía escritores mexicanos y hasta soñaba sueños mexicanos. Esta querencia era correspondida: sus ideas tuvieron profundo impacto en intelectuales y artistas de la importancia de Octavio Paz, Diego Rivera, Salvador Novo y Frida Kahlo. Rubén Gallo, director del Programa de Estudios Latinoamericanos de la Universidad de Princeton, revela —en una aproximación novedosa tanto a la obra del austriaco como a la cultura mexicana de la primera mitad del siglo xx— cómo fueron recibidas las ideas de Freud en México, más allá de la tradición psicoanalítica mexicana, pues no sólo marcó a los estudiosos de la mente, sino que sus propuestas para entender la condición humana hicieron palpitar a literatos, pintores, filósofos, políticos e, incluso, sacerdotes, como Gregorio Lemercier, quien puso a un convento entero a practicar el psicoanálisis.

vida y pensa miento de méxico

Traducción de Pablo Duarte

1ª ed., 2013, 371 pp.

978 607 16 1802 3

$345

1945, ENTRE LA EUFORIA Y LA ESPERANZA: EL MÉXICO POSREVOLUCIONARIO Y EL EXILIO REPUBLICANO ESPAÑOL

M A R I C A R M E N S E R R A P U C H E ,

J O S É F R A N C I S C O M E J Í A

F L O R E S Y C A R L O S S O L A

A Y A P E ( E D S . )

1945 es un año de articulaciones: en la escena internacional, el fin de la segunda Guerra Mundial y el inicio de la Guerra Fría; en México, el exilio español reconstruye sus instituciones republicanas y continúa su combate contra el franquismo desde la trinchera de la diplomacia. Así, en la Conferencia de San Francisco, las persuasivas palabras de los republicanos españoles consiguen, gracias al apoyo del presidente mexicano Manuel Ávila Camacho, que el régimen del general Francisco Franco sea excluido de las Naciones Unidas y que se reconozca internacionalmente su complicidad con el nazi-fascismo. En agosto, la Ciudad de México fungió como doble capital: de la República mexicana y de la peregrina y depuesta República española; ahí sesionaron las Cortes y se nombró presidente a Diego Martínez Barrio y jefe de gobierno a José Giral. A 75 años de la llegada del exilio español a México, un grupo de especialistas aborda, con mirada rigurosa, los acontecimientos del nodal 1945. Ésta obra es una suerte de continuación de De la posrevolución mexicana al exilio

U n escriba del Colegio de Tlatelol-co, hablante de un extinto dialec-to de náhuatl, con acceso a un bien nutrido jardín botánico en el que

prosperaran especímenes de Norte y Cen-troamérica y a tintas hechas con pigmentos provenientes del sur del continente, podría ser el autor de uno de los más misteriosos do-cumentos de la historia: el Manuscrito Voy-nich, un bellísimo libro en pergamino, no mayor a un volumen de formato medio oficio (16.5 cm de ancho, por 23 cm de alto), cuyas más de doscientas páginas contienen enig-máticas ilustraciones de plantas, asuntos astronómicos y farmacéuticos, con textos en una lengua no identificada y escrita en un sistema que sólo existe en las páginas de este polémico volumen. Resguardado hoy por la Universidad de Yale en su biblioteca Beinec-ke, la cual se especializa en libros antiguos y manuscritos, el códice recibe su nombre del coleccionista polaco que en 1912 lo adquirió en algún lugar de Italia, aunque se tiene no-ticia de su existencia desde el siglo xvii y en general se acepta que es de manufactura eu-ropea. Desde entonces un batallón de histo-riadores, bibliófilos, criptógrafos, lingüistas, botánicos, astrónomos de toda laya han que-rido descifrar el texto, sea que corresponda a un idioma real o a uno inventado por el au-tor, y el volumen ha sido sometido a diversas pruebas para determinar la época en que se produjo el pergamino o la composición quí-mica de los materiales empleados; según las confidencias del carbono 14, ese indiscreto elemento radioactivo que ayuda a datar los objetos del pasado, el soporte material de la obra se habría producido a comienzos del siglo xv. Hay quien sostiene que no se trata más que de una tomadura de pelo, un objeto hechizo sin historia ni otro mérito que el del ingenio de su creador.

E n el número 100 de HerbalGram, el órgano de comunicación del Ame-rican Botanical Council, que con su reciente edición invernal festeja

sus primeros 30 años de actividad, aparece como plato principal el artículo “A Prelimi-nary Analysis of the Botany, Zoology, and Mineralogy of the Voynich Manuscript”, escrito por el botánico Arthur O. Tucker y el experto en tecnologías de la información Rexford H. Talbert. En las escasas 16 pági-nas de su colaboración, los autores hacen una brevísima reseña del problema que en-frentaban y pronto presentan su hipótesis: al comparar las ilustraciones de plantas del Manuscrito Voynich con las del Códice De la Cruz-Badiano, ese bello y útil herbario que preservó parte de la medicina tradicio-nal prehispánica, hallaron notables seme-janzas de estilo y calidad que los llevan a sugerir que “podrían haber sido dibujadas por el mismo artista o por artistas de la mis-ma escuela”; al tirar de esa hebra, lograron identificar 37 plantas en las más de 300 re-presentaciones que contiene el manuscri-to, muchas de las cuales, junto con algunos animales también identificados por Tucker

DE FEBRERO DE 2014

Tras un misterioso tlacuilo

C A P I T E L

CERVANTOWSKA

1 8 F E B R E R O D E 2 0 1 4

y Talbert, provienen de un triángulo forma-do por “Texas, el oeste de California y el sur de Nicaragua”, lo que les hace pensar en que la inspiración provino de “un jardín botáni-co en algún lugar del México central”, como los que había en “Tenochtitlan, Chapultepec, Ixtapalapa, El Peñón y Texcoco, así como al-gunos más distantes, por ejemplo el de Huaz-tepec (Morelos)”. Además de este rastreo de-tectivesco de las plantas, este par de moder-nos descifradores de jeroglíficos señalan la representación de un pez endémico de Norte-américa, localizan en el manuscrito algunos glifos frecuentes en documentos poshispáni-cos, vinculan los retratos de mujeres con las sibilas que aparecen en la poblana Casa del Deán e incluso creen identificar, en el hermo-so galimatías caligráfico del códice, algunas palabras que podrían provenir del náhuatl, pues tienen la estructura con que se habrían escrito con caracteres latino en español; más aún, tras revisar algunos de los signos más llamativos de la escritura voynichiana, espe-culan que podría haber un nexo con el Códi-ce Osuna, compuesto entre 1563 y 1566 y en el que aparecen trazos emparentados con el manuscrito que venimos comentando. Para rematar su explicación, Tucker y Talbert tra-zan una ruta paralela a la del Códice mendoci-no para explicar cómo el libro habría llegado a Francia —el Mendocino fue parte del botín de unos piratas galos que interceptaron el na-vío que lo llevaba a la metrópoli— y de ahí a la corte del emperador Rodolfo II, aficionado a la alquimia y otros manantiales de conoci-miento secreto.

E s pronto para juzgar la factibilidad de la hipótesis resumida arriba. Como en la historia de la cuadratura del círculo, abundan los aficionados

que creen haber visto, con un poderoso gol-pe de intuición, más allá de lo que habían lo-grado observar los especialistas y por eso es aconsejable recurrir al paradigmático grano de sal con que se practica la duda razonable. Son tantos y tan diversos —iconográficos, lingüísticos, computacionales— los esfuer-zos por desentrañar los misterios del Manus-crito Voynich, y han sido hasta ahora tan in-fructuosos, que parece prudente contener el entusiasmo nacionalista ante la conclusión de que ese controvertido documento se haya gestado entre nosotros. Pero lo cierto es que esta especulación es un recordatorio de la ri-queza botánica de esta región del mundo, del aprovechamiento centenario de esas plantas por parte de sus pobladores de ayer y de hoy, del milagro de erudición y empatía que fue el Colegio de la Santa Cruz de Santiago Tlatelol-co —con sus políglotas, sus artistas, sus mé-dicos—, de la muy amenazada diversidad lin-güística de nuestro país.

A l comienzo del apéndice en que identifican algunas de las plantas —del nopal al clavel, de la marga-rita a la valeriana—, los autores pa-

san la charola, pues anticipan que, “a menos de que se obtenga financiamiento para un proyecto de gran escala con los mejores ex-pertos en botánica, lingüística y antropolo-gía, la investigación llevará varias décadas”. Tal vez no transcurra tanto tiempo, pues ya se ha desatado el bombardeo de críticas a esta ingeniosa fábula sobre el origen del Manus-crito Voynich. Pero el estudio de asuntos tan menores, como el número de manos detrás de los párrafos del Códice florentino, arroja luz sobre la gente detrás de las ideas y sus sopor-tes. Imaginar al tlacuilo experto en plantas que cifró un mensaje en este documento pue-de dar pie a una investigación fructífera sobre el pasado de la cultura escrita en México.

T O M Á S G R A N A D O S S A L I N A S

NOVEDADES

republicano español (fce, 2011), preparada por el mismo equipo.

biblioteca de l a cátedr a del exilio

1ª ed., fce-Cátedra del Exilio, 2014, 381 pp.

978 607 16 1779 8

$290

¡A COMER!

S A T O S H I K I T A M U R A

Olores de diferentes comidas se dispersan por toda la ciudad: panes, pizzas, sopas y otros deliciosos platillos. Estos aromas despiertan el apetito de Perro, el protagonista de esta obra. ¿Qué elegirá para comer hoy? ¡La mejor comida de todas!, sin duda alguna. Con sencillos trazos y personajes muy expresivos, Satoshi Kitamura —galardonado con importantes premios, entre ellos el Mother Goose y el de Libro Ilustrado de Japón— invita al niño a explorar el medio en el que vive para descubrir sus características, tal como lo hacen los personajes de sus obras. El estilo colorido y alegre de Kitamura facilita la comprensión de los más pequeños, a la vez que despierta la imaginación y promueve la solución de problemas. Del mismo autor, en el Fondo de Cultura Económica hemos publicado varias obras más: Pato está sucio, Perro tiene sed, Gato tiene sueño, Ardilla tiene hambre e Igor.

los especia les de a l a orill a del viento

1ª ed., 2013, 16 pp.

978 607 16 1516 9

$90

ADIVINA, O TE DEVOROEl enigma de los símbolos

P A B L O S O L E R F R O S T

Éste no es un libro común, sino el enigma de una esfinge. Pablo Soler Frost —considerado un pionero de la nueva literatura mexicana y una de sus grandes figuras— posa su aguda mirada en uno de los ámbitos más complejos del lenguaje humano, para trazar esta genealogía del símbolo, que toma piezas de la heráldica, la religión, la teoría de los colores, el arte, la mitología, y así da luz a los arcanos de las formas simbólicas antiguas

y modernas. Trescientos siglos de historia de un mundo que, nos dice el autor, hemos troquelado con símbolos que se cargan de nuevos significados. El resultado es una obra multifronte a imagen de su polifacético creador; traductor, editor, prologuista, autor de novela, poesía, ensayo, aforismo, teatro y cine, Soler Frost, ganador del Premio Latinoamericano de Narrativa Colima 2009, analiza lo mismo la cruz católica que la svástica nazi, los tatuajes y las banderas. Y el silencio mismo. Este profundo acertijo espera una respuesta inteligente del lector que se atreva a descifrarlo.

letr as mexica nas

1ª ed., 2013, 192 pp.

978 607 16 1642 5

$140

OBRAS REUNIDAS IVEnsayos sobre literatura mexicana del siglo xx

M A R G O G L A N T Z

En este volumen, que cierra el ciclo de ensayo literario de sus Obras reunidas, Margo Glantz congrega los textos que ha escrito a lo largo de medio siglo sobre nuestras letras en el siglo xx, principalmente la narrativa. Los ensayos recogidos aquí dan cuenta por igual de la enorme capacidad crítica de su autora y de la evolución de la literatura nacional, a través de algunos de sus más sobresalientes actores. Glantz —profesora emérita de la unam y miembro de la Academia Mexicana de la Lengua— presenta en ellos, de una manera muy personal, las incesantes transformaciones que sufre la literatura a manos de la historia, pero nos recuerda que también la historia puede cambiar su curso si aprendemos las lecciones que la literatura nos tiene reservadas. Este volumen comienza con los ateneístas y otros autores que participaron en la Revolución de 1910 y termina con un apartado dedicado al crack y otros autores que esbozan la literatura del siglo xxi, pasando por los herederos de la Revolución —como las hijas de la Malinche: Castellanos, Garro, Poniatowska— y la segunda mitad del siglo, con su onda, sus experimentos, sus crónicas.

obr as reunidas

1ª ed., 2013, 597 pp.

978 607 16 1480 3

$590

TOMAR EN SERIO EL LENGUAJELos fundamentos narrativos de la investigación en administración pública

J A Y D . W H I T E

Según Jay D. White, la lógica de la investigación en la administración pública puede ser más parecida a la de la narración que a la indagación convencional de las ciencias sociales. En esta innovadora obra, el autor, profesor de administración pública en la Universidad de Nebraska, examina los fundamentos lingüísticos, discursivos y narrativos de la investigación en la administración pública y desarrolla una teoría narrativa del desarrollo del conocimiento y el uso para este campo. White muestra en este texto, demandante pero claro, cómo la investigación sobre problemas complejos se basa en el lenguaje y en el discurso, y explica cómo una variedad de corrientes más o menos recientes en la filosofía y las humanidades —el positivismo y el postpositivismo, la hermenéutica, la retórica, la teoría crítica, el posmodernismo y el postestructuralismo— pueden contribuir a nuestra comprensión de la investigación en asuntos de administración pública, para insuflar nueva vida a sus planteamientos epistemológicos. Estamos ante un texto útil para quienes desean acercarse o profundizar en esta disciplina.

a dministr ación pública

Traducción de Roberto R. Reyes Mazzoni

1ª ed., 2013, 279 pp.

978 607 16 1777 4

$200

F E B R E R O D E 2 0 1 4 1 9

El auge de la tipografía digital habría complacido a los utopistas del movimiento Arts and Crafts, de comienzos del siglo XX. Hace pocos meses entró en escena el revival

de una célebre familia tipográfica, la que dio su sello distintivo a la londinense Doves Press y

que fue motivo de una acre pelea entre quienes fundaron esa editorial. En estas páginas evocamos las pasiones y los intríngulis

que produjo esa letra

La disputa por la Doves

T H E E C O N O M I S T

RESEÑA

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En las oscuras noches de fi-nales de 1916 podía verse a un frágil hombre de 76 años que arrastraba los pies fur-tivamente en el tramo en-tre The Dove —un pub al oeste de Londres— y las au-riverdes torres del puente de Hammersmith. Quienes paseaban por ahí prestaban

poca atención, pues nada en las caminatas noctur-nas de Thomas Cobden-Sanderson daba algún in-dicio del peculiar y destructivo crimen que estaba cometiendo.

Entre agosto de 1916 y enero de 1917, el impresor y encuadernador Cobden-Sanderson lanzó más de una tonelada de tipos móviles metálicos desde el lado oeste del puente. Recorriendo una distancia de unos 800 metros, siempre después del anochecer, hizo en total alrededor de 170 viajes desde su ta-ller de encuadernación, a un costado del pub. En un principio arrojaba al río galeradas enteras de tipos; más tarde los lanzaba de sus bolsillos cual semillas para las palomas. Luego encontró una cajita de ma-dera con tapa deslizable y le construyó una manija con cinta adhesiva; era perfecta para esparcir las piezas en el agua sin despertar demasiadas sospe-chas entre los transeúntes.

Aquellas pequeñas piezas de metal pertenecían a una fuente tipográfica de uso exclusivo de Doves Press, una imprenta de libros finos fundada por Co-bden-Sanderson 16 años atrás. Al no ser la fuente de su propiedad, no tenía derecho a destruirla, por lo que mantuvo en secreto sus recorridos, escondién-dose de sus amigos y familiares, y lanzaba sus pa-quetes solamente cuando el rumor del tráfico aho-gaba el sonido de su impacto con el agua. Aun así cometió algunas imprecisiones: una noche estuvo a punto de herir a un barquero que se asomó sobre las aguas por debajo del puente de forma inesperada; en otra ocasión, lanzó dos maletines con tipos que se quedaron a corta distancia del agua; fueron a dar al muelle debajo de él, inaccesibles pero a plena vis-ta. Tras repetidas noches en vela se resolvió a ir por los tipos en un bote, pero con el tiempo el agua los arrastró. Después de eso fue más cuidadoso.

Fue en parte un ímpetu personal lo que inspiró a Cobden-Sanderson a cometer este inusual crimen. Su interés era mantener los tipos lejos de Emery Walker, otrora su socio y amigo pero con quien aho-ra sostenía una declarada enemistad. Fue también la pasión por su oficio: le resultaba doloroso imagi-

nar que esa fuente, la misma que él había empleado en libros impresos con tanto esmero y a la que había conferido un significado casi religioso, algún día sería usada en otras publicaciones. Pero también fue debido al repudio hacia el cambio tecnológico que había atestiguado en el transcurso de su propia vida, y que había transformado al mundo: aborre-cía la mecanización industrial, y sólo confiando al Támesis el resguardo de la fuente —confesó en su diario— podía garantizar que nunca se utilizara “en una prensa que no fuera accionada por las manos y los brazos de un hombre”.

CHIFLANDO EN LA LOMA

Cien años después, a unos cuantos kilómetros del otro lado de la ciudad, resplandecen en la pantalla táctil de un iPhone un puñado de líneas en la fuen-te Doves. Con el dedo, Robert Green desliza el texto sobre la pantalla. “Es excéntrica —señala—: entre más la miras más te das cuenta de lo rara que es.” Green la ha observado más que la mayoría de la gente. Durante tres años estuvo trabajando en una reproducción digital de la aclamada fuente: la pri-mera Doves en uso desde que las piezas metálicas originales fueran engullidas por el Támesis. En la búsqueda de curvas perfectas y remates precisos, reconoce haberla dibujado al menos 120 veces. “No sé bien qué me llevó a hacer esto. Al final se apropió de mi vida.”

Ocasionalmente algunos admiradores intrépi-dos han tratado de rescatar del río los caracteres, pero nadie ha encontrado ninguno, así que Green tuvo que rogar y pedir prestados libros de la Do-ves Press como referencia. Esto suena fácil, pero la irregular impresión tipográfica —atesorada por los amantes de la tipografía— hace de la reproducción de los trazos una labor casi imposible. Una vez que la tinta toca el papel, ni una sola letra es similar a otra. Deducir la forma del metal que hizo las mar-cas toma su tiempo y requiere de paciencia. Una mala deducción y, aunque en un principio el error sea imperceptible, las letras tendrán un aspecto ex-traño al formar renglones y el diseño mismo de la fuente será un distractor.

El arduo proceso es similar a la técnica que uti-lizaron Cobden-Sanderson y Walker para crear la familia Doves, en sí misma una reelaboración de dos diseños anteriores. La Doves proviene princi-palmente de la fuente creada por Nicolas Jenson, un impresor francés del siglo xv, asentado en Ve-necia, cuyos claros y elegantes textos rehuían la fuente gótica favorecida por los pioneros de la im-

prenta. Se agregaron algunas letras y otras más fueron rediseñadas. La aguda descendente de su y minúscula provoca polémica entre los críticos; los puristas lamentan la burda barra transversal de la H mayúscula. La mayoría de la gente ni si-quiera lo nota y tampoco le importa. “Un carác-ter romano más agraciado no se ha moldeado y fundido jamás”, opinó en el Times el crítico con-temporáneo A. W. Pollard. Simon Garfield, autor de Es mi tipo, celebra su endeble forma, que da la impresión “de que alguien hubiera irrumpido en la imprenta a deshoras y hubiera golpeado las pla-cas del cajista”.

Green ha mejorado la fuente original. Ésta tenía solamente unos 100 caracteres, pero su revival di-gital presume de 350, incluidas rarezas extranje-ras como el thorn islándico y la Eszett alemana, así como signos esenciales modernos como el del euro y la arroba. Si bien la Doves existía en un solo ta-maño, cercano a lo que ahora se denominaría de 16 puntos, su descendiente digital se ajusta a cualquier escala. ¿Acaso se retorcerá ahora en la tumba el dueño anterior de la fuente? “Yo creo que admiraría mi tenacidad —sugiere Green, esperanzado—. Con tal de que no me persiga…”

Cobden-Sanderson tenía 59 años de edad y Walker 48 cuando en 1900 decidieron asociarse. El libro de Marianne Tidcombe The Doves Press es un vivo retrato de su historia. Entrado en su cuar-ta década, Cobden-Sanderson había abandonado el derecho para abrir su taller de encuadernación. Walker tenía un negocio de fotograbado justamente en el lado opuesto de un estrecho callejón. El nego-cio de Walker iba bien y prosperaba; el de Cobden-Sanderson era financiado parcialmente por su es-posa Anne. La pareja tenía buenos contactos. Ella era una sufragista declarada, hija de Richard Cob-den, un reformista liberal que había contribuido al lanzamiento de The Economist. En 1908 Cobden-Sanderson asistió a la boda de Winston Churchill como invitado de la novia.

Tanto Cobden-Sanderson como Walker eran miembros de un grupo de artistas y artesanos que se reunía en torno a William Morris, un diseñador que residía cerca de sus talleres en Londres. En 1887 fue Cobden-Sanderson quien sugirió que se creara un nuevo comité bajo el título de Arts and Crafts Exhibition Society, y con esa denominación bautizó al movimiento. Al año siguiente, una confe-rencia sobre impresión fina impartida por Walker —a la cual asistió Oscar Wilde— fue motivo de ins-piración para que Morris fundara Kelmscott Press,

LA DISPUTA POR LA DOVES

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una imprenta que pretendía producir libros ilustra-dos tan adornados como los que vendían los prime-ros impresores y comenzó una moda de imprentas privadas que se prolongó a lo largo del siglo xx.

Los contactos personales y el conocimiento del proceso de impresión fueron fundamentales para el éxito de Kelmscott Press. Cuando falleció Morris, en 1896, Cobden-Sanderson le propuso a Walker que fundaran una imprenta propia. Walker accedió. Anne Cobden-Sanderson proporcionaría el capital (1,600 libras esterlinas) y cubriría cualquier pérdi-da. Cobden-Sanderson tendría un modesto sueldo, pero los dos hombres compartirían las ganancias por igual. Si se disolvía la sociedad, Walker podría llevarse para uso propio una fundición de los tipos cuyo diseño tuvieran en proceso.

Hacia el final de 1902 la Doves Press tenía siete empleados. Los socios vivían en la misma casa so-bre la ribera —a unos pasos de su lugar de traba-jo— y vacacionaban en cabañas de campo aledañas. “Había un ambiente de verdadera exaltación —re-cuerda el tipógrafo John Mason—, como si estuvié-ramos consagrados a un servicio elevado por una causa más allá de nosotros, y en verdad trabajába-mos por amor al oficio.”

Los libros de la Kelmscott Press de Morris eran publicaciones con numerosas ilustraciones y una im-presión densa; eran orgullosamente medievales. Los de la Doves Press eran sobrios, sencillos, modernos, decorados sólo con capitulares a color dibujadas por Edward Johnston (quien, nacido en Uruguay, diseñó una fuente para el metro de Londres que aún está en uso). El paraíso perdido, publicado en 1902, le dio una sólida reputación a la empresa. No obstante, la Biblia en inglés, en cinco volúmenes —que mantuvo ocupa-da a la imprenta de 1902 a 1905—, es su obra maestra. Las primeras líneas del Génesis hoy en día constitu-yen una de las páginas impresas de mayor renombre. Los 500 ejemplares impresos se vendieron a los sus-criptores mucho antes de estar terminados, y signifi-caron una ganancia de 500 libras. Hoy en día el costo de una Biblia de la Doves Press puede llegar a los 30 mil dólares.

A pesar del éxito, la sociedad se quebró. La im-prenta era tan sólo un interés más entre las muchas inquietudes de Walker. Ocupado en sus propios asuntos y jornadas completas haciendo labor de co-mité, iba a la imprenta en pocas ocasiones a ver cómo iban las cosas. A Cobden-Sanderson lo enfurecía te-ner que supervisar todo el trabajo por sí solo, aunque no está del todo claro si su obsesivo temperamento de encuadernador perfeccionista hubiera tolerado que Walker se involucrara más activamente. Cuan-do Walker en efecto daba alguna opinión, Cobden-Sanderson protestaba contra su mal gusto. Tras su muerte, uno de sus aprendices escribió que su egoís-mo era “casi patológico” y que “él era prácticamente incapaz de colaborar con los demás”.

En 1906, Cobden-Sanderson solicitó la disolu-ción de su acuerdo. Dado que tenía intenciones de continuar con la imprenta por su cuenta, le ofre-ció a Walker un pago en efectivo a cambio de la fuente. Walker se negó, lo que dio lugar a una larga disputa que culminó en que Cobden-Sanderson le prohibiera entrar a la imprenta. “Nada en el mun-do me hará alejarme de la fuente —le escribió a una de sus amistades—. Soy algo que él no pare-ce comprender: un Visionario y un Fanático, y en contra de un Visionario y un Fanático combatirá en vano.” Sydney Cockerell, amigo suyo y cura-dor del Fitzwilliam Museum de Cambridge, le su-girió que llegara a un arreglo: Cobden-Sanderson podría continuar con la imprenta, conservando el uso exclusivo de la fuente hasta su muerte, tras la cual la fuente sería de Walker. Ambos aceptaron la propuesta como solución, y en julio de 1909 dieron por terminada la sociedad.

Sin embargo, Cobden-Sanderson se las ingenió para romper el acuerdo. A espaldas de Walker y en el punto más amargo de la discusión, le pidió a la fundidora escocesa que resguardaba la fuente que le enviara todos los tipos restantes de la Doves, así como punzones y matrices necesarios para fundir más. Por varios años, al tiempo que él meditaba si seguir o no con su plan, la fuente estuvo almacena-da en su taller de encuadernación. Al verse forza-do a limitar sus gastos para poder mantener viva la Doves Press, Cobden-Sanderson se mudó ahí e instaló una solitaria habitación en el ático del taller (su esposa se fue a vivir con su hermana). Algunas erráticas notas de su diario indican el regreso de la

depresión que lo había acechado en su juventud. En 1913 arrojó las matrices desde el puente de Ham-mersmith, con lo que volvió imposible la recreación de la fuente. Cuando finalmente se retiró tres años después, lo que quedaba de ella se fue con él.

ARTESANOS DIGITALES

Cobden-Sanderson se habría molestado muchí-simo de saber que el progreso tecnológico que él tanto aborrecía ha enmendado su criminal acto de destrucción. Sin embargo, algunos aspectos de la industria tipográfica actual serían del agrado del viejo encuadernador. Los líderes del Arts and Cra-fts soñaban con una revolución social que renovara la producción casera; gracias a la tecnología digital esto es ahora una realidad. El negocio de la tipogra-fía se ha fragmentado en miles de pequeños estu-dios. El software de bajo costo ha alentado a todo tipo de diseñadores a experimentar con la tipogra-fía. Los expertos de los años setenta creían que ha-bía unas 7 mil familias tipográficas en uso; hoy en día algunos pondrían la cota cerca de las 200 mil. John Collins, de la tienda en línea MyFonts, consi-dera que las más vendidas en su página web repre-sentan un ingreso de unos 20 mil dólares al mes, suficiente para tentar a los novatos más talentosos a renunciar a sus empleos convencionales.

Quizá también a Cobden-Sanderson le agradaría que haya una creciente conciencia entre el público respecto del diseño tipográfico. Los procesadores de texto le han dado a algunas fuentes famosas una reputación de villanas o de heroínas, y han anima-do a la gente a buscar diseños originales para hacer posters e invitaciones de bodas con más persona-lidad (las cuales, si bien muy lejos de las grandes obras para las que fue diseñada, son el mercado más usual de la fuente Doves, que está a la venta por 40 libras). Es cada vez más común que las empresas con una fuerte conciencia de marca encarguen la elaboración de sus propias fuentes. Los artículos de The Economist usan Ecotype, una fuente exclusiva; los gobiernos de Holanda, Alemania y el Reino Uni-do mandaron diseñar las suyas recientemente.

Por miedo a que se arruinaran sus planes, Co-bden-Sanderson no le había confesado a nadie su intención de deshacerse de la fuente, pero una vez que había cometido los hechos se lo hizo saber al mundo. En 1917 escribió a los suscriptores para anunciar que Doves Press cerraría. Su catálogo fi-nal incluía una enigmática coda en la que revelaba que la fuente había sido un “legado” para el Táme-sis. El Times pronto publicó una reseña brillante sobre la obra de la imprenta con la sola reserva de que sus libros eran “casi demasiado inmaculados en su perfección”. No obstante, el periódico se tor-nó en plataforma para un frenesí de cartas iracun-das —entre ellas las de los asesores de Walker— que daban cuenta de la disputa al público en general. Consternado, Cockerell —que había elaborado el acuerdo que Cobden-Sanderson pasó por alto con tal egocentrismo— le escribió: “Confío en que se dará cuenta de que su sacrificio para el río Támesis no fue un acto valioso ni honorable.”

Cobden-Sanderson murió, sin haberse arrepen-tido, en 1922. Walker demandó a su viuda tanto por el costo de producción de la fuente (500 libras) como por la porción de la suma que habría ganado en lo sucesivo. Adujo que la belleza de esa fuente ha-bía contribuido al éxito de los libros de la imprenta; ella replicó que los libros le habían dado fama a la fuente. Ningún juez dictó sentencia sobre este dile-ma, pues el caso se dirimió fuera de la corte. Anne probablemente pagó unas 700 libras por la iniqui-dad de su esposo: más de la mitad de su inversión inicial en la imprenta. Murió poco después, en 1926, y sus cenizas se esparcieron junto a las de él a los pies de un muro en los confines del jardín del taller de encuadernación, a espaldas del Támesis. Desde entonces las inundaciones se los han llevado a am-bos consigo.�W

© The Economist Newspaper Limited, London (21 de diciembre de 2013)© The Doves Type, de Robert Green, por cortesía de Typespec Ltd. Se puede adquirir en http://www.typespec.co.uk/doves-type

Traducción de Clara Stern Rodríguez.

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ENTREVISTA

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La existencia de Juan Gelman (Buenos Aires, 1930-Ciudad de México, 2014) fue un pro-fundo compromiso con la pa-labra poética. Con su vocación contribuyó a dar belleza a la existencia humana y su fi gura permanecerá como un símbo-lo de búsqueda de la justicia, que rebasó el campo literario y

se convirtió en ejemplo de una dignidad que, luego de acumular pérdidas y ganancias, aprendió a no odiar pero también a no perdonar, y optó mejor por recor-dar con ternura para así colaborar en la restauración del tejido social destruido por la violencia ejercida desde el poder.

Nacido en el barrio de Villa Crespo, donde asistió a sus primeras milongas —en las que descubrió “esa manera de conversar que se llama tango”—, exiliado de la Argentina en los tiempos de la dictadura mili-tar, Gelman es una de las voces más altas de la poesía latinoamericana. En 2011, el fce reunió en dos volú-menes toda su obra publicada hasta entonces (tomo i: “Violín y otras cuestiones”, tomo ii: “El emperra-do corazón amora”). Ya con la certeza de una muer-te anunciada, el poeta dedicó sus últimos esfuerzos a terminar Amar a Mara, que será publicado de ma-nera póstuma.

En octubre del 2012, Gelman recibió la Medalla Bellas Artes, lo que signifi có un colofón a los mu-chos reconocimientos que se le otorgaron en años recientes: Premio fil de Literatura (2000); premios iberoamericanos de poesía Ramón López Velarde (2003), Pablo Neruda (2005) y Reina Sofía (2005), y Premio Cervantes de Literatura (2007). En ese oto-ño, el poeta aceptó una entrevista en la que hilvanó recuerdos de su hijo asesinado, su madre a la que no pudo volver a ver, el nacimiento de algunos de sus versos y el exilio. Hablaba pausado y cordial. Aún conservaba intacto el tono argentino que enfatiza los sonidos palatales y pone un acento grave a las conju-gaciones esdrújulas. Tenía 82 años y a veces, mien-tras escarbaba en sus recuerdos, pretendía escon-derse detrás de una risa débil y ahogada, que de todos modos quedaba como una película transparente que barnizaba su profundo dolor.

Descendiente de una familia de judíos ucranianos y rusos que se embarcaron rumbo a Buenos Aires en los albores de la revolución bolchevique, Gelman vi-vió desde muy pequeño la efervescencia de las causas sociales. Esa infancia quedaría marcada también por los poemas que su hermano le recitaba en ruso y por los asaltos a la biblioteca. Encontró en la poesía de Cesar Vallejo el modo conversacional y coloquial con que él mismo experimentaría y reconoció en el estilo sin puntuación de la poesía surrealista francesa una nueva forma de comunicar. La obsesión por algunos temas, que él aseguraba se repiten en toda su escri-tura —“la niñez, la muerte, la revolución, el amor, el otoño”—, fue encontrando cruces y ángulos novedo-sos que lo guiaron en una búsqueda por el lenguaje trascendente e íntimo, que abrió un nuevo camino para la poesía que se compromete con la palabra y con el sentir social.

En plena dictadura militar, colaboró como editor en la revista Crisis, junto a Eduardo Galeano. Más tarde formaría parte del grupo revolucionario Mon-toneros. Por esa militancia, el gobierno le arrancó a su hijo y a su nuera (con un embarazo de siete meses), que pasaron a formar parte de la larga lista de los desaparecidos. Luego de esa experiencia, Gelman, en vez de transgredir o negar su tragedia, rescató con la palabra poética el dolor para ponerlo en la superfi cie. Poemarios como Cólera buey, Gotán y Hacia el sur, entre muchos otros, han probado ser la expresión más pura de la tragedia de un poeta fundamental

para desmenuzar las secuelas de la dictadura argen-tina: “Vámonos con la perra a otra parte / no se tiene derecho a molestar / nuestro solo derecho es empe-zar / bajo la luz del sol serrano.”

Se exilió primero en Italia; luego fue a Madrid y a París. Finalmente se instaló en México, donde de-cidió quedarse por un tremendo romanticismo: “La pregunta para mí no es por qué no vivo en la Argen-tina sino por qué vivo en México. Y la respuesta es muy simple: porque estoy enamorado de mi mujer; eso es todo.”

Publicó su primer poemario, Violín y otras cues-tiones, en 1956, con un prólogo escrito por Raúl Gon-zález Tuñón, de quien Gelman recordaba la máxima de que “la poesía, como la paz, es una e indivisible”. Uno de sus poemarios más desgarradores es Carta a mi madre (1989), donde el poeta dialoga con su ma-dre muerta para redimirse y encontrarse a sí mismo. La sutileza con que se liga el recuerdo doloroso por su madre, la dictadura militar y la impotencia ante sus circunstancias, es quizás una secuela de su Carta abierta (1980), donde entabla una conversación con su hijo asesinado. Cuando le pregunté por las dife-rencias entre estos textos, sólo fue capaz de hallarles una coincidencia: el tema de la pérdida.

Para hablar de esperanza, Gelman recurría a ha-blar sobre la poesía y las utopías, temas que ligó de manera sutil en su obra: “Jamás la poesía de la tierra se extingue —dijo John Keats—, y dijo una gran ver-dad. A cada generación, en cualquier lugar del mun-do, surge un nuevo poeta para probarlo. Sólo sé que no se puede mutilar el deseo a los seres humanos. El deseo genera sueños, de manera que lo utópico es pensar que no habrá nuevas utopías.”

A lo largo de su trabajo poético ha ido encontrando y cambiando las herramientas poéticas con las que tra-baja, para encontrar nuevos cruces en los temas que trata. ¿Cuál era el momento de su búsqueda cuando surge Carta a mi madre?Había escrito Citas y comentarios, un diálogo con san Juan de la Cruz y santa Teresa; había escrito un libro de poemas en sefardí, estaba escribiendo Salarios del impío… pero este poema es particular en el sentido de que responde a algo que no sé qué es. Tiene y no tiene que ver con todo aquello que estaba haciendo. Estaba en Ginebra, trabajando como traductor del sistema de la Organización de Naciones Unidas en el Palacio de las Naciones. Una noche me vino el asun-to, así que escribí. Después de eso, fi jesé que curio-so, me fui a una de esas máquinas de fotos, a verme la cara [risas]. Me tomé una foto para ver quién era… [más risas] …eso que es uno, pero vaya uno a saber donde está y de dónde sale.

¿En qué se diferencian el Juan Gelman que usted reco-noce en Carta abierta y el que vislumbra en Carta a mi madre?En primer lugar me quedé huérfano de hijo; después, huérfano de madre. Es el tema de la pérdida. No hay diferencia.

En una conversación que sostuvo con Dionicio Morales usted hablaba del consuelo de la poesía y citaba un poe-ma chino anónimo; explicaba que si ese poema, escrito hace 3 500 años, nos podía conmover, era la prueba de que la poesía es “un tejido humano imposible de rom-per, una belleza imposible de aniquilar”. A sus 82 años, ¿considera que su trabajo poético es una prueba de esa belleza?Es imposible de aniquilar y es imposible de abarcar totalmente. Si uno sigue escribiendo es porque quie-re agarrar a la poesía por la cola. Usted conoce casos de grandes poetas que han dejado de escribir o que escribieron poco. Ellos cerraron ahí su necesidad. Yo todavía la tengo. Qué le voy a hacer. Siempre digo que

mi mejor poema es el que escribiré alguna vez, y lo digo en serio. Porque si no, ¿de dónde sale ese mon-tón de cosas?; anoche mismo escribí un poema… De dónde sale, ¿a ver?

¿Aún encuentra nuevas y desconocidas herramientas y cruces para seguir escribiendo?Creo que sí. Alguna vez pensé y dije que es como si la obsesión fuera una especie de espiral, que a me-dida que pasa el tiempo uno ve desde distintos pun-tos. Creo que por esa razón sor Juana Inés de la Cruz dijo que la espiral es el símbolo de la belleza. Tiene razón ella.

Su poesía se lee desde el alma del exiliado; ¿le causa an-gustia el mundo en que le ha tocado vivir?Mire, sí he pasado momentos de angustia. El tiempo que me tocó vivir en lo particular sigue existiendo en lo general. Y cada vez peor. El dolor no se va. Uno convive mejor con sus dolores. Pero ésas son pérdi-das irreparables. Mi hijo hoy tendría 51 años. Yo lo conocí hasta los 20. Después reencontré a ese hijo en mi nieta, a quien buscamos y encontramos. Pero nadie puede sustituir a un hijo. Mire, encontraron los restos de él 13 años después de su muerte. La des-gracia de llevar el cajón, que no pesaba nada, porque eran puros huesitos, a enterrarlo… es antinatural, es otra cosa.

En 1999, Gelman conmovió y movilizó al mundo inte-lectual desde su columna en el diario argentino Página 12, cuando en una carta abierta comenzó la búsqueda de su nieta. Su misiva tuvo eco en todos los rincones del mundo. Desde Europa y América, llovieron cartas al presidente argentino, incluidos varios premios No-bel de literatura y de la paz. La lucha de Gelman por encontrar a su nieta se convirtió en un símbolo de dig-nidad, tenacidad y esperanza para encontrar justicia; una forma de militancia que tenía que ver con la ética personal que se transformó en una expresión de digni-dad colectiva. El buscar y encontrar a su nieta se con-virtió en un acto de dignidad colectiva Era algo que le debía a mi hijo, quien me dejó huérfa-no de hijo pero me dejó una herencia, que era encon-trar al suyo. Eso hicimos yo y mi mujer: encontramos a una chica que se parecía mucho a mi nuera, que además había sido adoptada por un tipo que traba-jaba en una fábrica militar. Estuvimos tras esa pista como un año. Me parece desde ya que fue como dice usted. Pero es algo todavía más grande: la apuesta que hicieron decenas y decenas de miles de escrito-res, artistas, gente de a pie, que no me conocen y a quienes yo no conozco, que apostaron a lo imposible. Apostar a lo imposible, mire… es una cosa realmen-te muy grande. Eso siento de toda la solidaridad que recibí en todos los sentidos. Es cómo creer en un mi-lagro. ¿Cómo diablos, 23 años después, habríamos de encontrarla…?

¿En qué está trabajando ahora?Escribo poemas.

Al despedirse, Juan Gelman me señaló, sobre una mesa, junto a sus discos revueltos, una foto que con-servaba de su hijo; es un mozo guapo y sonriente que posa feliz junto a su esposa embarazada el día de su boda. “Así era mi hijo cuando se fue”, me dijo Gelman con una honda tristeza en la garganta. Luego se en-volvió de nuevo en su sonrisa y antes de despedirse, me miró fi jo y agregó: “Pero bueno, es como dice mi nieto de 11 años: peor que haber muerto, es nunca ha-ber nacido. Hay que pensarlo así porque si no…”�W�

Carlos Rojas es periodista cultural.

Mediaba enero cuando el violín de Juan Gelman guardó silencio para siempre. Casi toda su extensa obra poética está disponible en los dos volúmenes que el FCE publicó

hace unos años (y contamos además con dos antologías, verdaderas invitaciones al viaje con este poeta coloquial y explorador de la forma y el léxico). Sirva esta conversación para

recordarlo e insistir en los temas que dieron sustento a su escritura y a su vida

¿Por tu tristeza ofende la injusticiaescándalo del mundo?j ua n gelm a n, Carta a mi madre