del anarquismo al republicanismo. o del uso de las sinalefas

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DEL ANARQUISMO AL REPUBLICANISMO. O DEL USO DE LAS SINALEFAS. A Pere Gabriel, amb agraïment pel seu mestratge Àngel Duarte (Universitat de Girona) Del anarquismo al republicanismo. Supongo que, como me ocurre a mí, el lector de estas notas ha dado con dicho enunciado en más de una ocasión. Ésta es una de las fórmulas frecuentes a las que recurren los estudiosos de los movimientos sociales y de las culturas políticas. Lo hacen al enfrentarse a las biografías, o a algún capítulo de las mismas, de no pocos de los dirigentes populares y obreros así como a las vivencias de algunas de las más conspicuas de las feministas librepensadoras cuya presencia en la arena pública se sitúa a caballo de los siglos XIX y XX. En ciertos casos, para decirlo todo, acompañan, o constituyen la alternativa, a aquella otra expresión que alude a un paso “del republicanismo al socialismo”. En fin, cabría incluir en el listado unas cuantas variantes más. El recurso a las sinalefas constituye, no cabe duda, una manera hábil, y fácil, de describir un proceso vital que se da de manera recurrente en las biografías de los militantes de las más diversas causas populares, de las más distintas expresiones ideológicas. Un proceso que afecta tanto a los más célebres de quienes intentan la construcción de una hegemonía cultural alternativa a la dominante como a los que, muy a menudo, permanecen en el anonimato. Que sea hábil y fácil no nos asegura, sin embargo, que sea necesariamente la vía, ni siquiera gramatical, para afrontar con eficacia un problema historiográfico: el del trato entre ambas –en rigor, como vemos, más de dos- culturas políticas y entre ambos movimientos 1

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Aportación al libro homenaje a Pere Gabril con una reflexión sobre el tránsito entre anarquismo y republicanismo en el caso de Diego Martínez Barrio

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Page 1: Del anarquismo al republicanismo. O del uso de las sinalefas

DEL ANARQUISMO AL REPUBLICANISMO. O DEL USO DE LAS SINALEFAS.

A Pere Gabriel, amb agraïment pel seu mestratge

Àngel Duarte (Universitat de Girona)

Del anarquismo al republicanismo. Supongo que, como me ocurre a mí, el lector de estas notas

ha dado con dicho enunciado en más de una ocasión. Ésta es una de las fórmulas frecuentes a

las que recurren los estudiosos de los movimientos sociales y de las culturas políticas. Lo hacen

al enfrentarse a las biografías, o a algún capítulo de las mismas, de no pocos de los dirigentes

populares y obreros así como a las vivencias de algunas de las más conspicuas de las feministas

librepensadoras cuya presencia en la arena pública se sitúa a caballo de los siglos XIX y XX. En

ciertos casos, para decirlo todo, acompañan, o constituyen la alternativa, a aquella otra

expresión que alude a un paso “del republicanismo al socialismo”. En fin, cabría incluir en el

listado unas cuantas variantes más.

El recurso a las sinalefas constituye, no cabe duda, una manera hábil, y fácil, de describir un

proceso vital que se da de manera recurrente en las biografías de los militantes de las más

diversas causas populares, de las más distintas expresiones ideológicas. Un proceso que afecta

tanto a los más célebres de quienes intentan la construcción de una hegemonía cultural

alternativa a la dominante como a los que, muy a menudo, permanecen en el anonimato. Que

sea hábil y fácil no nos asegura, sin embargo, que sea necesariamente la vía, ni siquiera

gramatical, para afrontar con eficacia un problema historiográfico: el del trato entre ambas –

en rigor, como vemos, más de dos- culturas políticas y entre ambos movimientos sociales. Un

problema que acaso se registra con especial potencia en el terreno más subjetivo posible de

análisis: el de las causas de la (con)vivencia de las mismas, más allá de las etapas que puedan

ser fijadas a posteriori, en una única historia de vida.

Induce, la fórmula referida, la de las sinalefas, a un expediente usual en las narraciones

biográficas: el del inevitable, y aún deseable, tránsito a la madurez. Muchos jóvenes de

extracción obrera y popular, junto a otros de estirpe más mesocrática tentados por la

bohemia, se habrían sentido atraídos por el anarquismo y el anarco-sindicalismo cuando éstos

se recuperan, en términos organizativos, de la debacle sufrida como mínimo desde principios

de 1874 y durante los primeros años de la Restauración canovista. El fenómeno, al margen del

elemento de época que introduce el clima modernista –el del extravío y desenfreno bohemio -,

no es del todo inédito cuando tiene lugar en la segunda mitad de la década de 1880 y la

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primera de 1890. A poco que uno gire la vista atrás se encuentra con los encuentros y

desencuentros de internacionalistas y federales cuando el Sexenio y la Primera República, y la

cooperación de no pocos artistas del momento, o con las complicidades y las divergencias de la

primera democracia y los socialistas utópicos. En rigor, se topa uno, como le ocurre a

cualquiera que se ocupe de la historia social en este país, con el Francisco Pi y Margall de La

reacción y la revolución así como con el Fernando Garrido de La República democrática federal

universal, en el «momento» progresista de 1855. O, incluso si vamos un poco sólo un poco más

allá con el Abdón Terradas de la década de 1830.

En el fin de siglo, años de grandes expectativas de transformación del orden social y de

notables influjos libertarios internacionales, la tentación por la divina acracia se presenta con

renovada fuerza. En ocasiones, por razón de las experiencias organizativas y el dinamismo del

asociacionismo obrero y popular; en otras, por mor de modas intelectuales vitalistas de no

siempre fácil digestión. La cuestión es que no pocos de esos jóvenes, en ciertos casos tras

algún episodio traumático –un breve destierro, una detención, el paso por calabozos o

prisiones, algún juicio sumarísimo-, se acercaron poco después a las aguas algo más calmas de

republicanismo populista y radical. Lo hicieron renunciando a algunos horizontes de

emancipación, a ciertos elementos de acción, a determinadas compañías de primera hora.

Probablemente, con todo, las renuncias fueran menos de los que las categorías anarquismo y

republicanismo encierran –o han acabado conteniendo, por exclusión- en el campo de la

ciencia y de la filosofía política. La mayor parte de quienes se asustaron de su propia osadía y

decidieron renunciar a los aspectos más extremosos de su primer compromiso adjuntaron al

balance silencios y olvidos y, cuando no fue así, cuando un mínimo pudor les impulsaba a

moderar el ejercicio de revisión del propio pasado, las renuncias eran, de hecho, a las

inevitables dosis de temeridad juvenil, de falta de responsabilidad, de verdor, antes que a la

naturaleza intrínseca de los ideales libertarios, que les habían hecho desembocar en el

anarquismo.

Hace años, tantos como más de treinta, que Pere Gabriel nos dejó claro, a quienes nos

acogimos a su magisterio, que en el estudio de los tránsitos y las permanencias, de las

fronteras, los límites, las influencias y los préstamos entre culturas y proyectos políticos, ni

cabía la rigidez ni la explicación unilateral. Mucho antes de la eclosión entre nosotros de los

estudios sobre las culturas políticas y los giros lingüísticos, desde el campo de la historia social

de la política, Gabriel nos advirtió de que ante lo que estábamos era ante un campo –no sólo

semántico- común, en el que los supuestos confines eran en realidad terrenos de contacto y de

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paso. Nos avisó que libertarios y republicanos, socialistas e incluso elementos nada

insignificantes, en número y representatividad, del liberalismo reformista compartían

lenguajes y expectativas, visiones del conflicto social y proyectos de futuro. Y no sólo nos avisó

sobre ello sino que nos indujo a trabajar sobre ello. Lo hizo, en términos thompsonianos,

anotando la centralidad explicativa de las experiencias vividas y compartidas en el medio

urbano e industrial y en no pocos ámbitos del campo. Lo hizo sin menoscabo del concepto de

clase y atendiendo a centralidad explicativa, que no a la causalidad mecánica, de lo económico.

Lo hizo, Pere Gabriel, sabedor de la importancia del rigor estasiológico, pero desbordándolo

dado que el análisis del republicanismo tendría escasa capacidad heurística si se limitaba al

estudio relativo a los partidos que se reclamaron de la etiqueta. Y lo hizo, finalmente,

conocedor de la trascendencia de la fijación de las aportaciones del pensamiento político y de

la filología de las expresiones del mismo, pero avisándonos de su permanente y creativa

interacción con las experiencias colectivas relativas, claro está, al conflicto social.

Quisiera creer que una parte nada desdeñable de la producción que sobre el republicanismo

en Cataluña y en España ha tenido lugar desde los años ochenta del siglo pasado, la que más

directamente se relacionó con la historia social, tuvo uno de sus orígenes en este magisterio.

****************

Aprovecho la oportunidad que me ofrecen sus compañeros de departamento al impulsar este

homenaje colectivo para anotar algunas precisiones en el sentido apuntado en los párrafos

precedentes. Lo hago desde Sevilla. Una de las figuras clave del republicanismo hispalense, del

primer esqueje lerrouxista al que décadas más tarde le seguiría en el ensayo de una

democracia liberal con sentido social dispuesta a cooperar con presteza y decisión al proyecto

reformista asociado con la Segunda República, fue Diego Martínez Barrio. Del libre albedrío de

nuestro personaje da cuenta que no le temblase el pulso al romper con su mentor, Alejandro

Lerroux, que como diré más adelante tanto le había fascinado, en esa reedición de la

primavera del 14 de abril que vino a significar el Frente Popular de febrero de 1936. Que en

Sevilla recibiese como un héroe al Lluís Companys recién liberado del penal en el que había ido

a parar tras la aventura del 6 de octubre de 1934. Que mantuviese firme dicho compromiso

durante los años de guerra y revolución así como en el largo tiempo del exilio tras la derrota.

No puedo en estas líneas recordar todo lo escrito sobre esos años juveniles de Martínez Barrio

por autores como Ángeles González Fernández o Leandro Álvarez Rey, pero sí hacer uso de sus

trabajos para confeccionar este breve apunte. Hijo de albañil y autodidacta, no es raro que en

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la primera ocasión en que se asome a la arena pública lo haga en tanto que militante

anarquista. Lo hace, como tantos otros jóvenes, consumido, al menos, por dos comezones. La

primera el deseo compulsivo de comunicarse, de debatir, de encontrar una audiencia y una

interlocución. De hacerlo con su propia voz. De oír el eco de la misma. No es un dato

particularmente original: recuerdo habérselo leído a Joan-Lluís Marfany a propósito de los

jóvenes nacionalistas catalanes de esa misma época. El amor, la patria, la libertad o, en

ocasiones, la fe serían en ese caso los motores del impulso de escritura. La segunda de las

comezones se la provoca a Martínez Barrio el sentimiento profundo de dolor frente a cualquier

manifestación que considere de opresión, de injusticia, de exclusión de los beneficios a los

que, en suma, tiene derecho cualquier ser humano por el hecho de existir y vivir en sociedad.

No se trata, únicamente, de sensiblería. El punto de arranque de la pasión social es la

experiencia. A los nueve años ha entrado en el mercado de trabajo. De ahí, en adelante se

moverá en ese terreno tan habitual en el que la sucesión de aprendizajes en diversos oficios se

complementa con esporádicos contactos con el mundo de la escuela.

He dicho que fue militante anarquista. Bien, lo fue a su manera. A esa condición es factible

llegar desde una condición que suele ser apreciada por los jóvenes rebeldes: la independencia,

la independencia que garantiza como pocos el hábitat libertario. Son pocos los sitios en los que

se puede entrar formulando la siguiente advertencia: “Soy independiente. No pertenezco a

sociedad de centro, partida o secta alguna; y de mi independencia me huelgo, pues ella me da

derecho, para sin prevenciones de nadie, trabajar por la unión de todos, ya que la unión es el

triunfo” (El Noticiero Obrero [ENO], Sevilla, 4 de agosto de 1901). Puede decirlo ser

escuchado, aunque tenga sólo 17 años. En realidad es a esa edad que estrena colaboración en

El Noticiero Obrero. Avisa que llega con la voluntad de discutir. Y el aviso cuenta con una

paradoja de gusto inequívocamente libertario: “Que la discusión es yunque donde se forja la

luz, y que de la luz nace la verdad, es un hecho universalmente reconocido, por tanto ni puede

ni debe discutirse por nadie” (ENO 21 de abril de 1901).

El Noticiero Obrero no será la única cabecera que acoge al prolífico Martínez Barrio. En esa

publicación escribe más de medio centenar de artículos en cosa de un año, el de 1901. A

renglón seguido, escribe en ¡Justicia!, semanario obrero independiente. Más tarde en el

quincenal gaditano El Proletario, donde se hizo cargo de algo por lo que ya había mostrado un

gran interés en ENO: las páginas literarias. También, y sin agotarse en el empeño, en Tierra y

Libertad. En el universo del periodismo ácrata de principios de siglo XX si una puerta se cierta

otra se abre.

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La relación de asuntos a abordar es obvia. La denuncia sistemática pero poco o nada detallada,

como decía antes, de los males de la sociedad capitalista. El reclamo, no menos genérico, de

una revolución. El canto a las virtudes plebeyas. Para este propósito vienen muy a cuento las

denominadas páginas literarias: siempre es efectivo el cantar a la dignidad de la muchacha que

sabe de sus raíces populares y que no muestra ni empacho ni timidez al defenderlas en el

espacio público.

Es el medio libertario un ambiente en que se puede aludir, como de hecho también se puede

hacer en la democracia federal y en el republicanismo más intransigente y plebeyo, a los

preceptos evangélicos. Un anarquismo y un cosmopolitismo que no puede ni debe renunciar o

dejar en otras manos el sentimiento de patria: “Hermanos todos: sí, que en la gran obra de la

emancipación social la clase obrera debe estar unida en apretado abrazo, sin distingos de

religión y de raza, hasta tal punto que esas fronteras que dividen territorios no existan cuando

de demostrar cariño y solidaridad se trate; pero que cada cual, allá en su tierra, pueda cantar

un himno a la patria, a esa patria que para nosotros es España y para los demás obreros su

respectiva nación” (cursiva en el original) (ENO, 21 de abril de 1901)

Junto a todo ello, la denuncia de la política. Patria, sí, como unión proletaria y fraternidad

humana; política parlamentaria, práctica electoral, no. Ni los socialistas de Pablo Iglesias, ni los

republicanos, veleidosos, dubitativos y en última instancia incapaces de una acción decisiva,

pueden ser los arietes que quiebren el dique que contiene el orden social injusto. El 7 de

diciembre de 1902, también en El Noticiero Obrero, dejaba escrito: “Por fortuna para la clase

obrera, la acción política del proletariado fracasa entre nosotros. Ni Canalejas con su

democracia modernista, ni los republicanos con esos arrestos de última hora, ni Pablo Iglesias

con su teoría de que los trabajadores se emanciparán acudiendo a las urnas electorales, han

conseguido que los obreros españoles manden Diputados a los sitios donde no pueden sino

pervertirse”. Eso ha pasado en otros países, aquellos en los que el tránsito del marco liberal a

otro en el que se ensayan las ampliaciones del demos, y el resultado no ha podido ser más

desolador, según entiende Martínez Barrio: han permitido la emergencia de desconfianzas

infinitas “entre el proletario-diputado y el proletario que le confió sus mandatos”. La

participación no puede delegarse. El principio de representación, no mandatada, es el punto

de partida de la quiebra de la solidaridad obrera.

Los proletarios lo saben y por eso se muestran renuentes a la participación electoral. La labor

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del joven intelectual de condición subalterna es la de reafirmar dicha convicción y la de

colaborar en la labor alternativa que se perfila: la libre unión de los proletarios en un proyecto

exento de deudas y gravámenes, un proyecto de confrontación directa y de emancipación

plenamente autónoma. Enseñemos al pueblo, dirá, a despreciar los comicios.

El razonamiento tiene mucho de época. Se alimenta de la hostilidad al parlamentarismo y a sus

limitaciones en un momento de emergencia de la política de masas, de tránsito del viejo

parlamentarismo liberal a una democracia in nuce. Es, así mismo, un dato muy español: las

prácticas del parlamentarismo español durante la Restauración han dado lugar a diagnósticos,

como el de oligarquía y caciquismo, que más allá de su certeza resultan de una gran eficacia

plástica. En esos años, en ese país, resultaba complicado ver en la política convencional, en las

prácticas de movilización que tienen por centro, o culminan en, el ejercicio del sufragio un

instrumento efectivo de transformación de la realidad.

Ese es, de manera menos que sintética, el Martínez Barrio libertario. Es también el mismo que

reúne los perfiles de tantos y tantos republicanos que, al cabo, se sintieron atraídos por la

promesa de ciudadanía que contenía la retórica populista y la práctica política de conquista de

los poderes municipales propia del primer lerrouxismo, así como del blasquismo, y, para

muchos de sus simpatizantes, incluso el último. Pero más allá de todo eso está la fascinación

por el liderazgo carismático que ejercer el emperador, no sólo del Paralelo sino en esos

momentos de toda la España radicalizada: la de la Unión Republicana de 1903. El paso coincide

con una nada desdeñable crisis del anarquismo sevillano.

En realidad, y por lo que se refiere a los materiales políticos y culturales que usa, sería

complicado decir que los liquida o renueva de manera radical. Algunos, como el aludido

patriotismo (entre paréntesis recordaré que no es un fenómeno tan extraño entre los jóvenes

atraídos por la acracia. Véase, por ejemplo, el papel de Pedro Corominas en este tiempo, en

relación a la misma problemática del patriotismo y, en su cso, desde las páginas de la

barcelonesa Ciencia Social) facilitan las mudanzas. Hacerse republicano de los de Lerroux lo

tienen más fácil quienes en el campo de la acracia, han defendido la existencia, y la

operatividad política, de las patrias, fruto de la ley natural. La hermandad de la clase obrera,

aquella que ha de constituir el motor de la emancipación social, no resulta óbice para el

reconocimiento de un patriotismo que podríamos definir, sin alejarnos mucho de su sentido

primigenio, como nacional-popular antes que como nacionalista.

Durante un cierto tiempo, en rigor, nos encontramos en el mismo camino, en una empresa

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similar. Ha dejado la anarquía para pasar al campo de la democracia republicana, pero el

paisaje sigue siendo el de la explotación y la miseria del proletariado. Sabemos que Martínez

Barrio se mueve de sitio y, esa es la paradoja clave, que no lo hace. Como republicano sus

primeras iniciativas periodísticas tendrán lugar en modestísimos semanarios que contribuye a

funda y que llevan el significativo encabezamiento de Trabajo y Humanidad. Está, en suma, en

un camino transitado en ambas direcciones. En cualquier caso es la suya una trayectoria usual,

nada excepcional. En el recuerdo, Martínez Barrio, atina: “aparecíamos confundidos

republicanos, anarquistas-comunistas y anarquistas-colectivistas. Nuestras simpatías se

dividían entre Salvochea, Lerroux, Blasco Ibáñez y Anselmo Lorenzo. Todos éramos federales y

revolucionarios. Creíamos a pies juntillas en la posibilidad de cambiar el mundo rápidamente y

además hacerlo feliz….”

En el tránsito de Martínez Barrio, y resulta sintomático, jugó un papel clave un militar con el

que trabó conocimiento, y estableció amistad, mientras hacía el servicio militar en Ronda. Se

trataba del teniente coronel Eusebio García Ruiz, hermano de Eugenio, quien, procedente del

progresismo, habría acabado en el republicanismo y en el ministerio de la Gobernación por un

breve período cuando la Primera República y al que veremos reaparecer como demócrata

independiente más o menos amparado por su amigo Práxedes Mateo Sagasta en los años

restauracionistas. En tiempos de estabilidad institucional, constatar que en el ejército había

fuertes personalidades con querencias republicanas tenía, por fuerza, que causar impresión en

un joven impresionable.

Los primeros tiempos como republicano aportaron una dosis suficiente de represión como

para confirmar el acierto de la opción. Habiendo pasado con licencia a la primera reserva

podrá ser procesado por realizar propaganda política y por supuesto delito de tentativa de

rebelión estando bajo disciplina militar. Un par de meses de calabozo en Sevilla abren un ciclo,

el inicio de un itinerario que le llevaría a ser procesado en una treintena de ocasiones durante

el reinado de Alfonso XIII. Impulsor de la Fusión Federalista –es común el mestizaje de

nombres- es un decidido animador de la adhesión al programa federal de 1894 y que acabará

siendo la cabeza del republicanismo hispalense más avanzado que acabaría confluyendo en el

partido republicano radical.

Un último daro. En julio de 1904 aparece en un mitin organizado por el denominado Congreso

Obrero. En él se trataba de refutar las consideraciones hechas en el senado por un

representante político de los intereses de los propietarios de la industria corcho-taponera. Los

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obreros del sector en Cortegana han hecho portavoz a Diego Martínez Barrio –también a

Manuel Blasco Garzón. Además de refutar las consideraciones concretas, el Martínez Barrio

republicano sigue usando sin mayores problemas, el argumento de que el problema del sector

no es más que una manifestación más, un detalle de la genérica, y enorme, cuestión social. La

resolución de la misma será la que arregle la cuestión corchera. Observa el derecho a la vida

que asiste a todos los proletarios, derecho a la vida que se manifiesta en ese grito de

“queremos pan”, puesto por la explotación y la miseria en boca del proletariado. Grito, al fin y

al cabo, tan republicano como libertario.

Referencias bibliográficas

GONZÁLEZ FERNANDEZ, Ángeles, Utopía y realidad. Anarquismo, anarcosindicalismo y

organizaciones obreras. Sevilla, 1900-1923, Sevilla, Diputación, 1996.

MARTÍNEZ BARRIO, Diego, Palabra de republicano. Estudio preliminar de ÁLVAREZ REY,

Leandro, Sevilla, Ayuntamiento-ICAS, 2007.

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