del anarquismo al republicanismo. o del uso de las sinalefas
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Aportación al libro homenaje a Pere Gabril con una reflexión sobre el tránsito entre anarquismo y republicanismo en el caso de Diego Martínez BarrioTRANSCRIPT
DEL ANARQUISMO AL REPUBLICANISMO. O DEL USO DE LAS SINALEFAS.
A Pere Gabriel, amb agraïment pel seu mestratge
Àngel Duarte (Universitat de Girona)
Del anarquismo al republicanismo. Supongo que, como me ocurre a mí, el lector de estas notas
ha dado con dicho enunciado en más de una ocasión. Ésta es una de las fórmulas frecuentes a
las que recurren los estudiosos de los movimientos sociales y de las culturas políticas. Lo hacen
al enfrentarse a las biografías, o a algún capítulo de las mismas, de no pocos de los dirigentes
populares y obreros así como a las vivencias de algunas de las más conspicuas de las feministas
librepensadoras cuya presencia en la arena pública se sitúa a caballo de los siglos XIX y XX. En
ciertos casos, para decirlo todo, acompañan, o constituyen la alternativa, a aquella otra
expresión que alude a un paso “del republicanismo al socialismo”. En fin, cabría incluir en el
listado unas cuantas variantes más.
El recurso a las sinalefas constituye, no cabe duda, una manera hábil, y fácil, de describir un
proceso vital que se da de manera recurrente en las biografías de los militantes de las más
diversas causas populares, de las más distintas expresiones ideológicas. Un proceso que afecta
tanto a los más célebres de quienes intentan la construcción de una hegemonía cultural
alternativa a la dominante como a los que, muy a menudo, permanecen en el anonimato. Que
sea hábil y fácil no nos asegura, sin embargo, que sea necesariamente la vía, ni siquiera
gramatical, para afrontar con eficacia un problema historiográfico: el del trato entre ambas –
en rigor, como vemos, más de dos- culturas políticas y entre ambos movimientos sociales. Un
problema que acaso se registra con especial potencia en el terreno más subjetivo posible de
análisis: el de las causas de la (con)vivencia de las mismas, más allá de las etapas que puedan
ser fijadas a posteriori, en una única historia de vida.
Induce, la fórmula referida, la de las sinalefas, a un expediente usual en las narraciones
biográficas: el del inevitable, y aún deseable, tránsito a la madurez. Muchos jóvenes de
extracción obrera y popular, junto a otros de estirpe más mesocrática tentados por la
bohemia, se habrían sentido atraídos por el anarquismo y el anarco-sindicalismo cuando éstos
se recuperan, en términos organizativos, de la debacle sufrida como mínimo desde principios
de 1874 y durante los primeros años de la Restauración canovista. El fenómeno, al margen del
elemento de época que introduce el clima modernista –el del extravío y desenfreno bohemio -,
no es del todo inédito cuando tiene lugar en la segunda mitad de la década de 1880 y la
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primera de 1890. A poco que uno gire la vista atrás se encuentra con los encuentros y
desencuentros de internacionalistas y federales cuando el Sexenio y la Primera República, y la
cooperación de no pocos artistas del momento, o con las complicidades y las divergencias de la
primera democracia y los socialistas utópicos. En rigor, se topa uno, como le ocurre a
cualquiera que se ocupe de la historia social en este país, con el Francisco Pi y Margall de La
reacción y la revolución así como con el Fernando Garrido de La República democrática federal
universal, en el «momento» progresista de 1855. O, incluso si vamos un poco sólo un poco más
allá con el Abdón Terradas de la década de 1830.
En el fin de siglo, años de grandes expectativas de transformación del orden social y de
notables influjos libertarios internacionales, la tentación por la divina acracia se presenta con
renovada fuerza. En ocasiones, por razón de las experiencias organizativas y el dinamismo del
asociacionismo obrero y popular; en otras, por mor de modas intelectuales vitalistas de no
siempre fácil digestión. La cuestión es que no pocos de esos jóvenes, en ciertos casos tras
algún episodio traumático –un breve destierro, una detención, el paso por calabozos o
prisiones, algún juicio sumarísimo-, se acercaron poco después a las aguas algo más calmas de
republicanismo populista y radical. Lo hicieron renunciando a algunos horizontes de
emancipación, a ciertos elementos de acción, a determinadas compañías de primera hora.
Probablemente, con todo, las renuncias fueran menos de los que las categorías anarquismo y
republicanismo encierran –o han acabado conteniendo, por exclusión- en el campo de la
ciencia y de la filosofía política. La mayor parte de quienes se asustaron de su propia osadía y
decidieron renunciar a los aspectos más extremosos de su primer compromiso adjuntaron al
balance silencios y olvidos y, cuando no fue así, cuando un mínimo pudor les impulsaba a
moderar el ejercicio de revisión del propio pasado, las renuncias eran, de hecho, a las
inevitables dosis de temeridad juvenil, de falta de responsabilidad, de verdor, antes que a la
naturaleza intrínseca de los ideales libertarios, que les habían hecho desembocar en el
anarquismo.
Hace años, tantos como más de treinta, que Pere Gabriel nos dejó claro, a quienes nos
acogimos a su magisterio, que en el estudio de los tránsitos y las permanencias, de las
fronteras, los límites, las influencias y los préstamos entre culturas y proyectos políticos, ni
cabía la rigidez ni la explicación unilateral. Mucho antes de la eclosión entre nosotros de los
estudios sobre las culturas políticas y los giros lingüísticos, desde el campo de la historia social
de la política, Gabriel nos advirtió de que ante lo que estábamos era ante un campo –no sólo
semántico- común, en el que los supuestos confines eran en realidad terrenos de contacto y de
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paso. Nos avisó que libertarios y republicanos, socialistas e incluso elementos nada
insignificantes, en número y representatividad, del liberalismo reformista compartían
lenguajes y expectativas, visiones del conflicto social y proyectos de futuro. Y no sólo nos avisó
sobre ello sino que nos indujo a trabajar sobre ello. Lo hizo, en términos thompsonianos,
anotando la centralidad explicativa de las experiencias vividas y compartidas en el medio
urbano e industrial y en no pocos ámbitos del campo. Lo hizo sin menoscabo del concepto de
clase y atendiendo a centralidad explicativa, que no a la causalidad mecánica, de lo económico.
Lo hizo, Pere Gabriel, sabedor de la importancia del rigor estasiológico, pero desbordándolo
dado que el análisis del republicanismo tendría escasa capacidad heurística si se limitaba al
estudio relativo a los partidos que se reclamaron de la etiqueta. Y lo hizo, finalmente,
conocedor de la trascendencia de la fijación de las aportaciones del pensamiento político y de
la filología de las expresiones del mismo, pero avisándonos de su permanente y creativa
interacción con las experiencias colectivas relativas, claro está, al conflicto social.
Quisiera creer que una parte nada desdeñable de la producción que sobre el republicanismo
en Cataluña y en España ha tenido lugar desde los años ochenta del siglo pasado, la que más
directamente se relacionó con la historia social, tuvo uno de sus orígenes en este magisterio.
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Aprovecho la oportunidad que me ofrecen sus compañeros de departamento al impulsar este
homenaje colectivo para anotar algunas precisiones en el sentido apuntado en los párrafos
precedentes. Lo hago desde Sevilla. Una de las figuras clave del republicanismo hispalense, del
primer esqueje lerrouxista al que décadas más tarde le seguiría en el ensayo de una
democracia liberal con sentido social dispuesta a cooperar con presteza y decisión al proyecto
reformista asociado con la Segunda República, fue Diego Martínez Barrio. Del libre albedrío de
nuestro personaje da cuenta que no le temblase el pulso al romper con su mentor, Alejandro
Lerroux, que como diré más adelante tanto le había fascinado, en esa reedición de la
primavera del 14 de abril que vino a significar el Frente Popular de febrero de 1936. Que en
Sevilla recibiese como un héroe al Lluís Companys recién liberado del penal en el que había ido
a parar tras la aventura del 6 de octubre de 1934. Que mantuviese firme dicho compromiso
durante los años de guerra y revolución así como en el largo tiempo del exilio tras la derrota.
No puedo en estas líneas recordar todo lo escrito sobre esos años juveniles de Martínez Barrio
por autores como Ángeles González Fernández o Leandro Álvarez Rey, pero sí hacer uso de sus
trabajos para confeccionar este breve apunte. Hijo de albañil y autodidacta, no es raro que en
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la primera ocasión en que se asome a la arena pública lo haga en tanto que militante
anarquista. Lo hace, como tantos otros jóvenes, consumido, al menos, por dos comezones. La
primera el deseo compulsivo de comunicarse, de debatir, de encontrar una audiencia y una
interlocución. De hacerlo con su propia voz. De oír el eco de la misma. No es un dato
particularmente original: recuerdo habérselo leído a Joan-Lluís Marfany a propósito de los
jóvenes nacionalistas catalanes de esa misma época. El amor, la patria, la libertad o, en
ocasiones, la fe serían en ese caso los motores del impulso de escritura. La segunda de las
comezones se la provoca a Martínez Barrio el sentimiento profundo de dolor frente a cualquier
manifestación que considere de opresión, de injusticia, de exclusión de los beneficios a los
que, en suma, tiene derecho cualquier ser humano por el hecho de existir y vivir en sociedad.
No se trata, únicamente, de sensiblería. El punto de arranque de la pasión social es la
experiencia. A los nueve años ha entrado en el mercado de trabajo. De ahí, en adelante se
moverá en ese terreno tan habitual en el que la sucesión de aprendizajes en diversos oficios se
complementa con esporádicos contactos con el mundo de la escuela.
He dicho que fue militante anarquista. Bien, lo fue a su manera. A esa condición es factible
llegar desde una condición que suele ser apreciada por los jóvenes rebeldes: la independencia,
la independencia que garantiza como pocos el hábitat libertario. Son pocos los sitios en los que
se puede entrar formulando la siguiente advertencia: “Soy independiente. No pertenezco a
sociedad de centro, partida o secta alguna; y de mi independencia me huelgo, pues ella me da
derecho, para sin prevenciones de nadie, trabajar por la unión de todos, ya que la unión es el
triunfo” (El Noticiero Obrero [ENO], Sevilla, 4 de agosto de 1901). Puede decirlo ser
escuchado, aunque tenga sólo 17 años. En realidad es a esa edad que estrena colaboración en
El Noticiero Obrero. Avisa que llega con la voluntad de discutir. Y el aviso cuenta con una
paradoja de gusto inequívocamente libertario: “Que la discusión es yunque donde se forja la
luz, y que de la luz nace la verdad, es un hecho universalmente reconocido, por tanto ni puede
ni debe discutirse por nadie” (ENO 21 de abril de 1901).
El Noticiero Obrero no será la única cabecera que acoge al prolífico Martínez Barrio. En esa
publicación escribe más de medio centenar de artículos en cosa de un año, el de 1901. A
renglón seguido, escribe en ¡Justicia!, semanario obrero independiente. Más tarde en el
quincenal gaditano El Proletario, donde se hizo cargo de algo por lo que ya había mostrado un
gran interés en ENO: las páginas literarias. También, y sin agotarse en el empeño, en Tierra y
Libertad. En el universo del periodismo ácrata de principios de siglo XX si una puerta se cierta
otra se abre.
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La relación de asuntos a abordar es obvia. La denuncia sistemática pero poco o nada detallada,
como decía antes, de los males de la sociedad capitalista. El reclamo, no menos genérico, de
una revolución. El canto a las virtudes plebeyas. Para este propósito vienen muy a cuento las
denominadas páginas literarias: siempre es efectivo el cantar a la dignidad de la muchacha que
sabe de sus raíces populares y que no muestra ni empacho ni timidez al defenderlas en el
espacio público.
Es el medio libertario un ambiente en que se puede aludir, como de hecho también se puede
hacer en la democracia federal y en el republicanismo más intransigente y plebeyo, a los
preceptos evangélicos. Un anarquismo y un cosmopolitismo que no puede ni debe renunciar o
dejar en otras manos el sentimiento de patria: “Hermanos todos: sí, que en la gran obra de la
emancipación social la clase obrera debe estar unida en apretado abrazo, sin distingos de
religión y de raza, hasta tal punto que esas fronteras que dividen territorios no existan cuando
de demostrar cariño y solidaridad se trate; pero que cada cual, allá en su tierra, pueda cantar
un himno a la patria, a esa patria que para nosotros es España y para los demás obreros su
respectiva nación” (cursiva en el original) (ENO, 21 de abril de 1901)
Junto a todo ello, la denuncia de la política. Patria, sí, como unión proletaria y fraternidad
humana; política parlamentaria, práctica electoral, no. Ni los socialistas de Pablo Iglesias, ni los
republicanos, veleidosos, dubitativos y en última instancia incapaces de una acción decisiva,
pueden ser los arietes que quiebren el dique que contiene el orden social injusto. El 7 de
diciembre de 1902, también en El Noticiero Obrero, dejaba escrito: “Por fortuna para la clase
obrera, la acción política del proletariado fracasa entre nosotros. Ni Canalejas con su
democracia modernista, ni los republicanos con esos arrestos de última hora, ni Pablo Iglesias
con su teoría de que los trabajadores se emanciparán acudiendo a las urnas electorales, han
conseguido que los obreros españoles manden Diputados a los sitios donde no pueden sino
pervertirse”. Eso ha pasado en otros países, aquellos en los que el tránsito del marco liberal a
otro en el que se ensayan las ampliaciones del demos, y el resultado no ha podido ser más
desolador, según entiende Martínez Barrio: han permitido la emergencia de desconfianzas
infinitas “entre el proletario-diputado y el proletario que le confió sus mandatos”. La
participación no puede delegarse. El principio de representación, no mandatada, es el punto
de partida de la quiebra de la solidaridad obrera.
Los proletarios lo saben y por eso se muestran renuentes a la participación electoral. La labor
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del joven intelectual de condición subalterna es la de reafirmar dicha convicción y la de
colaborar en la labor alternativa que se perfila: la libre unión de los proletarios en un proyecto
exento de deudas y gravámenes, un proyecto de confrontación directa y de emancipación
plenamente autónoma. Enseñemos al pueblo, dirá, a despreciar los comicios.
El razonamiento tiene mucho de época. Se alimenta de la hostilidad al parlamentarismo y a sus
limitaciones en un momento de emergencia de la política de masas, de tránsito del viejo
parlamentarismo liberal a una democracia in nuce. Es, así mismo, un dato muy español: las
prácticas del parlamentarismo español durante la Restauración han dado lugar a diagnósticos,
como el de oligarquía y caciquismo, que más allá de su certeza resultan de una gran eficacia
plástica. En esos años, en ese país, resultaba complicado ver en la política convencional, en las
prácticas de movilización que tienen por centro, o culminan en, el ejercicio del sufragio un
instrumento efectivo de transformación de la realidad.
Ese es, de manera menos que sintética, el Martínez Barrio libertario. Es también el mismo que
reúne los perfiles de tantos y tantos republicanos que, al cabo, se sintieron atraídos por la
promesa de ciudadanía que contenía la retórica populista y la práctica política de conquista de
los poderes municipales propia del primer lerrouxismo, así como del blasquismo, y, para
muchos de sus simpatizantes, incluso el último. Pero más allá de todo eso está la fascinación
por el liderazgo carismático que ejercer el emperador, no sólo del Paralelo sino en esos
momentos de toda la España radicalizada: la de la Unión Republicana de 1903. El paso coincide
con una nada desdeñable crisis del anarquismo sevillano.
En realidad, y por lo que se refiere a los materiales políticos y culturales que usa, sería
complicado decir que los liquida o renueva de manera radical. Algunos, como el aludido
patriotismo (entre paréntesis recordaré que no es un fenómeno tan extraño entre los jóvenes
atraídos por la acracia. Véase, por ejemplo, el papel de Pedro Corominas en este tiempo, en
relación a la misma problemática del patriotismo y, en su cso, desde las páginas de la
barcelonesa Ciencia Social) facilitan las mudanzas. Hacerse republicano de los de Lerroux lo
tienen más fácil quienes en el campo de la acracia, han defendido la existencia, y la
operatividad política, de las patrias, fruto de la ley natural. La hermandad de la clase obrera,
aquella que ha de constituir el motor de la emancipación social, no resulta óbice para el
reconocimiento de un patriotismo que podríamos definir, sin alejarnos mucho de su sentido
primigenio, como nacional-popular antes que como nacionalista.
Durante un cierto tiempo, en rigor, nos encontramos en el mismo camino, en una empresa
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similar. Ha dejado la anarquía para pasar al campo de la democracia republicana, pero el
paisaje sigue siendo el de la explotación y la miseria del proletariado. Sabemos que Martínez
Barrio se mueve de sitio y, esa es la paradoja clave, que no lo hace. Como republicano sus
primeras iniciativas periodísticas tendrán lugar en modestísimos semanarios que contribuye a
funda y que llevan el significativo encabezamiento de Trabajo y Humanidad. Está, en suma, en
un camino transitado en ambas direcciones. En cualquier caso es la suya una trayectoria usual,
nada excepcional. En el recuerdo, Martínez Barrio, atina: “aparecíamos confundidos
republicanos, anarquistas-comunistas y anarquistas-colectivistas. Nuestras simpatías se
dividían entre Salvochea, Lerroux, Blasco Ibáñez y Anselmo Lorenzo. Todos éramos federales y
revolucionarios. Creíamos a pies juntillas en la posibilidad de cambiar el mundo rápidamente y
además hacerlo feliz….”
En el tránsito de Martínez Barrio, y resulta sintomático, jugó un papel clave un militar con el
que trabó conocimiento, y estableció amistad, mientras hacía el servicio militar en Ronda. Se
trataba del teniente coronel Eusebio García Ruiz, hermano de Eugenio, quien, procedente del
progresismo, habría acabado en el republicanismo y en el ministerio de la Gobernación por un
breve período cuando la Primera República y al que veremos reaparecer como demócrata
independiente más o menos amparado por su amigo Práxedes Mateo Sagasta en los años
restauracionistas. En tiempos de estabilidad institucional, constatar que en el ejército había
fuertes personalidades con querencias republicanas tenía, por fuerza, que causar impresión en
un joven impresionable.
Los primeros tiempos como republicano aportaron una dosis suficiente de represión como
para confirmar el acierto de la opción. Habiendo pasado con licencia a la primera reserva
podrá ser procesado por realizar propaganda política y por supuesto delito de tentativa de
rebelión estando bajo disciplina militar. Un par de meses de calabozo en Sevilla abren un ciclo,
el inicio de un itinerario que le llevaría a ser procesado en una treintena de ocasiones durante
el reinado de Alfonso XIII. Impulsor de la Fusión Federalista –es común el mestizaje de
nombres- es un decidido animador de la adhesión al programa federal de 1894 y que acabará
siendo la cabeza del republicanismo hispalense más avanzado que acabaría confluyendo en el
partido republicano radical.
Un último daro. En julio de 1904 aparece en un mitin organizado por el denominado Congreso
Obrero. En él se trataba de refutar las consideraciones hechas en el senado por un
representante político de los intereses de los propietarios de la industria corcho-taponera. Los
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obreros del sector en Cortegana han hecho portavoz a Diego Martínez Barrio –también a
Manuel Blasco Garzón. Además de refutar las consideraciones concretas, el Martínez Barrio
republicano sigue usando sin mayores problemas, el argumento de que el problema del sector
no es más que una manifestación más, un detalle de la genérica, y enorme, cuestión social. La
resolución de la misma será la que arregle la cuestión corchera. Observa el derecho a la vida
que asiste a todos los proletarios, derecho a la vida que se manifiesta en ese grito de
“queremos pan”, puesto por la explotación y la miseria en boca del proletariado. Grito, al fin y
al cabo, tan republicano como libertario.
Referencias bibliográficas
GONZÁLEZ FERNANDEZ, Ángeles, Utopía y realidad. Anarquismo, anarcosindicalismo y
organizaciones obreras. Sevilla, 1900-1923, Sevilla, Diputación, 1996.
MARTÍNEZ BARRIO, Diego, Palabra de republicano. Estudio preliminar de ÁLVAREZ REY,
Leandro, Sevilla, Ayuntamiento-ICAS, 2007.
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