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ANDRÉS TORRES QUEIRUGA CULPA, PECADO Y PERDÓN Este artículo está dirigido directamente a los creyentes, por modestia y porque no existe mayor respeto al otro que ofrecer la propia postura sinceramente. Por lo demás, el escaso espacio de un artículo impone límites muy precisos, obligando a dar muchas cosas como supuestas y a renunciar a muchos razonamientos y aclaraciones, corriendo el riesgo de un aparente dogmatismo. Por último, la atención del artículo recae primariamente sobre la vivencia del pecado y del perdón, tratando de liberarla de las profundas deformaciones con que la historia la ha ido cargando, y no atendiendo expresamente a las consecuencias objetivas en el mundo y en la sociedad (no estudia la dimensión estructural del pecado). Culpa, pecado y perdón, Encrucillada, 58 (1988), 248-265 LA PREGUNTA ACTUAL POR EL PECADO Un tema que compromete El pecado es uno de esos temas que tocan la raíz y cuestionan los fundamentos. Afrontarlo significa recontextualizar de nuevo la propia fe y asumir de modo muy concreto la propia situación en el mundo. "Dime cómo es tu pecado y te diré cómo es tu Dios", te diré cómo es tu mundo y cómo te relacionas con tu prójimo. Plantearlo supone entrar en los grandes temas de la filosofía (libertad, finitud, alteridad, muerte...) y de la teología (salvación, juicio, providencia...). En este punto concreto -en que la angustia y la esperanza, la rebeldía y la sumisión, la autonomía y la heteronomía se interfieren- queda reflejada, como en una lente de aumento, la concepción global de cada uno. El sentido de una crisis Aunque es ya un tópico decir que hoy está en crisis la idea de pecado, de un modo o de otro el pecado y la culpa -que remiten a una estructura fundamental de la existencia humana- están siempre presentes: el cambio no significa desaparición. J. Delumeau, un buen historiador, nos lo advierte: el sentido del pecado "ni fue tan alto en el pasado como se dice, ni es en la actualidad tan bajo como se presume". Se trata más bien de un cambio de paradigma, de una profunda mutación histórica en la sensibilidad ante el pecado y en los parámetros desde los que se le juzga (pensemos simplemente en los cambios de sensibilidad del siglo XIX a hoy ante lo sexual y lo social). El inmenso avance en las ciencias humanas ha puesto al descubierto los límites de nuestra libertad, condicionada por lo inconsciente, por las circunstancias de ambiente y de educación, y manipulada mediante los poderosos medios de una sociedad regida por la ganancia a toda costa. Ante la pregunta sobre la responsabilidad y la libertad en un caso concreto, la sensibilidad actual detecta cómo muchas veces los protagonistas son mucho más

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ANDRÉS TORRES QUEIRUGA

CULPA, PECADO Y PERDÓN

Este artículo está dirigido directamente a los creyentes, por modestia y porque no existe mayor respeto al otro que ofrecer la propia postura sinceramente. Por lo demás, el escaso espacio de un artículo impone límites muy precisos, obligando a dar muchas cosas como supuestas y a renunciar a muchos razonamientos y aclaraciones, corriendo el riesgo de un aparente dogmatismo. Por último, la atención del artículo recae primariamente sobre la vivencia del pecado y del perdón, tratando de liberarla de las profundas deformaciones con que la historia la ha ido cargando, y no atendiendo expresamente a las consecuencias objetivas en el mundo y en la sociedad (no estudia la dimensión estructural del pecado).

Culpa, pecado y perdón, Encrucillada, 58 (1988), 248-265

LA PREGUNTA ACTUAL POR EL PECADO Un tema que compromete

El pecado es uno de esos temas que tocan la raíz y cuestionan los fundamentos. Afrontarlo significa recontextualizar de nuevo la propia fe y asumir de modo muy concreto la propia situación en el mundo. "Dime cómo es tu pecado y te diré cómo es tu Dios", te diré cómo es tu mundo y cómo te relacionas con tu prójimo.

Plantearlo supone entrar en los grandes temas de la filosofía (libertad, finitud, alteridad, muerte...) y de la teología (salvación, juicio, providencia...). En este punto concreto -en que la angustia y la esperanza, la rebeldía y la sumisión, la autonomía y la heteronomía se interfieren- queda reflejada, como en una lente de aumento, la concepción global de cada uno.

El sentido de una crisis

Aunque es ya un tópico decir que hoy está en crisis la idea de pecado, de un modo o de otro el pecado y la culpa -que remiten a una estructura fundamental de la existencia humana- están siempre presentes: el cambio no significa desaparición. J. Delumeau, un buen historiador, nos lo advierte: el sentido del pecado "ni fue tan alto en el pasado como se dice, ni es en la actualidad tan bajo como se presume".

Se trata más bien de un cambio de paradigma, de una profunda mutación histórica en la sensibilidad ante el pecado y en los parámetros desde los que se le juzga (pensemos simplemente en los cambios de sensibilidad del siglo XIX a hoy ante lo sexual y lo social). El inmenso avance en las ciencias humanas ha puesto al descubierto los límites de nuestra libertad, condicionada por lo inconsciente, por las circunstancias de ambiente y de educación, y manipulada mediante los poderosos medios de una sociedad regida por la ganancia a toda costa.

Ante la pregunta sobre la responsabilidad y la libertad en un caso concreto, la sensibilidad actual detecta cómo muchas veces los protagonistas son mucho más

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víctimas que culpables. Aunque puede haber abusos (los condicionamientos se convierten en evasión de la propia responsabilidad, culpabilizando a la sociedad, a los otros), la verdad es más bien lo contrario: muchas veces hay una tremenda culpabilización soterrada, identificando sin más el fallo por simple insuficiencia psicológica con la culpa o con el pecado deliberado. Las ciencias humanas, al permitirnos conocer mejor tanto los mecanismos de la libertad y de su manipulación, como el alcance estructural y las consecuencias de nuestras acciones, son una llamada a una nueva responsabilidad.

Todo cambio de sensibilidad histórica exige una profunda remodelación de las propias convicciones, una disposición a un cambio de mente (conversión), que para un cristiano debería tener como norma la experiencia evangélica del pecado y del perdón, y como meta el bien y la liberación del hombre.

LA PARADOJA DE LA CULPA

El pecado es una categoría religiosa que no se apoya únicamente en sí misma, sino que constituye un modo de vivir una experiencia radical que afecta a toda persona: la experiencia de la culpa.

La contradicción de la libertad

"¿Pero qué clase de hombre debo ser yo para poder haber hecho tal cosa?". (Scheler) El fallo ético, o mal moral, la no rara conciencia de la malicia en las propias acciones, sitúan a la persona ante uno de sus grandes enigmas. ¿Cómo es posible hacer el mal?.

El hombre constata una y otra vez que en lugar de hacer el bien hace el mal. E incluso cuando hace el bien, la propia experiencia o la psicología le enseña que su decisión no es del todo limpia y transparente: siempre hay motivos oscuros, impulsos que nos gobiernan sin que lo sepamos. Las constataciones del pagano Ovidio ("veo lo mejor y lo apruebo, pero hago lo peor") y del cristiano Pablo ("no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero es lo que hago") representan una experiencia universal.

Por eso la filosofía moderna percibe cada vez con mayor intensidad la tremenda paradoja de la libertad humana. Una libertad finita, que es y no es al mismo tiempo; dueña de sí misma, pero nunca de un modo total; condicionada desde dentro y recibiendo desde fuera su materia y sus solicitaciones. Una libertad que está siempre "bajo sospecha".

En el comienzo de la modernidad Kant hablaba de un "mal radical": una propensión innata que desvía en la misma raíz la libertad, sin que por eso ésta deja de ser responsable. Heidegger dirá lo mismo en su análisis de la culpa, revelando al hombre como ser que es "deudor en el fundamento de su ser" (en alemán Schuld significa "culpa" y "deuda"), insistiendo con razón en que esta estructura es previa a lo moral, puesto que sobre ella se construye justamente toda posible moralidad. Sartre, tomando la situación por su lado más negro, hablará de que el hombre está "condenado a la libertad" y Paul Ricoeur sitúa aquí "la mayor paradoja de la ética", porque nos remite a una contradicción interior a la libertad.

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La culpa, problema de todo hombre

Todo esto, que puede parecer abstracto y un tanto difícil, nos sitúa previo a todo planteamiento religioso o no religioso- ante la realidad humana en sí misma: todo hombre debe afrontar este hecho dramático de la libertad finita. Y cada uno debe buscar su respuesta.

Impera por lo general la suposición espontánea -aceptada como obvia y sin crítica- de que la culpa es algo introducido en el mundo por la religión. Se da por supuesto que si Dios no existiera desaparecería el sentimiento de la culpa, porque no habría mandamientos y cada uno podría hacer lo que quisiese. Y no acabamos de ver que todo eso le afecta al hombre por ser hombre: que el más convencido ateo tiene que luchar igual que el más fervoroso creyente contra los límites de su libertad, contra la fuerza de su instinto y contra la enigmática y terrible dualidad de su ser. La diferencia está sólo, única y exclusivamente, en el modo cómo cada uno afronta el problema común.

Dicho de otro modo: el creyente tiene que comprender que allí donde hay libertad finita aparece necesariamente la posibilidad de la culpa y la necesidad de la dura lucha ética. Y el no creyente, por su parte, debe admitir que el problema de la culpa no es algo inventado por el creyente ni algo que los separe en este nivel.

EL "ANTE DIOS" DEL PECADO

Podemos ya preguntarnos con precisión dónde está la "diferencia religiosa": ¿en qué consiste el modo religioso de vivir la común experiencia de la culpa?

Dios como liberador de la culpa

Kierkegaard introduce, analizando la "desesperación" como estructura fundamental de la existencia y buscando su comprensión, la categoría coram deo (delante de Dios): el pecado es la culpa en cuanto vivida por el hombre religioso en la presencia de Dios.

Esta presencia constituye lo decisivo del pecado: le confiere su absoluta seriedad, pero abre también una posibilidad radicalmente nueva. Si el creyente se siente ante un dios implacable, que con su mirada omnipotente y sartriana lo clava sin escapatoria posible contra su culpa, nada existe en el mundo con mayor capacidad culpabilizadora. Si, por el contrario, la mirada de Dios es experimentada como la de urja presencia que nos acompaña con su amor, siempre dispuesta a la comprensión y a la ayuda, resulta difícil pensar nada más luminoso, curativo y liberador (cfr. salmo 139).

Se trata de descubrir el auténtico rostro de dios; para nosotros, el del Dios cristiano, tal como se nos ha revelado en la tradición bíblica con su culminación en Jesucristo. ¿Cuál es la actitud real de Dios ante el pecado del hombre?

Averiguarlo no resulta tan fácil como parece. Hay capas espesas de tradición entre nosotros y la genuina experiencia bíblica. En la misma Biblia se da un largo proceso de descubrimiento del auténtico rostro del Señor. Paul Ricoeur dijo una cosa que se debería convertir en matriz hermenéutica para leer todo lo que sobre este punto dice la Biblia:

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"Sin duda, queda todavía mucho camino hasta que comprendamos o adivinemos que la cólera de Dios es solamente la tristeza de su amor".

Esa es la condición indispensable para captar en toda su gloria al Dios de Jesús. Ya en el Antiguo Testamento el hilo conductor que va marcando su revelación está absolutamente determinado por su carácter salvador: Yahvé es un Dios que salva (de Egipto, de toda opresión...); un Dios que, igual que un padre, siente cariño por sus hijos (salmo 103,3); un Dios incapaz de pensar en el castigo (Os 11,9); un Dios que cede a la compasión (Jer 31,20), más incapaz de olvidar al hombre que una madre al "hijo de sus entrañas" (1s 49, 14-15).

En el Nuevo Testamento, la centralidad del amor y del perdón está patente: no existe en la literatura universal una explosión semejante, dispuesta siempre a superar toda expectativa y toda capacidad de comprensión, a la del perdón divino y de la consiguiente liberación humana anunciada con Jesús (parábolas de la oveja perdida o del hijo pródigo, escenas de la mujer adúltera, de la pecadora o del mismo Pedro).

Por algo un artículo fundamental del Credo nos invita a "creer en el perdón de los pecados", ya que todo ello resulta tan grande que, en realidad, no somos capaces de comprenderlo o de admitirlo. El mismo Pablo -en ocasiones muy duro- acaba diciéndonos que la esencia de Dios consiste en perdonar (Rm 8, 33), y Juan -que también sabe decir cosas terribles- no sólo define a Dios como amor (1 Jn 4, 8.16), sino que saca la consecuencia: Dios es también por esencia el anticulpabilizador. Por eso "no hay temor en el amor" (1 Jn 4, 18), hasta el punto de que el mismo sentimiento de culpabilidad está superado en su raíz ("porque aunque nuestro corazón nos condene, Dios es más grande que nuestro corazón y lo conoce todo" 1 Jn 3, 20).

Liberar a Dios de nuestros malentendidos

¿Cómo pudo irse formando en la cultura occidental, religiosa y no religiosa, esta imagen de un Dios terrible y culpabilizador?

Cuando tomamos conciencia de la verdadera esclavitud que la culpabilidad supone para el hombre y de qué manera deforma y vicia nuestras conductas y nuestras concepciones, ¿cómo no desear con todas nuestras fuerzas de creyente y de ser humano "liberar a Dios", liberar al hombre de las representaciones que nosotros nos hacemos de él?, ¿cómo no querer "abandonar" este Dios hasta tal punto modelado por nuestra culpabilidad que queda convertido en un ídolo erigido por ella? ¿Y cómo no buscar encontrar el verdadero rostro de Dios y nuestro verdadero rostro?

Estas palabras de Jacques Pohier describen un programa urgente: liberar a Dios de los malentendidos con los cuales hemos deformado su rostro, liberar al hombre de las consecuencias que de ello se derivan.

El malentendido fundamental ya ha quedado indicado. La paradoja de la culpa, la debilidad de la voluntad y la dureza del esfuerzo para ser auténticos no vienen de dios o de la religión: son la condición inevitable de toda libertad finita. Ahora conviene desvelar los otros.

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Dios no impone, sólo ayuda

Dios no impone nada, no es una sobrecarga en la tarea de nuestra realización. El peso de la vida (que ni siquiera Dios puede evitar) forma parte del ser de todo hombre. Dios entra en la vida y en la historia del hombre únicamente para ayudar: nos acompaña, nos apoya, nos ilumina, nos potencia desde dentro. La diferencia entre el creyente y el no creyente no consiste en que uno tenga más obligaciones que el otro, sino que el primero sabe que Dios está acompañando y ayudando a todos los hombres y el no creyente piensa que está solo, abandonado a sus propias fueras. (Téngase presente que intentamos aclarar la vivencia humana, no la realidad de Dios: él acompaña a todos, también al no creyente).

El pecado: no es mal de Dios, sino del hombre

En la conciencia vulgar y, por desgracia, también en la predicación ordinaria y en la teología corriente reina la convicción de que el pecado es ante todo un mal que se le hace a Dios. Y así se piensa que Dios "impone" los mandamientos porque le conviene a él (para el hombre sería estupendo lo contrario) o esa impresión irremediable del que cuando la Iglesia propugna un valor moral defiende contra el hombre un supuesto derecho de Dios (o de ella misma).

No acabamos de comprender lo más fundamental: que el único interés de Dios en la historia es el hombre, evitar cualquier mal al hombre. Tanto el hombre que comete el pecado como de los que pueden sufrir sus consecuencias (nadie peca jamás sólo, ni se daña jamás únicamente a sí mismo).

La preocupación por las víctimas del pecado es la más profunda preocupación del Dios bíblico. Padre de todos, lo es antes que nada de los pobres frente a los poderosos. El énfasis bíblico en la amenaza presenta la otra cara del amor de Dios por el hombre: por el que es víctima de otro hombre. Esto ya está dicho por Tomás de Aquino: "Dios es ofendido por nosotros sólo porque obramos contra nuestro bien". Y ya Jeremías (7,19) dijo algo parecido.

Dios no castiga, sólo perdona

Otro malentendido es el de Dios como juez que castiga. Ello equivale a no entender nada de este Dios cuyo único interés somos nosotros y nuestro bien. En Dios -donde no hay pizca ni de egoísmo ni de resentimiento- no cabe más que el dolor del amor por el daño inevitable que el hombre se inflige a sí mismo. Dios es perdón y comprensión; es el hombre quien lo convierte en juez -como imagen proyectada por su miedo- cuando su auténtica realidad es la de un padre. (Véase el comentario de J. Jeremias a la parábola del "hijo pródigo").

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LA ALEGRÍA DEL PERDÓN

Esta última observación introduce el tema final: el del perdón, en el cual se refleja la concepción del pecado. La enorme esperanza de la concepción cristiana y la tremenda deformación a la que todo puede quedar sometido.

El misterio del perdón y el lenguaje de la esperanza

En la exposición anterior hemos visto cómo la paradoja ética de la culpa mostraba la más íntima contradicción de la existencia humana, la cual en el "coram Deo" del pecado se encontraba con el amor incondicional de Dios. El resultado lógico no podía ser otro que la alegría del perdón.

La parábola del "hijo pródigo" (según J. Jeremias la del "padre bueno") nos muestra que los movimientos de perdición y de conversión son responsabilidad del hombre: él es quien al convertirse descubre que Dios no había aceptado jamás ese papel sino que estaba ya siempre allí esperándolo. Y no porque Dios sea una referencia neutra o pasiva, sino porque Dios así lo quiere con libertad absoluta: se escoge a sí mismo como perenne disponibilidad de ayuda (respeta sin desinteresarse, espera sin resentirse, llama sin coaccionar).

Esta "humildad de Dios" (no amonestar sino abrazar, no castigar sino hacer fiesta al pecador) supera nuestra capacidad de comprensión, aunque a veces podamos captarla en toda su grandeza (ciertas figuras de Dostoiewski -Sonia en Crimen y castigo- dejan entrever este misterio. "Pero ¿qué ha hecho Vd. contra sí mismo", dice llena de compasión la inocente y derrite las resistencias del criminal). La revolución de Jesús -no comprendida por los fariseos (por el "hermano bueno" de la parábola)- es su anuncio de perdón a los pecadores (no a los justos) sin solicitud de penitencia previa, de tal manera que el orden judío de penitencia y de salvación quedan invertidos: la penitencia ya no es el presupuesto de la esperanza de gracia, sino que de la gracia nace la conversión. El perdón de Dios es tan gratuito ("cuando todavía éramos pecadores" Rm 5,8), que los hombres somos incapaces de creer en él.

Sentido auténtico del sacramento del perdón

Si existe un sacramento de la penitencia es porque se dirige a una situación humana fundamental: la culpa es una de ellas. Cuando una situación humana se adueña de la existencia superando nuestro dominio ordinario sobre la realidad, allí se anuncia un sacramento, una promesa segura de la presencia salvadora de Dios. Cuando la culpa pone cruelmente al descubierto la fragilidad esencial de la libertad humana, Dios anuncia la alegría del perdón; algo tan grande e importante que pide ser celebrado en comunidad.

El significado del sacramento de la penitencia no es ni puede ser otro. Demasiado absorbido por un modelo jurídico -basado en el honor más o menos medieval- corremos el riesgo de olvidar el modelo fundante y normativo: Jesús en su actuación con los pecadores.

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Compárense las escenas luminosas de los pecadores que se encontraron ante Jesús con los episodios tantas veces oscuros y angustiosos de nuestros confesionarios, y sáquense las consecuencias. Y conviene decirlo abiertamente: cuando un sacramento, que es por esencia don alegre y gracia liberadora, es vivido con tristeza y como carga, falla algo fundamental y se produce una perversión objetiva de su sentido. Debe ser corregido o suspendido mientras no se ponga remedio.

Un cambio urgente y necesario

Con la mínima honestidad teológica no podemos rebajar esta última afirmación tan grave. Sólo cabe obrar consecuentemente en una doble dirección.

Primero con respecto al que se confiesa. Qué imagen de Dios se cultiva, qué vivencia de gracia se tiene, qué sentido se confiere al pecado y a su perdón. Tales son las preguntas que todo cristiano debe contestar antes de la celebración del perdón. De nada vale un sacramento privado de su experiencia básica.

Segundo, en la dirección de la liturgia. De nada vale quejarse de la crisis de la penitencia, si no se reconoce que el modo de la celebración litúrgica constituye una grave causa objetiva de la crisis. Para muchos, la configuración histórica -circunstancial y mudable- del sacramento está convirtiendo en carga pesada y siempre angustiante un gesto destinado por el Señor para ser únicamente celebración gozosa de una liberación y apoyo fraterno de una esperanza. Mientras la confesión se viva como una carga no puede ser celebrada como un sacramento, como uno de los signos más densos y generosos del amor salvador de Dios. Y así el fenómeno del actual abandono de la confesión puede interpretarse como una moratoria popular hasta encontrar una nueva forma digna de celebrar el perdón.

Asustarse de esta moratoria podría ser falta de esperanza en la fuerza configuradora de la gracia en la vida eclesial y significaría creer más en el miedo que en el amor. Y si la intuición y sobre todo la experiencia de Jesús de Nazaret no fuesen suficientes, la historia no deja lugar a dudas: "La pastoral del miedo fue una de las causad de la descristianización. El rechazo de la evangelización ¡Un drama!" (J. Delumeau).

Un drama que explica muchas cosas. Entre ellas el actual "desmadre" de nuestra sociedad española y gallega: del miedo a tantas prohibiciones se ha pasado a la pérdida del sentido del pecado, al abandono de la religión. Pero lo que había antes, ¿era eso virtud?, ¿era eso vivir la experiencia cristiana de la gracia?, ¿era eso sentirse hijos de Dios, acogidos, amados y perdonados por él? Un abandono tan rápido y masivo indica claramente que lo que se produjo fue una huida del temor. Quedémonos con esta lección y quizás, con la esperanza de una visión nueva -una "buena noticia" muy necesaria y urgente para la conciencia colectiva- que explique mejor el pecado del hombre y el perdón de Dios.

Tradujo y condensó: MIQUEL SUÑOL