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9 revista de la facultad de filosofía y letras E S T U D I O Las humanidades ante la perspectiva de género Cuerpo y novela: Hay que sonreír de Luisa Valenzuela Aída Nadi Gambea Chuk* Introducción Luisa Valenzuela (Buenos Aires, 1938), desde la infancia, como hija de Luisa Mercedes Levinson, frecuentó el ambiente literario porteño presidido por Jor- ge Luis Borges. Es cuentista, novelista y ensayista con reconocimiento inter- nacional. Como cuentista ha publicado Aquí pasan cosas raras (1975), Libro que no muerde (1980) y C uentos completos y uno más (1991). Como novelista se inició tempranamente: Hay que sonreír (1966), a la que siguieron las novelas El gato eficaz (1972), Como en la guerra (1977), C ambio de armas (1982), Novela negra con argentinos (1991) y C ola de lagartija (1998). Como ensayista es autora de Peligro- sas palabras (2002) y de Escritura y secreto (2002). Las novelas El Fondo de Cultura Económica de México publicó, en 2004, las tres primeras novelas de Valenzuela —ya editadas por separado— con el acertado título, tanto literal como metafórico, de T rilogía de los bajos fondos, prologadas por Guillermo Piro. Estas tres novelas de Luisa Valenzuela —Hay que sonreír, Como en la gue- rra y Novela negra con argentinos— tienen en común el no ser extensas, la pers- pectiva narrativa autodiegética, o casi autodiegética, una atractiva estructura narrativa con sorprendentes efectos lectorales, el tono muy ágil y el compartir la temática de la Guerra Sucia de los años sesenta y setenta en Argentina, bajo una visión crítica de la realidad nacional y un inigualable manejo del humor, que contrasta con los ignominiosos hechos tratados y las lamentables y doloro- sísimas consecuencias sociales e individuales que supusieron para los argenti- nos de entonces y cuyas huellas indelebles todavía pueden advertirse hoy. Así que estas tres novelas funcionan como una alerta actualísima en los desmemo- riados tiempos de la diseminación económico-política neoglobalizadora, a la memoria nacional; un nunca más a partir de la ficción novelesca. Hay que sonreír, la novela del cuerpo Quizá H ay que sonreír sea, del tríptico, la novela más perfecta por la estructura de un final no sólo abierto, sino enigmático; por el estilo límpido —si los hay—, por el apropiado manejo de las perspectivas diegéticas, por el uso de la lengua —de un español de Buenos Aires con elementos lunfardescos, que se oye con el tango de los arrabales, como se respira el olor del Riachuelo, en Avellaneda, o el de las Profesora-investigadora de la Facultad de Filosofía y Letras de la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla.

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revista de la facultad de filosofía y letras

E S T U D I O Las humanidades ante la perspectiva de género

Cuerpo y novela:Hay que sonreír

de Luisa Valenzuela

Aída Nadi Gambetta Chuk*

IntroducciónLuisa Valenzuela (Buenos Aires, 1938), desde la infancia, como hija de Luisa Mercedes Levinson, frecuentó el ambiente literario porteño presidido por Jor-ge Luis Borges. Es cuentista, novelista y ensayista con reconocimiento inter-nacional. Como cuentista ha publicado Aquí pasan cosas raras (1975), Libro que no muerde (1980) y Cuentos completos y uno más (1991). Como novelista se inició tempranamente: Hay que sonreír (1966), a la que siguieron las novelas El gato eficaz (1972), Como en la guerra (1977), Cambio de armas (1982), Novela negra con argentinos (1991) y Cola de lagartija (1998). Como ensayista es autora de Peligro-sas palabras (2002) y de Escritura y secreto (2002).

Las novelas El Fondo de Cultura Económica de México publicó, en 2004, las tres primeras novelas de Valenzuela —ya editadas por separado— con el acertado título, tanto literal como metafórico, de Trilogía de los bajos fondos, prologadas por Guillermo Piro. Estas tres novelas de Luisa Valenzuela —Hay que sonreír, Como en la gue-rra y Novela negra con argentinos— tienen en común el no ser extensas, la pers-pectiva narrativa autodiegética, o casi autodiegética, una atractiva estructura narrativa con sorprendentes efectos lectorales, el tono muy ágil y el compartir la temática de la Guerra Sucia de los años sesenta y setenta en Argentina, bajo una visión crítica de la realidad nacional y un inigualable manejo del humor, que contrasta con los ignominiosos hechos tratados y las lamentables y doloro-sísimas consecuencias sociales e individuales que supusieron para los argenti-nos de entonces y cuyas huellas indelebles todavía pueden advertirse hoy. Así que estas tres novelas funcionan como una alerta actualísima en los desmemo-riados tiempos de la diseminación económico-política neoglobalizadora, a la memoria nacional; un nunca más a partir de la ficción novelesca.

Hay que sonreír, la novela del cuerpo Quizá Hay que sonreír sea, del tríptico, la novela más perfecta por la estructura de un final no sólo abierto, sino enigmático; por el estilo límpido —si los hay—, por el apropiado manejo de las perspectivas diegéticas, por el uso de la lengua —de un español de Buenos Aires con elementos lunfardescos, que se oye con el tango de los arrabales, como se respira el olor del Riachuelo, en Avellaneda, o el de las

∗ Profesora-investigadora de la Facultad de Filosofía y Letras de la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla.

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magnolias de los jardines de Palermo o el de los palo-borrachos florecidos de la Avenida 9 de Julio, o el del terror de las calles en la dictadura militar de los años sesenta, o el de los extensos trigales y las polvorientas rutas de los empobrecidos pueblos bonaerenses próximos a la capital, que parodian la entusiástica Oda a los ganados y las mieses de Leopoldo Lugones y los viejos discursos económico-polí-ticos de la grandiosidad de la pampa y la eterna cornucopia repleta de los pro-ductos de la tierra que los niños argentinos tenían que dibujar en sus cuadernos cuando, todavía con ingenuidad patriótica, se repetía “Las Malvinas son argen-tinas”—, y por la excelente composición psicosociológica de los personajes, que refutan la arquetipicidad y el “color local”, para, sin dejar de ser profundamente argentinos, evitar los rebordes nacionalistas y las caracterizaciones hiperbólicas con que suele verse a los argentinos desde afuera. Sin dejar de ser una novela argentina por su tema y su cronotopo, escrita por una novelista argentina, alcan-za universalidad porque los temas fundamentales en ella tratados atraviesan las fronteras geopolíticas y sociales y se instauran, no sólo en una dimensión latinoa-mericana y europea, sino también en la del mundo entero actual porque tratan el tema de las libertades individuales coartadas y, sobre todo, en el ámbito de la vida de las mujeres y, muy especialmente, de las mujeres de los más bajos estra-tos sociales. Los refinamientos de la burguesía argentina de los años sesenta del siglo xx están ausentes, pero las carencias de los desclasados las evidencian, por-que ellos, a través de los medios masivos, han investido sus vidas de esos deseos perversos de la clase más alta, que nunca pueden realizar, y que se manifiestan en el tratamiento de los cuerpos y la ropa que los cubre de manera igualitaria-mente fascista, neutralizando a los individuos en la tranquilizadora pertenencia a un grupo, a una clase: cuerpos de militares uniformados de verde oliva o de marineros de azul oscuro, cuerpos de meseros o de conserjes trajeados de negro, uniformemente, cuerpos de burócratas con ropa luida, cuerpos de prostitutas con ropa de colorines, cuerpos de señoras burguesas aderezados con el último grito de la moda parisiense y el color que se usa en esa temporada en vestidos, panta-lones, abrigos y zapatos y carteras, haciendo juego...

La ropa oculta los cuerpos pero exhibe su pertenencia social, como otra piel adherida a la propia piel de los personajes, bajo el autoritarismo de la san-ción social expresa o implícita, en una autocrítica dolorida de Valenzuela por su propia clase social y, en general, por la excesiva autoestima argentina, quizá explicable porque los hijos y los nietos y los bisnietos de la inmigración euro-pea, entre 1850 y 1950, pretendieron madurar una nueva identidad frente a los argentinos ya aquerenciados de tiempo atrás. El argumento de Hay que sonreír se inscribe en la novela de aventuras, centralizado en la vida de una prostitu-ta. Como casi todas, bella, joven y de origen humilde, cae en la prostitución ca-sualmente y ya no puede salir jamás del círculo de fuego, tal como las historias de prostitutas románticas y naturalistas. Clara debe abandonar el pueblo natal bonaerense —que está lejos de ser como las cornucopias desbordadas de los li-bros escolares— porque el padre, en ausencia temporal de la madre, la arroja de la casa para que busque trabajo en la capital. Antes de que consiga trabajo como empleada doméstica, la recién llegada pueblerina se inicia sexualmente con un marinero que le da un dinero con el que comienza su vida de prostituta que no puede evitar la manipulación de los proxenetas, todos muy parecidos: don Mario, el primero, el gerente del hotelucho del primer encuentro amoro-so; Víctor, un vendedor de refrigeradores; Alejandro, un mago de parque de diversiones con el que se casa. Clara tiene un único enamoramiento de final no

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feliz, con un mesero al que, con el tiempo, encontrará como cantor de tangos y también proxeneta, aunque sea el único erotismo liberador que alimenta su memoria. Los que más tiempo comparten su vida y se aprovechan del dinero de ella —Víctor y Alejandro, que se dicen sus protectores—, son, además, hi-pócritas, porque disimulan el origen del dinero de Clara. Así, toda la línea pa-triarcal es perversa: del padre a los proxenetas y aun a los clientes, las únicas personas con las que ella se relaciona.

Por el tema y la atmósfera, ésta sería una de tantas novelas en torno a la prostitución femenina, pero es diferente en cuanto al tratamiento del tema no censorio, no compasivo ni lacrimógeno, ya que la perspectiva narrativa se centra en el monólogo de Clara, que no se considera desdichada. Su nivel de conciencia social es tan bajo, que en ella sólo se observa un deseo de luchar por su subsistencia con los medios más próximos, sin autocensura y se defiende como puede de los que le quitan el dinero y la libertad. Mansa y dulce, Clara, quizá por su origen campesino, hace todos los trabajos domésticos, asumién-dolos como tareas propias de su condición femenina y, cuando los proxenetas le exigen dinero, se prostituye sin dilaciones, aceptando el orden patriarcal y previniendo malos tratos. Luisa Valenzuela ha desdramatizado la historia de esta prostituta de nombre emblemático, porque ella habita la oscuridad social, pero hace las tareas domésticas —lavar, coser, limpiar y cocinar— alegremen-te, compartiendo la cotidianeidad con el cafishio de turno y con el autoengaño de ser una dichosa ama de casa propia. No hay salida para ella, como tampoco para otras prostitutas que conoce, como María Magdalena, de nombre bíblico; así que no se siente una persona demasiado desgraciada. El tema de la mater-nidad está ausente, así que la sujeción femenina se muestra en relación con la extracción socioeconómica de la protagonista. Valenzuela, próxima a Cixous, desestima el binomio opositivo hombre versus mujer que implicita y enmasca-ra la tradicional desigualdad genérica.

La historia del cuerpoLa representación del cuerpo humano en el mito y en las ficciones literarias po-see vieja data. El cuerpo, tan exhibido como elidido, tan apreciado por pers-pectivas clásicas y modernas, realistas y fantásticas, ha sido miniaturizado e hiperbolizado, angelizado y demonizado en escenarios muy diversos, públicos y privados, según los correspondientes imaginarios colectivos, en textos míticos, rituales antropológicos y mimético-literarios. Dioses y semidioses, demonios y animales fabulosos y otros seres monstruosos han sido representados histórica y literariamente en los cuerpos humanos. Cuerpos y textos revelan múltiples re-laciones y los recorridos que de ellos se trazan suponen diferentes perspectivas ideológicas y múltiples relaciones de semejanza y también de implicancia, por-que los textos describen cuerpos y los textos alcanzan cierta corporeidad. Tra-dicionalmente, los cuerpos femeninos, desde la perspectiva patriarcal, han sido vistos como la residencia de los deseos masculinos y como el repositorio de la censura sexual, social y racial. Las ficciones literarias escritas por mujeres que asumen la perspectiva femenina, centradas en el tema del género, cuestionan la ideología societaria patriarcal, denunciando la marginación de las mujeres en la vida cotidiana laboral, en la cultura y en el arte. De aquí que Luisa Valenzuela, en sus relatos, adopte una focalización de abierta crítica a la censura ejercida ha-cia los papeles femeninos, dentro del ámbito sociopolítico argentino de los años sesenta y setenta, bajo la oprobiosa dictadura militar, con ficciones escritas con

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un lenguaje directo en lo sexual y en lo político, que proponen tanto la liberación sexual como la política de las mujeres.

Con el cuerpo, del cuerpo, la prostituta vive, pero Clara no se autopercibe más que cuando teme perder el trabajo (cuando el cuerpo muestre evidente des-gaste); tampoco percibe en detalle su vida amorosa, más bien el cuerpo se da por existido, pero no se mira, no se aprecia desnudo, sino en la belleza externa de los vestidos y los accesorios y la práctica sexual no se pormenoriza, ya que es sentida como una rutinaria actividad laboral. A diferencia de las prostitutas canónicas, adornadas eróticamente con el deseo masculino, Clara es anerótica, porque sus deseos propios nunca son tenidos en cuenta y ella desprecia los de los varones. Todo el monólogo interior directo, mezclado con una tercera per-sona enmascarada, da como resultado, primero, una toma del control del dis-curso y, después, la descripción de un lugar de recepción del mundo que es la cabeza sin cuerpo, porque el cuerpo está elidido... Al final del relato, cuando Clara trabaja en el espectáculo circense de “La flor azteca” —que consiste, me-diante un juego de espejos, en que la cabeza sonriente de Clara se separa del cuerpo— siente la gran felicidad de “trabajar” con la cabeza: su cuerpo está oculto, aterido en el cajón que lo esconde; es decir, el cuerpo agredido, cansa-do, entumecido, cede su lugar de trabajo a la cabeza. Llama la atención que el truco de las inclementes simetrías que inventa el dueño del circo y pone en acto el mago —ambos varones— y que atrae a tantos curiosos, es nada menos que el símbolo hiperbólico de la vida de Clara: el cuerpo es ajeno, alquilado para los clientes, mientras la cabeza —los sueños, los deseos, los temores— es pro-pia, en un doble sintomáticamente ominoso. Pero ahora Clara, en este espectá-culo, ha tenido que esconder el cuerpo y mostrar la cabeza con la hermosa cara sonriente; es decir, ha sido despojada de todo, menos de su mente y de su mo-nólogo interior. El trabajo obligado de la cabeza autónoma, descorporeizada, otra forma de agresión antifeminista, termina con la historia (y con la novela), con dos fines previsibles en la vertiginosa escena final: o Clara mata, degollan-do al amante marido cafishio, o es él quien la mata a ella. Las dos posibilidades están presentes y los lectores deben tomar la decisión: o Clara, al fin se venga de los que la prostituyen o Clara es una víctima más, en definitiva, de la pros-titución, porque muere degollada... Si es así, el símbolo de la cabeza separada del cuerpo confirma todo el relato anterior: un cuerpo sin cabeza. Si él la mata, el cuerpo, al separase de la cabeza, pierde la vida, pero toda la vida el cuerpo estuvo separado de la cabeza... Una sola vez se ha enamorado y sólo allí cabe-za y cuerpo parecieron estar juntos, por muy poco tiempo gozoso. En las de-más relaciones, la cabeza y el cuerpo están descoyuntados en esta suerte de bella muñeca con la que juegan cruelmente el padre y todos los hombres que conoce. Sólo se atisba la sociedad argentina desde las clases bajas y los bajos fondos... Pero ahí está, atrás, la burguesía reinante, la de los hombres con do-ble discurso, la de las esposas que cierran los ojos ante el desamor de los mari-dos por otros intereses sustitutos, convenencieramente... Clara casi no ve su cuerpo. Los lectores deben imaginarlo con pocos datos... Ella tiene un monólo-go interior en su cabeza y con la cabeza trabaja al final de la novela en el espec-táculo de feria, ya no con el cuerpo; es decir, ha llegado al exceso salvífico: esconder, negar el cuerpo, el lugar donde reside la vida y la desdicha. Por aquí Valenzuela se acerca a la teoría feminista postestructuralista de Cixous, Iriga-ray y Kristeva, conceptualizando lo femenino como lo reprimido. Como Cixous, huye del estereotipo de celebración de la belleza femenina a partir del logos

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masculino: por una vía antirrepresentativa rompe derridianamente con la lógi-ca binaria y se decanta por lo neutro. La fragmentación del cuerpo de Clara, como factualidad sufrida, termina, paradójicamente, siendo la reivindicación del cuerpo femenino, a la vez que, como sujeto, ella logra emerger de la igno-minia, aunque con medios precarios, denunciando, de algún modo, la infame opresión ejercida sobre su cuerpo por toda la línea patriarcal. Tal vez, como cree Cixous, no haya cómo definir esta escritura femenina, pero ficcionalmente Va-lenzuela ilustra adecuadamente el concepto de un cuerpo textual femenino que no tiene final, cerradura, a la manera opcional de oposiciones binarias, y es in-negable que deja instaurada la vinculación insoslayable entre el cuerpo escri-turario de su novela y el propio cuerpo femenino de la autora, entendido como un constructo social e histórico dinámico y siempre provisorio. Hay en la auto-ra simpatía, adhesión por la protagonista, crítica social por su propia extracción burguesa... Pero, ¿así se autoperciben, en realidad, las prostitutas? En la larga tradición de novelas escritas por varones —Naná, La dama de las camelias— las protagonistas, víctimas sociales, y hasta genéticas, son censuradas desde la mis-ma perspectiva masculina que posibilita su acción mercantil con el cuerpo. El sociograma de la prostituta, entendido, según Régine Robin, como modélico del realismo y del naturalismo franceses, que llegaron para quedarse en Hispa-noamérica, es canónicamente autoritario: el autor —casi siempre varón— en cada caso recoge con oído atento el rumor doxístico proveniente de las voces burguesas masculinas que juzgan patriarcalmente a las prostitutas como un mal necesario; en cambio, las voces femeninas, cuando se escuchan, aún desde su espesor ficcional, no hablan de sí mismas o, si lo hacen, son desoídas o desca-lificadas. Hace muy poco tiempo que las mujeres escriben sobre las mujeres y poco tiempo que las escritoras abordan el tema de la prostitución femenina des-de una perspectiva no patriarcal. Es muy escasa la producción literaria prole-taria, así que cuando se habla del proletariado, de los bajos fondos y, sobre todo, de la prostitución femenina, la perspectiva es paraproletaria, generalmente. Las novelas son en su mayoría escritas por varones y por algunas mujeres —algu-nas de las cuales lo hacen, tal como los varones, desde un patriarcalismo a ultranza —. De las escritoras nos interesan las paraproletarias, las que manifies-tan adhesión ideológica a la vida de los marginados. De este tipo de novelas, las escritas por mujeres que luchan por defender su condición femenina, ya constituyen un corpus importante: en general, revelan comprensión y simpatía —aunque no compasión— por los hombres y las mujeres socialmente más des-protegidos y, lo que es más importante, logran ver el cuerpo femenino de una manera diferente a la de la tradición falologocéntrica que inscribe en las muje-res los deseos masculinos como si fueran propios, naturales. Es un paso ade-lante, por lo menos, en el desciframiento del cuerpo femenino, aunque pudiera señalarse que aún hay que esperar a que las mismas mujeres proletarias y aun las prostitutas puedan hablar de sí mismas en textos literarios. En Hay que son-reír, la autora inscribe en esta novela un sociograma alternativo de la prostitu-ta: recoge el rumor doxístico de las mismas prostitutas y el de sus proxenetas, ciegos a todo lo que no sea obtener dinero de la prostitución. Las voces de las prostitutas, la mayoría con escaso nivel de autoconciencia, revelan, sin embar-go, una fluctuación entre la resignación y la rabia sorda ante la voracidad mer-cantil de los proxenetas, que pertenecen a su mismo estamento social, y ante la mezquindad y la hipocresía de los clientes, casi todos provenientes de la bur-guesía media o baja. Luisa Valenzuela hace un gran aporte en este sentido: su

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personaje, Clara, producto social victimizado tanto del patriarcalismo agrario de origen, como del citadino periférico de la capital del país, que la absorbe, prostituye su cuerpo, pero mantiene la cabeza alejada de la prostitución. De allí que en el último trabajo que tiene, el circense de “La flor azteca”, en el que, por un acto de magia, su cabeza se separa del cuerpo, no sólo es el trabajo en que se siente realizada felizmente, sino el trabajo que simbólicamente describe toda su vida: el cuerpo prostituido ya no actúa, se oculta, desaparece... Sólo se ve la bella cabeza cuya única acción es sonreír..., lo que siempre hubiera querido ha-cer, aunque no por obligación, en toda su vida. El enigmático doble final tan bien logrado literariamente, tan bien tramado —o Clara, en la escena final, ilu-minada por una asombrosa y justiciera luz catártica, es victimaria y redentora de sí misma y de las otras prostitutas porque acuchilla mortalmente al lenón con el que se ha casado, o Clara es víctima, eterna víctima como sus congéne-res, porque es el lenón el que la mata a ella—, obliga a los lectores a elegir uno de los dos finales igualmente posibles y así decidir si el cuerpo y la cabeza son separados brutalmente por el cuchillo del marido lenón y falso mago Alejan-dro o es Clara la que acuchilla a Alejandro. Cabe otra posibilidad lectoral: en la cabeza de Clara el sueño le ha otorgado una libertad que ni su cuerpo ni su cabeza obtendrán en la vigilia, mientras ella viva. Este final ficcional indefini-do tematiza el discurso femenino alertador: el cambio de ejecutores violentos y homicidas —mujeres por hombres— no es nunca una solución deseable, sí un síntoma innegable de la concientización de las mujeres agredidas, aunque sea insuficiente, que permite condenar la violencia ejercida sobre las mujeres y los feminicidios y empezar a evitarlos, en medio de una convivencia intergéne-rica más tolerante que esta novela propicia entre los lectores críticos. A diferen-cia de las tradicionales novelas románticas, realistas y naturalistas, en las que la prostituta paga con el sacrificio de su cuerpo, de su salud y de su vida, por-que incluso cuando es víctima social, se autocastiga como autovictimaria, en Hay que sonreír, Luisa Valenzuela le ha conferido, al término de su novela, la posibilidad factual, no sólo de la salvación de la víctima prostibularia femeni-na, sino su venganza justiciera y la redención de su marginación, porque el cuer-po carnal de la prostituta es automodélico del cuerpo social, proponiendo la elección responsablemente ética del final decisivo a sus lectores.

Puebla, noviembre de 2007.

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