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Cuentos fantásticos paraniños fantásticos

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SOFÍA GUZMÁN

Cuentos fantásticos paraniños fantásticos

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PSBeditorial

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Cuentos fantásticos para niños fantásticos

© Sofía Guzmán, 2018

© de esta edición: PSB Editorial

Portada: Aprilia Muktirina

Hecho en México

Primera edición en México: agosto del 2018

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ISBN: 978-1717134967

Todos los derechos reservados. Quedan rigurosamenteprohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del copyright,bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción total oparcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento,comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y ladistribución de ejemplares de ella mediante alquilar o prestamospúblicos.

.«El hombre más pobre no es el que no tiene dinero,

sino el que no

tiene un sueño». Dr. Kenneth Hildebrand

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PRIMER RELATO

La niña de la laguna

H abía cumplido cuatro años, Mateo, cuandosu madre murió.

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Era tan pequeño e inocente que le pareció muytriste la manera en que todos despidieron a sumadre, aquella tarde, en que emprendió su viaje;ese recorrido prolongado y ligero que es eterno ydel que nunca se regresa.

Luego de su muerte, la gente murmuró que erauna mujer cansada de la vida, y que sin piedad oclemencia, decidió marcharse sin consultarlo conabsolutamente nadie. Mateo no estaba muy segurode esto, aunque tampoco estaba seguro de lo quese había llevado a su mamá.

Muchas cosas de las que estaban sucediendono entendía, como lo era, por ejemplo, la maneraen que el rostro de su padre había envejecido, o lavelocidad con la que sus ojos se habían vueltotristes y amargos.

Pero le pareció que lo mejor, respecto a sumadre y a su padre, era revocar esos preciososrecuerdos que tenían juntos, e inmortalizarlos en larealidad, disfrutando tanto como pudiese delpresente y mirando a los recuerdos del pasadocuando las cosas se tornases taciturnas y grises.

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La noche en que su padre se acercó a hablarcon él de cosas serias, Mateo miraba con nostalgiay alegría el fuego cálido de la chimenea, soñandocon ideales y divagando en aventuras imaginarias.

—Mamá se ha ido, Mateo —le dijo su padre,cansado. Y aunque tratase de disimularlo, elpequeño vio, detrás de la cansada mirada de supadre, un dolor que no podía ser explicado—. Nopodremos volver a estar con mamá en tantosigamos con vida.

—Lo sé, papá —asintió Mateo—. Sé que hahecho un viaje, y que no volveremos a verla. Peroyo estoy bien, pues seguro que cuando la volvemosa ver, nos cuenta muchas cosas emocionantes einteresantes que habrá vivido.

Su padre asintió, tal vez consolado, y le abrazócon cariño y dulzura.

Le quería tanto…Y era el único recuerdo vivo que le quedaba

de su amada.

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***

Detrás de la empinada colina que se alzaba a

un lado de la casa en donde Mateo vivía, un árbolcreció. Se volvió tal alto y ancho que brindórefugio a cientos de animales que crearonarmoniosos hogares sobre sus ramas; y a partir delmomento en que Mateo descubrió este lugar,decidió que se convertiría en su espacio favorito.

Tras la angustiosa muerte de su madre, elpadre de Mateo lo había llevado a vivir muy lejos;y fue tanto el afán del padre por alejarse de aquellugar, que dos años después, cuando Mateo teníaya seis, compró una casita en medio de un curiosoy bello bosque, allá por las fantásticas tierras deQuebec.

El niño había crecido de esa manera, y con eltiempo, los lugares ocultos muy adentro del bosquey los pequeños animales que en él vivían, sevolvieron sus mejores amigos. Porque, ese

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silencio agradable que reinaba en el bosque,donde el murmullo del viento no era más que unamelodía dulce y cariñosa, acogieron a Mateo y lebrindaron el hogar que nunca más consiguió salvar,a partir de ese día, cuando su madre se marchó.

Seguido se preguntaba muchas cosas extrañas ypensaba día con día en su mamá… ¿Cómo sehallaba ella? ¿La estaban tratando bien, allá, adonde había llegado? Esperaba que sí, porque él ysu padre rezaban todas las noches para que fueseasí. Aunque…, bueno, últimamente solo rezaba él.Su padre ya casi no regresaba a casa de buenhumor, y Mateo prefería entenderlo y no robarle sutiempo. Lo extrañaba, y bastante, pero no podíahacer nada para que las cosas volviesen a sercomo lo eran antes. Antes, de que su madremuriese. Pero, Mateo tampoco la culpaba deaquellos cambios en su vida. No, ni mucho menos,porque él sabía que ella jamás se habría marchadoasí, sin despedirse, y seguro que todo tenía unaexplicación. Porque, en esta vida, algunas cosasfueron hechas para no ser entendidas, y eso está

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bien. Y Mateo lo sabía.Una tarde de abril, de esas dulces y perfectas

en que la primavera se deja sentir, y el cieloceleste, brilla con una gloria y majestuosidadtremenda, Mateo decidió caminar hasta su árbolfavorito; no sin antes, por supuesto, llevar consigoun libro y una barra grande de chocolate tostado.

El camino por el que le gustaba irse parallegar hasta ahí era el que cruzaba por la Lagunade las Estrellas, una pequeña, más hermosa yoculta. No había peces en ella, aunque a Mateo lehabría gustado que fuese así, pues entoncesemplearía mejor su tiempo atrapando los peces enlugar de sentarse a un lado de su árbol favorito amirar el tren. Porque, muy cerca de donde el niñotenía su espacio favorito, las vías del ferrocarrilcruzaban, y todos los días, por la mañana, podíadisfrutar del rígido y gracioso viaje que aquellamáquina, antes de vapor, hacía.

No se sentía muy cansado cuando se sentósobre una grande roca de la laguna para descansar,sin embargo, le agradaba hacer aquello puesto que

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podía mirar con tranquilidad a los inocentespajarillos que de vez en cuando bajaban a beber.Los rayos del sol rasgaban el agua, marcandorayas sobre su aterciopelado mando cristalino; y lavista que juntos brindaron a Mateo, fue única yespectacular.

Mordió su chocolate otra vez y saboreó suamargo y crujiente sabor, delicioso y perfecto.

Y fue, en ese momento, cuando de prontoescuchó un chapoteo en el agua. Se puso de piepara mirar mejor, pero el reflejo en el agua le cególa vista.

Entonces, cuando se cambió de lugar paravolver a ver, se quedó pasmado al observar laescena que a continuación he de relatar.

Pues, surgiendo de las aguas, la silueta de unachica apareció.

No consiguió reconocer el rostro de la niña alinstante, pues el sol también se asomaba desde ahíy resultaba imposible ver de quién se trataba. Sinembargo, cuando la niña se volvió a mover,

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saliendo ya de la laguna, Mateo pudo ver quellevaba puesto un vestido blanco de algodón y queestaba descalza. Parecía un poco mayor queMateo, quizás dos años más, y el color de sucabello resplandeció tan blanco y puro como elcolor de la luna.

Andando a trompicones por el agua,murmuraba palabrotas y soltaba continuosaspavientos. Se veía muy, pero muy enojada.

Maravillado, puesto que Mateo no estaba muyacostumbrado a ver a gente de su edad, se lequedó mirando todo el rato. Sin embargo, cuandoella pasó a su lado y se detuvo para verle la cara,le frunció el entrecejo y murmuró una palabra queel niño no alcanzó a comprender. Entonces,pasándole le largo, se marchó.

Pasmado, Mateo no supo que había sido lo quede aquel modo la espantó. Pero de pronto bajó lamirada y atisbó en su delicioso chocolate, delcual, quedaba ya muy poco, y pesó que era unegoísta.

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—¡Perdón por haberlo comido sin dartetambién!— Gritó el niño, y salió corriendo hastaalcanzarla. Y al llegar, le tomó del hombro y legiró para poder hablarle: —en verdad sé lodesagradable que resulta —le confesó—. Yaqueda muy poco, pero te lo quiero regalar —y letendió el chocolate.

La niña, con la frente fruncida, miró el dulce,que estaba pegajoso y embarrado a la envoltura deplástico. Miró al niño, luego al dulce, y enconesnegó con la cabeza:

—No —dijo ella—. No me interesa tuchocolate.

Y una vez más, apresuró el paso. Quedándose solo unos segundos ahí parado,

Mateo se sintió confundido y extraño. ¿Quédiantres le pasaba a aquella niña? Y como nopensaba quedarse con la duda, corrió hasta llegara su lado.

—¿Qué es lo que te pasa? —le preguntó a laniña—. ¿Estás enfadada conmigo?

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—No, no estoy enojada contigo —contestó, yotra vez le ignoró.

—Si no —insistió Mateo—, ¿entonces qué eslo que tienes?

—No es algo que te incumba—le gruñó.—Pues claro que no —reconoció Mateo,

andando a su lado sin dejar de sonreír—, pero aúnsoy pequeño y encuentro mucho interés en lascosas que no me incumben. ¡No puedo evitarlo! —confesó—. ¿Eres de por aquí? Nunca antes tehabía visto. ¿Qué hacías dentro del lago? Estástoda mojada.

—Niño —le detuvo ella, furiosa—. ¿Siemprehaces tantas preguntas?

—Bueno —dijo, pensando—, sí, supongo quesí. Pero procuro hacerlas específicas para no tenerque hacer tantas.

Deteniéndose a su lado y entendiendo que noconseguiría quitárselo de encima, la niña dijo losiguiente de muy mala gana:

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—Verás, estoy enojada —a lo que Mateocontestó asintiendo—, y eso significa que no tengoganas de hablar.

—Yo puedo ayudarte.—Ah, ¿de veras? —dijo con ironía.—Sí, pero a cambio tendrás que contestar mis

preguntas —demandó.—No.Mateó había notado que la niña caminaba por

el sendero que él había tomado para llegar hastaahí, pero no había dicho nada, pues esperaba, conalgo de suerte, llegar hasta su propia casa yentonces convencerla de que se quedase a tomarlimonada y galletas con él.

Pasó un rato.El sol comenzó a encenderse y las primeras

estrellas a brillar en el cielo.Y finalmente, como tanto deseó que sucediera,

se detuvieron delante de una casa. Y fue cuando

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ahí, la niña no supo qué hacer.—Esta es nuestra casa —le informó Mateo, de

buena gana—. Esperarme en el establo, allá atrás,mientras yo voy por limonada y galletas. No tevayas.

Y se echó a correr.Cuando regresó, halló a la niña tumbado sobre

una paja, descansando. Su mal genio aún se podíaver; no obstante, era más bien la tristeza quien sehabía apoderado de ella.

Mateo entró, muy educadamente, y se sentó asu lado. Al ver que ella se veía muy triste, letendió un vaso de limonada y una galleta; loscuales, quizás al principio con un poco de recelo,acabó aceptando.

—Me llamo Mateo —se presentó el niño—, ytengo seis años.

Sin contestarle, la niña lanzó un mordisco a latostada galleta; y haciendo una mueca de asco, laescupió. Mateo, de eso no dijo nada; en realidad, a

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él tampoco le había parecido que estuviesen tanbuenas.

—Yo me llamo Zaira —dijo la niña, con unavoz tan suave y dulce que parecía ajena a estemundo—. Tengo nueve años.

—¿Qué hacías dentro del lago? —volvió apreguntar Mateo.

—Porque he sido enviada a la Tierra, comocastigo, y eso no me gusta porque la Tierra estálejos, muy lejos de casa.

—Oh, de verdad lo lamento —se compadecióel niño.

—Además —continuó ella, ¡he sido puestadentro de este cuerpo que parece una cárcel! —yse dejó caer con desdén.

—¿Y qué has hecho para que te castiguen deesta manera? —quiso saber Mateo, interesadísimoen la historia.

—Bueno, es complicado. Según me dijeron,me he vuelto «egoísta».

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—¿A qué te refieres cuando dices «medijeron»? ¿A quién te refieres? —preguntó,ignorando el egoísmo de la niña

—Oh, pues, —meditó ella— me refiero a losdel País de las Almas, claro. De ahí vengo yo.

—¿País de las Almas?—murmuró el niño parasí.

—Cuando las almas no se están comportandoadecuadamente —continuó Zaira—, las castigan.Yo, le grité a mi madre y le dije cosas muy feas.Me dijeron que me mandarían lejos paracastigarme, pero este mundo es triste, traicionero yfeo. Además, ya he aprendido mi lección.

—¿Cuánto tiempo llevas en la Tierra? —preguntó Mateo. —¿Te han sucedido cosas malasmientras estabas aquí?

—Oh, ¡tantas cosas! —exclamó Zaira. —Llegué hace apenas dos días. Y al principio, metopé a un hombre que trató de matarme, aunquegracias a una ardilla astuta pude escapar; luego,una serpiente intentó morderme el tobillo, no

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obstante, un amable zarzal me advirtió y conseguílibrarme a tiempo. En fin —suspiró—, he dejadode querer a la gente de esta tierra; he perdido laesperanza en ello. No pienso volver a confiar ennadie.

—Comprendo —asintió el niño—. Querer noes malo ¿sabes? Ni tampoco difícil. El problemaestá en que las personas te quieran de vuelta, ypocas veces lo hacen. Mi madre —dijo Mateo,dándole un ejemplo—, antes de marcharse, mequería muchísimo, un montón, y seguro que mesigue queriendo; pero, desde que ella se fue, no hepodido entregar mi corazón a nadie más.

—¿Y a dónde se fue? —preguntó Zaira.—Me dijeron que a un viaje eterno, del que no

se regresa jamás. Creo que se llama Muerte, perono lo sé. ¿Tú qué piensas de eso?

—Lo cierto es, que tampoco sé mucho de laMuerte. Pero en casa —en el País de las Almas—me advirtieron de que esa era la única forma devolver. Me dijeron que solo así conseguiría

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liberarme de este cuerpo. ¿Tú puedes explicarmelo que es morir?

—La verdad —dijo entonces el niño— que noconozco mucho el tema, así como tú; aunque, sé dealgunas formas de morir. La tía de mi padre, porejemplo, murió atropellada por un automóvil;dicen que no sufrió porque todo pasó muy rápido.

Mateo agarró una galleta del plato y se lacomió.

Zaira, mientras tanto, anhelaba con todo sucorazón poder regresar a su país, a sus tierras.

Entonces, de manera fugaz, aunque esta vezpara quedase, llegó hasta ella una genial idea. Yno tardó en contársela a Mateo:

—Si te pido un favor —insinuó ella—, ¿meayudarías?

—Bueno, haría todo lo posible —aseguróMateo.

—Quiero volver a casa —aseguró Zaira, confirmeza—. ¡La extraño tanto! —y suspiró—. Tú,

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Mateo, ¿no extrañas a tu madre?El chico no tuvo ni qué pensarlo.—¡Ni te imaginas cuánto! —exclamó—.

Espero ansioso el día en que comenzará mi viajeeterno también para finalmente verla.

—¿Me ayudarías a volver a casa? —le pidióde pronto la chica.

Mateo le miró un instante.—Es…, es decir, que ¿quieres que te ayude

a…?—Sí —afirmó—: a morir. Quiero que tú,

Mateo, me ayudes a morir.Al pronunciar aquellas palabras, no parecía

que sintiese miedo.—¿Lo harías? —insistió—. ¿Me ayudarías a

volver a casa?El niño se lo pensó un poco.—Bueno —titubeó—. Quiero decir, que, sí de

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esa forma serás feliz…—¡Lo seré! —exclamó Zaira, suplicando con

sinceridad. —Bien, entonces lo haré —le prometió Mateo,

y sonrió—. Mañana, por la mañana, el tres pasará;si nos damos prisa, conseguiremos llegar a tiempo.Podrás esperar ahí hasta que cruce la vía.

—¿Y piensas que funcionará? —dudó por unmomento la niña.

—Vaya —titubeó Mateo—, yo me imagino quesí. Habrá que intentarlo. Si se trata de mandarte deregreso a casa con tu familia, al lugar al queperteneces, haremos hasta lo imposible porconseguirlo.

Y al cabo de un tiempo, se quedaron dormidos.

*** El día que siguió, el cielo amaneció nublado,

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melancólico y triste; quizás, era porque podíasentir el miedo y el dolor que se viviría al salir elsol. De cierto, no es posible saberlo con precisión.

Tal y como lo habían planeado la nocheanterior, Mateo y Zaira iban de camino a las víasdel ferrocarril.

De tanto en tanto, Zaira observaba al niño coninterés, quien le guiaba a través de las plantas yarbustos con cautela, cariño y paciencia. Y ella,por un efímero instante, sintió una punzadadesconocida en el corazón. ¿Qué era aquello?Pues, pensó que quizás, después de todo, vivirencerrada dentro de aquel cuerpo no era tan malo;por lo menos, no si tienen almas buenas, genteamable, caminando por ahí para compartir losmomentos de la vida.

—Es allá —advirtió Mateo, señalando losbarrotes de madera.

Subieron la ladera y se detuvieron al llegar.—Tendrás que acostarte ahí —objetó el niño,

indicando las vías del ferrocarril—. Mira hacia el

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cielo, para que no tengas miedo; será comodisfrutar el baile de las estrellas para luego ir areunirte con ellas.

—Gracias, Mateo —suspiró la niña, hablandocon suprema sinceridad—: gracias por todo. Meparece que, al final, he encontrado a un amigo.

—Yo también creo que te has vuelto mi amiga—le aseguró el niño—. Y, si ves a mi mamácuando llegues, ¿le dirás que la quiero y que laextraño mucho? Se parece bastante a mí; tambiéntiene la nariz así… —y torció los dedos paraformar la silueta ganchuda.

—Si me la encuentro —consagró Zaira—, teprometo que lo haré.

Y se acurrucó bien entre las vías del tren,acomodándose el vestido de algodón. Y acontinuación miró al cielo.

—Mateo —le dijo, con la mirada fija en loalto.

—¿Sí? —contestó el niño.

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—Yo ya voy de camino a casa, y estaré bien —le aseguró Zaira—. Es hora de que tú también temarches. Tu padre se preocupará por ti si no teencuentra en la cama cuando se despierte.

—Que tengas buen viaje, Zaira —le deseó elniño.

Y con una última mirada, para asegurarse deque todo saldría bien, Mateo bajó la empinada yanduvo por el bosque, regresando a casa.

¡Qué contento se sentía! Pues, a pesar de lopequeño que era, había conseguido ayudar aalguien. Ojalá su mamá pudiese haber estado ahícon él para abrazarla, para sonreírle y parahabérselo contado todo…

El claxon del tren se escuchó a la lejos, gravey sublime como el sonido de una trompeta honesta.

Y Zaira, con una sonrisa en los labios, supoque pronto estaría en casa.

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SEGUNDO RELATO

La conversación en el desván

A las ocho de la mañana, golpeando lostímpanos y chillando escandalosamente, Nicolás

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Castro escuchó a su lado izquierdo el despertador,que de un porrazo, apagó. La noche anterior sehabía quedado despierto hasta tarde, jugandovideojuegos, y aquella mañana no le apetecíalevantarse porque era sábado y tenía tanto derechocomo le diese en gana de quedarse en su cama.

Aguardó unos segundos en medio de esemargen donde uno se queda en la cama, a mediodormir, pensando si debe continuar así olevantarse ya.

Se giró con pereza sobre su hombro derecho ymiró a la ventana. El sol se filtraba por lascortinas, cálido, ligero y esplendente,pareciéndose a una delicada rama delgada cualextiende sus finos dedillos para impartir calor. Ylo sintió incómodo, pesado y caliente: directo enla frente.

Fue justo por eso, que, el sueño que lo invitabaa quedarse un poco más ahí se fugó con astucia. Eincómodo y abrumado por el indecoroso saludomatutino que el sol le había brindado, se levantóde la cama y marchó con pereza hasta el cuarto de

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baño, en donde tomó una ducha larga y vaporosade la cual salió limpio y renovado.

Mientras se arreglaba el cabello negro, que nodejaba de revelarse con tenacidad, se puso apensar en sus padres. A pensar en que no vivíanjuntos por ese divorcio estúpido que habíanfirmado. A pensar que llevaba semanas sin estarcon su padre y que eso le maltrataba.

Volteó al espejo para mirarse los ojos y estosle recordaron a Javier, a su padre, porque los teníadel mismo color marrón que él, así de coquetos ybrillantes.

Su padre era un buen hombre, Nicolás lo sabía.Pero había tantas situaciones en que el chico noentendía por qué sus padres se comportaban así;como el divorcio, por ejemplo, que habíadesbaratado a la familia para convertirá en untornado de desacuerdos y disputas. ¿Por quétenían que ser así las cosas? Lo detestaba tanto,sobre todo porque su madre, Maribel, y sushermanas gemelas, Victoria y Renata, nunca leprestaban suficiente atención. Decían que era muy

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pequeño para entender sus asuntos, cosas demayores, o que un niño de ocho años no tenía porqué andar todo el tiempo molestando a señoritasde catorce. Y no faltaba, por supuesto, que día trasdía le recordaran que hasta que madurara, y solotal vez, entonces la gente tomaría en cuenta algunascosas de las que el niño comentaba.

Sin embargo, Nicolás nunca se tomaba lamolestia de explicarles que quizás nunca legustaría llegar a ser adulto. Porque los adultos casinunca hacen lo que quieren, y cuando lo consiguen,es a costa de lastimar a otros. Ah, ¡le era tancomún escuchar a adultos decir cosas que jamáscumplirían! E inclusive, oírles hacer cumplidosque en realidad no sentían… ¿Era algo bueno,después de todo, desear que los demás lo viesencomo un adulto? No estaba tan seguro de ello.

Aunque, quizás dejando de lado el hecho deconvertirse en un verdadero adulto, sí que sabía lomucho que deseaba poder crecer dos centímetrosmás para no tener que usar nunca jamás eseterrible banco de madera que usaba para alcanzar

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el lavabo cuando se cepillaba por las mañanas ypor las noches sus pequeños dientes. Pensaba que,si era lo suficientemente grande como para poderatrapar sin vergüenzas una pelota de beisbol,seguro que todos los fines de semana su padre loinvitaría a comer con él.

Un poco decepcionado de sus pensamientos,Nicolás Castro brincó con desgana y salió de surecamara, encaminándose firme a la cocina, dondeel resto de su familia (excepto su padre, porsupuesto) le esperaban para desayunar.

—No sé si debo ponerme la blusa blanca o lanegra. ¡Es tan difícil decidir! —suspiró Victoria,la hermana mayor, que miraba con desesperaciónlas dos prendas que tenía delante.

—Aquí viene Nicolás —dijo Maribel, lamadre, y agregó—: Tal vez él te lo pueda decir.

Victoria lo miró con ojos suplicantes, como sise tratara de la decisión más difícil que jamáshabría de tomar.

—Dime, hermano —le rogó—: ¿cuál debo de

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usar? —y alzó ambas blusas para que pudiesedistinguirlas.

Muchas veces (en innumerables ocasionespasadas), el mismo dilema vano de su hermanahabía estado presente. Pero Nicolás era un niño,(ni siquiera un muchacho todavía), y si erahonesto, no tenía el menor interés en la ropa que suhermana decidiese usar.

—El negro —murmuró, y eso tuvo que bastar.Las mañanas, sobre todo durante los sábados,

Nicolás se levantaba con un hambre ávido, capazde acabarse solo una barra entera de pan y unfrasco completo de mermelada de frambuesa. Poreso, se sirvió cuatro panes tostados y les untómantequilla y mermelada jugosa y lo acompañotodo con un vaso de leche fría. El desayuno estabatan dulce, blando y sabroso, que le ayudó avigorizar los ánimos, tan solo muy poco, pero fuesuficiente para que volviera a él algo de calma yhumor.

—¿Qué planes tienes para hoy, Nicolás? —

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preguntó su hermana Renata, hablando son sutilezay autoridad.

—Es sábado —contestó este, alzando loshombros con pereza—. No veo por qué tengo queestar con otra gente si no me apetece.

—¿Es porque no tienes amigos? —insinuóella, tratando de encolerizarlo. ¿Por qué tenía quehaces cosas así? No era necesario enfurecerlo deesa manera, y le dolía que fuera su hermana quienlo hiciera. Nicolás sabia, de cualquier manera, quesu actitud era fruto de que sus padres tampoco seinteresaran en sus asuntos.

—No —afirmó Nicolás, intentando controlarse—. Me quedo en casa porque quiero. Si papáestuviese aquí, jugaría beisbol con él. Pero…¿sabes una cosa? Papá no está.

En ese momento, todos callaron ante ladeclaración del pequeño, que tratando de serpaciente y tolerante, había sido arrastrado por esesutil arrebato que nos controla si no nos decidimospor darle un alto. Y su madre, Maribel, no ignoró

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la insinuante manera en que Nicolás, una vez más,había mencionado la desolada ausencia de supadre.

—Nicolás… —comenzó a decirle su madre,dejando ir un suspiro—. No es necesario quecomien…

—Déjalo así —impidió el niño, decepcionado—. Porque ya sé lo que me vas a decir. Ya sé quela culpa no es tuya. Sé que dirás que la tiene papáy que hay cosas en la vida que son solo así, que nopodemos y nunca podremos cambiar, y que nodebo meterme en asuntos donde no me llama. Ya losé.

—Nicolás, por favor. No debes malinterpretarlas cosas… —trató Maribel de continuar, pero elchico interrumpió:

—No, mejor para tú. Por favor —respondióNicolás, sintiendo un remolino de emociones en sucorazón. —Veo las cosas como son, aunqueustedes piensen que estoy muy pequeño paraentenderlo. Quizás lo soy, pero lo entiendo todo

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muy bien. Porque sé que alguna vez prometieronamarse y cuidarse durante toda la vida, hasta quela muerte los separase, y que muy deliberadamentehan faltado a su palabra.

Cuando el niño dejo de hablar, nadie tuvovalor suficiente para ni siquiera añadir un suspiro.Porque, después de todo, eran palabras duras yhonestas y azotaron con fuerza al corazón deMaribel. ¿Qué podía contestarle? ¿Acaso iba avolver a mentirle, diciéndole que las cosas searreglarían y que su padre volvería? No. Algo muydentro de su ser le gritaba con desesperación quetenía que parar. Que ya era tiempo de enfrentarseal presente sin poner las esperanzas del pasado enel futuro. Así era la vida, ¿no? Porque, ella nohabía querido que las cosas terminaran como loacabaron haciendo. ¿Era su error? ¿Fue su miedoal rechazo lo que la hizo llevar su vida por aquelcamino? Se sentía misereaba de ni siquieraconocer la respuesta de sus propias preguntas.

Entonces ocurrió, dentro del silencio dolorosoque se había esparcido por toda la cocina, que el

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teléfono timbró.Renata suspiró, aliviada, y dejó caer con

alboroto en su tazón las hojuelas crujientes delcereal mientras este salpicaba la cremosa lecheque había servido antes. Antes, claro, de que todaesa confusión hubiese aparecido.

Victoria regresó sus pensamientos a la ropa yluego se marchó frustrada a su habitación. Asípues, Nicolás se quedó en la cocina, triste ysolitario, sintiéndose miserable por la situaciónque enfrentaba su familia y por las palabras decoraje que le había arrojado a su madre. Ahora, sesentía arrepentido. Pero, ¿ya de qué servía? Eldaño estaba hecho.

—Hola —espetó Maribel, a quien sea que sehallase de otro lado de la línea.

Renata y Nicolás, la miraron con asombro,pues en un instante, que apareció sin previo aviso,asomó de sus ojos una imposición de amenaza, quesolo el trabajo y el dolor consiguen impregnarpara transformarlos en estrés. Asintió, cuatro

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veces, a lo que le siguió una afirmación. Entonces,acabando, puso de vuelta el teléfono en la mesa.

—Bueno, ¿qué es lo que pasa? —preguntóRenata.

Deslizando sus largos dedos entre la marañade cabello castaño, Maribel dejó escapar unalarga exhalación.

—Hablaron de la empresa—explicó, cansaday sin ganas—, y la presidenta llegará deimprevisto a la oficina, en una hora, y quieren quetodos los de primer rango nos presentemos.

—¿Tendrás que irte ahora? —suplicó Renata.—Sí, cariño. Nos vemos en la tarde.Y sin despedirse, porque se sentía insuficiente,

cansada, triste, y que los había defraudado, tomólas llaves de su auto y salió apresurada a lascalles, en dirección a la oficina.

Tanto Nicolás como Renata, se miraron el unoal otro, mascullando un aspaviento e ignorándoseel resto del cuarto de hora, que transcurrió a

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continuación. Victoria estaba en la ducha, cantandomúsica en inglés, y Nicolás pensó que lo mejorque podía hacer en ese momento era sentarse en lasala, a leer un libro corto.

Si te has enredado en alguna novela fascinante,sabrás que el tiempo deja de existir por un lapso,mientras las páginas del libro avanzanimpetuosamente, y cuando decides regresar almundo real, muchas cosas han cambiado y pareceque se trata de un nuevo día. Eso le sucedió aNicolás, al terminar el capítulo de la novela ydarse cuenta de que sus hermanas habían salido apasear sin él, mientras se quedaba solo en casa, ensilencio, tranquilo y solitario. Le pareció unasensación muy agradable, casi perfecta, de nohaber sido por el timbre de la entrada que sonó degolpe, tal como un infarto.

En un principio, no se levantó para abrir lapuerta, porque creyó que era sus hermanas, y él notenía humor de recibirlas.

Sin embargo, volvieron a timbrar.

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Y cuando anduvo hasta la entrada, abriendo lapuerta con un humor fatal, algo consumadamenteinesperado apareció.

Si hasta entonces, le parecía a Nicolás que lascosas con las que soñaba e imaginaba, dondedinosaurios y tortugas carnívoras eran losprotagonistas, habían sido alucinacionesdespilfarradas y locuras ingenuas, aquello queestaba delante de su casa resultaba ser la cosa másextraña, real y sorprendente que jamás había vistoen su vida. Porque frente de él, había una iguana,del tamaño de un cocodrilo adulto, parada sobresus dos patas traseras, y andaba, tal como unhumano, sobre dos extremidades. Parecía tambiénun dinosauro, aunque resultaba complejodiscernirlo, sobre todo por ese abrigo largo yplateado que llevaba puesto, encima de laescamosa piel lúcida, gruesa y verdosa. Pero loque a Nicolás más le asustó, fueron sus dos brazos,que eran iguales a los suyos, y que de cada una delas manos, le salían cinco dedos. Los ojos, de unverde aceituna muy profundo, eran granes y

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expresivos, y esa fue la pista que Nicolás tuvopara darse cuenta de que era un ser femenino.

—¿Se te ofrece algo? —preguntó el niño, casisin voz.

—Sí, en realidad —dijo la visitante, agitada ypreocupada—. Busco al Gato Colorido, ese quetiene los ojos morados y el pelaje de colores —seapresuró a describir—; y yo soy la IguanaAndante, mucho gusto.

Nicolás Castro parpadeó.—No he visto a ningún gato de colores —

contestó el niño, pensando que era una locuraentablar conversación con una iguana andante yparlante.

—¿Estás seguro, jovencito? —insistió laIguana, sigilosa. —Juraría que antes dedesaparecer, le vi correr en esta dirección.

—Estoy muy seguro, señora. Ningún gato haentrado en esta casa.

A pesar de la firmeza con que el niño

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respaldaba sus palabras, la Iguana no parecíasentirse satisfecha, así que insistió una vez más.

—Sé que estás muy seguro de lo que dices,chico, pero yo le vi cruzar esta puerta yesconderse de mí en esta casa. ¿Me dejas echar unvistazo? Es urgente, te lo pido —suplicó la Iguana.

—Yo —titubeó Nicolás—, no sé quéresponderte.

—Te prometo que no tardaré —aseguró—. Esposible que, después de todo, tengas razón, y si elGato Colorido no está aquí, muy pronto losabremos y me iré.

No solo en ese momento de silencio, sino queantes también, había especulado que se trataba deuna tontería irracional, respecto a aquello queestaba sucediendo. Pero, había sido un mal iniciopara su esperado fin de semana, y si añadía algode misterio y peligro al asunto, seguro querecompondría la situación. Así que se armó devalor, alzó la barbilla puntiaguda y asintió:

—Supongo que puedes pasar, pero primero

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tendrás que prometerme una cosa.—Lo que quieras —acordó la Iguana. —Prométeme —aclaró Nicolás—, que no te

robarás nada de la casa y no harás absolutamenteningún destrozo.

—Lo prometo —testificó la visitante.—Entonces pasa —y se apartó el niño de la

puerta, dejándole ingresar.Avanzando con lentitud y clandestinidad, la

Iguana Andante atravesó el pórtico y entró en lacasa, que le pareció enorme, pulcra yfinísimamente bien ornamentada, con sus modernoscuadros colgando de las paredes y los florerosvacíos encima de las vigas sobre las ventanas. Nocompartió sus convicciones con Nicolás respectoa lo hermosa que le pareció la casa en la que elniño vivía, porque le parecía de mal gusto einapropiado que las demás personas estuviesen altanto de lo que pensaba. No obstante, la Iguanallevaba mucha prisa y le pidió al chico que leayudase a encontrarlo, pues ella estaba muy segura

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que dentro de la casa lo hallarían, a lo que Nicolástenía poca fe, pues estaba seguro de no haber vistoentrar a ningún gato, pero en fin, la Iguana eraterca como una mula y no se conformaría hastaencontrarlo.

Recorrieron juntos la cocina, creyendo en laposibilidad de que estaba hambriento y había ido abuscar comida, pero al no escuchar nada ytampoco encontrarlo, pasaron a la sala,rebuscando entre los cojines, debajo de lossillones y detrás de los cuadros. Durante su breveestancia en la sala, fue cuando la Iguana Andantele contó a Nicolás su peligrosa osadía camino a laTierra de Abajo, porque en el último instante,yendo ya muy tarde, había conseguido montarse enun relámpago furioso, que para pronto, latransportó hasta ahí. Y mientras se paseaba por elValle de las Flores, recolectando ramas yluciérnagas que usaría para el baile de esa noche,el Gato Colorido de pronto la asaltó, pues le veníasiguiendo la pista desde Arriba, y la interceptó enun instante, saltando hacia ella y robándole los

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botones de su abrigo.—¿Ves estos hoyuelos? —dijo la Iguana,

mostrándole dos ausencias en su abrigo. —Son losque el gato me robó, es por eso que lo busco,porque el baile es esta noche y no puedopresentarme de este modo. ¡Ese infeliz! —prorrumpió. —Ha desbaratado mi precioso abrigo,hecho con seda de la luna, y se ha llevado estosdos botones, que en realidad son estrellas, ¡y queme costó dos mudanzas conseguir!

Esa actitud en la Iguana, de impotencia, aNicolás le recordó a su hermana Victoria, esamañana, decidiendo entre sus blusas. Y como él nodaba tanta importancia a asuntos como esos, ledijo la gran lástima que sentía por ella ycontinuamente le advirtió que iría al piso de arribaa seguir buscando.

—A lo mejor me lo encuentro ahí —dijoNicolás, y se libró.

Quería asegurarse de que no había gatosrondando por su habitación, así que lo primero que

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hizo, luego de subir las escaleras, fue buscar ahí,porque, ¿qué pasaba si el felino se robaba tambiénsus juguetes favoritos? No obstante, fue untremendo alivio encontrarlos a todos, sanos ysalvos, colocados pulcramente en sus sitios

Al gato no lo encontró debajo de su cama, o dela almohada, o entre la ropa; y la bañera, cuandose asomó a inspeccionar, estaba completamentevacía. Ni siquiera, cuando removió los peluches ylos libros de su cuarto, algo interesante apareció,así que optó por continuar su búsqueda en lasrecamaras siguientes, pero en ninguna de ellashalló cualquier cosa que pudiese relacionarse conel gato.

Entonces, decidió subir al desván.Nunca, desde los nueve años que esa casa

llevaba construida, Nicolás había entrado en él,pues a su madre le causaba resentimiento esaobscura habitación, y por nada del mundo, lespermitía subir hasta ahí. Las tablas, además,crujían, y algunas estaban flojas y sueltas, con loque podían caerse y perder la vida en el impacto

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contra el suelo, porque era una escalera muy larga,delgada y alta, la que llegaba hasta el desván

No obstante, a los gatos les gustan las ratas, yahí, pudo imaginarse Nicolás, debía de habermuchísimas, y si ese gato tenía hambre, valía lapena buscarlo ahí.

Envuelto en un gigantesco miedo, caminó conlentitud por la escalera, que se retorcía en el aire yse zarandeaba con su peso. La puerta, rechinó conpicardía cuando la empujó, y el lugar, silencioso yreservado, se dejó contemplar, obscuro, mohoso ypolvoriento. Las paredes estaban húmedas, y lapintura colgaba prolongada como largos gajos denaranja. Se escuchaba el repiqueteo de los bichos,o de los ratones, o de ambos, entre las esquinas ydebajo de las cajas viejas, que había un montón ypor todos lados, abiertas, sucias y envueltas enpegajosas telarañas.

En el fondo, dejando filtrar una tenue corrientede luz, se veía una ventana, redonda, pequeña ycubierta de polvo. Iluminaba apenas unos rayosgráciles, sin embargo, ello permitió a Nicolás

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poder inspeccionar la habitación, pues no teníapensado visitar pronto el desván, y como nuncahabía estado ahí, decidió aprovechar y curiosearun poco. Por el suelo y encima los mueblescubiertos de sábanas, encontró retratos viejos,telas, cortinas, patas para cama, dos espejos rojosy un refrigerador. Le pareció que todo aquello eraun desastre, pues había demasiadas cosas, y másbien parecía irremediable.

En aquel momento, repentinamente, un marcode fotos, hecho de cristal, resbaló al suelo,haciéndose añicos en el acto y asustando ensobremanera a Nicolás. Se detuvo un instante pararespirar, escuchar y pensar lo que estaba a puntode hablar.

—¿Eres tú, el Gato Colorido? —preguntóNicolás, soltando las palabras en el aire. No sabíasi quién había roto aquel retrato era el felino, perole pareció la mejor manera de mostrar su valentía.

Entonces, se escuchó el maullido socarrón:—Miaaau.

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Las piernas le flaquearon a Nicolás, sintiendouna temperatura con mayor calidez de lo normaldentro de su propio cuerpo, y se limitó a tragarsaliva y a quedarse sereno y derecho.

—No seas cobarde —le retó Nicolás—, ymuéstrate.

Así que el gato obedeció, asomando unsegmento de su pelaje colorido y posándosefinamente sobre una caja de madera, permitiendo ala tenue luz iluminar los colores de su naturaleza,recordando a un arcoíris majestuoso y prestigioso.

—Aquí me tienes —se presentó el gato,mientras sus palabras resonaban entre las paredesroncas, sensibles y espectrales.

—¿Cómo te llamas? —preguntó Nicolás.—¿De qué te serviría saberlo? —contestó el

gato.—Lo que quiero saber —continuó el niño—,

es si eres tú quien ha robado los botones plateadosdel abrigo solemne de la Iguana Andante.

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En ese instante, si existe algo que puedasemejarse a la risa incandescente de un gato, sucarcajada se expandió por el aire, lúgubre yrisueña.

—Tú eres un humano —rebatió el felino—. Denada te sirve un botón de plata.

—Sí que me sirve —atestó Nicolás.—¿En serio? —se extrañó el gato. —Dime

para qué.—Quiero que la iguana se marche. Si mis

hermanas regresan a casa y se la encuentran aquí,buscando algo absurdo, me acusarán delante demamá y terminaré siendo el culpable de todo lomalo que pueda suceder.

Fue un momento de silencio, en donde el gatolo pensó.

—Te daré los botones —prometió el felino,pero Nicolás, que conocía a la perfección ese tonode voz, que te pide siempre algo a cambio, supoque tendrían que hacer un trato.

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—¿Qué es lo que quieres? —le desafióNicolás.

Aún sin poder conocerle el rostro, el chicosupo que el gato sonreía. Y cuando le contestó delmodo en que lo hizo, Nicolás se preguntó si era unacertijo o de manera literal.

—Quiero un Pedacito de Alma —atestiguó, elGato Colorido.

—No sé lo que eso significa —le confesó elniño.

—No, nadie realmente lo sabe —manifestó enrespuesta— hasta que están adentro, y no quedanada por hacer.

—¿Qué es un Pedacito de Alma? —quisosaber Nicolás, pues no pesaba andarse con rodeos.

—Se trata de algo personal —explicó—. Partede lo que te conforma, una porción de ti.

—Solo dímelo.—Necesito tu mayor anhelo, tu deseo más

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grande —demandó a cambio el felino.Esas preguntas comenzaban a inquietar el

corazón de Nicolás, quien no entendía del todo loque estaba pasando porque muchos términos leeran desconocidos.

—Sigo sin saber lo que quieres —dijoNicolás, aunque algo muy dentro de él comenzabaa entender.

—Esta noche, será el Baile de Deseos —lecomunicó—, y quiero bailar con la hija del Rey,aunque, como todo en esta vida, tiene un precio, yel costo es conferir un deseo, y verás, se trata dealgo puro, que no se jacta, que no se envanece. Undeseo que todo lo sufre, que todo lo espera, que noguarda rencor y que no busca lo suyo. Alguiencomo yo no tiene deseos así, soy solo un gato —suspiró—; es por eso que te lo pido a ti, porque, sihay alguien que tiene un deseo bondadoso,sensible, guardado por ahí, es un inocente niñocomo tú.

Nicolás agachó la mirada, y cavilando un

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poco, se puso a pensar en lo que el gato le decía.Pues, ¿cuál era su deseo más grande, su mayoranhelo? Y tratando de encontrarlo, recordó quequería ser más alto, más inteligente y más fuerte,apuesto, no llorar con tanta facilidad y poder jugarbeisbol tan bien como su propio padre. Deseabaser él el hermano mayor, y no sus hermanas tontas.Había tantas cosas qué desear, pero…

—Yo —titubeó, avergonzado—, tengo solodeseos egoístas —confesó.

Por debajo de la luz, observando que Nicolásera joven, débil, lleno de sueños y ambiciones, viotambién a un ser humano que experimenta elmiedo, la traición y el dolor.

—Vamos —alegó el gato—, seguro que hayalgo. Algo que no busca lo propio, que buscaapiadarse de otros y ayudarlos.

No, no había nada. Era un niño vanidoso,egoísta, irrespetuoso, desatento… Entonces seacordó, como una vieja fotografía, que conserva lafelicidad de los años pasados, o tal vez como un

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voto de lealtad eterna, o de amor eterno, quedespués de todo, sí que había un deseo bueno.

—Ahora que lo dices —apuntó el niño,sonriendo—, encontré uno.

—Cuéntamelo —demandó con impaciencia, elGato Colorido.

Nicolás tomó aliento, porque se sentía triste yabrumado, obligando a sus lágrimas a que sequedasen en su sitio, las cuales trataban deapoderarse sin misericordia de sus sentimientos,estallándole en el corazón, a punto dedesmoronarlo en angustias y sollozos.

—Quiero —comenzó a contarle, conservandola calma— que mis padres regresen. Quiero quecumplan su promesa, y que se amen eternamente,como dijeron que lo harían. Muy dentro de mí, esoes lo que más añoro.

Nicolás, no pudiendo contenerse más,prorrumpió en un llanto solemne y desgarrado,hundiéndose en angustia y dolor, en un error ajenoque le era imposible solucionar.

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—Es perfecto —murmuró el gato para sí.Entonces, reincorporándose de un salto, al

escuchar la voz del gato, Nicolás exclamó:—¡Oye!, ¿en dónde están los botones que a

cambio me prometiste? —profirió Nicolás,exigiendo su parte del trato.

Sin embargo, sin detenerse un momento pararesponderle, el gato se giró y la luz le iluminó losojos, esas pequeñas esferas de cristal querecordaban a dos estrellas atrapadas.

Y el gato saltó hacia Nicolás, antes de que estepudiera hacer algo para defenderse, y sedesvaneció en un obscuro abismo que lo llevóhasta un estado inconsciente.

Tiempo después, la Iguana Andante acabó porrecorrer cada esquina de la casa. Y cuando llegóentonces al desván, donde encontró a Nicolástumbado sin conciencia a mitad del suelo, el GatoColorido apareció brincando, cruzando la ventana,y se esfumó, sin que antes, de manera fugaz ysuspicaz, le lanzase una mirada a la Iguana,

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dejando ver en sus ojos dos motas blancas,inexpresivas y vacías.

Atónita, la Iguana se quedó un instante,suspendida sin cordura a mitad del lúgubredesván, mirando a Nicolás, quien en la frene teníaun rasguño y leves gotas de sangre alrededor.

Entonces, como si hubiese regresado de unprofundo sueño, tal vez de alguna pesadilla, abriólos ojos al instante.

—¿Te encuentras bien? —le dijo la Iguana,hincándose a su lado.

Incorporándose, limpiándose la sangre con lamanga de su suéter y mirando alrededor, preguntóalarmado:

—¿Dónde está el gato?—Lo he visto saltar por la ventana, huyendo —

contestó.—¡Desgraciado! —gritó Nicolás. —Era un

trato, dijo que me daría los botones.

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—¿Un trato? —se extrañó la Iguana. —¿Hablaste con él?

Asustado, furioso y mareado, Nicolás trató deponerse en pie. Le dolía la cabeza, y dentro de suser, sintió un profundo e inhóspito vacío, algo quefaltaba, que de alguna forma, le habían arrebatado.Aturdido, se llevó pesadamente las manos a losbolsillos del pantalón. Y sucedió que, en elbolsillo derecho, percibió un objeto tibio yblando, que con delicadeza, sacó para mirarlo.

Entonces, abriendo los dedos paulatinamente yaguardando, advirtió que eran los botonesplateados, las dos estrellas vivas, queresplandecían como serenas luciérnagas a mitad deun tranquilo sueño.

—¡Los botones! —exclamó la Iguana. —¿Cómo los has conseguido?

—No sé muy bien —balbuceó Nicolás.—Has dicho algo de un trato —recordó la

visitante—. ¿Te ha pedido algo a cambio? ¿Qué lehas dado?

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—Pero… —musitó el chico, extrañado—,¿cómo lo sabes?

—Porque, el Gato Colorido jamás entreganada sin recibir una recompensa —contestó lacriatura muy seriamente.

—Pues, un deseo es lo que me ha pedido —explicó Nicolás, sintiéndose de alguna formamedio vacío.

Los ojos de la Iguana Andante se abrieroncomo platos, y nerviosa, ladeó la cabeza de unlado a otro repetidas veces y se dejó caer conpesadez den el suelo.

—¿Qué es lo que pesa? —dijo el niño. —¿Quétiene de malo?

Suspirando, la iguana le miro, y dijo:—¿Te pidió acaso un «Pedacito de Alma»?—Sí, ¿cómo lo sabes?—Lo que sea que le hayas entregado, me temo

que te lo ha arrebatado para siempre. Se lo has

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dado y ya no te pertenece más, no importa quetanto te empeñes en volverlo realidad, porqueahora es imposible.

—¿Me estás diciendo que el deseo que le dinunca podré verlo realizado? —preguntó Nicolás,desgarrándose por dentro. —Pero, no puede serposible, porque el recuerdo lo tengo fresco, aquí,adentro de mi cabeza.

—Esto que te digo es la verdad. Quizásrecuerdes el deseo para siempre, sin embargo, hasdado a otro la capacidad de convertirlo enrealidad, cosa que tú jamás podrás cambiar.

—Sigue siendo mío —gruñó Nicolás, furioso yconvulsivo.

—Sigue estando dentro de ti, sí—le confirmóla Iguana—, pero nunca podrás verlo hechorealidad. Lo lamento mucho.

Nicolás entristeció, indescriptiblemente,hundiéndose en un profundo pozo de culpabilidad,desaliento y desesperación. «Jamás», ¿le habíadicho? ¿Había echado por la borda esa única

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oportunidad de volver a ver juntos a sus padres, asu familia? No podía ser, no quería creerlo. Sinembargo, sabía que había hecho algo mal, quehabía obsequiado un tesoro importante sin igual, ytodo, a cambio de algo tan poco valioso, ajeno yvano como aquellas dos estrellas.

—¿Eso es todo? —quiso saber. —¿Jamás en lavida podré recuperarlo?

La Iguana Andante parpadeó. Lo pensó, yentonces habló:

—Bueno, tal vez hay una forma. Pero esdemasiado improbable.

—Dímela, por favor —le rogó el niño, entretaciturnos lamentos.

—Si en el baile de esta noche —comenzó adecir la Iguana—, al elegir el Rey a unacompañante para que baile con la princesa lasgloriosos y felices melodías del reino, el deseodel Gato Colorido, el tuyo, es el elegido entre losaspirantes, y le parece al Rey que es bondadososuficiente para que baile con su hija… Bueno, me

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han dicho que, conforme pasa el tiempo, el deseose vuelve realidad.

Y Nicolás sintió, muy vagamente dentro de suser, a una diminuta chispa de esperanza despertar,la cual le brindó una paz e ilusión, que creíadesaparecidas.

*** Los violines danzaban con encanto e ilusión al

ritmo de los ligeros pies, que se movían de un ladoa otro, dentro de la Sala Real. Bajo gloriosascúpulas, candiles de oro y cadenas de perlaspreciosas colgaban del techo, irradiando alegría ybrillo la gran habitación. Sentado en un trono deterciopelo, el Rey resplandecía como la aurora. Ya su lado, cubierta de suaves y finísimas prendas,brillando como una estrella en la noche, la

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Princesa permanecía a su lado, hermosa, serena ydeseada.

Delante de los dos, encima de una plataformade cristal, había una copa grande y de oro quedesprendía primorosos destellos delicados,lúcidos y dorados. En el interior, grabados sobrepapeles blancos, permanecían los deseos que loshombres presentes habían depositado en la Copade Cristal.

Cuando el Rey dio la orden y los violinescesaron de brindar su encanto a los presentes, estese puso de pie y anduvo lentamente hasta dondeyacían los deseos, pacientes, minuciosos, llenos deesperanza e incertidumbre.

Y tomó un deseo, mientras que todos en la sala,permanecieron quietos, henchidos de ilusión,aguardando sus palabras. Y al tener la gastadapieza de papel entre sus manos, lentamente, laextendió.

Era un Deseo, uno de los muchos que condolor y ambición habían llegado hasta aquel

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palacio.El Rey se aclaró la garganta para hablar:—Es el deseo del Gato Colorido —proclamó

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TERCER REALTO

La moneda del tiempo

D icen, los Sabios, que la historia se repite.Que se trata de una ley natural. De algo que, tarde

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o temprano, ocurrirá.Por aquel entonces, regía el año de 1475.En aquella tarde de agosto, allá abajo, junto a

los acantilados de las costas del Atlántico, dondela playa es tranquila, suave y vaporosa, unmuchacho alto salió a pasear.

Desde esa mañana, Moctezuma festejaba elinicio de sus quince años, esos que te abren unapuerta a un mundo grande, desconocido y repletode dilemas e incertidumbres que lastiman. Y,precisamente, esa fue la cuestión que habíallevado al chico hasta la playa, ya que su padre lehabía regalado una nueva lanza de hierro, ysucumbía de ganas por utilizarla.

El sol concluía su jornada, posándose detrásde una montaña azul, y aguardaba paciente,sublime y en paz, así como un viajero indio habríahecho al encontrar y observar su tierra prometida.

Negro y en la frente, constantementenublándole la vista, el cabello de Moctezuma serevolvía y danzaba en el viento junto a sus

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corrientes impetuosas y abstractas. Y, como dosprometedoras estrellas, brillando en elfirmamento, sus ojos negros resplandecían gozo,sueños e ilusiones. Era un chico capaz einteligente, y tarde o temprano, el mundo se daríacuenta de ello, porque él entendía que la vida ibamás allá de solo encontrar poder y riqueza, pues…¿qué era en realidad la riqueza?

Él creía en la felicidad, en el orden y en lossueños.

A lo lejos, una gaviota cantó, y Moctezumaadvirtió cuando alzó el vuelo, cruzando sobre sucabeza y perdiéndose bajo los rayos del impetuososol, cuya luz le cegó la vista e hizo que por uninstante, todo se tornase lúcido e impreciso.

Y sucedió de pronto, tras la brisa delatardecer, que una sombra inmensa se posó en lasalturas sobre él.

Se trataba de una nube larga y sagaz, la cual, alandar, dejaba tras sí un rastro grisáceo ymomentáneo por los cielos. Era, como un dragón,

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grande e impotente.Y en ese mismo instante en que la vio,

Moctezuma supo que se hallaba delante de laSerpiente Emplumada.

Toda la gente del país conocía su existencia, yhablaban de ella asombrados, deseando algún díatener la maravillosa suerte de encontrársela por elcamino. Porque era una divinidad, un dios, quiensolo en ocasiones especiales hacía su aparición;algo tan sublime y especial, que solo a personasespeciales desvelaba su poder.

Así pues, tras desfilar sublime unos instantesen el cielo, la Serpiente Emplumada se detuvo, ysuspendida a mitad de las alturas, abrió su boca yde ella dejó salir un pajarillo delicado envuelto enun plumaje vigoroso y del color del fuego, el cual,descendió del cielo con magnificencia y se posósobre el bronceado brazo del muchacho.

Moctezuma, observando todo condetenimiento, y confundiéndose ante la indagadoramanera en que la deidad se comportaba, no supo

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cómo reaccionar. No obstante, y en respuesta a lossobresaltos que el chico experimentaba, elpajarillo dejó caer en su mano derecha unamoneda dorada, tan grande como la manzana de unárbol alto, y tan brillante como el sol de lamañana.

Y seguido, reanudó el vuelo hasta regresar alcielo.

Entonces, Moctezuma sostuvo entre sus manosla pesada moneda y la contempló, comprendiendoasí que se trataba de una promesa, de unabendición que había sido diseñada solo para él.

Y a continuación, procediendo de todas partesy retumbando con solemnidad hacia todos lados, lavoz de la Serpiente se escuchó:

—Moctezuma —habló, pronunciandocuidadosamente su nombre.

—Sí —contestó el chico, asintiendo—, ese soyyo. Moctezuma.

Y conociendo esta verdad, la Serpiente

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Emplumada se apresuró a responder:—Cuando se es dueño de riquezas y poder —

empezó a decirle—, la obediencia, la humildad yla verdad son lo más difícil de recordar y respetarsin llegar a ser seducido por el mal —e hizo unapausa. Un momento después, examinando suspalabras, continuó—: Pero tú, Moctezuma, habrásde mantenerte puro y recto al guardar esteprincipio. Pues el futuro espera impaciente tullegada, colmada de abundancia, riquezas y virtud,y deberás estar preparado para sobrellevar lassituaciones que se te presenten; deberás aprender autilizar las habilidades que el tiempo y el dolor tebrindarán. Y no obstante —agregó—, sabemos quede mucha ayuda te será el regalo que tenemospreparado para ti. Eso que en tus manos sostienes,es la Moneda del Tiempo. Depositamos nuestraesperanza en ti y creemos que obrarás con rectitud.No nos defraudes, te pedimos, no sea que aumenteen nosotros la ira y nos dé por acabarte.

En ese momento, la voz se detuvo.Moctezuma contempló a la sombra que

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hablaba, embelesado, lleno de curiosidad y almismo tiempo de pavor.

Cuando de pronto, un viento atroz azotó el mary también lo sacudió a él, arremolinándole elcabello entre los ojos y provocándole así unaceguera momentánea que lo hundió en un abismoresplandeciente y blanco.

En el siguiente instante, cundo trató derecuperar las imágenes claras en las que aparecíala divinidad, flotando sobre su cabeza, undesasosiego inmenso le conmovió, ya que, alrecuperarlas, solamente encontró a los vacíosrayos del atardecer sobre su frente; quienes, alpoco tiempo, también acabaron por marcharse.

*** Los años pasaron, y Moctezuma creció,

convirtiéndose en un hombre dichoso y recto,

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digno de sus propias palabras y verdades. Procuróser fiel a la Serpiente Emplumada; procuró ser fiela la forma de vida que ésta le había mostrado.

Y cuando el inefable tiempo caminó, hastallegar muy lejos, Moctezuma murió.

Y este, conociendo que no había nadie mejoren la Tierra que pudiese proteger tan bien a susecreto, antes de macharse para siempre, dejó alcuidado de su hija, Tecuichop, la prestigiosaMoneda del Tiempo.

Los rumores de que Tecuichop custodiaba elobjeto divino que los dioses habían regalado a loshabitantes de la Tierra se expandieron por lasaldeas con velocidad, hasta llegar a los españoles,quienes trataron de robársela, provocandoincendios, destrucción y muerte.

Un día, cuando un grupo de españolesdecretaron una amenaza a muerte contra ella, si nose decidía por entregarles la moneda, Tecuichop,sabia y diligente, mandó llamar a su hija Leonor,que se había convertido en una muchacha recta y

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hermosa, y que, a pesar de ese lazo de sangre quepor siempre las mantendría unidas, su color y suaspecto eran muy diferentes a los de su madre,pues en ello, los españoles también habíanconquistado a esta tierra.

Y Leonor, a pesar de las dificultades que seencontró por el camino, actuó con rectitud, asícomo su madre, y así como su abuelo, protegiendoa la moneda y cuidando que nadie nunca laencontrara.

Porque los humanos son incapaces deabstenerla a la riqueza.

Cada vez, anhelan tener más y más.

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CUARTO RELATO

El niño que vivió en el mar

E sta historia la conozco, gracias a un viejoamigo que conocí en el ático, adentro de una caja

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de plástico, quien en ese mismo momento, en quenos conocimos, me platicó la interesanteconversación que tuvieron aquel día, hacía muchosaños, un niño y él, junto a la playa.

Sucedió en la época de los mexicanos, cuandoluchaban a filo y espada por un desacuerdo ajeno;así como los americanos y los ingleses, quienesbuscaban también la victoria en territoriosimpropios.

No obstante, dejando eso de lado y atajandolos acontecimientos de esta Tierra, habremos dellegar a una tranquila playa en el Pacífico; ydespués, a un pequeño bote viejo de madera vieja,descolorido por el resplandor del astro mayor ypicado por la burbujeante agua salada del océano.

Por desgracia, no me complace anunciar, queel niño que dentro estaba tranquilamente tumbado,disfrutando del calor del sol y descansando, erapobre y huérfano. Esto, representaba un infortunio,desde luego, sobre todo para los ingleses, quebuscaban el poder, e infortunio para losamericanos, que habían descubierto en los

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negocios de la ambición a esa religión reclamanteque sustenta la ideología de que el universo esdemasiado grande para limitarse solo a lo que nospertenece.

Pero yo les hablaba del desdichado niño queestaba descansado adentro de la barca, y a ellovolveremos.

Pues este niño, llamado Lucas y de siente años,poseía una peculiar manera de pensar y de admirarla vida, pues, a pesar de la escaza situaciónmaterial en la que se encontraba, le bastaba paraser feliz su vieja barquilla de madera, que crujía acada zarandeada del viento y de las olas, y supequeña libreta de cuentos y aventuras que habíaencontrado debajo de unos arbustos gruesos; y, site preguntas cómo es que un niño en semejantescondiciones podía vivir y aún sentirse satisfecho,he de contestar que un día comprenderás, esperoyo, que no se necesita demasiado para ser feliz enesta vida si sabemos dar diligencia a nuestrospasos.

Lucas vivía solo y tranquilo, como ya hemos

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dicho, a la orilla del mar. Se alimentaba de lo quela tierra le daba, y no se quejaba, pues sabía que silo hacía, las estrellas abandonarían su brillo y lashistorias con las que soñaba, su aventura.

Con frecuencia, unas tremendas ganas deacariciar el océano le inundaban, así que serecostaba con tranquilidad en su pequeño bote demadera, y observaba las nubes; o, cuando tocabade noche, lo que en innumerables ocasionessucedía, se quedaba tendido a sentir la danza queaquel vasto e inmenso océano le obsequiaba.

Esta historia se me dio a conocer para un díacontarla a otros, porque mi amigo quedósorprendido de su conversación con Lucas, y mecontó que lo transformó, que le hizo ver cosas quenunca antes había notado, y que lo convirtió en unamejor persona. Así que, antes de que mi amigo semarcharse para siempre, volviendo a su universo,me pidió inmortalizar al pequeño niño que le habíatransformado, suplicando mi palabra de que algúndía lo haría. Y lo hice, porque sentí que era mideber.

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Por ello, he aquí la conversación que tuvieronlos dos, en aquella tarde, junto a la playa:

—Es insoportable —exclamó mi amigo,mientras caminaba sobre la arena y observaba elocéano—. Hace demasiado calor —afirmó, conenfado.

—¿Qué te sucede? —le preguntó de pronto unavoz, que resultó ser la de Lucas, quienrápidamente, se puso de pie y llegó hasta dondeestaba él.

—Yo… —tartamudeó mi amigo, sin saber muybien qué decir—. Bueno, las he perdido —contestó— y no consigo encontrarlas.

En confusión, y sintiendo lástima por aquelhombre, Lucas inclinó la cabeza y preguntó:

—¿Qué es lo que has perdió? ¿A tus hijas? ¿Atus historias favoritas?

Al escuchar estas palabras, mi amigo miró alniño, extrañado, lleno de asombro y algoconfundido.

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—No seas tonto, niño —dijo el hombre—.Claro que no he perdido ni a mis hijas ni a ningunahistoria.

—¿Entonces, qué es lo que has perdido? —lepreguntó Lucas, curioso.

—Llaves —contestó, quejoso—. Unas llaveses lo que he perdido.

—¿Y llaves para qué? —insistió el chiquillo.—No te importa —fue la seca respuesta que le

arrojó el hombre.—No, supongo que no me importa —se dijo

Lucas, y volvió su atención a una leche de cocoque bebía y que había dejado apoyada sobre untronco.

Esta respuesta, en lo que a todos concierne,turbó a mi amigo, quien estuvo a muy poco deespetarle que era un desgraciado y grosero niño.Sin embargo, y al instante, se tragó sus palabras,pues al mirar el rostro de aquel pequeño niño, laternura y el brillo real en sus ojos le hicieron

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darse cuenta de que solo le hablaba con la verdad.Así que, cuando Lucas hubo abandonado de su

ceño cualquier interés en lo que el hombre teníapara contar, mi amigo se llenó de remordimiento yfue a sentare junto al pequeño para narrarle lahistoria de su pérdida.

Se trataba de un relato triste, según lapercepción Lucas, pues aquel inocente hombre lohabía dejado todo para viajar hasta el Pacifico yencontrar un tesoro que su viejo tío te habíaheredado, hacía dos meses, poco antes de morir.En dos ocasiones, el hombre mencionó lo pobreque había sido antes de que aquella deliciosaherencia llegase hasta sus manos, y fue por eso,que no dudando en lo absoluto, abandonó todo yviajó en busca de aquel cofre, ya que deseabatener un regreso glorioso y triunfal, cuando, conaquel precioso cofre entre sus manos, sepresentase de vuelta a la ciudad.

—¿Y qué contiene, pues, ese cofre, que te hacedesearlo tanto? —preguntó Lucas, con inocencia.

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Mi amigo lanzó un par de carcajadas, pero alver que Lucas no comprendía, se calló y leexplicó:

—Joyas, por supuesto, y de todo tipo:esmeraldas, rubíes, perlas, oro…

—¿Y para qué quieres tú todo eso? —insistióde nuevo, el niño.

—¿Dices que para qué? ¡Pues para ser rico,por supuesto! —exclamó en respuesta.

—Yo soy rico, y no tengo nada de eso quedices—contestó Lucas.

Tras pensarlo un poco, mi amigo lo admitió:—No te entiendo.—¡Mis joyas! —le explicó Lucas, como si no

fuese ya bastante obvio—. El océano, las estrellaspor la noche, los frutos del bosque, las historiasque tengo dentro de mi propia cabeza, solo paramí… ¡Pregúntale a los peces, y ellos te dirán queno te miento!…

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De esta manera, Lucas, sin que se dieserealmente cuenta de ello, ayudó a un pobre hombreque se convertía en adulto, en viejo.

A alguien que había perdido la capacidad dever lo bello e increíble que las experiencias, losmomentos, las aventuras, los sueños y la simplezason capaces de dejar adentro de nosotros, y demarcarnos para siempre, sellando en nuestro ser unabismo de ideas inmortales, de valoresimborrables y de un gozo eterno, que nadie jamáspodrá arrebatarnos.

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QUINTO RELATO

Eduardo

E duardo es un niño pobre.Vive muy cerca de una montaña que se alza

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prestigiosa rumbo al cielo adentro de un cuarto decemento, y se cubre la cabeza con un techo delámina oxidada, que su madre ha construido, sola,porque Raúl, el papá del niño, los abandonócuando ya no le quedaba dinero para pagarcualquier cosa, ni siquiera para comprar frijoles,tortillas o arroz blanco, una vez cada dos semanas.

María, su madre, limpia las casas de mujeresricas, de las señoras que tienen un carro, y ropanueva, y comida diferente cada día de la semana.

Cuesta mucho dinero pagar la renta del lugaren donde viven, y como ella ya no tiene más, suspadres, los abuelos, se han mudado a su casa, quees todavía más pequeña que la que tenían antes,para vivir con ellos y ayudarles; tienen menosespacio, eso sí, pero se reparten la renta y nocuesta tanto dinero para pagar.

Eduardo ha cumplido ocho años.Una semana luego de su aniversario, los

abuelos le avisan que María, su mamá, hadesaparecido. Le dicen que nunca más volverá a

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verla; y escucha palabras como narcos,delincuencia organizada y violada. Escuchatambién la palabra muerta; la única que Eduardomás o menos entiende. Sin embargo, él está seguroque María, su tan dulce y querida madre, se hamarchado de este mundo como una guerrera, comouna heroína, luchando por la vida y la felicidad.

Es por eso, y solo por eso, que no deja deasistir a la escuela y de echarle ganas a la vida.

Desde que su madre murió, vive sólo con losabuelos, y son ellos quienes le instruyen, los quedicen que un día, si trabaja muy duro y se esfuerzabastante para conseguirlo, podrá ofrecerle unamejor vida a su familia, si es que en algúnmomento decide tener una.

Le dicen que los sueños se ven muy lejos, peroque en realidad, están mucho más cerca de lo quecreemos.

Eduardo lucha, constantemente, porque haleído y sabe que allá afuera, en alguna parte, sepuede encontrar una mejor vida, una mejor manera

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de existir.El abuelo de Eduardo de llama Pancho,

panchito, le dicen. Y es jardinero; jardinero ymecánico; y lava baños, y hace todo lo que lepropongan, todo lo que esté en sus manos parallevar alimento hasta su casa; alimento, y cadasiete meses, un libro usado para Eduardo, porquesabe que le encanta leer y que será la única formade que el niño salga de ese hoyo obscuro en el queha nacido.

La abuela del niño se llama Francisca, y estámuy enferma. No ha ido a ver al médico porque notiene nada con qué pagarlo, pero saben que sesiente débil porque ha trabajado mucho toda suvida y porque su cuerpo ya no tiene la mismafuerza que solía tener.

—Te pondrás bien, abuela —le dice Eduardo,pero en el fondo sabe que esa no es la verdad. Y losabe, así como supo que la muerte de su madre nose trató de algo justo; pero es que este no es unmundo en donde la justicia se ande paseando porlas calles, ella aguarda paciente, allá, donde un día

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regirá.En la escuela, Eduardo saca buenas notas;

sobre todo en español. Se esfuerza mucho porquesabe que su abuelo trabaja duro para pagarle losestudios, para que un día, como no dejan dedecirle, si tiene suerte, consiga forjar un mejorfuturo.

Pero, ¿cómo sería un mejor futuro?Para sus amigos de la escuela, Paco y Juan,

seguro que una vida mejor es tener ropa compradaen el centro comercial, como la que llevan losniños ricos para los que sus madres trabajan.Seguro que es eso, o tener un nuevo celular, unoque no sea torpe y que saque retratos buenos, nocomo esos que saca el viejo celular que tiene elpapá de Juan. Tal vez, para ellos, una vida mejores tener una televisión más plana, una muy grandeen dónde mirar tranquilos los partidos de fútbol.

Pero, para él, para Eduardo, ¿qué es realmentetener una vida mejor?

¡Ah! Conoce perfectamente la respuesta. Ha

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soñado con ella cientos de veces.Es tener un pequeño librero repleto de

libros… ¡Imagínate, cuántos libros podrían caberadentro de un librero pequeño! ¿Cuántos librospodrían caber adentro de cuatro estantes? Seguroque un montón.

Eso es, lo que con todo su ser, desearía.Aunque, en realidad, a veces se siente culpable

de tener un sueño tan maravilloso, porque leparece que es despreciar el regalo de su abuelo.Se siente muy contento y agradecido con los treslibros que su abuelo le ha dado en los últimos tresaños, y no debería desear querer más.

Eduardo, cuando escribe, lo hace en suslibretas de la escuela. Esta es la tercera vez que lamaestra lo regaña por acabarse el espacio y notener en dónde apuntar las cosas de la escuela.

—Dile a tu padre —le dice ella— que tecompre una libreta. No vuelvas a usar las de laescuela.

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Eduardo quiere replicar y decir que no tienepadre, que ni siquiera conoce su rostro; que suabuelo, el hombre con el que vive, ni aunquequisiera, podría comprársela.

Pero se queda callado.

*** Miguel es hijo único. Tiene nueve años, recién

cumplidos, y cinco cajas de regalos que harecibido de sus padres; tres son de su papá, y dosde su mamá; ninguno ha podido entregárselos enpersona porque el padre está en Irlanda, haciendonegocios, y su madre en Europa, viajando conamigas.

Miguel no tiene permiso de salir concompañeros ni de asistir a fiestas, y mucho menos,

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de ir a la escuela solo. Nada de eso, por dossemanas. Su padre ha arreglado cuentas con elcolegio al que Miguel asiste para que puedaquedarse en casa y sin que le marquen faltas; eso,con dinero lo arregló.

Esa mañana de su cumpleaños, Irma, susirvienta, le ha preparado una deliciosa tarta dequeso, solo para él. Pero Miguel está enfadadoporque sus padres no están y porque no pude salircon amigos, que no tiene ganas de comer pastel,así que Irma, porque Miguel así se lo ha ordenado,lo pone en una caja de plástico y lo acomodaafuera, arriba del bote de la basura.

Miguel enciende la televisión y deja el canalpuesto en donde están trasmitiendo un partido defútbol; pero los jugadores le parecen malos yacaba aburriéndose. Entonces, mientras caminahasta la pulcra oficina de su padre, enciende elcelular nuevo que le han mandado desde Irlanda, ypone música. Pero, como se encuentra disgustado einconforme porque no tendrá fiesta de cumpleaños,se mete a la biblioteca de su padre y se tumba en

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el sillón a jugar videojuegos con su consola nueva.Está rodeado de montones, de cientos de

libros. Pero él no les presta atención.La consola acaba fastidiándolo y la deja caer

al suelo, con descuido. Y molesto, por todo, sepregunta por qué la vida es tan injusta. Odia a suspadres y desea que nunca tuviesen que haberexistido, que nunca hubiesen formado parte de suvida.

Desea poder tener una vida mejor.

*** Eduardo cumple años. Once.Está leyendo por séptima vez el primer libro

que su abuelo le dio, hace cuatro años. Se queda

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un rato ahí, pero al final se levanta para ayudar asu abuela a cambiarse de ropa y a ir al baño; ellaestá muy débil, y Eduardo sabe por qué. Entoncespiensa, pero solo para él, que pronto se irá junto asu madre. Luego, la abuela le da un abrazo cálido,pero no porque pueda recordar su cumpleaños;seguramente, de eso no puede acordarse ya. Perolo ha abrazado porque ama a su nieto y sabe que esun chico excelente y especial.

Eduardo, durante todo el día de su aniversario,no ha visto a su abuelo, pues este se ha levantadotemprano para ir a trabajar, y llegará de noche.

A las diez, cuando afuera ya está obscuro,Panchito llega a casa, cansado. Le da un abrazo asu nieto y le desea un muy feliz cumpleaños.Eduardo no espera recibir ningún obsequio, asípuede sentirse contento. Sin embargo, luego desaludarlo, el abuelo se saca un pequeño libro delbolsillo, y se lo da. Al hojearlo, Eduardo no sabecómo contener tanta emoción. Entonces, Panchitotrae a la mesa una caja de plástico que se haencontrado por el camino, encima de un bote de

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basura, y le da una tarta de queso al festejado.Y Eduardo no sabe cómo es que la ha

conseguido. Pero hay algo que sí sabe.Sabe que es el niño más feliz y afortunado del

mundo.Sabe que no hay nada mejor en la vida, que

aquel precioso día de su onceavo cumpleaños.Un día, que jamás va a olvidar.

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P oema:

Árbol luminoso de la Navidad,tu cimera verde nos dé claridad

y alegría y triunfo en la tempestad:Árbol luminoso de la Navidad.

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Eres, árbol claro, un amanecer:tu sombra es la fuente que apaga la

sedy nos hace buenos hasta sin querer:

Eres, árbol claro, un amanecer.

Por ti es bello el mundo y dulce elvivir,

árbol inefable que no tiene fin,alta y luminosa torre de marfil:

Por ti es bello el mundo y dulce elvivir.

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Roberto Meza Fuentes 1899-1987

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SEXTO RELATO

La esfera dorada de cristal

C uando se vive en un pueblo tranquilo,soleado, donde el navideño mes de diciembre pasa

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de largo sin que la naturaleza lo note demasiado,puede que al cabo de un tiempo, las cosas sevuelvan un poco monótonas y aburridas.

No obstante, esta esta navidad había ocurridoalgo completamente inesperado. El cielo se habíapuesto de humor, sonriente y fresco, dejando caercon delicadeza finos copos de resplandecientenieve. Los techos, las calles y los árboles estabanbañados de un rocío blanco, puro y suave, como elazúcar refinado sobre un polvorón irresistible. Elhielo, cristalino y filoso, se apachurraba conpremura en las esquina de las ventanas, sobre loscoches y a un lado de las ramas caídas.

Se sentía duro y malvado, el frío de aqueldiciembre; sin embargo, renacía el gozo dentro delos corazones de las personas, ya que, sin aquellanieve, esa navidad no habría resultado ni la mitadde interesante y armoniosa, como lo fue, en aquelaño del 2016.

Dicho alboroto sucedía en el sereno yarmonioso pueblo de Pachuca de Soto. Los tuzos(habitantes del pueblo) aguardaban impacientes la

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llegada de la navidad, la cual se encontraba cerca,muy cerca.

Dos calles a la izquierda, dando frente a latorre del famoso Reloj Monumental situado amitad de la Plaza Independencia, se alzaba lapequeña casa en donde Paula y Julio Telles vivían.

Por una de las ventanas laterales, la que daba ala sala de estar, se podían observar los sonrientesrostros de estos dos gemelos, quienes, además dehallarse emocionados por la deliciosa nieve quedescendía ligera desde el cielo, no podían esperara que llegase el veinticinco de diciembre, porqueentonces, ese día, festejarían al fin su décimocumpleaños.

Había sido tanta la emoción que, desde elprimer día en que sus vacaciones iniciaron, ladecoración en su casa también comenzó,implantando un ambiente navideño al colgar lasluces en las ventanas, los manteles rojos y verdessobre las mesas de la sala, los cascabeles en lospicaportes de todos las puertas y, sobre todo, elalto pino navideño que se alzaba en pos de la

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dorada estrella que llevaba en la punta.Sin embargo, habían hecho todo eso e incluso

las cosas que no habían podido hacer mientras seencontraban en la escuela, por ello, a los pocosdías, todos sus proyectos se acabaron y sequedaron sin nada para hacer. Y resultaba aúnmayor el desagrado, el saber que faltaba un díapara que fuese navidad, y así mismo el día de sucumpleaños, mientras ellos, sentados en el sofá dela sala, no tenían ninguna actividad por realizar.

Así que Paula, cansada y llena de ganas porhacer algo que fuese divertido corrió a hablar consu mamá:

—Mamá —le dijo Paula, aburrida —queremoshacer algo.

—Lo sé, cariño —contestó Patricia, su madre—, pero no tengo cabeza ahora para pensar en unasolución. Lo siento.

—Bueno —agregó la niña—, en realidad,Julio y yo habíamos pensado que podías llevarnoscon el abuelo Fausto…

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El abuelo Fausto era bien conocido, y no solopor sus familiares, por pasar mucho tiempo solo yaislado en su casa. Desde que Abigail, su amadamujer, se había marchado de este mundo, él ya nosalía de casa.

Y sus hijos, dos varones, no volvieron avisitarle como solían hacer; ya que Marcos, elmayor, se había mudado permanentemente aFrancia, y este año, no podía permitirse un gastoeconómico tan grande para ir a visitarlo; y, porotra parte, su segundo hijo llamado Leonardo(padre de Paula y de Julio), se había alejad de éldesde que la abuela falleció, pues entre ambosaumentaron las discusiones al grado de no hablaremás; era una situación nada agradable para elabuelo Fausto, más no por ello, los gemelos Telleshabían dejado de quererle y admirarle.

Desde la última vez que los chicos le hicieronuna visita, habían pasado poco más de dos meses,y en aquel maravilloso día rociado de nieve,parecía ser el momento perfecto para volver averle. Sobre todo, porque vivía lejos, a media

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hora de la casa de los Telles, en medio de undelicioso y tupido bosque de altos pinos

Al recordar la pregunta de su hija, Patriciasuspiró: Leonardo, su marido, se hallaba de viajepor asuntos del trabajo y no regresaría hasta lanoche del siguiente día, así que a ella le parecióque, pasar tiempo sola, relajada, comiendopalomitas y mirando la televisión todo el día, erauna buena idea.

—Llamaré a Esmeralda para preguntarle —contestó Patricia, sonriendo a sus hijos.

Diez minutos más tarde, les comunicó que elabuelo podía recibirlos en su casa esa noche, y losgemelos, contentos como dos gallinas locas,corrieron de prisa hasta su habitación, dondeencontraron apilados montones de juguetes portodas partes, entre rompecabezas, libros,peluches… y sobre todo, debajo de la cama deJulio, que estaba repleta de carritos y legos, hallósu caja de madera conde guardaba sus TesorosPerdidos, tales como canicas, dientes, lagartijasdisecadas, monedas de otros países y un par de

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calcetines viejos.Paula, que tenía su cama del otro lado de la

habitación y junto al libero y a la cómoda,mantenía sus cosas con mayor orden; sus muñecas,por ejemplo, las guardaba delicadamente en uncajón, y sus diademas, que muy pocas veces usaba,del otro lado y adentro de una caja de madera. Enel librero marrón de la esquina había libros tantode Paula como de Julio, algunos desde cuentosmuy cortos hasta novelas que franqueaban lassetecientas páginas; Paula estaba orgullosa dedecir que los había leído casi todos.

Delante de las camas había dos armarios enlos que guardaban su ropa, de donde Julio,apresuradamente, tomó la mochila negra y ampliaque su padre le había obsequiado, y Paula preparósu ropa, además de agarrar también una linternaroja y su cuento navideño favorito, que lo tenían enuna edición muy antigua y pertenecía a lacolección que Charles Dickens había escrito. Nodemoraron mucho más y bajaron a prisa,dispuestos a irse con el abuelo.

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El reloj de la sala marcaba las 4.12 de latarde, y si no se daban prisa, puesto que parallegar con el abuelo tenían que cruzar el pueblo yviajar por carretera, la noche los atraparía antesde lo esperado y no sería agradable,

De frente al Reloj Monumental, que estabasituado en la Plaza Independencia y del que les hehablado antes, se paraba una mujer con un carrito avender elotes, sabrosos y crujientes. Así que antesde continuar, Patricia se detuvo y les compró a losgemelos un vaso de elote desgranado; y cuando lachica lo probó, los crujientes granos calentitos delmaíz y el derretido queso la hechizaron de ungustillo formidable.

—Me encanta —musitó, comiéndose el elote.A pesar del tiempo que les tomó llegar, el

camino se sintió ligero, porque la carretera quellevaba a la casa del abuelo se hallaba en muybuen estado, y adentrarse en el bosque, no fue paranada peligroso.

Y cuando giraron a la izquierda, apareció ahí,

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plantada a mitad de los árboles, la casa de madera,pintoresca y de tejado rojo.

El viento se dejó venir en un torrenteescrupuloso, y Patricia, Paula y Julio, al bajar delcoche y aguardar de pie afuera del umbral,esperando a que abriesen la entrada, tiritaron defrío y se estremecieron cuando el viento lesacarició la cara.

—Oh, pasen, pasen. —Por la puerta de maderase había asomado la redondilla cabeza deEsmeralda, una chica baja y rechoncha de cabellorizado y pronunciadas curvas, quien era el ama dellaves en la casa, además de cocinera y lava todo.

Sin demorar más de lo necesario, pasaron porla puerta y se metieron en la casa.

La chimenea salpicaba un fuego lento y cálido,irradiando un delicioso calor que matizaba la salacomedor y la cocina.

Esmeralda, ayudando a los chicos a quitarsesus chamarras, las colocó en el perchero queestaba junto a la puerta, a un lado de la ventana.

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—Por un momento, llegué a pensar que novendrían —informó Esmeralda, con ese tono suyocansado y agitado que tenía.

—Nos detuvimos por elotes —le explicóJulio.

—Ah, ya veo —y asintió Esmeralda.Mientras entablaban esta irrelevante

conversación en el salón, el abuelo Faustoapareció por la entrada de la cocina, mostrandouna amplia y próspera sonrisa.

—¡Abuelo! —gritaron los gemelos, al verlollegar.

Compartiendo un abrazo cálido, Patricia, Paulay Julio compartieron un cálido abrazo con elabuelo Fausto. Era un hombre alto y entrado enaños, con más cabello blanco que café, y con unosojos marrones que, a pesar de los años, reflejabanbelleza y juventud.

—Gracias —empezó a decir el abuelo aPatricia—por haberlos traído.

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—Insistieron mucho —fue la seca respuestacon la que Patricia contestó—. Bien, tengo queirme; no quiero que me toque mal clima.

—¿No probarás la tarta de queso que hepreparado? —preguntó Esmeralda en un tono quereflejaba su decepción, dejando caer luego loshombros con un lánguido suspiro.

—No. —contestó Patricia. —Me temo que no.Y despidiéndose de sus hijos con un desabrido

abrazo se marchó de la casa.Sobre la cálida chimenea de la sala, había una

viga de madera en la que posaban dos floresnoches buenas, deliciosas y frescas flores rojas.

El abuelo Fausto, sintiendo la ausencia de unacálida conversación, aprovechó para informarlesla próxima tarea que habrían de realizar.

—Falta solamente traer el árbol navideño.—Y ¿en dónde está? —dijo Julio, mirando

hacia todas partes sin encontrarlo.

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—Es parte de una sorpresa que estabapreparando —continuó el abuelo.

—¿Así que…? —insinuó Paula.—Irán ustedes con Fernando al bosque a cortar

el pino —ese tal Fernando era el hombre queayudaba al abuelo Fausto con las pesadas dejardinería.

—¿Es una broma? —dijo Julio, medio queasustado medio que emocionado.

—Más o menos —sonrió Fausto—. Yo nopuedo salir; tengo un problema delicado de salud,y andar por el bosque a estas horas no me vendránada bien. Pero ustedes que son jóvenes y fuertesseguro que pueden soportar las leves corrientes deaire frío.

Los gemelos se miraron, confusos einquietantes, y sonrieron al darse cuenta de queresultaría todo una aventura salir al bosque sin quenadie les regañase por una cosa o por otra.

—Será estupendo ir —concluyó Julio.

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Fausto sonrió, complaciente y agradecido.—Francisco está en la cochera arreglando la

base de madera que llevará el árbol. Pero háganmeun favor —añadió su abuelo—: lleven esta caja defocos a la bodega de allá afuera; no es la correcta.En su lugar, traigan una de color verde chillón, ahíes donde están los que funcionan bien. Arrópensebien.

Asintiendo, Fausto se encaminó rumbo a lapuerta, que daba entrada al corredor, que entoncesllevaba a la habitación del abuelo y luego a suestudio, y se cerró de golpe detrás del viejohombre que la jaló.

—Bueno, supongo que debemos llevar la caja—dijo Paula, mirando a su hermano.

Esmeralda, sigilosamente, se había esfumadode la sala puesto que se hallaba muy ocupadapreparando empanadas de calabaza, así como elchocolate, y no quería que nada sobrepasara elpunto en que debía ser cocinado.

Los gemelos se quedaron solos en la sala, y la

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idea de ir a la bodega, entonces pareció agradable.—Quizás encontremos algún tesoro —dijo

Julio, sonriendo y fantaseando.La bodega de afuera era un cuarto de cemento

construido en la última parte del terreno, allá a lolejos, después de la cochera. Grande y medioabandonado, era un sitio rodeado de arbustos ypinos altos; se parecía, en medidas y altura, a lamitad de lo que medía la recámara de los Telles.

La puerta tenía un candado, pero alguien habíaolvidado cerrarlo. Paula lo sacó de la cadena yempujó la lápida de hierro que hacía la función depuerta. Encontró dentro un interruptor y loencendió, moviéndose luego para dejar pasar a suhermano, que llevaba cargando la caja de luces.

—Supongo que puedes ponerla por ahí —ledijo la chica, señalando un rincón vacío. Julio hizounas muecas y dejo caer la caja; al tocar el suelo,las paredes se estremecieron, retumbando, y algodentro de la caja se quebró.

—Creo que se ha roto algo —murmuró el niño.

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—Qué listo —suspiró la chica, sintiéndoseadulta.

—¿Qué caja es la que tenemos que llevar? —preguntó Julio.

Había muchas cajas de maderas y cartónesparcidas por todas partes, llenas de cosas, asícomo esas bodegas repletas con desorden que lagente no necesita pero que insiste en conservar porsu un día se vuelve necesario hacer uso de dichosobjetos.

—Entre tantas cosas —dijo el niño—, serádifícil encontrarla. Busquemos una que diga algosobre focos o luces navideñas.

La mayoría de las envolturas llevaban grabadoel nombre de lo que había dentro, perodesgraciadamente, ninguna se ajustó a sus ideales.

Revolviendo muebles y objetos, se detuvo uninstante. Y vio entonces, reposando sobre laestantería de un librero de hierro, a una medianacaja de madera, labrada con delicadeza y marcadacon figuras indefinidas sobre los bordes de

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madera, hechas a base de metal y oro.El niño se paró sobre unas bolsas que

contenían alguna estatua vieja, y sin tiempo casipara darse cuenta, resbaló hasta el sueloarrastrando consigo un montón de cajas, entre lascuales se hallaba la preciosa de madera que habíavisto sobre la estantería, pues todo el librero demetal se vino abajo cayendo sobre el chico.

—¡Cuidado! —gritó Paula.Mortificado por el asunto de que su hermano

se hallase debajo de todas aquellas cosas, se lanzóa removerlo todo y buscar al pequeño niño, queintacto como Daniel en el pozo de los leones,había asomado la cabeza y ahora miraba a suhermana, despreocupado y riendo.

—¿Estás bien? —preguntó Paula. —No haynada gracioso, algo muy malo te pudo haberpasado

—Sí, claro que estoy bien —contestó el niño—.De hecho, estoy muy bien. Mira.

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Las manos pequeñas de Julio, sostenían elcofre que antes había capturado su atención, ycurioso hasta la médula, la tendió a su hermanapara que la abriera.

—Es un cofre muy bonito —dijo la chica.—Ya lo creo —asintió el niño—. Y si no

piensas abrirlo tú, lo haré yo mismo.—Pero… —dudó la niña.Atrayendo de vuelta el cofre, Julio Telles

levantó la tapa. Al principio estaba atascada, perocon algo de fuerza consiguió abrirla.

—Vaaaya… —suspiraron los niños al mismotiempo.

Una luz dorada emanaba de la grande esferaque había en el interior de aquél mágico cofre, yresplandeciendo como una estrella de la noche, laesfera se dejó admirar por los gemelos Telles,brillando con majestuosidad y hermosura.

—¿Qué será? —preguntó Julio, no muy segurode que en realidad hablaba en voz alta.

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—Es una esfera, claro —contestó la niña conacento burlón.

—Eso ya lo sé —agregó Julio—. Pero es decristal, y no parece ser un cristal cualquiera.

Contemplando cada movimiento mientrasacercaba sus manos a la esfera, poco a poco susmanos la tocaron, y el niño se atrevió a sacarla. Sesentía como un hechizo inquebrantable, romántico,quizás algo peligroso.

—Es deslumbrante —murmuró Julio.—¿Para qué servirá? —inquirió la niña.—Pues para colgarla en el árbol, claro.—Deja que la agarre —exigió Paula, y alargó

sus brazos en un arrebato para sostenerla.Resistiendo, el niño no cedió ni un poco el

objeto; y sin que ninguno de los dos pudiese haceralgo al respecto para impedirlo, pues ya erademasiada tarde, la esfera dorada de cristalresbaló de sus manos, y se quebró, igual que unataza frágil de porcelana hubiera hecho.

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Contemplando la desgracia que ocurría, Paulay Julio se miraron.

—Esto es malo —musitó Paula.—Ha sido tu culpa —le acusó Julio, triste de

haberla roto.—Ha sido culpa de los dos, Julio. Lo sabes

bien.—Echarme la culpa, no me importa. Pero el

abuelo va a matarnos cuando se entere de quehemos roto su esfera de cristal.

—Parecía ser muy cara —agregó Paula,suspirando—. Mamá se enfadará un montón si elabuelo nos exige pagarla.

Julio contempló los trozos de cristal,quebrados y despilfarrados en el suelo, y entoncesno le parecieron tan puros y perfectos.

—No tienen por qué enterarse —murmuró elniño con algo de vergüenza.

—¿Les vamos a mentir? —exclamó Paula.—

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No, eso está muy mal. —No —le calmó el niño—, no les vamos a

mentir. Simplemente, no diremos nada de lo que hapasado aquí. Ni siquiera comentaremos el desastreque hemos hecho y nadie tendrá que saber lo quepasó. Vamos, échame una mano para guardar loscristales de vuelta al cofre.

Así, los gemelos Telles regresaron loscristales rotos y ordenaron a cómo pudieron lascosas que habían resbalado. Y poniendo todo devuela en su sitio, salieron de aquella tenebrosabodega.

Fue en ese momento cuando la voz deFernando resonó en el aire:

—¡Niños! —les gritó.—Rápido, Julio, vamos. Seguro que quiere ir

por el pino al bosque.

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*** Los gemelos echaron a correr, presurosos y

algo culpables por la ruptura de la esfera, yllegaron hasta donde estaba Fernando, fuera de lacochera, sosteniendo un serrucho con su manoderecha, listo para salir en busca del perfectoárbol navideño.

Les tomó una hora llegar hasta el lugar, y casiotra más para volver. No obstante, su regresoresultó victorioso puesto que traían consigo unhermoso pino verde que emanaba una deliciosafragancia natural.

De vuelta a la estancia de la casa, el calor seapoderó lentamente de ellos y nuevamentedisfrutaron el cálido abrazo que el fuego de lachimenea les brindaba.

Paula, deteniéndose un instante para mirar lahora, vio que era las siete de la noche, pasadas.

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Asomando su rechoncha cabecilla, Esmeraldamiró por la ventana, sigilosa, y tras unos momentosde incertidumbre en su semblante, se volvió a lasala.

La tarea de adornar el árbol fue relativamentesencilla, porque Esmeralda se ocupó de las luces ylos niños de poner los adornos extras.

Al finalizar la emocionante tarea de adornar elpino (aunque habría resultado mucho mejor si elabuelo hubiese estado con ellos), Esmeralda lesofreció las empanadas y el chocolate que habíaestado preparando. No obstante, Paula percibióalgo curioso en la uña pequeña de la manoizquierda de Esmeralda, pues en lugar de hallarsepulcra y perfecta, como el resto de sus uñas, laencontró rasgada y mugrienta; le pareció undescuido de lo más desagradable.

—Gracias —dijo Fernando, cuando la mujer leofreció el chocolate caliente—, pero a mi no meapetece. Tengo trabajo afuera que debo terminar.

Haciendo una mueca de ofensa, Esmeralda

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apartó la mirada, desdeñosa, y le ofreció un pocomás a los niños.

—Aquí tienen, chicos.—¿En dónde está el abuelo? Casi ni lo hemos

visto —preguntó Julio. Había dejado su taza sobrela mesa mientras caminaba hasta la chimenea,donde se sitió un poco ausente y solitario;realmente, le habría gustado que el abuelo Faustopasase más tiempo con ellos.

—Oh —suspiró Esmeralda, chasqueando lalengua y negando—. Le entró un mareo mientrasustedes estaban en el bosque, y decidió acostarseun rato. ¿Por qué no terminamos de decorar elárbol navideño? —propuso de pronto—. Losadornos están en esa caja de ahí. No creo que lehaga falta más luces, se ve muy bien así como está;pero un poco más de esferas no le vendría nadamal. Ánimo, no se desanimen. Hay que darle unasorpresa al abuelo Fausto cuando se despierte.

En respuesta a las palabras de la cocinera, losgemelos se levantaron y recobraron sus fuerzas,

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animándose y terminando las decoraciones quehabían comenzado.

No obstante, Esmeralda se comportaba de unamanera extraña. Miraba de cuando en cuando porla ventana, con el ceño fruncido, y murmurabapalabrotas mientras regresaba su mirada a laestancia.

Algo curioso le pasaba… Sin embargo, losgemelos Telles no se dieron cuenta de ello.

Fernando, que había salido de la casa unosminutos luego de su incómodo diálogo con lamuchacha, había olvidado un martillo encima deun sofá de la sala. Esmeralda, al verlo, frunció elentrecejo y pidió a Paula y Julio, muy enfadada yobsesionada, pues llevaba toda la tarde limpiandola casa, les dijo que se lo llevasen de vuelta paraque el despistado hombre lo guardase en su sitio.

Observando el frío exterior, los gemelosintercambiaron una mirada desairada y no lesquedó otra opción más que completar en mandatorecibido. Así que Julio, tomando el martillo, salió

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de la casa, arropándose muy bien, para luego serseguido por su hermana mayor.

El cielo de las ocho se había llevado casi todala luz del sol, y en su lugar, la luna alumbraba sucamino como un extraviado farol.

La luz de la cochera se veía lejos, escondidabajo las ramas de los muchos árboles, y Paulaapresuró el paso puesto que deseaba regresar a lacasa lo más pronto posible.

Su hermano se había quedado atrás, y cuandola chica se giró para decirle que caminara con másprisa, sintió que la sangre se heló, tras el terror dela escena que a continuación percibió.

Y gritó muy fuerte, porque Julio, el pequeñoniño de sonrisa curiosa y alegre, estaba siendotragado por el robusto tronco de un árbol grande;parecía inconsciente, como si su cuerpo no leperteneciese más, y llevaba los ojos abiertos, fijosen la nada.

Y un instante después, no quedó nada delpequeño.

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—¡Esmeralda! —gritó a todo pulmón la niña,entrando en la casa.

La muchacha se hallaba en la cocina (¿dóndemás?) y dio un brinco leve al escuchar los gritosde la niña.

—Cielos, niña, ¡me asustas! —contestó esta—.¿Qué es lo que te pasa? Uno podría jurar que hasvisto un fantasma.

—No fue exactamente un fantasma —jadeóPaula—, pero sí a un árbol que se ha tragado a mihermano. ¡Necesitamos hacer algo y ayudarlo! —suplicó entre sollozos.

—¿Me quieres tomar al pelo? —insinuóEsmeralda, ofendida y sin creer absolutamentenada de lo que la niña le decía.

—No, por supuesto que no —insistió—. Tratode decirte que mi hermano está en peligro, ¡y quetenemos que ayudarlo! ¡Se lo ha tragado un árbol!

La muchacha rechoncha enderezó la espalda ya continuación se aclaró la garganta.

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—Muchachita —empezó a decirle Esmeralda—, quizás soy joven, pero a lo largo de mi vida,mis nervios han sido alterados de una forma muydesagradable, y no me parece nada gracioso que túy tu hermano me tiendan bromas como estas. No esmi problema que sus padres no los atiendan comoes debido; y, por desgracia suya, yo no soyresponsable de eso, y les advierto: no jueguenconmigo porque bien no les irá. Ahora, busquenalgo para hacer y dejen que trabaje en paz. Fuera,fuera —le pidió, desinteresadamente. Y como sinada extraño estuviese sucediendo, comenzó atararear una melodía armoniosa, dulce, casi alegre,que molestó tanto a Paula que cerró la puerta degolpe y fue directamente al estudio de su abuelo.Porque si había alguien amable en aquella casaque estuviese dispuesto a ayudarla, era el abueloFausto.

Pero cuando entró al estudio, no encontró anadie. Observó con sigilo las paredes repletas delibros, los mapas colgados sobre un corcho y lasfotografías de viejos recuerdos sostenidos en la

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pared. Pero el abuelo no estaba en la silla delescritorio ni en el sofá junto a la ventaba.

Regresó cuidadosamente por el pasillo y sedetuvo delante de la recámara de Fausto. Porque,si no se hallaba en su estudio, naturalmente debíaestar adentro de su habitación.

Hacía un montón de tiempo que no entraba aese lugar, y fue por ello que se sintió asustada, unpoco preocupada, y un escalofrío a largo de sucuerpo, desde los pies a la cabeza.

Y por un momento, le pareció que mejor noquería pasar.

Pero entonces recordó a su hermano Julio, enlo muy asustado que seguramente estaba y encómo se estaría sintiendo ahora. Así que se armóde valor y giró el picaporte, empujando la puertade un golpe.

Era una recámara similar al estudio, contapices marrones y rayas un poco más obscuras; ycon esos muebles curiosos que parecían traídosdel siglo pasado. A un lado de los espejos, había

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retratos del abuelo y la abuela, juntos, cuando ellaaún vivía. Y por algún motivo extraño, Paulapensó que, el cofre que habían hallado en labodega, donde dentro estaba la esfera, parecíahaber pertenecido por un tiempo a aquellahabitación.

En la cama, debajo de las colchas, dormía elabuelo Fausto.

La joven Telles se sintió algo intimidada, y unavez más pensó que mejor lo despertaba luego.Entonces se acordó que ese «luego», quizás nuncamás volvería a existir.

—Abuelo —susurró la niña, con delicadeza—.Abuelo —insistió—, despierta.

Sesudamente, el viejo hombre abrió los ojos,como regresando lentamente de un mundo muylejano, y se quedó quieto por un momento; luego sereincorporó y se frotó los ojos.

—Paula —murmuró él abuelo—. Hola, hija.¿Qué ocurre?

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—Oh, abuelo —dijo ella, desmoronándose ensollozos—. Se trata de Julio.

Fausto, levantándose y abrazando a su nieta, lemiró muy seriamente y le hizo la siguientepregunta:

—¿Qué pasa con Julio?—Oh, abuelo. Sé que te parecerá absurdo, es

lo mismo que piensa Esmeralda, pero te digocompletamente la verdad —e hizo una pausa,donde se secó las lágrimas y se sentó a un lado delabuelo—. Todo sucedió cuando salimos a regresarun martillo a Fernando, porque lo había olvidadoen la sala. Estaba muy frío, y yo quería llegarpronto, entonces cuando me giré para mirar aJulio, un árbol se lo estaba tragando. Y no pudehacer nada, y fue muy feo.

Una vez más se echó a los brazos del abuelo yvolvió a llorar.

Al escuchar todas estas palabras, el abuelohabía tomado una postura distinta. Se habíalevantado de la cama y ahora caminaba de un lado

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de la habitación hasta el otro, murmurandopalabras y pensando mucho. Mantenía consigomismo una conversación, de la que Paula noformaba parte, y hacía movimientos bruscos conlos brazos, como tratando de encontrar unasolución a todo ello. Sin duda, había creído todolo que Paula le decía.

—¿Dices —quiso saber Fausto— que un árbolse lo tragó, a mitad del camino?

—No te estoy haciendo una broma, abuelo. ¡Tedigo la verdad! Es totalmente cierto lo que te hecontado, ¡tienes que creerme!

—Hija, hija, —le tranquilizó el abuelo,inclinándose a su lado y posando sus huesudasmanos sobre los hombros de la chica—: te creo.Todo lo que dices, yo te creo.

La niña lo miró, y entonces volvió a llorar.—Oh, abuelo —le dijo—, estoy muy asustada.

¿Qué le ha pasado? ¿Se ha muerto?Manteniendo la calma y pensando, el abuelo se

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aclaró la garganta y articuló la siguiente pregunta:—Además del árbol que se ha tragado a Julio,

¿has visto algo extraño durante el día? Tal vez,algo que hayan hecho o sentido…

—No —lloró ella—. Todo ha sido normal. Nohe visto nada diferente, y no hemos hecho nadamalo.

—Ya, ya —le consoló Fausto—, te creo, hija.Está bien.

—Espera —agregó Paula de pronto—. Ahoraque lo dices, sí. La esfera, la esfera dorada.

El rostro de abuelo se volvió pálido y fúnebre,como si algo realmente malo acabase de pasar.

—¿La… la esfera dorada? —titubeó—. ¿Quéha pasado?

—Julio y yo —explicó la niña— fuimos allevar una caja de focos a la bodega de afuera, laque está en la esquina. Y vimos, sobre un librerode metal, un cofre de madera que nos pareció muyinteresante; Julio lo bajó y lo abrimos. Adentro

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encontramos la esfera dorada de cristal, que nospareció muy bonita, así que la sacamos. Pero…Oh, no era nuestra intención quebrarla, de verdadque no. Aunque —añadió—, es solo una esfera,seguro que eso no tiene nada que ver con lo que leha pasado a Julio… ¿verdad, abuelo?

Cualquier brillo de esperanza en la mirada delabuelo, se desvaneció como fino polo al escucharla historia que si nieta le contaba. Su cuerpopareció también hundirse en un abismo de dolor,de desesperanza y angustia. Entonces pareció muyviejo y asustado. Y temblando, se llevó las manosa la cabeza y se agarró de los cabellos,enfrentando un momento de ansiedad. Corrió atropezones hasta a ventana, donde luego arrastró lacortina para que no se viese nada, y se dejó caeruna vez más con pesadez sobre la cama.

—¿Qué te ocurre? —preguntó la niña,terriblemente asustada.

—Silencio —dijo a prisa Fausto, callándola—. No es momento de hablar. La esfera se ha roto,y eso significa un problema tremendo —aclaró,

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poniéndose de pie y metiéndose al cuarto de bañopara luego regresar cambiado y arreglado,dispuesto a ir a la ciudad. —Ven conmigo —lepidió a su nieta después, dulcemente—. Te lo voya explicar todo en el estudio.

Anduvieron de puntillas hasta el estudio,conservando el mayor silencio posible y cuidandoque ni siquiera Esmeralda atisbara en ellos. Faustomurmuraba palabras y frases de todo tipo, mirandohacia todas partes, procurando no llamar laatención de nada ni nadie.

Poco antes de llegar al estudio, Paula miró elreloj colgado de la pared y pudo ver que faltabanmuy pocos minutos para que marcara las nueve dela noche. Así que se sintió desfallecida y triste,pues era nochebuena, casi el día de sucumpleaños, y ella estaba sola sin su hermano.

Cuando la niña y el abuelo entraron al estudio,Fausto procuró cerrar la puerta, echándolecandado, y rápidamente anduvo hasta el escritorio,donde lo revolvió todo y rebuscó entre los cajonesy los libros.

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Y entonces, de una pequeña caja, que estabadentro de un sobre, que a la vez permanecía en uncajón, adentro de otro cajón más grande que teníael escritorio, sacó una llave de metal. Caminóluego hasta uno de los libreros, el que estabafrente a la ventana, y rebuscó ferozmente por todoslados, arrojando libros que se interponían en sucamino y metiendo la cabeza en los huecos enbusca de algo que Paula no entendía.

Y ahí, detrás de los libros e incrustada en lapared, halló Fausto una pequeña puertecilla dehierro, y metió la llave de metal adentro de lacerradura, dándole un giro brusco para abrirla.Acercó la cabeza al interior de la caja fuerte, ycautelosamente, Fausto alargó la mano para tomaralgo.

Fue cuando Paula pudo ver, bajo la tenue luzde la bombilla, un sombrero de lo más normal. Eraviejo, estilo cincuentero, y estaba descolorido poralgunas partes. La tela con la que estaba hecho erade tonos obscuros, negros y verdes, comocualquier sombrero que un hombre entrado en años

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usaría para ir a tomar un café con los amigos.Envolviendo con su cuerpo el sombrero de

tela, Fausto corrió hasta el escritorio, de dondeconsiguió sacar un revolver moderno, negro ylúcido.

Durante todo ese tiempo, Paula no se atrevió apronunciar palabra alguna. Se mantenía quieta yserena, observando a su abuelo y tratando deentender algo en medio de aquel enredo.

—Ven, Paula —le pidió el abuelo. Se habíasentado en la silla del escritorio y el revolver lohabía guardado debajo de su chamarra,escondiéndolo, y el sombrero lo sostenía con susmanos—. Siéntate aquí en el suelo, junto a mí.Tengo que ordenar mis ideas, y creo que esadecuando que lo haga con tu ayuda. Verás, se tratade un montón de cosas extrañas, pero eres lobastante mayor como para entenderlo. Te voy acontar… Mira, todo empezó con este sombrero deaquí —contó el abuelo, mostrándole el sombrero—. Es muy viejo, ¿sabes? Hace ocho años me loregaló un vendedor ambulante en una Feria de

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Juegos Mecánicos. Le hice un favor: salvé la vidade su mujer. Y el muy tonto, me lo regalóagradecido, como si me estuviese dando su tesoromás preciado. Era un sombrero gastado, y no mequedó de otra más que aceptar su regalo; despuésde todo, ese hombre era pobre y no podía caersobre él mayor desgracia que un hombredespreciando su obsequio de agradecimiento. Enun principio, me pareció ridículo conservarlo,pero entonces hallé adentro del sombreo unpequeño papel, amarillo y muy viejo, que conteníalas instrucciones sobre cómo debía usarse aquellaprenda. Sin explicación, el papel apareció ahí, yencendí así una enorme cantidad de cosas. Elsombrero tiene nombre, hija, y no se trata decualquier objeto. Paula —añadió, mostrando eltrozo de tela gruesa—, se llama Sombrero Fedora.Es un sombrero mágico que concede deseos.

«El papel que encontré —continuó contando elabuelo Fausto—, decía las cosas de manera clara,y pronto me di cuenta de que había sido confiado amí por una razón en particular. La esfera dorada de

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cristal que encontraron en la bodega, había sido undeseo que yo le pedí al sombrero cuando supe dela existencia de los Elfos Oscuros. Son unos seresaltos, fuertes y muy poderosos que viven debajo dela tierra, en su mundo llamado Svartálfar. Soninvisibles para los humanos, y por décadas se handedicado a buscar el Sombrero Fedora. Deseanpedir volverse visibles para poder combatir a loshumanos y habitar el mundo exterior, nuestra tierra—y a este punto de relato, Fausto se detuvo atomar aliento. En este instante, el abuelo Fausto sedetuvo a tomar un poco de aliento.

—Pero, abuelo —añadió Paula, envuelta enconfusión—, ¿qué tiene que ver todo esto con ladesaparición de Julio?

—La esfera, hija, era mágica también —leexplicó—. Cuando pides un deseo al sombrero, nopuede ser en cualquier momento o a cualquierhora. Es específico, y solo otorga un deseo al año.Cada veinticinco de diciembre, en su primerahora, a las doce de la madrugada. A cambio deconcedértelo, el sombrero te pide un recuerdo

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propio, que en cuanto se lo entregas, te olvidas deél. Es algo muy peligroso. Yo entregué algo devalor —le confesó, perdiendo la mirada en unpasado de recuerdos—: un pensamiento que tuabuela Abigail me había otorgado antes de morir.Recuerdo que era muy valioso y que significabatodo para mí. Pero no puedo recordar aquello queme dijo. En cualquier caso, la esfera doradaprotegía mi casa de los elfos, y mientras estuvieracompleta e intacta, ningún ser de ese mundo podríaentrar en mi terreno para nunca podrían robar elSombrero Fedora.

Deteniendo sus pensamientos por un momento,la chica se encorvó y cerró los ojos,cubriéndoselos con las palmas de sus manos yprorrumpiendo un lánguido suspiro.

—Y nosotros hemos roto la esfera —objetóPaula, entendiendo ahora lo que estaba sucediendo—. A Julio no se lo ha tragado precisamente unárbol, ¿verdad? Se lo ha tragado el mundo de loselfos.

—Así es, querida —asintió Fausto—. Ahora

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que la esfera está rota, nos encontramos en peligro,y los elfos pueden atacarnos en cualquiermomento.

—Y no podemos verlos —reflexionó la chica.—No, no podremos verlos —confirmó el

hombre, con nostalgia en la frente.Era tanta información… pero Paula no se

permitió llorar. Se mantuvo recta y serena,dispuesta a enfrentar lo que hubiese que enfrentar.No era necesario decirlo, pero sabía que los elfosusarían esa navidad para finalmente pedir undeseo, a las doce, cuando el reloj marcase elcomienzo de un nuevo día; y si no conseguíanalejar el sombrero de los elfos, lo más probable esque se saliesen con la suya. Y eso, no lo podíanpermitir. Porque Julio estaba en juego, y si algomalo le pasaba, Paula jamás se lo perdonaría.

—Paula —habló el abuelo—, necesito que mehagas un favor.

La chica asintió.

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—Necesito que vayas a la sala y te fijesencima de la chimenea —pidió, haciendoademanes con las manos—. Ahí hay un poemaenmarcado, y si los elfos no han entrado en la casatodavía, el cuadro deberá seguir ahí colgado. Asísabremos a lo que nos enfrentamos.

—¿Un poema de qué? —interrogó la niña.—Navideño, cariño. Un poema navideño. Me

lo sé de memoria —agregó, distraídamente—, ysería importante que te lo aprendieras tútambién…

Y lo recitó, verso tras verso, durante dos vecesconsecutivas. La niña lo escuchó con calma,analizando las palabras, y le pareció que habíacierta similitud con su realidad.

—Y, ¿qué pasa si no está? —dudó la niña.—Paula —interrumpió Fausto—, has lo que te

digo. En cuanto lo sepas, ven inmediatamente acontármelo. No te detengas a hablar conEsmeralda, o con alguna otra persona. Si tepreguntan por mí, contéstales que estoy en cama,

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durmiendo.—Pero…—Anda —intervino—, date prisa.Y con mucho miedo, aunque llena al mismo

tiempo de valor, Paula se vio expuesta al largo yobscuro pasillo donde cualquier pesadilla podíaconvertirse en realidad. Pero persistió, yconfiando, anduvo hasta la estancia.

Al llegar a la cocina, tenía miedo de asomarse,tenía miedo a encontrarse con algo que nunca anteshubiese visto. Sin embargo, solo encontró aEsmeralda, inclinada y observando el horno,preocupada por sus empanadas y sus muchastartas.

Paula suspiró, continuando su ligero caminohasta la sala.

Pero cuando miró encima de la chimenea, enbusca del poema enmarcado, solo halló unadesnuda pared de ladrillos.

—¿Todo en orden? —dijo una voz.

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De un susto, la niña se giró, y asustada, vio quese trataba solo de Esmeralda, quien la mirabafijamente, algo extrañada..

—Yo… —titubeó la chica—. Sí, todo bien.Tenía un poco de… de frío, y quería calentarmecon el fuego de la chimenea.

—Ya veo —asintió Esmeralda, y luego sonrió.Se dio la media vuelta, muy alegre, tarareando esavieja melodía que no se le iba de la cabeza, ycontinuó con su trabajo, que tanto le gustaba.

Y la niña, conociendo el valor de cadasegundo, regresó delicadamente hasta el estudiodel abuelo. Al llegar, dejo escapar un suspiro dealivio, y al encontrarse de nuevo con su abuelo,rápidamente le comunicó la ausencia del poema.

Fausto bajó lentamente la mirada y la perdióen el suelo de madera.

—Vaya —musitó—. Entonces, es peor lo queme detuve a imaginar. Será mejor que meacompañes, cariño.

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Poniéndose de pie, Fausto se acomodó elrevolver debajo de su suéter, le dio la mano a sunieta y juntos salieron al corredor para ir hasta lasala.

Arreglando unos adornos en el pino,encontraron a Esmeralda y a Fernando, quien habíavuelto puesto que había olvidado un martillo en lasala, y ambos se sobresaltaron cuando el abuelo ysu nieta aparecieron de improvisto en la estancia.

—Julio ha desaparecido —anunció el abuelo,a quienes estaban en la sala.

Francisco asomó la cabeza por debajo delpino, y Esmeralda, deteniendo sus labores, sequedó callada.

—El poema tampoco está —continuó Fausto—. Los elfos lo han encontrado, ya no cabe duda.

—Señor —intervino Francisco, poniéndose depie—. ¿De qué está hablando?

—Ahora no, Francisco. Los elfos saben endónde debe de pedirse el deseo. El poema lo dice:

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alta y luminosa torre de marfil.—¿Se refiere, señor, al Reloj Monumental que

está en la Plaza Independencia? —preguntóFrancisco, como si tuviese delante suyo unaadivinanza interesante.

—Sí —le contestó Fausto—. Se han llevado aJulio, y la única forma de recuperarlo es llegandoantes que ellos al reloj, y por supuesto, pedir eldeseo. Aquí tengo el sombrero, y Paula vendráconmigo. Esmeralda, Francisco —les dijo—,volveremos durante la madrugada. Maldición —blasfemó, mirando su reloj—, son las diez. Nostomará una hora llegar hasta la plaza, si bien nosva con el tráfico. Cuiden la casa y no abran lapuerta a ningún extraño.

—Como usted lo ordene, mi señor —indicaronlos sirvientes, haciendo una respetuosainclinación.

Antes de salir de la casa, Paula alcanzó aechar un vistazo a los empleados, y de manerafugaz, atisbó el preocupado rostro de Esmeralda,

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quien mezclada su menjurje muy a prisa y connerviosismo.

En la cochera, Fausto y Paula se subieron alautomóvil rojo del abuelo, y de un momento a otro,viajaban ya camino a Pachuca de Soto.

Cuando finalmente llegaron al pueblo, el relojdel carro marcó las once en punto de la noche. Yaún les quedaba tiempo, pero el tráfico era lento yles tomó mucho más tiempo del que habíanesperado para llegar. El carro lo estacionaronencima de una banqueta, donde muyprobablemente, unos minutos más tarde, llegaría eltránsito y le pondría una multa con algunaexagerada cantidad. Pero, no había tiempo depensar en las cosas cotidianas y los problemas delgobierno.

Pensaba en su hermano, Paula, mientras ibancaminando por las calles de la PlazaIndependencia. Había tanta gente que no conseguíaconcentrarse del todo en sus pensamientos, y elfrío que hacía, calaba hasta los huesos comonavajas afiladas.

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Pero sucedió entonces, mientras Fausto y PaulaTelles caminaban, una desgracia.

Porque al mismo tiempo, alguien o algo lesgolpearon en la cabeza, y en un suspiroinadvertido, se quedaron inconscientes.

*** Las imágenes se mezclaban en el aire

desordenadamente, proyectándose borrosas ydeformes.

Paula Telles sintió un dolor en la cabeza; letemblaron los pies entumecidos por el frío y losdientes le chasquearon. Trató de parpadear paratener una visión más clara, y cuando finalmente loconsiguió, a su lado derecho encontró al abueloFausto, tirado sobre un costado, encima de su

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propio hombro, con las muñecas y los pies atados.Del otro lado, acurrucado en el suelo, igual

que el abuelo Fausto, Paula vio a Julio en lasmismas condiciones. Tenía moretones en la frentey ojeras pronunciadas; verdaderamente, se veíamuy mal. Se alegaba de verle, Paula, pero supo alinstante que no se hallaban en una circunstanciaagradable.

Porque estaban dentro de una habitacióncircular, algo parecido a una azotea, con techo ycolumnas de ladrillos rojos.

Pero, sobre todo, fue terrible escuchar lamelodía que Esmeralda tarareaba en la cocina; yun poco después, el rostro de la misa apareciódelante suyo, sonriendo. Había algo nuevo yextraño en sus ojos; una ausencia desconocida queno era propia de la chica.

—¿Esmeralda? —se extrañó Fausto.La mujer llevaba puesto un vestido verde,

reluciente, sin mangas y con rojizos adornos. Elcabello se lo había recogido en una delicada

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trenza y los ojos los había maquillado de un tonobrillante y plateado. Se veía, sin duda alguna, muydiferente a la chica cocinera que Fausto y Paulahabían visto con anterioridad, antes de marcharsede la casa.

Sin embargo, el terror aumentó cuandoobservaron que con sus manos sostenía elSombrero Fedora; esa vieja prenda que portabalos colores de un bosque nocturno y al mismotiempo aquellos preciados y profundos sueños dehumanos insensatos.

Los tres tiritaban, abuelo y nietos, tratando deentender todo eso que sucedía muy a prisa ydesvelando los misterios de aquella dama quienresultaba ser mucho más misteriosa de lo quejamás pudiesen haber imaginado.

—¿Qué estás haciendo con ese sombrero,Esmeralda? —demandó el abuelo— ¿Por quéestamos amarrados? Necesito que alguien meexplique lo que está pasando.

No sin antes conservar un propenso silencio,

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lleno de incertidumbre y sarcasmo, Esmeraldatomó la palabra para contar la historia; y, sinestremecerse al sostener la mirada de su amo,pronunció sus palabras con tanta delicadeza yelegancia como nunca antes se había atrevido ahacerlo:

—Ah —suspiró la mujer—, resulta oportunoque menciones ese nombre. Pobre chica, se veíaverdaderamente asustada cuando la encontré en lacocina. «No me mates, te lo ruego», me dijo; yrogó por su vida. ¡Qué barbaridad! Yo, como erade esperarse, no me humillé a aceptar semejantesruegos, tan vulgares e impropios para una dama tansofisticada como yo.

—Así que tú no eres Esmeralda —adivinó laniña Telles—. No, claro que no. Esmeralda noestaría hablando de este modo: ella es sencilla,amable, y no se adorna con palabras tan extrañascomo las tuyas.

—Las apariencias engañan, chica —fue larespuesta de la mujer, dicho con un aliento demalicia.

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A un lado de toda esta tragedia, Julio apenascomenzaba a incorporarse. Trataba de captar laspalabras sencillas que llegaban hasta él, sin tomardemasiado esfuerzo al intentarlo. El pobre niñoestaba muriéndose de frío, frotándose las manostan rápido como le era posible para asíconservarlas calientes, y sus ojeas se habíanvuelto rojas.

Su hermana, por el contrario, no padecía contanto vigor dichos síntomas, aunque si se sentíaconfundida y cansada.

La mujer retomó la palabra, y continuó:—No obstante, he de admitir que tienes razón

respecto al tema de que yo no soy Esmeralda.—¿Entonces quién eres? —mandó saber

Fausto, respetando sus palabras.—Oh —exclamó la dama con ironía—; bueno,

deseaba que finalmente alguien formulara lapregunta. Me deleita escucharla.

El abuelo clavó la mirada en los ojos

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maquillados de la chica. El enojo en su rostrohabía aumentado como lava y las orejas se lehabían puesto ardientes a pensar del anunciadoclima.

—Como bien has dicho —prosiguió la quetenía el cuerpo de Esmeralda—, no soy la chicacocinera. Yo me llamo Heliana, y en realidad, soyuna elfa; mucho más guapa que esta muchacha,desde luego, porque mi cabello no es café sino quenegro, y mis ojos, son algo más claros. Ah, y esmenester mencionar que soy muchísimo más alta yesbelta que ella. En cualquier caso —e hizo unapausa para tomar aire—, mi cuerpo todavía esinvisible, y para que pueda yo estar hablando conustedes, he robado el de esta chica, Esmeralda.Por ello luzco así de aburrida; fue lo mejor quepude hacer —y soltó un bufido—. En realidad, fuerelativamente sencillo adquirir su aspecto. EnSvartálfar tenemos una receta para cuandoqueremos transformarnos en humanos. Es bastantedifícil, sobre todo la segunda parte, donde tenemosque esperar al invierno y a la luna llena. Pero

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entonces, encontrar la materia del humano esrealmente fácil. Le tuve que arrancar varioscabellos a la chica y una uña para luegocomérmelos. ¡Fue muy desagradable! Sin embargo,aquí estoy. Siendo Heliana Dessir con laapariencia de Esmeralda. Después de tantosmalditos años, lo hemos conseguido. ¿Escucharoneso? ¡Lo hemos conseguido! —gritó a todo pulmón—. Siempre lo hemos intentado. Todos los años, alas afueras del terreno, donde los poderes mágicosde la esfera no alcanzaban a llegar. Teníamos muypoca esperanza para esta navidad. Y entoncesocurrió: tus estúpidos nietos la quebraron, ycuando salieron a buscar el árbol navideño junto aFrancisco, y tú, Fausto, te fuiste a encerrar en tuhabitación, yo entré a la casa y me convertí enEsmeralda, poseyendo su cuerpo. Y tomé elpoema. Aunque, el hecho de que me trajeras tanfácilmente el Sombrero Fedora y hasta la torre demarfil, definitivamente no me lo esperaba.Gracias, pues, apenas estaba descifrándolo todocuando tú y la niña aparecieron a ayudarme. Ah, ypor cierto, querida Paula, lamento haberte tratado

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como a una tonta cuando me hablaste del troncoque se tragó a tu hermano; fuimos nosotros, claro,pero no te lo iba a decir. ¿Puedes darme la hora?Falta muy poco tiempo para que den las doce.

La niña bajó lentamente la mirada, llena dedesaliento y tristeza, buscó su reloj de pulsera y lecontestó:

—Son las once cincuenta —dijo Paula.—¿Para qué quieres el deseo? —intervino

Fausto, que en realidad, conocía la respuestadesde hacía años, cuando el Sombrero Fedora lehabía advertido de los elfos.

Al escuchar esta pregunta, Heliana sonrió conlos labios de Esmeralda y chasqueó la lengua.

—Eso ya lo sabes, viejo terco —le respondió—: queremos habitar el mundo exterior yconquistar sus reinos, pero con nuestra propiaapariencia, siendo completamente nosotros.

—¿Y qué le darás a cambio al sombrero porese deseo que pedirás? —agregó Fausto—. Sabes

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que se trata de una petición muy grande, Heliana.—No soy una persona muy sentimental, he de

admitir —dijo, mirando a las estrellas quebrillaban en el cielo negro—, pero tengo un collarque era de la abuela de mi madre —y lo dejó vercolgando de su cuello—, y es el mejor recuerdoque tengo de ella. A mi padre lo odié toda la vida,tampoco es que me duela confesarlo, pero a mimadre no. Ella era especial, buena conmigo. Y nosoy rencorosa, por lo general. Pero antes de morir,mi madre me lastimó y marcó en mi corazón unhoyo muy profundo. La decepcioné, y no meperdonó. Este collar es lo único que tengo de ella,es lo único que conserva su bello recuerdo.

—Eventualmente, la olvidarás —le advirtióFausto— si le das el collar al Sombrero Fedora.

—Quizás, sea entonces lo mejor —murmuró.Heliana se dirigió hasta donde Paula estaba y

le arrebató el reloj de mano, y miró la hora:faltaba un minuto para que dieran las doce.

Luego caminó hasta pararse delante del reloj,

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pues estaban arriba del Reloj Monumental.Desprendió el collar de su madre y abrió el

hueco del Sombrero Fedora, dejando caer dentro.La campana del Reloj Monumental retumbó en

el aire como una melodía fúnebre.Y dieron las doce de la madrugada.La mujer que venía de aquellas lejanas tierras

observaba la magia del sombrero con admiración,captando los destellos dorados que se formabanencima del sombrero, dándole un aspectoembelesaste como de una nube con vivientesilusiones. Simultáneamente, cuando las campanasdejaron de escucharse, los dorados brillos terminaron por desvanecerse, perdiéndosepaulatinamente en la invisibilidad.

Y junto a ellos, el colgante de Helianadesapareció también, llevándose al olvido elrecuerdo de la elfa.

A continuación, sucedieron igualmente unaserie de únicos y asombrosos sucesos, porque el

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Sombrero Fedora comenzó a cumplir su infaliblepromesa.

El rechoncho cuerpo de Esmeralda, que ledaba la espalda a Fausto, Paula y Julio, de prontocomenzó a transformarse. Sus anchas curvas sevolvieron delgadas y esbeltas; el cabello cambióde color y la altura de la elfa tomó s tamaño real.Era, como ella misma lo había dicho, muy guapa yelegante.

—¿En dónde está Esmeralda? —preguntóJulio, que no había articulado palabra alguna pormiedo a estropearlo todo.

—Ella ya no está, querido —contestó Heliana.Y todos percibieron en su voz un tono grave ypreciso que irradió miedo y pavor.

De algún modo, Fausto también había sidoembelesado por aquel hechizo que era la elfa; porello, ignoró plenamente que a su lado dos altoselfos habían aparecido, consecuencia del deseoque el sombrero concedía. En realidad, desde unprincipio habían estado ahí, pero solo ahora

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encontraban la oportunidad de demostrar suapariencia verdadera.

De pronto, llegó desde lejos un sagaz y agudogrito; le siguió otro, y después uno más. Las elfas yelfos de Svartálfar se estaban convirtiendo enseres tangibles, reales; en criaturas de sangre yhueso. Y lo peor era, que la gente los estabaviendo.

El pequeño Julio, a pesar de que llevaba lospies y las muñecas atadas, se arrastró hasta suhermana y le pidió que lo envolviese en un abrazo,porque tenía mucho miedo.

—Ten fe, hermano —rogó la niña—; al final,todo se compondrá.

Y en ese momento, uno de los elfos agarró aJulio de los hombros, llevándolo lejos de suhermana. Este gritó y trató de defenderse, perotodo sucedió en vano; e inmerecidamente, el niñorecibió un delicado golpe en el cráneo, queprovocó al instante un trastorno aterrador en elpequeño.

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—¡Julio! —gritó su hermano cuando lo vio así,mas no hubo nada que pudiese hacer al respecto.

—Es hora de marcharnos —anunció Heliana,con aquella torcedura de labios muy propio en ella—. Gracias por toda tu ayuda, Fausto: tendré todauna vida para agradecértelo.

Y desapareciendo tras las escaleras, Helianala elfa se marchó.

Paula gritó por su hermano, rogó para que ledejase volver. Pero era inútil, porque el niñojamás volvería a moverse igual.

*** La campana del Reloj Monumental retumbó en

el aire.

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Todo estaba obscuro. Un férvido olor sepaseaba con el viento; había un silencio sepulcral.

Deshaciéndose en dolor verdadero y enprofundos lamentos, Paula Telles abrió los ojos.

A su lado izquierdo, tirado en en suelo y nosabía si muerto, halló al abuelo Fausto; de suhermano Julio, no había quedado ni el rastro.

Jadeando y temblando, Paula miró alláadelante y atisbó en el Sombrero Fedora, el cualpermanecía sereno y solitario sobre el piso decemento. Y si saber muy bien lo que hacía, la chicase arrastró hasta llegar a él.

Entonces, sintió un cálido rayo de la luz del soliluminándole el rostro, y comenzó a llorar: era elamanecer.

—Por favor —le susurró al sombrero—, teruego que tengas piedad. Regresa el tiempo.Permite que todo vuelva a ser como antes; antes dela esfera rota y del dolor de Julio. Por favor, porfavor.

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Y se desvaneció en un profundo sueño,sabiendo que se iría para siempre.

*** Suavemente, se mecía. El rostro golpeaba

contra el vidrio delicadamente, y casi sin darsecuenta, se encontró abriendo los ojos.

Cruzando a su lado, como veloces avesconcentradas en su impecable vuelo, pinos yarbustos verdes se iban quedando atrás,apareciendo nuevamente de uno en uno cientos ycientos de arboledas semejantes, creando así lospaisajes de la carretera, que desde la ventana, alláa lo lejos, se disfrutaban con ensueño y dulzura.

Paula Telles estaba sentada en el asientotrasero de la camioneta de su madre, y su hermano

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Julio, profundamente dormido, permanecía a sulado, quieto.

No cabía duda: iban camino a casa del abueloFausto. Pero… ¡no podía ser posible! Porque laniña lo recordaba todo; recordaba la esfera;recordaba el Sombrero Fedora; recordaba a loselfos malvados… Y entonces, ¿qué le habíapasado a todo aquello? ¿Se había desvanecido? ¿Adónde se había ido todo?

No entendía nada de nada.Asomó su cabeza por el asiento del medio,

quedando a un lado del rostro de su madre,Patricia, quien conducía con una paz y serenidadabsoluta.

—Mamá —le preguntó, ¿en dónde estamos?—Aún no hemos llegado, cariño —le contestó

sonriendo—. Faltarán menos de diez minutos paraestar ahí.

Recargándose de vuelta a su asiento, Paula nosupo qué pensar. Porque todo lo que había vivido,

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sin duda había sido real, eso, ella lo sabía muybien. Pero esa noche, en el Reloj Monumental; elcollar de Heliana; el Sombrero Fedora; el rayo deluz que acompañó su clamor…

Y entonces le pareció entender. Siendo, en esemomento, cuando aquel verso que su abuelo Faustole había recitado del poema navideño:

Eres, árbol claro, un amanecer:

tu sombra es la fuente que apaga la sedy nos hace buenos hasta sin querer:

Eres, árbol claro, un amanecer. Algo parecía encajar. ¿Era, acaso, que el

Sombrero Fedora había escuchado sus palabras yhabía decido revocar el deseo de la elfa? ¿Eraposible que ese amanecer le hubiese calmado lased… incuso, hasta sin querer…?

Al cabo de diez minutos, llegaron a la cabaña

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del abuelo Fausto. Julio se levantó muy contento yterriblemente emocionado con la idea de pasar sucumpleaños y la navidad ahí, en medio de aquelinteresante bosque.

—Pero, Julio —le detuvo su hermana, antes deque bajasen del coche—, ¿es que no te acuerdas delo que pasó? ¿En dónde están todos? Los elfos, laesfera, el sombrero…

—Paula, ¿de qué me estás hablando? —negóeste, ajeno completamente a los diálogos que laniña insistía en mantener con él.

—¿De verdad que no te acuerdas? —incitóella.

—No. Realmente, no tengo ni idea. —Y actoseguido, el niño bajó de la camioneta a toda prisay se fue corriendo hasta el umbral de la casa.

Madre e hijo aguardaron en la entrada para quealguien les abriese la puerta, y cuando Esmeraldasalió para atenderlos, Paula se estremecióinnecesariamente.

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No obstante, curiosa todavía como era, se bajótambién del coche abrigándose muy bien.

A su pesar, ella no anduvo hasta la entrada; sedirigió, más bien, a la bodega de la esquina. Teníaque comprobar no haberlo soñado todo.

El picaporte de la puerta metálica tenía elcandado abierto, así que empujó con fuerza yencendió la luz.

Arriba del estante metálico, en la tercerabalda, se hallaba un cofre de madera.

Ella trepó hasta tenerlo entre sus manos; unavez así, lo puso en su regazo y lo abrió.

Resplandecía como la aurora, pura,interminable y gloriosa. Resultaba mejor aún de loque le había parecido la primera vez, sobre todo,porque estaba completamente redonda y sinrasguño alguno.

Porque, ahora sí, se encontraba completamentea salvo.

—¿Está todo bien, cariño? —dijo de pronto

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una voz.A su espalda, la niña escuchó el chirrido de la

puerta abrirse, y bajo la niebla del atardecer,atisbó que se asomaba el perfil de Esmeralda porun costado de la puerta.

Paula miró asustada a la joven.Y muy poco faltó para que la esfera dorada de

cristal resbalase de sus manos.

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ÍNDICE

La niña de la laguna………………….…………………

La conversación en el desván.…………………………

La moneda del tiempo……….……………………………

El niño que vivió en el mar……………………………

Eduardo…………………………………………………

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La esfera dorada de cristal…………………..…………

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SOBRE LA AUTORA

Sofía Guzmán nació en la ciudad de Monterrey, en elaño de 1999.

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Desde pequeña, fue educada en casa sin haber asistidoa la escuela. A sus quince años, presentó su primera novelade la saga “Andrés Aragón”; desde entonces, ha descubiertoque su propósito en este mundo es escribir. Sofía tienemuchos sueños, entre los que figura vivir en el bosquerodeada de libros y viajar por todo el mundo para conocerlas historias que se esconden por ahí.

No obstante, uno de sus mayores anhelos es inspirar aotros, pues cree firmemente en que todos tenemos unamisión en esta vida y que el reflejo de ello son los sueños yanhelos que hay dentro de nosotros.

Le gusta el té de menta, el olor a lavanda y dar largospaseos con los pies al aire libre, contemplando lasmontañas gloriosas y el cielo celeste que refleja el cantode lo sublime.

Piensa que la vida no siempre es fácil, pero que si secamina con diligencia, siempre se hallará una salida queconduzca a la felicidad.

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Deberías escribir tu propiorelato…

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«No existen más que dos reglas para escribir: tener

algo que decir y decirlo».

Oscar Wilde