cuentos cartografía (finales)
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CATEGORÍA: CUENTO
AUTOR: JOSUÉ SALVADOR VÁSQUEZ ARELLANES
SUS MANOS
Había algo en sus manos que no lo dejaba de inquietar.
Siempre al amanecer era la misma sensación oscura de haberse quedado en el abismo del sueño,
de la pesadilla. Abismo abstracto pero que se materializaba en sensaciones reales, incómodas,
sofocantes.
No siempre fue así. Hubo otros tiempos, quizá mejores o tal vez peores, pero de que hubo otros
tiempos los hubo.
Curiosamente ponía mucha atención en todas las acciones que implicaban el uso de sus manos,
pero sobre todo, era muy susceptible con aquella percepción, todavía aguda, de sensibilidad que
siempre había tenido su tacto. A pesar de todo y a pesar de aquello aún poseía ese don de percibir
por medio del toque.
Todo comenzaba desde que despertaba, sentir el roce de las sábanas, tocar su rostro ya áspero
contra el reflejo del espejo (que muy contadas veces confrontaba), poner la mano y sentir lo
necesariamente tibia el agua para poder ducharse, poder servirse el café que de un tiempo para
acá sabia más ralo, poder hacerle la parada al taxi, sacar su billetera, poder sostener la sombrilla
cuando la lluvia era imperiosa; cosas tan simples y llanas pero que hacen de la vida algo
pasadera, ligeramente tolerable y en alguno casos efímeramente feliz. Como por ejemplo poder
servirse otro mugroso trago o aflojarse la corbata ante una rara y constante sensación de sofoco.
Un día de tantos, qué diferencia había entre uno y otro, pudo observar a un señor ya entrado en
años que caminaba sobre el andador con un cierto aire juvenil y quizá hasta desenfadado. Este
señor se deleitaba admirando las arquitecturas que lo rodeaban y se esbozaba una ligera sonrisa
en su rostro, como si nada en el mundo le preocupara, como si evadiera efectivamente o hubiera
asimilado a la perfección, el pequeño detalle de poseer en lugar de manos dos ganchos de garfio.
El engarfiado pasó casi a su lado y digamos que hasta sintió que le regaló una sonrisa. Lo observó
por todos los minutos en que se mantuvo en su espectro visual, y se asombraba pensando de lo
cruelmente trasgresor que habría de ser, el pasar de tener en lugar de manos, dos ganchos de
metal.
Hizo un breve y rápido repaso de todas las actividades en las que dependía de sus manos, y es
que había algo en sus manos que no lo dejaba de inquietar. Inmediatamente su mente se pobló de
una lluvia de ideas, gota a gota la cabeza se fue saturando como de costumbre. Dos garfios en
lugar de manos desempeñando las mas varias y coloquiales necesidades, era atormentador.
Incluso y sin afán de morbo llegó a pensar: “pobre hombre, ¿y al momento de ir al baño?”.
Entre las tantas cosas que pensó, estaba el recuerdo de un hombre cuya imagen habría de marcar
parte de su infancia. Un día caminando con su madre, al pasar por una expendió de paletas de
hielo, vio con inocente asombro que los brazos de un hombre terminaban hasta los codos, ambos
no poseían toda la parte del antebrazo, obviamente tampoco la del dorso ni la palma de la mano,
habían pasado a mejor vida. Incluso el músculo tríceps había quedado rasgado. Su madre le dijo:
“Creo que sufrió un accidente de auto, su esposa e hija fallecieron y él quedó así, sin sus dos
brazos. ¿Te imaginas cómo ha de resolver su vida?” El tipo era dueño de la paletería y saludó a
su madre, se conocían de vista. Tiempo después, cuando ya no caminaba de la mano de su madre,
en más de dos ocasiones se topó con el tipo de las paletas, ya sea en el autobús, en el
supermercado o entre las calles de la ciudad, siempre resolviendo su vida con el mismo
semblante; mientras que él no lo paraba de mirar. La última vez que había visto al dueño de la
paletería, fue de lejos mientras caminaba y se daba cuenta que el encuentro parecía inevitable.
Nunca de las veces en que sus miradas se entrecruzaron, se llegaron a saludar; se sabían y se
ignoraban. Pero esta vez, él sintió de inmediato un hormigueo incómodo en las manos, y sobre la
marcha, cambió el rumbo.
Le siguieron adviniendo más cosas a la mente, como la sensación de sentir con el tacto: una taza
caliente, un old fashión frío, o una caricia por ejemplo; ¿Pero a quién? ¿A sí mismo?
Y es aquí donde volvió a sentir esa sensación de vértigo, de ahogues, de asfixia; y buscó
estrepitosamente en donde refugiarse de nuevo. Inconscientemente buscó aquel lugar con
monosílabo de sonido “Bar” para pedir algo, lo que fuera con tal de salir de esta angustia.
La verdad es que ni siquiera pudo articular palabra, el barman le entendió a base de señas y
gracias a un billete que se deslizó por la barra.
La bebida desapareció de un sólo sorbo, sólo así pudo bajar un poco la tensión; eso e ir al baño y
lavarse incontables veces las manos con litros y litros de agua y jabón líquido, esto a falta de
haber hallado cloro.
Nuevamente la ingesta de alcohol perdió la cuenta, pero qué más daba si todo ya estaba perdido.
Llego a casa, aquel sitio al que alguna vez pudo llamar hogar, y a pesar de la hora, el dormir no
le causaba ningún consuelo, no si se trataba de regresar a ese abismo del inconsciente, ese que
uno no domina, el que nos atrapa e incluso a veces no nos quiere dejar despertar. Si de abismos
oscuros y fríos se trataba, prefería el de la realidad, al menos éste, aunque tampoco lo podía
domar, al menos sí lo podía evadir.
Las copas se seguían acumulando una tras otra, pero más que evadir, lo único que logró fue
acentuar el tormento y la tortura que le habían arrebatado toda su vida, aquello que lo mantenía
intranquilo desde hace ya un tiempo y que le otorgaban una punzante sensación rara en las
manos. Fue como si los taninos del alcohol se perpetuaran una y otra vez como camino al
purgatorio.
Logró llegar a un grado en el que ya no controlaba ni coordinaba muy bien sus pensamientos,
sintió que adquiría todo el valor que desde hace tiempo necesitaba, o toda la inconsciencia
suficiente para poder por fin acabar con este tormento, y arrancarse de tajo aquella imagen de su
hijo; de su hijo muerto a manos suyas, al que golpeó tanto que cuando sus puños por fin cedieron
un poco de calma a la adrenalina, el rostro del niño estaba tan desfigurado que ya sólo parecía un
amasijo de carne con sangre.
CATEGORÍA: CUENTO
AUTOR: JOSUÉ SALVADOR VÁSQUEZ ARELLANES
MARCELINO ANDRADE.
Marcelino Andrade, a pesar de su escasa veintena de años, no había encontrado un motivo para
mantenerse vivo. Sin embargo, tampoco había buscado alguno para no estarlo. No despreciaba a
la vida, pero tampoco la amaba. Quizá le era indiferente, tan indiferente como lo era él mismo
para la vida.
La pregunta siempre fue la misma. En ocasiones planteada de las más variadas formas, pero
nunca dejó de ser la misma.
Definitivamente Marcelino era de pocas palabras, reservado, callado, quizá hasta mudo. Fue por
eso tal vez que todas aquellas palabras que nunca pudo decir, las mantuvo siempre en la cabeza.
Es cierto, Marcelino sin duda fue de pocas palabras, pero sí de abundantes ideas y pensamientos.
Cursó la escuela, lo que le permitió tener acceso a más palabras, a más ideas, a las ideas hechas
palabras. Palabras escritas.
Le aficionó la lectura, pero hubo un “libro” que siempre “leía” a cualquier hora y en todo lugar.
Un libro que no era de él, pero que él lo hacía suyo. Un libro sin páginas, sin autor, donde todos
“escribían” pero también donde pocos se atrevían a “leer”. O mejor dicho, un libro que pocos
sabían leer. Una lectura que no se enseñaba pero que se aprendía.
Lectura tras lectura, eso hizo tal vez que la pregunta, esa que siempre ha sido la misma, se
matizara en ocasiones por una tendencia filosófica, otras tantas veces por una postura política,
por una epistemología científica o sino bien, por una creencia religiosa o artística. Aún así la
pregunta fue la misma. El punto no radicaba en cómo plantearla, sino en el cómo contestarla.
El lenguaje, ese que era distinto a la letra impresa, pero que también fascinaba a Marcelino, era
simple, cotidiano, inevitable. La no palabra, lo no verbal, lo metalingüístico; era eso lo que le
encantaba también leer a Marcelino. Los gestos, las posturas, los ademanes; todo aquello que
visto desde lejos parecían dibujar palabras en el aire.
Fue una tarde de Abril cuando Marcelino Andrade nació. Lugar, alguna provincia; de dónde, de
donde zarpaban muchos barcos. Cuándo, cuando aún los barcos traían polizontes de los más
variados mares. Fue en ese ambiente donde creció Marcelino, y a pesar de eso, nunca fue su
ambición conocer un barco, conocer su estructura o funcionamiento. No hasta que le surgió la
pregunta, o dicho de otra manera, hasta cuando se percató que tal vez un simple barco lo podía
llevar indirecta o directamente hasta la respuesta. Fue en ese entonces cuando precisamente se
interesó en navegar, no por ser marino ni mucho menos capitán; quiso navegar por reto, por un
reto al mar.
Si bien, Marcelino leía, leía y seguía leyendo, lo impreso y lo no verbal, con la ciega esperanza
de encontrar una respuesta. Se entregaba tan fanáticamente a cada lectura, a cada libro, que
fueron tantas veces que sus tardes se consumieron y ahogaron en litros de tinta impresa; pero
siempre, siempre con la firme esperanza de poder hallar una respuesta.
Muchas veces, tras haber estado leyendo una, otra y otra vez, al punto de quedase dormido, no
por aburrimiento sino por su escasa alimentación; se despertaba un tanto sobresaltado, como
cuando alguien despierta y recuerda que debió haber hecho tantas cosas menos dormir, y a
Marcelino lo abordaba y conquistaba un terror inmenso, punzante, intranquilizador; tan
avasallante que a pesar de continuar con su lectura, ese miedo no lo dejaba.
Pensaba él, que quizás tras haber estado vagando entre el sueño y el no sueño, pudo haber leído y
encontrado la respuesta. Tal vez en un titulo, en alguna frase, una oración, quién sabe, tal vez la
respuesta pudo estar hallada en una sola palabra e incluso en una sola letra; una letra manchada
de tinta que pudo pasar desapercibida por el sopor del ensueño y que tal vez él no supo ni siquiera
distinguir.
De algo se convenció, era tiempo de dejar aquellas tardes enteras de lectura inacabable, no por
decepción o por desinterés, la lectura es un ejercicio de toda la vida; sino por mortificación, es
decir, para no seguir mortificándose. Sabía muy bien que nunca podría leer todos los libros. Tal
vez el libro en el que estuviera contenida la respuesta que él buscaba, aún no se escribía. Y
aunque se hubiera escrito, quién le aseguraba que ese libro era de un acceso monetario. Quién le
aseguraba a Marcelino que aún escrito aquel libro estaría en un idioma que él pudiera entender o
aprender.
Tal vez ese libro, que podía ser un libro cualquiera, pero no para Marcelino por contener una
respuesta de esa magnitud, lo escribió algún viejo, un anciano cascarrabias; que tras darse cuenta
de lo trascendental o de la poca perspicacia de su obra, quiso conservar para sí mismo y para toda
la vida el único tomo existente.
La vida. Era esa la única oportunidad que tenía Marcelino para poder hallar la respuesta. Ese
también era el reto. El reto de toda la vida, de toda una vida. Un reto que pronunciaría al mar.
Le resultaba excitante a Marcelino la idea de poder contener la vida por encima del mar. Poder
recorrer leguas y leguas de viaje marino sin que el mar consumiera una sola vida, vida humana.
Obviamente con la ayuda de alguna construcción humana, que en ese entonces denominaban
barco o específicamente buque de vela.
Cuando Marcelino nació, el “Göta Lejon”, navío con setenta y dos cañones, era conocido como el
buque mejor equipado para una navegación de interminables meses. Cuando por fin se decidió a
viajar lo hizo en el “County of Linlitgow”, un navío de cinco mástiles construido en Glasgow;
pero que cuando zarpó junto con Marcelino y sus ciento once tripulantes a bordo, lo hizo en una
costa mucho más lejana, incluso contraria de donde lo construyeron.
Pero, ¿qué era el barco? Finalmente el barco no era nada, solo un reflejo del hombre, de su poder,
de su voluntad creadora. El barco mismo era un desafío, una enunciación contestataria concreta
contra el mar; hacia la naturaleza misma.
Y es que la vida es así, como la mar: pura, cristalina, inmensa y profunda. Y sí, tan llena de
secretos. Es quizá por eso que sólo una mujer es capaz de equipararse místicamente a la mar, por
lo pura, lo inmensa y profunda que puede ser su alma. Una mujer siempre guarda secretos,
secretos de sirena.
Pero es en la mar donde hay tormentas, donde se originan los huracanes más siniestros y solo es
en la mar donde hay marea roja; donde se produce muerte a partir de la vida. La mar es vida y
muerte consumadas en una misma. La mar es caprichosa, tan bella y caprichosa como la
arquitectura de un coral. Caprichosa y bella como la vida que construye su propia arquitectura.
La respuesta pudo haber estado en cualquier punto de la rosa cardinal, en cualquiera de sus
conjugaciones. A su vez, cualquier barco pudo haber sido el elegido. Pero es ahí donde surgía el
dilema, el gran problema: saber elegir. Ni siquiera poder saber, el sólo elegir era suficiente.
El “County of Linlitgow” se dirigía al este, ¿Y sí la respuesta estaba en el suroeste? ¿Qué hacer?
Tal vez el destino lo dirigiría ahí, tarde o temprano, al suroeste, a la respuesta. Pero ¿si en
realidad el destino no existe, si el destino lo forja uno mismo y no el destino en sí? El azar, tal vez
el azar sería buena opción; pero sería finalmente como encomendarse nuevamente al destino. El
azar es como su primo hermano, incluso más traicionero.
¡Voluntad!, la propia voluntad, ese era el camino. Con la firme esperanza de afrontar lo decidido,
independientemente si fuera o no bueno, pero saber que la voluntad fue la guía siempre.
Marcelino Andrade, junto con su voluntad, abordaron el buque velero un treinta de septiembre
alrededor de la hora cenit.
En el navío viajaban gente de todas las regiones, había una mezcla increíble de culturas, de
colores, olores y hedores. Marcelino aprovechó para intercambiar algunos libros que todavía
conservaba, además de comentarios, preguntas (que siempre implicaban una sola, esa, que
siempre fue la misma y que nunca le supieron contestar), objetos de valor y otros de no tanto
valor, risas, gestos, bailes, bromas, experiencias varias; de todos los sabores, tornasoles y
sudores.
Una tarde de repente despertó, acostado sobre un diván forrado de seda, con estampados de
temática oriental; muy cómodo y acojinado. Descubrió sobre una mesa redonda, esa mesa
redonda suya de caoba color café olivo, una copa de coñac, y a lado un sobre, y dentro del sobre,
una tarjeta. La abrió y leyó su nombre impreso en letras color oro, era una tipografía rebuscada.
La cita a la cena era en punto de las veintiún horas. Apenas y le daría tiempo.
No se preguntó siquiera si era suya la habitación, si la había pagado o no. Él sólo se comportó
como si la habitación y el mundo le pertenecieran únicamente a él.
Ahora que Marcelino estaba a punto de cumplir los veintisiete años, se había dejado el bigote, lo
que provocaba que su rostro sonara un poco más maduro pero melancólico. Quizá por tanta
angustia, la angustia de no haber hallado todavía la respuesta.
Asistió a la cena. Un cuarteto de violines deleitaba con el primer movimiento Allegro Nom Molto
de la estación ‘Invierno’. Disfrutó esa cena como muy pocas. Todo fue de gala: la comida, la
vajilla, la gente, las damas, los atuendos, los escotes, el baile; todo.
Volvió a despertar, no sabía con certeza si era el mismo día o cuántos habían pasado. Recordó el
viaje, su mesa y el coñac. Sólo que ahora estaba en una banca sobre cubierta, cubierto con ropa
que semejaba a unos harapos ya pasados un tanto de moda. Estaba cubierto con unos andrajos y
su soledad. De repente una voz dura y ronca le habló, hizo que se dirigiera hacia ella y una mano
le extendió un mechudo y la otra un recipiente de madera. La voz no era muy clara, pero
comprendió todo. Debía trapolear toda, absolutamente toda la cubierta.
Comenzó a las nueve menos cuarto de hora, y cuando comenzaba a convencerse que estaba en el
lugar equivocado, pasó a las afueras de un salón. Al parecer se organizaría una gran cena. Vio
llegar a un cuarteto de violines. Todos parecían tener invitación; todos menos él.
Esa noche, pasado las nueve, una gran cena de gala tomaba forma en el gran salón. Marcelino por
su parte se divertía afuera de la fiesta, solo, recostado sobre la banca, revisando cada una de las
signaturas estelares de la cámara celeste. La cena siguió, y él por su lado se durmió; escuchando a
lo lejos unas tonadas de violín que le recordaban el invierno.
Estaba cansado, limpiar toda la cubierta lo dejó muerto.
Despertó de nuevo, ahora era de día. Cuando se dio cuenta todo mundo preparaba su equipaje
para desabordar el barco. Por fin habían llegado. ¿A dónde? Él nunca lo supo.
Recordó o trató de recordar, y no pudo discernir si en verdad estuvo trapolendo cubierta o
cenando caviar en el gran salón.
Fue el coñac quizá el que lo hizo alucinar. Pero si tomó coñac tuvo que ser antes de la cena, y si
estuvo en la cena no pudo haber trapoleado cubierta esa misma noche.
Quién le podía garantizar algo, no reconocía a nadie. Mientas meditaba todo esto, él avanzaba
para bajar del barco, casi automáticamente, como si su cuerpo supiese a donde se dirigía. Tal vez
iba hacia la respuesta, por eso no quiso intervenir conscientemente en su cuerpo.
De súbito vio a uno, después dos, tres y finalmente cuatro. Cuatro estuches de violín, cada uno de
la mano de su dueño. El último de los señores volteó hacia él, y le sonrió. Creyó reconocerlo,
pero después se dio cuenta que era una sonrisa cualquiera, la que cualquier hombre bondadoso
pudo otorgar a un mendigo.
No reconocía a nadie más, sólo reconocía su soledad. Ya estaba en tierra firme, y cuando se dio
cuenta de esto se percató de que su cuerpo se había detenido de repente. Un infante lo observaba,
detenidamente y quieto, inquisidor. Así estuvo por largo rato, Marcelino tardó en darse cuenta.
Cuando se miraron mutuamente, el niño lanzó de imprevisto una pregunta: ¿Quién eres?
Marcelino iba a contestar con su nombre, pero con su mirada, que ahora apuntaba perdida entre
tanta gente, toda esa gente que nunca parecía terminar; sólo se le ocurrió articular vocalmente,
después de tanto tiempo en el que él mismo había olvidado ya su tono de voz, esa, aquella
pregunta que siempre estuvo en su mente y que la había elaborado de mil formas pero que
siempre fue la misma: ¿Q – u - i - é - n s - o - y?
Así, lentamente la dijo, y mientras la pronunciaba el tiempo parecía encapsularse en todos sus
recuerdos. El tiempo se hacía presente, después pasado y futuro; se entrecruzaba. Marcelino no
sabía si él jugaba con el tiempo o el tiempo con él.
En ese momento recordó el por qué había hecho todas esas lecturas, todos esos viajes y todo lo
demás. Quiso volver a mirar al niño pero este se había ido.
¿Quién soy? Esa era la pregunta. Marcelino la fue repitiendo mientras volvía a caminar.
Preguntó la fecha, y sólo le pareció escuchar algo así como abril. Había cumplido veintisiete
años. Veintisiete años y aún no estaba seguro de quién era, a dónde iba, por qué estaba ahí, en el
mundo. Sí tenía sentido o no la existencia, o por lo menos su existencia.
Detuvo su andar, no se había dado cuenta de toda la distancia que había recorrido; a lo mejor fue
mucho o quizá sólo una calle. Comenzó a observar, se encontraba precisamente en medio de unas
vías de tren.
Estaba sudando, posiblemente porque en realidad no venía caminando. Tal vez venía corriendo,
trotando o a paso veloz; no lo sabía, pero seguía sudando. Acaso no por la carrera, tal vez y sí
vino caminando y sudaba de frío, del escalofrío que le producía la propia pregunta.
Miró a lo lejos, y vislumbró lo prolongado de las vías. Esas dos líneas paralelas que parecen
coincidir en algún punto perspectivo, pero que por su propia naturaleza nunca se unirán.
Marcelino Andrade, junto con esa pregunta que siempre ha sido la misma, en ocasiones planteada
de las más variadas formas, pero que nunca dejó de ser la misma; avanzaron y se movieron
decididos a encontrar algún día, aquel punto de unión, entre las líneas paralelas.
CATEGORÍA: CUENTO
AUTOR: JOSUÉ SALVADOR VÁSQUEZ ARELLANES
ALGO SIMPLE
I
Así de repente, sin ella pensarlo o él esperarlo, la puerta doble se abrió. Su vestido sin tirantes,
expresó toda su belleza florida al estar sujeto a la figura y contorno de su adicta escultura
femenil. Ni vago ni justo le quedaba el vestido. Era como si ella fuera para el vestido y el vestido
para ella. Eran perfectos. Ella era perfecta.
Esa fue la conclusión que extrajo él después de quince días de no haberla visto.
Caminaba ligera, suave, como si la vida fuera así de simple. Él, antes de verla, pensaba todo lo
contrario; pensaba que la vida era monótona, insípida y llana como la vida misma.
Como si lo hubiera planeado calculadamente, ella volteó, lo miró y sonrió; sonrió como si
hubiera recordado algo no tan lejano. Sonrió como sonríen las flores, las flores de la primavera,
las flores del prado y las flores de todo el mundo. Sonrió al igual que sonreían las flores
claroscuras de su vestido.
A partir de ahí la cuenta regresiva fue interminable. El tiempo pasó a ser enemigo más que
amigo. Y es que el tiempo era ahora lo único que los separaba, lo único que separaba a ella de él.
II
-Te mandaron esto.
-¿Quién?- respondió ella-
-Alguien de allá.
Aunque ambos sabían que él se había robado algo de postre para ella.
Los dos sonrieron con cierta complicidad. Ella cogió algo envuelto con papel metálico y él
expreso una sonrisa de alivio, alivio de que ella aún se acordara de él.
Pero en cambio, él recordaba tanto de ella. Recordaba sus zapatos trasparentes, su cabello, el
primer sábado en que se conocieron y el segundo en que se reconocieron; recordaba la forma en
que ella rompía con toda parsimonia la caja de los postres; recordaba su voz, su risa, su mirada,
su ‘sencillo’. También recordaba su enojo, su ira; la forma tan peculiar que tenía ella de decir sí
pero no. Pero lo que recordaba más de ella era algo, algo difícil de encontrar. Era como recordar
un lugar exótico, un lugar en donde uno sabe que no es dueño de nada pero que a la vez se siente
dueño de todo. . .
. . . y en estas cavilaciones andaba él cuando recordó de súbito todo aquello que en realidad los
separaba. Los separaba un poco más de cinco metros de concreto vertical y horizontal
semipintados, a manera de laberinto; ella en un extremo y él en el otro. Los separaba el destino,
aunque el azar los unía poco a poco desde veintidós años atrás. Los unía una fuerza, una fuerza
natural, naturalmente inevitable.
III
Para él fue un día excepcional, mientras que para ella quizá uno de esos tantos días más.
Y es que los días anteriores para él en ese preciso lugar se habían tornado un tanto difíciles,
adversos. Ya no era como antes. Aquel lugar tenía sus normas, pero como todas eran en su
mayoría implícitas el cumplimiento de tales resultaba toda una faena.
La situación en que se encontraba él no era tan alentadora, pero si había algo constante en él era
su firmeza; la firmeza de permanecer en un sólo lugar a pesar de todo. Sin embargo ese día traería
algo de bueno, o al menos eso es lo que esperaba él.
La primera buena noticia había llegado la noche anterior. Al parecer todo poco a poco empezaba
a volver a ser como antes. Al menos en ese lugar.
Pero lo que en verdad esperaba, era a ella. La espero primero una semana, después quince días,
ahora nueve horas. La estuvo esperando toda su vida.
Pero al fin era domingo, y verdaderamente todo parecía volver a ser como antes; como si todo
volviera a su causa inicial.
Incluso ella había sufrido cambios favorables. Aquello que había brotado en su hermosa cara ya
era cosa olvidada. Su rostro volvió a ser el de antes, con esa misma piel suave, tersa y pueril; con
esa piel de virgen. Era como si hubiera podido borrar todo de un tajo e iniciar una nueva página
en su vida. Una página en blanco con una tinta de vida. Era también como si él siguiera
existiendo en su vida, pero a la vez coexistiendo en una de sus páginas anteriores, pasadas, ya
leídas, aunque no del todo comprendidas.
Y es que esto no lo supo él hasta el final de la jornada, hasta cuando la cuenta regresiva se le
hacía ya más intolerable y excitante.
Todas las calles se iluminaron con colores de estrellas sabor a neón, y de repente él se dio cuenta
de su fortuna, de su fortuna estelar, y quiso celebrarlo mojando su boca con algún sabor licor.
Había llegado la noche, la hora de las sombras artificiales.
De repente él supo todo lo que necesitaba; y lo único que necesitaba era a ella.
Necesitaba su compañía, su voz, su calor, su comprensión. Necesitaba sus besos y sus caricias,
necesitaba simplemente que ella dijera algo; algo simple pero difícil.
Quería que el domingo, su domingo con ella, fuera igual que todos los anteriores. Pero él sabía
que a partir de ese domingo ya nada sería igual, porque ahora él la amaba.
La amaba ya no sólo con la piel, la amaba ahora con su pensamiento, con su ser, con su
entrañable corazón todo. La amaba, y amaba todo de ella.
La amaba ya no sólo los fines de semana en que se veían, la amaba ahora todos los días, incluso
los días en que ya no la veía. La amaba desde hace quince días, la amaba desde ahora y para
siempre. Amaba su figura, amaba su sensibilidad y su sinceridad. Amaba a sus pies, porque
fueron ellos los que recorrieron todo el sendero hasta encontrarlo a él. Amaba el hecho de que
entre ellos no fuera tan necesaria la palabra como tal, porque sus cuerpos mismos se habían
entendido muy bien desde un principio. Y se entendían como solo se entienden los amantes, con
el lenguaje íntimo de la desnudez, con el lenguaje íntimo del amor.
Por fin dieron las nueve, hora en que la noche comenzaba a llamarlos, la hora en que ellos
buscaban la calma nocturna para dejar hablar a sus cuerpos.
Por fin eran las nueve, la hora en que comenzaban a reconocerse ambos en el claroscuro del
manto nocturno. Por fin dieron las nueve, por fin.
IV
Durante el día él había buscado pretextos, simples pero razonables pretextos para ir allá, a donde
ella se encontraba, postrada como una imagen religiosa, como la imagen de la más bendita y
milagrosa de las vírgenes. Ella era sin duda la máxima representación de la virginidad carnal, la
más fervorosa expresión de la virginidad hecha mujer. Era una virgen sin duda divina, divina
porque nadie de aquel lugar, ni los de acá ni los de allá, podrían haber merecido tan grande
belleza en este pedazo de tierra. Ella era una virgen hermosa, lúbrica, capaz de despertar lo más
visceral y lo más puramente humano de sus fieles. Una virgen en la que era imposible no
depositar toda esa llama de fe, en la que no era posible no creer; una deidad irradiante de
sensualidad, capaz de escuchar, consolar y salvaguardar a sus más súbditos creyentes; y que sólo
pedía un favor, el de que la amaran aunque esto un pecado fuera.
Pero por caprichos de la vida había sido colocada en donde no sólo estaba rodeada de sumos
traidores, sino rodeada también de impenitentes, rodeada de hipócritas fieles nefastos, ordinarios
incluso hasta en la hora de tratar de ofrecerle oración. Era algo raro, pero si de algo había servido
todo eso, era para que él, dentro de toda esa fútil y monótona fe de falsos creyentes, encontrara en
verdad un destello de esperanza, encontrara la verdadera resurrección.
Decidió que se debía a ella en cuerpo y alma, que debía entregarle a ella todas sus plegarias. Y
sin duda se las dio todas.
Ella en cambio, con su manto floral, con su manto virginal, con ese vestido escotado y
perfectamente entallado; parecía ya haber decidido las cosas, parecía haber decidido que ya era la
hora de darle algo a él, a su más creyente feligrés.
V
El tiempo parecía ya no avanzar, sino retroceder; todo parecía volverse inverso, las patas de las
sillas apuntaban al cielo, las puertas antes abiertas ahora se cerraban, las corbatas se desanudaban,
los cestos volvían a llenarse de basura y todo mundo decía hasta mañana. Todo mundo menos él.
Se colocó el suéter tan detenidamente como si éste fuera una reliquia, revisó cada uno de sus
bolsillos para verificar si aún llevaba lo mismo de siempre, lo necesario: monedas, teléfono,
cigarrillos, el encendedor metálico, un bolígrafo, su cartera que ahora era billetera y un raro
moño.
Con un poco de aliento limpió sus anteojos, se los colocó a ritmo de quien se coloca una máscara
y decidió que era la hora. Tomó otra vez aliento y atravesó el último umbral que lo separaba de
ella. Sabía muy bien que no sería fácil después de quince días de no verse y después de las
n – u – e –v – e horas de espera que tuvo que soportar hoy. Pero al parecer, el destino ya estaba
escrito.
Se aproximó, ella sintió su presencia y levantó la mirada. Al parecer ella jugaba con un artefacto
que tenía grabado números y demás signos del lenguaje de Dios. Vaya que era inquietante ver e
imaginar lo que una virgen podría conjugar con dichos símbolos. Pero después de entrecruzadas
sus vistas, inmediatamente ella bajó la suya y manipuló el armatoste con tal destreza, que
reflejaron una admirable seguridad en cada uno de sus movimientos y expresiones; una seguridad
como si ella conociera ya el destino. Tan segura como quien conoce una respuesta.
El asunto era simple, pensó él, una simple pregunta. Ella por su lado, pensaba que aunque no
fuera lo más simple, sólo se trataba de una respuesta.
Y así de repente, sin ella pensarlo ni él esperarlo, ella simplemente dijo: “No, vete, ya no me
esperes”.