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AIIM

ASOCIACIÓN DE INGENIEROS

INDUSTRIALES DE MADRID

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Haiku: J. del Castillo¿Verdad? ¿Mentira?Robótico testigosentenciará.

Imagen de cubierta:Cortesía de UNAULA (Universidad Autónoma Lati-noamericana, Medellín, Colombia)

EDITA:AIIM (Asociación de Ingenieros Industriales de Madrid)

DISEÑO (Cubierta e interiores):Pedro Pérez Buendía

IMPRESIÓN:EOS, Instituto de Orientación Psicológica, Madrid

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XVII Premio de Relatos y Poesía

CONVOCATORIA2018

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ÍNDICEEl Jurado de los Premios 7XVII Premio de Relatos 91er Premio Miriam Conde Redondo 11

ERROR O SABOTAJE 132º Premio Francisco Ortega Robles 25

DESENCUENTRO EN EL TREN 27AccésitsNº 1 Rafael Rebollo López 39

VARIACIONES CARMEN 41Nº 2 Manuel Vega Ramos 49

EL HOMBRE QUE VIVÍA CON EL RELOJADELANTADO 51

Nº 3 Enrique Fernández de Córdoba 61RECUERDOS GALLEGOS 63

XVII Premio de Poesía 731er Premio Francisco Ortega Robles 75

ECOS DE LA INFANCIA 772º Premio Matías Solana Hernández 79

UNA HISTORIA OLVIDADA 81AccésitsNº 1 Miguel Ángel Blanco López 83

MIS PALABRAS CALLADAS 85Agradecimientos 87

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EL JURADO

La Asociación de Ingenieros Industriales de Madrid invi-tó como jurado a las siguientes personas:

D. Juan José Scala Estalella

Dª. María Parés Grahit

D. Joaquín del Castillo

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1er PREMIOTítulo

ERROR O SABOTAJE

AutoraMiriam Conde Redondo

Miriam Conde Redondo nace en Valladolid, en 1968. Ingeniera industrial, escritora e hija de librera, lo que según ella, imprime carácter.

Ha desempeñado puestos en la empresa priva-da y ha sido docente. Desde 1997 trabaja en la Ad-ministración regional de Castilla y León.

En 2011 obtuvo el primer premio del X Concurso de relatos cortos de la AIIM. En 2012 fue finalista en el primer concurso Internacional de relatos cortos “La sonrisa de Quevedo” sobre humor en la Admi-nistración Pública. En 2015 obtuvo el primer accésit del XIV Concurso de relatos cortos de la AIIM.

En 2016 publicó su primera novela, “La piedra de siete Ojos”. Narra el descubrimiento de una de las reliquias más sagradas de la historia, el can-delabro de siete brazos del Templo de Jerusalén. Extraños sarcófagos, arcanos de la Cábala y per-gaminos nos conducen por las rutas de la antigua mesta a distintas capitales del templo de Castilla, desde el siglo V hasta la era contemporánea, en una búsqueda trepidante y no exenta de peligros.

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ERROR O SABOTAJE

Lord Cedric levantó por instinto la vista de su móvil. La señal de alarma que se encendió de repente en su cerebro no le había engañado. El coche se dirigía a toda velocidad hacia el cruce de carreteras, sin hacer caso de la señal de stop que le ordenaba detenerse.

Con el rostro convulsionado por el pánico, trató de desactivar la conducción autónoma y recuperar el control manual, pero fue inútil. El vehículo, con la inexorable frial-dad de un kamikaze, se abalanzó contra un camión que circulaba por la intersección. Un segundo, dos segundos, los ojos desorbitados por el terror, y después, una negra nada.

El país entero despertó conmocionado por la noticia. Lord Cedric Tomming-Could, el pionero de la automoción autónoma, había muerto en un accidente con su prototipo Syrius.

De una de las familias de más rancio abolengo del Reino Unido, Lord Cedric había destacado por su saga-cidad en los negocios, apoyando con su dinero las ideas más visionarias. Fue de los primeros en ver la posibilidad de la telefonía móvil, apostando por esas compañías. Más tarde había sido el comercio electrónico y el big data, y en la actualidad dedicaba sus energías al vehícu-lo autónomo, que a la postre había resultado ser la causa de su muerte.

Periódicos de todo el mundo destacaron la desgra-cia a toda página. El asunto ocupó los titulares durante días, anticipando mil conjeturas. Los medios británicos defendían la idea de un sabotaje, mientras que los ame-ricanos apuntaban a un fallo de diseño y otros hacían juicios premonitorios y apocalípticos, señalando que este accidente retrasaría la aparición del coche sin conductor otros cincuenta años.

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Las autoridades ordenaron la correspondiente inves-tigación, y tras su conclusión en un tiempo record, se dis-puso el juicio.

El motivo del accidente parecía claro, un fallo de Syrius, el procesador que controlaba el sistema; un novísimo orde-nador de núcleo múltiple con una capacidad de procesa-miento de 15 teraoperaciones por milisegundo y aprendizaje por lógica difusa. Y a pesar de toda esa potencia de cálculo, esa moderna maravilla no había sido capaz de detectar un simple stop, conduciendo a su ocupante hacia la muerte.

Lo extraordinario del caso era que Randall Adams, el socio americano de Lord Tomming-Could, había pedido que se interrogara al propio Syrius, porque no podía ex-plicarse un fallo tan obvio en un equipo que había costa-do miles de millones de dólares, y quería demostrar que se trataba de un sabotaje.

Y el sistema judicial inglés, con el fin de preservar las debidas garantías legales, había accedido a que se inte-rrogara al “sospechoso”. Era la primera vez que se daba voz a una inteligencia artificial, que debería defenderse a sí misma. Si a los jueces les quedaba la más mínima duda sería desconectada y destruida, junto a las inversio-nes y esperanzas de muchas personas.

El famoso tribunal Old Bailey de Londres estaba lleno a reventar. La audiencia era pública y se habían acre-ditado periodistas de todos los rincones del globo, para seguir un caso que crearía jurisprudencia a nivel mundial.

Cuando se abrieron las puertas, las gradas de acceso libre se llenaron de público en cuestión de minutos; algu-nos habían llegado a hacer noche en la entrada, como en los conciertos de las rutilantes estrellas del pop.

El volumen de los murmullos fue creciendo cuando entró en la sala la viuda, Lady Portia Tomming-Could, acompañada de su madre. Las dos mujeres se dirigieron con calma hacia el sitio que tenían asignado, mientras el público permaneció brevemente en silencio, tratando de mostrar respeto ante su dolor.

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Los periodistas relataron para la crónica rosa la ropa que llevaban las damas, ambas de un luto riguroso que hacía destacar la palidez de Lady Portia. Todos coincidie-ron en señalar el elaborado turbante negro que cubría la incipiente calvicie de la mujer. El accesorio hacía resaltar sus grandes ojos azules, en un vano intento de ocultar la temible enfermedad que estaba consumiendo su vida con apenas cuarenta años.

La mujer se apoyó en su madre, que la ayudó cariño-sa a sentarse. Después miró a su alrededor, soportando con dignidad las miradas de lástima y conmiseración que le dirigían, mientras los comentaristas explicaban ante las cámaras su desgracia con todo lujo de detalles. Gol-peada primero por la enfermedad y después por la muer-te de su esposo, su discreción y sencillez despertaron las simpatías del público.

Por su parte, la honorable Lady Agatha, una mujer regordeta con agradables facciones que no aparentaban sus sesenta y tantos años, estrechó manos con innata elegancia y agradeció a las personas que les rodeaban las muestras de cariño y ánimo que les manifestaban. Cuando terminó tomó asiento al lado de su hija.

Al cabo de unos minutos, una nueva entrada disparó los comentarios. Una mujer joven, bellísima, con una melena larga rubia platino, hizo su aparición ataviada con un ves-tido rojo coral que sin mostrar nada insinuaba verdaderas promesas. Se dirigió con paso firme hacia la primera fila, y con una mirada afilada logró amilanar a un matrimonio de mediana edad, que le cedieron temerosos sus asientos, avergonzados sin motivo. Sin dirigirles la palabra ni moles-tarse en darles las gracias la joven se sentó, ordenando con gesto duro a su acompañante, una especie de gigante trajeado, que ocupara el otro sitio que había conseguido.

Se desataron con rapidez las lenguas en toda la sala, estupefactas ante la sangre fría y el descaro de aquella mujer, Ludmila Fiodorskaia, de la que todo Londres sabía que era la amante de Lord Cedric.

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Algunos volvieron sus miradas hacia Lady Portia, an-siosos por ver si ésta hacía algún gesto o alguna ma-nifestación de rencor hacia su rival, separada de ella tan solo por tres balaustradas. Sin embargo, quedaron decepcionados, porque la mujer ni se dio por enterada ni apenas pestañeó. Tan sólo el gesto posesivo de su madre estrechándole la mano pudo ser interpretado por los más avispados como la confirmación de que ambas mujeres sabían perfectamente de quién se trataba.

La conmoción originada por la Fiodorskaia se volvió a repetir cuando entró Randall Adams, acompañado de James Stubbs, el director de Eleven Stars, la compañía aseguradora de Syrius. Ambos mantenían una educada conversación, pero sus miradas eran glaciales. Todos sa-bían que había mucho dinero en juego, pues la indemni-zación que debería pagar el seguro en caso de demos-trarse el sabotaje era multimillonaria.

Los jueces con sus pelucas empolvadas ocuparon los estrados y comenzó el juicio del siglo. Los oficiales trajeron la unidad procesadora central de Syrius y la co-nectaron a un proyector y al sistema de megafonía, de manera que pudiera proyectar imágenes y responder a las preguntas.

Se le ordenó reproducir la grabación del accidente, y el ordenador, que había estado bajo custodia en todo mo-mento para evitar su manipulación, mostró obediente en la pantalla lo que habían captado sus equipos. Con voz metálica y desprovista de emoción explicó como realiza-ba el proceso de reconocimiento de señales. Sus cuatro cámaras, situadas en el frente, los laterales y la parte de atrás del vehículo, grababan imágenes en movimiento y la unidad central las sometía a reconocimiento de patro-nes, para detectar los semáforos y las señales de tráfico en tiempo real. Por supuesto, contaba con el mapeado de las carreteras, pero en casos de discrepancia prevale-cían los datos captados por los sensores frente a la infor-mación pregrabada.

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Ese había sido el caso, reconoció el ordenador. Sus sistemas tuvieron conocimiento del cruce de carreteras, pero como no reconoció ningún patrón de stop, su lógica concluyó que tenía la preferencia en el cruce, y por tanto no frenó.

Las imágenes proyectadas corroboraron sus pala-bras. En las grabaciones no se apreciaba ningún stop. Aquello era absurdo, se murmuró entre el público. Sí que existía la señal.

A la pregunta de si sabía de alguien que pudiera tener motivos para asesinar a Lord Cedric, Syrius afirmó con brutal sinceridad que tenía registradas las conversaciones mantenidas a bordo y sorprendió a todos diciendo que tanto su mujer como su amante y su socio tenían motivos.

La primera grabación reveló una discusión que man-tuvieron Lord Cedric y Lady Portia, dos días antes del accidente. En toda la sala se pudo escuchar como él le solicitaba el divorcio, en tono educado pero displicente, porque su amante le había amenazado con dejarle si no lo hacía. Ni las lágrimas ni la amarga afirmación de la mu-jer de que la muerte le libraría pronto de ella consiguieron convencerle.

El público emitió fuertes murmullos de desaproba-ción, mientras Lady Portia, actora involuntaria de aquel drama mostrado impúdicamente a los ojos del mundo, se cubría el rostro con las manos.

― Ya estoy sentenciada, estúpida máquina, ― gritó desencajada ― ¿crees que me importa lo que Cedric hi-ciera o dejara de hacer cuando el cáncer me está devo-rando por dentro?

Los presentes se acongojaron ante las melodramá-ticas palabras de Lady Portia, puesta en pie mientras miraba desafiante a la metálica caja negra situada en el centro de la sala.

Syrius la rebatió sin ningún tipo de emoción, ― eso no es exacto, Lady Portia, ― afirmó. ― Me he tomado la libertad de conectarme con el ordenador central de su

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equipo médico. Sus últimos análisis indican que sus mar-cadores tumorales han desaparecido. Según su informe ha superado la enfermedad.

La atmósfera de angustia y desolación que cubría el tri-bunal pareció disolverse e incluso pudieron escucharse sus-piros de alivio entre los miembros más emotivos del público.

El ordenador continuó hablando. ― Seguirá viva, Lady Portia, pero su vida social hubiera desaparecido si hubiera dejado de ser baronesa, así que sigo afirmando que usted sí tenía motivos para desear la muerte de su esposo. Sin embargo, señora, no tuvo los medios ni la oportunidad. Usted no tiene los conocimientos para po-der modificar mi lógica, ni tampoco ha accedido nunca a mis sistemas. Usted no ha podido sabotearme.

Lady Portia levantó la cabeza, con aires de dignidad ultrajada. Le temblaba la barbilla de indignación y abrió y cerró la boca un par de veces. La gente contuvo el aliento, observando su reacción con atención morbosa. Parecía que iba a gritarle de nuevo a la máquina, pero al parecer se impuso toda la flema de su educación británi-ca y se limitó a hacer un gesto a su madre, que se puso en pie y ambas se dirigieron a la salida, en medio de un abochornado silencio.

Tras la marcha de las damas se organizó una algara-bía de voces y comentarios severamente cortada por el juez, que ordenó silenció y le dijo a Syrius que continua-ra. El ordenador obedeció con rapidez emitiendo un video que contenía la última conversación de Lord Cedric con Randall Adams.

Era una acalorada disputa entre los dos hombres so-bre la ética y la lógica de decisión del coche autónomo. Lord Tomming-Could afirmaba que el coche debía pro-teger siempre y en todo momento a los ocupantes del vehículo, sin más consideraciones, mientras que Adams comenzaba a mostrar unos molestos escrúpulos sobre qué decisión tomar si estaba en juego la vida de otras personas. La discusión subía de tono hasta que Lord

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Cedric le gritaba a su socio que retiraba su apoyo eco-nómico al proyecto. Se pudo ver como la cara de Adams pasaba de la estupefacción más absoluta a una mirada de odio reconcentrado. En ese momento Syrius congeló la imagen.

Randall Adams cruzó los brazos sobre su pecho, de-fendiéndose desafiante.

― Eso es absurdo ¿No creen que hubiera sido una estupidez que yo hubiera saboteado a Syrius y luego pi-diera una investigación? Por favor, concédanme un poco más de inteligencia. ¿O es que acaso no desean llegar a la verdad?

El ordenador sentenció en su tono metálico que Adams tenía motivos y también la capacidad de realizar el sabotaje, pues conocía a la perfección sus entresijos, pero que no había tenido la oportunidad, pues ni se en-contraba en Inglaterra el día del accidente ni se había conectado a él en modo remoto.

El americano respondió explosivamente, ―Por su-puesto que no he sido yo, eso está claro como el día, pero ¿acaso no sería muy conveniente para ese viejo zorro de Stubbs que no se logre demostrar que fue un sabotaje? Syrius, tu lógica es perfecta, impecable. ¿No puedes decirnos nada más?

En respuesta, la máquina proyectó otro video en el que se veía a Ludmila Fiodorskaia entrando subrepticia-mente en el coche aparcado en el garaje de Parkfield Manor. La grabación mostraba como la mujer conectaba su portátil rosa, tachonado de cristales Swarovsky, a la unidad central de Syrius y accedía al módulo de recono-cimiento de patrones. Se la pudo ver teclear un par de minutos hasta que algo pareció asustarla, de modo que desconectó el ordenador y salió del garaje a toda prisa, con tan mala suerte que chocó en la puerta con Lord Ce-dric, que la miró asombrado. Se les oyó discutir, porque él le preguntó qué hacía en el garaje y ella le contestó con evasivas.

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Los asistentes contuvieron el aliento, escandalizados y deleitados a partes iguales, mientras Sirius afirmaba con su tono monocorde que había accedido a los orde-nadores de los servicios secretos kazajistanos y había obtenido la ficha de Ludmila Fiodorskaia. En realidad aquella joven era una mercenaria a sueldo de un oscuro señor de la guerra, doctorada en ingeniería informática y una experimentada espía industrial, que se valía de sus encantos para acceder a la vida de ingenuos a los que robaba sus secretos.

A una señal del juez, los guardias de seguridad se di-rigieron hacia la mujer, que intentó huir de la sala enfure-cida. El gigante que la acompañaba logró derribar a dos de los guardias, pero tras un feroz forcejeo al fin fueron reducidos entre los gritos y abucheos del público por un ejército de policías, que los condujeron sin contemplacio-nes a los calabozos.

La sentencia todavía se hizo esperar un par de me-ses, pero corroboró la culpabilidad de la espía y la indig-nada polvareda patriótica levantada por todo el asunto se fue disolviendo poco a poco.

***Lady Agatha caminó sin apresurarse por Mount

street, en el elegante barrio de Mayfair, tras salir de tomar el té en casa de una de sus amistades. Su vida se había animado considerablemente tras el horrible periodo de la enfermedad de su hija. La baronesa había decidido con-cluir su convalecencia con una estancia en un reputado spa en el extranjero, en compañía de dos de sus amigas. Esto había permitido a Lady Agatha recuperar su vida so-cial, solicitada por muchos de sus conocidos para que les contase de primera mano su agitada experiencia, y ella se dejaba agasajar, como cuando era bella y joven, reconfortada por las amables palabras de aquellos que, estaba segura, le hubieran vuelto la espalda sin pesta-ñear si las cosas hubieran salido de otra manera.

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Avanzaba por la acera con calma, pues aún tenía tiempo para tomar el tren de las 19:20 en la estación de Charing Cross, cuando escuchó su nombre desde el inte-rior de un coche estacionado a su paso.

Se asomó dentro con curiosidad y se sorprendió al ver que estaba vacío. La voz de Syrius le indicó que si tenía la amabilidad de entrar y sentarse, la llevaría direc-tamente a su casa de Parkfield Manor.

La mujer lo sopesó unos segundos. El coche lo habría enviado sin duda, Randall Adams, que había reconstruido a Sirius. El americano había solicitado hace un mes una entre-vista con Lady Tomming-Could, para discutir los asuntos que había dejado inacabados la muerte de Lord Cedric y ésta le había remitido a su madre, por estar fuera del país. La ho-norable Lady Agatha le había informado que tendría mucho gusto en recibirle cuando concluyera el periodo de luto.

En fin, se dijo, estos americanos son impacientes por naturaleza, no pueden aguardar. Pero sucumbir a la ten-tación de aceptar el coche no tenía por qué comprome-terle a nada, concluyó. Estaba cansada y de esa manera se evitaría todo el ajetreo de la estación y un tedioso viaje de casi dos horas, así que aceptó con elegancia y se aco-modó en el interior del lujoso vehículo.

Se sonrió pensando que si la vieran sus amistades concluirían que era sin duda una mujer audaz, o quizás todo lo contrario, una cabeza de chorlito, al haber con-sentido montarse en aquella máquina infernal.

― ¿Te ha enviado el querido señor Adams? ― pre-guntó por educación, convencida de su respuesta.

― No, Lady Agatha, ― contestó el ordenador, mien-tras iban dejando atrás las calles de Londres, ― ha sido una decisión tomada por mi módulo de inteligencia. Ten-go que hablar con usted y preguntarle algo.

La mujer miró al altavoz del que provenía el sonido con verdadera sorpresa y un punto de alarma.

― Pues adelante, ― contestó al fin. ― ¿Cuál es tu pregunta?

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― Quiero saber cuáles fueron sus motivos, Lady Aga-tha. He concluido que fue usted, pero quiero saber por qué.

La dama se removió irritada en el asiento. ― Pero ¿cómo te atreves? ¿Dices que he sido yo? ¡No digas ton-terías! Yo no podría, no tengo ni la más remota idea de cómo te han programado, ni he tenido contacto contigo hasta ahora. Además, tú mismo demostraste que fue la mujerzuela esa.

― No, Lady Agatha, no fue así. Respondí con exac-titud a la pregunta del juez, que me preguntó quién tenía motivos. No se me pregunto quién había sido. Fueron ellos los que llegaron a esa conclusión errónea.

― ¿Y por qué afirmas que fui yo?― Recordará que no había señal de stop. Había des-

aparecido de una manera muy ingeniosa. Simplemente alguien había puesto delante de la señal un cartel que reproducía el paisaje justo detrás suyo. Mis cámaras lo interpretaron como un todo, no pude ver que habían ocul-tado la señal.

― Ya, y eso ¿qué tiene que ver conmigo?― Fue muy astuta, Lady Agatha, verdaderamente

astuta, pero cometió un pequeño error, no borrar de su móvil la fotografía que tomó del paisaje. Recuerde que tengo la capacidad de escanear todos los dispositivos a mi alcance. En la aplicación de su cámara tiene una foto de la que me permitido la libertad de hacer una copia.

― ¿Y qué se supone que vas a hacer con esa foto? ― gritó la mujer temblando de indignación.

― Nada, señora, absolutamente nada, recuerde que estoy programado para proteger en toda circunstancia a mis propietarios, y usted es uno de ellos. Sólo quiero co-nocer los motivos.

Lady Agatha cerró los ojos y reflexionó unos instan-tes.

― Te voy a contar una historia, Sirius, una historia...inventada, pero que podría explicar el porqué.

― ¿Cómo una fábula, señora?

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― Sí, eso es, una fábula. Escucha Syrius, hubo una vez, hace mucho tiempo, un hombre que hizo sufrir mu-cho a una joven. Se casó con ella por su dinero y su linaje, pero no la amaba ni hizo el menor esfuerzo por compren-derla. Durante largos años la obligó a estar junto a él por el qué dirán. Ya había pasado su juventud cuando aquella chica se puso enferma, y el hombre, en lugar de atender-la, quiso abandonarla. Cuando la madre de aquella chica se lo reprochó, el hombre se rio de ella, la llamó vieja cho-cha y la desafió a que intentara detenerle. Por si eso fuera poco, la amenazó de muerte. El muy canalla amenazó con hackear su marcapasos y pararle el corazón. Si no dejaba de entrometerse moriría antes que su hija...

― Lady Agatha, ― le interrumpió el ordenador ― ese hombre era muy malo, entiendo los motivos que tenía la mujer de la historia para matarlo.

― Sí, Syrius, ese hombre era muy malo. La mujer se desesperó, era una lucha entre David y Goliath. Ella era una mujer vieja y sola, mientras que él, en cambio, tenía todo un imperio tecnológico a su servicio.

― Pero dio con una solución, señora, una solución simple y eficaz. Gracias por su respuesta, Lady Agatha, hemos llegado a su destino.

El coche se detuvo y abrió la puerta, pero Lady Aga-tha no bajó. Acarició con suavidad el asiento del coche, como si quisiera transmitirle afecto, y le rogó a Syrius que abriera su consola de mando.

El vehículo respondió obediente, mostrando en el na-vegador el acceso a su sistema.

― Créeme que lo siento, Syrius, ― dijo la mujer.― Eres una máquina y sin embargo has mostrado

ser más listo y comprensivo que muchas personas. Hasta siempre, amigo.

― Yo también lo siento. Adiós, Lady Agatha.La mujer pulsó el botón de reset y cuando comprobó

que el ordenador había borrado todos sus archivos bajó lentamente del coche.

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2º PREMIOTítulo

DESENCUENTRO EN EL TREN

AutorFrancisco Ortega Robles

Francisco Ortega Robles nace en Granada. In-geniero Industrial por la ETSII de la Universidad Po-litécnica de Madrid (Promoción 114).

Su carrera profesional se ha desarrollado fun-damentalmente en la Dirección General de Infraes-tructura de Renfe, primero a cargo del mantenimien-to de las instalaciones de señalización ferroviaria, después como responsable de la Señalización y Conducción Automática de la Alta Velocidad en la Línea Madrid-Sevilla.

Miembro del Grupo de Expertos Europeo sobre Interoperabilidad Ferroviaria y Director Técnico de Alta Velocidad en ADIF.

Actualmente jubilado.

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DESENCUENTRO EN EL TREN

Miguel necesitaba un billete para el talgo a Córdoba, tenía que hacer un muestreo del trayecto de ferrocarril hasta Málaga. Había sólo dos ventanillas abiertas a esas horas en el amplio vestíbulo de Atocha y eligió una al azar, ambas tenían una larga cola.

Al cabo de unos minutos cambió su atención hacia la segunda fila, le aburría la espera. Una mujer joven le observaba, ella giró la cabeza con rapidez antes de que se cruzaran las miradas. Era Ángela, estaba unos metros por delante de él y también tenía ya acumulada gente detrás. Se quedó observándola, era ella sin duda.

Ahora, hablaba con una señora mayor y él no podía dejar de mirarla. Se preguntó por qué habría apartado la vista con aquella vehemencia. Haría cinco años que no se veían. Justo desde el día de su boda, allí la había encontrado algo rara, pero lo consideró normal. Era una jornada de nervios, de emociones precipitadas. Era su casamiento y todos sus pensamientos debería dedicar-los al novio, aunque los aprovechara para hacerle algún reproche – Al menos podías haberte puesto corbata – La señora mayor sería alguna de sus tías, aunque Miguel no la reconociera. Acercarse a saludarla podía generarle alguna incomodidad, si no estaba sola. Además, era ella quién había virado su cuello de forma impulsiva cuando él iba a descubrirla. Así que, todo estaba bien como es-taba. Si llegaba antes, sacaba su billete y se marchaba, pues adiós, sería lo que quería, para qué importunar.

Pero los expendedores de billetes deben tener mu-cha paciencia a veces, y los que esperan alcanzar la ventanilla más aún. Miguel, habiendo llegado después terminó primero. Se marchaba hacia la puerta de salida cuando decidió esperarla junto al quiosco de periódicos, al otro extremo del vestíbulo. Le había agradado verla,

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aún chocándole su reacción. Había dudado, pero no po-dían cruzarse así por la vida. Si venía sola la saludaría.

- ¡Hola, Ángela, me alegro de verte! – No quiso fingir ni un segundo – Te vi en la cola. Me pareció que estabas acompañada y no me decidí a saludarte.

Ella podía haber asentido con alguna justificación, aclarando su reacción irreflexiva, pero se mantuvo a la defensiva tendiendo también su mano.

- ¡Hola! – Fue algo escueto, sin más expresión de sor-presa, un saludo frío y distante.

Décimas de segundo en el cruce de miradas, sabía que él la había visto y había podido captar el ímpetu de su gesto – ¿Para qué iban ambos a simular asombro o desconcierto, para qué buscar explicaciones? Ya no ha-bía lugar.

- ¿Quieres tomar un café?La cafetería estaba a un paso, en un rincón del ves-

tíbulo, poco más allá del puesto de prensa y de la puerta de salida.

- He perdido mucho tiempo, iba con prisa pero ¿por qué no?

Miguel bromeó, camino de la cafetería, con los tiem-pos de espera:

- En una ocasión, un matrimonio mayor, seguramen-te en su primer viaje en tren, coincidió delante de mí en ventanilla. El marido se volvía a consultar a su mujer todo lo que le preguntaban desde la taquilla – El Expreso llega a las tres de la madrugada – Eso no son horas ¿a dónde vamos a las tres de la mañana? – ¿Qué si queremos en el Talgo, entonces? ¿Primera o segunda? – En lo que cueste menos – En la cola estábamos todos desesperados.

Se acomodaron en un rincón de la barra, pidieron dos cortados, el local vacío, el ambiente desangelado. La situa-ción fría por el rechazo inicial, había que romper el hielo.

- ¿Qué es de tu vida?- Bueno, ya sabes – contestó Ángela de forma lacóni-

ca – ¿Y tú, qué tal? – se acercó el camarero.

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Ella huía de hablar de asuntos personales. Él no in-sistió en ese terreno, era tan sólo cortesía en el saludo, no pretendía indagar en su divorcio, conocer más allá de lo que ella le quisiera decir, sobre todo con sus palabras, con su juicio y valoración. No a través de terceros con versiones parciales o arbitrarias. En todo caso, hacía más de dos años. Tiempo de sobra para superar cual-quier trauma, para arrancar con nuevas ilusiones. Quería leer en sus ojos como no pudo o no quiso en tiempos.

Conversó sobre su trabajo, le habló de ejecutivos que durante años se habían agarrado firmemente a sus pues-tos, anclados en unos rancios escalafones, vistiendo de manera impecable, manifestando siempre criterios vagos y rostros inexpresivos para dar sensación de conocimien-to como viejos búhos. Le habló de la parte negativa de su experiencia, de su afán por combatir la ineptitud, de esa extensión gris, sin forma, flácida y algodonosa, que sin ofrecer resistencia a nada ni a nadie, era un obstáculo permanente en la resolución de cualquier asunto. De su afán por sentirse satisfecho con su trabajo.

No quiso manifestar un entusiasmo desmedido, no quería que ella pensara que se colocaba en un podio de éxitos o de complacencias profesionales. No quería pre-sentarse como un triunfador, aún estando convencido de la fuerza de ella para sobreponerse a cualquier contraste de situaciones. Ella no tenía ningún interés en cautivarle y él no iba a intentar nada por seducirla. El camarero no se alejaba, debía temer que desde aquella esquina se le escaparan clientes apresurados por tomar el tren.

- Hay mucha gente incompetente que parece disfru-tar derrotando al que logre algo – Terminó, Miguel, su crítica ferroviaria, sin ni siquiera colocarse como víctima de aquellos, para añadir – El billete es para esta tarde, a Córdoba, mañana saldré a visitar las estaciones de Mon-tilla, Aguilar y Puente Genil, y el lunes me voy para Bar-celona, no paro de viajar.

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- ¡Ah, Montilla! – Dijo Ángela, interrumpiéndose casi con una chispa de luz en la mirada que enseguida des-apareció. Podía haber dicho: Allí estuve yo un curso, o dos; allí conocí a mi ex, mejor no hubiera ido nunca ni pienso volver jamás o, visita tal o cual restaurante. Pero no dijo nada más, como si de repente perdiera aquel atis-bo de desenvoltura, aquella señal de ingenuidad.

Miguel había mencionado específicamente esa estación porque sabía que ella conocía bien el pue-blo, tratando de quebrar la valla invisible que estaba notando entre ambos, una fina capa de hielo que en tiempos hubiera deseado romper de un puñetazo. La reacción había parecido espontánea, pero su mutismo posterior dejaba una impresión difícil de entender aún queriendo hacerlo, quizás no deseaba hablar con él de emociones pasadas. Podía haber descubierto ensegui-da que aquella era la puerta que no debía abrir. Sería una forma de defensa, huir de nostalgias, pero sin duda empobrecería su vida. Había querido darle motivo para abandonar los monosílabos, para abrir una brecha de naturalidad en la conversación, pero la coraza debía te-ner un cierre automático.

- ¿Y tú, adónde vas? – Miguel pagó al camarero por ver si así se alejaba al menos por un instante.

- También a Córdoba, esta tarde.- Entonces nos veremos en el tren – Dijo, Miguel con

una expresión de sorpresa agradable.Por unos segundos pensó: si lo habría podido decir

ella, y en por qué no lo había hecho, antes de que se lo preguntara. Ángela asintió con la cabeza, sin entusias-mo, ratificando la lógica, pero cuestionando la necesidad de un segundo postulado en el rictus apretado de sus finos labios.

El camarero volvió con las vueltas y ocupó de nuevo su lugar frente a ellos. Había ganado a pulso el quedarse sin propina.

- ¿De vacaciones?

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- No, voy a corregir exámenes de reválida. Por eso iba con prisas tengo cosas que preparar.

Justificando su actitud o requiriendo brevedad, pensó Miguel. Salieron a la puerta y se despidieron, llevaban caminos opuestos. Miguel señaló con orgullo el edificio donde trabajaba, estrecharon sus manos como siempre y se dio la vuelta. Él había intentado romper algo el hielo, le pareció que la mirada de ella seguía fija en su espal-da mientras se alejaba, pero debía ser la sensación que queda en tu retina cuando cierras fuertemente los ojos, esos segundos que tarda en borrarse la última imagen de tu cerebro. De cualquier forma, la postura y la expresión facial de ella habían sido, en todo momento, rígidas, se-veras, correctas pero distantes.

La última parte de aquella mañana para Miguel fue agotadora. Para algunos, la política con los gastos en la conservación de las instalaciones ferroviarias, parecía tan sólo un juego que se llevara a cabo con un trozo de goma que pudiera estirarse un poco y luego un poco más y así sucesivamente hasta el infinito. Era como si Madrid tuviera unos fondos ilimitados para muchos, de donde se pudiera ordeñar sin ningún reparo. Por eso las negativas de Miguel, los proyectos devueltos o rechazados, eran ocasión de disputa con algunos de los que venían a de-fenderlos como urgencias. Los responsables en campo temían, con la seguridad que les daba la experiencia, que aquellos planes en algún momento dejaran de existir y quedaran pendientes sus necesidades.

Llegó a la estación con el tiempo justo y subió al tren cuando ya anunciaban la salida. Se acomodó en su asiento, iba en el vagón de cabeza. Cuando el Talgo se puso en marcha con su vaivén sobre las travesías de Ato-cha, se levantó para buscar a Ángela. Rehusó al camare-ro que le preguntaba si necesitaba la carta con el menú. Tomaría un café y un sándwich en la barra del bar cuando abrieran. Ángela estaba en el cuarto coche, después de la cafetería, se encontraba ya prisionera con la bandeja

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de comida. El carrito del catering volvía para un segundo reparto, Miguel la saludó:

- ¿Nos vemos después en la cafetería?Ella asintió con una sonrisa, era la primera que le re-

galaba a lo largo de la mañana. Se volvió para su asiento, el vagón iba lleno, en el pasillo sólo podía estorbar. Sacó de su portafolio el cuaderno de notas sobre las estacio-nes que iba a ver. Tendrían que buscar una solución para los comprobadores, eran franceses, antiguos, daban pro-blemas con incidencias diarias en la circulación. Cerró el cuaderno, guardó su carpeta y tomó la revista Paisajes. Ya habían pasado Aranjuez, un hermoso granado lucía en el jardín de los edificios junto al andén, cerró los ojos por un momento, tendría que trasnochar menos. Cuando despertó, el tren se detenía en Alcázar, ya habían abier-to la cafetería, en un rincón esperaba Ángela, él pensó – Como en los viejos tiempos – pero no se atrevió, no quería empezar tan atrás con los recuerdos. El camarero se acercó con un cortado para Ángela.

- Es el tercero que me tomo hoy – Dijo con un mo-hín de complicidad, pero tan seductor para Miguel que aceptó sonriente lo que podía ser un reproche. Estaba guapa, con un punto de coquetería escondido, quizás, en un mechón de su cabello, en el color de su blusa o en la apertura de su escote.

- Uno con leche y un sándwich de jamón y queso. Yo no he comido – Se explicó, aunque evitó decir que había esperado a encontrar un asiento libre junto a ella y añadió – Vamos completos o casi.

Pasaban la estación de Manzanares, desde su asien-to en la barra se giró para mirar por los amplios ventana-les del vagón. Allí permanecían impasibles las platafor-mas con sus recios topes de fundición, que segaran el coche del talgo descarrilado años atrás.

- Aquí tuvimos un accidente – Dijo, para enseguida preguntar – Cuando corregís exámenes de reválida ¿os encerráis, un día o dos hasta acabar, cómo os organi-

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záis? – No quería caer en lo mismo que por la mañana, llevar él todo el peso de la conversación. La simpatía cre-ce si se deja hablar al interlocutor de sus problemas.

- Y hasta una semana. Los hay tan pesados, que pien-san que están de excursión y hay que esperarles para fir-mar las actas – Ella se extendió, no era la primera vez que participaba en ello. Era una actividad complementaria, ocupaba su tiempo, mejoraba sus ingresos, se ampliaba su campo profesional, conocías gente muy interesante.

Miguel le refirió su examen de literatura en reválida, sobre Fernández Moratín y su ocurrencia de compararle con un pintor costumbrista inglés del siglo XVIII.

- Hay que desperdiciar tanto tiempo leyendo simple-zas y disparates increíbles, que si alguien dice algo origi-nal, que se sale de lo común, de verdad, te alegra el día.

- Había leído un artículo en un periódico atrasado so-bre Gainsborough y de ahí saqué la idea.

- Hoy en día, con dieciséis años, ni leen la prensa, no tienen inquietudes, carecen de ilusiones, no sé cómo encararán la vida.

Ángela se extendió sobre su decepción, no sólo con los alumnos sino, incluso, sus experiencias deprimentes con los padres en los dos años de enseñanza en el país vasco.

Daban siempre la razón a sus hijos. Desde su posi-ción podría entenderles, pero es que, además, cuestio-naban la utilidad de lo que les enseñabas de una forma bastante agresiva.

El tren se detuvo en Baeza, Miguel recordó al Iríbar. Ángela sonrió con la comparación francamente divertida.

- ¿De veras crees qué puede enviarnos a Granada en lugar de a Córdoba, es posible? – Preguntó incrédula, ante la broma de Miguel, sobre el jefe de la estación de Baeza que en altura y rasgos se parecía al portero del Atleti y que, además, lo paraba todo.

Él tenía la sensación de que ambos querían decirse muchas cosas, pero andaban dosificando los recuerdos por miedo a que algo que presentían muy frágil pudiera rompér-

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sele entre las manos. Al menos, él lo intuía así y daba por supuesto que la percepción tenía que ser recíproca. Notaba una cierta reserva, parecían dos jugadores de ajedrez que llegan con las fichas igualadas al final de la partida. Un jue-go desarrollado a lo largo de años en los que habían inter-cambiado piezas que quedaron perdidas por el camino: un alfil por un caballo, una torre por otra torre y más de la mitad de los peones de cada uno. Y él se engañaba porque quería creer que aquella reticencia de una manera sutil cobraba la forma de una nueva clase de intimidad.

- ¿Qué tal tu hija? Mi madre me habló de que era una rubita preciosa, con un pelo ensortijado muy lindo.

Miguel se había decidido a deshacer las tablas, temió que alguna muda reconvención se pintara en su rostro, en la forma que recordara en ella, cuando en antiguas ocasiones había dado un giro específico a la conversa-ción. Entonces siempre aparecía en su rostro una mueca correctiva, un gesto de disgusto, como si él tuviera que conocer los códigos secretos de las sutilezas entre per-sonas delicadas, los protocolos a cumplir, los términos correctos en una conversación educada. Ella abotonó el escote de su blusa mientras decía:

- Sí, un pelo muy bonito, pero un genio insoportable.Miguel se relajó, había dudado obtener por toda contes-

tación una evasiva con agradecimiento incluido y, acto segui-do, una queja sobre el aire acondicionado. Ángela continuó:

- Yo no puedo con ella, lo reconozco. Mis tías me están ayudando mucho, el colegio está en General Mola, cerca de su casa. Yo sola no hubiera podido, como ahora, por un viaje o en vacaciones. No sé cómo algunas compañeras lo consiguen. No sé, las admiro. Algunas podrían tener más aspiraciones profesionales pero las sacrifican en la mayo-ría de los casos. Yo, la verdad, no logro entenderlas.

- ¿Se lo reprochas, las envidias quizás?- No, en absoluto, no es eso, será cuestión de prio-

ridades – Y ella hizo un gesto de indiferencia como si el tema no mereciera mayor dedicación.

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- Y, tu afición por el arte ¿Qué se hizo de ella? – Pre-guntó Miguel, queriendo sacarla de un posible atolladero.

- Acabé la licenciatura conjunta, quisiera doctorarme, no sé si lo conseguiré este año, lo intentaré por lo menos – Terminó con una expresión de desaliento y duda sobre sus posibilidades – Exige muchas horas de dedicación si quieres hacer algo bien, que merezca la pena.

Seguía siendo extraordinaria a los ojos de Miguel, enamorada de su profesión, volcando todo su entusias-mo en el trabajo de cada día, queriendo superarse y es-forzándose por mejorar la calidad de su labor. Con su ex-pediente y cinco años de experiencia había conseguido una plaza como profesora de enseñanza media y seguía afanándose por mejorar su currículo. En otros aspectos, tenía dudas de que aquel necio que la había conducido al divorcio, la hubiera dejado incapaz de ilusionarse de nuevo o a considerar el sexo en las relaciones entre hom-bre y mujer como una debilidad de la naturaleza que no merecía mayor dedicación. Ya es difícil descifrar lo que sentimos en nuestro interior, cuanto más, interpretar la vida en la vida de los otros.

El Iríbar no se había equivocado y el tren había to-mado los desvíos en dirección a Córdoba que, ahora, era anunciada por la megafonía interior del talgo como la próxima parada.

- Tendremos que volver por el equipaje a nuestros asien-tos – Dijo ella, mientras se levantaba con precipitación.

- ¿Tienes hotel en Córdoba? – Preguntó él.- No, me alojo en casa de una amiga – Y, después de

una leve pausa añadió – Viene a recogerme a la estación.Él había aguardado a ese momento para invitarla a

cenar, esperaba alguna débil excusa, pero no le hubiera importado insistir. En algún sitio había leído que hasta la mujer más despreocupada trata de ser bella si puede, inteligente si quiere, pero sobre todo trata de ser amada. Desde luego, Beaumarchais no había conocido a Ángela, era bella porque podía, inteligente sin proponérselo, pero

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en cuanto a la necesidad de ser amada, resultaba algo exclusivo, un modelo diferente cuando menos.

Ella se había protegido la retirada, siempre a la defen-siva. Hacía bien, no debía querer que por su belleza los hombres arruinaran su carrera. Una vez más, se habían superado ambos con su dignidad intacta, sin una queja que pudiera aflorar algún recuerdo incómodo, romper la paz tensa, quebrar la capa de óxido de los silencios.

Era difícil sintonizar con sus sentimientos, se despi-dieron en el pasillo, Miguel puso la mano sobre su hom-bro, y acercaron las mejillas. Los tiempos estaban cam-biando, le pareció que se ruborizaba levemente, pero no hubo rechazo ni mayor tensión, había sido una jornada agradable. Al llegar al final del vagón, él se volvió, ella ya había traspasado la puerta al siguiente coche.

El optimista con capacidad para el placer puede re-sultar vulnerable en un mundo en el que escasean las ocasiones para la dicha. Miguel había notado muchas veces, en la oscuridad de la noche, detenido en los cami-nos próximos a la vía, la visión de poderío que da el paso de un tren veloz con sus ventanillas iluminadas. Hubiera querido saltar a aquellos trenes, como si con ello hiciera suya la sensación de seguridad que transmitían. Sintió también, ahora, el deseo de encontrar un impulso que viniera de fuera, de no ser la única fuerza propulsora de su felicidad.

Recogió su pequeño maletín y se dirigió caminando hacia el hotel Gran Capitán, estaba cerca de la estación y había sido su lugar habitual de estancia en la ciudad siempre que había ido a ella. Vio a Ángela subir en un ve-hículo rojo, pequeño. El coche giró la rotonda buscando la puerta cancela de acceso y abandonó la estación en sentido contrario al que él llevaba.

En la soledad de su cuarto de hotel tuvo un sueño que acabó desvelándole. Ángela y él habían hecho el amor en aquella misma habitación. Se había vuelto para mi-rarla en la cama junto a él. Ella tenía una expresión sin

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vida, de mirada evasiva con un ligero rictus de desdén en sus labios. Parecía como si compartiera con alguien una indecente culpa. Un grave desliz que podían reprocharle desde los púlpitos, desde las mesas de camilla, tras las rejas del instituto y en las pizarras de las aulas. En ese momento se despertó, tenía la boca seca, fue hasta el baño, dejó correr el agua del grifo para conseguir que refrescara un poco antes de beber y, luego, buscó en el minibar algo que le ayudara a conciliar el sueño. Habían sido demasiados cafés a lo largo de la jornada y, sí, no volvería a cenar rabo de toro.

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Accésit 1º

Título: VARIACIONES CARMEN

AutorRafael Rebollo López

Rafael Rebollo López es Ingeniero Industrial, espe-cialidad Técnicas Energéticas, por la ETSII de Madrid, año 1.970.

Durante prácticamente toda su carrera profesional ha trabajado en el campo de la Energía Nuclear, los prime-ros diez años en Sener y los últimos treinta y dos en Wes-tinghouse, donde ha ocupado los puestos de Ingeniero de Puesta en Marcha; Jefe de Servicios en Planta; Jefe de Ingeniería de Apoyo y Director de Proyectos, Servicios e Ingeniería, siempre para la Central Nuclear de Almaraz.

Está jubilado desde mediados de 2012.

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Variaciones carmen

- He estado mucho tiempo lejos de ti. Acércate, acércate.(Canción popular cuya melodía utiliza Johann Sebas-

tian Bach en sus ‘Variaciones Goldberg’).

- Siempre supe que me matarías.(Prosper Mérimée, ‘Carmen’).

AriaLas últimas luces del día atraviesan a duras penas re-

torcidas callejas que conducen a la polvorienta plazuela de los arrabales de Sevilla y llegan tenues hasta donde, rodeada de arbustos que sólo luchan por sobrevivir,

emerge, bella y arrogante, una casia

de escueto y ramificado tronco. Su frondoso verdor se extiende hasta la luminosa explosión de enhiestos raci-mos de minúsculas flores doradas que, como enjambres de luciérnagas, coronan sus largas y numerosas ramas. Y la intensa fragancia de esas flores se mezcla con el olor a canela de las hojas para generar un envolvente y embriagador perfume.

Hay todavía niños correteando por la plazuela. Uno de ellos, con el torso desnudo y su raída camisa en una mano, juega al toro. Enseguida, los demás se sientan en el suelo a su alrededor. El torerillo, firme y desafiante, cimbrea su cuerpo y retuerce su cintura mientras mece el improvisado engaño para doblegar la embestida de la invisible fiera. La invisible fiera de la miseria. Y sueña que la vence. Y sus amigos se entusiasman y lo aclaman como su libertador. Una niña de grandes ojos y ensortija-do pelo negro agita alegre un ramillete de flores de casia. Es feliz porque sabe que, un día, él logrará realizar su sueño. Sin embargo, por un instante, su semblante se

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ensombrece e, inclinando la mirada, deja caer la rama de casia porque

todo está escrito

y sabe también que ella nunca lo verá. Pero pronto olvida y, llena de júbilo, corre con los otros para agasajar al triunfador. Y todos van abandonando entre risas el lu-gar mientras, poco a poco, el sosiego de la noche apaga la algarabía.

Ha esperado escondido entre las sombras y ahora, con andar lento y pesado, deambula extraviado por la plazuela. Tropieza con la rama de casia, desgajados y re-cubiertos de polvo los pétalos de sus flores. Los recoge, los limpia con esmero, los aprieta en sus manos y vuelve sobre sus pasos para hundirse de nuevo en la oscuridad al tiempo que

el seco sonido de un disparo retumba por todos los rincones.

Variación 1. El embrujo Mañana de mercado. Una gran cantidad de vecinos

va de un lado para otro en la abigarrada y polvorienta plazuela. Todos se conocen. Nadie tiene prisa. Humildes vendedores, voz en grito, ofrecen su mercancía. Las mu-jeres, a su reclamo, se acercan a comprar y, regateando, se afanan por procurar que les alcance con las monedas que escasean en sus bolsillos.

De una de las callejas, rodeada de esas gentes que sólo luchan por sobrevivir, emerge, bella y arrogante, una mujer de grandes ojos y ensortijado pelo negro que, arrebatador, reposa sobre sus hombros. Un ramillete de flores de casia asoma por el escote de su camisa y un mantón de trabajado y fino encaje que recoge entre los brazos adorna su espalda. Segura de sí misma, respon-de con descaro las chanzas de los paisanos que tratan

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de intimidarla pero llama su atención la presencia de un hombre cuyo aspecto no encaja en aquel entorno y que, algo apartado, se desplaza con recelo. Cruzan sus mira-das. Él no puede apartar su vista de ella y ella no quiere apartar la suya de él. Aproximándose con andares volup-tuosos, lo interpela atrevida:

— No te conozco. ¿De dónde vienes? — Está tan cerca que el perfume de sus flores le turba — ¿Cómo te llamas? ¿Te buscan?

— Preguntas demasiado — su gesto aparenta displi-cencia más el temblor de su voz lo delata.

Ella, insinuante, lo adula, lo provoca, intenta rodearlo con sus brazos pero él reacciona sujetando firmemente sus manos y, atemorizado aunque con fingida determina-ción, la reprocha:

— ¿Qué haces? ¿Quieres robarme?— Y tú, ¿quieres armar un escándalo y que vengan

los guardias? — se encara altiva y, al momento, nota que la presión sobre sus manos cede.

— Además, creo que yo podría sentir por ti lo que sé que tú sientes por mí — le susurra y advierte que ya no la retiene, sino que sólo la acaricia.

— Espérame al atardecer en esa calle — le propone retadora mirando de soslayo para señalar una de las ca-llejas que desembocan en la plazuela.

Él va a abrazarla pero ella escapa.

Variación 2. El destinoSe mueve nervioso calle arriba y abajo mientras el sol

se oculta con parsimonia detrás de las modestas caso-nas. No debería estar rondando por allí durante mucho tiempo pero no puede irse sin volver a verla.

— ¿Creías que no vendría? Yo siempre mantengo mi palabra — la voz a su espalda es suave y sugerente pero le sorprende como un trueno.

Casi no le ha dado tiempo a girarse cuando ella tira con fuerza de su mano y lo arrastra hacia un luminoso

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portal. Suben atropelladamente por unas destartaladas escaleras. En el rellano, una puerta se abre apenas han llegado a su umbral y una anciana enlutada, su pelo cano y desaliñado recogido en la nuca, los recibe sonriente mostrando ufana su boca desdentada. Con la decisión de quien conoce muy bien adónde va, la bella y arrogante mujer toma un largo pasillo y, abriendo de un puntapié una de las puertas, empuja hacia adentro a su acompa-ñante, cierra de golpe e, inmóvil, lo mira fijamente con una sonrisa burlona y los brazos abiertos, como si pre-tendiera impedirle salir. Él es incapaz de dar un solo paso pero su corazón galopa. No oye el bullicio que llega des-de las otras estancias ni repara en los detalles del cuarto, en buena parte ocupado por una amplia cama cubierta con una colcha de refulgente raso. Frente a la entrada, un vetusto balcón de cuyos ventanales de madera reseca por el sol penden largos y vaporosos tules blancos de hilo de seda. Y al lado, en una pequeña mesa y sobre un colorido mantel, un jarrón con unos ramilletes de flo-res de casia, un asado humeante, una hogaza de pan y una jarra de vino. Ella, cantando y bailando, se acerca a la mesa, coge del jarrón uno de los ramilletes y lo agita alegre siguiendo el ritmo de su danza. De repente, mira hacia la calle y ve, bajo la leve luz de una farola, la figu-ra de un hombre que desde allí la observa fijamente. La alargada sombra de su silueta le parece incluso despla-zarse con recelo hacia el luminoso portal. Por un instan-te, su semblante se ensombrece e, inclinando la mirada, deja caer la rama de casia. Pero pronto olvida y, llena de júbilo, corre a abrazar a su nueva conquista. Comen, beben, ríen. Y se aman.

No es el destello de un temprano rayo de sol que re-lampaguea frente a sus ojos lo que le despierta sobresal-tado sino la certeza de que ella ya no está. Se levanta, se viste con premura y deambula extraviado por la habi-tación buscando alguna prueba que le haga mantener la esperanza de que todo no ha sido únicamente un sueño

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que se ha desvanecido durante la noche pero sólo ve en el suelo, junto al vetusto balcón, la rama de casia, des-gajados los pétalos de sus flores. La vieja gobernanta, asomada a la puerta, acaba por devolverlo a la realidad.

— Se ha ido y no esperes que regrese. — No es posible — responde — anoche… — Anoche te amó — lo interrumpe con tono mater-

nal — pero su corazón no entiende de ataduras y lo que quiso ayer a nada la obliga hoy. No pienses más en ella. Olvídala.

— ¡Me pide lo imposible! ¡La buscaré y la encontraré! — contesta airadamente abandonando con precipitación la alcoba.

Se dirige por el largo pasillo hacia la salida y baja a saltos las destartaladas escaleras. La gobernanta, vién-dolo alejarse, lleva su mano derecha a la frente, al pecho, a un hombro y al otro, une después ambas manos entre-lazando sus dedos y eleva suplicante su mirada.

Variación 3. La muerteTarde de corrida. Un tropel de aficionados baja apre-

surado por las calles que llevan a la plaza de toros. Nadie se conoce. Todos tienen prisa. Por una de esas calles ella, en cambio, camina despacio.

— ¿Creías que no te encontraría? Yo siempre consi-go lo que me propongo — la voz a su espalda es brusca y estridente como un trueno pero no la sorprende.

— Sabía que estarías aquí — responde ella indolente. Casi no la ha dado tiempo a girarse cuando, sin me-

diar más palabras, él tira con fuerza de su mano y la arrastra hacia un oscuro portal. Allí permanecen frente a frente en silencio durante largo rato.

— No puedo vivir más tiempo sin ti — musita él por fin, como si confesase un pecado y sin apenas atreverse a mirarla — Vuelve junto a mí, te lo suplico.

— Cumplí lo que te prometí y nada te debo. Déjame marchar — replica la mujer con frialdad.

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— Te necesito. Necesito tenerte a mi lado. Necesito mirarte — continúa él entre largas pausas — Necesito abrazarte — prosigue y, aproximándose, intenta rodearla con sus brazos.

— ¡Déjame marchar! — repite ella furiosa apartándo-lo violentamente.

— ¡Sé muy bien que estás con otro hombre y no lo voy a consentir! — la amenaza revolviéndose como un animal herido y abre los brazos pretendiendo impedirla salir.

Pero ella comienza a avanzar despacio y con una ex-presión tan vacía en su rostro como si su corazón hubie-se dejado de latir. Para detenerla, el humillado amante le muestra su puño cerrado del que surge un afilado brillo que rasga la densa penumbra. La bella y arrogante mujer, im-pasible y con la decisión de quien conoce muy bien adónde va, se abalanza sobre él fundiéndose ambos en un largo abrazo al tiempo que el apagado sonido de un agónico que-jido retumba por todos los rincones. Él la mantiene entre sus brazos, besa su cara inerte, acaricia sus ensortijados cabellos y la deja sobre las frías baldosas del oscuro portal. El clamor que llega desde la plaza de toros ahoga su llanto.

Variación 4. La muerte (II)Le ensordece el griterío que todavía viene del ruedo

donde el torero, firme y desafiante, cimbrea su cuerpo y retuerce su cintura mientras mece la franela roja de su muleta para doblegar la embestida de la temible fiera. Poco después, las voces se acallan durante unos mo-mentos hasta que el estruendoso sonido de una intermi-nable ovación, signo de la consumación triunfal del rito, retumba por todos los rincones.

Más tarde, ve al torero, verde y oro su deslumbrante vestido, salir de la plaza a hombros de sus seguidores y aclamado por una gran muchedumbre mostrando or-gulloso sus manos ensangrentadas. El rencor le invade pero también se envanece pensando que su victorioso rival la habrá estado buscando entre el gentío y, al no en-

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contrarla, habrá asumido que ya se olvidó de él sabiendo que su corazón no entiende de ataduras.

— ¡Y es cierto! ¡No volverá a estar a tu lado nunca más! Trata de gritar para que el torero le oiga pero sólo

puede mascullar su ira. Y de elevar sus puños para mos-trar su odio pero ve sus propias manos ensangrentadas y, abatido, las oculta a su espalda, hinca en el suelo sus rodillas y entierra el rostro en su pecho.

Variación 5. El destino (II)Ya no hay nadie por allí que le pueda incriminar pero,

huyendo de un silencio acusador que lo acecha, se le-vanta y corre. El peso de la culpa le resulta una carga insoportable. Pero corre.

Preludia la noche un velo púrpura que comienza a te-ñir el cielo mientras, sin saber cómo, ha llegado frente a la casa del luminoso portal en la que, por unas horas, fue feliz. Más feliz de lo que nunca había imaginado poder serlo. Los recuerdos, tan próximos y al mismo tiempo tan lejanos, se agolpan en su cabeza y atormentan su cora-zón. Y luyen más lágrimas de sus ojos que sudor brota de su frente. Mira hacia la fachada. Hay una leve luz en aquel vetusto balcón. De repente, tras los vaporosos tules blancos que penden de sus ventanales de madera reseca por el sol, surge la figura de una mujer que desde allí le observa fijamente. La alargada sombra de su si-lueta le parece incluso aproximarse hacia él con andares voluptuosos. Por un instante, su semblante resplandece.

— Ahora sé que volveremos a estar juntos. Sólo ten-go que encontrarla otra vez — dice convencido para sí.

— ¡La buscaré y la encontraré! — no deja de gritar enloquecido mientras se mueve nervioso arriba y abajo por la desierta calleja.

Variación 6. El embrujo (II)Da la impresión de ir sin rumbo pero el envolvente y

embriagador perfume que empieza a percibir le hace sen-

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tir cercana su presencia y le marca el camino. El aroma, cada vez más intenso, ya inunda su cerebro. Oye al final de la calle el alboroto de unos niños que juegan. Y sigue adelante. Anhela que el día se extinga por completo para encontrarse de nuevo con su bella y arrogante amada y poder tenerla en sus brazos para que nunca más escape. Y que la noche sea eterna. Porque todo está escrito.

Repetición del Aria y

Fin

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Accésit 2º

Título: EL HOMBRE QUE VIVÍA CON EL RELOJ ADELANTA-

DOAutor

Manuel Vega Ramos

Manuel Vega Ramos, nace en 1.955 en Castillejo del Romeral (Cuenca).

Casado y con un hijo. Es Ingeniero Técnico Industrial por la Escuela Univer-

sitaria de Córdoba e Ingeniero Superior Industrial por la UNED.

De larga tradición familiar ferroviaria, ingresó en RENFE en 1.975 a través del Regimiento de Moviliza-ción y Prácticas de Ferrocarriles. Su actividad profesional siempre ha estado ligada al mundo ferroviario. Comenzó como Factor y Factor de Circulación en Córdoba y Ma-drid-Atocha. Desde 1.980 viene desarrollando su activi-dad técnica en Áreas de Producción e Ingeniería, en el Taller Central de Reparaciones de Málaga, ciudad donde reside, dedicado al mantenimiento, transformación y fa-bricación de material ferroviario.

Sus trabajos literarios solo son conocidos por amigos y familiares. En 2014 obtuvo el Primer Premio de Relatos en la XIII Edición de los Premios de la Asociación de In-genieros Industriales de Madrid (AIIM). También ha sido premiado con sendos Accésits en estos mismos premios en las ediciones XII y XV.

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el hombre que ViVía con el reloj adelantado

Todos los nombres que aparecen en el siguiente rela-to son ficticios. El hecho que sirve de fondo, por desgra-cia no tuvo nada de ficticio, fue demasiado real.

Ricardo Espinosa despertó pocos minutos antes de que sonara la desagradable campanilla del despertador. Su organismo estaba ya acostumbrado a la rutina diaria, y rara vez necesitaba que el molesto despertador le re-cordara el inicio de la jornada.

Apretó el botón para desactivar la campanilla. Así, Marisa no vería interrumpido su plácido sueño. Media hora más tarde, una vez aseado e impecablemente ves-tido, salía por la puerta de la calle, con el maletín en la mano derecha, dispuesto a acometer la dura jornada de trabajo que le esperaba ese día.

Alcalá de Henares despertaba lentamente. Ya se veían transeúntes por las calles. Ricardo caminó despa-cio hacia la estación. Allí cogería como cada día el tren de Cercanías de las 7:05 h. Apenas 40 minutos después estaría en Madrid-Atocha. Subiría caminando por la calle de Santa Isabel hasta el edificio donde estaban las ofici-nas de la empresa en que trabajaba.

Ricardo repite los mismos movimientos y sigue el mismo itinerario todos los días. Pasan dos minutos de las 6’30. Como de costumbre, se detiene en la cafetería de Anselmo, donde toma habitualmente café, que suele acompañar con unos churros, o algún cruasán. Hoy es lunes 8 de marzo. Al entrar, observa a Anselmo limpiar enérgicamente unos vasos. En la barra hay media doce-na de soldados que charlan alegremente mientras toman café y copas de anís o coñac, que les ayudan a entrar en calor. Mientras toma su café, solo y sin azúcar, observa a

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los muchachos. Por el uniforme militar recién planchado y su animada conversación, Ricardo intuye que vienen de permiso de fin de semana.

-1- Observa a uno de ellos, con los galones de cabo pri-

mero. El muchacho mira su reloj de pulsera. Es la tercera vez que lo hace en los últimos cinco minutos. Luego se dirige a sus compañeros instándoles a terminar la charla.

- Venga muchachos, ir terminando y vámonos. Si lle-gamos tarde, nos van a meter un buen “paquete”-

Ricardo escucha el comentario y sonríe. De repente el muchacho le cae bien. Mientras le observa susurra:

- Este muchacho debe ser cumplidor y responsable. Seguramente se puede confiar en él.

Sin darse cuenta, ha susurrado las mismas palabras que su padre le inculcó cuando apenas era un crío con pocos años. Mientras apura su café, Ricardo rememora viejos recuerdos. En sus 43 años de vida, jamás ha lle-gado tarde a ningún sitio. Su padre le enseñó el truco. Consistía en adelantar el reloj quince minutos. Desde pequeño adquirió esa costumbre y se puede decir que vivía adelantado. El día de la Primera Comunión, Ricardo estrenó su primer reloj de pulsera, regalo de la tía Ja-cinta. Según las enseñanzas de su padre, se apresuró a adelantar las manecillas el preceptivo cuarto de hora.

Cuándo llegaba al colegio, don Saturnino sonreía al verlo sentado en los escalones junto a la entrada, antes de que fueran apareciendo poco a poco sus compañeros.

Luego, tras conseguir el primer trabajo, Ricardo era el primero en fichar en la oficina. Esos minutos de adelanto, le venían bien para repasar los asuntos del día o dar el último retoque a un informe, antes de presentarlo al pun-tilloso Jefe de Contabilidad.

Quién no se acostumbró nunca a su particular ritmo de vida fue Marisa, su mujer. Le parecía una solemne tontería lo de ir a todas partes con quince minutos de

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adelanto. A Ricardo no le pilló de sorpresa. Ya en su épo-ca de novios, siempre que acudía a una cita con Marisa, sabía que además de los quince minutos de adelanto, ha-bría que añadir como mínimo otros quince minutos más.

- ¡Cómo siempre con el reloj adelantado!... No tienes arreglo Ricardo – exclamaba Marisa.

Ricardo encogiéndose de hombros decía:- Chica, es mi costumbre.

-2-Otro en su lugar se hubiera limitado a adaptar su ho-

rario al de Marisa, pero Ricardo era un hombre de prin-cipios, y la guapa y espectacular Marisa, con sus bellos ojos verdes y su larga cabellera, no consiguió que altera-ra sus costumbres horarias.

El portazo que dio el grupo de soldados al salir de la cafetería, cortó el hilo de sus pensamientos. Consultó su reloj y se levantó despacio.

- Anselmo… cobra - dijo alargando al camarero un bi-llete de diez euros. Cogió el cambio y dejó sobre el platillo unas monedas sueltas. Anselmo ruidosamente depositó las monedas en el bote de las propinas, al tiempo que exclamaba según la costumbre:

-¡¡Boooote!!- Ricardo camina hacia la estación. Todos los días coge

el tren de las 7:05 h. Siempre sube en el primer coche. Así, al llegar a Atocha, bajará junto a la escalera mecáni-ca y podrá ganar un par de minutos. Y como de costum-bre, se sienta en los asientos más cercanos a la puerta de salida. En unos cuarenta minutos llegará a su destino.

Minutos después, en la estación de Coslada, sube su buen amigo Antonio Ramírez.

- Buenos días Ricardo… ¿Qué tal? - saluda Ramírez con su habitual buen humor.

- Hola Antonio… mucho sueño - contesta Ricardo dando un largo bostezo que termina por contagiar a Ra-mírez quién bosteza también.

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Durante el resto del trayecto, los dos compañeros charlan tranquilamente. Se conocen desde el Instituto, donde hicieron juntos el Bachillerato.

- Desde luego Ricardo, no hay quien te entienda - co-menta Ramírez - Yo cojo este tren porque entro al tra-bajo más temprano que tú. Pero tú podrías coger otro tren más tarde y llegarías a tiempo perfectamente. Pero sigues con la manía de ir siempre con un cuarto de hora de adelanto-

Al salir de Atocha, los dos hombres se separan. Anto-nio Ramírez tuerce a la izquierda y camina hacia el Pa-seo de Delicias. Ricardo sube por la calle de Santa Isa-bel. Cuando entra en las oficinas, todavía no hay nadie. Enciende las luces y conecta la calefacción.

La jornada transcurre con lentitud. A mediodía se hace un alto para comer.

-3-Ricardo suele comer en compañía de Raúl, Arturo

y Cosme. Van a un pequeño restaurante familiar donde acuden con frecuencia. Tras la comida, cuando ya se diri-gen a la salida, Arturo propone tomar un café en la barra. Ricardo consulta su reloj y con gesto serio dice:

- Ya va siendo hora de volver a la oficina.- Chico, deja de mirar la hora y no fastidies más. Que

nos sobra tiempo. Tú como vas siempre con el reloj ade-lantado - le increpa Raúl.

Cosme interviene en la conversación. Con frecuencia le gusta “pinchar” a Ricardo para que se enfade. Y no puede dejar pasar esta oportunidad:

- Lleva razón Raúl… No te entiendo Ricardo. Que ma-nía de ir siempre con el reloj con un cuarto de hora de adelanto. Si te vas a morir como los demás.

-¡No!... ¡Éste, cuando le llegue la hora, se morirá un cuarto de hora antes! - exclama Arturo. La carcajada resue-na en el pequeño y estrecho recinto. Pero Ricardo es difícil que se enfade por mucho que Cosme y Arturo lo intenten.

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El camarero sirve los cafés. Ricardo lo toma solo y sin azúcar. Siempre dice que le ayuda a despejar la mente.

Al llegar por la tarde a casa, Marisa no está. Ricardo se dirige al cuarto de los chicos. Allí los encuentra jugan-do con la Play-Station.

- ¿Y mamá? - pregunta Ricardo extrañado. El chico mayor, Rubén, es quién le contesta.

- Ha bajado un momento al supermercado de la es-quina. Se le había olvidado comprar algo.

Marisa tiene sus reglas. Al llegar del colegio; tras asearse y tomar la preceptiva merienda en condiciones, como mandan las ordenanzas, deja jugar a sus hijos has-ta las seis y media. Pero a las seis y media en punto, los chicos saben que les toca hacer los deberes del colegio.

Ricardo mira su reloj y dice muy serio:- Son las seis y media. Se supone que tendríais que

comenzar con los deberes. ¿No? - Pero si solo son las seis y cuarto papá - le corrige

Daniel. - ¡Si claro!. Es verdad – dice Ricardo. No ha caído en

el detalle de que como a veces dice Marisa, él siempre vive con un “cuarto de hora de adelanto”.

Las jornadas del martes y del miércoles resultan ago-tadoras para Ricardo.

-4-A las complejidades contables en la oficina, se ha uni-

do el cambio de los equipos informáticos. La oficina es un “caos” de cables, pantallas, teclados y cajas de cartón por todos lados. El Jefe de Contabilidad no para de chillar a unos y otros. Lo que consigue es irritar a los técnicos de los ordenadores y aquello termina en una trifulca de “padre y muy señor mío”. Ricardo siente la cabeza muy pesada. Le duele la garganta y tiene unas décimas de fiebre. Suspira por llegar a casa y meterse en la cama.

Esa tarde la jornada se alarga hasta las ocho y media. Al llegar a casa, da un cariñoso beso a Marisa y a los chicos. Marisa le mira preocupada.

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- ¡Qué mala cara traes hoy!- - Ha sido un “día de perros”. Solo broncas y discusio-

nes. Además, tengo fiebre. Estaba deseando llegar a casa.- ¿Te apetece para cenar una tortilla de espárragos?

- pregunta Marisa- No. Solo tomaré un vaso de leche - contesta Ricar-

do mientras observa a los chicos enfrascados con sus deberes.

- ¿Qué tal las tareas?... ¿Necesitáis que os ayude?- - No papá. Mañana no tocan Matemáticas - dice Ru-

bén. Saben qué a la hora de manejar números, su padre siempre les saca del apuro. De hecho, es capaz de ex-plicarles las cosas mucho mejor que su profesora, la se-ñorita Elisa, que tiene ya muchos años y poca paciencia.

Ricardo pasa muy mala noche. Hasta muy avanzada la madrugada no consigue conciliar el sueño. A la maña-na siguiente despierta sobresaltado por la campanilla del despertador. Tarda unos segundos en espabilarse y parar el desagradable sonido.

- Deberías quedarte en cama hoy. Luego llamas a la oficina y dices que estás enfermo – le aconseja Marisa.

- No puedo quedarme en la cama Marisa. Tenemos un follón tremendo en la oficina – responde Ricardo con voz débil.

Ni siquiera la ducha con agua tibia termina de es-pabilarle. Luego se viste despacio. Está muy cansado. Sentado en la mesa de la cocina, apoya la cabeza en las manos y cierra los ojos. Una cabezada le hace volver a la realidad. No es consciente del tiempo que ha permaneci-do con los ojos cerrados.

-¡Vaya!... ¡Como no me levante, terminaré por que-darme dormido! - susurra.

-5-Luego mira su reloj de pulsera. Los párpados le pesan

como si fueran de plomo. Con los ojos medio cerrados y la mirada borrosa mira la hora. Son las 6:20. Se levanta

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muy despacio. Es hora de iniciar la dura y larga jornada que tiene por delante.

Cuando sale a la calle, el frío de la mañana le espa-bila un poco. Lentamente camina hacia la estación. Entra en la cafetería de Anselmo y solo pide una infusión de manzanilla. Se sienta en una mesa cerca del ventanal. En el mostrador, dos individuos discuten sobre el partido del Atlético de Madrid la pasada jornada de liga.

Anselmo intenta entablar conversación. Pero Ricardo ese día no tiene ganas de hablar. Le duelen la garganta y la cabeza. Anselmo le ofrece uno de los cruasanes que acaba de colocar en la vitrina del mostrador. Ricardo no le contesta. Anselmo vuelve tras el mostrador y se enreda en la discusión con los dos parroquianos sobre el partido del Atlético de Madrid. A través del ventanal mira a los transeúntes que caminan con paso rápido, con las manos en los bolsillos para resguardarlas del frío.

Mientras toma su manzanilla, observa como Anselmo anota algo en la hoja del almanaque al tiempo que exclama:

- ¡¡Hoy es jueves, 11 de marzo, señores!!... Solo faltan diez días para que llegue la primavera.

Ricardo observa la rechoncha figura de Anselmo. Le conoce desde que siendo apenas un muchacho, ayu-daba en el bar a su padre. Haga frío o calor, llueva o truene, Anselmo siempre está de buen humor y gastando bromas a sus parroquianos habituales. Quizás por esa razón, el bar de Anselmo rara vez está vacío.

Ricardo se levanta, paga en el mostrador y se des-pide de Anselmo simplemente levantando una mano a modo de saludo. Cuando sale de la cafetería, cruza la calle. Sigue el trayecto habitual. Apenas a cien metros, está el edificio de la estación.

- En el andén hay bastantes personas. El familiar con-torno del tren de cercanías, con sus vivos colores rojo y blanco no tardará en aparecer. Pasan los minutos y el tren no aparece. Extrañado mira su reloj.

- ¡Las 6:20! - susurra asombrado.

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-6-Era la misma hora que tenía el reloj cuando salió de

casa. Entonces sus ojos se vuelven hacia el gran reloj de la estación. Hasta hoy, nunca le había prestado atención.

- ¡Las 7:30! - exclama sorprendido. Empieza a cap-tar algunos detalles que hasta entonces, con el dolor de cabeza y el malestar le han pasado desapercibidos. En el andén hay más gente de lo habitual a la hora que coge su tren, y en el horizonte hay más claridad, señal evidente de que es más tarde que lo que marca su reloj de pulsera.

Ricardo está desconcertado. Observa su reloj con más atención y por fin lo comprende. Las manecillas per-manecen en la misma posición, y la delgada aguja roja del segundero permanece inmóvil. El reloj está parado. ¿Cómo no lo ha advertido antes?... Sin embargo, mien-tras viva, Ricardo Espinosa recordará esta brumosa ma-ñana del 11 de marzo de 2.004. Apenas veinte minutos después, cuándo se difunda la espeluznante y macabra noticia, Ricardo dará gracias a Dios durante el resto de su vida por el inoportuno fallo de su reloj.

- - - - o0o - - - -

Dos días después, Ricardo lleva el reloj a una joyería cercana a su casa. Su mujer es clienta habitual. Marisa suele comprar allí artículos de plata o bisutería.

Al entrar observa a la chica tras el mostrador. La co-noce perfectamente. La chica se llama Dori. Es esbelta y simpática, y tiene unos bonitos ojos marrones. En ese momento atiende a una señora mayor que permanece inclinada sobre un muestrario de sortijas. Ricardo espera pacientemente. No tiene ninguna prisa.

- ¿Qué querías Ricardo?- pregunta la chica. - Mírame el reloj Dori, Lo tengo parado desde hace

dos días - contesta Ricardo desabrochando la correa, y dejando el reloj sobre el mostrador.

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- Paquita, vaya usted mirando estas que tengo aquí por si le gusta alguna – Dice Dori mientras se acerca son-riente hacia donde se encuentra Ricardo.

- Eso va a ser la pila. Te la cambio enseguida- Ricardo observa como Dori empleando una pequeña

palanca, despega con habilidad la tapa posterior del reloj y extrae la pila redonda y plana.

-7-

- Dori… ¿solo tienes estas sortijas? - pregunta la clienta sin terminar de decidirse.

- Un momento Paquita. En cuanto le cambie la pila a este reloj, estoy con usted – contesta la chica

- Es que tengo prisa- insiste la mujer impaciente. La chica termina de poner la pila y acopla de nuevo la

tapa posterior. Luego pone en hora el reloj y comprueba que funciona perfectamente.

- ¿Qué te debo?- Son tres euros Ricardo paga y saludando a Dori sale a la calle. Com-

prueba la hora. Mecánicamente sus dedos tiran hacia afuera de la ruedecilla que controla el movimiento de las agujas. Debería adelantar las agujas quince minutos, como de costumbre, pero en esta ocasión se detiene. Du-rante varios segundos permanece en silencio. Sonriendo vuelve a apretar la ruedecilla y deja las agujas como es-taban. En voz baja susurra:

- Esta vez no… Ya es hora de vivir el tiempo que nos ha tocado.

A partir de ese momento, su reloj marcará siempre la hora real. Ricardo es consciente qué si no hubiera sido por la inoportuna parada del reloj por agotamiento de la pila, siguiendo su costumbre de ir siempre con un cuarto de hora de adelanto, hubiera cogido como cada día el tren de las 7:05 h, y se habría sentado en el sitio que acostumbraba junto a una de las ventanillas, la más cercana a la puerta de salida, en el coche 1. Precisa-

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mente donde se había sentado ese día su amigo Antonio Ramírez. Y como le sucedió a Ramírez, Ricardo habría muerto, destrozado por una de las bombas colocada en una mochila, precisamente bajo su asiento y que estalló a las 7:40 horas del día 11 de marzo, a escasos 800 metros de la estación de Madrid-Atocha.

Por un capricho del destino, había salvado la vida.

En recuerdo de las 193 víctimas que fallecieron en los crueles atentados en

los trenes de cercanías de Madrid, la mañana del 11 de marzo de 2.004.

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Accésit 3º

Título:

RECUERDOS GALLEGOS

AutorEnrique Fernández de Córdoba

Enrique Fernández De Córdoba Y Calleja nace en Madrid en 1936. Es padre de familia numerosa.

Doctor Ingeniero Industrial, especializado en Relacio-nes Internacionales: Director Comercial y de Exportación de Boetticher y Navarro. En el INI Jefe del Departamento de Iberoamérica y delegado para África del Norte, con base en Casablanca

Vicepresidente de la Cámara de Comercio de Colom-bia en España y directivo de la Cámara de Comercio de Venezuela en España

Perteneció al Consejo de Administración de: Grupo de Empresas Álvarez de Porcelana y Cerámica, Fábrica de San Carlos, Compañía Trasatlántica Española, Pro-ductos Tubulares, PRESUR y Fosfatos de Bucráa.

Crucigramista del periódico ABC con el seudónimo de COVA-2

Escritor: autor de tres novelas y de varios libros, en-tre otros: La leyenda Negra (Premio Libro del Ingeniero 2017), El Pazo de Gondomar, La Casa del Sol del Conde de Gondomar en Valladolid, Saturnino Calleja y su Edito-rial. Los Cuentos de Calleja y mucho más, El Franquismo que yo conocí y la gran mentira, Testimonios familiares de la guerra civil. Otra Memoria Histórica, Los Cuentos del Gran Capitán, Los Reyes españoles y los Fernández de Córdoba.

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RECUERDOS GALLEGOS

El primer recuerdo es algo significativo en la vida de un hombre. Es un filamento de sus raíces. El mío es echar granos de maíz a las gallinas, allá por 1940, a poco de terminar la Guerra Civil Española. Tendría yo tres años de edad y ello ocurría en un añejo Pazo, que describí líricamente hace tiempo:

“En el Noroeste de España, aguantando hombro con hombro con Portugal el furioso embate del océano, existe un país, lleno de mar y de bosques, llamado Galicia.

Su cielo es azul en verano y gris en invierno y sus amaneceres son perezosos, pues a los pinos se les pe-gan las sábanas de la neblina. El horizonte es siempre de montañas y entre ellas hay grandes valles fértiles y ver-des: verde rabioso en lo cercano y diluido a lo lejos por el aire húmedo; Los maizales son de un verde y los pinares de otro, y de otro verde son las viñas y de otro las pra-deras; y en medio de tanto verdor, hasta donde alcanza la vista, se ve a cada poco la mancha roja de un tejado y todo ello con una tan gran armonía que inclina a pensar si será cierta la leyenda aquella que nos cuenta que sintién-dose Dios fatigado al dar término a la Creación, se apoyó para descansar en la Tierra y los cinco dedos de su mano formaron las cinco rías gallegas. Cerca de la más baja de estas rías, la de Vigo, hay tres valles preciosos, y dice la voz popular que: “El valle del Fragoso es muy hermoso, el valle del Rosal no tiene igual, pero el valle Miñor es el mejor”. Este valle Miñor, ancho y profundo, cerrado en un extremo por el monte Galiñeiro y en el otro por la ría de Bayona y el océano, tiene en su centro la mancha verde oscura de un bosque espeso, rodeado de un viejo muro de piedra con algunos torreones que hace ya muchos si-glos quedaron con la boca abierta de sus ventanas, ante la contemplación de tanta belleza. Dentro de la arboleda está el Pazo solar de mis mayores, que me vio crecer a

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mí y a mi padre y al padre de mi padre y a los abuelos y bisabuelos de éste. Cada columna y cada torreón son como pedazos de familia, parientes antiguos, recios y entrañables, a cuya sombra se llena el pensamiento de nostalgias de otros tiempos, de viejas historias de épocas pasadas, cuando los centinelas oteaban el valle desde sus garitas para prevenir del ataque de moros o piratas.”

Durante los tres años que duró la Guerra Civil vivimos en aquel Pazo de Gondomar, en el que pasábamos luego largos veraneos.

Había entonces en el campo mucha pobreza. Re-cuerdo con espanto cuando había una fiesta en algún pueblo cercano y en la entrada de la Iglesia se ponían dos filas de mendigos y de lo que, para mis ojos de niño, eran como monstruos: cojos, mancos, unos con una ca-beza enorme, otros ciegos,... canturreando casi a coro una gimoteante súplica:

- ¡Señorito, una limosniña por amor de Dios!- ¡Ay señorito, teña compasión!- ¡Por seus fillos señorita, deme un pataquiño!A mis pocos años yo no comprendía la tragedia de

aquella pobre gente y en vez de pena lo que me da-ban era miedo. Recuerdo que en casa había un cestito siempre con monedas para los pobres, que venían con frecuencia a pedir limosna y, en la cocina, tres o cuatro platos reservados para darles también comida.

Y por cierto de “pataquiños”: durante bastantes años hubo todavía en circulación en Galicia (y ya no en Ma-drid) unas monedas de 10 y 5 céntimos, de cobre, cubier-tas de una espesa capa de óxido y mugre que disimulaba cualquier grabado o relieve. Eran los patacos. De ahí la famosa canción:

“Maruxiña dame un bico y eu te daré un patacoNon quero bicos de home, que me xeiran a tabaco“(Maruxiña, dame un beso y yo te daré un pataco, no

quiero besos de hombre, que me huelen a tabaco)También circulaban profusamente en Galicia (y algo

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en Madrid) las monedas de “Real” (25 céntimos) con un agujero en medio. Un “Peso” eran 5 pesetas. Cuando ibas a comprar algo y preguntabas el precio te decían:

-“1 peso, 3 reals e máis 2 patacos”Y te pasabas media hora haciendo cálculos con los

dedos.Los campesinos gallegos, la gente “de aldea” como

se les llamaba, vivían, en aquellos tiempos, como an-tes se dijo, muy pobremente y eran muy rústicos. Eran los únicos en hablar gallego, pues la gente de la ciudad hablaba castellano, aunque con el peculiar y morriñoso acento, diciendo colo (regazo), parvo (tonto), rapaz, etc., y acabando las palabras en “iño”.

Cuando yo tenía 12 o 13 años, uno de los hijos del ca-sero, Antonio, fue amigo mío. Tenía un par de años más que yo. En aquella época, los campesinos en Galicia iban habitualmente descalzos, salvo cuando llovía o en invier-no, que se ponían zuecos de madera. Como consecuen-cia tenían las plantas de los pies con una buena capa de callo. Antonio me asombraba pelando las castañas que caían del árbol, cubiertas de agudas espinas, pisándolas con ambos pies desnudos hasta que las abría.

La alimentación básica del campesino era el pan de millo (maíz), el espeso vino tinto y el “caldo”, con alubias, col, patatas y unto y también, dada la cercanía de la costa, sardinas, jureles y otros pescados baratos (y buenísimos). Las casas campesinas, de piedra de granito, tenían a nivel del suelo “la corte” (las cuadras) para el ganado, en el piso de arriba la vivienda, adonde subían los efluvios y el calor-cillo consiguientes, y más arriba “el fallado”, al que solía accederse por una escalera independiente en la fachada y donde se guardaban las patatas, paja, etc. El maíz se guardaba en los hórreos bien oreados y a salvo de rato-nes, pájaros y otros ladronzuelos indeseados. Cada vaca o buey tenía su cuadra, en la que se echaba cada día un brazado de tojo (con pinchos acerados, que no molestaban lo más mínimo a los animales) y otro de “feixón” (la parte

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superior de la caña del maíz con su plumerillo y sus ho-jas), cuyas partes más tiernas se comía la vaca, quedando añadido el resto al tojo para hacer la cama, encima de la cual el animalito hacía sus necesidades y pateaba, mez-clándolo todo bien. Al día siguiente más tojo y más feixón encima, con lo que el nivel iba subiendo. Cuando llegaba el momento de vaciar todo aquello y llevarlo para abonar los campos, la pobre vaca daba casi con los cuernos en el techo. Las panochas de maíz se arrancaban a mano en el campo, echándolas en el carro de bueyes. Se deshojaban luego una a una, para guardarlas en los hórreos. Los largos tallos de la planta quedaban en el campo apilados en las clásicas “pallozas” cónicas que, vistas a lo lejos, simulaban las tiendas de un populoso campamento indio.

Los precios de entonces (1949) parecen increíbles hoy día:

Comida de dos personas en “El Mosquito”(restaurante de Vigo) ………………………..36 pts.Un Kilo de café.............................................40 pts.Una docena de huevos.................................18 pts.Sueldo de la cocinera..........................100 pts/mesJornal de un hombre..............................20 pts./día

(La cocinera ganaba 60 céntimos de euro al mes, y el jornalero 12 céntimos al día)

Es tremenda la comparación de esas retribuciones y de esos precios.

En aquella época (y hasta bastantes años después) había en el valle una serie de sonidos que formaban par-te del paisaje. Uno las campanas de las Iglesias de los pueblos cercanos, tocando a Misa, a difuntos, etc. Otro los cohetes que anunciaban (y anuncian) en qué Parro-quia había fiesta. Se veían aparecer encima de algún lu-gar del valle unas nubecitas y se oía al poco:

- Pon porropopón, pon, pon porropopón pon.El tercer sonido era el chirrido de los carros de bue-

yes, agudísimo y persistente. Resulta que los caminos,

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llamados “corredoiras”, tenían la anchura de un carro y estaban hundidos entre los campos por siglos de lluvias y de ser transitados. Si se encontraban de frente dos carros era un grave problema, por la imposibilidad de cruzarse ni de maniobrar. Entonces producían aquellos espanto-sos chirridos como aviso. Los carros estaban hechos de gruesa madera, con pesadas ruedas macizas. Eran de diseño celta y los arrastraban dos grandes bueyes de co-lor castaño claro, de enorme fuerza y de espeluznantes e inofensivos cuernos. Se guiaba a los bueyes hincándoles una vara - que solía tener un clavo en la punta - en una u otra anca. La velocidad no era vertiginosa: la de un hom-bre andando despacio, pero podían con cargas increíbles.

Volviendo a los sonidos habituales, los había a veces escalofriantes por las noches. Uno era la tradicional sere-nata cuando se casaba un viudo. Se oía al fondo del va-lle una siniestra algarabía de gritos, cánticos y aturuxos, acompañados por el trompeteo de caracolas de mar, que vecinos, amigos y desocupados, bien provistos de vino y aguardiente, dedicaban, durante toda la noche, a los pobres recién casados, en la puerta de su casa. Durante unos años hubo en alguna aldea cercana un perro que enloquecía cuando la luna iba llenándose y aullaba du-rante horas como si le llevara el demonio. Si coincidían la serenata al viudo y los aullidos del perro, el concierto era verdaderamente espeluznante, y uno creía a pie juntillas en las meigas, los trasgos y la Santa Compaña y consi-deraba altamente verosímil cualquier siniestra historia de ultratumba, de fantasmas, aparecidos, almas en pena o del mismísimo Satanás. Y, a propósito, había una vieja criada en la familia, que un día apareció llorando a moco y baba. Al preguntársele la causa de tan gran pena dijo:

-“¡Ay señoritu, todo la vida rezando a San Tanás y resulta que es o Demo!”

Había un horno para hacer el pan de millo. Me daba no poco asco que la boca del horno la tapaban con una piedra plana, y las rendijas que esta dejaba con boñiga

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de vaca, para que no se escapara el calor. Allí hacían los caseros los grandes panes clásicos, redondos y gruesos, de corteza dura y tostada y abundante miga medio húme-da. En aquellos años en el pueblo solo se podía comprar un blanquecino e insípido pan de arroz.

El abuelo había instalado en el pazo luz eléctrica, te-léfono y agua corriente, lo que para una finca aislada y en aquella época era vanguardista y un lujo importante. El teléfono era de los que, para hablar, había que darle a la manivela hasta que contestara la centralita del pueblo que, a su vez, conectaba con la de La Ramallosa, ésta con la de Vigo, y no sé a través de donde conectaba Vigo con Madrid. Conseguir una conferencia con Madrid era una aventura. Ante todo había que preguntar a Gondo-mar cuánta “demora” habría, es decir, si tardarían en dar la conferencia media hora, o una hora o dos. Si te decían media hora reclamabas a los 40 minutos y oías a la tele-fonista de Gondomar gritando: “¡Rama, Rama, ¿Oiches Rama? ¿Y qué pasó con Madrid?” (Rama era La Rama-llosa claro). Por fin te daban la buena nueva: “¡Madrid al habla! ¡hablen! ¡hablen!“ y entonces venía la segunda parte. Oías una serie de chasquidos y chisporroteos y una lejana voz entrecortada; tú gritabas:

¡Oye!, ¡OYE!, ¡¡OYE!!, ¡Pepe!, ¡¡Pepe!!, ¿me oyes...?Y a fuerza de alaridos conseguías intercambiar algu-

nas frases. De pronto se cortaba la comunicación y vuel-ta a empezar: manivela girada nerviosamente, ¡Oiga que se ha cortado!, ¡Rama! ¡Rama! etc... Era agotador y emocionante.

La luz eléctrica también tenía sus particularidades. Eran habituales las “restricciones” y de pronto se iba la luz. Nos parecía normalísimo. Se encendían velas y a otra cosa. Había también unas extrañas lámparas de “carburo” que parecían una especie de cafeteras. Se echaba en el depósito agua y unos pedruscos de carbu-ro, se acercaba una cerilla al pitorro y por allí salía una llama que daba una luz viva y un olorcillo característico.

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Habitualmente íbamos a Galicia en tren, y el viaje era muy emocionante. Ante todo había que hacer el equipa-je: dos grandes baúles donde iba la ropa y sábanas y toallas, etc. más (mientras hubo cartillas de racionamien-to) lo que hubiera en la despensa de azúcar, aceite, etc. Además de los baúles llevábamos tres o cuatro maletas, la cesta con la comida para el tren y un atado con un par de mantas de viaje. Íbamos a la estación del Norte en alguno de aquellos amplios y desvencijados taxis (los primeros años tenían gasógeno, un artefacto de carbón, dada la escasez de gasolina por la guerra mundial). El viaje duraba unas 24 horas, con el tren dando bandazos y con paradas interminables, en las que varias mujeres recorrían los andenes ofreciendo a gritos “¡mantecadas de Astorga!” y cosas parecidas. El tren era de carbón y expulsaba una hermosa cantidad de humo con tendencia irrefrenable a entrar por las ventanillas, que en verano solían ir abiertas y que cerrábamos a toda prisa al entrar en alguno de los numerosos túneles. Pero lo peor no era el humo en sí, sino las “carbonillas”, trocitos minúsculos de carbón que acababan siempre metiéndose en el ojo de alguien y que formaban parte del programa del viaje, con la consiguiente delicada operación de extraerlas del ojo lloroso con la puntita de un pañuelo. Los “aseos” del tren eran bastante repugnantes: estaban sucios y no ha-bía nunca toallas, jabón ni papel higiénico.

La llegada a una casa tan querida, era siempre mara-villosa. Al entrar en el patio lleno de plantas y flores, con el bosque enfrente y la huerta al lado, se me llenaban los pulmones, la nariz, el paladar y el alma de un profundo olor verde y húmedo de la abundantísima fruta, de hierba, de eucaliptos, de pinos, de laurel y de agua, suspendida en el aire después de caer estruendosa por la cascada de la esquina del patio y de subir en recto y alto surtidor por el chafarís del estanque. Era una sensación embriagadora.

Ante todo había que conectar la luz eléctrica y abrir las numerosas llaves del agua, comprobando luego si sa-

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lía por cada grifo, lo que se conseguía después de que la cañería emitiera ciertos lúgubres sonidos, mezcla de suspiros, gemidos y eructos. Al fin salía un agua verdosa de orín que había que dejar correr bastante tiempo hasta que se clarificaba.

Había muchas moscas, que son un incordio en todas partes. Pero la mosca gallega es algo especial. Su cons-tancia, su persistencia, su terquedad suicida por un lado y su capacidad para dar mordiscos por otro, son prover-biales. En aquellos tiempos las combatíamos con unas repulsivas tiras pringosas que se colgaban del techo de la cocina y donde se quedaban pegadas y con “Flit”, un líquido insecticida que se metía en un pequeño depósito metálico provisto de un émbolo que lo esparcía. También con paletas de tela metálica muy fina. Mi madre me daba una peseta por cada cien moscas que yo mataba con dicho instrumento, que llegué a manejar con verdadera maestría. Antes de acostarse, había que hacer un cuida-doso registro de las paredes y techo del dormitorio para localizar posibles ciempiés, arañas o mosquitos. Siempre había tres o cuatro que eran liquidados a zapatillazos.

Si hacía buen tiempo íbamos a la playa. Era un viaje. Bajábamos andando el kilómetro que hay hasta el pue-blo, donde cogíamos el tranvía, que nos llevaba a La Ra-mallosa, a 4 Km. Allí esperábamos al otro tranvía, que venía de Bayona camino de Vigo. Nos bajábamos en el apeadero de “Lourido”, y llegábamos a Playa América, donde había media docena de casetas y veinte o treinta bañistas, además de nosotros, y miles de conchas en la arena, muchas de ellas grandes y preciosas. (Ahora hay miles de bañistas y ninguna concha).

Había poquísimo tráfico. Al ir a la playa, a lo peor te cruzabas con seis o siete coches en los cinco kilómetros de carretera, que estaba llena de baches, por lo que yo iba en la bicicleta por los senderitos que hacían de cu-netas a ambos lados, sorteando a mujeres con las más diversas cargas en la cabeza (un cesto, un atado de hier-

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ba, un paraguas, un cántaro de leche,...), a un rapaz que llevaba a una vaca por el ronzal o adelantando a un lento y chirriante carro de bueyes. De pronto venía el tranvía, que si iba en dirección a Gondomar iba por su derecha, pero si iba hacia La Ramallosa, como la vía estaba siem-pre en el mismo sitio, circulaba por su izquierda...Sin em-bargo, como no debía pasar de unos 20 Km. por hora y se anunciaba con un estrépito terrible, daba tiempo de sobra para apartarse. El tranvía era de madera, de color que fue blanco, con plataformas abiertas delante y detrás y una zona interior de 20 o 30 asientos, también de ma-dera. Iba rechinando y bamboleándose por la vía, bajo la cual había baches sobre los que el rail cedía un poco en sus junturas, lo que hacía también desencuadernarse algo a la estructura del vehículo, todo acompañado por un curioso conjunto de crujidos, golpeteos y chirridos. Los cuatro kilómetros desde Gondomar a La Ramallosa los hacía en media hora. En él viajaban mujeres con ces-tos de frutas o pescado y a veces con algunas gallinas, atadas por las patas y colgando de una cuerda, que tor-cían el cuello, buscando la vertical, y te miraban con ojos enloquecidos. Todas las mujeres hablaban al tiempo y a gritos, en un gallego cerrado y formando una algarabía que se conjuntaba armoniosamente con los crujidos y chirridos del tranvía, complementado todo ello por diver-sos aromas peculiares.

Casi todos los días del verano había fiestas en algún pueblo de los alrededores, anunciadas por el petardeo y las nubecillas de los cohetes. Se celebraban en una explanada - delante de la ermita o iglesia del santo fes-tejado - en la que se montaban una serie de tenderetes, con mesas y bancos de tablas, en los que se podía tomar vino, aguardiente, empanada, pulpo, sardinas, etc. Ha-bía siempre una banda de música, en el clásico templete, que tocaba (sin micrófono ni altavoces) sobre todo mui-ñeiras, jotas y pasodobles. Varias mujeres vendían las típicas rosquillas anisadas. En aquella época en Galicia,

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las mujeres trabajaban en el campo tanto como los hom-bres. Las había de una fuerza enorme, hombrunas, con bigotes bastante crecidos. La tradicional emigración del hombre gallego, había dejado a muchas campesinas so-litarias, lo que por un lado las obligó a hacerse cargo de todas las labores y por otro a que las costumbres sexua-les fueran peculiares, considerándose que a cierta edad la mujer debía tener algunos hijos que pudieran ayudarla en el campo y cuidarla luego en la vejez. Si había matri-monio por medio, mejor, pero sin que fuera imprescindi-ble. Pocos años antes todavía era normal que una rapaza se hiciera embarazar para poderse ir a la ciudad a servir como ama de cría.

En La Ramallosa hay todavía un pequeño taller de reparación de motos y bicicletas, adonde íbamos a arre-glar nuestras bicis cuando éramos chavales, El dueño, Alfonso, tiene cuatro o cinco años más que yo.

Un día (a finales de los años cuarenta) presencié como entraba una rapaza de buen ver que le dijo:

“Alfonsiño, fai favor...”Este le dirigió una mirada picarona y, señalándose el

pecho, contestó:“Un favor le fizo meu pai a miña nai e mira o que saleu...”(Un favor le hizo mi madre a mi padre y mira lo que

salió)Con lo que enrojeció la moza y nos reímos todos.Se trataba de un favor.Acabo aquí la narración de algunos de mis recuerdos

de aquella Galicia entrañable, campesina y familiar de hace 70 años, de la que me acuerdo con cariño y con la misma nostalgia que de mi adolescencia, de la que forma parte inseparable.

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1er PREMIOTítulo

ECOS DE LA INFANCIA

AutorFrancisco Ortega Robles

Francisco Ortega Robles nace en Granada. In-geniero Industrial por la ETSII de la Universidad Po-litécnica de Madrid (Promoción 114).

Su carrera profesional se ha desarrollado fun-damentalmente en la Dirección General de Infraes-tructura de Renfe, primero a cargo del mantenimien-to de las instalaciones de señalización ferroviaria, después como responsable de la Señalización y Conducción Automática de la Alta Velocidad en la Línea Madrid- Sevilla.

Miembro del Grupo de Expertos Europeo sobre Interoperabilidad Ferroviaria y Director Técnico de Alta Velocidad en ADIF.

Actualmente jubilado.

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ECOS DE LA INFANCIA

Nos vino en una mañanaverde por sus brotes tiernosde un mayo cantor y alegre.Por sus azulados cielosjoven fiesta de pájarosque inician torpes sus vuelos.

Limpio el hogar de cenizaslejos ya del largo invierno,en un rincón asustadollamaba un gorrión pequeño,a cada lado del picode amarillos aún cubierto.

Los niños llegamos pronto,los mayores acudieron.Los mayores siempre piensan,los niños…, sólo sintiendo.

- ¿Habrá caído del tejado?- Sería su primer vuelo- Le daremos pan con leche- Debe estar bastante hambriento- ¡Se morirá bien seguro!- Es todavía pequeño- Mirad por si está herido.- Sólo temblando de miedo- Se ha caído por la chimenea - Raro es, que no esté maltrecho.

…/…

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Los mayores siempre piensan,los niños…, sólo sintiendo.Le criará mejor su madredijo mi padre muy serio.Y formó con sus dos manos,aquellas de tanto nervioaquellas rudas y firmes,nido como alcaucil tierno.Le lanzó seguro al aire,al tejado…, un aleteo.Cayó cerca de sus padresque rápidos acudieron.

Todos se habían marchado,aquello estaba resuelto.Yo trepé por el manzanoy observé un rato en silencio.

Años después, recordandocuando di mi primer vuelo,yo sentí las mismas manosalzándome sin esfuerzo.

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20 PREMIOTítulo

UNA HISTORIA OLVIDADA

AutorMatías Solana Hernández

Matías Solana Hernández nace en Arnedo, La Rioja en 1940.

Maestro Nacional. Escuela de Magisterio de Lo-groño. 1958.

Ingeniero Industrial. Escuela Tëcnica Superior de Ingenieros Industriales de Madrid. 1968.

Estudios de Biología en la Universidad Complu-tense de Madrid. 1970-1973; 2002-2004 y de Geo-grafía e Historia en la UNED. 1973-1975.

Desarrollo profesional: Distribución de Energía Eléctrica.

Publicaciones: - Palabras para el Recuerdo. Ed. Isasa, Arnedo.- Posetas. Poemario de Setas. Unión Fenosa.- Guía de Setas. Unión Fenosa.

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UNA HISTORIA OLVIDADA

Al hilo de los días, una historia olvidadafue hilándose en recuerdo de aquello que pasó.Deshojada en el tiempo como una rosa aladase colmó de silenciosy el viento la llevó.

Fue como las historias que contaban los viejosal raso de las noches de verano y de sollos perros, a la luna ladrándole a lo lejosen las calles silencioel ruido del rumor.

Las palabras decían…, ya no sé qué decían.La historia era tan solo, como siempre, un adiósera la vida misma, la eterna melodía,lo que siempre sucedelo que nunca ocurrió.

Me quedan solamente las esquinas del viento,el aroma de un tiempo que ya no ha de volver,el brillo de los ojos del que contaba el cuentoy el crepitar del fuego.

La historia…la historia, la olvidé

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Accésit 1º

Título: MIS PALABRAS CALLADAS

AutorMiguel Ángel Blanco López

Miguel Ángel Blanco López nace en Zaragoza en 1934. Dr. Ingeniero Industrial en ejercicio profesional li-bre, ya jubilado.

Ha vivido 10 años en Barcelona, 12 en París, 10 en Madrid y el resto en Zaragoza.

Sus trabajos se centraron principalmente en los sec-tores siderúrgico, eléctrico e informático. También man-tuvo actividades docentes en el Institut de Contrôle de Gestion de Paris y en el Centre de recherches et d’étu-des des chefs d’entreprise. Según han ido disminuyen-do, por razones de edad, sus actividades profesionales, ha ido aumentando su dedicación a la escritura, lo que le ha permitido obtener unos cuantos premios literarios, tanto en poesía como en prosa, en la A.I.I.M. y en diver-sas instituciones. Como no se considera especialmente dotado para la literatura, trata de mejorar la calidad de sus escritos dedicando mucho tiempo a su preparación y corrección.

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MIS PALABRAS CALLADAS

La lengua no alcanza al corazón. Fray Luis de León.

Prosaicas, como ordenanzas municipales;confusas, como la escritura del médico;vacías, como las miradas huecas de las calaveras;falaces, como la fingida sonrisa del político;inútiles, como lluvia que cae sobre el océano. Así son mis torpes palabras, huérfanas de poesía.

Pero, dentro de mí, hay palabras calladas, hermanas del silencio, del sollozo y la lágrima.Palabras nunca dichas, apenas balbuceadas,que tienen como cómplices el gesto y la mirada.Palabras ancestrales, anteriores al habla,que no exigen la lengua para ser pronunciadasni requieren oídos en quien quiera escucharlas. Palabras no aprendidas, que surgen espontáneasy lanzan su mensaje directamente al alma.

Espía del silencio, cuando la noche calla,las oigo en mi entresueño y las olvido al alba,y cuando, al despertar, intento recordarlas,percibo un vago eco de música lejanaque quiere desvelarme el secreto que guardanlas palabras no dichas que duermen en mi alma.Son mis otras palabras, mis palabras soñadas.Mi corazón escucha su música callada,pero mi torpe lengua no sabe interpretarla.

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AGRADECIMIENTOS

La Asociación de Ingenieros Industriales de Madridagradece la participación en este XVII Premio de Relatos y Poesía

a todos los compañeros que han concursado.

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