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9/11/2015 Cuando la diversidad se pone como excusa: relativismo cultural e identidades subalternas | Cultura Responsable https://ignaciomolano.wordpress.com/2013/02/23/cuandoladiversidadseponecomoexcusarelativismoculturaleidentidadessubalternas/ 1/4 Cuando la diversidad se pone como excusa: relativismo cultural e identidades subalternas Publicado el 23 febrero, 2013 IGNACIO MOLANO Hoy, en plena posmodernidad, el discurso de la diversidad llena los centros culturales, las industrias culturales, el turismo cultural, la economía de la cultura, la cultura de empresa y todo aquello, en resumen, a lo que pueda endosársele con mayor o menor esfuerzo la palabra “cultura”, extendiéndose a campos como la publicidad y la mercadotecnia. Los discursos basados en la diversidad son ciertamente necesarios y van levantando los pilares de una sociedad que debe ser construida de forma conjunta, con la participación de todos y no de aquellos que se atribuyen su titularidad exclusiva basándose en un mito fundacional, una herencia, una esencia puesta sobre la mesa con fines excluyentes. La sociedad, en efecto, no deja jamás de construirse, y conlleva la búsqueda de legitimidad por parte de sectores invisibilizados e identidades ninguneadas, de alguna manera, de la cuota de participación que les corresponde. La posmodernidad, caracterizada por la ausencia y rechazo de verdades, de grandes relatos, desarrolla como nunca antes el relativismo cultural, y la diversidad se erige como bandera de las más múltiples –y contradictorias– posiciones: desde las identidades subalternas, por necesidad de ser reconocidas y contar con una voz propia que consiga hacerse presente, hasta el mercado, por la conveniencia de buscar nuevos nichos ofreciendo identidades a la carta basadas en una falsa diversidad que resulta, paradójicamente, homogeneizante. Franz Boas, salvo prueba en contrario, fue el primero en hablar de culturas, en plural, con lo que ello implicó: rechazo del evolucionismo y de una ley universal que enmarcara y sistematizara el espíritu humano. Comprender una cultura demanda una comprensión profunda de la sociedad de la que es fruto para no caer en juicios a partir de ideas preconcebidas. Por otra parte, los funcionalistas nos hicieron ver los elementos culturales de una sociedad como mecanismos para garantizar el orden social, esto es, la continuidad de la sociedad tal y como se hallaba constituida. Es imposible, por lo tanto, disociar cultura de poder. De hecho, hablar de “nuestra cultura” implica siempre un proceso de construcción inequitativo y desigual: para llegar a la idea de “nuestra cultura”, ha habido que resaltar previamente ciertas características, ocultar otras borrando sus huellas y su memoria, delimitando así el “nosotros” tarea que conlleva la de expulsar al “ellos”. Quien construye, lo sabemos, es quien tiene las herramientas para ello. El concepto que tenemos de nuestra cultura está, por ello, muy vinculado al de la clase hegemónica, tal como la concibióGramsci. Defender la diversidad es, por ello, un primer paso para la lucha contra estas concepciones unilaterales. Ahora bien: la defensa del relativismo cultural en este auge del discurso de la diversidad tiene sus límites. Estamos acostumbrados a escuchar ataques a la multiculturalidad desde posiciones que defienden a capa y espada la particularidad nacional o la tradición frente a la influencia cultural de la inmigración. Y es frecuente encontrarnos Cultura Responsable Gestión de la cultura y de las organizaciones

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Cuando la diversidad se pone como excusa: relativismo cultural e identidades subalternasPublicado el 23 febrero, 2013

IGNACIO MOLANO

Hoy, en plena posmodernidad, el discurso de la diversidad llena los centros culturales, las industrias culturales, elturismo cultural, la economía de la cultura, la cultura de empresa y todo aquello, en resumen, a lo que puedaendosársele con mayor o menor esfuerzo la palabra “cultura”, extendiéndose a campos como la publicidad y lamercadotecnia.

Los discursos basados en la diversidad son ciertamente necesarios y van levantando los pilares de una sociedadque debe ser construida de forma conjunta, con la participación de todos y no de aquellos que se atribuyen sutitularidad exclusiva basándose en un mito fundacional, una herencia, una esencia puesta sobre la mesa con finesexcluyentes. La sociedad, en efecto, no deja jamás de construirse, y conlleva la búsqueda de legitimidad por partede sectores invisibilizados e identidades ninguneadas, de alguna manera, de la cuota de participación que lescorresponde.

La posmodernidad, caracterizada por la ausencia y rechazo de verdades, de grandes relatos, desarrolla comonunca antes el relativismo cultural, y la diversidad se erige como bandera de las más múltiples –y contradictorias–posiciones: desde las identidades subalternas, por necesidad de ser reconocidas y contar con una voz propia queconsiga hacerse presente, hasta el mercado, por la conveniencia de buscar nuevos nichos ofreciendo identidades ala carta basadas en una falsa diversidad que resulta, paradójicamente, homogeneizante.

Franz Boas, salvo prueba en contrario, fue el primero en hablar de culturas, en plural, con lo que ello implicó:rechazo del evolucionismo y de una ley universal que enmarcara y sistematizara el espíritu humano. Comprenderuna cultura demanda una comprensión profunda de la sociedad de la que es fruto para no caer en juicios a partirde ideas preconcebidas. Por otra parte, los funcionalistas nos hicieron ver los elementos culturales de unasociedad como mecanismos para garantizar el orden social, esto es, la continuidad de la sociedad tal y como sehallaba constituida.Es imposible, por lo tanto, disociar cultura de poder. De hecho, hablar de “nuestra cultura” implica siempre unproceso de construcción inequitativo y desigual: para llegar a la idea de “nuestra cultura”, ha habido que resaltarpreviamente ciertas características, ocultar otras borrando sus huellas y su memoria, delimitando así el “nosotros”tarea que conlleva la de expulsar al “ellos”. Quien construye, lo sabemos, es quien tiene las herramientas paraello. El concepto que tenemos de nuestra cultura está, por ello, muy vinculado al de la clase hegemónica, tal comola concibióGramsci. Defender la diversidad es, por ello, un primer paso para la lucha contra estas concepcionesunilaterales.

Ahora bien: la defensa del relativismo cultural en este auge del discurso de la diversidad tiene sus límites. Estamosacostumbrados a escuchar ataques a la multiculturalidad desde posiciones que defienden a capa y espada laparticularidad nacional o la tradición frente a la influencia cultural de la inmigración. Y es frecuente encontrarnos

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con narrativas mediáticas que toman elementos dispersos de diferentes culturas para ridiculizar, simplificar,condenar y, en cualquier caso, condicionar la visión del espectador sobre pueblos, costumbres, creencias y modosde vida diferentes, y nunca para ayudar a comprender. Esto provoca que todo cuestionamiento del relativismocultural sea visto como algo retrógrado, conservador, etnocéntrico.Las respuestas habituales al porqué de costumbres, modos de vida y de relacionarse caen a menudo en tautologíasdel tipo “allá es así”, “es su cultura”, “es que ellos son de esa manera”, “es su forma de ver las cosas”… Implica que“nosotros” no podemos meternos, no somos quién para juzgar ni cuestionar. Estamos así desconociendo algofundamental: no hay creencia ni modo de vida sin una realidad material. No existe producción cultural en unhipotético vacío social. Este tipo de respuestas implica una despreocupación absoluta por comprender al otro demanera integral, esto es, inserto en su realidad de forma que, por más que se adopte el tono más condescendienteposible, hay algo que el discurso de la diversidad no implica per se, y es una defensa de la multiculturalidad. Nosomos multiculturales por no juzgar al otro. No comprender al otro es no integrarlo ni pensar en él: es ignorarlo.Es hacer apología de la diferencia pero jamás de la convivencia. Me parece bien, parecen decir sus defensores, queellos hagan lo que quieran. Bien mientras a nosotros no nos afecte, por supuesto. Y mejor si la pluralidad deidentidades permite multiplicar la oferta de bienes y servicios que se pueden poner en circulación con expectativasmercantiles. Por eso la “defensa de la diversidad”, así, sin más, me da miedo.

También existen, es cierto, cuestionamientos al relativismo cultural que tienen por argumento de fondo la defensade los derechos humanos ante atropellos de otras culturas, algo que juzgamos incompleto por dos razonesíntimamente relacionadas. La primera es que se tiende a considerar los derechos humanos como conquistasoccidentales en defensa de ciertos elementos fundamentales que vendrían al definir al Hombre según esa visiónetnocéntrica, empleando por lo general argumentos que emanan de la cultura occidental; la segunda, que tiene lainclinación de focalizar la violación de los derechos humanos como lo característico de otras culturas, las nooccidentales.

Un establecimiento de límites al relativismo, entonces, debería establecerse en relación con los conceptos de clasehegemónica y subalterna, de identidades oprimidas, conociendo en su integridad el contexto sociohistórico en elque se produce y reproduce una cultura, algo que implica considerar la función de las diversas institucionesculturales en el marco de las relaciones de poder. Y es algo menos frecuente, a la hora de pensar el relativismocultural, ponerle límites desde esta perspectiva: fijar un mínimo común denominador que vaya más allá deldiscurso a menudo incompleto de los derechos humanos.

El uso del chador y del burka por parte de las mujeres musulmanas es quizá el ejemplo más difundido.Considerados señas de identidad nacional y religiosa frente a la occidentalización, el debate sobre su uso en lospaíses occidentales se da entre quienes defienden una libertad religiosa que implicaría su uso y quienesdefienden un estado laico o quienes defienden el derecho de la mujer. Conflicto de derechos, todos ellosfundamentales; conflicto agravado porque quienes dicen que los derechos de la mujer musulmana se venvulnerados son occidentales. Callejón sin salida, por lo tanto, mientras la condición subalterna de la mujer no seael eje central del debate: la clave está en la relación entre hegemonía y subalternidad. Permitir estas prácticas essinónimo de ignorar al otro, de coexistir gracias a la completa indiferencia y de, por lo tanto, consentir laperpetuación de un sistema cultural que es, en verdad, el soporte ideológico necesario para un orden social basadoen la explotación y la discriminación.La multiculturalidad, como práctica de intercambios constantes entre comunidades que comparten un espacio ydan diferentes sentidos a la vida, implica respetar las costumbres ajenas pero sobre todo. Como dijera AlainTouraine, fomentar el diálogo entre ellas, provocando cambios recíprocos en una evolución conjunta. Respetar

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no es ignorar, y menos aún dejar a su suerte a clases o grupos subalternos. La única práctica cultural existente, encasos como el anterior, no es susceptible de ser respetada: se trata de la explotación de las mujeres por loshombres, de los débiles por los más fuertes, de los pobres por los ricos; una práctica que, por naturalizada, pasa aser parte de una cultura.Pero podemos encontrar ejemplos sin necesidad de ir tan lejos que nos permiten, además, redondear el concepto:las culturas populares en Argentina. El mero hecho de tratarse de prácticas y creencias de clases subalternas noimpide que algunas de ellas, al mismo tiempo, generen relaciones de poder en el seno de la comunidad en las quese construyen.El pombero, propio de la cultura guaraní, ser antropomorfo, sigiloso, con propiedades mágicas, capaz demetamorfosearse en otros animales, es un elemento que, mediante el miedo, garantiza una disciplina. Disciplinaque conlleva ofrendas para mantener contento al pombero pero, sobre todo, para mantener vivo su mito y supresencia; y sobre todo, conlleva el sometimiento de la mujer: adentrarse sola en la selva –esto es, sin la presenciade un hombre puede implicar secuestros y embarazos. Al mismo tiempo, permite limpiar la imagen del hombreen casos de embarazos de las mujeres que quedan bajo su órbita familiar, embarazos fuera de las relacionesformales, atribuyendo la paternidad a este ser mitológico. El pombero, por lo tanto, no es sólo una creenciapopular y, por lo tanto digna de salvaguardarse, respetarse y promoverse, sino un instrumento que permite laestabilidad social de acuerdo con una estructura de poder que se pretende perpetuar, en este caso como en tantosotros, basada en el sometimiento de la mujer.

Es consecuencia inmediata de las hibridaciones culturales, de los flujos migratorios y de los intentos hegemónicospor crear falsas identidades, valorizar la diversidad, defender la riqueza y legitimidad de todas las culturas asícomo su igualdad efectiva. Esta defensa de la diversidad, si se quiere auténtica y coherente, debe desembocar, porlo tanto, en medidas políticas, materiales y concretas, y no quedar en lo simbólico: los derechos culturalescontemplan para su efectiva garantía una proactividad política, algo muy distinto al reconocimiento por medio deacciones culturales, muy a menudo voluntaristas, en el mejor de los casos, o que buscan congraciarsesuperficialmente con diversos sectores sin contemplar medidas de consecuencias reales.Todo esto se debe plasmar en medidas políticas tendentes a reconocer sus especificidades, preservar su existenciay las concepciones de vida que contienen, garantizar el derecho al acceso y participación en la vida cultural de lascomunidades en las que se constituyen. Pero siempre y cuando nos mantengamos atentos a no generar operpetuar hegemonías pensando que nos dedicamos a lo contrario.

Hablar de la defensa de la diversidad, sin más, sin realizar estas advertencias, no es garantía de nada. Es unadeclaración de intenciones que suele quedar vacía, por voluntarismo o por negocio. Propongo que nodescuidemos, entonces, las palabras, y vayamos un paso más allá de aplaudir alegre y despreocupadamente lodiferente: interactuemos, hagamos dialogar las culturas de igual a igual, y estemos atentos a no cometer injusticiaspor desconocimiento del otro.

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