crónicas y leyendas mexicanas t1 colec vi

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SE VENDE EN LIBRERÍAS EDUCAL. Facebook: Leyendas Mexicanas Twitter: @leyendasmexico www.cronicasyleyendasmexicanas.com.mx Tel. 55422899 Revista Crónicas y Leyendas Mexicanas. Edición impresa. Tomo 1 / VI Colección / Junio del 2013. Publicación independiente que inicia en 1996 en la Ciudad de México. Editada por Crónicas y Leyendas Mexicanas, A.C. con el apoyo de CONACULTA/ FONCA. Director: Jermán Argueta. Se vende en librerías Educal de toda la República y puestos de periódico del D.F. También directamente en nuestra oficina (Calle de Las Cruces 36 interior 103, Centro Histórico de la Ciudad de México, PREVIA CITA telefónica o en la red).

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JERMÁN ARGUETAOBRA DIRIGIDA POR

onde del Valle de Temascalcingo y Caballero Andante de los Viejos Polvos y Gozos de esta Noble, Leal y Mefítica Ciudad de México. Noble Marqués de las Aguas Extintas del Lago de Texcoco. Comandante General de las Tropas de Asalto del Barrio de La Merced. Caballero de la Orden

de la Cruz de su Parroquia, Capellán del Hospital de Bubas del Amor de Dios. Insigne Limosnero Titular de la Catedral Metropolitana. Oidor y Guía Espiritual de las Monjas Magdalenas de Sullivan y La Merced. Visitador Insigne de la Casa de Mancebía de Las Gallas. Prior del Monasterio Las Glorias de Mayahuel. Duque de las Chinampas de Xochimilco. Alcalde y Veedor del Pulque y sus Curados de Frutas y Legumbres. Custodio de los Tepalcates Olorosos de la Primera Piñata del Monasterio de San Agustín de Acolman. Sastre Oficial de las Calzas y Trajes de sus Majestades Melchor, Gaspar y Baltasar. Mayordomo Celosísimo de los Desvaríos de Eros y Tanatos. Gentil Camarero de las Alcobas de las Once Mil Vírgenes. Alcalde Real y Pontificio contra los Impíos Hombres del PRI… mer Pecado Institucional y los que van por el PAN. Astrónomo y Cosmógrafo del Rey Carlos V. Mariscal de los Mares, Lagos, Golfos y Penínsulas de la Colonia Tacuba. Hermano Tornero de la Casa de Citas de La Bandida. Almirante Admirado por la Flota del Barrio. Catador Etílico y Etéreo de los Viñedos

de Tacubaya y Sepulturero a Perpetuidad del Panteón de San Fernando.

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Jermán ArguetaDirector General

Leyendas Mexicanas

La Casa del Cuento y la Leyenda

Jermán Argueta

CronicasyLeyendas

Crónicas y Leyendas Mexicanas

@leyendasmexico

Armando Ruiz AguilarCoordinador Editorial

J. Araceli Ordaz Ortiz “El Ánima Sola”Diseño Gráfi co

David Elías BriseñoCorrección de pruebas

IMPRESIÓNEditorial Progreso

Naranjo 248 Col. SantaMa. la Ribera

Tel. 55 47 73 04

CRÓNICAS Y LEYENDASMEXICANAS A.C.

Calle de Las Cruces #36 Depto. 103, Centro Histórico

de la Ciudad de México. C.P. 06090

Tel. 55 42 28 [email protected]

cronicasyleyendasmexicanas.com.mx

Editor responsable: Álvaro Jermán Argueta Pérez.

CERTIFICADO DE LICITUD Y CONTENIDO EN TRÁMITE.

NÚMERO DE RESERVA AL TÍTULO EN DERECHOS

DE AUTOR EN TRÁMITE. ISSN 1665-577X

JUNIO DEL 2013

FIESTAS REALES

EDITORIAL

Cronista invitado

EN LA PLAZA MAYOR Por Luis González Obregón

RETABLO DE ANÉCDOTAS12

6

5

LA DAMA ENLUTADA DE LA CALLE DE REGINA Por Federico Balmori

13

Con el apoyo de:

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foja 3

CANTINAS DEL BARRIODE SANTO DOMINGOPor Armando Ruiz

18 “EL IRIS” A LA MEDIA NOCHE Por Quetzalcóatl Vizuet

52

CRIPTOJUDÍOSEN EL SIGLO XVIIPor Francisco Ibarlucea

29

GALERÍA ICONOGRÁFICA:La Plaza Mayor

33

EL CENTRO HISTÓRICO DE LA CD. DE MÉXICO, 25 AÑOS COMO PATRIMONIO DE LA HUMANIDAD

I. LOS AGRAVIOSPor Jermán Argueta

54 CRÓNICA ESPECIAL

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as hojas de los árboles en el Centro Histórico toman

sus tonalidades con la caricia de los primeros rayos

del sol, o su ausencia cuando el crepúsculo cubre a

la Ciudad sin que ésta se quede oscura sino titilando

con sus muchas luces como si fueran estrellas sobre

un mar de construcciones y de ríos de almas humanas, que las más

abandonan a este sitio histórico.

Así son las revistas, como la nuestra. Crónicas y Leyendas Mexi-

canas, un día renace, después de tres años sabáticos, con el andar y

la luz que ilumina a esta ciudad de centurias. Y aquí estamos con la

sexta colección porque sabemos que va a llegar a muchos puertos que

son manos y pensamientos para mirar y refl exionar a esta ciudad que

habitamos y que nos habita en las hebras de su memoria.

Así es que, queridos lectores, aquí les entregamos este primer

tomo de nuestra sexta colección en donde ustedes podrán disfrutar de

una abundante cena en las Fiestas Reales celebradas en la Plaza Mayor

allá por el año 1538. También leerán un artículo sobre los judíos en

la Ciudad de México del siglo XVII y una excelente crónica sobre las

cantinas del rumbo de Santo Domingo, allá por el Palacio de la Santa

Inquisición. Y dice su autor que “el peor tormento es estar crudo”.

Además, quien se aventure por nuestras páginas, sabrá lo que se

cuenta del Teatro de la Ciudad “Esperanza Iris” y de una dama enlu-

tada que alguna vez caminó por la calle de Regina cuando todavía no

era paseo peatonal.

Para quien gusta de viajar a través de los tiempos por las calles

de México, encontrará en la Galería Iconográfi ca bellas imágenes de

la Plaza Mayor. Y cerramos este número con un ensayo sobre los pe-

cados que cometen los políticos en detrimento de la vida social, arqui-

tectónica, histórica y cultural de nuestro Centro Histórico.

foja 5Jermán Argueta

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Fiestas Reales

Por nuestro

Cronista invitado

Luis González

Obregón

CRONISTAINVITADO

Mayor en la Plaza

DOCUMENTO VALIOSOY MUY DELICIOSO

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De cómo fueron adornados la Plaza Mayor y las casas reales.

Ensaladas, platos fuertes y postresque devoraron los convidados.

Malos comportamientos y otras “lindezas” de la alta esfera virreinal.

El robo de la vajilla de Cortés.

l año de 1538, el rey de España, Carlos V, había ido a Francia, y

el rey de Francia, Francisco I, le había hecho gran recibimien-

to en el puerto de Aguas-Muertas, donde hicieron las paces y

se abrazaron ambos; y en el mismo año se supo en México tal

sucedido, y con este motivo, el conquistador Hernán Cortés y

el Virrey Antonio de Mendoza, celebraron inusitadas fiestas, como se verá

por la relación que de ellas hizo Bernal Díaz del Castillo, en el texto autén-

tico de su “Historia Verdadera”.

Fueron tan grandes y aparatosas esas fiestas, que el mencionado cro-

nista asegura que otras semejantes nunca las vio Castilla, así de fiestas y

juegos de cañas, como las lides de toros y graciosas mascaradas.

Menú de exquisitos sucesos

contenidos en este artículo

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La Plaza Mayor fue transformada en un bos-

que, y con aves y cuadrúpedos se improvisó una

cacería, en la que tomaron parte escuadrones de

indios, unos con “garrotes añudados y retuertos”,

otros, con arcos y flechas; y todos lo hicieron muy

bien, en el soltar los brutos y los pájaros y en la

puntería acertada en matarlos; y muchas de las

personas que le vieron aquello y que habían an-

dado por el mundo entero, confesaron no haber

visto tanto ingenio y habilidad.

Pero aparte de la cacería y de la farsa que

en el mismo lugar se representó al día siguiente,

simulando la toma de la ciudad de Rodas, de la

que hablaré después, entre los festejos figuraron

dos opíparas cenas, que dieron, respectivamente,

don Hernán Cortés y don Antonio de Mendoza,

el primero en su palacio y el segundo en las Casas

Reales.

De la cena ofrecida por Mendoza quedaron

curiosos pormenores, conservados también por

el ingenuo cronista.

Los corredores de las Casas Reales se ador-

naron “como vergeles y jardines, entretejidos por

arriba de muchos árboles con sus frutos ... que

nacían de ellos; encima de los árboles había mu-

chos pajaritos de cuantos se pudieron haber en

la Tierra”. Se hizo a la vez un remedo de la fuente

de Chapultepec, tan al natural como era, con sus

manantiales propios; y cerca de la fuente, “esta-

ba un gran tigre atado con cadenas, a la otra par-

te, un bulto de hombre, de gran cuerpo, vestido

como arriero, con dos cueros de vino cabe él que

adurmió de cansado; y otros bultos de cuatro in-

Fueron tan grandes y aparatosas

esas fiestas, que el mencionado cronista

asegura que otras semejantes nunca

las vio Castilla.

Entre los festejos figuraron dos opíparas

cenas, que dieron, respectivamente, don Hernán Cortés y don

Antonio de Mendoza...

Los corredores de las Casas Reales se

adornaron “como vergeles y jardines”.

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dios que le desataban un cuero, y se emborrachaban” y bebían con muchos

gestos y visiones.

Las mesas de la cena, en las que se sentaron más de quinientos invi-

tados, aparecieron suntuosamente adornadas, y todo el servicio era de oro

y plata; al tiempo que se comía, se cantaba y se tocaban música de toda es-

pecie de instrumentos, trompetas, arpas, vihuelas, flautas, dulzainas, chi-

rimías, y tocaban especialmente cuando los maestresalas servían las tazas

que llevaban a las señoras. Hubo a la vez truhanes y decidores, que dijeron

en loor de Cortés y de Mendoza cosas de mucho reír; pero algunos de ellos,

ya bebidos, hablaban de lo suyo y de lo ajeno con tal escándalo, que los

tomaron por la fuerza y los llevaron de allí para que se callasen.

El “menú”, que diríamos hoy, fue tan copioso y tan nutritivo, que a pe-

sar del vigor y glotonería de los estómagos de aquellos hombres de hierro

del siglo XVI y de sus damas, que no les iban a la zaga, muchos platillos se

pasaron por alto: y se comió tanto, que, habiendo durado la cena desde el

anochecer “hasta dos horas después de media noche”, llegó un momento

en que las señoras daban voces, diciendo que no podían estar allí más, y

otras se acongojaban, y por necesidad hubo que levantarse. Y no podía ser

de otra manera, pues he aquí el “espantable menú”:

Ensaladas de dos o tres maneras, Cabrito y perniles de tocino asado a la genovesa, Pasteles rellenos con palomas y codornices,

Gallos de papada (vulgo “guajolote”), Gallinas rellenas,Manjar blanco, Pepitoria, Torta real,

Pollos y perdices de la tierra, Codornices

en escabeche.

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Al llegar a este platillo, dos veces se alzaron los manteles —iqué tal

estarían de sucios!— y fueron sustituidos por otros limpios, con las dota-

ciones corrientes de “pañizuelos” o servilletas e inmediatamente continuó

sirviéndose lo que sigue:

Entre plato y plato, tomaban aquellos glotones,

ya casi congestionados:

Empanadas rellenas de diversas aves de corral y de caza, Empanadas de pescado, Carnero cocido con vaca, puerco, nabos,

coles y garbanzos, Gallinas de la tierra (vulgo “pípilas”) cocidas enteras con los picos y patas plateados,

Anadones y ansarones enteros con los picos dorados, Cabezas de puerco, de venado y de ternera enteras.

Fruta de toda clase que estaban en

las fuentes, así como aceitunas, rábanos,

quesos, cardos, mazapanes,

almendras, confites, acitrones

y otros géneros de azúcar

de Indias. “Aloja”, mezcla de agua, miel y especias.

Cacao frío con espuma y “clarea”, esto es, vino blanco,

endulzado con azúcar y perfumado

con canela y con otras cosas aromáticas.

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La mesa de honor

largas y en cada una tomaron asiento, respectiva-tenía dos cabeceras muy

de Mendoza, con sus maestresalas y pajes “y grandes servicios con mucho

concierto”, y en esta mesa, a las “señoras más insignes” les llevaron unas em-

panadas muy grandes, y en algunas de ellas venían dos conejos vivos chicos

y otras rellenas de codornices y palomas, y otros pajaritos vivos... Sirvieron

estas empanadas en un solo acto, y quitadas las cubiertas, huían los conejos

por las mesas y las aves volaban, en medio de risas y gritos y burlas.

Separadamente de los servicios de honor y los consagrados a los de-

más invitados, en el patio de las Casas Reales hubo mesas “para gentes y

mozos de espuelas y criados de todos los caballeros que cenaban arriba”,

a los cuales sirvientes les cocinaron: Novillos enteros, asados y rellenos de

pollos, gallinas, codornices, palomas y carnes de tocino.

Como pormenor interesante para juzgar de la personalidad moral de

los invitados —refiere Bernal Díaz—, que en la cena que dio Hernán Cor-

tés, le robaron la vajilla “sobre cien marcos de plata”; y en la que ofreció

Mendoza, salvo algunos saleros y algunos manteles, “pañizuelos” y cuchi-

llos, no se perdió tanto como en la de Hernando, debido a que Agustín

Guerrero, mayordomo del Virrey, ordenó a los caciques mexicanos que

“para cada pieza de plata un indio y la traía...”; es decir, que los “mandade-

ros” ¡fueron más honrados que los “comensales”! Y salvo los cuchillos que

servían para trinchar, no menciona Bernal Díaz del Castillo ni cucharas ni

tenedores, y en efecto, todavía en esa época se comía aquí con los dedos,

y esto explica por qué se cambiaron —a mitad de la cena— los servicios y

los manteles. No menciona tampoco Bernal Díaz ni pan ni tortillas, quizá

porque lo suplieron con pasteles y con las empanadas.

mente, don Hernando Cortés y don Antonio

Las calles de México, Leyendas y Sucedidos, vida y costumbres de otros tiempos. Luis González Obregón. Editorial Porrúa. México, 1992.

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El 7 de febrero de 1824, el Ayuntamiento de la Ciudad de México ordenó que quitasen de las fachadas cuantos salidizos hubiera, por

ser frecuentes los topetazos y descalabros en los descuidados transeúntes.

Artemio del Valle Arizpe, Calle vieja, calle nueva. Editorial Diana, México, 1997.

Con el objeto del cabildo eclesiástico

de formar a músicos indígenas,

el 8 de febrero de 1574, se obliga al cantor de la catedral, Vicente Luna, “a dar lección a los indios

chirimías tres veces a la semana” mediante el salario de

“200 pesos de oro común en cada año”.

Jesús Estrada, Música y músicos de la época virreinal. Sepsetentas.

México, 1973. pp. 165

DE LA MÚSICA

DE LAS JOYERÍASEn el año de 1554 se prohibió, por un tiempo, que hubiera en México joyeros y

Luis González Obregón. México viejo. Promexa Editores. México, 1979. pp. 457

plateros, para excusar la infinita ambición de las mujeres y gastos excesivos.

Este anecdotario volante, inspiradoen la obra del Maestro José Guadalupe Posada, se imprime cuando los acontecimientos de sensación así lo requieren.

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Por quien fue cronista de la Colonia Condesa,nuestro querido amigo

La dama enlutadade la calle de Regina

Federico Balmori

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adie sabía dónde moraba; aparecía de pronto por la

calle de Regina poco antes de las seis de la mañana,

cuando las ciento siete iglesias de la Ciudad de México

llamaban a primera misa del día, acompañada de una

fornida indígena que la seguía dos pasos atrás, esgri-

miendo enorme garrote de encino para mantener a distancia al improba-

ble galán madrugador.

Se trataba de una dama con un vestido negro que resaltaba su esbelta

figura. La ropa era de buen paño y mejor corte; capa en invierno, toquilla

en verano; tocábase con oscura mantilla que con natural coquetería en-

marcaba el oval rostro de grandes y brillantes ojos, nariz deliciosamente

respingona, boca pequeña, gordezuela, de labios intensamente rojos.

Tan puntual era que los veladores al verla, apagaban el farol y mar-

chaban a casa dándole los buenos días; ella contestaba, y continuaba su

camino por lo que era la calzada de Iztapalapa, que seguía hacia el norte,

y la calle de Plateros, donde cruzaba el puente de Los Esquiveros, para

llegar a oír misa en Catedral.

La fama de bella y desdeñosa la acompañaba, si algún audaz galán

pretendía acercársele, era disuadido también por un bastoncillo de fino

bambú con puño de marfil, que la dama esgrimía con fineza. El pueblo la

llamaba La Enlutada, nombre que perduró por algún tiempo.

Mediaba el siglo XVIII y se iniciaba el auge minero debido en buena

parte al “Sistema de beneficio de patio”, ideado por Bartolomé Medina.

En todos los puntos cardinales del virreinato se hicieron perforaciones y

catas, creáronse caminos, edificios, transportes... “pólvora y malacate lle-

naron de oro y plata” los bolsillos de los mineros. Virgilio, el poeta, decía:

“A qué no empujarás a los mortales, ansia maldita del oro...”

El progreso avanzaba sobre cadáveres de mineros. De Castilla llegó

un apuesto mozo de nombre Alonso Villalón y Horcacitas, descendiente

de un honorable militar que habiendo luchado en los tercios de Flandes,

recibió en el cuello la infamante cuerda con el clavo “para ahorcaros si

fueseis cobardes”, que dijera el duque De Alba y se convirtiera en honroso

timbre de gloria. Don Alonso fue llamado al Nuevo Mundo por un tío que

N

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habiendo encontrado una mina, buscó un caba-

llero que la administrase.

Don Alonso anduvo primero por ahí “a la

flor del berro” (lo que significa divertirse): cono-

ció la corte virreinal, era valiente, garboso y deci-

dor; tuvo dos o tres duelos pero como era diestro

espadachín, salió ileso.

El tío lo llamó a capítulo:

—Ya es tiempo que marchéis a la mina,

porque como están vuestros negocios, terminan

con vos los malandrines o, a la inversa y como “la

mina es de quien le atina”, procurad acertar con la

veta. Recordad que vino y mujeres echan el hom-

bre a perder. En fin. Dios os guíe —dijo, y ponién-

dose en pie, estiró el brazo con la mano abierta a

don Alonso, quien la estrechó conmovido.

Con paso inseguro, pues caminaba por la

lodosa calzada de Iztapalapa, el señor de Villa-

lón y Horcacitas —don Alonso—, se dirigió ha-

cia la calzada de San Antonio Abad, donde le

esperaban para marchar a Comnanja —la lejana

mina—. Amanecía. Los primeros aguadores pre-

gonaban. Por la calle de la Acequia llegaban las

canoas con verduras a la Plaza Mayor y sonora-

mente cantaban los gallos.

La despedida había sido copiosa y don Alo-

nso sentía los efectos del vino mientras La Enlu-

tada caminaba en el sentido opuesto de la calle;

cuando estaba por cruzar, el caballero se descu-

brió. Al quitarse la toca de negro terciopelo y al

hacer una reverencia a la bella, perdió el equi-

librio dándose tan tremendo golpe contra una

roca en la cabeza que manó abundante sangre.

Nadie sabía dónde moraba; aparecía de pronto por la calle de Regina poco antes de las seis de la mañana.

Si algún audaz galán pretendía acercársele, era disuadido por un bastoncillo de fino bambú con puño de marfil.

... abrió los ojos levemente y al ver el rostro de La Enlutada, exclamó: ¡Estoy en la Gloria!, y cayó en sopor.

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La Enlutada y la sirvienta corrieron en auxilio del caballero, quien

yacía inconsciente, y levantándolo en vilo, lo llevaron a la acera; la bella

sentóse en el umbral de una puerta y alzando la cabeza del mozo, la puso

suavemente sobre su regazo y procedió a restañar la herida con diminuto

pañuelo de encaje; el natural galante caballero se repuso, abrió los ojos

levemente y al ver el rostro de La Enlutada, exclamó: ¡Estoy en la Gloria!,

y cayó en sopor.

La sirvienta puso sobre su hombro a don Alonso para llevarlo a casa

de la madrugadora dama, donde cataplasmas o sinapismos bajaron la hin-

chazón; para curar el cuerpo “cortado” le hicieron tomar tisanas e infusio-

nes o como se llamen. Después de un tiempo alivió el caballero y marchó

a la mina; como tenía entendimiento vivo y audaz, dedicóse a pensar en la

hermosa dama y la forma de conquistarla “que el mal de amores pega más

fuerte que el matlazahuatl”.

Cuando vivió forzadamente en la casa de doña Eleonora, que así se

llamaba La Enlutada, disfrutando de un trato encantador, pensó decirle

que la amaba, pero la gratitud se impuso.

Ambos hablaron largamente sobre sus respectivas familias. Eleonora

contó que era hija de un soldado de fortuna quien formó parte de la ex-

pedición de Panfilo Narváez, soldado que participó en la reconquista de

Tenochtitlán. El padre de La Enlutada contaba que a la caída de Tlatelolco

había reunido un buen botín, el cual, unido a la soldada que pagó el mar-

qués Del Valle, don Hernando Cortés, formó un buen capital que le per-

mitió vivir sin grandes problemas, haciendo negocios. La madre de doña

Eleonora murió al darla a luz, y el padre la siguió al poco tiempo.

A pesar de los ruegos de don Alonso, Eleonora no aceptó retribución

alguna por los cuidados prodigados y éste envió un áureo presente con el

arriero mayor de la conducta que traía metales y llevaba vituallas a la mina;

también envió encendidas misivas de amor que no fueron correspondidas

por Eleonora, o bien ignoró su contenido o dio una respuesta trivial.

En fin, “el que tiene hambre de amor, come fiambre de dolor”. Deses-

perado el galán y por consejo del sobrestante de la mina, decidió consul-

tar a una hechicera que vivía a la margen del lago Yuriria, donde pescaba

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charales e incautos. Y una vez escuchado el caballero, la hechicera pidió

una luna de plazo para preparar el sortilegio, “que con ayuda de Botero,

será el hechizo certero”.

Muchos doblones cobró la bruja, que el caballero pagó feliz. Nun-

ca tardaba tanto una luna, decíase don Alonso, pero ésta llegó y con ella

el enamorado a la laguna. Al entrar en la morada de la bruja, sobre una

desvencijada mesa, con una silla al lado, estaban una jícara con líquido

negruzco, hoja de papel de amate, enorme pluma de ave para escribir,

además de un zurrón de cuero lleno de algo que pudiera ser mineral.

La bruja ordenó a don Alonso: “Con la pluma nueva y la tinta de hui-

zache en el papel de amate, escribid un breve y perentorio recado a Eleo-

nora. Lo demás corre de mi cuenta.”

El galán se sentó a la mesa y escribió breve pero amorosamente a la

desdeñosa, y al dejar el jacal para esperar el encargo, la bruja quedó en él

con otros supuestos colegas en el interior. Don Alonso cansado de espe-

rar, terminó por dormirse; tiempo después lo despertó la hechicera para

entregarle un envoltorio tubular que contenía el papel de amate enrollado

en tela. “¡Mándalo inmediatamente!”, ordenó.

Atardecía cuando doña Eleonora recibió el envoltorio; intrigada por

el peso y la forma, decidió abrirlo en su recámara que tenía una ventana

al poniente y una mesa, quedando a su espalda la claridad. Lentamente

descosió la tela y soltó el listón que ataba el amate enrollado; la luz fugi-

tiva del crepúsculo se convirtió en áurea cascada al caer sobre la mesa

llenándola de polvo de oro. La escritura de don Alonso lucía recamada del

mismo metal y el resto del amate estaba decorado con hermosos arabes-

cos de metal dorado. Todo era brillo y esplendor, piedras verdes, azules y

rojas formaban un mosaico. La Enlutada tembló de emoción. Y la noche

llegó, siendo necesaria la presencia de la fornida sirvienta para sacar a

doña Eleonora de su ensueño.

Doña Eleonora contestó al día siguiente “la carta mágica”. A los po-

cos días, desapareció de la calle de Regina, y un tanto tiempo después, dio

inicio la leyenda de La Enlutada.

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foja 18

Valioso documento que habla del patrimonio etílico del barrio de Santo Domingo, en la Ciudad de México. Incluye historia del pulque.

CON LAS BEBIDAS LICENCIAS

“inquisitoriales”y Cantinas

Bares

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foja 19

or muchos años las cantinas del Centro Histó-rico de la Ciudad de México han sido testigo de

sucesos clave en el mundo del arte, la historia, la música y la política, y aunque desafortunadamente varias ya han desaparecido, las sobrevivientes están en pie de lucha contra la opresión inquisitorial de orde-nanzas atentatorias contra la buena moral, alimenta-da por prejuicios y moralinas desquiciantes.Para comprender un poco el presente del entretenimien-to hay que revisar históricamente el ambiente bohemio citadino, pues tiene mucho que ver con el barrio domi-

nico, donde se yerguen la iglesia conventual de Santo Domingo y el edificio del antiguo Tribunal del Santo Oficio, ya que ahí se dictaron las primeras disposiciones para el consumo de vino y del pulque en la ciudad novo-hispana.

Armando Ruiz AguilarDocumentalista

Por

[email protected] / SE HACEN RECORRIDOS A CANTINAS

“inquisitoriales”y Cantinas

Bares

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foja 20

BebidasLa presencia del pulque en el territorio novohispano, y en particular

en esta Muy Noble Ciudad de México, es una historia muy interesante, ya que los conquistadores primero y luego las autoridades coloniales si bien permitieron su consumo para las comunidades indígena y mestiza, les prohibieron el vino.

Así subsistieron paralelamente en tiempo y espacio el pulque, los aguardientes regionales locales y el vino que llegaba de España, o el vino o cerveza que incipientemente se empezaron a producir en el territorio; tan es así que hay que recordar que el ramo del pulque era uno de los principales motores económicos de la Nueva España, después de la mi-nería, por supuesto, y que en el porfiriato entre los principales ricos se encontraban los dueños de las haciendas productoras de esta bebida.

Las autoridades coloniales procuraron tener siempre un rígido con-trol para las bebidas alcohólicas, ya que la embriaguez era sumamente castigada; incluso se sabe que las penas podían ir desde una cantidad considerable de azotes hasta la formación de colleras con destinos a presidios en ultramar —hay que recordar que en nuestro pasado prehis-

pánico también era muy castigada la embriaguez de pulque esencialmente, y que este tipo de bebida es-taba vetada a los jóvenes. A lo largo de toda nuestra historia el consumo de bebidas alcohólicas ha sido objeto de reglamentaciones.

El agave mexicano o maguey, da un licor blan-cuzco y dulce que al fermentarse se convierte en

pulque. Esta planta crece en las altas mesetas de México, que gozan de una temperatura es-pecial; en los valles de los estados de Puebla,

Tlaxcala e Hidalgo, por ejemplo. El pulque tampo-co soporta grandes viajes, por lo que las pulquerías y

los pulqueros no existen en su completa originalidad más que en las ciudades, barrios y pueblos de las pro-vincias mencionadas.

En la Gran Tenochtitlán el pulque estaba restrin-gido a los sacerdotes y ancianos; el pueblo sólo podía

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foja 21

beberlo en fiestas especiales. Si alguien que no entraba en esos casos se embriagaba, podía pagar la falta con su vida. Menos severos, los españo-les prodigaban azotes y en caso de reincidencia, cuatro años de presidio ultramarino.

Cabe aclarar que el número de azotes variaba si el infractor era espa-ñol, mestizo o casta (indio, negro, mulato, oriental, etc., siendo el doble para estos últimos).

Según una ordenanza de 1556, se establece la autorización para que operase una taberna en la calle de San Agustín y dos más dentro de la Plaza Mayor, dos más en la calle de la Acequia y otras dos más en la Plaza de Santo Domingo.

Hacia 1563 se reglamenta la venta de vinos dentro de la traza hispa-na de la Ciudad de México.

El historiador Enrique Calderón afirma que durante el periodo co-lonial existían 23 fondas y 110 figones donde se servían vinos y licores. Hacia 1784 se contabilizaron 194 tabernas en la Ciudad de México, 158 dentro del perímetro urbano y 36 fuera de él (Hernández, Rubén. Una Ronda Más. “La historia de las cantinas mexicanas tiene sus anteceden-tes en el siglo XVI, en los primeros años de la Nueva España”, periódico Reforma, Ciudad de México, 10 de septiembre de 2001).

A principios del siglo XIX existían en la Ciudad de México más de 410 vinaterías y 221 pulquerías, las cuales para 1864 habían llegado a 523.

El pulque y las pulqueríasDentro de las aportaciones del entretenimiento mexicano, la pul-

quería es un espacio que siempre existió —y aún existe— para que pa-rroquianos y vecinos estableciesen diversas formas de comunicación, aunque a decir verdad no fueron pocas las ocasiones en que los exce-sos interrumpieron amenas tertulias apareciendo así la nota roja, pero pecata minuta, la vida sigue. Además, estos establecimientos siempre se distinguieron por su gente, su colorido y por los curiosos nombres con que fueron bautizados. Es decir, en su mayoría eran jacalones o tinglados dispuestos a los cuatro vientos o “puestos” de dos aguas cubiertos de teja-manil, pero cuando eran locales de mampostería, sus paredes o barrica-das se hallaban pintadas preferentemente de colores rojo, verde y azul.

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Por fuera las destacaban colores vivos, ornamentados con guirnal-das de hojas y flores, decoradas en el interior con frescos en lo que todo el arte mexicano moderno parece haberse refugiado.

Entre la gran variedad de la nomenclatura pulquera en su devenir histórico encontramos nombres tan curiosos y diversos como: La Ven-cedora, La Sultana, La Reina, Pulquería de Sancho Panza, Pulquería del Moro Muza, El Monstruo, La mina de Oro, El sueño de Venus, Los place-res del amor y del vino, La toma de Jerusalén, La batalla de Farsalia, La toma de Pompeya, El glorioso 5 de Mayo, La derrota de los franceses por los mexicanos, La gloria de Juárez, La batalla de Otumba, El congreso de los patos, La inspiración báquica, La libertad de beber, Los prusianos en París, Los vencedores de Puebla, La flor en una calavera, Los recuerdos del porvenir, La reforma del buen sentido, La academia de inglés, La reforma del Niño Jesús, En memoria de lo que no fui, El ensanche de la virgen, El triunfo de la Dinamita, entre otros muchos más.

En las cercanías de nuestro barrio universitario de antaño, inquisito-rial y etílico, podemos encontrar en la calle de Perú y Allende la pulquería La Antigua Roma; y en el corazón del cercano Garibaldi nos topamos con La Bella Hortencia, pulquería turística y agradable, como últimos reduc-tos de una cultura popular en “inquietud de no expandirse”.

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Las cantinas y su función culturalMuchas cantinas están didácticamente dispuestas para convertir-

se, al calor de la charla, en improvisados museos fotográficos o galerías plásticas donde se exhiben diversos objetos antiguos, monedas y billetes, muebles y otra parafernalia inconcebible, que a veces ayuda a una tertu-lia sobre el patrimonio cultural.

Además se cuenta con el registro audiovisual de la extinta Cantina La Valenciana, del entorno de Santo Domingo, en el video “Infinitum” del roc-kero español Enrique Bunbury y sus Héroes del Silencio, un “lugar de gozo, retozo, ahogo y desahogo” (Armando Jiménez).

Por cierto, y salvo ratificación documentada, se sabe que la primera aparición de una cantina (de nombre La Estación) registrada en imáge-nes en movimiento quedó en la película Memorias de un mexicano (1950), cuando jóvenes marchan haciendo prácticas militares por una estación de ferrocarril (seguramente San Lázaro) para apoyar a las fuerza tricolores que contendían contra los invasores estadounidenses en Veracruz en 1914.

Entre las anécdotas que se pueden contar en las cantinas inquisitoriales además de los ca-sos de juicios en el Tribunal del Santo Oficio está el caso referido a la esquina de Correo Mayor y Re-gina, donde actualmente se observa la llamada Casa de la Cruz Verde, recinto perteneciente a la San-ta Inquisición y que antaño estuvo pintada de ese color, la cual utilizaba el Tribunal del Santo Oficio.

Es interesante observar la solución arquitectónica que se le dio a ese inmueble colonial —lo cual es factible hacer en horas cotidianas, después del desalojo de los ambu-lantes—, en el que, como no podía quedar la cruz en línea recta por estorbar o poder ser des-trozada por los transeúntes del entorno, se adosó en una manera doblada, por lo que popularmen-te se conoce a ese sitio como la Casa de la Cruz Doblada.

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Otro pretexto para platicar en las cantinas es el de la presencia y sui-cidio del poeta y estudiante de Medicina Manuel Acuña, quien después de escribir su famoso Nocturno a Rosario se quitó la vida ingiriendo cianuro de potasio el 6 de diciembre de 1873 en el cuarto número 13 del corredor bajo, en el segundo patio de la Escuela de Medicina, mismo recinto que años atrás ocupase otro infortunado bardo, Juan Díaz Covarrubias.

También es bien justificado platicar sobre la vivienda que alojó al matrimonio independentista formado por Leona Vicario y Andrés Quin-tana Roo después del Imperio de Iturbide, la cual se encuentra aún en pie en la esquina de las calles de República de Brasil y Colombia (antigua calle de Cocheras), y que actualmente es una oficina del INBA.

Cantinas dominicasÉstas siempre dan un toque social comunitario, ya que “en un país

que está lejos de ser igualitario, las cantinas son la institución más demo-crática”. Cualquiera que pueda pagarse un trago (lo que limita estricta-mente a la población) es bienvenido.

Este espíritu se demuestra toda vez que la cantina es un umbral del convivio social, el espacio necesario para el relajamiento, para la conso-lación, la euforia que propicia la amistad, la confidencia y el desagravio y/o también por ser escenario idóneo para platicar sobre el patrimonio cultural y de los sucesos históricos acaecidos en sus alrededores. De ahí que en la zona de la “Ruta de la Inquisición o dominica” encontremos va-rios ejemplos de cantinas y bares de tradición para “castigar” la sed ago-biante, provocada por los paseos culturales que se acostumbra llevar a cabo en esa ruta.

CANTINA SALÓN MADRIDUbicada frente a la Plaza de Santo Domingo, en el edificio de los Por-

tales de Santo Domingo, sobre la calle de Belisario Domínguez, frente a la Capilla de la Expiación. Fue fundada en 1896, siendo su primer dueño Guillermo Rondana.

Este inmueble conserva maderas, espejos y placas que los antiguos estudiantes de la Escuela de Medicina le colocaron cuando ésta se en-contraba alojada en el edificio del Tribunal del Santo Oficio bautizándo-

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la cariñosamente como La Policlínica. Más de uno pasó ahí un examen acompañando a algún maestro proclive al consumo etílico. ¡Salud!

CANTINA LA DOMINICALocalizada en un edificio colonial de la calle de Belisario Domín-

guez esquina con Allende, casi en frente del Cine Venus. De gran tra-dición en el barrio, cuenta con un registro fotográfico en el SINAFO del INAH el cual combina un interesante ambiente: el de una cantina turísti-ca con el de una cantina de barrio. Su nombre nos obliga a reverenciarla respetuosamente y asistir a su santo abrigo a confesar nuestras penas y alegrías, sin duda alguna.

SALÓN ESPAÑAEste lugar cuenta con la mejor carta de tequilas

en el Centro Histórico y además satisface el más sofis-ticado antojo gastronómico, con posibilidades para todos los presupuestos. Las fotografías que sobre la Revolución Mexicana y actores del cine nacional expone en sus paredes, le dan un toque de mucha distinción. Además, ahí se expide a los parroquia-nos su respectiva credencial “para tomar con fotografía”, un gran logro cívico, ni hablar.

Patrimonio etílico inquisitorial desaparecidoHemos de describir, aunque de una manera breve, otra categoría de

cantinas: las del patrimonio perdido, desafortunadamente. Porque toda vez que ocuparon diversos sitios de valor artístico o histórico, fueron si-tios de solaz y esparcimiento para muchos de nuestros abuelos, padres y/o de nosotros mismos inclusive, a saber.

CANTINA-RESTAURANTE GALLOS CENTENARIOEste antiguo lugar forma parte ya del lamentable listado de cantinas

desaparecidas. Estuvo localizado en la calle de República de Cuba 79, en el Centro Histórico, y ocupaba un hermoso inmueble neoclásico. Fue famoso por rivalizar en estilo, clientela y centricidad con el Bar Mancera

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o el Bar Alfonso; además porque en él se obsequiaba una margarita, cortesía de

la casa. Es de comprender que desde luego, el tequila reinó entre los gus-tos de los parroquianos que acudían regularmente a este “recinto de lo sagrado”. Contaba con dos salones; uno en planta baja y otro en planta alta, el cual resultaba el favorito de los grupos de trabajo o de familia, de amigos o de cómplices que allí se reunían. Su arquitectura era la de un respetable palacete de al-

tos techos. Entre sus comensales se contaron Mariano Azuela, Martín Luis Guzmán, Fernando de Fuentes y Emilio El Indio Fernández, entre otros.

El nombre-icono de Gallos Centenario se vio reproducido por los gallitos de artesanía de latón pintado que medio siglo atrás retomara el pintor jalisciense Jesús Reyes Ferreira y que encarnan un símbolo solar, de sangre sacrificial, de virtud lúdica y de júbilo colectivo. Estaban en los muros, o en las cercanías de la barra, contrastaban en la madera vieja el gallo viril y el gallo protector, grácil y poderoso al mismo tiempo.

Gallos Centenario era un lugar idóneo para una tarde de estancia tranquila en compañía de amigos y amigas, o para el reservado placer del encuentro entre parejas con afinidades así, era una alternativa en la historia del Centro Histórico.

CANTINA ÁFRICAPerfecto abrevadero: ofre-

cía rica comida y buena bota-na. Se ubicaba sobre la calle de Las Cruces, casi esquina con Venustiano Carranza, un lugar típico de reunión para los tra-bajadores de la Suprema Corte de Justicia. Descanse en paz esa cantina de gran algarabía.

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EL BAR LEÓNEmpezó como un anexo en los bajos del

Hotel León, en la esquina de República de Bra-sil y Tacuba. Lugar de antaño donde triun-fó Pepe Arévalo y que a fines de la década de los años 1980 y principios de los 1990 fue un sitio de copa y baile obligatorio para el asistentes del Centro Histórico. Ideal para la reminiscencia para aquellos que hicieron de la salsa, el merengue y mucha música tropical, un pretexto revolucio-nario de ocupar lugares públicos y de contar en su espacio y cercanías con la presencia de extranjeros de la talla de Umberto Eco y de Mick Jag-ger —éste en 1995, cuando por primera vez vinieron a México sus satáni-cas majestades los Rolling Stones.

LA VALENCIANAInteresante cantina decimonónica que tristemente cerró sus puer-

tas hace tres años, estuvo ubicada en la esquina de Brasil no. 29 esquina con la calle de Luis González Obregón, frente al edificio de la SEP (anti-guas instalaciones del Tribunal del Consulado y/o de la Aduana de Santo Domingo, a cuyo lado oriente, sobre la misma acera, aún existe, gracias a Dios, la Cantina Salón España) contra esquina de la Plaza de la Corre-gidora y a una cuadra el edificio del Antiguo Tribunal del Santo Oficio —hoy devenido en museo y oficinas administrativas y académicas de la Facultad de Medicina de la UNAM.

Su barra y contrabarra eran sui generis, ya que sobre esta última se colocaban, amén de las botellas de alcohol, reliquias lúdicas como tro-feos deportivos, marcas raras de bebidas de otros países (en: González Rodríguez, Sergio. “La Valenciana, cantina que colinda con la Plaza de Santo Domingo”, en: columna Los Bajos Fondos, periódico Reforma, Ciu-dad de México, 31 de octubre de 2002).

Otra cuestión interesante de saber de esta cantina era lo relativo a la vida de la maestra en historia Guadalupe Pérez San Vicente, a través de las anécdotas contadas por una de sus amigas más entrañables, Guada-lupe Gómez Collada.

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Gómez Collada recordaba, entre otros sitios, la estancia de la maes-tra San Vicente en el restaurante Sidrali (ubicado en 16 de Septiembre e Isabel la Católica) que era un lugar muy popular, el cual desapareció en 1960, donde vendían la bebida manzanita, o sidral, y unas ricas medias noches, que tanto le gustaban. Además, que su amiga estaba orgullosa de haber sido alumna de José Vasconcelos y de Rosario Castellanos.

Cuenta que su amistad con la doctora empezó precisamente en “convites de cantina” y en encuentros artísticos y gastronómicos, en com-pañía del buen amigo Jorge Nacif. Gómez Collada recordaba que “ella (la maestra San Vicente) hablaba con el cantinero y le daba ideas sobre cómo mejorar la barra o poner un mejor mantel a las mesas”, entre otras cosas. Y que una de sus cantinas favoritas fue precisamente La Valenciana, a la que acudían poetas que escribían el menú literario en las paredes del lu-gar —donde por cierto, Enrique González Martínez escribió “Tuércele el Cuello al Cisne de Inefable Belleza”, el poema preferido de Lupita.

Ésta es una modesta semblanza de una zona sacra de la ciudad don-de antaño se castigaba el pecado de la herejía, la hechicería y la bigamia y donde afortunadamente se extingue el flagelo, el tormento, el castigo corporal de la cruda, al poder uno refugiarse en los apostólicos templos del subyugante perdón denominados cantinas.

EL ABREVADERO DOCUMENTALCAPISTRÁN, Miguel. “Tabernas, Cantinas, bares de antaño” en periódico “El Sol de México”. Ciudad de México, 28 de enero de 1978. Serie Archivos Económicos de la Biblioteca Miguel Lerdo de Tejada de la SHyCP CLAVE 9h Am.GASS, Yessica. Una conversación para la eternidad. Testimonios. Guadalupe Gómez Collada recuerda sus largas charlas con la doctora Pérez Vicente en: Periódico Reforma 22 de mayo de 2001GONZÁLEZ GAMIO, Ángeles. “El antojo del paseante”, en periódico La Jornada, México, D. F. 4 de agosto de 2002. http://www.jornada.unam.mx/2002/08/04/030a1cap.php?printver=1GONZÁLEZ GAMIO, Ángeles. “Regocijo del corazón y contento del alma es el vino” en periódico La Jornada, México, D. F. 10 de marzo de 1999. http://www.jornada.unam.mx/1999/10/03/gamio.htmlGONZÁLEZ RODRÍGUEZ, Sergio. “La Valenciana, cantina que colinda con la Plaza de Santo Domingo” en: co-lumna Los Bajos Fondos, Periódico Reforma, Cd. de México, 31 de octubre de 2002.DE GORTARI, Hira y Hernández Franyuti, Regina (comps). Memoria y Encuentros. La ciudad de México y el Distrito Federal (1824-1928). Tomo III, 1988. México. Departamento del Distrito Federal- Instituto José María Luis Mora. pp. 156 a 1597 y pp. 190-192, 233, 247.HERNÁNDEZ, Rubén. “Una Ronda Más. La historia de las cantinas mexicanas tiene sus antecedentes en el si-glo XVI, en los primeros años de la Nueva España”, periódico Reforma, Ciudad de México, 10 de septiembre de 2001.DE LA PIEDRA Y MATUTE, Luis Felipe. Te invito a… La Cantina. México. Edición del autor. 2002, página.193.ZÚÑIGA, Itzel. México. Las Viejas Cantinas Tratan de sobrevivir a las nuevas modas en: http://www.lagacetaon-line.net/index.php?option=com_content&task=view&id=409&Itemid=49

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DDoña Rodriga Alvear de Triana, originaria de Cádiz, infl uyente

y pudiente mujer de la metrópoli novohispana, pensaba en

irse del virreinato desde hacía ya mucho tiempo. Y ésta era una buena oca-

sión, pues recordaba que ya desde en 1624 la situación de Nueva España

era muy delicada: lo que nunca, se había destituido al virrey. Desde tiem-

pos de la conquista, un máximo gobernante no había sido destituido por

una coalición de altos prelados, la Corona y las élites criollas.

Fue un periodo de ingobernabilidad pocas veces visto. Pero todavía

era posible la actividad de intercambio económico. Por eso es que su mari-

do, Baldomero Gallaga, estaba necio como él sólo, debido a que el comercio

era apasionante en la Ciudad de México —que era un punto de conexión

extraordinario—, y como en los negocios le iba muy bien y además lo ha-

bían invitado a hacer transacciones en el Perú, se encontraba renuente a

los deseos de su mujer.

En 1628, recordaba Rodriguita, hubo también una incursión de pira-

tas en el Atlántico y el Pacífi co (el corsario holandés Piet Heyn), pérdida de

galeones comerciales, grave interrupción del comercio con Manila, todo

esto para evitar el contrabando, cosa que no sucedió, llevó a una crisis de

abasto sin precedentes.

“¡Estos infames no saben llevar los asuntos del reino!”, no dejaba de

repetir todo el tiempo esta mujer menuda (¡menuda mujer!) venida de Cá-

diz desde 1612, quien además recordaba con nostalgia los cambios que

había sufrido la metrópoli novohispana en los últimos años. ¡Y cómo no!,

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ya que para terminarla de amolar, la ciudad se había inundado y sufrido

desbordamiento de ríos. “Bueno, ¿pues qué es esto? ¿Acaso eran catorce

las plagas?”

Pero Baldomero Gallaga no deseaba moverse de la Nueva España,

pues estaba muy bien relacionado con Moisés Alfaro, Simón Váez y con

Tomás Núñez de Peralta, tres comerciantes judíos de la estirpe sefaradí.

Aunque a él le importaba sobre todo este último, con quien había hecho

muy buenos negocios, ya que tenía mucha idea del comercio de cerámi-

ca filipina y telas europeas y además era un hombre discreto y silencioso

(como silenciosas, además de tenebrosas, eran las casas de todos los ju-

díos que eran dueños de esclavos en la Ciudad de México, que seguían la

meditérranea tradición de la hermética inviolabilidad de sus domicilios,

la cual siempre pretendieron teniendo bajo su control la privacía en el es-

pacio doméstico).

Y sin embargo, ante ello Rodriguita pensaba: “Por más que se escon-

dan, siempre los encuentra el Santo Oficio”, pues desde siempre los ojos

del chisme han sido efectivos, y el alma de la envidia ha radicado ahí. Ro-

driga se había hecho muy afín, muy cercana a Blanca Méndez, la guapa

esposa de Tomás Núñez de Peralta.

Pero aun en el “chachareo de pajarracos tropicales” —que era lo

que parecía el ambiente en la metrópoli—, la gente no dejaba de fijarse

en esos caserones, aunque se les ponía la piel chinita sólo de pasar frente

tan enormes mansiones. Incluso a Rodriga le daban miedo, pues parecían

como abandonadas. Cuántas veces escuchó a la gente decir: “El mal se

esconde aquí.”

Cuando sus amigas la invitaban a saraos y reuniones en palacio vi-

rreinal, le echaban en cara que tenía amistades muy raras. Pero Blanca

Méndez y sus hijas: Isabel, Clara, Ana, Raquel —mejor conocidas como las

Blancas— eran personas muy trabajadoras, aunque se escondían. Pues,

¿cuál sería el problema? Ellas le argumentaban que había demasiado bu-

llicio en estas calles, y que aunque la gente prefería tomar la fresca en los

patios, “la población se cansa del trajín de esta ruidosa urbe”.

Y no sólo el bullicio, también demasiados ojos y orejas.

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Antes de enterarse de que su amiga era judía, Rodriga estaba muy

intrigada. ¿Por qué el hermetismo? ¿De qué se escondía esta gente? “¡Ay,

Blanquita!, con todo y tu nombre, sólo oscuridad tienes en tu vida. Se me

hace que eres una hereje”, se decía para sus adentros y se reía, permitíén-

dose tales pensamientos. ¿Y las hijas?, esas almitas que cada vez más de-

notaban el delirio lúcido de la miseria. O, ¿acaso llevaban una doble vida?

¿Se amancebarían con donceles? ¿Andarían de barraganas, tumbadas

todo el día con los mancebos? ¿Andarían trabajando en la casa de gaias?”

La mujer se divertía enormidades pensando todo esto mientras seguía ca-

minando, despistada, hacia la renovada parte poniente de la ciudad.

Si Rodriguita tenía estos pensamientos, ¿qué se podía esperar de los

verdaderos enemigos de los criptojudíos en la Ciudad de México? No obs-

tante, cómo disfrutaba de la compañía de Blanca Méndez, tan simpática,

tan vivaracha, aunque de repente abrumada por las actividades de su ma-

rido, Tomás Núñez de Peralta, quien todo el tiempo estaba trabajando y

siempre cansado, cansado.

Las casas donde se sospechaba que vivían miembros de la comunidad judía, despertaban la imaginación de inquisidores y vecinos. Arriba: la casa que habitó don Tomás Treviño, otro célebre judío de la Ciudad de México.

(CONTINÚA EN LA PÁGINA 41)

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“Ojalá ya se detengan estas lluvias”, se decía para sí Rodriga mien-

tras seguían dando rienda suelta a sus pensamientos.

Núñez de Peralta falleció en plena inundación, en el año de 1633, de-

jando en la peor de las angustias y miserias a las Blancas; con impresionan-

tes deudas. Fortunato Antúnez, el médico que atendió al anciano marido

de Blanca Méndez en sus últimas horas, dio por hecha la información que

circulaba en el rumbo, que en la casona de Oidores 22 pasaban cosas muy

raras; no había crucifijos, y se olía un encierro de años, reportándolo de in-

mediato al Santo Oficio.

Para 1634 ya habían descendido las aguas en buena parte de la Ciu-

dad de México y Blanca, desesperada por su situación económica, se vio

en la necesidad de rentar las habitaciones de su casa a esclavos y siervos,

convirtiéndose la mansión en una verdadera romería, visitada por todo

tipo de personas.

Blanca se sentía contenta, pero seguía angustiada, necesitaba más

ingresos. Como pudo fue cubriendo los adeudos. Fue así que conoció —

por medio de Rodriga— a Blanca Eusebia Enríquez y a su marido Simón

Váez, el hombre más rico de la ciudad. Esto cambiaría su existencia. Blanca

Méndez admiraba a su tocaya; tenían los Váez una enorme y bien cimen-

tada casa frente a la Plaza del Águila en pleno barrio de Santo Domingo. Y

en la muy deteriorada calle de las puertas Falsas de Santo Domingo vivían

sus hijos Carmen y Santiago, y otra serie de colaboradores y conocidos.

Era una pequeña comunidad de inmigrantes transitorios que buscaban

el sustento bajo el patrocinio de Váez. Vivían lo más cercano al Tribunal

del Santo Oficio, para evitar sospechas. Pero ¡de qué poco les serviría esta

estrategia!

Fueron pasando los años, y la amistad y la confianza entre las toca-

yas se fue consolidando, a grado tal que Blanca Eusebia Enríquez le contó

a la Méndez que cuando vivía en Sevilla fue detenida por el Santo Oficio,

encerrada en un calabozo llenito de ratas y todo tipo de alimañas —pero

ya tenía suficiente con las que la tenían en cautiverio— y torturada (la se-

villana era la ramificación más violenta del Tribunal de la Santa Inquisi-

ción) enseñándole alguna vez las marcas de las cuerdas con que fue atada

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y que casi le cortaban los brazos. Pero fue valiente y resistió, recordando

cómo la rodeaban las tinieblas de una noche eterna. Sin embargo, por su

boca ningún secreto de los ritos de la religión fue descubierto, ninguna

verdad revelada, fue como si hubiera quedado muda. Por tal motivo los del

rito, los de la comunidad, le tenían un gran respeto, aparte de ser una de

las personas más prósperas de la ciudad.

Por todo esto, Blanca Méndez no se cansaba de comentarle a su ami-

ga Rodriguita: “¡Cómo admiro a Blanca Váez! Es una mujer muy entregada

a la religión.”

—Pues debieras de tener más cuidado. Tú no lo sabes, pero los Váez

son de las personas más observadas por el Tribunal. ¡Aléjate de ellos!

—¡No puedo, no puedo hacer eso Rodriguita! No te preocupes, sé cui-

darme sola. Ella es una de las personas más dignas que conozco, estoy or-

gullosa de ser su amiga. ¡Quiero mucho a mi tocaya! O ¿acaso estás celosa?

—acotaba Blanca riéndose, haciendo refunfuñar a la Alvear, quien decía

que la Méndez era una verdadera mula. Pero qué se le iba a hacer, Rodriga

ya se lo había advertido ¡Que después no le viniera con monsergas!

Blanca Méndez ya no hallaba cómo ganarse la vida; bordaba, comer-

ciaba, rentaba, ¡uf!, ojalá y le dieran una bicoca por esa casa —ella era una

de las pocas personas que poseían una en la Ciudad de México—, pero

no había quién quisiera apoyarla. Y sus hijas, tan buenas mozas y sin un

doncel que siquiera volteara a verlas tantito… “Pero si no están tan feas”,

pensaba ella.

Tantos afanes amorosos para sus hijas, como consecuencia sólo le

atrajeron un amor para sí. Cuando menos se había dado cuenta, Blanca

Méndez ya estaba más que comprometida con un hombre nacido en Mo-

zambique quien había sido bautizado en la Goa portuguesa antes de ser

llevado a la capital lusitana como esclavo: Diego de Sevilla, quien marca-

ría para ella un futuro destinado al fracaso, al despeñadero.

Esa tórrida relación llevó al negro a contarle a Blanca Méndez, ahora

su amante, que después de haber estado algunos meses al servicio de un

sombrerero, en las afueras de Lisboa, fue vendido a un boticario marroquí

en Sevilla, donde se casó con una mulata libre, de nombre Mariana; que

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luego fue agarrado una noche mientras pescaba en las orillas del río Gua-

dalquivir y presentado ante un mercader sevillano de Indias quien lo trajo

a México en la flota de Carlos de Ibarra (la flota dejó Cádiz en abril 29 de

1638 y llegaron en invierno al puerto de Veracruz, donde fue vendido por

un comerciante de esclavos a Agustín de Rojas, un judío que lo trajo a su

casa de la Ciudad de México).

Diego recordaba que una noche, él y otro esclavo de nombre Francis-

co, atestiguaron que Rojas y su esposa pateaban y arrastraban un crucifijo

en el patio de su casa, y luego le daban latigazos con un bonche de espinas

atadas a un palo. Totalmente impactado de lo que había visto, el de Mo-

zambique decidió reportarlo al Santo Oficio, pero antes de que pudiera

hacer algo, tanto él como otros esclavos fueron vendidos y dejados en el

Camino Real de Tierra Adentro, lugar cercano a Zacatecas. Y a su memoria

también venía el recuerdo de que cuando él quería ir a misa, sus amos le

El barrio de Santo Domingo parecía ser el escenario perfecto para llevar una vida que despistara al mismísimo Tribunal del Santo Oficio.

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decían: “¿Misa? ¿Cuál misa? Tu misa es estar aquí recogiendo y limpiando

la casa”. Y otro esclavo amigo suyo, le decía: “¡A estos judíos los van a que-

mar toditos por como se comportan!”

En las confianzas que da el amor, el hombre libre de Mozambique

también le confesó a Blanca Méndez que en el mes de abril de 1639, fue

arrestado por un justicia mayor en las afueras de Zacatecas, rumbo al cen-

tro del virreinato, después de un encargo de su amo Agustín de Rojas, a

quien en ese momento se le hizo fácil delatar. —Si bien tal relato estreme-

cía a Blanca Méndez, más lo hacían los besos con que Diego la prodigaba

en el cuello.

Mientras Blanca escuchaba con atención, una breve brisa acariciaba

los cuerpos desnudos. En ningún momento se puso a pensar que los judíos

y sus esclavos eran enemigos naturales y que a la postre todo esto traería

funestas consecuencias.

A diferencia de su compañero, Diego de Sevilla era un caso excepcio-

nal, un trashumante que nunca había pertenecido al hogar de Agustín de

Rojas, el principal tratante de esclavos en el virreinato de Nueva España.

Por eso en medio del frío, en el agreste clima de Zacatecas, el de Mozam-

bique debió de haber sentido que no tenía nada que perder denunciando

como judío al hombre que directamente lo había traído a estas tierras.

Cuántas veces la De Triana se lo dijo a la Méndez, cuántas le advirtió:

“Ten cuidado con el ayuno”. Éste era una ceremonia de dos tipos: uno, el

asociado con la observancia del día santo, y otro llamado ordinario, ascé-

tico en su naturaleza, que era una súplica para que se concediera un favor

divino en una circunstancia específica; para asegurar un viaje sin contra-

tiempos, o pedir bendiciones por las almas de personas fallecidas. Ciertas

mujeres en la Ciudad de México eran especialistas en llevar a cabo esta

ceremonia, realizándola a petición de otros, a cambio de modestas sumas

de dinero. Y quién más sino las Blancas, que para contrarrestar los efectos

de su pobreza, también se ganaban la vida rezando, bordando y haciendo

chocolate para vender.

Doña Rodriga bien sabía —por el contacto que su marido tenía con

comerciantes judíos— que cuando se rompía el código secreto y había

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presión inquisitorial, los ayunantes comenzaban a delatar a aquellos que

les habían pagado por hacer ayuno ordinario.

Otra manera que los criptojudíos encontraron de encubrirse para no

caer en manos del Santo Oficio, era hacer literalmente un teatro con sus

esclavos. Y para que el Santo Tribunal no sospechara que en sus casas se

efectuaba el Sabbat o se celebraba el ayuno de Esther, el Yom Kippur o bien

ayunos para un buen viaje o para la sanación de los enfermos, o todos es-

tos ritos prohibidos, tenían que simular que comían. Por lo tanto, muchas

veces rompían el ayuno consumiendo chocolate. ¡Pero cómo no hacerlo si

esto casi era un ritual de convivencia en la sociedad novohispana!

Al respecto, Blanca Méndez seguía acordándose de los maravillosos

consejos de doña Blanca Enríquez, de que “no se necesitaba prender velas

si la verdad de la religión estaba en el corazón”. Por eso muchos criptoju-

díos comprendieron que para encubrirse tenían que romper el ayuno to-

mando chocolate, para que los sirvientes no sospecharan de sus activida-

des religiosas y los denunciaran.

Pero comenzó el Santo Oficio a hacer de las suyas pues iniciaron los

chismes acerca de ayunantes, y personas que tenían problemas con judíos

comenzaron a denunciar a ciudadanos trabajadores cuya única falla era

estar encerrados en sus casas o escondidos, haciéndose presentes las pri-

meras “calesas verdes de la autoridad eclesiástica” en distintos puntos de

la antigua Ciudad de México para investigar.

Así llegaron los alguaciles del Santo Oficio a la céntrica calle de Oi-

dores. Las aldabas en forma de cabezas de león parecían gritar y avisar

a los habitantes de la enorme casa marcada por el número veintidós que

algo muy grave estaba a punto de suceder. Era demasiado tarde, las her-

manas estaban afuera, ayunando con la madre y efectuando ritos por la

zona del convento de Regina, la Reina del Cielo, que no las cobijaría con

su manto…

—¡Abran paso a las autoridades eclesiásticas! ¡En nombre de Dios,

abrid!

Los alguaciles fueron muy insistentes, primero actuaron con cierto

recato y sosiego, luego se llevaron a Isabel Núñez Méndez y a cuatro escla-

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foja 46

Había mujeres que se contrataban para hacer ayunos a cambio de dinero.

vos que vivían en la casona al Tribunal, donde comenzó el interrogatorio.

La oscuridad emanaba de cualquier lugar de ese funesto palacio del San-

to Oficio. Isabel sintió que perdía el sentido, escuchaba los gritos desga-

rradores de hombres que estaban siendo torturados en esos momentos, la

sala donde la tenían era lúgubre y oscura, y en ella alguna tímida vela pa-

reciera como un pequeño ángel que le vendría a ayudar en esos momentos

de apuro.

Y en ese lugar estaban ellos, los inquisidores, con sus hábitos negros,

con la mirada ávida, deseosos de ver desbarrancarse a los acusados (a ella

y a catorce infelices más), que cayeran en contradicciones para torturarles

a la menor provocación, infligiéndoles los sufrimientos físicos o los casti-

gos más atroces, acompañados por vejaciones morales.

Isabel sólo alcanzó a llorar, y después se desmayó. La hija mayor de

Blanca Méndez se sintió perdida. Le echaron agua en el rostro, y una vez

recuperada, la llevaron a una cámara donde la esperaba una fragua, y un

hombre calentaba hierros al rojo vivo. Los verdugos comenzaron a que-

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foja 47

marle las carnes. Con los olores que emanaban de su fina, hermosa y blan-

ca piel ahora quemada, vomitó. Y antes de volverse a desmayar, lloraba

pensando que no podría con tanto sufrimiento, porque sabía que no era

fuerte, que los métodos de confesión acabarían con su fidelidad hacia los

criptojudíos.

En medio de su dolor, Isabel recordó con gran emoción el Yom Kippur

—el día del perdón de 1641—, confesándole a los inquisidores que después

de una comida de pescado, ensalada y huevos, ella, sus tres hermanas

(Clara, Ana y Raquel) y sus dos sobrinas (Judith y Rebeca), hicieron la cere-

monia; cómo colocaron velas y ofrecieron oraciones específicas, y los asis-

tentes besaron la mano de Blanca Méndez pidiéndole perdón, y ésta les dio

la bendición que Jacob había dado a sus hijos, y que las niñas escucharon

atentamente las oraciones de sus ancestros, en voz de sus mayores.

También confesó que en diciembre de 1641, en su lecho de muerte,

doña Blanca Enríquez le dio a su hija Beatriz 400 pesos en efectivo para

que le hicieran misas, que debían ser rezadas por su alma. Según la versión

de Beatriz, la mayor parte del dinero se lo dio a las Blancas (60 pesos) para

que se cumpliera el deseo postrero de su madre. Sólo cambiaban el térmi-

no “ayuno” por “misas”. El dinero no sólo debía ser dividido entre sí, sino

además entre los observantes más pobres de las leyes de Moisés; incluyén-

dose aquellos que estaban en hospitales, y en especial entre los observan-

tes de la ley cuya costumbre era hacer ayunos por las almas de aquellos

muertos en observancia de judaísmo, disimulándolos con el nombre de

“misas”, para que los católicos no lo entendieran.

Hecha un guiñapo, Isabel fue llevada a su mazmorra. Los inquisido-

res estaban de plácemes, habían obtenido más de lo que se hubieran ima-

ginado. Todo esto desencadenaría la cacería de brujas más pavorosa en

el virreinato de Nueva España. Y aunque finalmente Isabel pudo salir por

los buenos oficios de Baldomero Gallaga, unas semanas después volvería a

caer en las garras del Santo Oficio.

Blanca Méndez estaba aterrada, sabía que todo estaba perdido, fue

todavía al Xoconoxco con su negro, con su amo… O, ¿ella sería el ama?

El amor todo lo pudo, el amor todo lo quiso, pero no la salvación, ni las

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foja 48

promesas de futuro. Su familia y la

casa, seguían siendo investigadas, y

sus pasos cada vez más vigilados.

El 21 de mayo de 1642, dos no-

ches después de su arresto, de celda

a celda las Blancas (Ana de Rivera,

sus hermanas Raquel, Clara e Isabel

y su madre Blanca Méndez) trataron

de comunicarse para determinar

quién las había delatado. A lo que

la Blanca sólo pudo expresar: “No

tengo idea de quién nos ha podido

infringir tanto daño.”

“Ana, ¿no habrá sido tu ne-

gra?”, le preguntó Isabel.

En esa misma semana fueron

arrestadas más de 160 personas. Sin

embargo, Antonia de la Cruz, otra

Tomarse el chocolate evitaba estar en la mira de los delatores.

esclava de la familia, fue descubierta cargando mensajes de los encarcela-

dos al exterior, y al ser torturada denunció a todos.

“¡Qué vergüenza! ¡Si viviera doña Blanca Enríquez, se volvería a mo-

rir! ¡Qué cobarde soy! ¡Diego, Dieguito de mi alma, dónde estás negro mío?

¿Qué será de mí, una judía enamorada de un africano? Me estoy conde-

nando y también a mis hijas, a mis amigos. El pecado está en mí. Dulce

maldad.”

Pero no sólo Blanca Méndez sufría de amores, también su propia hija

Isabel no podía estar sin su marido, en la celda de tortura le extraían in-

formación…

“¡Ay, no puedo más madre! No sé cual sea mi dolor más grande, no

verlo a él nunca más, o mis carnes descarnadas y quemadas…!”

Los lamentos retumbaban en los muros de la celda de Blanca Mén-

dez, quien al ser la principal sospechosa, pecadora, promotora y comer-

ciante de ritos, fue aislada. Pero trataba de ser fuerte, acordándose del roce

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foja 49

de su piel tan contrastada con la de Diego, y sus historias tan parecidas, y

de la nívea luna, cómplice que los arrastraba al frenesí. Quería sentirse de

nuevo sumergida en el río hasta la cintura, entre esas aguas que tenían ca-

prichos de vaivenes y naufragios, quería sentir la hora incierta cuando se

apaga la algazara de las aves y se aquieta la respiración del río.

¿Adónde iría a parar con tanta locura? Amaba a Diego de Sevilla por

sobre todas las cosas, pero era inútil, quizás su negro ya estaría muerto.

Blanca estaba en el completo desvarío.

A lo lejos, los gritos de Isabel habían cesado. Esto la llenó de angustia.

Tenía la certeza de que su hija había fallecido a consecuencia de las terri-

bles torturas. Mas no fue así; ella seguía viva… y ¡hablando!

Doña Rodriga Alvear de Triana estaba devastada, su mejor amiga esta-

ba en las mazmorras de la cárcel de la Perpetua, y a sus cuatro hijas pudrién-

doseles las entrañas por las torturas del Santo Oficio; además de que sus es-

casos bienes habían sido expropiados. Implacable castigo. Inmediatamente

entendió sus razones, y le dio alegría haberla tenido de compañera.

Isabel, quien con tal de regresar con su marido, delató a más de 50

personas, incluidas sus hermanas Clara, Ana, Raquel y su madre, saldría

libre. ¡Pero a qué precio!

“¡Fue esa cabra loca de Juliana! Bellaca y estúpida esclava, ¡tú nos de-

nunciaste! ¡Ojalá que revientes por los cuatro costados!... ¡La madre que te

parió, qué descansada se quedó!” Blanca Méndez se golpeaba la cabeza en

el muro de la celda, sus hijas y ella estaban sentenciadas al auto de fe.

Pero qué equivocada estaba Blanca. Juliana, su negra, su esclava, por

defenderla a ella y a otras personas que había visto en las ceremonias de la

religión, por su lealtad y sus mentiras piadosas —los inquisidores no cre-

yeron su confesión—, fue vendida en 350 pesos a don García de Valdés,

propietario de ingenios; y también su pequeño hijo Pedro “Negrillo” —que

era propiedad de Ana de Rivera, hija de Blanca Méndez— quien conservó

la vida mientras su madre estuvo encarcelada, pero que al salir ésta de

la cárcel de la Perpetua, meses después fue asesinado. Sin embargo, otra

esclava de la familia, Antonia de la Cruz, quien fue descubierta cargando

mensajes de los encarcelados al exterior, fue la que denunció a todos.

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foja 50

EL SOL DEL PONIENTE EN ECLIPSEPenumbra novohispana

Corría el mes de julio de 1643. Durante un corto periodo, Blanca Mén-

dez vio a sus hijas. Clara de Rivera había logrado salir de la cárcel, delatan-

do también a decenas de amigos de su madre.

“Madre, ¡qué mal estás! ¡Eres un cadáver!”, dijo Isabel.

Blanca no contestó. Le contaron que Juliana, aparte de no haber

denunciado a nadie, había sido vendida y su hijo, asesinado. La Méndez

flotaba como un ánima más entre todos esos muros renegridos. Se sentía

culpable de todo lo que estaba sucediendo. Y recordaba a Diego de Sevilla.

Esto la devolvía a la vida. Se acordaba también del viaje a Veracruz, entre

ríos, seducida, amada, más querida que nunca. ¿Dónde estaría ahora su

negro, su centro, su álgebra, su clave, su amor, su vida toda, su fuego…?

Ese fuego le iba aventando en el rostro la carne quemada de ella, de

sus hijas Ana y Raquel, la del rico comerciante Simón Váez Sevilla, quien

fuera marido de Blanca Eusebia Enríquez y el hombre más rico en la Nueva

España; así como de otras diez personas más, entre herejes, brujas, escla-

vos, observantes de la ley de Moisés, prostitutas, demonios; algunos con

sambenitos negros con escalofriantes imágenes del infierno, de demonios,

de monstruos del averno, de personas consumiéndose en el fuego eter-

no. Otros con sambenitos amarillos y con la cruz de San Andrés bordada

en brillante color naranja; era una imagen aterradora. También había dos

efigies de herejes juzgados en ausencia, que habían perecido durante las

torturas, o de los afortunados que habían podido escapar.

El auto de fe estuvo silencioso, triste; la pestilencia se podía rastrear

hasta el barrio de San Cosme. La multitud no estaba febril como en otras

ocasiones. Crepitaba el fuego, de donde saltaban pequeños diablillos; el

olor a carne y cabellos chamuscados que en otras ocasiones fuera un festín

para los más sádicos, esta vez tenía una aureola de inocencia.

Llorando a mares, enjugándose las lágrimas con un pañuelo rene-

grido de las cenizas de su amiga, apenas y se podía ver ahí, escondida,

mirando desde algún árbol perdido de la Alameda, a doña Rodriga Alvear

de Triana. Clara enloquecía, perdiendo la razón, sin que al tiempo se vol-

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foja 51

viera a saber de ella. En tanto que Isabel, escondida, lloraba amargamente

como una llaga abierta, y tiempo después se quitaría la vida por el rum-

bo de Mixcalco. Y mientras aquel tremendo infi erno ardía, Rodriguita re-

fl exionaba acerca de las travesías de su amiga hacia Antigua, a Tecolutla,

a Villa Rica, al puerto, seducida en los ríos, en las aguas tibias y tranquilas

del trópico, amada más que nunca por su Negro, tocada, llena de sudor, de

deseo, de calor que le venía del vientre bajo. Cuántas veces no se habría

entregado a él, al esclavo liberto de Mozambique, al hombre más libre que

hubiera pisado estas tierras… Y pensaba, ¿dónde estaría ese Diego?

Él se encontraba sosteniéndose como una sombra en los muros del

convento que llevaba el nombre que le viera nacer como cristiano. “¿Cris-

tianos…? ¿Esto es ser cristiano? ¡Por vida del Señor! Elewa, Obatalá, Ochun.

Ellos sí sabrían comprenderme”, desgañitaba para sí el desolado amante,

quien ahí estaba, como una sombra a punto de desaparecer por tanta des-

esperanza, desarraigo y sufrimiento, cubriéndose del fuego emanado de

su amada, de su amante, quien recordó, siempre voló como un jilguero a

protegerse en su pecho. Algún tiempo después, Diego huiría de la capital

para unirse a las rebeliones de negros cimarrones en contra de las autori-

dades virreinales en Huilango.

Parecía mentira, pero el morbo que había concitado ese acto de fe

realizado en el nombre de Dios causaba culpas, pues ni siquiera impor-

taban los 40 días de indulgencias. Por eso, y quizás avergonzado, tras el

humo de la ignominia, el sol del poniente se fue ocultando hasta eclipsarse

totalmente, dejando en penumbra la capital novohispana. Meses después,

junto con su marido, Rodriga de Alvear dejaba el virreinato de la Nueva

España, asqueada de tanta decadencia y podredumbre.

Page 54: Crónicas y Leyendas Mexicanas T1 COLEC VI

foja 52

n la medianoche, aunque no lo crean, se siente la

presencia de la señora Esperanza Iris, la famosa

cantante y actriz de aquel México de principios

del siglo XX. A veces recorre los pasillos y las es-

caleras para subir a su recámara; recorre todo el

teatro, claro, eso sucede cuando ya han acabado las funciones,

cuando el público ha abandonado la luneta, el anfi teatro, la gale-

ría, en fi n, cuando la sala se queda en silencio.

—¿De veras?

—Sí, y no a todo mundo se lo digo, pero ustedes me inspira-

ron confi anza y se ve que son gente sensible…

Me encuentro, junto con mi pareja, en el foyer del Teatro de

la Ciudad “Esperanza Iris”, rebautizado de esta manera hace no

mucho tiempo. De chico yo lo conocí como “Teatro Iris” o nomás

como “El Iris”. Los domingos le decía a mi hermana, la vedette

Adda Vizuet: “¿Me vas a llevar al Iris? Y claro, era para mi una

fi esta ir a ver a los grandes cómicos de aquellos años cincuenta,

como Borolas, Palillo, el Ojón Jasso, Clavillazo, etcétera, así como,

por supuesto, disfrutar de la actuación de mi hermana y demás

números musicales.

“El Iris” a la medianoche Por Por QQuetzalcóatl VizuetQuetzalcóatl VizuetQQuetzalcóatl VizuetQuetzalcóatl Vizuet Por Por

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foja 53

Recuerdo también, entre otros ac-

tos, el de la Familia See Hee, gran-

des pulsadores y acróbatas chinos

quienes formaban pirámides más

que fantásticas ante mis ojos de

niño. Y sí, allí se siente la presencia

de la Señora Esperanza Iris, la due-

ña del Teatro que, por cierto, le fue

regalado por uno de sus grandes

admiradores en los años veinte del

siglo pasado. Cuando mi hermana

llegó a trabajar allí como corista se

retrató con ella.

—Nos quería mucho a todas las

muchachas. —Me dice mi hermana, y me cuenta que en su casa te-

nía una vitrina con la copia de sus alhajas, ya que las originales, que

valían millones de pesos, estaban guardadas en el banco.

—Ella nos invitaba a todas las segundas tiples a visitar su casa,

situada en el mezzanine, al terminar los ensayos. También, en oca-

siones, nos visitaba la vedette española María Conesa.

Aún ahora, al pararme frente a la fachada del grandioso inmue-

ble ubicado en la calle de Donceles, junto a la Asamblea de Repre-

sentantes del D.F., no dejo de situarme bajo el balcón donde estaba

su casa pues, como la capitana de un barco en alta mar, ella vivía en

un camarote de su propio buque y no abandonaba a su tripulación,

sus bailarinas. Mi hermana pronto fue ascendida a vedette, en menos

de dos años, y poseo fotos de l959 y 1960 en donde le hacen cuadros

muy fastuosos, quizás no tanto como los que podrían haberle hecho

a Esperanza Iris, aunque, de ello estoy seguro, mi hermana siempre

sintió el orgullo de ser observada por la dueña del teatro, gran diva

de los años veinte en esta Ciudad de los Palacios.

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XXV Años como Patrimonio de la Humanidad1er artículo de 7 Año 2013

El ZócaloLOS AGRAVIOS

Por Jermán ArguetaJermán Argueta

La dama, que lo único que quiere es rezar en Catedral, saldrá de este laberinto —seguramente— por el rumbo del Metro Pino Suárez.

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foja 55

históricos y el entorno habitacio-

nal con la concebida expulsión de

sus moradores quienes no pueden

competir con la especulación inmo-

biliaria. Todo en detrimento de lo

más importante: el capital humano.

Con este primer ensayo les da-

mos la bienvenida, amigos lectores,

al inframundo de las bajas pasiones

que pecan de palabra, obra u omi-

sión.

Para iniciar hablaremos de la

apropiación de un espacio público

por parte de la Presidencia: el Zóca-

lo. Después dirigiremos la mirada

hacia Palacio Nacional, la Catedral

Metropolitana y la Suprema Corte

de Justicia de la Nación; edificios

emblemáticos donde los agravios

son una simbiosis no inmaculada

de esta “santísima trinidad”.

Bienvenidos a este primer tex-

to de siete que hablarán de los agra-

vios al Centro Histórico de la Ciu-

dad de México.

os agravios al Centro Histó-

rico de la Ciudad de Méxi-

co son una mirada a los

infortunios y no pocos

ultrajes cometidos por

la clase política, los em-

presarios y comerciantes a este pa-

trimonio cultural, el más bello de

América Latina.

Este artículo, al que comple-

mentarán otros, es también una crí-

tica al gobierno del Distrito Federal

que ha hecho del Plan de Manejo

del Centro Histórico, en sus Zonas

A y B, más allá de su restauración,

un vehículo para la especulación y

ganancias desorbitadas del capital

inmobiliario y empresas monopóli-

cas que han propiciado la destruc-

ción de edificios históricos y la sana

convivencia en su perímetro.

La restauración va a cuenta go-

tas como ilusión, sí, pero no puede

ocultar la voracidad del libre merca-

do que liquida edificios, comercios

El 11 de diciembre de 1987 el Centro Histórico de la Ciudad de México fue declarado Patrimonio de la Humanidad por el Comité del Patrimonio Mundial de la UNESCO. Este reconocimiento destaca el “genio creador del ser humano” para construir monumentales obras arquitectónicas, escultóricas y pictóricas, así como del patrimonio de lo imaginario. La Declaratoria también habla de la obligación de los Estados a salvaguardar estas obras “para beneficio de toda la humanidad”

y para que “gocen de protección jurídica y mecanismos de gestión adecuados”. Esto dice la Declaratoria, pero la realidad en la Ciudad de México

tercamente es otra, aun y con el maquillaje.

55

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foja 56

Los agravios de la clase políticaEL INQUILINO DE LA PRESIDENCIA Y LA APROPIACIÓN DEL ZÓCALO

56

Cuando el inquilino de Los Pinos viene a Palacio Nacional, un día

cualquiera, por agenda o por capricho, así nomás porque sí, los militares

cercan el Zócalo con vallas metálicas amarradas con cadenas de fierro. Y

no poca gente sabe que andar por estos lares será un devenir de maldi-

ciones porque en este fatídico día miles y miles de personas tendrán que

dar un rodeo entre militares y policías para acceder al Metro Zócalo por la

entrada que da a Catedral o por las ubicadas en la plancha de cemento. Las

que dan hacia Palacio Nacional se cierran. O de plano bloquean todas y

como “manada enjaulada” desvían a la gente hasta las estaciones Allende

o Pino Suárez. Al respecto, la señora Juanita Domínguez dice:

Es indignante, nos mandan como si fuéramos puras

reses entre tubos y cadenas por Pino Suárez o Correo

Mayor, y con el calor, y ni siquiera una puede dar vuel-

ta por Corregidora, Uruguay, Salvador o Mesones. Nos

mandan hasta San Pablo o Izazaga como reses suda-

das. En la calle de Correo Mayor va pura camionetota

con vidrios polarizados. Ahí van las camionetas con

toda comodidad derechito a Palacio Nacional. Una ya

no sabe si ahí van narcos o políticos, aunque muchos

son lo mismo. Ese día es un infierno venir al Zócalo o

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foja 57

Las rejas, la milicia, la policía y otras fuerzas de seguridad, son el ros-

tro de un estado de sitio que se le ha impuesto a la plaza más bella de Amé-

rica Latina, el Zócalo. El Zócalo, patrimonio de la humanidad, es muy bello,

pero con estas prácticas de “seguridad” para el presidente, se viola la libre

circulación por el Centro Histórico. Se cerca la Plaza Mayor, que es un bien

público, para comodidad del mandatario en turno. Paradójicamente, las

plazas mayores en todos los países son, y han sido, sitios de convergencia

de los ciudadanos las cuales funcionan políticamente como centro de refe-

rencia para todos. En el centro hay igualdad, nadie está sometido a nadie.

La ley nos iguala en los espacios públicos. Las plazas públicas, por usos y

costumbres, son un ágora colectiva en donde la palabra es.

Pero las leyes en México son leyes muertas cuando el poder y el dine-

ro así lo dictaminan, no importando los perjuicios a los millones de indig-

nados que habitan este país. “El derecho romano consagrará las categorías

de lo público y lo privado a través de aquello que refiere a la condición del

populus (pueblo) y aquello que refiere a la utilidad del individuo. La res

publica (se refiere normalmente a una cosa que no es considerada propie-

dad privada, sino que es de uso público) representa la propiedad accesible

universalmente al populus”. Es el decir de la maestra Nora Rabotnikof en el

libro Qué tan público es el espacio público en México. (Edición: FCE-Cona-

culta. Mauricio Merino, coordinador).

Así, y con la memoria que está fresca en los mexicanos, antes de pasar

a Carlos Salinas de Gortari, hay que decir que desde la llegada también vía

fraude electoral de Felipe Calderón como mandatario, se cercó con rejas de

manera permanente el Palacio Nacional. Y así, los transeúntes fueron obli-

gados a caminar por el asfalto. Las vallas verdes han marcado el andar y la

dirección. La amplia banqueta de Palacio Nacional ya no es para caminar

por ella. Es un espacio o franja del miedo que no puede callar. Fortificar un

espacio siempre es más un síntoma de miedo que de poder.

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calles cercanas, puro militar cuidando a los corruptos

que dizque gobiernan. Con militares no se puede bien

gobernar a un país, pero sí robar. Además, el Zócalo es

público, es nuestro. Es del pueblo, no de Peña Nieto.

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foja 58

Hoy con Peña Nieto, ya cercaron también la calle de Corregidora,

que está del lado norte de Palacio Nacional. Es un estacionamiento gro-

tesco y ostentoso de grandes camionetas, muchas blindadas, con vidrios

polarizados que ocultan a políticos o empresarios. La inversión en estas

camionetas se mide por el tamaño del poder o del miedo ante un atentado

contra sus ocupantes.

¿Pero se han preguntado cuándo empezaron estos planes de seguri-

dad para sitiar los edificios emblemáticos y en ocasiones al mismo Zócalo

capitalino?

Fue con Carlos Salinas de Gortari. Su llegada a través de fraude en

1988 fue para que los empresarios nacionales y el capital internacional se

repartieran las empresas y los bienes de la nación y, además, seguir con la

práctica despiadada de defraudar al fisco (ahí tienen la condonación de

impuestos en este año por demás cínica de tres mil millones de pesos a

Televisa).

Recordemos. En los primeros meses de su gobierno (1988-1989) pa-

recía que Carlos Salinas de Gortari ya se había consolidado, hasta se había

rodeado de intelectuales como Héctor Aguilar Camín, entre otros muchos

deslumbrados con el mecenas de Los Pinos. Pero no, un asunto son los

intelectuales que son seducidos por el poder y otra la realidad de las masas

defraudadas por el poder.

¿Y cuándo empezó el secuestro del Zócalo?

Fue un golpe orquestado por los neoliberales, lo enfatizamos, por

los empresarios mexicanos, el capital trasnacional, el Banco Mundial y el

Fondo Monetario Internacional. Y por supuesto, por infaltables medios de

comunicación, especialmente de Televisa, que no varía su política en sus

desvaríos por el poder. Ellos fraguaron el fraude de 1988 contra más de 70%

de la población que votó por Cuauhtémoc Cárdenas. Y todo golpe político

va acompañado del control de las plazas. Y el Zócalo, la Plaza Mayor, es es-

tratégico y simbólicamente el corazón del poder, por ello se apropiaron de

él. Porque desde aquí se gobierna y se somete al pueblo. Y por ser espacio

de disputa, nada más y nada menos, la clase política lo cerca, de vez en vez,

con rejas para que los indignados pierdan fuerza en la rebeldía colectiva.

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foja 59

RECORDAR UN 15 DE SEPTIEMBRE, GÉNESIS DEL ESTADO DE SITIO AL ZÓCALO

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Antes de la llegada de Carlos Salinas de Gortari a la Presidencia (1988-

1994) el 15 de septiembre, fiesta cívica por la Independencia, era una ver-

bena popular. Uno podía entrar al Zócalo como Juan por su casa. No

había tantos policías, y si los había, éstos caminaban en medio de

la gente. No pocos veteranos de la insurgencia electo-

ral se acuerdan que en la primera ceremonia del Grito

de la Independencia efectuada por Salinas de Gortari,

en el año de 1989, un buen número de jóvenes le

gritaba ¡fraude, fraude! Osados, muchos le aventa-

ban objetos y palomas explosivas (petardos) que, claro,

no llegaban al balcón presidencial porque había una

valla de soldados. Pero éstos tuvieron que esquivar y

brincar cual si fueran chapulines en comal porque los

petardos les estallaban en los pies.

Memorable aquel 15 de septiembre. ¿Qué presi-

dente ha disfrutado de cohetes y palomas explosivas

dirigidas a su indeseada persona? La tensión era tanta

que las corretizas no se hacían esperar, pero de nue-

vo los jóvenes se armaban hasta de elotes y olotes y

los lanzaban al balcón presidencial. Carlos Salinas de

Gortari, sonreía. Ensayaba su sonrisa cínica, perversa.

Al tiempo, Vicente Leñero diría que Salinas tenía una

mirada de alfileres que clavaba sobre la mirada del

interlocutor incómodo. Perversa y sicópata la mirada

cuando se inyecta de maldad. Salinas de Gortari fue la

pura maldad en el poder y luego tras el poder. ¡Pobres

soldados! Aguantaron todo lo que nunca pudo alcan-

zar el cuerpo del hombre que llegó con fraude electoral

a la Presidencia.

Después vendría la venta del país, como lo ha-

ría Carlos Menem con Argentina hasta hundirla en la

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foja 60

miseria y bancarrota (hoy, con los Kichner en el gobierno, es un pue-

blo que ha recobrado estabilidad y dignidad en la escena mundial). Y por

todo esto, ¿quién duda que los fraudes electorales son arreglos de una cla-

se política corrupta aliada al capital depredador nativo y trasnacional? Los

fraudes son operados por una mafia que se organiza para tal fin, por eso no

duda en lavar dinero y mantenerse a sangre y balas en el poder. El rosario

de muertos en México por los fraudes es de dominio público, los expedien-

tes están en los archivos muertos de la PGR. Regresemos.

Ya en el año de 1990 la fiesta de Salinas de Gortari y su Grito de In-

dependencia se llenó de retenes militares en todas las bocacalles que lle-

gaban al Zócalo. Nadie se salvaba de ser registrado ¡hasta tres veces en los

detectores de metales! ¡Confiscaron hasta los elotes! Con este ex presidente

se acabó la fiesta de entrada libre a nuestra Plaza Mayor. Se acabó la verbe-

na popular y festiva. Los militares y los guardias de civil con el pelo corto

estaban ahí para inhibir euforia y fiesta. ¡De Salinas para acá son ya casi

25 años de un poder que militarizó el Zócalo! Desde entonces, en la fiesta

cívica de la Independencia, los militares controlan y vigilan.

Este hombre con su negro historial en las cloacas del poder ordenó

desde aquel día que todo aquel que tuviera cara sospechosa —es decir, to-

dos los que tuvieran edad de aventar cualquier objeto o mentar madres—

fuera basculeado y vigilado. El segundo año de gobierno, en el Grito de los

héroes que nos dieron patria, Salinas tuvo tantos invitados de pelo corto

tipo militar, que a nadie se le permitió mirar feo hacia el balcón presiden-

cial. Y para prevenir cualquier otro desmán contra su “alteza serenísima”,

entonces lo protegieron con tres vallas de arbustos frente a Palacio Nacio-

nal, aparte de otra compuesta de militares con fusiles al pecho y mirada de

incredulidad. En el balcón, Salinas de Gortari maquinaba y tejía los hilos

del poder omnipresente, obnubilado para vigilar, callar y castigar. En su

sexenio murieron más de quinientos perredistas, muertes nunca aclara-

das. Además, asesinaron a los priístas José Francisco Ruiz Massieu y Luis

Donaldo Colosio —muerte en torno de la cual mataron poco más de treinta

hombres que estuvieron cerca de este magnicidio—. Los asesinos seriales

en el poder calculan hasta los mínimos detalles para no dejar pistas de las

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infamias que éste les confiere. El terror es el mensaje de los sicópatas.

Volvamos al hilo conductor.

Y desde el balcón Salinas de Gortari miraba el Zócalo atestado de mi-

litares. Y con ese Grito de septiembre de 1990 se sitiaba la Plaza Mayor,

el Zócalo. Así el año de 1990 fue el inicio de la apropiación de un espacio

público de un pueblo que aún cree en las elecciones. Pero esto no es todo

porque el poder despótico corrompe todo lo que toca, y a sus alrededores.

Y los fraudes se siguen sucediendo y el Zócalo es testigo de cómo milita-

res, guardias civiles y policías federales resguardan, aparte de Palacio Na-

cional, ahora todos los días del año a dos más de sus emblemáticas cons-

trucciones: la Catedral Metropolitana y el Palacio de Justicia de la Nación.

Estas dos instituciones fueron arrastradas a servir y apoyar las infamias del

poder ejecutivo. Vallas metálicas y fuerzas de seguridad vigilan estos espa-

cios públicos en donde priva la consigna de no dejar pasar a sus interiores

a la gente, otras pasan los filtros pero son ostentosamente vigiladas. En un

sitio resguardado por militares como una plaza pública todo el pueblo es

presunto sospechoso.

Veamos resultados y un anecdotario de estos espacios públicos en la

esquizofrenia del control.

LA SUPREMA CORTE DE JUSTICIA El edificio de la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN) corre

la misma suerte de Palacio Nacional, está cercado por vallas metálicas y lo

resguardan la Policía Federal y guardias privados. Este edificio se encuen-

tra donde antes fue la Plaza del Volador con los mexicas y después, ya en

el siglo XIX, se construyó el Mercado del Volador. Los ministros de la SCJN

son parte de la clase política que agravia al pueblo mexicano. El corolario

de infamias es grande en la negación de la justicia para los pobres y en la

protección a los poderosos.

Pero partamos de una premisa: ¿Los ministros de la SCJN son jueces

o millonarios? Las dos cosas; son jueces millonarios que vieron elevar su

salario desmesurada y grotescamente por el Poder Ejecutivo. Fue Vicen-

te Fox quien les permitió asignarse salarios millonarios, razón por la cual

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rebasaron por mucho el del propio presidente de la República. Con Vi-

cente Fox ganaban 4 millones 169 mil pesos al año hasta el 2009. Pero en

un acto de contrición y benevolencia anunciaron en su twitter que lo habían

reducido a 3 millones 808 mil pesos. Y para comparar números podemos

decir que, actualmente, un obrero gana al año 23 mil 313.60 pesos.

Y los escándalos de los ministros son transparentes a partir de su re-

lación de vasallaje hacia el presidente en turno, y a los empresarios depre-

dadores y a la clase política que gobierna en este país. Ellos son culpables

de liberar a todos los indígenas que mataron a sus hermanos de raza en

los sucesos de Acteal, Chiapas. Sin embargo, mientras el ex presidente Er-

nesto Zedillo hoy tiene una demanda en una corte de los Estados Unidos

por el asesinato de 45 indígenas, incluidos niños y mujeres embarazadas,

así como hombres y viejos de esa comunidad chiapaneca, aquí los minis-

tros exoneraron a los indígenas que participaron en el asesinato. Así como

exoneraron también a Enrique Peña Nieto por los asesinatos, golpizas y

encarcelamientos de los campesinos de San Salvador Atenco. No obstan-

te que fue repudiado en la Universidad Iberoamericana en el 2012 por su

ostentación en esta represión tipo Kaibiles de Guatemala, ahora es presi-

dente de México.

También en Oaxaca exoneraron al ex gobernador Ulises Ruiz, por el

asesinato de 12 militantes de la Asamblea Popular de los Pueblos de Oaxa-

ca (APPO) en el año 2006.

Lidia Cacho hoy está exiliada debido a la persecución que existe con-

tra su persona y porque no confía en la justicia mexicana. Mario Marín, ex

gobernador de Puebla, se prestó para perseguirla y apresarla en una cárcel

de Puebla. Él es el protector de una red de pornografía infantil del pederas-

ta Succar Kuri, en donde fueron involucrados Kamel Nacif, acusado tam-

bién de muchos delitos en la industria textil, así como Emilio Gamboa. Éste

hombre siniestro es diputado por del PRI. Mario Marín, El Gober Precioso,

así bautizado por Kamel Nacif, también anda libre a pesar de que sobre él

cayeron las denuncias de protecor de tratantes de blancas y violación de

niñas. Goza de cabal salud dentro de las filas de los impolutos del jet set de

los priístas en el poder.

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Pero donde no se midieron los ministros de la SCJN fue en el fallo

a favor de Florence Cassez al dejarla libre a pesar del testimonio y clamor

de quienes fueron secuestrados y torturados por la banda de Los Zodiacos.

La mano negra del gobernante de Los Pinos fue evidente. Los ministros re-

cibieron consigna del presidente. Y éstos mostraron su vasallaje dejándola

libre, y ahora está en Francia. La justicia en México, quién lo duda, está

en manos de jueces millonarios. Nadie que gane tanto dinero por impartir

justicia puede ser un juez digno.

UN CARDENAL QUE DA CÁTEDRA DESDE LA CATEDRAL Norberto Rivera Carrera es un religioso que trastoca las leyes divinas

para los pobres. Él está ligado a los empresarios y a la clase más corrupta

de los políticos en México. Existe un video en donde el cardenal Rivera Ca-

rrera bendice al más satanizado de los políticos en México, Carlos Salinas

de Gortari. Pero no sólo eso, en este video también le pide al Santísimo

que le dé su bendición a empresarios depredadores y de los medios de co-

municación. Y para todos ellos pide que los manjares que van a comer ese

día, en donde habló el purpurado, los bendiga. Aquí en este video pueden

ustedes mirar y escuchar las palabras del cardenal: http://www.youtube.

com/watch?v=LnplEu54axM. Ésta es una joya de un hombre aquí en la

Tierra que oficia misa y perdona a los ricos y margina a los marginados de

la tierra porque son pobres. El cardenal viaja en camioneta blindada, usa

cinturones y zapatos caros y trajes de corte italiano.

Hoy la Catedral, así como los Palacios Nacional y de Justicia, tam-

bién es resguardada. Aunque ésta tiene sus propias rejas, la Policía Federal

custodia y vigila sus dos entradas que dan al atrio. Y cómo no va a ser así,

ya que Rivera Carrera también desató los demonios para que persiguieran

a los militantes de la APPO de Oaxaca. Y lo peor, sólo por decir si no hay

otros peores males en el infierno, fue cuando mucha gente indignada le

cuestionó el apoyo que abiertamente brindó a los partidos de derecha en

el fraude electoral del 2006. Y dentro de la misma Catedral la gente indig-

nada le increpaba su apoyo a Felipe Calderón que había llegado al poder

por fraude electoral. No poca gente olvida cuando su chofer, saliendo con

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él en su camioneta blindada, se les fue encima, azuzado por el rencor y el

miedo del cardenal. Y desde esa fecha la Catedral tiene policías federales y

guardias civiles que ostentosamente vigilan a turistas y feligreses.

Hoy en la Catedral, dentro de las naves, ponen un par de cercas de

madera y ya no se puede pasar a ver el Altar del Perdón ni las capillas la-

terales. Los domingos, días de misa, mujeres y hombres de seguridad, le

preguntan a los feligreses, los que son, si van a escuchar misa y si es así, les

abren la reja, y si el turista pues no es un feligrés, le impiden el paso.

El cardenal Norberto Rivera Carrera, que más que un religioso parece

político de línea dura o dirigente sindical charro, es una persona que su

rosario de cuentas tiene en su haber cubrir a curas pederastas, por eso ha

sido requerido en una corte de los Estados Unidos. Por todo esto, es seguro

que al religioso le persigue una consigna que retumbó en el interior de la

Catedral: “Al que viola y asesina, Norberto lo persigna”.

Hoy la Catedral, así como luego el Zócalo, Palacio Nacional y el Pala-

cio de Justicia, que son lugares públicos, sufre la ausencia, no pocas veces,

de la gente del pueblo. La Catedral también es patrimonio de la humani-

dad. El cardenal se equivocó de profesión, él no puede cerrar parcialmente

la Iglesia del Señor por los pecados que ha cometido y que lo exhiben por

estar cerca de políticos y de empresarios corruptos: la canalla del país.

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Palacio Nacional Más de 400 m2 de murales de Diego Rivera.

Suprema Corte de JusticiaMurales de José Clemente Orozco, Rafael Cauduro, Santiago Carbonell, Luis Nishizawa, Leopoldo Flores.

Catedral Metropolitana Altar de los Reyes y del Perdón, capillas laterales. Cristo del Veneno. Pinturas de Juan Correa, Cristóbal de Villalpando, y una obra atribuida a Bartolomé Esteban Murillo, entre otras.

Obra plástica que NO SE PUEDE VER cuando en el Zócalo hay estado de sitio

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