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S uena la música en cada uno de sus pasos: “Me llaman calle pisando baldosa, la revoltosa y tan perdida”, parece una aparición de la Pachamama. Con el ostentoso cuero curtido, es fuerza, es salud, coraza acaramelada, parece el churqui espinoso que brota en el campo: aunque lastima, es símbolo de renacimiento y fertilidad. Lleva el color del mantillo, el andar sigiloso de las pavas del monte, y la manía de los carroñeros. La Cayetana es una migrante, un bulto desalineado que es pura luz y pura sombra. No muestra al mundo sino la cara de la verdad. Su casa es la abigarrada ciudad, su casa es el descampado y el pueblo. Más le- yenda que verdad, se cree que es caldereña, pero conoce como nadie los márgenes del territorio. Que se la vio desbordada en los pasillos de Ciudad del Milagro, apichonada en su nido de residuos, juntando cacharros, juntando ropa, para que no se diga que no hay abundancia. Que se la vio en el Portezuelo, Lesser o San Lorenzo, aunque las seño- ras se desgarren las vestiduras y los señores finjan desagrado, porque no combina su desvencijada figura con las casonas coloniales, preocu- padas en que nadie les cague la vereda y les arruine la fachada. La loca proclama en su cuerpo toda nuestra mamiferocidad. La Ca- yetana gruñe, porque pocos comprenden sus entrecortadas palabras, pero los “desfachatados” entienden cuando hay oferta, cuando “Me lla- man calle, me subo a tu coche”, porque el fuego se paga con fuego, y el gemido es de los más primitivos sonidos de la humanidad. En el hospi- tal Materno quedaron los residuos del instinto básico de supervivencia, porque la paternidad es una categoría social que se construye. Y cuando le pega la divina, entra a los patios de los hogares, donde las amas de casa tienden la ropa multicolor al sol, y se roba un instante de fama. Cambia el vestuario, se arregla, y juega a mutar de clase so- cial. Vestida de mujer decente, imagina su vida de casada, su casa, los hijos crecidos que dejó en el hospital, fuertes y sanos, abrazados por su amor de madre, porque la Cayetana de toilet salva las dos vidas. Riega las plantas, baldea los pisos, alimenta el caldero y sirve el puchero. Me llaman Caye CRÓNICA Por Luciana Arriaga BOCA DE SAPO 30. Era digital, año XXI, Mayo 2020. [FRONTERAS] pág. 40

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Page 1: CRÓNICA Me llaman Caye · porque la paternidad es una categoría social que se construye. Y cuando le pega la divina, entra a los patios de los hogares, donde las amas de casa tienden

Suena la música en cada uno de sus pasos: “Me llaman calle pisando baldosa, la revoltosa y tan perdida”, parece una aparición de la Pachamama. Con el ostentoso cuero curtido, es fuerza, es salud,

coraza acaramelada, parece el churqui espinoso que brota en el campo: aunque lastima, es símbolo de renacimiento y fertilidad. Lleva el color del mantillo, el andar sigiloso de las pavas del monte, y la manía de los carroñeros.

La Cayetana es una migrante, un bulto desalineado que es pura luz y pura sombra. No muestra al mundo sino la cara de la verdad. Su casa es la abigarrada ciudad, su casa es el descampado y el pueblo. Más le-yenda que verdad, se cree que es caldereña, pero conoce como nadie los márgenes del territorio. Que se la vio desbordada en los pasillos de Ciudad del Milagro, apichonada en su nido de residuos, juntando cacharros, juntando ropa, para que no se diga que no hay abundancia. Que se la vio en el Portezuelo, Lesser o San Lorenzo, aunque las seño-ras se desgarren las vestiduras y los señores finjan desagrado, porque no combina su desvencijada figura con las casonas coloniales, preocu-padas en que nadie les cague la vereda y les arruine la fachada.

La loca proclama en su cuerpo toda nuestra mamiferocidad. La Ca-yetana gruñe, porque pocos comprenden sus entrecortadas palabras, pero los “desfachatados” entienden cuando hay oferta, cuando “Me lla-man calle, me subo a tu coche”, porque el fuego se paga con fuego, y el gemido es de los más primitivos sonidos de la humanidad. En el hospi-tal Materno quedaron los residuos del instinto básico de supervivencia, porque la paternidad es una categoría social que se construye.

Y cuando le pega la divina, entra a los patios de los hogares, donde las amas de casa tienden la ropa multicolor al sol, y se roba un instante de fama. Cambia el vestuario, se arregla, y juega a mutar de clase so-cial. Vestida de mujer decente, imagina su vida de casada, su casa, los hijos crecidos que dejó en el hospital, fuertes y sanos, abrazados por su amor de madre, porque la Cayetana de toilet salva las dos vidas. Riega las plantas, baldea los pisos, alimenta el caldero y sirve el puchero.

Me llaman CayeCRÓNICA

Por Luciana Arriaga

BOCA DE SAPO 30. Era digital, año XXI, Mayo 2020. [FRONTERAS] pág. 40

Page 2: CRÓNICA Me llaman Caye · porque la paternidad es una categoría social que se construye. Y cuando le pega la divina, entra a los patios de los hogares, donde las amas de casa tienden

“Me llaman calle, hoy tan cansada, hoy tan vacía”, y se despoja de la ropavejía, y vuelve a ropavejera. Nadie le marca la agenda, y cuando se desencanta, cuando huele del mundo la podredumbre, apedrea a la policía, asusta a los niños, desvaría, duerme con las ratas, se monta primitiva, y no tiene que explicar que sigue el instinto básico, ese que la gente común cree controlar.

Cuentan que antes, cuando el pueblo era más pueblo porque “todo tiempo pasado fue mejor”, la Cayetana ya habitaba el monte, ese que fue defores-tado y loteado porque la moda del medio ambiente y la bioconstrucción de los progresistas avanzaron sobre lo que ellos mismos defienden. Esos montes na-tivos que fueron devastados por el neocampesinado, que taló la tusca y el yuchán para poblarlo con la huerta orgánica de especies orientales y despreciar el yacón y la papa del aire porque no tienen buen sabor. Esos espinales donde los gauchos cabalgaban con guardamonte para arremeter contra las espinas, ya era territorio de la mujer migrante. Fue en esa época cuando se empezó a endurecer, a fuerza de ponzoña.

En uno de aquellos días, sucedió un encuentro de culturas, esa mixtura que mirada desde lejos parecía una secuencia más de las tantas veces sucedidas en nuestra América. La loca, la negra, la indígena, abrió la puerta de una casita clavada en medio del cerro. Se habrá sentido atraída por el jardín, donde las plantas estaban regadas y el mundo parecía un lugar limpio y cuidado. Parecían serenito combinado, la gringa y la morocha. Marcela estaba embarazada, embaraza-da y sola. Cuando la Cayetana abrió la puerta de su casa, fue como si el pasado histórico hubiese querido colonizarla. Quién sabe si esta misma secuencia no fue la que la llevó luego a estudiar para antropóloga. Casi en estado de parto, se dejó llevar por el sabor de lo exótico y atendió a su compañera como el mis-mo Francisco atendía a los leprosos, como Sor Juana atendió a sus hermanas pestilentas. Le dio comida, le dio agua, y la quiso calzar. Pero la Pachamama no usa zapatos, porque es en su conexión con la tierra donde radica su fuerza. Y antes de que se quiebre el tiempo, la cargó en su auto y la llevó a La Caldera, al hogar de ancianos de donde se escapaba en aquella época. La Caye no le tiró piedras ni le gruñó. Vivió su momento de estrella, como en una secuencia de esas en las que se transforma en agua mansa, porque es su instinto el que le dice cuándo sí y cuándo no.

*Luciana Arriaga es profesora de Letras egresada de la Universidad

Nacional de Salta. Participó en esa institución de un proyecto de investigación llamado “Poéticas Migran-

tes y Políticas de la Memoria en Latinoamérica”.

Y como la naturaleza se reserva sus razones, la Cayetana no es una, sino dos. Es ella misma y su propia hermana. Nadie sabe qué vuelco de la vida las enloqueció. Siempre sola, siempre solas. Que todos nos enteramos cuando murió la Cayetana, que la vi hace menos de un mes. Cuenta la leyenda popular que fue atropellada en Castañares, pero qué igua-lita que está la otra loca. Quizás se aparecía en to-dos lados porque se desdoblaba el personaje. Ni qué hablar, los ídolos populares nunca mueren. A veces me pregunto si fue real nuestro encuentro, cuando desataba bultitos negros en la puerta de La Boite. ¿Interrogarla? Jamás, yo también tengo el instinto de la supervivencia.

Un día de esos en que jugaba a la inclusión social, se acercó al centro de jubilados del pueblo. Atesti-guan que se tomó dos jarros de té, que le dieron ropa. Ese día no gimió. Quizás se levantó peronista y decidió exigir derechos. Pero claro, la Caye no es ama de casa, es loca.

“Calle de noche, calle de día” no se encierra en-tre paredes porque el mundo la hizo así. Pudo ser tabacalera, pastora, o una hippie recién llegada a La Caldera, vendiendo cremas naturales para hacer de este un mundo mejor. Pero se vuelve escurridiza. Nómade, no se queda en la casa ni en el loquero. Se vuelve surco en el campo, se vuelve zanja en la ciudad.

En la memoria colectiva, es una loca más. Qué historias, mujer, atraviesan tu cuerpo. Qué razas se esconden en tu procedencia andina. Qué buscás en el horizonte cuando se pierde tu mirada. Cuándo te cansás de vivir. Qué vigor el de tu espalda, que se abriga con el yuyaral. Qué tan fértil es tu lecho, qué estampas esconderá. Qué unión la nuestra, de la loca y la cuerda, la periferia y el centro, la ciudad letra-da y la popular. Cuándo la desnudez de tu cuerpo empezó a limitar cualquier acción antrópica. A qué llamamos “natural”. Y a veces me quiebro, cuando entiendo que el socavón de tu historia no es más que nuestra razón indolente.

BOCA DE SAPO 30. Era digital, año XXI, Mayo 2020. [FRONTERAS] pág. 41