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En colaboración con la Vicerrectoría de Investigación EL CONOCIMIENTO, EL MUNDO Y EL SER COGNOSCENTE Johnny Cartín Cristina D´Alton Con la colaboración de Mario Barahona I. Introducción En el texto introductorio sobre la epistemología ( Consideraciones iniciales: ¿Qué es la epistemología?), nos referimos al objeto de estudio de la epistemología y a la manera en que han evolucionado los enfoques de esta disciplina y otras afines. Las reflexiones que siguen, examinarán un poco más detenidamente al proceso de conocer, pues se centran en los tres factores que se conjugan en él: el conocimiento (que podemos entender como el producto del proceso); aquello que es conocido, o aquello sobre lo cual se obtiene el conocimiento; y el agente o ser que conoce. Así pues, nos referiremos brevemente a algunas maneras tradicionales de tratar estos temas, para después ofrecer algunas críticas y versiones alternativas que se han formulado a partir de las ciencias cognoscitivas, sin aspirar, por la complejidad y amplitud de los temas, a hacer más que establecer puntos de partida. Antes de abordar la temática, habría que recordar nuevamente que tal y como señalamos en el trabajo anterior- la epistemología en su manifestación histórica se erige sobre una reificación, en el sentido de que trata un concepto el conocimiento- casi como si fuera un objeto. Lo que existe en realidad son seres que conocen y en el mundo humano- hechos culturales que expresan y registran su experiencia, pero no existe ningún objeto que podamos llamar “conocimiento”. Para efectos de análisis, distinguimos los tres componentes mencionados, pero sin presuponer que nuestras categorías corresponden a entes en el mundo. Hemos llamado al objeto de la cognición “el mundo” sin atribuirle necesariamente existencia material: el término se refiere a todo lo que es capaz de ser conocido, desde un sueño, una emoción o una sensación, hasta una partícula tan pequeña que no puede ser detectada directamente o un evento como el origen del universo. De igual manera, el ser cognoscente que creamos para iniciar el análisis es un ser abstracto, cuyo único rasgo necesario en forma apriorística es la capacidad de conocer; no lo identificamos necesariamente como un miembro de la especie Homo sapiens sapiens, ni partimos del supuesto de que sea tan siquiera un ser viviente. II. El conocimiento Nuestra introducción a la epistemología nos situó dentro de la tradición occidental y nos enfrentó con la definición de conocimiento que se encuentra en la raíz de esta tradición: se considera como conocimiento toda creencia verdadera y justificada. Es notorio que esta definición persiste y prospera a

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En colaboración con la Vicerrectoría de Investigación

EL CONOCIMIENTO, EL MUNDO Y EL SER COGNOSCENTE

Johnny Cartín Cristina D´Alton

Con la colaboración de Mario Barahona I. Introducción En el texto introductorio sobre la epistemología (Consideraciones iniciales: ¿Qué es la epistemología?), nos referimos al objeto de estudio de la epistemología y a la manera en que han evolucionado los enfoques de esta disciplina y otras afines. Las reflexiones que siguen, examinarán un poco más detenidamente al proceso de conocer, pues se centran en los tres factores que se conjugan en él: el conocimiento (que podemos entender como el producto del proceso); aquello que es conocido, o aquello sobre lo cual se obtiene el conocimiento; y el agente o ser que conoce. Así pues, nos referiremos brevemente a algunas maneras tradicionales de tratar estos temas, para después ofrecer algunas críticas y versiones alternativas que se han formulado a partir de las ciencias cognoscitivas, sin aspirar, por la complejidad y amplitud de los temas, a hacer más que establecer puntos de partida. Antes de abordar la temática, habría que recordar nuevamente que –tal y como señalamos en el trabajo anterior- la epistemología en su manifestación histórica se erige sobre una reificación, en el sentido de que trata un concepto –el conocimiento- casi como si fuera un objeto. Lo que existe en realidad son seres que conocen y –en el mundo humano- hechos culturales que expresan y registran su experiencia, pero no existe ningún objeto que podamos llamar “conocimiento”. Para efectos de análisis, distinguimos los tres componentes mencionados, pero sin presuponer que nuestras categorías corresponden a entes en el mundo. Hemos llamado al objeto de la cognición “el mundo” sin atribuirle necesariamente existencia material: el término se refiere a todo lo que es capaz de ser conocido, desde un sueño, una emoción o una sensación, hasta una partícula tan pequeña que no puede ser detectada directamente o un evento como el origen del universo. De igual manera, el ser cognoscente que creamos para iniciar el análisis es un ser abstracto, cuyo único rasgo necesario en forma apriorística es la capacidad de conocer; no lo identificamos necesariamente como un miembro de la especie Homo sapiens sapiens, ni partimos del supuesto de que sea tan siquiera un ser viviente. II. El conocimiento Nuestra introducción a la epistemología nos situó dentro de la tradición occidental y nos enfrentó con la definición de conocimiento que se encuentra en la raíz de esta tradición: se considera como conocimiento toda creencia verdadera y justificada. Es notorio que esta definición persiste y prospera a

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pesar de que se ha demostrado que puede haber creencias tanto verdaderas como justificadas que no constituyen conocimiento (Estany, 2001,p. 23; Comesaña, en Quesada, 2009, p.124), y a contrapelo de puntos de vista que proponen que el conocimiento es un concepto básico, no definible a partir de otros (Quesada, 2009, p.18) o que la creencia se deriva del conocimiento, no al revés (Mahner y Bunge, 1997, p. 67); sin embargo, dada su ubicuidad, la tomaremos como punto de partida y utilizaremos su estructura tripartita para organizar nuestra exposición.

a) El conocimiento como creencia Al decir que el conocimiento consiste esencialmente en creencias, le estamos atribuyendo una determinada naturaleza, porque necesariamente creemos que algo es de cierta manera (el cielo es azul, va a suceder algo mañana, tal suceso fue causado por tal otro). Una creencia no es un movimiento o una sensación, sino una afirmación consciente que expresa un estado de cosas o un evento que se supone cierto y, por tanto -para usar el término que emplea la lógica- contiene una proposición. Si tomamos la proposición aproximadamente como el significado de una oración declarativa, que se diferencia de otros tipos de oración por ser verdadera o falsa (Copi,1979, p. 2), no podemos soslayar su carácter lingüístico: por más que algunos lógicos insistan en que las proposiciones no son en sí entidades lingüísticas, sino solamente el contenido de estas (Copi,1979, p. 5), es evidente que esta concepción presupone; no obstante, una especie de “lenguaje del pensamiento” que, sin corresponder a ninguna lengua particular, maneja los conceptos comunes a todas ellas. En un sentido más amplio, la visión tradicional del conocimiento es esencialmente representacional, porque depende de la posibilidad de formar y manipular representaciones de fenómenos en el mundo1: no es posible creer que algo es cierto sin tener la capacidad de formar una representación de ello. El tema de la representación será tratado más ampliamente en un trabajo posterior de esta colección; por el momento, nos limitaremos a dejar un puntero hacia alguna parte de la problemática que le es inherente. Ante todo, se asoma una paradoja: por una parte está muy claro que las representaciones existen porque sin ellas sería imposible explicar los fenómenos cognitivos de muchas especies, especialmente los del ser humano (por ejemplo, ¿cómo concebir las creaciones ficticias y los sueños sin suponer que son representaciones de un mundo de fantasía?), pero por otra, brilla con igual claridad la ausencia de una explicación de su naturaleza: es evidente que en nuestros pensamientos vemos visiones y oímos sonidos, pero no sabemos todavía en qué consisten estos fenómenos.

1 Podemos entender como una representación cualquier ente que está en lugar de otro ente y de algún

modo lo denota para un tercer elemento que sea capaz de entenderlo.

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Asimismo, el tema de la representación entraña un problema de construcción: si las representaciones son necesariamente algo distinto del objeto representado, ¿qué relación tienen con él? Si una representación no es una percepción aislada sino una generalización, ¿de dónde surge esta generalización? Estas preguntas nos enfrentan con la categorización o la formación de las agrupaciones de fenómenos que empleamos para comprender la realidad y para operar eficazmente en ella. Para el depredador, por ejemplo, es esencial disponer de una categoría “presa” con ciertas características para poder tomar la decisión de perseguir a un animal o no. La categorización es una condición necesaria del conocimiento y antecede al lenguaje natural humano, en el cual; sin embargo, llega a tener su máxima expresión, por el grado de abstracción que se deriva del carácter simbólico de este último. Tal y como hemos indicado, esta problemática se explorará con más profundidad en un trabajo posterior; por el momento, basta con dejar en claro que al relacionar el conocimiento con la creencia, la epistemología tradicional lo reduce a un fenómeno no solo muy específico, sino muy abstracto. En cambio, nuestra experiencia consciente sugiere que tenemos representaciones mentales correspondientes a todas nuestras percepciones (auditivas, visuales, olfativas y táctiles) además de las lingüísticas que formarían la base del pensamiento proposicional, lo cual pone en duda la restricción del conocimiento a la creencia en el sentido tradicional: tendríamos que contemplar también la existencia de conocimientos expresados en imágenes o incluso en otros medios, como debe ser el caso en otras especies. Las ciencias cognitivas también han permitido develar otros aspectos que se salen del marco estrecho de la visión tradicional. Desde sus inicios, heredan de la psicología cognitiva el reconocimiento de que existen dos tipos de conocimiento (Best, 1992): el declarativo, que abarcaría las creencias, el cual convive con una categoría de “conocimiento procedimental”, que agrupa todas las acciones que sabemos ejecutar sin poderlas describir exhaustivamente, desde las sencillas y cotidianas, como hacer un nudo, hasta las complejas que requieren años de aprendizaje (tocar un instrumento o hacer gimnasia, por ejemplo). Además, las ciencias cognitivas se apartan de la filosofía al no dejarse atrapar en el campo magnético del ser humano: al adoptar como objeto de estudio a la cognición en general, no asumen a priori que el conocimiento es exclusivo de esta especie ni le atribuyen, por tanto, los rasgos característicos de esta.

b) El problema de la verdad La primera restricción que impone la visión tradicional distingue a las creencias verdaderas de todas las que conforman el tejido del universo significativo en que transcurre nuestra vida mental: solo podemos tomar como portadoras de “conocimiento” las que hayan resultado ser verdaderas. Pero esta afirmación suscita inmediatamente muchas interrogantes: ¿qué significa que una

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afirmación sea “verdadera”? ; ¿cómo podemos probar que una afirmación es verdadera?; ¿podemos, en último caso, llegar a tener certeza de que una creencia es verdadera? La Teoría de la Correspondencia ofrece a estas interrogantes una respuesta que ha sido consagrada por la tradición occidental: es probable que la mayoría de las personas en nuestro medio contesten que una afirmación es verdadera si corresponde a los hechos observables y que todo lo que tenemos que hacer para averiguarlo es asomarnos al mundo para ver si un estado o suceso es, en efecto, el aludido. Intuitivamente, esta apreciación parecería tan consistente como obvia: si no fuera posible establecer un criterio de verdad, la comunicación cotidiana sería una trampa mortal (una maraña de mentiras imposibles de desenmascarar) y nuestra especie no habría podido desarrollar la compleja vida social y cultural que la caracteriza. Pero este espejismo de seguridad epistémico, al igual que otras certidumbres intuitivas, se pulveriza bajo el escrutinio. Habría que reconocer que en la comunicación cotidiana pueden darse afirmaciones que efectivamente contienen un valor de verdad inequívoco (son claramente verdaderas o falsas) que puede ser asignado simplemente con un vistazo a lo que pasa en el mundo; por lo general, estas afirmaciones se refieren a eventos muy particulares accesibles a la percepción del ser humano. Sin embargo, de allí en adelante todo se complica: aparte de las paradojas que desde tiempos inmemoriales se han citado como prueba de que una sola afirmación puede ser tanto verdadera como falsa2 , tenemos casos de afirmaciones sencillas cuyo valor de verdad dependerá del contexto en que aparecen (los significados que se derivan del discurso que precede, el contexto en que se formula la afirmación y las presuposiciones comunicativas o “reglas del juego” que rigen el intercambio)3. Más allá de eso, muchas de las afirmaciones que hacemos son generalizaciones que son eficaces en la situación para transmitir una apreciación muy vaga, pero cuyo grado de ajuste al mundo solo se podría establecer después de desmenuzar el significado y considerar una serie de hechos y pormenores4, cosa que en la práctica no hacemos. En general, entonces, la calificación de algo como verdadero en la vida cotidiana parece relacionarse predominantemente con el sentido global del discurso y con la intención que se percibe en el emisor: si creemos que no está mintiendo y que no está tratando de engañarnos, tendemos a calificar como cierto lo que dice.

2 Chalmers (1982, p. 151) cita el caso del naipe que tiene escrito en una cara “la oración que aparece en la

otra cara es verdadera” y en la otra “la oración que aparece en la otra cara es falsa”. 3 Por ejemplo, si Fulana pasó ayer a la pulpería para comprar una caja de fósforos, ¿será cierto que

“Fulana fue de compras ayer”? 4 Al calificar a una persona de “valiente”, habría que precisar para qué tipo de situaciones. También

habría que escudriñar el significado de “valor” (un psicópata que no siente miedo ¿puede ser considerado

como valiente?).

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En el contexto académico, y en particular en el de la ciencia, el concepto de “verdad” resulta aún más escurridizo: el mismo principio de que el valor de verdad solo es atribuible en algunos casos muy particulares tiene aún más peso, porque a la ciencia no le interesan ni los hechos individuales ni –en general- los procesos accesibles a la percepción inmediata. Chalmers (1982,p. 155) afirma que las leyes del mundo natural –la meta hacia la cual se dirige la física- se refieren a “tendencias transfactuales”, que pueden entenderse como los procesos subyacentes que organizan los fenómenos; su formulación implica, entonces, tanto construir categorías generales y abstractas como deducir relaciones que pueden no estar directamente expresadas en la realidad observable. Para ser significativas, entonces, las teorías tienen que ser tan generales y abarcadoras que en la práctica es muy difícil establecer o descartar su falsedad: los hechos particulares que se desprenden de ellas como consecuencias y que pueden ser sometidos a experimentación u observación, inciden solo parcialmente en el cuerpo de conocimientos que confluyen en la teoría. En vista de esto, entonces, no es sorprendente que históricamente las teorías suelen perder vigencia, no porque resulten ser falsas, sino porque surge una alternativa con más poder explicativo. El carácter elusivo de la verdad otorga credibilidad a la noción de validez, que en el sentido epistémico, denota una correspondencia con aquella5, pero no una coincidencia. Muchos de los conocimientos que manejamos cotidianamente son válidos más que verdaderos y han sido establecidos por la convención social: decimos que “el cielo es azul” a pesar de que sabemos que la propiedad que denominamos “color” no es una característica intrínseca de los objetos, sino que es creada por el aparato perceptual. En general, e incluso en el ámbito académico, se aceptan como válidas las ideas que concuerdan con cuerpos de conocimientos consagrados por la tradición o con principios establecidos, por ejemplo, si se acepta ontológicamente el dualismo, se afirma la existencia de dos sustancias, lo cual a su vez constituye la base para la inmortalidad del alma y las creencias en la vida después de la muerte.

c) El problema de la justificación El segundo criterio que tamiza las creencias es el de la justificación; en otras palabras, una creencia puede resultar cierta, pero aún así solo puede considerarse como un conocimiento si existen buenas razones para aceptarla como tal. La justificación es importante porque, a pesar de lo que pueda parecer a primera vista, no toda creencia justificada es verdadera y no toda creencia no justificada es falsa (Grimaltos e Iranzo, en Quesada, 2009, p. 36): es igualmente posible creer algo que es cierto por razones equivocadas que

5 En el sentido lógico, se considera que los razonamientos son válidos si cumplen con las reglas de

inferencia; las premisas, en cambio, son proposiciones y por tanto son verdaderas o falsas.

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creer algo que es falso con muy buenas razones, pero ninguna de las dos opciones se puede considerar como conocimiento. Es evidente, por tanto, que si la razón es de alguna utilidad cognitiva, debe existir algún vínculo entre la justificación y la verdad, porque si no fuera así toda creencia tendría la misma posibilidad de ser verdadera o falsa hasta ser contrastada en forma individual con el hecho que representa, lo cual –como aclaran Grimaltos e Iranzo (2209)- desemboca en una posición radicalmente escéptica. En otras palabras, tendemos a suponer que mientras más justificada sea una creencia más probabilidades tiene de ser cierta, y el no poder sostener esta suposición nos precipita en un abismo de incertidumbre. Así las cosas, las “buenas razones” que empleamos para justificar nuestras creencias se basarán en la mayoría de los casos en otros conocimientos o sea, en otras creencias que a su vez habrán sido justificadas en términos de otras más, de modo que el razonamiento cae en la “regresión infinita” que ha sido comentada desde la antigüedad (Chalmers, 1982, p. 114). Tal y como indica Chalmers (1982), la única forma de romper este ciclo repetitivo es derivar el conocimiento de un fundamento inapelable: un conocimiento cuyo valor de verdad es incuestionable o un origen del conocimiento en que se puede confiar sin lugar a duda; así, si las inferencias a partir de este fundamento son válidas, las creencias que resulten de él serán también conocimientos auténticos. En la tradición occidental, han existido desde tiempos antiguos dos candidatos que compiten por el puesto de fundador del conocimiento (la observación y el pensamiento) y cada uno de ellos desemboca en un camino epistemológico distinto. En palabras de Chalmers (1982):

Los seres humanos tienen dos modos de adquirir conocimiento

respecto del mundo, el pensamiento y la observación. Si le

damos prioridad al primer modo sobre el segundo, llegamos a la

teoría racionalista clásica del conocimiento, mientras que si le

otorgamos prioridad al segundo sobre el primero, llegamos a

una teoría empirista. (p.114)

Estas dos visiones del conocimiento conviven y se entrelazan en la tradición occidental desde la antigüedad hasta el presente y sus implicaciones epistemológicas son determinantes para entender la evolución del pensamiento. El racionalismo clásico se remonta al menos hasta el pensamiento transcendentalista de Platón, para quien las percepciones sensoriales no eran más que engañosos reflejos del mundo de las ideas puras, accesible solo a la razón. El racionalismo moderno renace con Descartes y Leibnitz, bajo el paradigma de la geometría y sus axiomas, y con la fe en la razón como origen de los conceptos. Se remoza una vez más con la Revolución Cognitiva, que dirige la mirada de la ciencia hacia los procesos del pensamiento.

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El empirismo, en cambio, se puede rastrear hasta los sofistas y Aristóteles, a partir de los cuales se perpetúa a través de la Edad Media en pensadores como Tomás de Aquino; arranca con nuevo vigor en los siglos XVII y XVIII, cuando la naciente ciencia moderna acoge con fervor su reafirmación del papel de la observación y la experimentación, y su fe en la experiencia propia como fuente de cuestionamiento de la autoridad y de las “verdades” establecidas. Es evidente que ambas formas de pensar ofrecen ventajas que facilitan la tarea de comprender el mundo, pero ambas –al menos en sus formas extremas- también tropiezan con escollos. El racionalismo da impulso al desarrollo teórico y acertadamente coloca al sujeto en el meollo del proceso cognitivo, pero puede desembocar en la absolutización de la razón y convertirse así en una fuerza ideológica que solo sirve para cegar. El empirismo, por su parte, puede resultar eficaz para romper con los dogmas y las tiranías filosóficas, pero tiende a subvalorar el grado en que los conocimientos acumulados influyen en la percepción y en los sentidos, y resulta también susceptible a la ideología, por querer restringir el conocimiento a los pequeños hechos de experiencia y desconocer el papel de la construcción en la percepción y la cognición. Tal y como sugiere la cita de Chalmers (1982), estas dos visiones del conocimiento no deben considerarse como corrientes netamente separadas entre sí y delimitadas por una línea clara, sino como tendencias conformadas por la prioridad: de hecho, hasta los empiristas más paradigmáticos dejan un lugar para el pensamiento, mientras que los tiempos modernos han visto una superación casi completa de la disyuntiva. Así pues, antes de explorar más estas ideas en la dimensión del sujeto cognoscente, cerraremos nuestra aproximación al conocimiento aludiendo brevemente a una clasificación que ha circulado ampliamente desde los años ochenta, inicialmente en ámbitos relacionados con la teoría de sistemas y su aplicación a las organizaciones y a la gestión del conocimiento, y después en la sociedad en general: la jerarquía de dato, información, conocimiento y sabiduría. Los conceptos de “dato” e “información” parecen bastante claros: un dato es cualquier señal relacionada con un objeto, una pieza aislada de información; puede ser un número (la cuantificación de una temperatura o de los habitantes de una zona geográfica, por ejemplo) o una palabra (verde, ámbar o rojo referido al estado de un semáforo en un momento dado) o cualquier registro emitido por una maquina. La información es un conjunto de datos que han sido procesados de acuerdo con cierta lógica y que tiene una estructura, de tal manera que puede proporcionar una base para decisiones y acciones. En el caso de un censo, por ejemplo, el conjunto de datos generado por los cuestionarios se ordena en una estructura (una base de datos), se procesa utilizando procedimientos de análisis estadístico y se analiza para obtener resultados.

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El panorama es mucho menos claro en el caso del conocimiento, a tal punto que nos induce a inferir que no se trata tanto de un paso más en la misma progresión, sino más bien de un fenómeno cualitativamente distinto. Algunos, manteniéndose aún dentro de la corriente del procesamiento de la información, lo deslindan de la información solo en términos de su organización, su utilidad y su aplicabilidad (Belinger, 2012; Kmbeing, 2012), pero otros no pueden evitar la introducción de factores como la comprensión y la conciencia (OTEC, 2012), que colocarían al conocimiento en un marco de referencia distinto del que encuadra al dato y la información. Con más razón estaría asignado a esta misma categoría el elemento que lo sigue en la jerarquía: la sabiduría. En esta misma línea, pero de un modo mucho más tajante, tenemos concepciones como la de Mahner y Bunge (1997), para quienes el conocimiento es exclusivamente el producto del aprendizaje y este –a su vez- es una actividad propia de un animal con sistema nervioso plástico (p. 63). Retomaremos la significación de estas distinciones en la sección sobre el tema del ser cognoscente. II. El mundo y su representación La Teoría de la Correspondencia anteriormente discutida entraña ciertas presuposiciones que además de ser concordantes con lo que generalmente se considera en nuestro medio como “sentido común”, son necesarias para poder establecer una relación clara entre una afirmación y los eventos que esta describe en el mundo: tiene que haber un mundo “ahí afuera”, un mundo que para la mayoría de las personas va a tener la forma de una realidad tangible, sólida y objetivamente igual –al menos hasta cierto punto- para todos los que lo observan; además, tiene que ser cierto que nuestras percepciones constituyen efectivamente una vía de acceso a este mundo, al menos en grado suficiente para poder apreciar hasta qué punto nuestras creencias coinciden con él. No obstante su difusión, estas presuposiciones no son ni tan universalmente aceptadas ni tan incuestionablemente ciertas como creerán algunos. En primer lugar, existen diferentes maneras de concebir la sustancia de lo que existe: ese mundo que percibimos ¿de qué está hecho o en qué consiste? Una solución muy general y difundida a este problema –solución que aparece por doquier en el pensamiento y las tradiciones de los pueblos que hablan lenguas indoeuropeas- es que todo lo que existe está compuesto de dos sustancias totalmente separadas y distintas (Priest, 1991, p.1): una es espiritual y abarca la mente y el alma (a veces consideradas como distintas y a veces como una sola); la otra es física y se distingue por ocupar espacio. El dualismo se manifiesta con particular claridad en una concepción del ser humano que está muy arraigada en la cultura occidental y persiste con fuerza hasta hoy: según ella, en la persona conviven una mente y un cuerpo, que funcionan con cierto grado de autonomía, aunque a veces se admita que pueden influir el uno en el otro. Estas creencias pueden estar ligadas a otras de naturaleza religiosa (la mente está de algún modo ligada a un alma inmortal que se libera del cuerpo a

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la hora de la muerte), pero tal vínculo no es necesario, puesto que el dualismo es plenamente compatible con el ateísmo (en este caso, la sustancia espiritual no remite a la divinidad). Dentro del marco general del dualismo podemos distinguir dos variantes, de las cuales cada una suprime a uno de los miembros del dúo. El materialismo sostiene que solo los objetos físicos existen (Priest, 1991,p. 98) y que cualquier dimensión aparentemente no física (como los pensamientos), es en realidad una propiedad de este objeto6. Nótese que tal concepción se deslinda del dualismo, para el cual los pensamientos no serían idénticos al cerebro, pero sí podrían ser causados por él. La cualidad de “fisicalidad” se deriva de ocupar la dimensión espacio-temporal, y los objetos físicos se suponen también compuestos de “materia”, porque el materialismo afirma también que solo la materia existe. Hay que tener en cuenta; no obstante, que la materia no siempre es perceptible, porque puede estar presente en una forma o tamaño que resulta indetectable, lo cual hace que el materialismo sea compatible con la creencia en el alma, en la divinidad, en los fantasmas y en cualesquiera seres de otros mundos o dimensiones. En una posición diametralmente opuesta al materialismo, los idealistas sostienen que todo lo que existe es en último caso de naturaleza espiritual o mental (Priest, 1991, p. 66). Entre ellos, aparece en lugar preponderante la noción de una especie de conciencia universal –que no necesariamente debe identificarse como Dios7-, de la cual las conciencias individuales son agentes o manifestaciones parciales; los objetos que parecen existir en el mundo son generados por la experiencia y la percepción de estas conciencias individuales. Priest (1991, p. 70) destaca dos tipos de argumentos que suelen esgrimirse en apoyo del idealismo: uno, de naturaleza empírica, cuestiona cómo podemos afirmar que algo existe fuera de nuestra experiencia; el otro, de naturaleza metafísica, se basa en el hecho de que ninguna investigación, por científica que sea, puede explicar la conciencia, para reafirmar la preeminencia de la dimensión a la que ella pertenece. A pesar de lo contraintuitivas de estas ideas, dentro del contexto cultural del siglo XX y XXI en Occidente, no son lógicamente inconsistentes; además, como apunta Priest (1991, p.66) a diferencia del materialismo, son plenamente compatibles con la física, la biología y la neurología modernas. Más allá de la sustancia del mundo, está la cuestión de si lo que percibimos realmente existe y si tenemos alguna posibilidad de percibirlo tal y como es. El término “realismo” tiene varias acepciones en diferentes áreas culturales (en la

6 Debe tenerse el cuidado de distinguir al materialismo histórico y al materialismo dialéctico marxistas del

materialismo clásico: como aclara Priest (1991, p. 101), para Marx lo material era la economía y la

organización social diseñada para producir y distribuir la riqueza; por otra parte, la concepción marxista

de la determinación de la superestructura por la infraestructura se aproxima más bien al dualismo. 7 El idealismo puede ser ateo, al menos desde una perspectiva cristiana.

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literatura, por ejemplo, remite sobre todo a una “realidad” social), pero siempre remite a la idea de “retratar el mundo tal cual es”; en la epistemología, pueden considerarse como realistas todas las posiciones que sostienen en común que los fenómenos del mundo existen –son “reales”- y se desenvuelven independientemente de si tenemos o no conocimiento de ellos (Chalmers,1982, pp.146-147; Norris, 2005,p. 14). Aunque esta afirmación es ontológica, puesto que tiene que ver exclusivamente con lo que existe, por necesidad trae aparejada otra de naturaleza epistemológica, que afirma en algún grado nuestra capacidad de conocer aquello que existe. Esta última es ineludible porque, en último caso, si todo conocimiento del mundo es imposible ¿cómo podemos afirmar que este último existe? Se explica así que todas las posiciones realistas contengan algún reconocimiento, por débil que sea, de la potencialidad que poseen nuestras representaciones para coincidir con el mundo. Las múltiples formas de realismo se diferencian principalmente por la manera en que se enfrentan al problema de la coincidencia entre nuestras representaciones y la realidad supuesta. El realismo ingenuo (Prades, en Quesada, 2009, p. 212; Pinker, 2003, p. 295), supone no solo que las cosas existen, sino que son como parecen, de modo que nuestra observación nos pone en relación directa con el mundo. Esta visión de “sentido común” fue criticada desde la antigüedad y más aún cuando la ciencia moderna comenzó a revelar hasta qué punto nuestras representaciones son un velo que nos encierra y nos aísla del entorno. No es sorprendente, por tanto, que la mayoría de las posiciones realistas modernas se abstengan de ratificar una identidad total entre nuestras percepciones y los objetos que las originan. Para el realismo crítico (Norris, 14; Pacho, en Quesada, año, pp. 334-335; Mahner y Bunge, 1997, p.134), el mundo es real pero debemos desconfiar del conocimiento que podamos tener de él, de manera que debemos redoblar nuestros esfuerzos por mejorar la interacción que genera la percepción y perfeccionar los medios que aumentan y agudizan a esta última. El realismo convergente sostiene que, aunque nuestras mejores teorías son todavía deficientes, la ciencia está en proceso de “converger” con la realidad en la medida en que apuntan acertadamente en una dirección que debe orientar la investigación futura. Chalmers (1982, p. 163), rechaza cualquier “advenimiento de la verdad” en el presente o el futuro, y se muestra más cauteloso al proponer el “realismo no representativo”: nuestros modelos y teorías no pueden considerarse tan siquiera como representaciones de sus objetos, sino solo como inventos que nos permiten una interacción eficiente con el mundo o que tienen un cierto grado de “aplicabilidad” al mundo. La Teoría de Santiago (Maturana y Varela, 1987) es más radical, pero aun así no sacrifica el principio básico del realismo. En las palabras de sus creadores (1987, p. 241), implica “caminar en el filo de la navaja, evitando los extremos

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del representacionalismo (objetivismo8) y el solipsismo9 (idealismo)”. Su punto de partida no es el tradicional de que el ser cognoscente percibe un objeto preexistente, sino que la cognición es parte del proceso de la vida (“todo hacer es conocer y todo conocer es hacer”): los actos de cognición son acoplamientos estructurales entre el organismo y su entorno, de modo que, al conocer, aquel genera el mundo de acuerdo con sus estructuras. En el caso de los seres humanos, que vivimos en el lenguaje (“lenguajeamos”), el único mundo a que tenemos acceso es el que creamos en común: el reconocerlo significa renunciar a toda certidumbre en cuanto a la “realidad” de nuestras percepciones y explicar el conocimiento “sin ningún punto de referencia independiente de nosotros mismos que otorgaría certidumbre a nuestras descripciones (…)” (Maturana y Varela, 1987, p. 241). Como comenta Capra (1998,p. 280), Maturana y Varela no nos dicen que nada existe, sino que las cosas de nuestro conocimiento son creadas por nosotros; descartan tanto la idea de que un mundo objetivo y preexistente nos envíe “información”, como la noción de que nuestras representaciones nos revelen un mundo independiente del nuestro. En el extremo opuesto al realismo ingenuo se encuentra el escepticismo, un abanico muy amplio de posiciones que comparten el rasgo fundamental de dudar de la fiabilidad del conocimiento. Comesaña (2009, en Quesada, 2009, p. 125) lo caracteriza en términos generales como la suspensión de juicio –en otras palabras, aducir que no existen razones suficientes para afirmar la verdad o la falsedad de cualquier proposición o cuerpo de proposiciones-, una actitud que se deslinda de la simple negación a ocuparse del asunto. En el ámbito del sentido común, esta suspensión de juicio suele dirigirse a ciertas proposiciones, mientras que el escepticismo filosófico generaliza, en el sentido de abarcar una clase de proposiciones o bien, todas ellas. Por otra parte, el cuestionamiento puede recaer sobre cualquier componente del proceso cognitivo (la percepción, la consistencia de las representaciones y su relación con el mundo, la capacidad racional del sujeto, los procedimientos ejecutados o la existencia del objeto conocido). Como aclara Estany (2001, p. 46) habría que distinguir entre el escepticismo que cuestiona para reafirmar nuestras creencias (la duda sistemática como método para examinar la fundamentación del conocimiento) y el que obedece a la finalidad de

8 “Objetivismo” y “subjetivismo” son otros dos términos que se refieren a la relación entre nuestras

representaciones o percepciones y la “realidad” observada. Para el objetivista no existe impedimento de

principio que impida el acceso del sujeto al mundo (recuérdese la presuposición de Laplace citada en

Consideraciones iniciales…); para el subjetivista, en cambio la percepción y la capacidad representativa

tienen limitaciones inherentes, de modo que lo que creemos conocer del mundo es en efecto nuestra

propia estructura cognitiva. El realismo ingenuo es objetivista y escepticismo extremo es subjetivista.

Sin embargo, el empirismo y el objetivismo se superponen: el idealismo de Berkeley es empirista y

subjetivista. 9 El solipsismo sostiene que solo la mente propia existe (a diferencia del idealismo, que concibe la

existencia de muchas mentes o de una mente universal.

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establecer que el conocimiento no existe, ya sea en forma total o solo en la parte sometida a escrutinio. Desde la perspectiva científica, y más particularmente desde la de las ciencias cognitivas, muchos de los debates en torno de los temas mencionados aquí, dejan de ser significativos. Como ya mencionamos, si con la Mecánica Cuántica y la Teoría de la Relatividad el materialismo pierde credibilidad, menos aún la puede tener en el mundo de los multiversos, la teoría de cuerdas y la partícula Higgs-Bose. Por su parte, el idealismo, por más consistente que sea, parece tener poca capacidad explicativa o relevancia para la tarea científica: aunque todo lo que estudiamos sea, en efecto, una ilusión, tenemos que explicar los fenómenos de esta realidad ilusoria en sus propios términos. En cuanto al continuo que va del realismo ingenuo hasta el escepticismo radical, podemos decir que las ciencias cognitivas han descartado los extremos. En contra del realismo ingenuo se ha hecho imposible negar que el mundo que nos parece observar es en efecto una construcción: si bien este hecho comenzó a sospecharse desde el siglo XVI (Prades, en Quesada, 2009, p. 212), el trabajo sobre la percepción en el siglo XX lo puso más en claro y la exploración de procesos como la memoria nos lo resalta como una característica central de nuestra cognición (Piedra, 2011). Por su parte, el escepticismo radical, de por sí vulnerable a ataques epistemológicos10, muestra su debilidad en el contexto evolutivo que ha tenido tanto peso en los últimos años: si la cognición evolucionó como una estrategia de supervivencia al servicio de la eficacia reproductiva, ¿qué sentido tendría un aparato cognitivo completamente encerrado en una realidad que él mismo ha creado? El acto de la cognición como acoplamiento con el mundo tiene que tener alguna correspondencia con ese mundo; el hecho de que creamos los objetos que conocemos no quiere decir que estos no pertenezcan también a una dimensión exterior. En el caso del ser humano, es difícil creer que un simio sumamente vulnerable en las sabanas africanas, haya podido salir adelante si dejara que la convivencia social –su estrategia principal de supervivencia- se convirtiera en una estrategia de evasión. III. El ser cognoscente Como ya hemos sugerido, toda conceptualización del conocimiento, en conjunto con la aproximación epistemológica que la enmarca, entraña un perfil de conocedor (al igual que todo texto contiene un destinatario implícito). En Consideraciones iniciales mencionamos algunas implicaciones generales relacionadas con el planteamiento medular de la epistemología occidental (la relación entre sujeto y objeto y la pretensión de objetividad), mas ahora

10 Como apunta Estany (2001, p. 47) puede cuestionarse la consistencia del escepticismo extremo, por la

posibilidad de que sea autorrefutatorio, además de su pragmatismo y su pertinencia.

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procederemos a interrogar más al conocedor implícito en la concepción “creencia verdadera y justificada”. En primer lugar, parece claro que este conocedor es –ante todo- un ser humano; a pesar de que los escépticos puedan haber colocado sobre la mesa la posibilidad de que otras especies conocieran (Estany, 2001, p. 48), la corriente principal de toda la discusión epistemológica en occidente parece partir del principio subyacente de la exclusividad humana, en parte por concebir el conocimiento en términos propios del lenguaje natural humano. En segundo lugar, el predominio del individuo sobre la colectividad en esta concepción es igualmente claro: la noción de creencia remite inexorablemente a una sola mente, un solo cerebro o ambos a la vez, y este sesgo sigue configurando una gran parte del discurso filosófico occidental en la actualidad. En las páginas que siguen, enfrentaremos algunas de las interrogantes que surgen de estas dos preconcepciones. Además, abordaremos las implicaciones para el ser cognoscente de las posiciones opuestas sobre el origen del conocimiento: la suposición de que este proviene exclusiva o predominantemente de los sentidos y de la percepción, genera un perfil del conocedor que es muy distinto del que resulta de atribuir su origen principalmente a la razón y al pensamiento.

a) ¿Quién o qué cosa es capaz de conocer? Ya hemos visto que la respuesta tradicional de la epistemología a la pregunta sobre la identidad del ser cognoscente se referiría exclusivamente al ser humano; sin embargo, esta respuesta actualmente es vulnerable a cuestionamientos tanto desde la perspectiva de las máquinas, por una parte, como de las otras especies, por otra. A partir de la época del nacimiento de la ciencia moderna, la analogía mecánica de causas, efectos y leyes se convierte en la lógica explicativa por excelencia: el universo en la perspectiva de Galileo y Newton es una especie de máquina celestial cuyas piezas interactúan indirectamente; los animales para Descartes son máquinas con pelos; y el cuerpo humano –en las palabras de De la Mettrie- es un reloj (Crane, 1995, p. 4). Es inevitable, en este contexto, que surja la idea de que la mente también es una máquina, de manera que en el siglo XVII, pensadores como Hobbes y Leibnitz proponían una equivalencia entre pensamiento, cálculo, razonamiento y conteo (Gutiérrez, 1993,pp. 41-43). El enfoque en los aspectos matemáticos del pensamiento dirigió la atención hacia los algoritmos, que a su vez se convirtieron en la base teórica de la computación moderna cuando se diseñó una máquina capaz de ejecutarlos (la máquina Turing y luego la máquina universal de Turing); esta, eventualmente, se convirtió en la computadora moderna, acogida desde su nacimiento como “un cerebro electrónico” y –por consiguiente- como un modelo de la mente

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(Crane, 1995, p. 115). Podemos decir, por tanto, que la posibilidad de un conocedor mecánico acompaña a toda la epistemología moderna y se remonta indirectamente a sus inicios en el mundo antiguo. La idea de crear “una máquina pensante” es la raíz de la disciplina de la Inteligencia Artificial, que existe en dos manifestaciones: una –la más débil- enfocada simplemente a la construcción de máquinas que de alguna manera ejecutan operaciones normalmente atribuidas al pensamiento y otra –la IA fuerte- que aspira a recrear la inteligencia; es decir, a construir máquinas con procesos cognitivos iguales a los del ser humano (Crane, 1995, p.115) o –en otras palabras - máquinas inteligentes. La viabilidad de todo el proyecto depende en gran parte de un principio fundamental, conocido como el Principio de Independencia Funcional, según el cual el conocimiento es un fenómeno emergente que se desarrolla independientemente del medio en que los procesos que lo generan se llevan a cabo; en otras palabras, dado que el pensamiento consiste en operaciones formales, da igual si estas se desenvuelven en tejidos vivos o en cualquier otro material natural o artificial, porque el resultado será el mismo. Como consecuencia de este principio, el conocimiento será igual en un ser humano, una máquina, un extraterrestre o cualquier otro ente que sea capaz de ejecutar operaciones formales. El Principio de Independencia Funcional conduce por fuerza a que se desdibuje la distinción entre la simulación y la replicación. En ausencia de este principio, se consideraría que un animal piensa y que un artefacto no vivo solo puede producir un efecto que se parezca a su pensamiento; en cambio, si el principio es válido y los procesos cognitivos son formales en su naturaleza, se hace en teoría concebible que en algún momento, cuando la simulación sea perfecta, la distinción desaparezca. En este sentido apunta la prueba que diseñó Turing en 1950 (Gutiérrez, 1993, pp. 45-60) para contestar a la pregunta de si las máquinas pueden pensar. De acuerdo con ella, si una computadora logra contestar preguntas de una manera indistinguible de un interlocutor humano, debe ser considerada como un ente pensante. En 1980, Searle invierte la prueba de Turing para remarcar la diferencia entre la simulación y la replicación y probar así que una máquina no puede pensar: en el experimento mental del cuarto chino, un hablante de inglés sin conocimiento alguno de chino emplea instrucciones (algoritmos) para contestar a mensajes escritos en esa lengua sin tener la menor idea de lo que escribe; sin embargo, muy lejos de ofrecer una respuesta definitiva, los argumentos de Searle solo sirvieron para echar combustible a las llamas de la discusión, que prosigue hasta hoy sin resolución (Cole, 2009). Desde nuestra perspectiva, y aunque tengamos que admitir que la línea divisoria entre la simulación y la replicación es borrosa, como suelen serlo las líneas divisorias, podríamos argumentar que existen fenómenos que se resisten a la simulación, entre ellos la experiencia de un ser vivo. No es lo mismo, por ejemplo, el caso de un corazón artificial, cuyo funcionamiento viene

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siendo igual al de su antecesor real, que el de un “cerebro artificial”, que se desempeña no solo en el contexto de un cuerpo entero, con todas sus sensaciones y emociones, sino en el de una dimensión cultural e histórica. Además, y dejando de lado por el momento al Principio de Independencia Funcional, tendríamos que contemplar la posibilidad de que –en un futuro lejano- se construya una “máquina” de material orgánico cuyos procesos cognitivos tengan más que un parecido formal con los nuestros y que haya podido asimilar una experiencia cultural y vital parecida a la de una persona. En último caso, es posible que una respuesta definitiva al problema esté fuera del alcance del ser humano por la imposibilidad de acceder a la vida anímica de otro ser, sea este un artefacto de alguna especie o un ser natural. Si bien la candidatura de la máquina a ser aceptada como ser cognoscente permanece en la balanza, la de las otras especies parece haberse resuelto de una manera afirmativa. Si partimos del supuesto de que el conocimiento es producto de la evolución, tendríamos que aceptar como poco probable que de todas las especies que se hayan formado por la selección natural y cultural, la humana sea la única en haberlo desarrollado; sería más extraño aún, en vista de la cercanía genética entre nuestra especie y nuestros parientes más allegados (los grandes simios). En las últimas décadas incontables estudios han aportado indicios de que una amplia gama de especies –incluidas algunas muy lejanas de los primates en el árbol evolutivo- posee los rasgos cognitivos que constituyen la infraestructura de nuestra cognición: la teoría de la mente, o capacidad para conocer los estados mentales propios y los de otros (Byrne, 2003; Byrne y Whiten, 1997; de Waal, 2001; Clayton y Emery, 2007; Clayton, et al. 2007; Emery, 2004; Emery y Clayton, 2004; Connor, 2007); y la empatía, o capacidad para compartir los estados emocionales de otros (De Waal, 2005; De Waal, 2009; De Waal, 2010). La cultura que antes se suponía privativa del ser humano, ha resultado ser una característica bastante difundida (Whiten y van Schaik, 2007), mientras que el lenguaje, hasta hace poco considerado por muchos como el último bastión de la exclusividad humana, aparece en otras especies quizá no en su totalidad, pero sí en componentes esenciales como la sintaxis (Ouattara et al., 2009a, 2009b), la semántica y la pragmática (Cartmill y Byrne, 2007, 2010). Ante la presencia de tantos fundamentos compartidos, la suposición de que solo nosotros pudimos construir el conocimiento parecería ser un capricho antojadizo o una petición de principio (definimos el conocimiento en nuestros propios términos y después concluimos que solo nosotros lo tenemos). En resumen, nuestra respuesta a la pregunta planteada al inicio de esta sección sería que hasta el momento podemos considerar como seres cognoscentes a los individuos de la especie humana y de otras especies que comparten la capacidad de comprender y aprender de la experiencia. Si bien parece innegable que un ser requiere de un sistema nervioso plástico para cumplir con este requisito, tampoco parecería justificado el rechazo tajante y

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absoluto de Mahner y Bunge hacia los “no organismos” (1997, p. 63): aunque los robots y otros artefactos de ahora estén aún muy distantes de los seres vivos con procesos cognitivos desarrollados, no podemos descartar a priori que algún día se llegue a construir algún tipo de ser –quizá incluso dotado de un sistema nervioso tan complejo como el nuestro o más complejo aún- que pueda sentir y reflexionar como lo hace un ser humano.

b) El ser cognoscente: ¿individuo o grupo social? Como hemos visto, la presuposición implícita en la concepción tradicional del conocimiento –creencia verdadera y justificada- es que el conocedor, además de humano, es un individuo de la especie: por más que tenga cabida en esta perspectiva el reconocimiento de una dimensión social en que circulan los conocimientos, la idea subyacente es que estos se originan en la mente o cerebro de una persona, quien es la que ha formulado las creencias -la materia prima del conocimiento-, y la que razona para justificarlas. Sin embargo, la segunda mitad del siglo XX fue escenario de lo que podríamos llamar un “corrimiento de eje” en el enfoque de todos los fenómenos humanos, que privilegia la dimensión grupal o social y enmarca al individuo dentro de ella en lugar de colocarlo en primera plana, como sucedía anteriormente. En la epistemología, este cambio tiene que ver con el reconocimiento de que la idea misma de un individuo que viva en aislamiento pero que esté a la vez plenamente desarrollado culturalmente es una elucubración que no tiene base en la realidad (Searle, 1995; Luhman, 1996; y Maturana y Varela, 1987). En la actualidad, una corriente importante de las ciencias cognitivas coloca al ser humano en el marco de la evolución, y en este contexto se hace muy evidente la razón por la cual la cognición humana no puede circunscribirse al ámbito individual. La evolución cultural acelerada que es un rasgo distintivo de la especie fue generada como resultado de una estrategia de supervivencia que consistió esencialmente en la formación de grupos que no solo eran grandes en la escala de los simios (Dunbar, 1996), sino que poseían una organización interna muy compleja (Arce, 2011). En el seno de estas organizaciones, la lógica que gobierna las interrelaciones humanas es colaborativa y –sobre todo- de un tipo de cooperación que no se reduce a unir esfuerzos sino que implica la integración de contribuciones y papeles distintos en torno de una misma tarea (Reynolds,1993). Esta lógica de cooperación intensa e imbricada, que distingue al Homo sapiens sapiens de otras especies emparentadas, subyace en la capacidad de los seres humanos para generar en común los proyectos complejos que nos caracterizan, los cuales solo son posibles por el trabajo integrado de equipos, ya sean estos parejas, pequeños grupos de trabajo, orquestas, equipos de fútbol, empresas o ejércitos. Tal es el contexto en que se genera el elemento que más ha conformado nuestra cognición –al extremo, como hemos visto, de inmiscuirse en nuestra

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concepción misma del conocimiento-: el lenguaje natural humano. Es fácil entender que un elemento forjado en el crisol interactivo que hemos descrito está muy lejos de ser un procesador de información o un codificador mecánico de mensajes. Más bien, está configurado de una manera ineludiblemente intersubjetiva: cada enunciado está formulado desde la perspectiva de un hablante que no solo se proyecta gramaticalmente en los recursos deícticos de la lengua, sino que construye un punto de vista que envuelve y moldea los contenidos de su discurso, de manera que hablará de sí mismo por más que intente evitarlo (para parafrasear el dicho popular “lo que dice Juan del mundo más dice de Juan que del mundo”). En forma complementaria, la comprensión de los enunciados no implica solo descifrar significados, sino interpretarlos, proceso en el cual desempeña un papel central la reconstrucción de las intenciones del emisor11. El lenguaje, entonces, es un instrumento para tender puentes entre subjetividades, no para consignar datos objetivos. Íntimamente ligado a la intersubjetividad intrínseca del lenguaje está su carácter simbólico, que también se manifiesta en la dimensión social. A raíz de las formulaciones de Aristóteles, se ha dado en Occidente una tendencia engañosa a concebir el lenguaje como una lista de etiquetas, cada una de las cuales apunta hacia una clase de objetos que existe como tal en la realidad, de manera que los enunciados vendrían aproximadamente a “vestir” el pensamiento de cada hablante. Desde la perspectiva de muchos pensadores modernos, lo que sucede es algo diametralmente opuesto: el lenguaje es un sistema de signos (símbolos) cada uno de los cuales apunta necesariamente hacia muchos otros, lo que crea un filtro de significados que hace que la referencia, cuando existe, sea indirecta; en otras palabras, nos referimos, en el mejor de los casos, a fenómenos que existen afuera de la simbolización, pero los clasificamos, representamos e interpretamos (incluso, hasta cierto punto, los percibimos) a través del prisma significativo del lenguaje y de la lengua particular en que nos desenvolvemos. En la práctica, entonces, cada sistema de signos crea un mundo compartido, mundo en que viven los hablantes que lo comparten (Arce, 2011); hasta qué punto este mundo se puede considerar como coincidente con un “mundo real” reflejará el grado y tipo de realismo que se asuma. Pero si bien es cierto que el mundo simbólico es una dimensión social a la que cada individuo accede cuando nace, es igualmente innegable que el sistema no se imprime mecánicamente en las mentes individuales, como lo prueba el mosaico variopinto de subjetividades que se acomoda en el seno de cualquier sociedad. Al contrario, cada individuo interioriza el mundo simbólico dinámica e idiosincráticamente, cuando, en el transcurso de su propia vivencia, construye ese amalgama de significados, emociones, sentimientos, sensaciones, interpretaciones y creencias que llamamos “sentido”. Sin esta personalización de la dimensión social no podríamos explicar los caminos radicalmente distintos que a menudo toman las personas en el marco de una situación

11 No hay que confundir “intención” en este sentido con “intencionalidad” en el sentido filosófico.

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aparentemente homogénea. Es en este marco, entonces, que tendríamos que entender el conocimiento, que, ya sea como la creencia de la epistemología tradicional o como el producto del aprendizaje de un organismo, siempre parecería entrañar un elemento de procesamiento individual. Esta coyuntura nos permite situar el conocimiento en el contexto de lo que Arce (2011) llama cognición socializada, en oposición a la cognición social propiamente dicha. En el caso de la segunda –el de las abejas y las hormigas, entre otras especies- la cognición no es nunca una propiedad individual, porque las decisiones y los “pensamientos” por así llamarlos, emanan de la interacción de señales químicas y tienen lugar en el nivel colectivo. En cambio, la primera presupone procesos cognitivos en los individuos, quienes los comparten de diversos modos y en diversos grados; es propia de muchas especies entre las cuales sobresalen los primates, entre estos últimos el ser humano. Debido a la naturaleza del lenguaje natural humano, la cognición de nuestra especie parece haber integrado lo individual y lo social en alto grado: el individuo tiene la capacidad de pensar y de sentir, pero sus insumos, sus instrumentos y sus productos son todos sociales; a la inversa, los productos de sus procesos se incorporan a la dimensión social para generar en ella –en el mejor de los casos- una renovación permanente (una de las causas –posiblemente- de nuestro dinamismo cultural). En vista del panorama que hemos expuesto, la respuesta a nuestra pregunta inicial es compleja. Por una parte, la subjetividad reflejada en el concepto de conocimiento apunta esencialmente hacia la participación de un individuo, generalmente un organismo que –como hemos visto- tiene la capacidad de aprender; por otra, las especies que socializan la cognición parecen de algún modo gravitar hacia subjetividades compartidas. En el caso de nuestra especie, que no solo es gregaria, sino que ha generado en su lenguaje el instrumento idóneo para proyectar su sociabilidad en la dimensión cognitiva, la separación entre el individuo y el grupo es aún más borrosa: podría concebirse, incluso, que el conocedor es una especie de conciencia común que se encarna en los individuos que operan en su seno, y que a su vez es reinterpretada y cambiada constantemente como consecuencia de los actos cognitivos de los individuos.

c) El ser cognoscente entre la tabla rasa y el innatismo Como ya sugerimos, las teorías rivales del origen del conocimiento –el empirismo y el racionalismo- no solo apuntan a distintas explicaciones de la cognición, sino también a diferentes visiones del ser cognoscente y –por ende- del ser humano como modelo y punto de referencia ineludible. Estas diferencias, a su vez, han influido de manera decisiva en el rumbo del conocimiento académico y han tenido repercusiones mucho más allá de la academia, en concepciones de la cultura y la sociedad que se han incorporado a la sabiduría popular y a las políticas oficiales de los gobiernos.

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Particularmente, las fluctuaciones en la batalla entre crianza –el empirismo- y herencia –el racionalismo- constituyen un telón de fondo, a menudo parcialmente disfrazado, de las polémicas en el área de las ciencias sociales. El empirismo que surgió en el siglo XVII como un arma contra la ideología predominante (y sobre todo contra la noción de una supuesta superioridad hereditaria que confiere a ciertos estratos sociales el derecho y la capacidad de gobernar) libera al sujeto a partir de la premisa de la tabla rasa12: como todos nacemos con la mente en blanco, todos podemos aprender cualquier cosa, somos potencialmente autodidactas y -mediante el uso de los métodos de observación y experimentación que nos otorga la ciencia- estamos en condiciones de derribar la autoridad establecida de la religión y del régimen aristocrático. De esta premisa también emana una serie de principios que se convierten en los basamentos de las ciencias sociales de los siglos XIX y XX (Pinker, 2003), entre ellos, que todo el comportamiento humano es aprendido, de manera que la cultura y la sociedad lo explican en su totalidad; la sociedad es la fuerza determinante para el ser humano, quien carece de instintos; la cultura se sitúa en un dominio totalmente separado de la naturaleza y privativo del hombre. Como observa Pinker (2003), las implicaciones igualitarias de estos principios los convierten en armas eficaces contra el abanico de teorías pseudodarwinistas que culmina en el racismo y el nazismo, sin que su eficacia se acompañe de una auténtica robustez científica. La mitad del siglo XX marcó un nuevo viraje en el camino del pensamiento occidental, esta vez en la dirección del racionalismo. La Revolución Cognitiva coloca en primera plana a los procesos cognitivos como objetos de estudio válidos y concretos, lo cual abre la puerta a las ideas innatas, no como suposición necesaria pero sí como algo probable: al igual que la programación computacional parte de algunos términos básicos suplidos por el hardware, el pensamiento humano bien podría desarrollarse a partir de representaciones presentes desde el nacimiento. Dentro de esta lógica, Chomsky (año) contrapone al “comportamiento lingüístico” de los conductistas, el postulado de la Gramática Universal (una especie de “programación innata” que permite el aprendizaje de las diferentes lenguas y que formaría parte de la dotación genética de la especie). Poco después, la sociobiología y su descendiente la psicología evolutiva colocan de nuevo sobre la mesa la discusión sobre las fuentes biológicas del comportamiento humano. El desarrollo posterior de las ciencias cognitivas que asimilaron tanto estas dos tendencias como otras provenientes –por así decirlo- del campo cultural, hizo que la polémica entre crianza y herencia perdiera su vigencia, al resaltar con cada vez más claridad el entrelazamiento de las dos. Por una parte, la división

12 La frase “tabla rasa” proviene del latín “tabula rasa” que empleó el filósofo John Locke en el siglo

dieisiete para expresar la idea de un papel en blanco.

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tajante entre cultura y naturaleza se ha convertido en una franja borrosa, al hacerse cada vez más evidente que la primera es una adaptación y –consecuentemente- parte de la segunda, compartida además –como ya hemos señalado- por una amplia gama de especies. Por otra, con mucha frecuencia la explicación de los fenómenos cognitivos señala hacia la dependencia mutua de la herencia y la crianza: tal y como ocurre con el lenguaje, por ejemplo, una predisposición genéticamente determinada no se desarrollará sin los estímulos requeridos del entorno, que deben estar presentes, además, en una ventana de tiempo relativamente corta. Además, la interdependencia entre cultura y genética se acentúa cuando la selección natural se complementa con la selección baldwiniana que se da cuando las presiones sobre la reproducción y la supervivencia se generan a partir de un medio alterado por la cultura (tal y como ha ocurrido en el caso del Homo sapiens sapiens). Para confundir aún más el panorama, el estudio de la genética ha superado el triunfalismo que acogió la reconstrucción del genoma humano, para develar una complejidad que antes no se soñaba (Wayt Gibbs, 2003). El desentrañar la manera en que el genotipo influye para determinar el fenotipo y el comportamiento del individuo dista mucho de ser una cuestión de establecer una relación entre un gen y una manifestación particular: involucra, en primer lugar, la interacción y combinación de los diversos genes, de una manera que no apunta fácilmente hacia la asociación clara de un solo gen con un cierto comportamiento; luego, intervienen en el proceso no solo componentes del ADN que antes se consideraban inactivos, sino una capa de proteínas y químicos conocidos como las marcas epigenéticas que se adhieren al ADN y pueden ser heredados (Wayt Gibbs, 2003). Estas consideraciones y otras más que se escapan a los alcances de este trabajo, nos inducen a concluir que el ser cognoscente humano tiene incorporadas a su genética disposiciones generales, algunas de ellas compartidas por todos los miembros de la especie (la capacidad lingüística, por ejemplo) y otras que se relacionan con una mayor capacidad o inclinación hacia ciertas áreas del conocimiento, disposiciones que -en las condiciones adecuadas- conducirán al dominio de ciertas prácticas culturales. En el contexto actual de las ciencias cognitivas, se hace muy difícil deslindar la determinación genética de la que proviene de la experiencia: a pesar de que sabemos, por ejemplo, que los seres humanos nos diferenciamos de los chimpancés en nuestra capacidad lingüística, se nos dificulta la tarea de precisar con certeza cuáles componentes de esta capacidad son los que no son compartidos. Lo mismo sucede con los rasgos de carácter y comportamiento: es razonable suponer que son influidos en cierto modo por la herencia, pero no sabemos exactamente cuáles categorías se atribuyen a los genes y cuáles han sido moldeadas por la sociedad, ni cuál es la relación entre unas y otras; sin embargo, en términos generales podemos decir que han sido descartadas

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tanto la tabla rasa como la noción extrema de ideas innatas (por ejemplo, una noción congénita de Dios). IV. Conclusiones A lo largo de la discusión anterior hemos podido percibir una convergencia de todos los puntos de vista discutidos en torno de ciertas características del conocimiento: es algo que involucra a un agente conocedor, e implica también algún proceso de aprendizaje, de comprensión o de tamización, como consecuencia del cual el sujeto asume lo aprendido como válido, como cierto o como justificado. La concepción tradicional de creencia verdadera y justificada no solo se muestra vulnerable a la crítica por muchos motivos, sino que resulta demasiado estrecha: si bien es cierto que una parte de nuestros conocimientos son creencias, no podemos restringir el concepto a una pequeña parte del fenómeno (el conocimiento declarativo) en un solo tipo de conocedor (el ser humano) cuando existen otros tipos de conocimiento y un abanico bastante amplio de seres que los poseen o que podrían poseerlos. Sin embargo, más allá de esta vaga convergencia, resulta difícil llegar a una conceptuación clara o establecer rasgos definitorios: por ejemplo, el conocimiento del humano es representacional, pero ¿lo es el de todas las otras especies? ¿Y cómo caracterizar en último caso la representación? Es probable que estas dificultades se deban a un hecho que mencionamos al principio: que el término “conocimiento” se refiere a una amplia gama de fenómenos que no corresponden a ninguna categoría natural de hechos o eventos en el mundo y que a menudo no poseen el grado de concreción que daría a entender el uso cotidiano de la palabra (como en el caso de la frase “el conocimiento científico”, por ejemplo). Dejando de lado las distinciones entre “saber” y “conocer” que existen en muchas lenguas indoeuropeas, ya sea en el léxico o en formas perifrásticas, hablamos de “conocimiento” cuando nos referimos a representaciones que aceptamos como ciertas, independientemente de que lo sean o no (cosa imposible de determinar en la mayoría de los casos); también lo hacemos para denotar los discursos socialmente aceptados como componentes de un área del saber humano (“los conocimientos actuales de bioquímica” por ejemplo) o como el cuerpo de suposiciones que se tienen o tenían como válidas en una determinada comunidad (“los conocimientos de física de los antiguos griegos”, por ejemplo). Bibliografía

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