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49 2 Cosmovisiones e identidades * La composición religiosa actual de las poblaciones indí- genas en Chiapas nos lleva a plantear la insuficiencia de abordar la cosmovisión bajo una perspectiva unidi reccional de lo católico tradicional por dos motivos: la incursión en general de las diversas iglesias protestantes, evangélicas y bíblicas no evangélicas; y los procesos de divergencia en el seno de la Iglesia católica, por las particularidades que ha adquirido la construcción del mundo a partir de la teología india. Hoy en día, podemos asegurar, que la mayoría de las comunidades en los territorios indígenas en el estado se encuentran trazadas por la diversidad religiosa, cuya complejidad se acentúa con el cons- tante ascenso de dicha diversidad, pues tan solo los datos censales de las últimas decenas de años, desde la década de los setenta hasta la ronda censal del año 2000, muestran las tendencias de un doble proce- so: la reducción sistemática en el porcentaje de ca- tólicos en todas las zonas del estado, a la par de un mayor aumento en las adscripciones a Iglesias no ca- tólicas. En el caso de los municipios localizados en los Altos y la Selva, en 1970 se registró que 90% de la población se declaró católica, mientras que en el año 2000 dicho porcentaje bajó a 54 y 46%, respec- tivamente; en la zona zoque-tsotsil se presentó una disminución menor, de 90 a 75%, pero en la zona del norte, entre los municipios ch’ol, en la ronda censal de 2000 se obtuvo 48%, en comparación con 90% registrado en 1970. Este comportamiento porcentual de la población que se manifestó católica contrasta con el registro de las poblaciones que expresaron su adscripción a las Iglesias protestantes, evangélicas y bíblicas no evangélicas, pues reflejan una tendencia de crecimiento porcentual constante. Asimismo, llaman la atención los altos porcentajes de aquellos * Javier Gutiérrez Sánchez, Miguel Hernández Díaz y Hadlyyn Cuadriello Olivos, inah. Apoyo a la investigación: Marina Alonso Bolaños, Rodrigo Megchún Rivera y Víctor Acevedo Martínez, investigadores del “Equipo Chiapas” del proyecto “Etnografía de las Regiones Indígenas de México en el Nuevo Milenio”, de la Coordinación Nacional de Antropología del Instituto Nacional de Antropología e Historia. que se manifestaron “sin religión”; esto podría indi- car que, ante los conflictos religiosos en las comuni- dades indígenas, algunas personas han ocultado o negado ante el censo su pertenencia religiosa, o que efectivamente no se adscriben a ninguna religión, lo cual es poco probable tomando en cuenta el conoci- miento etnográfico de estas poblaciones. Más allá de comprender las religiones per se, nuestro interés se centra en abordarlas desde la perspectiva de la cosmovisión. Bajo el cobijo con- ceptual de la cosmovisión se pueden comprender las construcciones del mundo en cuanto estructuras del pensamiento coherentemente integradas e histó- ricamente forjadas, que enmarcan las relaciones de interacción entre los practicantes de la religión y hacia sí mismos, al igual que con la naturaleza y las entidades sagradas que otorgan al mismo tiempo sentido y dirección a la organización, jerarquía y reconocimiento social, religioso e incluso político. Además de las ideas y creencias, la estructura del pensamiento basada en la construcción del mun- do integra, en correspondencia y como parte de la estructura de pensamiento, una praxis individual y socialmente construida, no solamente de las relaciones con el Dios-Creador, sino también de las formas en que se percibe la conformación de la persona, la etio- logía de las enfermedades y los mecanismos para recuperar la salud. Asimismo, a través de la cosmo- visión se trazan los límites geográficos que propor- cionan los elementos para comprender el espacio y el territorio desde las perspectivas culturales de la po- blación. La cosmovisión, como plantea López Austin (2007: 99), “tiene su origen en las percepciones y ac- ciones cotidianas, individuales y colectivas, dadas en todos los ámbitos de la existencia humana”.

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Cosmovisiones e identidades*

La composición religiosa actual de las poblaciones indí-genas en Chiapas nos lleva a plantear la insuficiencia deabordar la cosmovisión bajo una perspectiva unidireccional de lo católico tradicional por dos motivos: la incursión en general de las diversas iglesias protestantes, evangélicas y bíblicas no evangélicas; y los procesos dedivergencia en el seno de la Iglesia católica, por las particularidades que ha adquirido la construcción del mundo a partir de la teología india.

Hoy en día, podemos asegurar, que la mayoría de las comunidades en los territorios indígenas en el estado se encuentran trazadas por la diversidad religiosa, cuya complejidad se acentúa con el cons-tante ascenso de dicha diversidad, pues tan solo los datos censales de las últimas decenas de años, desde la década de los setenta hasta la ronda censal del año 2000, muestran las tendencias de un doble proce-so: la reducción sistemática en el porcentaje de ca-tólicos en todas las zonas del estado, a la par de un mayor aumento en las adscripciones a Iglesias no ca-tólicas. En el caso de los municipios localizados en los Altos y la Selva, en 1970 se registró que 90% de la población se declaró católica, mientras que en el año 2000 dicho porcentaje bajó a 54 y 46%, respec-tivamente; en la zona zoque-tsotsil se presentó una disminución menor, de 90 a 75%, pero en la zona del norte, entre los municipios ch’ol, en la ronda censal de 2000 se obtuvo 48%, en comparación con 90% registrado en 1970. Este comportamiento porcentual de la población que se manifestó católica contrastacon el registro de las poblaciones que expresaron su adscripción a las Iglesias protestantes, evangélicas y bíblicas no evangélicas, pues reflejan una tendencia de crecimiento porcentual constante. Asimismo, llaman la atención los altos porcentajes de aquellos

* Javier Gutiérrez Sánchez, Miguel Hernández Díaz y Hadlyyn Cuadriello Olivos, inah. Apoyo a la investigación: Marina Alonso Bolaños, Rodrigo Megchún Rivera y Víctor Acevedo Martínez, investigadores del “Equipo Chiapas” del proyecto “Etnografía de las Regiones Indígenas de México en el Nuevo Milenio”, de la Coordinación Nacional de Antropología del Instituto Nacional de Antropología e Historia.

que se manifestaron “sin religión”; esto podría indi-car que, ante los conflictos religiosos en las comuni-dades indígenas, algunas personas han ocultado o negado ante el censo su pertenencia religiosa, o que efectivamente no se adscriben a ninguna religión, lo cual es poco probable tomando en cuenta el conoci-miento etnográfico de estas poblaciones.

Más allá de comprender las religiones per se, nuestro interés se centra en abordarlas desde la perspectiva de la cosmovisión. Bajo el cobijo con-ceptual de la cosmovisión se pueden comprender las construcciones del mundo en cuanto estructuras del pensamiento coherentemente integradas e histó-ricamente forjadas, que enmarcan las relaciones de interacción entre los practicantes de la religión y hacia sí mismos, al igual que con la naturaleza y lasentidades sagradas que otorgan al mismo tiempo sentido y dirección a la organización, jerarquía y reconocimiento social, religioso e incluso político. Además de las ideas y creencias, la estructura del pensamiento basada en la construcción del mun-do integra, en correspondencia y como parte de la estructura de pensamiento, una praxis individual y socialmente construida, no solamente de las relaciones con el Dios-Creador, sino también de las formas en que se percibe la conformación de la persona, la etio-logía de las enfermedades y los mecanismos para recuperar la salud. Asimismo, a través de la cosmo-visión se trazan los límites geográficos que propor-cionan los elementos para comprender el espacio y el territorio desde las perspectivas culturales de la po-blación. La cosmovisión, como plantea López Austin (2007: 99), “tiene su origen en las percepciones y ac-ciones cotidianas, individuales y colectivas, dadas en todos los ámbitos de la existencia humana”.

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Todo lo anterior nos lleva a un planteamiento fundamental: no se puede interpretar la cosmovisión en términos de homogeneizar el pensamiento indíge-na, ya que la misma composición heterogénea de las poblaciones indígenas determina múltiples facetasde construcciones del mundo que se comprenden ba-jo los contextos, los procesos históricos y los ambien-tes locales. Esto nos condujo a que, bajo la pers-pectiva de la cosmovisión, en un primer apartadorealizáramos un ejercicio de diálogo transversal de las cosmovisiones de los católicos tradicionales en los pueblos mayenses bats’i viniketik (tsotsiles) y tseltales de los Altos, ch’oles del norte, tojolabales ubicados en los márgenes y cañadas de la zona de la Selva y de los zo-ques (de filiación lingüística mixe-zoque-popoluca), que habitan en el noroeste del estado chiapaneco. En unasegunda parte se expone el esfuerzo por interpretar los protestantismos bajo una premisa fundamental que, in-cluso, moduló la investigación a manera de hipótesis: bos-quejar los cambios y rupturas e interpretar las continuida-des con las cosmovisiones de los católicos tradicionales.

Un camino similar se continúa para comprender los procesos que ha seguido la teología india. Si bien esta última ha estado presente en casi todas las zonas indígenas de la entidad, adquiere matices particulares de acuerdo con los contextos locales, ya que en los Altos de Chiapas se ha reconstruido en el contexto de mu-nicipios tradicionales, con identidades polarizadas; y en el contexto de la Selva, las poblaciones de diversas procedencias tuvieron que negociar el espacio común a través de la figura del ejido. Sin embargo, la investi-gación sobre la teología india en las Cañadas, que se aborda en el último apartado de este ensayo, consti-tuye una ventana que nos facilita interpretar los pro-cesos a partir de los cuales se ha construido aquella en términos de una reelaboración de las construcciones del mundo y que, como en el caso de los protestantis-mos, nos permite comprender las rupturas y reformu-laciones ante los elementos de lo católico tradicional.

El presente texto tuvo como origen diversas fuentes. Por un lado, durante los últimos años como “Equipo Chiapas”, obtuvimos la etnografía directa-mente en campo, en el marco del proyecto “Etnogra-fía de las Regiones Indígenas de México en el Nuevo Milenio”, de la Coordinación Nacional del inah, bajo las líneas temáticas de “Cosmovisiones y mitologías”, “Procesos rituales” y “Chamanismo y náhuatlis-mo”, cuyos resultados verán la luz editorial en un tiempo no lejano. También consideramos los resulta-dos de los trabajos personales de Miguel Hernández y Javier Gutiérrez con la población bats’i viniketik y tseltales en los Altos de Chiapas; Marina Alonso con los zoques del noroeste del estado; Ana Laura Pa-

checo y Javier Gutiérrez con los ch’oles del norte, en particular del municipio de Tila; y Hadlyyn Cuadriello y Rodrigo Megchún con población mayoritariamentetseltal de las Cañadas en la zona de la Selva. Asi-mismo, revistieron gran importancia los aportes que Mario Humberto Ruz ha realizado sobre la cosmovi-sión de los tojolabales. Finalmente, este documento se enriqueció con la información etnográfica recopi-lada de una amplia bibliografía acerca de las zonas.

Es pertinente hacer una aclaración en rela-ción con el uso en este documento de los términos bats’il viniketik o tseltales y bats’i viniketik en vez de tsotsiles y tseltales. En primer lugar, el nombre original de los zinacantecos es sotsle’m que significa “el hombre murciélago”, porque los primeros pobla-dores eligieron este nombre de acuerdo con lo que observaron de las condiciones naturales del lugar, en donde abundan los murciélagos; esta forma de autodenominarse, los distinguía como pueblo de los otros ubicados en la misma zona. Además, du-rante la Colonia, por política se buscó englobar a todos los pueblos del mismo origen bajo una sola denominación, “tsotsil”, que extrajeron del término de sotsle’m, y que generalizaron para referirse a todos los que hablaban la misma lengua. Sin embar-go, antes y actualmente, a quienes no son sotsle’m o de Zinacantán dicho término les resulta ajeno; para reconocerse a sí mismos dicen bats’i viniketik, es de-cir, “los hombres originarios”, ya que así preservan una identidad homogénea y su condición en cuanto poseedores de un espacio colectivo compartido. Por otra parte, la palabra “tseltal” indica que los pobla-dores vienen del lado de un “territorio inclinado”, ya que ts’eel significa “inclinado” y la palabra tal expli-cita la acción de “venir”. Con los términos bats’il vi-niketik o tseltales y bats’i, las poblaciones recuperan y hacen presente una memoria colectiva que se re-monta a una madre asentada en Yucatán, a la que consideran su raíz original. Cada uno de los hijos de esta madre tomó su rumbo: unos se dirigieron a lu-gares como Guatemala, otros a diferentes zonas de Chiapas, y dos de ellos, el bats’il vinik y el bats’i vinik, al lugar que hoy se conoce como los Altos. Estos dos hermanos marcharon juntos hasta el valle del Jovel (mediante las dos lenguas originales, nombre con que se reconoce a San Cristóbal de Las Casas). Al llegar, el bats’il vinik o tseltal, que era el mayor, le dijo al bats’i vinik, que era menor: “tú te quedas aquí, en el valle del Jovel, y yo me voy para la selva, justo aOcosingo”. Ya establecido el bats’i vinik en Jovel, sus descendientes se repartieron en el territorio de los Al-tos, creando nuevos asentamientos con identidadesparticulares. Así, hoy reconocemos lugares co-

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El protestantismo

Jean-Pierre Bastian*

* Universidad de Estrasburgo, Director de investigación en el Instituto de Altos Estudios de América Latina (iheal), Universidad de París iii.

México es una nación mayoritariamente católica. Desde la Conquista, el catolicismo uniformó a la totalidad social dic-tando pautas de comportamientos y valores. La conciencia nacional se ha tejido a través de los grandes símbolos cató-licos, en particular con el guadalupanismo como expresión ideológica de la totalidad nacional y como mito integrador. En este contexto, toda expresión religiosa distinta a la ca-tólica suele ser considerada una herejía o una penetración de ideas y valores amenazadores para la nación. Las Leyes de Reforma impuestas por los liberales en el poder abrieron a México a la pluralidad religiosa. Sin embargo, fuera de sociedades espiritistas y protestantes, otros movimientos religiosos se difundieron antes de los años sesenta. Aún du-rante los años de 1930 a 1940, las sociedades protestantes presentes desde 1870 (Bastian, 1989) como vanguardias de oposición al porfiriato y de apoyo al carrancismo, se vieron marginadas por un proceso revolucionario que había promo-vido cambios económicos y sociales duraderos en el país. Sus bases sociales no habían crecido de manera significativa, de tal modo que sus líderes se preguntaban si el protestan-tismo tenía algún futuro en México, en la medida en que este había dado lo que podía ofrecer: un apoyo al liberalismo radicalizado. Chiapas no escapaba a esta lógica y los pocos grupos protestantes existentes eran de muy poca importan-cia social y política.

Pese a todo, en las últimas décadas un modelo religioso pentecostal remplazó a la herencia asociativa protestante de inspiración liberal que había estructurado el movimiento en el pasado. De hecho, a partir de los años cuarenta el protestantismocambió drásticamente por su escisión en múltiples movimientos. Desde entonces se multiplicaron unos movimientos religiosos pentecostales que acentuaban una religiosidad efervescente po-niendo énfasis en la glosolalia (hablar en lenguas extrañas), la

taumaturgia (curación divina) y un uso mágico de la Biblia. Este tipo de religiosidad, la cual había surgido en el sur de Estados Unidos y se había propagado muy rápidamente a partir de 1906 entre los sectores empobrecidos de las grandes ciudades estadou-nidenses, no había tardado en alcanzar a trabajadores agrícolas mexicanos. Estos habían regresado a México en la década de 1910 con estas nuevas prácticas religiosas adaptadas a las mentalida-des populares. Con las migraciones crecientes de poblaciones rurales hacia las ciudades y la frontera norte, y con la desestruc-turación de las sociedades rurales tradicionales, movimientos religiosos nuevos de este tipo han crecido de manera abruma-dora en todo el país, cambiando el perfil religioso de México y particularmente el de Chiapas.

El contexto chiapaneco es particularmente interesante para entender los efectos sociales de la difusión de movimientos re-ligiosos no católicos y los efectos de la pluralidad en el contexto étnico, permitiendo plantear interrogantes para el conjunto del país. De hecho, el cambio religioso ha sido drástico en Chiapas desde los últimos 40 años. Mientras que en 1970 se definían como católicos 91% de los habitantes, 10 años más tarde ya eran solo 76%, en 1990 eran 67% y para 2000 se conta-bilizaron 63.83%. El derrumbe de la identificación al catolicis-mo ocurrió en todo el estado, pero con una agudeza particular en ciertas regiones (los Altos, las Cañadas y la zona de Maris-cal) donde predominan municipios indígenas o con fuerte densidad de población indígena.

Los censos del Inegi nos informan sobre el tipo de afi-liación religiosa de los no católicos. Las variables elegidas se refieren a cuatro tipos de datos, además de la variable cató-lico. Se trata de los que practican las religiones: “protestante o evangélica” y “bíblicos no evangélicos”; “judaica” y “otra”; “ninguna”; y un porcentaje muy bajo de “no especificado” (en 1990, 1.4%, y en 2000, 1.18%).

Año Protestante o evangélicos y bíblicos no evangélicos (%) Judaica Otra Ninguna Ninguna1970 4.8 3.51980 11.4 0.3 101990 16.2 0.1 1.5 12.72000 21.88 0 1.4 13.07

Cuadro 1. Tasas de no católicos en el estado de Chiapas, 1970-2000

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Lo que más llama la atención es el crecimiento abrumador de evangélicos y de otras religiones que se esconden esencial-mente bajo el rubro “ninguna”. Esta variable no remite a un cre-cimiento del ateísmo en un estado predominantemente rural, sino más bien al temor que manifiestan los actores sociales en afirmar una identidad religiosa muchas veces perseguida o bajo sospecha en el discurso de muchos antropólogos ampliado por la prensa. Si todavía ser evangélico puede parecer legítimo, ser testigo de Jehová lo es menos. Además, probablemente, bajo el rubro “ninguna” puede ocultarse una religión indígena enten-dida como “catolicismo de la costumbre” que escapa a las regu-laciones religiosas de la institución católica. Con todo, en 1990, más de una tercera parte de la población rehuía a las regula-ciones institucionales del catolicismo romano, y este fenómeno se acentuaba en los municipios indígenas donde los católicos representan ya menos de la mitad de la población.

Esta evolución de las representaciones y de las pertenencias religiosas de los indígenas chiapanecos, ha tenido cierta visibilidad por los conflictos que se han generado. En muchos municipios, la diferenciación religiosa ha provocado violentas confrontacio-nes que dan la apariencia de ser religiosas. Sin embargo, detrás de los intereses religiosos afloran intereses políticos y ante todo económicos. El protestantismo en su forma pentecostal ha contri-buido a un proceso acelerado de diferenciación religiosa intraét-nica. Cabe entonces examinar la situación de estas comunidades divididas y luego entender la causa de la división religiosa en las sociedades étnicas de Chiapas.

La comunidad étnica dividida

Chiapas es el estado mexicano con la tasa más elevada de no ca-tólicos romanos; en ciertos municipios, estos pertenecen al cato-licismo llamado “de la costumbre”, pero la mayoría son miembros de organizaciones religiosas ligadas al protestantismo histórico (presbiterianos, bautistas, nazarenos), al pentecostalismo (Asam-bleas de Dios, Iglesia de Dios de la Profecía...) y a otros varios movimientos religiosos no protestantes de origen estadouniden-se o nacional (adventistas, testigos de Jehová, Luz del Mundo...). Por primera vez en cinco siglos de presencia continua, la Iglesia católica, con sus tres diócesis (San Cristóbal de Las Casas, Tuxtla Gutiérrez y Tapachula) no logra regular las creencias de la po-blación. Las expresiones religiosas correspondientes al concepto de “costumbre” se habían siempre manifestado en una relación de subordinación y de aceptación de la autoridad episcopal re-conocida; hoy en día, el catolicismo costumbrista no tiene repa-ros en oponerse al catolicismo institucional, ante todo cuando este desarrolla prácticas eclesiales cercanas a la corriente de la teología de la liberación, como es el caso en la diócesis de San Cristóbal de Las Casas. Por otra parte, sectores enteros de la po-blación adoptan prácticas religiosas nuevas, protestantes o no, y esquivan así la regulación del catolicismo institucional.

Una sociografía detallada revela un proceso que puede llevar a la Iglesia católica a verse desposeída a corto plazo de su mono-polio sobre las conciencias y a perder incluso su hegemonía. Se-gún los datos recolectados para 2000 por el inegi, esto se produce ya en 33 de los 111 municipios donde los católicos representan menos de 50% de la población, mientras que en 1990 esta realidad afectaba a solo 25 municipios. Esta geografía de la “descatoliciza-ción” coincide con las periferias étnicas, con las regiones donde la violencia agraria es la más fuerte y donde se ha implantado la guerrilla zapatista. Se trata de tres regiones de predominio indí-gena: los Altos de Chiapas, las Cañadas y la zona de Mariscal. En los Altos, en 1990 algunos municipios ya eran en su mayoría no católicos o a punto de llegar a serlo, y esta tendencia se aceleró en 2000. Los católicos eran 33.3% en Chanal, 16.7% en Chenal-hó, 47.4% en Oxchuc, 46.5% en Mitontic y 35.89% en Tenejapa, mientras que en otros municipios el aparente monolitismo rela-tivo católico (Chamula 74%, y Zinacantán 90.6%) se debía a las expulsiones repetidas de las familias heterodoxas por los caciques indígenas. Durante los 20 años recientes, en estos últimos muni-cipios, miles de habitantes han sido expulsados hacia las perife-rias de San Cristóbal de Las Casas, por la violencia caciquil en su contra, o han emigrado hacia la región pionera de las Cañadas. En esta segunda región, hoy en día en parte territorio zapatista, los expulsados han constituido parajes enteramente "protestantes" cambiando así la composición religiosa de los municipios, de tal modo que los católicos eran en 2000 ya solo 33.2% de la población en La Independencia, 62.2% en Las Margaritas y 46.2% en Oco-singo. La tendencia es aún más clara en la zona fronteriza de Ma-riscal, donde predominan las comunidades indígenas mames. En 2000, los católicos romanos constituían 17.8% de la población del municipio de Bejucal, 29% de El Porvenir, 28.7% de Bella Vista, 39% de La Grandeza, 39.5% de Motozintla, 42% de Mazapa, 43% de Frontera Comalapa, 54% de Amatenango y 61% de Siltepec. Durante los años ochenta, trastornadas por el flujo de indios ma-mes de Guatemala, expulsados por la confrontación entre tropas gubernamentales y la guerrilla, las comunidades mames han vi-vido en ambos lados de la frontera (García, 1992) una verdadera mutación de sus afiliaciones religiosas.

Chiapas siempre ha sido un mosaico étnico. Las etnias ac-tuales son el fruto de las reconstrucciones identitarias de larga duración. El estado colonial usó las divisiones étnicas reconsti-tuidas para facilitar el control político de la región. Aunque unos movimientos indígenas mesiánicos se manifestaron de manera esporádica, nunca hubo indígenas genéricos unidos en un común proyecto de resistencia al poder colonial. En cambio, hasta los años cincuenta, una cierta estabilidad en la repartición territorial y un mismo universo simbólico cívico religioso aseguró una gran homogeneidad al comportamiento de las etnias a pesar de la di-versidad lingüística. Esta estabilidad empezó a quebrarse en los municipios indígenas de la vecina Guatemala, donde se anticipó un proceso de confrontación intraétnica al favor de los regímenes

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revolucionarios, entre 1944 y 1954. En aquel momento se agudizó la lucha por la tierra. La diferenciación religiosa in-traétnica se afianzó ahí sobre la doble base del crecimiento de sectores étnicos protestantes y de otros sectores étnicos vincu-lados con la acción católica, ambos oponiéndose al catolicismo de la costumbre. Este proceso se dio un poco más tarde en los municipios étnicos de Chiapas. Jan Rus (1995) ha mostrado de qué manera “la relación de la población a la tierra cultivable en las comunidades de los Altos empeoró a partir de la mitad de los años cincuenta y durante los sesenta”. Pero en aquel enton-ces la estabilidad de las comunidades étnicas no se vio amena-zada, porque las tierras bajas del estado siguieron ofreciendo trabajo para una franja de población étnica joven que lograba encontrar un empleo temporal. A partir de las décadas de los setenta y ochenta, la lucha por la tierra se agudizó aún más por el constante crecimiento demográfico; pero el cambio funda-mental vino de las nuevas relaciones económicas imperantes en las tierras bajas del estado. Ahí, el cambio de una economía de cosecha a una economía ganadera, el uso creciente de tecnología moderna que recortaba el uso de mano de obra y la baja drástica de los precios del café frenaron tremendamen-te la demanda de mano de obra indígena, de tal modo que “el empleo migratorio agrícola que permitió emplear de 60 mil hasta 75 mil mayas de los Altos al principio de los años setenta, había bajado al principio de los noventa a menos de 40 mil o 50 mil trabajadores”, mientras la población de hombres en edad labo-ral “había crecido entre los tsotsiles [bats’i viniketik], tseltales, tojolobales y choles [ch’oles] de 125 mil hasta los 210 mil para 1990” (Rus, 1995: 82-83). Este cambio en la economía regional y en las tasas de uso de mano de obra indígena acarreó tensio-nes sin precedentes en las comunidades étnicas; las expulsiones y los flujos migratorios fronterizos reforzaron la atomización de las poblaciones indígenas en particular en las regiones pio-neras, donde los parajes étnicos se suceden sin otra lógica que la migración corporativista por grupos de parentesco. A eso se añadieron unas tensiones intraétnicas ligadas a una diferencia-ción social acelerada por la expansión de la economía de mer-cado y las confrontaciones entre indígenas y de indígenas con mestizos por el problema de la tierra. La multiplicación de las afiliaciones religiosas fue paralela al proceso de crisis económi-ca estructural en la cual entraron las comunidades étnicas. De hecho, durante las décadas de los setenta y ochenta se dio la explosión religiosa no católica; fue el fruto de un proceso que las sectas reforzaron ofreciendo una respuesta simbólica a la crisis estructural de las economías indígenas.

El rechazo del sistema de cargos En las comunidades indígenas, lo religioso y lo político se encuentran mezclados. Danièle Dehouve (2006: 102-103) ha mostrado el carácter sagrado del poder en el contexto étni-

co maya, proceso de larga duración que remite a la idea y las prácticas de una “realeza sagrada” que perdura hasta hoy en aquellos municipios indígenas, resistiendo a las ofensivas del Estado moderno y a la secularización. Las fiestas religiosas son todavía hoy un factor determinante de la reproducción social. La antropología funcionalista ha mostrado de qué manera el sistema de fiestas rebasa a un tipo de organización religiosa: las cofradías y las mayordomías. Se trata de asociaciones cuyos miembros se reclutan entre ciertos oficios o ciertos barrios de los municipios. Conforme a su turno, los individuos en represen-tación de familias extendidas asumen el encargo de asegurar el costo y la marcha de la fiesta; de ahí el término de “cargo” que ha sido usado y refleja el carácter coercitivo de la función que requiere tiempo y dinero. A la vez, el sistema de cargos asegura una movilidad simbólica orientada hacia la búsqueda de un prestigio siempre mayor ligado a la ejecución del cargo. Este sistema de cargo, presente de manera preponderante en la región de los Altos, puede adoptar formas distintas en áreas como las Cañadas o Mariscal. En todo caso, en cada comu-nidad las fiestas religiosas cumplían una función redistributi-va y estabilizadora. Para muchos antropólogos, el sistema de las fiestas religiosas ha sido la base y la causa de la estabilidad social y cultural de los grupos indígenas. La participación en los cargos aseguró la integración comunitaria y el igualitaris-mo económico de las sociedades indígenas. De hecho, en las economías tradicionales precapitalistas, los gastos rituales sun-tuarios asumidos por turno por las principales familias movi-lizaban la riqueza de los indígenas más prósperos y les impedía convertirse en emprendedores capitalistas. De esta manera, la co-munidad indígena se regulaba a través del proceso de consumo y quema del excedente impidiendo toda movilidad social diferente a la simbólica y prevenía así las iniciativas económicas capaces de destruir el lazo social.

Este análisis presupone la estabilidad de las entidades étnicas y pudo reflejar una cierta realidad indígena pasada. Sin embar-go, en el plano teórico, tal acercamiento ha conducido a la sus-tancialización de la identidad étnica. La rápida inserción de lassociedades indígenas en la economía de mercado con las políticas de desarrollo promovidas por el Estado durante las décadas de 1940 y 1950 ha modificado drásticamente la realidad social indí-gena. Esto ha provocado entre los bats’i viniketik (tsotsiles) y los tseltales de los Altos una diferenciación social creciente intraét-nica. Como lo han constatado Smith (1981) y Cancian (1992), hoy en día el sistema de fiestas no asegura más la redistribución del excedente y el equilibrio comunitario, sino que, al contrario, intensifica el consumo. Así se ha generado un lucrativo merca-do ligado al ritual religioso. La venta de alcohol (el pox para ser exacto), velas, flores, imágenes y más recientemente gaseosas producen ingresos cuantiosos a los detentadores del transporte y del comercio, dándoles además los medios económicos para acaparar las tierras y los medios simbólicos para legitimar su he-

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gemonía. Si se toma en cuenta que las comunidades indígenas celebran en promedio una fiesta al mes y que los indios recu-rren constantemente a los favores de algún santo, parece clara la importancia del control del mercado ritual. Por ejemplo, en San Juan Chamula las principales fiestas son: Sebastián Mártir (18 a 20 de enero); Carnaval (febrero), San José (19 de marzo), Semana Santa (abril), Santa Cruz (mayo), San Juan Bautista (19 a 24 de junio), Santa Rosa de Lima (28 a 30 de agosto), San Ma-teo Apóstol (20 a 21 de septiembre), Virgen del Rosario (5 a 7 de octubre), Todos Santos (1 a 2 de noviembre), Navidad (25 de diciembre). Este mecanismo cívico religioso refuerza una estratificación asimétrica, en la medida en que los indígenas de-tentadores de los comercios y de los medios de transporte y sus clientes políticos son quienes aseguran las fiestas religiosas, mo-mento de consumo privilegiado de alcohol, velas, comida, y por lo mismo de creación de deudas. Así, las ceremonias religiosas han sido desposeídas de su función redistributiva; ellas premian a los indígenas más ricos, los caciques, ofreciéndoles un presti-gio incrementado y asegurando el refuerzo de sus monopolios, de modo que las fiestas sirven para legitimar las desigualdades cre-cientes en el seno mismo de la comunidad indígena.

El cacicazgo ha sido una creación del Estado colonial. Pero el Estado revolucionario del siglo xx lo ha retomado para ase-gurar el control de las poblaciones indígenas a través de este sistema de mediación entre la sociedad global y las comuni-dades étnicas. El Estado contribuyó así a formar una élite in-dígena estrechamente asociada a las políticas integracionistas fomentadas por los aparatos paraestatales, en particular por el Instituto Nacional Indigenista (ini). Desde los años veinte, los caciques reconocidos o impuestos por el Estado se han dado cuenta que una de las maneras de conservar y de incremen-tar su poder consistía en el uso de las instituciones político-religiosas tradicionales para su propio provecho. Así, con el apoyo político del Estado, se han servido de la fiesta ritual para reforzar un control social cuyos límites se reflejan, ayer como hoy, por la arbitrariedad y una violencia intraétnica continua.

Es precisamente cuando se produjo esta apropiación de las fiestas religiosas por los caciques que el protestantismo, en su modalidad pentecostal ante todo ha empezado a cre-cer en ciertos sectores de las comunidades indígenas. Es una manifestación de la diferenciación social creciente y de los antagonismos sociales intraétnicos ligados al empobreci-miento de amplios sectores en el seno mismo de los mu-nicipios indígenas. Rus ha dado cuenta de este proceso de desposeimiento y a la vez del nacimiento de alternativas eco-nómicas esencialmente artesanales forjadas por un lumpen artesanado de mujeres indígenas (Rus, 1995: 82).

De hecho se observa que la adopción de nuevas prácti-cas religiosas se realizó por los sectores sociales marginados o en vías de marginación. Por eso los indígenas heterodoxos se encuentran de preferencia en los parajes y ejidos dispersos en

la periferia del municipio, mientras los caciques detentan los comercios, las casas y las mejores tierras de la cabecera. Esta geografía de la adhesión a los nuevos movimientos religiosos explica también que las conversiones no sean individuales, sino más bien corporativas y sigan las redes y los lazos de pa-rentesco como lo ha mostrado Siverts (1969) en el contexto del municipio de Oxchuc.

Las nuevas prácticas culturales son un medio para realizar la huelga del sistema de explotación ligado a la fiesta políti-co-religiosa y se traduce en primer lugar por el rechazo del trabajo comunitario (tequio) gratuito, del cual suelen también aprovecharse los caciques. La adopción de religiones de tipo protestante y su rechazo del alcohol, el tabaco y las distraccio-nes ligadas a la fiesta tradicional no se dio por casualidad. Se trata de una opción deliberada que busca la autonomía simbó-lica y la huelga de prácticas rituales para las cuales la injerencia de alcohol es imprescindible. Las nuevas prácticas religiosas no se limitan al rechazo del consumo y del gasto ligados al sistema de fiestas; ellas cuestionan también el sistema de car-gos siempre más costoso y menos asequible para las nuevas generaciones empobrecidas surgidas del boom demográfico. La tendencia a la reformulación del sistema de cargos parece ge-neralizarse. En algunos pueblos, donde las actividades econó-micas se han diversificado y desarrollado de manera notoria, estas transformaciones han llevado a los jefes de familia de los parajes a intentar evadir los gastos crecientes ligados a los car-gos. Tal actitud se tradujo en la erección de capillas indepen-dientes y la creación de sistemas de cargos menos onerosos, relativamente autónomos frente a los del centro del municipio (Smith, 1981: 56-57).

En este caso se puede hablar de una ruptura ad intra que no hace peligrar el sistema y no provoca violencia. De igual ma-nera, en otros pueblos fuera de Chiapas, se pudo observar el abandono del sistema de cargos, sin conflictos, en la medida enque los nuevos grupos religiosos no católicos aseguran una cierta continuidad simbólica del sistema (Dow, 1993). En cam-bio, en las comunidades indígenas donde el sistema de cargos se encuentra fuertemente estructurado y vivo, la construcción de lugares de culto que salen del sistema simbólico amenazan los mecanismos mismos del poder caciquil. Esto conduce a las violentas persecuciones religiosas (encarcelamientos, asesinatos, incendios de templos y casas, violaciones, linchamientos, secues-tros, expulsiones...) por parte de los caciques desafiados en su hegemonía por la huelga religiosa. Por eso, durante las décadas de los setenta y ochenta, los caciques chamulas han expulsadoa unos 30 mil miembros de su municipio sobrepoblado (más de 50 mil habitantes en 1990). A partir de 1964, la adopción de prácticas presbiterianas, adventistas y luego pentecostales por sectores sociales chamulas marginados se han traducido en unos enfrentamientos por el poder municipal desde 1970 (Rivera et al., 2005: 160-172). En un país donde la democracia es una ficción que

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mo Chamula, lugar en donde murió una mula; el mismo Sotsle’m, (Zinacantán); Sakil Ch’en, la Cue-va Blanca (San Andrés Larráinzar); Ch’enal vo’, el Manantial en la Cueva (Chenalhó); Nito’tontik, la Punta de Piedra (Mitontic); y Ts’im jovel, Lugar de Palmas (Simojovel), entre otros más. El bats’il vinik, el hermano mayor, llegó hasta Ocosingo en donde se estableció; de ahí cada uno de sus hijos eligió su propio camino y se fueron asentando en lo que hoy conocemos como Oxchuc, Tenejapa, Cancuc, Chanal y Altamirano. Por esta razón, con el nom-bre de tseltales, recuperan una memoria que indica, precisamente, que vienen de un “lugar inclinado”, el cual hace tzeltales” (con “z”) y los “tzotziles”. En este sentido, tomamos la decisión de denominar a los primeros bats’il viniketik o tseltales (sobre todo este último, por la similitud gramatical y para faci-litar la comprensión de la lectura) y a los segundos bats’i viniketik. En el mismo sentido, se usa el térmi-no ch’oles, y no “choles”, con el fin de enfatizar este origen común y rescatar el carácter gramatical de la lengua nativa. Asimismo, a lo largo del texto se prio-rizó la utilización de expresiones en la lengua nativa, de acuerdo con el pueblo indígena al que se esté ha-ciendo referencia.

Las construcciones del mundo de los católicos tradicionales

Una comprensión del mundo de lo católico tradicionalentre los bats’i viniketik, tseltales, ch’oles, tojolabales y zoques permite esbozar lógicas culturales com-partidas, aunque evidentemente estas construccio-nes están matizadas por las diferencias particulares.Una característica transversal de estos modelos cosmo-gónicos es la existencia de diversos planos (mundos), con su propio orden interno y jerarquías, que se co-nectan, bajo una lógica de interdependencia e interac-ción: los espacios de “arriba”, el terrestre y el de “aba-jo”. Así, las entidades sagradas de cada uno de estos mundos, junto con las entidades anímicas que las ha-bitan, se relacionan con los indígenas del plano terres-tre, dando sentido a los diferentes ámbitos de su vida. De esta manera, los rituales de salud y la enfermedad, agrícolas, o de relación con la naturaleza, en cuanto prácticas sociales, adquieren sentido en los vínculos que las poblaciones establecen con las entidades sa-gradas en el contexto de sus cosmogonías.

Entre los bats’i viniketik y tseltales de los Altos de Chiapas, el universo está conformado por el vinajel, que es el mundo en donde habita Jch’ultotik, cuyo

se ejerce a través del clientelismo con eslabones desde la cúpula del Estado hacia las bases indígenas, los caciques chamulas apo-yados por el Partido Revolucionario Institucional (pri) denun-ciaron los efectos aculturadores y enajenantes de las sectas; con eso, buscaron ocultar el problema fundamental ligado a la acu-mulación capitalista y al ejercicio del poder en el seno mismo de las comunidades indígenas. Por su lado, los indígenas protestan-tes chamulas, a veces aliados con sectores católicos progresistas cercanos al obispo de San Cristóbal de Las Casas, no han dudado en afiliarse a un partido de derecha, el Partido Acción Nacional (pan), para llevar el combate. Durante las eleccionesmunicipales de 1974, mientras los “protestantes” y los católicos progresistas habían conseguido situar en el poder a un candidato opositor al pri, los caciques procedieron impunemente a las primeras ex-pulsiones masivas, alegando falta de respeto a las tradiciones re-ligiosas étnicas y la amenaza de quiebre de la identidad étnica. A pesar de la Constitución que establece el derecho a la libertad de culto, el Estado no castigó esas acciones ilícitas, con el pretexto de la amenaza a las identidades étnicas por parte de las sectas. Los caciques, todos afiliados al pri, recuperaron así el poder, por la fuerza y con la legitimación estatal, y mantuvieron el catolicis-mo de la costumbre. Pero, criticados y castigados por el obispo progresista de la diócesis, no tuvieron reparo alguno en romper el lazo privilegiado con el catolicismo romano y se afiliaron a la Iglesia ortodoxa cismática cuya sede se encuentra en la capital del

estado. Desde entonces, la protesta religiosa no dejó de crecer dentro del municipio a la par de las expulsiones, las persecucio-nes y los enfrentamientos entre “católicos” y “protestantes”. Las expulsiones afectan la mayoría de los municipios indígenas de los Altos de Chiapas, en particular los de Chamula, Chalchihui-tán, Chenalhó, Mitontic y Zinacantán, así como otros munici-pios en la zona de influencia zapatista, específicamente en Las Margaritas (Cantón, 1994: 44-49; cndh, 1992: 37; Proceso, 20 de abril de 1992: 10-14). En otros municipios, como Zinacantán,la oposición a los caciques se apoyó en un partido de izquierda (el Partido de la Revolución Democrática) para enfrentar a los caci-ques ligados al pri (Proceso, 26 de junio de 1995: 34). De derecha o de izquierda, la opción política en el medio indígena parece secundaria frente a las opciones religiosas. En este contexto, la diferenciación política es ante todo una diferenciación religiosa oponiendo a “protestantes” contra “católicos”. Por eso los conflic-tos intraétnicos surgen como guerras de religión. En un univer-so no secularizado, el protestantismo de origen exógeno ha sido remodelado por los actores étnicos en función de sus intereses políticos y sociales. En este sentido, Chiapas ofrece un ejemplo contundente de la manera en que nuevas afiliaciones religiosas no son el fruto de una penetración “imperialista” como unos an-tropólogos lo hacían creer en la década de los setenta, sino más bien un instrumento en mano de los marginados para conquistar un reconocimiento y una dignidad denegados.

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ojo derecho, el Sol, regula la vida colectiva coti-diana de los pueblos, no solo en el sba balumil (el plano terrestre), sino también en los otros planos, que por sí mismos son mundos con su propia vida y entidades sagradas: el Olon Balumil (el mundo de abajo), dividido en dos espacios ordenados de forma descendente en los que habitan, junto con sus familias, el Yaxal Chauk (Rayo Gris), recono-cido también como el Anjel que es el mensajero de Jch’ultotik; más hacia abajo, el Pukuj que también tiene su mensajero, el Saxal Chauk (Rayo Rojo); y mucho más allá de estas profundidades, el slumal bik’tal viniketik (el mundo de los enanos).

En el pensamiento ch’ol, el mundo está dividi-do en diferentes planos interrelacionados: el Añti pan chan, que es el plano más “allá de lo alto”, en el que habitan Lak Chuj’ Tiat y Lak’ Chuj’ Ña’k (Nues-tro Sagrado Padre [el Sol] y Nuestra Sagrada Ma-dre [la Luna]); le sigue el Pan chan (el Cielo) que es la casa de los santos y de los “espíritus buenos”; el Lumes el plano terrestre, cuyo dueño es el Yalobil Lak Chuj’ Tiat y Yalobil Lak Chuj’ Ña’k (el “Hijo de Nuestro Padre Dios [el Sol]”, el “Hijo de Nuestra Sagrada Madre [la Luna]”), al que reconocen como el Cristo Negro, y ahí también habitan los ch’oles vi-vos; y finalmente, el plano de “abajo”, el subterráneo, en donde se encuentra el Ye’bal Lum. Este último es-tá distribuido en dos espacios, uno sobre el otro, en donde tienen su casa dos entidades antagónicas: por una parte, el Yum Chem o Row Wan, dueño del ce-rro y de los animales del monte, cuyo espacio se en-cuentra más cercano al plano terrestre; y por otra, el “Mero Diablo”, quien se encuentra en las profun-didades del Ye’bal Lum. En el pensamiento ch'ol, el mundo es como una pelota que de un lado alberga el mundo de los ch’oles, con sus diferentes planos, y del otro hospeda el mundo de los mait que son una clase de hombres, con un pelaje como de monos, que siempre están trabajando, no comen y tampo-co duermen.

Para los tojolabales, el universo está integrado por tres niveles: el sat k’inal o cielo, el lu’um k’inal o espacio terrestre y el k’ik’inal o inframundo. El sat k’inal es el espacio celeste donde vive Ajwalatik Dyos (Nuestro Señor Dios); y se mueven, en conti-nua sucesión, este que es el Sol y su esposa la Luna. El lu’um k’inal se divide en tres capas concéntricas: la exterior, que corresponde al mar (kechan ha’, solo agua); la intermedia, k’ak’al k’inal o tierra ca-liente; y la central, ch’el k’inal o tierra fría. Nantik Lu’um, la Madre Tierra, es la dueña de estas dos últimas latitudes; a ella le solicitan los permisos para cultivar o habitar las tierras, y de ella reciben la escasez

o la abundancia. El k’ik’inal, el inframundo, es un mundo condenado a la oscuridad, en donde reina como amo absoluto el Niwan Pukuj (gran brujo o diablo), que tiene su morada en una enorme cueva. Finalmente, justo del otro lado del mundo tojolabal, hacia abajo, mora una clase distinta de hombres, que nombran los enanos (Ruz, 1982: 51, 55, 56 y 63).

Entre los zoques de Chiapas, de igual forma, se destaca la existencia de dos planos: el de arriba y el de abajo. En el primero, habita el Dios Jama (el Sol) junto con Poya Chuwe (la Luna), que significa “la madre vieja”. Otras entidades sagradas residen tanto en el arriba como en el abajo y se reconocen como los “encanto”, los cuales tienen múltiples formas, atri-butos y ámbitos de competencia. Los “encanto” del plano terrestre conforman parte del arriba junto con el cielo e interactúan cotidianamente con los seres humanos. También se denomina “encanto” a los lu-gares habitados por estas entidades, como el cerro y el Volcán del Chichonal, en donde vive el “encanto” dela Piowachue (la vieja que arde), que, al mismo tiempo, es la dueña del Volcán y habita en el plano de abajo, pero que cuando sucedió la erupción, en 1982, salió para avisar a la población. Otros “encanto” son los nahuales de los especialistas rituales (músicos, danzantes, rezanderos y curanderos).

El Sol y la Luna en el plano de arriba

Entre los bats’i viniketik y tseltales de los Altos, el Vinajel (cielo) es el mundo de arriba y cubre, a ma-nera de techo, al ch’ul ak’ol kuxlejal o supramundo. Aquel es un lugar divino y eterno, en donde está la casa y el territorio de Jch’ultotik (Nuestro Sagrado Pa-dre, Dios), que a diario, a través de su ojo derecho, el Sol, gira alrededor de los cuatro mundos: el supramun-do, el mundo terrenal, el mundo de abajo (inframundo) y el mundo de los enanos. Con su luz aclara los cuerpos de la Tierra que ve con su ojo derecho, así como los de otros planetas a los que ve con su ojo izquierdo. Justo en el cenit se encuentra el yo’on vinajel (el corazón del cielo), en donde Jch’ultotik tiene su trono, y él no se mueve porque está sentado en “su silla”. En el re-corrido que realiza por medio de su ojo, el Sol, gira alrededor de la Tierra a través de la órbita del Vinajel y en su camino pasa por los cuatro puntos cardinales: oriente, poniente, arriba y abajo. En cada uno de es-tos puntos hay un pilar, entre los cuales a su vez hay ocho pasos que, en forma ascendente, transitan de uno a otro. Cada uno de los pasos marca un tiempo determinado por el camino del ojo del Sol, duran-te los 32 pasos que componen tanto el tiempo deldía como el de la noche. Así, con su recorrido, el Sol

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marca un camino cíclico a través de los límites y di-visiones de los espacios del universo, pero también un recorrido horizontal de este a oeste, al igual que vertical de arriba hacia abajo.

El Sol sale por el slok’em k’ak’al (oriente) y se ocul-ta por el smale’m k’ak’al (poniente). Estas orientacio-nes ayudan a explicar la derivación de los conceptos arriba o al norte y el abajo o al sur. La derecha (bats’i) tiene un valor positivo en innumerables palabras y ex-presiones del bats’i k’op y del bats’il k’op (las lenguas verdaderas de los bats’i viniketik y de los tseltales). El término bats’i (bats’il en tseltal) significa “la realidad de las cosas”, lo muy cierto. Así, por ejemplo, el térmi-no bats’i k’om se traduce como la mano derecha, que se puede interpretar como la mano real o verdadera. El arriba queda a la diestra de Jch’ultotik, que a través de su ojo, el Sol, atraviesa el cielo por el camino de la de-recha; como resultado, el punto cardinal arriba (norte) indica el buen presagio y el florecimiento de la vida, mientras que al este se le asocia con “el nacimiento”, en oposición al oeste que es el punto cardinal relacionado con su salida, y el sur es su entrada al espacio de la oscuridad, de manera que a estos dos últimos se les vincula con lo negativo por ser la entrada de la noche y, por lo tanto, de la oscuridad. Si bien al sur se le aso-cia con el anochecer, también está ligado con el mun-do de abajo, por lo que tiene una correspondencia con la oscuridad y el frío, el tiempo seco y el periodo improductivo. Además de que Jch’ultotik propor-ciona el calor vital y es la fuente de energía, se encarga de cuidar a los hombres. En una segunda jerarquía se encuentra la Luna (Ch’ul metik o Uj, la Sa-grada Madre), a la cual se hace responsable de la lluvia y se le asocia con los ojos de agua.

Mientras tanto, para los tojolabales, de acuerdo con Mario Humberto Ruz (1982), el Sol es el esposo de la Luna, a la que sigue continuamente pretendiendo alcanzarla. Cada mañana, así como cada atardecer, al salir y ocultarse el Sol en el agua que rodea el mun-do, su calor seca el mar; y cada noche la Luna, madre, principio y raíz del agua, lo surte nuevamente con su propio líquido, de tal suerte que Nan Luna, al estar íntimamente ligada al elemento líquido, rige los cul-tivos que requieren agua vital. Sus fases determinan las siembras, las talas e incluso las cosechas. El Sol, como contraparte de lo líquido, se concibe en ínti-ma relación con el fuego. Es considerado el principio creador y se le adjudica el papel de protector, ya que durante su ausencia se desatan las potencias que ha-bitan en la oscuridad y que pueden dañar al hombre (Ruz, 1982: 51).

Mediante una lógica semejante está estructurado elmundo ch’ol, pues el Añti pan chan es el espacio en

donde habitan las entidades sagradas Lak Chuj’ Tiat (Nuestro Sagrado Padre, el Sol, también llamado K’in) y Lak Chuj’ Ña’k (Nuestra Sagrada Madre, la Luna, también nombrada como U’b). El Añti pan chan se localiza más allá y por encima del cielo ch’ol (Pan chan), ya que el sufijo Añti significa “más allá de lo alto”. El Chuj’ Tiat es, en cuanto entidad sagrada masculina, “Nuestro Padre Celestial”, mientras que la Chuj’ Ña’k es la parte femenina de todas las cosas existentes dentro del mundo ch’ol y se le reconoce co-mo “Nuestra Madre”, representada en las imágenes de la Virgen de Guadalupe y de la Concepción, a las cuales se les llama, al igual que a la Luna, Lak Chuj’ Ña’k. Entre los zoques, de acuerdo con la informa-ción de Báez-Jorge (1977: 34-35), a la Luna, Nana chuwe, la vieja, la madre, se le vincula a la Virgen de la Concepción.

Según los ch'oles, el origen del mundo y de las entidades sagradas es el Chuj’ Tiat (el Sol), ya que él hizo a la Chuj’ Ñak’ (la Luna) para que alumbrara la noche. Entre ellos dieron vida a su hijo, el Cristo Ne-gro, que entre los ch’oles se econoce como el Yalobil Lak Chuj’ Tiat y Yalobil Lak Chuj’ Ña’k, es decir, el "Hijo de Nuestro Padre Dios", "el Hijo del Sol", y el "Hijo de Nuestra Sagrada Madre", "el Hijo de La Luna”. El Sol —al igual que entre los bats’i viniketik y tseltales de los Altos— es el ojo del Padre Celestial, que al moverlo sale por el oriente y se oculta por el poniente. La Luna tiene otra trayectoria, ya que de-pende de la posición de la Tierra con respecto al Sol. Cada día, cuando amanece y anochece, Chuj’ Tiat pasa quemando el “Mar Rojo”, en los puntos cardina-les del oriente y del poniente. El color rojo se debe a que el Sol, en su paso a ese “otro mundo” que seencuentra del otro lado, quema el “Mar Rojo”, que, según los ch’oles, es el que Jesucristo partió en dos tratando de salvar al pueblo cristiano y que se sitúa en el Lum, el plano terrestre.

Tanto K’in como U’b marcan las etapas del día y de la noche, además de dividir el tiempo anual regulado por los cultivos, básicamente del maíz; así, Lak Chuj’Tiat rige los meses de siembra, mientras que Lak Chuj’ Ña’k los meses de cosecha, por lo que esta úl-tima se halla relacionada con la fecundidad y la ferti-lidad de la tierra, de modo que los tiempos agrícolas se encuentran determinados por la Luna, que indi-ca los meses de lluvia y humedad. Entre los ch'oles, el calendario festivo coincide con los tiempos del Chuj’ Tiat y de la Chuj’ Ña’k: el "tiempo de K’in", “el periodo del Sol”, está regulado por las fiestas dedicadas al Cristo Negro, que se llevan a cabo durante el equi-noccio de primavera, cuando los días son más largos; y las festividades de las vírgenes relacionadas con la

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Chuj’ Ña’k, durante el periodo de cosecha del maíz de temporal, se encuentran dentro del equinoccio de otoño, cuando las noches son más largas y se re-conocen como "el tiempo de U’b", “el periodo de la Luna”.

Entre los bats’i viniketik y los tseltales de los Altos, el movimiento del Sol se asocia con las lluvias de la temporada húmeda a principios de mayo y finales de abril, cuando se da el crecimiento de los cultivos en las diferentes zonas de la región. El calendario tradi-cional está sujeto a las ritualidades de la siembra del maíz. Esta medición del tiempo se compone de 18 meses —cada uno llamado U entre los bats’i vini-ketik, y Uj entre los tseltales—, los cuales constan de 20 días que, en conjunto, suman los 360 días, más el ch’ayk’in o cinco días (nefastos) que se denominan li-teralmente “fiestas perdidas”, pues en estos no se debe trabajar y las poblaciones tienen que resguardarse en sus casas, ya que se consideran días improductivos re-lacionados con la “maldad”. Cada U o Uj correspon-de a la unidad representada por un hombre, quien tiene 20 dedos: 10 de las manos más 10 de los pies, porque el periodo anual está compuesto por 18 hom-bres más un “hombre pequeño”, el ch’ayk’in, que solo tiene un dedo en cada pie, uno en la mano izquierda y dos en la derecha. Esta medición del tiempo, en 365 días, coincide con el calendario gregoriano de 12 meses y con igual número de días.

Entre los q’anjob’ales de los Cuchumatanes, Gua-temala, asentados en el municipio de La Indepen-dencia en la selva chiapaneca, el trabajo agrícola se ha regido por un calendario que divide al año en una época de secas y otra de lluvias. El año agrícola de 260 días comienza con el día Hoj Kaj o 7-siembra, que es también la fecha establecida por los q’anjob’ales para iniciar la primera siembra del año, conocida como la primera milpa. El segundo día, o kin del año, es el waxaj (ocho) lambat que se considera un “día bueno para nacer” y es “grande”, por lo que es propicio para orar y encender ocho veladoras a las entidades sagra-das de la lluvia. A esos días o kin les continúa una se-rie de ceremonias en lugares asociados al cultivo del maíz, por ejemplo, en las fuentes naturales de agua, ríos y manantiales, pero también en las fuentes ar-tificiales instaladas para el abastecimiento público como pozos, tanques y tomas de agua.

La luna está relacionada con la agricultura y la naturaleza, pues entre los zoques, el calendario lunar rige las etapas del ciclo agrícola y permite el estable-cimiento de los meses fríos o de luna fría, los meses con viento y lluvia, así como los meses de calor o de luna /caliente. Entre los ch’oles, por ejemplo, cuando se va a cortar madera al bosque, la luna debe ser propi-

cia para que la madera sea resistente; cuando se rea-lizan las peticiones de lluvia, el 3 de mayo, los ch’oles toman en cuenta que pronto vendrán los meses de lluvias abundantes y en los que la luna indicará la intensidad y frecuencia de las precipitaciones. Tan-to la siembra como la cosecha de los cultivos están guiados por la luna, por ejemplo: el almácigo de café debe sembrarse en luna llena pues en otro momento lunar puede salir un grano muy grande pero sin drupas; el maíz también se siembra antes o después de luna llena, para que no crezca mucho la planta y se dé un buen elote, además de que el doblado tiene que ha-cerse en luna maciza, es decir, unos días después de luna llena (en cuarto menguante), para que no se pi-que el grano. Los periodos fértiles de la tierra están íntimamente relacionados con las etapas de la luna, por lo que hay una intrínseca relación entre la ferti-lidad de los cultivos y la luna.

Las posiciones lunares también están ligadas a otros ámbitos de la vida como la feminidad, la cual se halla intrínsecamente vinculada con la fecundi-dad. Por ejemplo, entre los indígenas de los Altos, la luna misma es la fertilidad, y las mujeres se dirigen a ella para tener hijos o piden su protección cuando se encuentran encintas; y para los tojolabales, el nom-bre de la luna, Ixaw, es utilizado para designar tanto los meses como la menstruación, a la vez que se le asocia con los partos, los cuales ocurren durante “los efectos” de luna (Ruz, 1982: 51). En otros casos, la luna está asociada con otros ámbitos de la vida como sucede entre los ch’oles, cuando los tatuches, es decir, los encargados de realizar los rituales de peticionesde lluvia y que son reconocidos como los “rezadores delos cerros”, estiran las extremidades de los niños du-rante los días de luna creciente, a fin de provocar su crecimiento. En el caso de los zoques, la cacería y muchas de las actividades rituales están vinculadas a los ciclos lunares; de ahí que los músicos puedan fabricar sus tambores únicamente en noches de luna llena, si lograron obtener la piel del animal adecuado para construir el parche del instrumento.

La Sagrada Madre Tierra

Entre los bats’i viniketik y tseltales de los Altos, el yibel vinajel es el pie o raíz del cielo que, en cuanto cimiento y sostén, hace que el cielo con su redondez permanezca en posición vertical y mantenga firme su volumen. Mientras que el yoyal vinajel es el poste del cielo; se dice así porque ahí termina este. Cuatro postes soportan el peso del vinajel (cielo), distribui-dos cada uno en los puntos cardinales: oriente, po-niente, arriba (norte) y abajo (sur). Ruz sostiene

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que entre los tojolabales se cree que el espacio que habitamos, corteza ocupada por la Nantik Lu’um (la Madre Tierra), es como una gran estructura cuadrada sostenida por los cuatro tanuman chikin satk’inal o esquineros, cuatro Tzantzewales (relám-pagos) que soportan con sus mecapales el peso del mundo; cuando estos se cansan y mueven su carga, la Tierra se estremece con los terremotos. El centro de tal estructura, el muxuk satk’inal (el ombligo del universo), lo constituye la iglesia de Santo Domingo en Comitán (Ruz, 1982: 55).

Entre los indígenas de los Altos, la Tierra, al igual que las personas, posee un corazón que es el órgano vital en donde se genera el movimiento, lo mismo que una parte inferior donde está su yibel, su raíz, y la parte de arriba, la que se observa en el horizonte —el cielo—, es su rostro. Asimismo, posee un ombligo, xmixik’ balumil (el ombligo de la Tierra) que es el centro de su cuerpo, donde fluye la humedad y se produce la fertilidad para alimentar y dar vida a los seres del mundo del Sba balumil (plano terrestre). En cuanto persona, la cabeza de la Tierra está arriba, sus pies se hallan abajo y sus brazos le dan equilibrio ante el movimiento que realiza el Sol en su recorrido porlos cuatro puntos cardinales. La Madre Tierra se concibe como la madre carnal de los mayas bats’i viniketik y tseltales, a los que procrea y alimenta con su leche materna, además de que absorbe, genera y desarrolla en su vientre las cosas de la naturaleza. Esta me’ (madre) sostiene el peso de los cuerpos de los hombres, que por el solo hecho de poner sus pies sobre esta Madre Tierra reciben su energía, se con-vierten en su extensión y entablan una comunica-ción constante con ella. La Tierra no solo es madre de los seres humanos, sino también de los animales, las plantas y los minerales, los cuales comparten lavida al tener yo’on (corazón). Por ejemplo, los ani-males tienen sus pies sobre la Tierra y, aunque algunos trepen los árboles o arbustos, dependen de lo que ella les da de comer y beber; las plantas sitúan sus raíces en la Tierra para poder alimen-tarse; y finalmente los minerales, como las piedras, sostienen su peso sobre la Tierra para existir, ya que reciben su alimento a través de la energía que emana de la Madre Tierra.

A esta Madre Tierra se le reconoce como Ch’ul Balumil entre los bats’i viniketik y Ch’ul Balumilal entre los tseltales. Se dice que es Ch’ul porque fue hecha por Jch’ultotik. La Sagrada Tierra pertenece a todos pues no tiene dueño y se diferencia del osil —término por el que designan al terreno—, el cual tiene propieta-rio, se le puede vender o construir sus casas en él. Así, Ch’ul Balumil, la Madre Tierra, tiene un carácter

sagrado; pero el osil tiene un carácter instrumental, en cuanto se le puede dar uso y ser objeto de inter-cambio comercial (Gutiérrez, 2009: 84). Al carecer de propietario, la Sagrada Madre Tierra no se puede vender y se concibe como un sujeto sagrado con vo-luntad, emociones y sensaciones. Siempre está pre-sente como espacio de pertenencia colectiva y las personas se relacionan con ella independientemente del lugar en que se encuentren, ya sea en sus lugares de origen o en algunos otros a donde migran, en el in-terior del estado o en otras zonas de atracción en el país o más lejanos, allende las fronteras nacionales. Así, un migrante indígena siempre estará viendo a Ch’ul Balumil o Baluminal (la Sagrada Madre Tierra) en los lugares de atracción. Por estas razones, por ejemplo, cuando se hacen los rituales de curación,se entierra una vela, con el significado de que a través de la Madre Tierra se envía la salud, porque ella es una sola en todas partes, y mediante ella es posible quela curación se realice para las personas que emigra-ron de la comunidad, sin importar qué tan alejadas se encuentren residiendo.

Los santos y las entidades sagradas de losplanos terrestre y del abajo

Los santos y los anjeletik en los Altos de Chiapas

Los anjeletik son una entidad sagrada pluralizada y colectiva que se encarga no solo de proteger sino también de negociar y delimitar el territorio. En el caso del Rayo, que entre los bats’i viniketik se le llama Ch’ul Anjel (el Sagrado Rayo) y que vive en las cue-vas y en las lagunas, hay creencias de que “ahí es su banco para guardar sus tesoros”, aunque no todas lasentidades sagradas tienen esta cualidad; solo aque-llas que poseen nio, es decir, que tienen corazón o vida, lo cual hace posible que en ella habiten los ba-tracios, como las ranas y los sapos, que se conciben como mensajeros del Yaxal Chauk (el Rayo Gris), ya que anuncian su presencia y “dan la noticia” de que las lluvias están próximas. En cambio, según los tsel-tales, los Anjeletik hombres viven en los cerros; y las Anjeletik señoras habitan en el agua. Asimismo, para los bats’i viniketik, el Ch’ul Anjel (el Sagrado Rayo) per se es una entidad sagrada; y para los tseltales, los rayos sonun medio que usan los Anjeletik para controlar lasnubes y la lluvia, razón por la cual en tseltal se les llama stuk’ik Anjeletik que significa “las armas de los Anjeletik”. Entre los ch’oles, los rayos, al igual que las nubes y el viento, son espíritus que se encuentran bajo el control del Yum Chem, el dueño del plano de abajo; son espí-ritus personificados con mechas que, al rozarlas con las

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piedritas de pedernal que se encuentran en el interior de la cueva en donde mora el Yum Chem, provocan los relámpagos que aparecen y desaparecen.

En la cosmogonía tanto de los bats’i viniketik y tseltales de los Altos, en el Olon Balumil, el mundo de abajo de la Tierra, vive el Yaxal Chauk —también reconocido como Anjel—, que es el mensajero de Jch’ultotik, mientras que en un plano más abajo, en las profundidades, tiene su espacio el Chauk rojo, que es el mensajero del Pukuj, el cual junto con su familia, los pukujetik, está relacionado con la maldad y la bru-jería, como profundizaremos más adelante. El Yaxal Chauk vive con su familia, pues una de sus cualida-des es ser el padre de mujeres doncellas (señoritas) y a cada una de ellas les ha dado comisiones: a la mayor le ha encargado el agua, mientras que a las demás les ha asignado el viento, la nube, la helada y el granizo, así como la noche y el fuego, entre otras comisiones.

El Yaxal Chauk es uno solo, pero tiene una re-presentación multilocal, es decir, se puede presentar en diferentes lugares, siempre y cuando sean sus ca-sas, distribuidas en todos lados, sin importar las fron-teras municipales o de los parajes y rancherías. Sin embargo, no todas las presencias del Anjel tienen la misma categoría, ya que depende de la grandeza, particularmente el tamaño y las características de cada uno de los sitios en donde se encuentra su mo-rada. Así, cada municipio tiene su cerro principal en el que reside no solo el Anjel, sino además las tonas, animales compañeros, de las poblaciones, por ejem-plo: el Tsonte’vits, del municipio de Chamula; el Junal ubicado en San Andrés Larráinzar; el Huitepec, en Zinacantán; el Axvits, en Ixtapa; y el Pale Che’n, en elmunicipio tseltal de Tenejapa. Estos se distinguen de los demás cerros por el tamaño, que sobresale de otros que se encuentran en el interior o en las cerca-nías de los municipios, como sucede en San Andrés cuyo cerro sagrado, el Junal, se localiza en el muni-cipio de Chalchihuitán, o el Pamalvits que se ubica en el territorio de San Andrés Larráinzar, pero que, de acuerdo con sus grandes dimensiones, es el cerro sagrado de los municipios de Bochil y El Bosque. En el caso particular del municipio tseltal de Tenejapa, el santo tutelar de San Ildefonso vive en la cabecera, en particular en la Iglesia; habita solo ya que no tiene esposa, y en las cercanías se encuentran los cerros en donde moran los Anjeletik que se llaman Tatik ta Lats, Tatik ta Nat y Jal Chen. Estos Anjeletik mantie-nen una cercanía y amistad con el de San Ildefonso, ya que aquellos lo visitan en su fiesta, para supervisar y pedirle cuentas de cómo ha tratado a la población. Más “arriba”, en los cerros, hay un río en donde resi-de Metik ta Banabil, un Anjel femenino. Pero el que

habita en los parajes, a los cuales cuida y protege, tiene el mismo nombre, por ejemplo, el Anjel lla-mado Chacomá protege el paraje de Chacomá, y lo mismo sucede con los de Tres Cerros, Majosik’, Xixi-mtonil, Ch’ixaltontik, Ch’ik totik, Ts’ajalch’en, Culactik o Yach Anal. Cada uno de los parajes de Tenejapa tie-ne su Anjel que los protege y que, además, les brinda los insumos naturales para su supervivencia perpe-tua. El Anjel da la lluvia, la cual permite que crezcan las plantas del maíz, frijol, naranja, ciruelo, manzana, pera, mandarina, plátano y café, porque sin ella las plan-tas irremediablemente mueren. Asimismo, el Anjel es muy delgado, por lo cual se le asocia con la culebra, pe-ro no vive solo; con él también están las almas tseltales que cuidan a la población y se les reconoce como tatil me’iletik (padres y madres), que son los antepasados que fueron grandes personajes de la comunidad en cuanto curanderos y sabios.

Lucas Ruiz construye, a través de la tradi-ción oral, la noción del Anjel en el municipio de San Andrés Larráinzar. Aquel ya existía en tiem-pos precolombinos y fue despojado como único protector del territorio por la intromisión de San Andrés Apóstol, que retomó su lugar y lo sustitu-yó en sus funciones como parte de la conquista evangélica española de los dominicos en los Al-tos (Ruiz, 2004: 41). De acuerdo con la tradición oral, en el centro de la actual cabecera municipal, el Rayo vivía en una laguna cuyo color rojizo indi-caba la residencia de esta entidad sagrada. Junto a esta laguna había un gran árbol de Ocote, que era elmensajero del Rayo. San Andrés, junto con algunas personas que él mismo seleccionó desde el municipio de Huitiupán, llevaba tiempo buscando un lugar para asentarse, y cuando llegó a la laguna se acercó apro-vechando la distracción del Ocote; tuvo una fuerte discusión y pelea, frente a frente, con el Ocote, quele aventaba sus frutos y ramas a San Andrés, pero este loterminó venciendo y lo arrancó desde sus raíces. Por su parte, el Rayo estaba descansando en su casa, en las profundidades de la laguna, pero cuando levantó su mirada no divisó a su mensajero, al Ocote, así que salió a la superficie y, cuando lo vio, aquel le dijoque tuvo un parpadeo y que, por cansancio se distra-jo, lo cual aprovechó San Andrés para acercarse y expresar que quería establecerse ahí, con el conse-cuente conflicto que terminó en el despojo y en la expulsión del Ocote del lugar. La derrota del árbol trajo consigo la debilidad del Anjel, al perder recur-sos y la capacidad para defenderse ante San Andrés, que a su vez terminó por poner su iglesia en su lugar actual, justo en donde estaba el Ocote. El Rayo, Anjel,fue obligado a buscar una nueva residencia, y se

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Procesos de cambio cultural e identitario en la población de origen guatemalteco

Verónica Ruiz Lagier*

En 2011 se cumplieron 30 años del refugio guatemalteco en Mé-xico, el cual fue resultado de la política militar conocida como “tierra arrasada”. Pueblos enteros —procedentes sobre todo de los departamentos de Huehuetenango, El Quiché, San Marcos, Alta y Baja Verapaz, Chimaltenango, así como algunos departa-mentos centrales de Guatemala— comenzaron a huir y a cruzar la frontera hacia Chiapas a partir de 1981. Hacia finales de 1982 existía un flujo semanal de 400 refugiados, y según cifras oficia-les en 1984 se concentraron 46 mil personas en 113 campamen-tos a lo largo de la frontera desde Campeche hasta Soconusco (De Vos, 2002: 307). Las cifras son aún más alarmantes si consi-deramos a todos aquellos que encontraron refugio en ranchos, ejidos, pueblos y ciudades fronterizas, y que no fueron regis-trados por las instancias oficiales; por tal razón, otras fuentes, como la diócesis de San Cristóbal de Las Casas (Freyermut y Godfrey, 1993: 23) indican casi 100 mil refugiados, y Sussane Jonas señala incluso 200 mil como resultado de los 36 años de guerra (Jonas, 2000: 63).

En 1996, a raíz de los Acuerdos de Paz en Guatemala, el gobierno mexicano brindó a esta población dos posibilida-des: naturalizarse mexicanos o retornar organizadamente a su país. Así se integraron oficialmente al mosaico cultural del país diversos grupos indígenas, muchos de los cuáles eran considerados guatemaltecos a pesar de su presencia histórica en la frontera sur de México.

Antes de que la población refugiada llegara a México, Chiapas y la zona fronteriza con Guatemala tenían una his-toria compartida de flujos poblacionales, que ha llevado a diferentes autores a mencionar la existencia de una misma región sociocultural, con una identidad colectiva basada en una historia colonial común, en procesos similares de inde-pendencia, así como en relaciones de intercambio económico, explotación y represión social (Pohlenz, 1990; De Vos, 2002).

Desde principios del siglo xix se dieron las primeras incursio-nes de grupos q’anjob’ales y chuj’ a territorio chiapaneco, y entre la población indígena aún se encuentra presente la memoria acerca de este hecho. Algunas familias q’anjob’ales solo se ubi-caron en la línea fronteriza, que hoy forma parte del munici-pio de Frontera Comalapa; pero el mayor desplazamiento de población q’anjob’al a territorio chiapaneco antes del refugio se dio desde 1886, cuando familias despojadas de sus tierras se pasaban a la región de los Lagos de Montebello junto con

* Investigadora adscrita a la Dirección de Etnología y Antropología Social del Instituto Nacional de Antropología e Historia (inah).

algunas familias chujes que no sabían que llegaban a territorio mexicano. Esta población desplazada procedía de San Miguel Acatán y San Mateo Ixtatán y se asentó en el poblado de Tzis-cao, siendo nueve años después nacionalizada por el gobierno de Porfirio Díaz (Hernández, 2008).

Al hablar de la frontera sur resulta obligado referirse a la firma de los Tratados de Límites de 1882 y 1894 entre México y Guatemala, cuando se intensificó la colonización de la región. Porfirio Díaz emitió la Ley de Colonización que promovió la ocupación en los terrenos fronterizos, y desde entonces la po-blación q’anjobal, acateka, chuj’, jakalteca y mame, originaria de Guatemala, se asentó en la frontera chiapaneca.

Posteriormente, en la década de los treinta del siglo xx, con la educación socialista que promovió el general Lázaro Cárdenas, se buscó la incorporación forzada del indígena a “la cultura nacional”, y se prohibió el uso de las lenguasindígenas en las escuelas públicas. Esta campaña afectó particularmente a la población fronteriza que se intentaba mexicanizar. “Las lenguas indígenas habladas por los pobla-dores fronterizos de Chiapas, como el chuj’, jakalteco, caq-chikel, q’anjob’ales y mam, eran consideradas de origen guate-malteco, y a diferencia del tsotsil [tsotsil], tseltal o tojolabal, hablados en la región de los Altos y en la Selva, representa-ban no solo retraso cultural, sino también antinacionalismo” (Hernández, 2008).

Los indígenas fronterizos se convirtieron en ejidatarios y pasaron a formar parte de un nuevo “campesino reformado”, y en los documentos oficiales de la década de 1940 no vuelve a hacerse referencia a su identidad cultural como indígenas. Para reforzar las políticas integracionistas, se creó en 1934 el Departamento de Acción Social, Cultura y Protección Indíge-na, y dentro de este, el Comité Central Pro-Vestido del Alumno Indígena, cuya labor era sustituir los trajes tradicionales por ropa “civilizada” (Hernández, 2008).

Sin embargo, la población mam, chuj’, acateka, q’anjobal y jakalteca que llegó a México refugiada a partir de 1981 tiene una historia fronteriza diferente a la de aquellas poblaciones cuyo origen son los Tratados de Límites; esto hace que con-serven diferencias socioculturales importantes a pesar de pertenecer al mismo grupo lingüístico, o que incluso hayan mantenido comunicación con su mismo grupo a pesar de la frontera política.

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Proceso de refugio y naturalización

En 1974 México elaboró una nueva Ley General de Población (lgp) en la que se estableció una clara distinción legal entre in-migrantes y no inmigrantes; y se reafirmó el tradicional respe-to mexicano por el principio de asilo diplomático y territorial, conforme lo expresan las convenciones regionales de asilo de La Habana, Montevideo y Caracas, por lo que se adoptó la catego-ría de refugiado hasta 1990.

En el caso de los refugiados guatemaltecos, es indispensable destacar que el proceso de refugio y naturalización ha sido dis-tinto al de otros asilos, como el de los españoles y sudamericanos, que contaron con un decidido apoyo institucional para lograr su rápida integración económica y social en la vida nacional.

La ausencia del Estado en los primeros años del refugio, la cubrieron organizaciones no gubernamentales que asumieron las funciones públicas claves. La mayoría de ellas se crearon con el apoyo del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (acnur) y pocas organizaciones continuaron traba-jando con la población a partir del proceso de naturalización; pero algunas lograron formar promotores, técnicos, y lo más importante, generar en las comunidades liderazgo por medio de la capacitación (Ruiz, 2007: 225).

La mayor parte de la población guatemalteca refugiada enfren-tó organizadamente el periodo de mayor emergencia, y esta ense-ñanza fue creando una dimensión de pertenencia como refugiado que generó solidaridad y comunicación entre los habitantes de los campamentos de refugio en Chiapas. Asimismo, esta pertenencia permitió una mayor coordinación para la toma de decisiones po-líticas frente al Estado mexicano, que al inicio no respondió rápi-damente ante la emergencia y que posteriormente presionó a la po-blación para que aceptara la reubicación en los estados de Cam-peche y Quintana Roo, o retornara colectivamente a Guatemala.

Como resultado del proceso de organización colectiva en torno al refugio, han surgido nuevas organizaciones creadas por la propia población refugiada, cuyo trabajo se extiende a otras comunidades de origen similar, en las que se trabajan temas de salud, cultura y educación; y a partir de 2005, estas organiza-ciones también luchan por la representación política a nivel municipal y por el reconocimiento cultural a niveles estatal y federal. Tres ejemplos de estas organizaciones en Chiapas son Resides (Red de Salud y Desarrollo, A.C.), Mayaonbej (Somos Mayas A.C.) y Opinech (Organización Indígena Pluriétnica del Estado de Chiapas), cuya experiencia ha derivado en otro tipo de proyectos más relacionados con el tema cultural-político, y no solo con aspectos productivos y de salud; pretendiendo así la participación y representación de la población de origen guate-malteco en las estructuras políticas municipales.

La búsqueda de derechos ha sido un interés permanente en las comunidades de origen guatemalteco, aunque, sin duda, la mayor preocupación sigue siendo la regularización migra-

toria de quienes ingresaron a territorio mexicano desde 1981 y 1982, pues sin ella no se les permite acceder a la tierra, recursos y programas de combate a la pobreza.

Se debe recordar que, según la legislación mexicana, los ex-tranjeros no pueden adquirir terrenos fronterizos; por ello, la población de los campamentos de refugiados que decidieron es-tablecerse definitivamente en México y comprar el terreno para fundar una nueva comunidad, registraron escrituras a nombre de los niños nacidos en territorio mexicano que sí contaban con docu-mentación oficial. Estas nuevas comunidades no disponen por lo regular de terreno suficiente para la siembra, por lo que fre-cuentemente los refugiados optaron por emigrar para conseguir el recurso que les permitiera comprar tierras de cultivo, ya fuera a su nombre o a nombre de sus hijos nacidos en México.

A finales de 2011 y principios de 2012 se cumplieron 30 años del refugio guatemalteco en México. Con tal motivo, en noviembre de 2011 se formó el Grupo de Mujeres en Defensa de la Memoria y la Cultura, a fin de conmemorar, pero sobre todo fortalecer entre las nuevas generaciones nacidas en México, el orgullo por su cultura y lengua indígena, así como su identidad como pueblos mayas.

Para las organizadoras del evento, fue también importante evaluar el desarrollo de las diferentes comunidades chiapanecas en los últimos 30 años, así como los retos que enfrentan en la actualidad. Con esa finalidad convocaron a los Consejeros y ex Consejeros de las lenguas q’anjobal y chuj’ ante la Comisión Nacional para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas (cdi), así como a líderes de las regiones conocidas como llanos, lagos y selva de Chiapas; y juntos elaboraron un diagnóstico referente a tres temáticas: a) regularización migratoria, b) acceso a la tierra, y c) acceso a la salud y educación, el cual fue leído en el evento conmemorativo y entregado a la cdi estatal (Ruiz Lagier, 2012).

El diagnóstico realizado por los líderes regionales permite saber cuáles son los temas imperativos para la población re-fugiada desde su propia perspectiva y también evidencia su preocupación respecto a la transparencia y acceso a la informa-ción. Vale la pena decir que la Comisión Mexicana de Ayuda a Refugiados (Comar) cerró el programa de naturalización en 2005 y efectuó el último registro de refugiados en 2009, pero de acuerdo a las observaciones de Miguel Felipe y Adolfo Tadeo (ex consejero q’anjob’ales y ex consejero chuj’ respectivamente ante la cdi de 2008 a 2011), la institución no registró a toda la población refugiada en la zona de la Selva y las Cañadas.

En 2010, el actual Instituto Nacional de Estadística y Geo-grafía (Inegi) llevó a cabo el censo nacional de población, para el cual algunas de las comunidades de origen guatemalteco determinaron en asamblea que los pobladores debían identificar-se como hablantes indígenas ante quien llegara a censar los hogares. El objetivo de esta decisión era lograr el reconocimiento cultu-ral, que a la vez les permitía acceder a recursos específicos para la población indígena, aunque el inegi sigue sin contabilizarlos

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adecuadamente; por ejemplo, este instituto no registró a la po-blación acateka (inegi, 2010) que tan solo en el municipio La Trinitaria suman 3 mil 500 habitantes aproximadamente, según datos propios levantados en trabajo de campo.

Hasta el momento no existe una cifra precisa y oficial so-bre el número de guatemaltecos refugiados en México hace 30 años, ni cuántos retornaron, cuántos se nacionalizaron y cuántos continúan en ese proceso. Por otro lado, los registros del inegi no contabilizan a un sector que pareciera ser invi-sible en las poblaciones de origen guatemalteco, es decir, los llamados “retornados”: aquellos que regresaron a Guatemala mediante el programa de Retorno Colectivo impulsado por los gobiernos mexicano y guatemalteco con posterioridad a los Acuerdos de Paz firmados en aquel país, y que, una vez que constataron la imposibilidad real de establecerse allá, volvie-ron otra vez a México.

En todas las comunidades de origen guatemalteco de Chiapas, Campeche y Quintana Roo se encuentran personas o familias que decidieron reingresar a México luego de vol-ver a Guatemala conforme al Programa de Retorno Colectivo. Estas personas regresaron, como se dijo antes, en calidad de indocumentados, pues en estas condiciones dejaron de ser re-conocidos por el acnur y de ser considerados refugiados por el gobierno mexicano. Los que vivieron el frustrado retorno a Guatemala y regresaron a vivir a México se enteran de los cri-terios y discursos de reconocimiento, de igualdad y derechos universales, al mismo tiempo que enfrentan cotidianamente prácticas segregadoras al no conseguir regularizar su situación migratoria, por lo que siguen viéndose como extranjeros in-documentados a pesar de haber vivido 30 años en Chiapas, y tener hijos o nietos en el país.

En diciembre de 2009, el departamento de Coordinación y Enlace de la cdi realizó un censo en la región fronteriza de Chiapas, con el objetivo de identificar el número y ubicación de la población naturalizada. Finalmente, la cdi no registró a toda la población, pues a cada persona le exigía presentar docu-mentación que muchas veces perdió en la guerra y en el proceso de refugio, como son las actas de nacimiento de Guatemala, de matrimonio o incluso actas de defunción.

La falta de reconocimiento cultural, junto con el acceso desigual a la información y a la educación, hace que la igualdadformal para la “ciudadanía” que propone el Estado mexicano sea acotada en la práctica por relaciones cotidianas de des-igualdad. La población de origen guatemalteco, los refugiados que siguen indocumentados o han nacido en México, se mue-ven en la “doble lógica” de los discursos oficiales sobre dere-chos y ciudadanía, ya que se les habla de derechos plenos que en la vida cotidiana les objetan con el argumento de que no son verdaderos mexicanos, puesto que frecuentemente las ins-tituciones y los gobiernos municipales niegan los recursos a la población naturalizada; así, estos universos discursivos, como

explica William Assies (2002: 24), impregnan los procesos de aprendizaje cultural y de toma de conciencia en torno a la viven-cia y la concepción de la ciudadanía.

Cambios culturales y fronteras identitarias

Las identidades sociales presentes en las comunidades de estu-dio han surgido o se han refuncionalizado, primero, mediante la historia del refugio, y ahora, al pertenecer a nuevas comu-nidades en México. Son identidades con un grado abarcador diferente, que se activan en contextos determinados.

La adquisición de ciudadanía por parte de los diferentes sectores al interior de las comunidades es percibida como una pertenencia más, que en diferentes contextos se activa o in-hibe respecto de otras pertenencias (por ejemplo, la étnica, la de ser refugiados o guatemaltecos), así como frente a sus pro-yectos personales y comunitarios. Es decir, las distintas di-mensiones identitarias se activan o inhiben de acuerdo a los contextos y situaciones que enfrenta la población de origen guatemalteco, entre ellos el institucional, en el cual necesa-riamente reivindican su identidad como mexicanos, pues a pesar de vivir 30 años en México es frecuente que se les trate como extranjeros.

En la cotidianidad de la población indígena refugiada y de origen guatemalteco, la pertenencia local o residencial antes del refugio en México continúa apareciendo hasta hoy como una de las “dimensiones de la identidad” (Giménez, 2004). Antes de la guerra en Guatemala, la relación entre los municipios con población indígena era estrecha tanto cultural como económi-camente, y esto se percibía en la compra de productos agrícolas entre “tierra fría y tierra caliente”, al igual que en la realización de diversas fiestas patronales, para las cuales las poblaciones de distintos municipios se visitaban mutuamente.

Actualmente, la aldea y el municipio de origen en Guate-mala siguen siendo una referencia importante, donde común-mente visitan a sus familiares. Tanto la población refugiada como las nuevas generaciones nacidas en México continúan autodefiniéndose culturalmente como parte de una comuni-dad cuyo origen está en Guatemala, pero que ahora pertenece también al territorio mexicano. Tan es así que para los jóve-nes adquiere particular relevancia su comunidad no solo en un sentido territorial, sino también como lugar de anclaje de su identidad, en el que viven la articulación y reproducción cultural (Ruiz , 2002).

Al hablar de la comunidad como lugar de anclaje de las diferentes identidades y pertenencias, sin restringirla al sen-tido de localidad, es posible entenderla como un constructo social en el que los individuos desarrollan vínculos de carácter primordial en los que ganan prioridad la pertenencia, las relacio-nes de parentesco, el origen común, etcétera; por ello, me refiero igualmente a la “comunidad” migueleña, chuj’, q’anjobal, etcétera,

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como una dimensión identitaria más amplia que la local, que a los miembros de las poblaciones estudiadas les permite recono-cerse como parte de un mismo grupo cultural en varios contextos. De este modo, los pobladores de las comunidades en cuestión pertenecen, a la vez, a una “comunidad imaginada” (Ander-son, 1993) o dimensión de pertenencia mayor, formada por los miembros del grupo étnico que han migrado a Estados Unidos y Canadá, así como los residentes en Guatemala y México.

Al aludir a la identidad y pertenencia en las nuevas gene-raciones de la población estudiada es importante decir que se diferencian entre sí a partir del origen étnico de sus padres, pero que no todos lo manifiestan a través del idioma. Por ejemplo, la población indígena originaria del municipio guatemalteco San Miguel Acatán y de lengua acateka se distingue de otros gru-pos indígenas reconociéndose a sí mismos como migueleños, y en este caso, el uso de la lengua resulta indispensable para la identidad indígena migueleña o acateka. En cambio para jóvenes q’anjob’ales, mames y chujes de comunidades y rancherías de San Miguel y otros municipios, la lengua junto con el traje tra-dicional han dejado de ser los elementos culturales diferencia-dores, y su lengua materna ha sido desplazada por el español.

Para Fernando Limón, el eje articulador identitario de los primeros grupos chujes que poblaron la frontera en el si-glo xix es el territorio de origen, es decir, San Mateo Ixtatánen Guatemala: “…reivindican su condición chuj’ por la rela-ción que mantienen con San Mateo, por un lado es articulador de una cultura, de un pueblo, por otro lado es un eje de gravi-tación territorial, de la resignificación de donde se esté, se es chuj’; porque se viven sus tradiciones” (Limón en Hernández, 2008). En cambio, los chujes llegados a México como refugiados perciben la nueva comunidad como el espacio articulador de la identidad colectiva; así ocurre con la comunidad Nuevo Por-venir en La Trinitaria, cuya relación con San Mateo Ixtatán y sus manifestaciones culturales y religiosas es mucho más laxa. No festejan el 21 de septiembre, día de San Mateo, y pocas veces acuden a aquel municipio a festejarlo (a diferencia de los chujes que poblaron la frontera en el siglo xix, como es el caso de la comunidad fronteriza de Tziscao), y no por eso consideran que han dejado de ser chujes.

Si bien antes del refugio la mayoría de la población practica-ba la religión maya, llamada también “la costumbre”, es común encontrar población cuya conversión al protestantismo se dio antes de la guerra en Guatemala. Es el caso de la comuni-dad La Unión, en el municipio La Independencia, la cual está formada por chujes y q’anjob’ales, los primeros católicos y los segundos evangelistas. Provienen de diferentes municipios gua-temaltecos y sin embargo decidieron construir juntos su nueva comunidad en Chiapas. En términos identitarios, la población eligió que es la pertenencia local y el uso de la lengua, mas no la religión, la que les ayuda a fortalecer su identidad colectiva como chujes y q’anjob’ales mexicanos.

Por lo anterior, han sido modificados diferentes elemen-tos culturales como el vestido, la religión, la tradicional maya, las formas de representación y de gobierno comunitario, al igual que los roles de género, las normas de conducta entre hombres y mujeres, y algunas tradiciones; todo con el fin de afrontar las nuevas y cambiantes condiciones de interacción que los miembros de las comunidades establecen entre sí y con el exterior, sin que necesariamente se debilite la perte-nencia étnica de sus miembros.

En los jóvenes, por lo general, es más perceptible el cambio mediante su consumo cultural. Por lo general, han dejado de escuchar el tradicional son de marimba que deleita aún a los adultos y les remite a su vida antes de la guerra; aquellos pre-fieren los grupos de banda o de marimba “modernos”, es decir, electrónicos. Y es que las nuevas generaciones junto con los que se refugiaron 30 años atrás van alterando prácticas cultu-rales de acuerdo a las necesidades derivadas del fenómeno de ciudadanización y ahora del migratorio, en el que se superan las limitaciones geográficas, culturales y políticas. Poco a poco la primera generación de refugiados asume esos cambios, y lo relacionan con el contexto “mexicano”, a pesar de que ocurren tanto en su comunidad como en las aldeas y municipios guate-maltecos, puesto que la transformación de las prácticas cultu-rales es generacional y no nacional.

Hasta el momento, la mayoría de las familias han logrado adaptar su vida a la migración y a los cambios culturales y so-ciales que esta genera, gracias a cierto tipo de “negociaciones” que entre sus habitantes se interpretan como tolerancia. Existe lo que podría llamarse una “regeneración cultural adaptativa”, en la que se reproducen los vínculos que mantienen unidos a los miembros de las comunidades ante fenómenos como el refugio y la migración, al tiempo que se innova y se adoptan pautas cul-turales nuevas, por ejemplo, en el estilo “ch’olo” de vestir y hablar de los jóvenes, y en las nuevas funciones que asumen las mujeres al interior de la comunidad.

Es importante resaltar que el clima de discriminación en el que han crecido los jóvenes y niños los ha orillado a relacionar su cultura o su pertenencia indígena con la pobreza y con el atraso económico. El acelerado cambio y abandono de elementos cul-turales, que antes del refugio funcionaban como marcadores identitarios (como la lengua o el vestido tradicional), se deben cuando menos a dos situaciones concretas:

a) La discriminación hacia el indígena en México y en particular en el estado de Chiapas, lo cual hace que la población indígena sea desvalorizada y produce esta aculturación furtiva. La población indígena de origen guatemalteco se ha sumado a una sociedad estratifica-da que los discrimina doblemente por ser indígenas y por ser refugiados. Con el tiempo, esta discriminación ha sido interiorizada por la población de origen gua-temalteco, y se vive particularmente entre las familias

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que se integraron en comunidades o rancherías mestizas mexicanas, es decir, entre la población que no se estable-ció en campamentos de refugio. En el caso de los refugiados que se mantuvieron en campamentos, y que juntos fundaron su nueva comu-nidad en territorio mexicano, los cambios culturales se observan en menor medida.

b) La ausencia de programas educativos bilingües, o aún mejor interculturales, que permitan a esta población fortale-cerse y valorarse culturalmente, sobre todo en el casode pequeñas poblaciones insertas en comunidades mestizas.

La mayoría de las comunidades de origen guatemalte-co solo cuentan con educación preescolar y primaria, por lo que sus miembros acuden a comunidades aledañas a cursar estudios de secundaria y bachillerato, siendo común que sean señalados como guatemaltecos, refugiados o indios pañaludos (haciendo referencia al traje tradicional de las mujeres gua-temaltecas, que envuelven su falda tradicional, llamada corte, alrededor de la cadera).

Aquellas comunidades con fuerte cohesión interna (pro-ducto de su historia política de refugio y de conformación en el nuevo territorio mexicano) han logrado fortalecer la dimensión cultural e identitaria de las nuevas generaciones (Ruiz, 2007). Un ejemplo evidente son los acatekos de la co-munidad La Gloria, en el municipio La Trinitaria: celebran la fiesta de San Miguel y coronan a la reina indígena acateka ante la presencia de acatekos (es decir, migueleños) de otras comunidades del municipio de La Trinitaria, e incluso del municipio guatemalteco de San Miguel y de migueleños mi-grantes en Estados Unidos, que llegan a la comunidad para la ocasión. Cada año sin falta, los migueleños ofrecen un discurso en el que se resalta la importancia de su cultura y de su lengua, así como la historia de refugio que los obligó a crear la nueva comunidad en México. Por ello, la fiesta pa-tronal y la coronación de la reina es un espacio de alto valor simbólico y ritual, que permite la resistencia cultural y la reconstrucción histórica, al igual que fortalece en las nuevas generaciones el orgullo de ser indígena y acateko mexicano (Ruiz, 2003).

La población acateka de La Gloria también se ha preo-cupado por el rescate de diversas manifestaciones cultura-les migueleñas, como la Danza de la Conquista y la Danza del Venado, que si bien han perdido el sentido ritual que tenían en Guatemala, los danzantes las representan duran-te la procesión del Corpus Christi y luego toda la tarde en la sede de la cofradía comunitaria (Morales, 2010), lo que refleja sin duda el interés de la comunidad por pertenecer

a un complejo cultural mayor, que rebasa la frontera comu-nitaria local y que le permite identificarse como pueblo mi-gueleño desde Guatemala hasta Estados Unidos y Canadá, es decir, con los acatekos migrantes con los que mantienencomunicación. A la vez, el rescate de estas expresiones cultu-rales en el contexto chiapaneco supone también otro objeti-vo, el de presentarse en diferentes eventos cívicos y culturales de la comunidad y de otras localidades, lo cual les posibilita reivindicarse ante las instituciones mexicanas (como la cdi) y otras comunidades indígenas de Chiapas, como pueblo in-dígena con costumbres “ancestrales” y manifestaciones cul-turales propias.

Lo anterior no implica la ausencia de diferencias y tensiones al interior de las comunidades con fuerte sentido de pertenencia étnica. Algunas tensiones se deben a los cambios socioculturales que impulsan los jóvenes, particularmente aquellos que regre-san del contexto migratorio y que han transformado su criterio respecto a temas como la familia y las relaciones de pareja. Si bien continúan compartiendo muchos valores que los hacen miembros de su comunidad, en esos nuevos espacios de socia-lización han comparado sus valores, responsabilidades y roles sociales con otros de su edad, lo que ha promovido una serie de cambios en la forma en que se conciben ellos como jóvenes y en cómo se relacionan con los demás.

Las nuevas generaciones de mames, q’anjob’ales, acatekos, chujes y jakaltecos modifican o cuestionan algunas prácticas “tradicionales”, y contrastan su realidad con otros sistemas de valores a los que se enfrentan en los contextos migratorios, para el que adoptan algunos elementos culturales y rechazan otros, todo con la finalidad de reafirmarse como colectivo orientando la acción a nuevos contextos.

El impacto del refugio, la ciudadanización y la migración ha sido distinto en las comunidades de acuerdo a diversas variables, de las que por falta de espacio solo menciono al-gunas: si mantuvieron su lealtad al movimiento revolucio-nario guatemalteco; si se resistieron a ser desplazados a los estados de Campeche y Quintana Roo; y sobre todo —algo que ha sido decisivo en su conformación y dinámica cultural—, si aceptaron en algún momento retornar a Guatemala o si decidieron quedarse en México y formar por su voluntad una nueva comunidad. Otros elementos que según el con-texto han influido son: la organización en torno a la regu-larización agraria del lugar que habitan, y su composición étnico-religiosa local. Todos estos elementos han dado a cada comunidad de origen guatemalteco un distinto grado de cohesión y de organización política, y los llevan a relacio-narse de diversas maneras con el gobierno municipal y estatal; en suma, a vivir de cierta manera su ciudadanía y a exigir derechos como mexicanos.

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comunidades para correrlos]. Entonces huyeron, algunos hasta lloraron (López, 2003: 160).

Durante el primero de noviembre se celebra a los santos patrones tutelares en las cabeceras mu-nicipales, pero sin incluir al Anjel, ya que este no es un santo. Los santos encabezan la organización social en las cabeceras municipales; incluso han sido parte de la conformación de las identidades locales. Por ejemplo, los pueblos bats’i viniketik y tsel-tales tienen denominaciones a partir de los nombres de sus santos patronos: San Juan en Chamula, San Lorenzo en Zinacantán, Santo Tomás en Oxchuc, San Juan en Cancuc, San Miguel en Mitontic, San Pedro en Chenalhó, y San Ildefonso en Tenejapa. Si bien unos hablan la lengua de los bats’i viniketik y otros hablan tseltal, San Cristóbal de Las Casas—que es el patrón de los kaxlanetik y que vive en Jovel (nombre con el que los bats’i viniketik y los tseltales reconocen a la ciudad de San Cristóbal de Las Casas)— habla solamente español; por eso, los bats’i viniketik y los tseltales se comunican con él o tratan de hacerlo en español (Gutiérrez, 2009: 115-118). Los santos tutelares permiten crear las fronte-ras espaciales y las identidades locales de entre uno u otro municipio, ya que cada uno cuenta con su santo tutelar, como comenta Diego Girón Méndez, tseltal del municipio de Tenejapa:

El señor San Ildefonso era de España, era españolero, pero un tiempo llegó a ser obispo, y de ahí por pocos tiempos los dividieron entre los apóstoles, porque hay muchos apóstoles, por decir, San Cristóbal de Las Ca-sas también es apóstol, Cancuc es apóstol, San Ilde-fonso es apóstol, San Sebastián es apóstol, San Miguel Mitontic es apóstol, San Pedro Chenalhó es apóstol, todos en ese caso son los apóstoles, pero según cuando ellos lo dieron, que ellos buscaran su terreno en cada apóstol, para que lleguen a vivir con su población.

Así, los santos tutelares de los municipios son relacionados con su procedencia ladina como suce-de también en el municipio de Chenalhó, en donde se reconoce a “San Pedro como el gran señor, el gran ladino, dueño y origen de toda autoridad pedrana” (Rasgado y Díaz, 1992: 24). En el caso de Chamula, San Juan no solo es el santo tutelar sino en esencia la divinidad, tal como menciona José Gómez, quien en 2002 fungió como presidente municipal de Chamu-la: “no existe otro Dios delante de San Juan Bautista, el santo patrón del pueblo de Chamula es quien nos defiende, nos limpia de toda maldad y salva nuestras almas”. Asimismo, Lucas Ruiz —bats’i vinik originario

ubicó en el cerro del Junal (“Cerro del Archivo”); sin embargo, en los tres días que dura la fiesta de San Andrés Larráinzar, el Chauk se hace presente a través de fuertes aguaceros, pero en este caso adopta la for-ma del Saxal Chauk, el Rayo Rojo, ya que el crecimiento de los ríos y arroyos ocasiona que la gente se caiga y la arrastre la corriente o que, en un resbalón, su chu’lel, alma, sea atrapada y llevada a las profundi-dades del Junal en calidad de esclava.

Los zoques también distinguen relaciones de con-tradicción y conflicto entre las entidades sagradas y los santos, como en el caso de la entidad pluvial femenina que habita en el mundo terrestre: Piowachue, “la vie-ja que arde”. Se trata de la señora y dueña del volcán, también vinculada a otras entidades pluviales como la Serpiente y su compañero el Rayo, pero particular-mente a Cotzpüt, el dueño del monte y de los animales salvajes. La Piowachue se relaciona de manera ambiva-lente con los habitantes de las localidades. Esta entidad sagrada dio aviso previo a la erupción del volcán El Chichonal en 1982; y aunque los pobladores no ha-yan comprendido su mensaje, fue también ella la cau-sante de la erupción —en represalia a la presencia deexploradores de pozos petroleros que estaban en la zona desde fines del siglo xix— e incluso peleó con algunos santos titulares como San Marcos o San Agustín, que defendían a sus pueblos rompiendo las grandes rocas que lanzaba el volcán en erupción, o bien luchando directamente con “la vieja que arde”.

Las entidades sagradas de la naturaleza no solo es-tán vinculadas con los santos, sino que además man-tienen un nexo de oposición y conflicto con los ladi-nos, como sostiene Juan López González, bats’i vinik oriundo de San Andrés Larráinzar, quien en su libro Peregrinación de nuestros antepasados relata cómo el triunfo de los sanandreseros sobre los ladinos —expulsados en 1974— se debió al señor Baxakmen, dueño de la cueva Sakamch’en, que mediante los mitos de creación fue, como apunta González, la “deidad” que se ubicó en lo que hoy es San Andrés Larráinzar:

Entonces los principales le rezaron al supremocomandante de la cueva de Sakamch’en, le hicie-ron reaccionar su cabeza, porque es poderoso, porque es la cabeza de nuestro pueblo (Baxak-men). Los principales le pidieron su apoyo a nuestro padre Baxakmen, porque nadie puede como él …Con el rezo le hicieron reaccionar al señor Baxakmen porque el pueblo supo actuar con inteligencia, con capacidad y estrategia po-lítica; entonces los ladinos comenzaron a sentir miedo, a sentir temor de que algo les iba a pa-sar, que iban a llegar pronto [las personas de las

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de San Andrés Larráinzar y maestro en Estudios Me-soamericanos de la Facultad de Filosofía y Letras por la Universidad Nacional Autónoma de México (unam) —comenta que “en Chamula están muy aferrados al ser tradicional: católico tradicional. Tienen su imagen y todo. San Juan es el patrón, no puedes decirles algo, porque cuidado, porque es su Dios y creador”.

A los santos tutelares se les reconoce como pa-trones, pero este apelativo jamás es empleado para los Anjeletik, porque su condición ante la comunidad es de naturaleza disímil. En la mayoría de los munici-pios, ambos permanecen como entidades de origen distinto, pero también con proyecciones en los espa-cios locales, pues los Anjeletik fueron obligados a refu-giarse en los cerros sagrados y en la natura-leza, mientras que los santos tutelares se asentaron en las cabeceras municipales, centros neurálgicos del po-der civil y religioso locales. Desde estos dos ámbitos se establecen las relaciones entre ellos, pero al pare-cer no en una posición de subordinación, sino como resultado de la introducción de una estructura de pensamiento externo que los obligó a comprender y reordenar el caos, en términos de las relaciones inter-étnicas que se fijaron en el ámbito de las figuras de poder entre aquellas de origen prehispánico y aque-llas otras derivadas de la evangelización política cristiana (Gutiérrez, 2009: 120).

Los santos tutelares cuidan, protegen y delimitan el territorio pero en calidad de patrones, a diferencia de los Anjeletik que lo hacen en una condición y acti-tud de padres y madres, pues siempre están pendien-tes del quehacer y de la protección que brindan los santos tutelares a la población, además de que dan el alimento y el agua, y cuidan la milpa y salud. No es ca-sual, por ejemplo, que en tseltal el nombre de uno de los Anjeletik sea Tatik ta Lats (Tatik, nuestro padre) e incluso se diga Anjel tatik. En un recuento de la memo-ria colectiva histórica, pareciera que los santos patrones tutelares cumplen la función de los encomenderos del siglo xvi, cuando bajo la figura de la encomienda se les otorgaba cierto número de indígenas de los an-tiguos señoríos, para que, bajo su protección y res-guardo, fueran evangelizados. Juan López plantea que, “por fusión cultural, el pueblo funciona como una encomienda o hacienda. El propietario es San Andrés. En este sentido, el patrón es conceptualizado como el primer ladino sagrado, ya que el término pa-trón, evidentemente, es un concepto español” (López, 2003: 202). No es casual que, en la memoria colectiva de la población, el santo tutelar de San Ildefonso en Tenejapa es asociado con la jerarquía eclesial, puesto que una vez fue obispo; tal referencia le es dada a los

otros santos tutelares municipales. En las investiga-ciones que realiza alrededor de los años setenta del siglo xx en la Selva, entre las poblaciones tseltales mi-grantes de los Altos, Roberta Montagú plantea que para referirse al finquero usaban la palabra “kahual”, cuya escritura correcta sería kajval, término maya-tseltal que significa "mi dueño”, “mi patrón” o “mi se-ñor", que implicaba una profunda reverencia y que a menudo se usaba para nombrar a los mismos santos. Montagú también menciona que le tenían agradeci-miento al finquero por la protección y apoyos que les brindaba, pues en cuanto dueño de la finca era el responsable de cuidar su salud, impedir que los co-merciantes abusaran de ellos, protegerlos de los em-pleados del gobierno, de los caxlanes y del exterior en general (Montagú, 1970: 351). Esto puede ser una respuesta al porqué los bats’i viniketik se remitan al santo tutelar, en cuanto patrono de sus municipios, para hacer referencia a su pertenencia local, pues los de Chamula dicen yo soy de San Juan; los de Larráinzar, soy de San Andrés; los de Mitontic, soy de San Miguel; los de Chenalhó, soy de San Pedro; y los de Zinacantán, soy de San Lorenzo. Desde esta perspectiva, las percepciones tanto del Anjel como del santo tutelar son construcciones históricas acerca de cómo se fueron concretando los procesos de dominio y de relación con las po-blaciones mestizas, al igual que el lugar que tomaron las figuras de evangelización en las construcciones del espacio.

Las relaciones de los Anjeletik con los santos tutelares son de “amistad” y “conflicto”, pero las co-nexiones entre los mismos santos tutelares de los municipios, en algunos casos, son de hermandad, como sucede entre aquellos de predominio tseltal, por ejemplo, San Ildefonso, que vive en Tenejapa, es el menor de tres hermanos: San Juan que vive en Cancuc es el mayor; mientras que Santo Tomás, que se encuentra en Oxchuc, es el segundo. Se da el mis-mo caso entre los bats’i viniketik, ya que San Andrés, que vive en Larráinzar, tiene su hermano mayor, San Antonio, que reside en Simojovel; y San Juan, que radica en Chamula, es el hermano de en medio. En otros casos, los santos tutelares mantienen relaciones y visitas de amistad, tal como documentó Ricardo Pozas en el municipio de Chamula, en los años cin-cuenta del siglo xx. Pozas menciona que, durante la fiesta de San Lorenzo, patrón de Zinacantán, iban a su fiesta los patrones de San Lucas y La Asunción del municipio de Ixtapa, aunque en fechas anteriores también lo hacía San Juan Bautista desde Chamula; y a las fiestas de San Juan iba San Lorenzo a pagar la visita. Asimismo, plantea que existían grupos de

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pueblos que se visitaban mutuamente durante las fiestas del santo tutelar: San Andrés (Larráinzar), Santa María Magdalena, Santa Marta y Santiago for-maban uno de estos grupos (Pozas, 1987: 25-27). Ricardo Pozas plantea que entre ellos había lazos que iban más allá de los encuentros, por lo que, cuando las vírgenes Santa María Magdalena y Santa Marta salían a la fiesta de San Andrés, iban seis cuidado-res con cada una de ellas. Estos guardianes tenían prohibido beber aguardiente, para proteger la vir-ginidad de las santas e impedir que San Andrés abusara de ellas: las vírgenes permanecían solo un día en la fiesta de San Andrés pero no juntas, para que no hubiera celos entre ellas; primero iba San-ta Marta y al día siguiente Santa María Magdalena (Pozas, 1987: 27). Una interpretación del sentido de estas visitas se puede establecer, por una parte, en las relaciones amistosas de interacción que se dan entre las poblaciones de distinta procedencia local y, por otra, en la manifestación que tienen de una vida en común en cuanto pueblos nativos bats’i viniketik.

Las relaciones entre los santos patronos se expre-san en otras prácticas religiosas. Por ejemplo, entre los zoques, el culto católico a los santos a través de las compañías o visitas intercomunitarias estaba muy extendido, y aunque en la actualidad ha disminuido, no ha desaparecido. La compañía es una asociación de culto de corta duración, cuya tarea es llevar una imagen de una localidad a otra que la haya solicitado en ocasión de sus propias fiestas, o devolver una ima-gen tomada en préstamo de otro pueblo (Thomas, 1974: 124). Cada vez que los zoques celebran una fiesta patronal, varios grupos de personas de las co-munidades vecinas llegan en peregrinación. Llevan conjuntos musicales de marimba, tambores y flautas de carrizo; comida y palmas de guaya para adornar los altares. Era común que acudieran los danzantes de Copainalá y Coapilla con la representación de va-rias danzas, por ejemplo, la Encamisada o la danza del tigre o kan etze, que se solían acompañar por una comparsa que recorría las calles y casas hasta reunir-se en el atrio de la iglesia. En los años setenta, las compañías de Rayón se conformaban, al menos, por el alférez —anfitrión de los santos visitantes—, a su vez coordinado por un procurador o mayor, junto con su familia; el “mayordomo de la imagen” y su es-posa (Thomas, 1974: 124); y, finalmente, los músicos (un pitero y varios tamborileros). Los procuradores, gestores de la iglesia, eran los encargados de pedir la visita de los santos a Rayón para las fiestas de San Bartolo, Santa Lucía y el Señor de Esquipulas. En el caso de esta localidad, Thomas documentó que ocho comunidades estaban involucradas en el sistema de intercambios:

... el pueblo zoque de Tapalapa; las minorías zo-ques de los pueblos de Jitotol, Pantepec y Tapilula; las colonias zoques o caseríos restablecidos, o Jaco-nal (municipio de Tapilula), Barrio Santo Domingo (municipio de Ishuatan); las poblaciones bats’i viniketik de la comunidad de Rincón Chamula y de Pueblo Nuevo Solistahuacán. Los informantes sugieren que esta red estuvo en otro tiempo aún más extendida (Thomas, 1974: 124).

Las compañías se trasladan a pie desde una co-munidad a otra cargando la imagen y un estandarte. Cuando están por llegar a la localidad, un mayurdomu o castimayurdomu quema los cohetes de espiga desti-nados para la ocasión y espera a que el alférez local re-ciba al santo visitante. Al escuchar las detonaciones, los cargueros anfitriones se preparan para la ceremonia de recepción y doblan las campanas de la iglesia. La ima-gen permanece por unos días en la localidad anfitriona y posteriormente es devuelta por la compañía de ese lugar. Pero los intercambios ceremoniales no ocurren exclusivamente en las fiestas patronales, sino en todo tipo de celebraciones. Los mayordomos responsables de la organización de las fiestas de los santos y vírge-nes invitan a los “musiqueros violinistos, tamboreros y los rezadores” para que interpreten sones y los ala-bados que acompañarían al pishkat en los rituales. Este pishkat (fiscal), rezador o rezandero, es la máxima autoridad de las ermitas; el consejero ritual y el encar-gado de conducir las oraciones en las ceremonias. En recompensa a su contribución en la fiesta, “se les da su maicito, su botella [de aguardiente]” y otros productos locales, además de la comida ceremonial (tamales, café o atole, galletas y fruta).

Los santos, el Cristo Negro yel Yum Chem entre los ch’oles

Para los ch’oles, el Pan chan o Cielo es el espacio en el que se localizan las estrellas, la morada de los santos y de los chu’lelop buenos, es decir, los espíritus de los ch’oles que ya han muerto, pero tuvieron un buen comportamiento en el Lum, el plano terrestre. De acuerdo con el pensamiento de los ch’oles, cuando una persona muere, su chu’lel (espíritu) asciende al Pan chan para encontrarse con Chuj’ Tiat, mientras que el cuerpo se queda enterrado en el Lum es-perando el día del juicio final en el que Jesucristo decidirá su destino y algunos formarán parte de la Tierra Prometida, al igual que sucederá con los san-tos locales de Tila (San Marcos, San Lucas, la Vir-gen de la Verónica, San Miguel), lo mismo que con los santos tutelares patronos de los municipios ch’oles:

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San Mateo, San Juan y Santo Domingo, patronos de Ti-la, Sabanilla y Palenque; y las vírgenes de la Candelariay de Guadalupe, patronas de los municipios deTumbalá y Salto de Agua, que también viven en el Pan chan. A San Mateo, al igual que a los otros san-tos tutelares, se les reconoce como apóstoles que tra-bajaron con el Cristo, tal como dicen que hicieron San Pedro y San Pablo. Todos ellos no son reconocidos co-mo Nuestro Padre (Chuj’ Tiat), sino como patrones sin esposa. Asimismo, en las festividades se celebra un santo y una santa, como San Miguel y la Virgen de la Verónica, pero entre ellos no son esposos ni con-trapartes masculinas y femeninas en el sentido que lo son el Chuj’ Tiat y la Chuj’ Ña’k que conforman una unidad, ya que son complementarios. En el Lum, que es el plano terrestre, habitan los ch’oles vivos y el Cris-to Negro, “Dueño del Maíz” y al que también reco-nocen como curandero, pues de acuerdo con sus in-terpretaciones de la Biblia, “cuando el Cristo estuvo en la tierra, sanaba a los enfermos, daba la vista a los ciegos; y a los mudos los hizo hablar”. De igual modo, la recursividad entre los planos del “arriba” se hace evidente dentro del sistema de cargos, pues el orden, jerarquía e importancia de este se podría establecer de conformidad con las relaciones que se dan entre el Añti pan chan y el Lum, así como entre el Pan chan y el Lum. En el caso del sistema de cargos, a través de los mayordomos se enlaza el Lum con las estructuras que mantienen el Pan chan y el Añti pan chan, pues las fiestas que enlazan el Lum con el Añti pan chan son aquellas del Cristo Negro, en cuanto "Hijo del Sol y de la Luna", y las de la Virgen de Guadalupe y la Virgen de la Concepción en su connotación de Chuj’ Ña’k. Estas festividades tienen, dentro del sistema de cargos, mayordomos macyunlá, meñol y yostié; el res-to de las fiestas de los santos locales —que relacionan el Lum con el Pan chan— solo cuentan con mayordo-mos mayol y meñol.

Por otra parte, el Ye’bal Lum —el plano de abajo— está dividido en dos espacios. En el primero y más cercano al Lum, vive el Yun Ch’en, dueño del plano subterráneo, al que se le reconoce como Row Wan o como Don Juanito, y las puertas de su casa son las cuevas distribuidas en cada uno de los municipios y de las comunidades, aunque él prefiere habitar en aquellas en donde hay agua. Por esto, los ch’oles di-cen que de la cueva nacen las nubes, el viento y los rayos, espíritus que se encuentran bajo el control de Yun Ch’en. También con él viven animales como las ratas y las víboras, que se comen las plantas y el maíz, al igual que todo tipo de animales del monte como el tigre, el venado, el conejo y el puerco; por eso, como dice don Domingo Parcero, tatuche de la comuni-

dad ch’ol de Nueva Esperanza del municipio de Tila, cuando quieren comer se salen a buscar su comida, su maíz, todo, y cuando ya es de noche regresan otra vez a su cueva, con el Yun Ch’en”. Todos ellos forman parejas que se protegen entre sí y andan acompañados: cuando un ch’ol sale a cazar venado, sale el gato de monte y desvía al perro haciéndole perder la pista, pues el gato es enemigo natural del perro; también está el tepezcuintle, que siempre se mete en los agu-jeros en donde anida la víbora, que no le hace nada. Al Yum Chem se le consulta para saber acerca de cualquier situación de peligro, las enfermedades que tienen un carácter colectivo y los problemas sociales y políticos. Predice los problemas que van a ocurrir en la comunidad; por lo tanto, los pone sobre aviso y les dice cómo deben actuar. Lo consideran el padre de todos los ch’oles, pues se comporta y tiene actitudes paternales; y las poblaciones se relacionan con él de manera filial. Row Wan carece de una representación específica, aunque se habla de su corporeidad antro-pomorfa y de que lo más importante es la fuerza de su voz. Las manifestaciones de Row Wan están en losfenómenos naturales que tienen que ver con el Lum, ya sea perjudicándolo o beneficiándolo, a través de las fuerzas de la naturaleza que están bajo su control como los espíritus de la nube, la lluvia y el rayo. Estos inciden en el Lum, pero mantienen una alteridad con este. Más abajo del espacio en donde habita el Yun Ch’en, está la morada de una entidad relaciona-da con la “maldad” a la que denominan “el Mero Diablo”. En este espacio también habitan los i chu’lel xi’baj, los espíritus de los ch’oles muertos que “tuvie-ron un mal comportamiento” mientras vivían, aunque este lo entienden como su práctica o pertenencia en cuanto brujos o como aquellas personas que mientras vivían sostuvieron algún trato con los wujty (brujos) y por lo tanto con “el Mero diablo”, respecto de lo cual se profundizará más adelante.

La jerarquía entre las entidades sagradas de los diferentes planos se entendería no en el sentido de subordinación y dependencia, sino que cada uno asu-me funciones diferentes de acuerdo con el plano en que habita y que corresponden a sus propias lógicas. Como dice don Domingo Parcero, “entre ellos [Lak Chuj’ Tiat, Lak Chuj’ Ñak’, el Cristo y el Yun Ch’en] se ponen de acuerdo, pero van juntos, a la par, arri-ba y abajo, pero el encargado de dar lo material es el Yun Ch’en”. Esta negociación se puede observar en las peticiones de lluvia que se realizan el 3 de mayo, Día de la Santa Cruz, cuando los tatuches visitan la cue-va de Santa Lucía, una de las puertas del Ye’bal Lum en donde vive el Yun Ch’en, y posteriormente se diri-gen a la iglesia a pedir permiso al Cristo Negro, para

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después subir al cerro de San Antonio, ubicado cerca y justo enfrente del cerro en donde se encuentra la iglesia del Cristo Negro, en la cabecera del municipio de Tila; así, los tatuches, junto con la población ch’ol, realizan durante toda la noche los rituales de peti-ciones de lluvia en la cueva del cerro de San Antonio. En dicha negociación también intervienen Lak Chuj’ Tiat y Lak Chuj’ Ñak, pues como dice don Domingo, “si llueve viene la nube y tapa a Lak’ Chuj’ Ñak, entonces ya viene la Lluvia, ya va a llover. Hoy en la mañana estaba nublado, ya va a llover, quiere llover ya, antier se cambió la Luna, hoy hay nueva Luna, ya anda con el Sol, pero viene atrás, delante el Sol”. En este senti-do, las peticiones de lluvia se podrían interpretar como una intermediación del hombre para propiciar y que se llegue a buen término la negociación y el diálogo entre las entidades de los distintos planos con el fin de que se generen las lluvias. Así, entre los dueños de los diferentes planos del mundo ch’ol existe una correla-ción e interdependencia. El Cristo Negro, en cuanto entidad sagrada del Lum, es dueño del maíz de los cultivos y plantas que se encuentran en el plano te-rrestre; sin embargo, los cultivos dependen del control que ejerce el Yun Ch’en en cuanto que controla las plagas, pues bajo su dominio se hallan las víboras que se comen a las ratas, que a su vez se comen el maíz. Si bien el crecimiento del maíz depende del Yun Ch’en, también se ve supeditado a las entidades sagradas del Chuj’ Tiat y de la Chuj’Na’k, quienes habitan en el Añti pan chan, pues el primero determina el tiempo de siembra y la segunda el tiempo de cosecha. Por lo tanto, el Lum depende de las fuerzas sagradas del Ye’bal Lum y del Añti pan chan.

En cuanto a los animales, por un lado están aquellos que habitan en el Lum, como los caballos, los toros, los de corral y domésticos; y por otro, los queviven en el monte y en el plano subterráneo, que du-rante el día salen al Lum y en la noche se resguar-dan en la cueva en donde viven con el Yun Ch’en. Dentro de la estructura del pensamiento ch’ol, los animales del monte mantienen una identidad entre sí, relacionada con una naturaleza no con-trolada por los humanos, a diferencia de los toros y las vacas que se sujetan a la propiedad privada de los hombres. La información proporcionada por el señor Domingo Parcero, sobre lo que aconte-ció con un finquero de Palenque, evidencia lo que puede suceder con los animales del Lum cuando los dueños no reconocen la existencia del Yun Ch’en y carecen de rituales de intermediación que les permitan conservar un equilibrio entre los ani-males de su propiedad:

Row Wan vivía en Palenque pero se fue a Tila, por-que allá el Señor Manuel Huerta, dueño de una fin-ca de miles de hectáreas con potrero y ganado, se le fueron muriendo una gran cantidad de cabezas sin que se explicaran la causa. Pensaron que las muer-tes se debían a los murciélagos; por eso fueron y prendieron fuego a la cueva, donde estaba Don Juanito [Row Wan] y le quemaron el costado dere-cho del dorso. Por eso se salió de Palenque y se fue a vivir a la comunidad de Carrizal en el municipio de Tila. … El señor Huerta no le prendió su vela, ni le dio nada a cambio a Row Wuan; por eso como castigo le mató a su ganado y de Palenque se fue a vivir a Carrizal. [Su presencia en este último lugar ha ocasionado que llueva y se den en abundancia el maíz, el frijol y la calabaza.]

Este relato, además de marcar la diferencia en-tre los animales del Ye’bal Lum con los que se en-cuentran en el Lum, remite a lo importante que es la presencia del Yum Chem para la bonanza de los cultivos. Asimismo, nos sitúa en las construccio-nes espaciales de los ch’oles. Por un lado, el Yum Chem tiene las entradas de su casa (cuevas) en los cerros de todos los municipios y comunidades con-formando un único territorio compartido. Por otro, los dominios y presencia del Cristo Negro se extien-den a todos los municipios ch’oles, a diferencia de los santos tutelares, ya que el territorio de San Mateo, en cuanto patrono, solo abarca el municipio de Tila; el de San Juan, Sabanilla; el de Santo Domingo, Palenque; el de la Virgen de la Candelaria, Tumbalá; y el de la Virgen de Guadalupe, Salto de Agua. Estas últimas no son Chuj’Ña’k, término con que se designa también a la luna, sino patronas territoriales locales de los mu-nicipios. Aunque todos los santos patrones tutelares viven con el Cristo Negro en el Pan chan y tienen sus dominios en el Lum, su territorio se circuns-cribe a los municipios, a diferencia de la cobertura regional del Cristo Negro y el Yun Ch’en que pro-porcionan una unidad e identidad territorial ch’ol. Similar información etnográfica registró Mario Humberto Ruz entre los tojolabales, al mencionar que bajo una dependencia directa de Dios habitan en la Tierra una serie de “dioses”, la mayoría de los cuales están asociados con los santos de la orden de los dominicos. Ruz sostiene que estos “dioses”, por encargo de Dios, fundaron los pueblos en donde se les venera, ya que los protege. Así, Santo Domingo de Guzmán fundó Chonab (Comitán); Santa Margari-ta, la cabecera municipal de Margaritas; San Mateo, Ixtatán; y San Carlos, Altamirano (Ruz, 1982: 52).

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El plano de abajo

Entre los bats’i viniketik y los tseltales de los Altos, el Olon Balumil es el mundo de abajo de la Tierra en donde, junto con sus familias, viven dos tipos de Chauketik (rayos): el Yaxal Chauk es gris —también reconocido como Anjel— y se le identifica como el mensajero del Jch’ultotik, mientras que el Tsajal Chauk es rojo y se le concibe como el mensajero del Pukuj. Si bien los dos Chauketik habitan en el camino del mundo del abajo, el Rayo Rojo tiene su casa en las profundidades más allá de la morada del Rayo Gris. Las puertas del Olon Balumil son las cuevas que se ubican en los cerros o cenotes en la zona maya.

Al Pukuj no solo se le reconoce por el color rojo de su piel, sino también por su actitud nega-tiva con las familias: ofrece ayuda a las personas cuando estas se encuentran en una situación difícil, pero se cobra los beneficios con sus almas, es de-cir, otorga riquezas para que viva bien la gente, pero solo de manera temporal, ya que después, además de recuperar las riquezas, jala las almas de sus “clien-tes”. El Pukuj vive en lo más profundo del mundo de abajo, ahí en donde se sacrifican las almas hu-manas que todos los días se están quemando, con el fin de extraerles la grasa que el Pukuj utiliza para “guisar sus alimentos”. Asimismo, espanta a las al-mas que están en el mundo, con el propósito de jalarlas y llevarlas adentro de su casa, al k’atinbak (lugar donde se queman los huesos), en donde la lumbre quema los huesos de las almas de las perso-nas que hicieron maldades en el mundo terrestre.

Pukuj, junto con el Tsajal Chauk, adoptó una conducta negativa ante Dios, al querer igualársele y considerarse el máximo creador de las personas de la Tierra y el verdadero “dios”. Así, debido al orgullo de Pukuj, Jch’ultotik lo envió a la oscuridad y mantiene una enemistad con él. Por esta razón, el Tsajal Chauk, en cuanto mensajero del Pukuj, se desquita con las almas de los humanos, a los que persigue hasta su muerte en su camino por la Tierra. Las personas entran en sus propias casas para evitar el peligro que representa la maldad del Tsajal Chauk, que sale por la noche. Esto concuer-da con la información etnográfica que registró Kazuyasu Ochiai, cuando plantea que “los demo-nios merodean en la oscuridad, cuando no hay luz. Durante el día el hombre es observado y protegido por el Sol; los demonios están confinados al infra-mundo. A la inversa, por la noche, cuando el Sol está oculto bajo el horizonte, los demonios salen del inframundo, vagan por la superficie terrestre y atacan a la gente” (Ochiai, 1985: 70).

En el discurso de la población, se relaciona tanto al Pukuj como al Tsajal Chauk con la gente ladina, por la mala actitud que se tiene hacia ellos. Los personali-zan como de piel blanca y rostros cubiertos con barba, pensamientos similares a los del ladino, hablantes en español y capaces de hablar varios idiomas extranje-ros y lenguas nativas, vestidos de pantalón y camisa vaquera, con actitud prepotente y discriminatoria y que se comunican con algunas personas de los pue-blos de Chiapas. En las investigaciones que realizó en los Altos, alrededor de los años setenta del siglo pasa-do, Pitt-Rivers dice que a “los ladinos se les conside-raba como ’mero pukuh’ (pura brujería), creados por Dios no de la noble arcilla de los indios, sino del es-tiércol de los caballos” (Pitt-Rivers, 1970: 21), lo cual nos remite a las construcciones negativas que se tie-nen de los ladinos en cuanto “los otros”, en el marco de su cosmovisión.

Para hacerle frente al Pukuj y al Tsajal Chauk, Jch’ultotik envió a un “ser poderoso” que protege a cada uno de los seres humanos en el plano terrestre cuando él no está: ese ser es el Ojorox, que cuida a las personas para que no sean golpeadas por el Pukuj o el Tsajal Chauk. Cada una de las gentes tiene un Ojorox, que además de cuidarlas, anda detrás de ellas para prote-gerlas en momentos difíciles, custodiarlas y guiarlas en los caminos durante todo el tiempo, pues es un ayudante de Jch’ultotik. Además de ser jpetom-jku-chom ta ch’iel (el que abraza y carga a las personas enla vida), está pendiente del funcionamiento de los cuerpos de las personas, ya que les cuida la salud. El Ojorox vigila a la población durante el día y la noche y va tomando notas de sus actos para finalmente en-tregarlos en una lista a Jch’ultotik, quien, como juez, decide el destino de las personas. Cuando alguien lle-ga a morir, se encarga de abrirle o cerrarle la puerta ta ch’ul vinajel (el cielo), que es la casa de Jch’ultotik. Además, el Ojorox protege las tonas (animales com-pañeros de las personas) que viven en el cerro sagra-do. En el nacimiento de una persona, Jch’ultotik envía una diversidad de animales, cuyo número depende del destino de la persona; por ejemplo, las personas comunes pueden tener de 6 a 12 animales, pero al-guien destinado a ser un gran curandero o un gran sabio obtendrá el número de 13 tonas, que es la ma-yor cantidad de animales compañeros que una per-sona puede recibir. Estas le aportarán inteligencia, fortaleza y sabiduría al alma de la persona. Por eso cuando se muere uno de los más grandes animales compañeros, se debilita el alma y ello ocasiona que decaiga el cuerpo de la gente, llevándola incluso a la muerte. Finalmente, el Ojorox los cubre con sus ma-nos por el frente y por atrás; pone la sombra de su

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cuerpo sobre el cuerpo de las personas, para que la maldad no pase sobre ellas.

Ruz ha documentado que entre los tojolabales, el k’in’inal es un mundo condenado a la oscuridad, en donde reina como amo absoluto el Niwan Pukuj (gran brujo o diablo), también denominado Niwan Winik (gran hombre) o Sombrerón, que tiene su morada en una enorme cueva o en el centro de los cerros más importantes. Ostenta atributos que permi-ten identificarlo con un mestizo, acaso con el mismo hacendado. También es el patrón de los demonios y de los brujos, con sus ayudantes denominados ch’in pukuj. Según Ruz, el Niwan Pukuj posee una persona-lidad dual: rige el mundo subterráneo, donde trabajan, como en el baldío, los muertos “con delito”; y, como “dueño del monte”, es el encargado de propiciar y controlar la caza, porque a él pertenecen todos los animales silvestres. “Ante este personaje se observa una actitud igualmente doble: como dueño del mon-te se le respeta, se le ofrendan velas y se le entonan rezos para solicitar una buena caza; como dueño del infierno se le teme, aunque también se le rinde culto” (Ruz, 1982: 63-64).

Entre los ch’oles, tanto tatuches como iló, compar-ten la cualidad de comunicarse con la entidad sagrada de Row Wan, el dueño del plano subterráneo, aunque ambos también interaccionan con las otras entidades sagradas de los planos de “arriba”, que entre sí de igual modo se comunican. Una interpretación de los datos etnográficos, por ejemplo, lleva a plantear que las en-tidades sagradas Añti pan chan y Pan chan, del Lum,y el Yum Chem del Ye’bal Lum, al igual que los es-pecialistas avocados a ellos, no establecen lazos de comunicación e interacción con el “Mero Diablo”. En todo caso, el Yum Chem mantiene un cierto control pero no de subordinación, pues aquel abre las puer-tas del espacio del “Mero Diablo”, los jueves y viernes, días en que los wujty (brujos) pueden hacer brujería para que los malos espíritus, que están bajo el domi-nio del “Mero Diablo”, puedan sustituir el espíritu de los ch’oles vivos, y de esta manera causarles las diferen-tes enfermedades, no solo a ellos, sino también a los cultivos y a las casas. Así, son los wujty los que sostie-nen comunicación con el “Mero Diablo”, que controla a los malos espíritus bajo su poder y a los que en ch’ol se les llama xi’baj, mientras que a las personas que recurren a los wujty para causar algún daño se les lla-ma xi’baj job, que en ch’ol significa “enemigo”. Mario Humberto Ruz menciona que, según los tojolabales, el Niwan Pukuj auxilia a los brujos para hacer daño y, asociándose con él, un hombre puede obtener dinero en esta vida a cambio de servirle como peón (cuidan-do sus animales) al morir (Ruz, 1982: 64).

De acuerdo con don Juan Encino, tatuche y cu-rador de casa de la cabecera municipal de Tila, entre los ch’oles se tiene la creencia de que los xi’baj incitan “a hacer el mal, te incitan a pecar, a que hagas cosas que perjudiquen a tu prójimo, a alguien, a un niño o a un anciano, a una mujer o a la misma Madre Tierra; vas, haces cosas malas a la Madre Tierra; eso tam-bién es malo, esos son espíritus malignos”. Los xi’baj son los espíritus de aquellos ch’oles que tuvieron un mal comportamiento en vida, pero esto último no puede interpretarse en el sentido de conductas individuales socialmente reprobables, sino como la adscripción a una colectividad en el plano terrestre y cuya perte-nencia trasciende al plano subterráneo, es decir, los xi’baj que habitan en las profundidades del Ye’bal Lum son “aquellos espíritus” de las personas que en vida fueron wujty o xi’baj job. En este mismo senti-do, los “espíritus buenos” son la trascendencia de las personas que mantuvieron un buen comportamiento mientras habitaron en el plano terrestre y que se en-cuentran en el Pan chan en donde comparten el es-pacio con los santos. Así, bajo los términos de “buen comportamiento” se engloba a todos aquellos ch’oles que estuvieron adscritos a colectividades relaciona-das con las entidades de “arriba” —como parte de las mayordomías— o con el Yun ch’en, dueño del plano subterráneo —en relación con los tatuches o iló.

Lo anterior nos coloca, en primera instancia, ante las construcciones de las identidades y alteridades en el interior del sistema católico tradicional entre los ch’oles; es decir, tanto “el nosotros” como “los otros” se caracterizan por la pertenencia a colectividades que hacen interactuar a los individuos vivos con determi-nadas entidades “sagradas” ubicadas en los diferentes planos del mundo, de los que son dueños. Estas identi-dades caracterizan, incluso, al territorio, pues algunas comunidades son reconocidas porque en ellas habita un buen número de wujty, brujos, y de gente rela-cionadas con ellos, xi’baj job, mientras que en otras, como El Carrizal, se distingue la presencia del Yum Chem que hace abundantes la lluvia y los cultivos. Di-chas identidades corresponden a una estructura del pensamiento cuyo sustento está dado por un “arriba” y un “abajo”, que se concretan en la vida cotidiana en el Lum. El hecho de que la pertenencia a una u otra co-lectividad en el plano terrestre se extienda a los otros planos, lleva a plantear la inexistencia de fronteras en-tre los espíritus de los antepasados y los espíritus de los ch’oles en el Lum. Pero las relaciones que se establecen con aquellos espíritus son diferentes, pues depende de qué espíritus se trate, ya que no son lo mismo los que habitan en el Pan chan y aquellos que se encuen-tran en las profundidades del Ye’bal Lum, en el espacio

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dominado por “el Mero Diablo”. Así, tanto a los wujty como al nahualismo mismo se les comprende en el ámbito de los espíritus y de la interacción que se da entre aquellos ubicados en el espacio y bajo el dominio del “Mero diablo”, los xi’baj, y los espíritus de los ch’oles vivos en el Lum. De igual manera, a la enfermedad se le comprende en el ámbito de esta relación e interac-ción; en el sistema de ideas y creencias de los ch’oles, los trastornos encuentran su complemento en los procesos de salud. Por lo tanto, salud y enfermedad, el bien y la maldad, el buen y mal comportamiento, los malos y buenos espíritus son supuestos y ámbitos complementarios que se presentan en la cotidianidadde las poblaciones ch’oles; y que regulan la salud y la enfermedad, las relaciones intraétnicas, el control so-cial e incluso las relaciones de poder. Si bien los wujty se relacionan con los xi’baj bajo la condición exclusiva de hacer la maldad, los iló o curanderos se vincu-lan con los mismos espíritus pero a fin de expulsarlos del cuerpo del enfermo y de regresar a este su propio espíritu, es decir, ambos están conectados con la mal-dad pero desde diferentes posiciones. Los iló pueden incluso regresar el mal a la persona que hizo daño, pero eso no los convierte en wujty, ni significa que tra-bajen con el mal y la maldad o que estén relacionados con el “Diablo”. Tanto los wujty como los iló “saben so-plar”, aunque el wujty utiliza esta acción para mandar los malos espíritus y causar la enfermedad, no así los iló que soplan para expulsar y ahuyentar a los xi’baj de la persona enferma.

Los ch’oles mencionan que el wujty tiene el wuy, “el arte”, es decir, la capacidad de que su espíritu se transforme en animal, en nahual. Esta transformación depende del temperamento del wujty y este adquiere las habilidades y destrezas de los animales, pues según el médico Miguel Gutiérrez, ch’ol de la cabecera mu-nicipal de Tila, se dice que “si se transforma en tla-cuache lo pueden apuñalar, balacear y no se muere tan rápido; si se transforma en gato tiene siete vidas; y si es en tigre, tiene más valor y seguridad”. También puede adquirir la corporeidad de una víbora, jabalí, chivo o perro grande. Si un wujty tiene como nahual al tigre no significa que sea más poderoso que otros, pues todos los nahuales poseen igual poder, aun-que sean de diferentes animales. Si una lechuza, que también es un nahual, canta cerca de la casa de una familia, se le puede ahuyentar con sal, cal, hojas de elote o aventarle piedras para que se vaya; pero si la lechuza ve a los ojos al jefe de la familia, y este tam-bién la ve, entonces se queda ciego. Los wujty también pueden transformarse en fenómenos naturales como rayos; incluso este tipo de transformación indica que se trata de un brujo con mayor poder. En cuanto

nahual del wujty, ese rayo causa daño a la gente y es diferente al que nace de la cueva y que está bajo el control del Yun Ch’en, pues este último rayo forma parte del mismo proceso que relaciona la lluvia, la nube y que repercute en beneficio de los cultivos.

La transformación del espíritu del wujty en ani-mal tiene como finalidad observar a la gente a la que quiere dañar o también espantarlos, ya que el nahual solo tiene el propósito de causar la maldad. Así, el bru-jo siempre requerirá esta transformación para realizar la maldad, aunque “el arte de transformarse” también lo poseen, potencialmente, los iló. Cuando un iló toma la decisión de transformarse, se convierte en wujty per-diendo el contacto que tenía con el Yum Chem y esta-bleciendo uno con “el Mero Diablo”, ya que un iló nunca mantiene una relación directa con este. Sin embargo, entre los bats’i viniketik y tseltales de los Altos, un j-ilol (curandero) también se transforma en vayjel o lab (na-hual), pero para poder luchar, uno a uno y en las mismas condiciones, contra el vayjel del j-ak’ chamel (brujo).

Para los ch’oles, el wujty siempre causará temor, no así el iló que es respetado y reconocido en su cali-dad moral. El wujty genera el desorden, el conflicto y el daño, mientras que el iló se convierte en una suerte de consejero de la comunidad que trabaja para resta-blecer el equilibrio, el orden social fracturado. El iló trabaja con Chuj’ Tiat y también con el Cristo Negro que es curandero, además de ser el dueño del maíz y del plano terrestre. La manera de prevenir enferme-dades provocadas por los malos espíritus o xi’baj es mediante los rituales de “curación de casa”, “curación del potrero” o “curación de los terrenos de cultivo”. Estos son realizados por los iló, “especialistas en cu-ración”, muy reconocidos en la comunidad gracias a que han llevado una vida respetable y continúan “el costumbre” tal como se lo heredaron sus antepa-sados, al mismo tiempo que son personas que han dado su vida al servicio comunitario.

El otro lado del mundo, el “mundo de los enanos”, el “mundo de los mait”

Para los bats’i viniketik y los tseltales, las gentes ena-nas están en el otro lado de la Tierra, en el o’lol ta ak’ubal (la medianoche). Calixta Guiteras, en su obra Los peligros del alma, menciona que debajo de este mundo “existe otro estrato cuadrado, donde moran los yojob, los enanos, gentecilla que nunca ha pecado. Se dice que ellos viven en el O’lol” (Guiteras, 1986: 220), aunque este último término significa “en me-dio”, por lo que tal vez ella quiso en realidad escri-bir Olon que indica “abajo”. Los yojob son seres con intestinos pequeños y el recto muy chico porque casi

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no comen, así que no desechan alimentos, en contrastecon los humanos que comen en exceso. Por estas ra-zones, aquellos tienen las carnes casi sin sangre, se ven pálidos como enfermos, carecen de fuerzas y sus capacidades físicas e intelectuales tampoco están desa-rrolladas. Asimismo, poseen boca pequeña, expresan pocas palabras y su voz es tan aguda que casi no se es-cucha. Estos seres no tienen tiempo de reposo, pues enese mundo no existe la noche, siempre es un día per-manente, de modo que las personas laboran todo el tiempo, sin descanso. Además, su alimentación es in-suficiente, lo que hace que sus cuerpos estén acabados. Los enanos cargan con las manos y llevan, de un lugar a otro, plantas y piedras con espinas, así como rocas con huecos y filos. Por levantar las piedras sufren he-ridas en las manos que nunca sanan, y son muy flacos por el constante trabajo que realizan. El Sol pasa entre este mundo y el mundo de ellos; sin embargo, en su mundo pasa más cerca calentándolo tanto que los ena-nos deben ponerse sombreros de lodo para protegerse.

En el pensamiento ch’ol, el Chuj’ Tiat y la Chuj’ Ña’k transitan a lo largo del Añti pan chan reco-rriendo tanto el Pan chan de los ch’oles como el cielo del “otro mundo”, ya que los envuelve a ambos. Ese otro mundo es como el de ellos y queda debajo de su mundo. No se sabe qué clase de hombres habitan ahí, pero tienen carne y chu’lel (espíritu); su piel es como la de los ch’oles, aunque con mucho pelo: “son peludos como monos” y tienen cola. De acuerdo con lainformación proporcionada en campo, estas “otras personas” son como los españoles que tienen barba, oyen y ven; sin embargo, no duermen, siempre están trabajando, no descansan y no comen, razón por la que se les nombra mait que significa “los que no tienen ano, los que no se ensucian”. Los ch’oles no saben cómo es ese otro mundo y tampoco pueden estar en él ni siquiera en sueños; lo que sí saben es que se trata de un mundo diferente al de ellos.

De acuerdo con las narraciones recogidas entre losbats’i viniketik y los tseltales de los Altos, hace mu-cho tiempo se inundó la zona maya y murieron la mitad de los habitantes. Por el movimiento de la Tierra, una parte de los hombres fueron arrojados al otro lado del planeta; afortunadamente, algunos sobrevivieron pero con una alteración en sus rasgos humanos, ya que se hicieron más pequeños. Los so-brevivientes fueron metidos en ataúdes de lodo para reducir sus cuerpos, lo que causó que sus fuerzas fueran disminuidas. Algunos otros se transformaron en monos que, para regresar a la tierra, se treparon a los árboles pequeños; esto les llevó muchos años, durante los cuales les creció la cola, el cuerpo se les llenó de pelambre y comieron bellotas. En este senti-

do, para los bats’i viniketik y los tseltales, los enanos son sus antecesores que están en el otro lado de la Tierra y desde ahí imploran misericordias a Sat Jch’ultotik (el Sol) para regresar nuevamente. Mario Humberto Ruz ha documentado que entre los tojola-bales se cree que en el otro lado del mundo tojolabal (hacia abajo) vive una clase distinta de hombres, los enanos, que pacientemente aguardan la periódica “vuelta” del mundo, cuando serán situados arriba y los que ahora lo estamos arriba seremos “vueltos en animales o enanos” por Dios y enviados a ocupar su lugar (Ruz, 1982: 55).

Un dato que nos puede ofrecer una pista para un acercamiento interpretativo del mundo de los mait y de los “enanos” está relacionado con el testimonio de don Domingo Parcero, tatuche de la comunidad ch’ol de Nueva Esperanza, Tila, que narra que la situación de conflicto, a raíz del levantamiento armado de 1994, se extendió a la zona baja de Tila, entre 1995 y 1996. En esos tiempos hubo enfrentamientos entre los soldados del ejército mexicano y la población indígena. Al respec-to, Domingo Parcero cuenta que llegaron los mait, ha-bitantes del otro mundo, “el de abajo del mundo ch’ol”:

Cuando hubo guerra, cuando hubo conflicto aquí en El Limar, ya llegaron aquí en Carrizal, los ma-tadores, que vienen aquí en zona baja. Entonces llegaron allí como 30 o 40 personas con su arma, para matarlos allá en Carrizal. Pero bueno, pasaron allí en Carrizal, pero como ahí hay principales todavía, hay como 12 o 15 principales, puros vie-jitos, pensaron ir a la iglesia. Empezaron a decir, cada uno de los viejitos, ¿por qué no vamos a ha-blar con Don Juan? Se fueron a hablar en la no-che, como a las 10 u 11 de la noche, se fueron a la cueva: “vamos a hablar personalmente, para ver qué dice Don Juanito”. Sí llegaron, hablaron en la cueva, entraron en la cueva como 15 o 20 metros dentro: “ahí está [Row Wan], no tengas miedo, di-jeron …”. Entonces ahí llegaron los mait, llegaron al Limar, con su arma, con su metralleta. Vienen en ese carro, vienen en la carretera, se fueron a otro anexo, a otro barrio. Pero ahí en Carrizal llegaron los demás, como 30 o 40 con su arma, pero no tiraron, no agarraron su arma. Y entonces pen-saron los viejitos, se fueron a la cueva a hablar a Don Juanito, para que se regresen otra vez los que quieren matar, para que se regresen a su mundo … Si tienes enemigos, se va a poner una vela allá en la cueva y así no pasa nada. No pasa nada porque entregamos la vela y promesas, así se va el enemi-go. Esa vez que vinieron los mait a zona baja, se regresaron cuando los viejitos estaban hablando

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[con Don Juanito] en la cueva. “Ya no estaban cuando se regresaron ya están por Crucero”, dijo Don Juan, “ya están balaceando allá, él se quedó triste, ya quedó contento en Carrizal”.

La relevancia de este relato nos puede situar en el camino de entender, en primer lugar, cómo “los otros”, los totalmente ajenos y extraños, son cons-truidos en el marco de una cosmovisión, es decir, los habitantes fuera del contexto local, los del “otro lado del mundo”; pero también cómo, ante las amenazas de aquellos otros, intervienen las entidades sagradas para protegerlos, resguardarlos y hacerles frente en el marco de la cosmovisión.

Continuidades y rupturas en las construcciones del mundo. Los protestantismos

Entre los bats’i viniketik de los Altos de Chiapas, para expresar el cambio de lo católico hacia cualquier iglesia protestante o evangélica se dice Tajel ske’lobil Jch’ultotik, que literalmente se traduce como “voy a cambiar cómo ver a mi Dios-Padre”. Esta expresión nos lleva a inter-pretar por una parte la continuidad, pues Jch’ultotik, en cuanto “Nuestro Padre y Ser Creador” permanece y persiste como el mismo Ser Sagrado, independien-temente de la filiación o pertenencia religiosa. Sin embargo, aquella expresión también nos coloca ante la ruptura, ya que las formas de relacionarse con élse transforman; en este sentido y a manera de hipótesis, se plantean el cambio y la continuidad como las pre-misas que permiten interpretar las construcciones del mundo de los múltiples y diversos, de lo que en general denominamos protestantismos haciendo alusión a la pertenencia religiosa a las diferentes iglesias no católicas. Se trata, en todo caso, de interpretar la persistencia con las construcciones del mundo de los católicos tradicionales, así como en marcar los cambios en las ideas y creencias que los alejan de aquellas construcciones.

En el contexto de las continuidades, el señor Ma-nuel J. López Nolasco, pastor de la Iglesia del Nazareno en el municipio de Ixtapa en la zona de los Altos, ar-gumenta que la falta de espiritualidad y el sentido para creer en un solo Dios son las razones por las cuales las poblaciones indígenas cambian del catolicismo al pro-testantismo. Conforme a su experiencia plantea que: “al principio, la gente ha creído en un Dios sin princi-pio ni fin, y que tampoco fue hallado por alguien […]. Cuando asistí a un templo evangélico, observé que coincidían la visión ancestral y La Biblia que establece a un Dios… A partir de ese mensaje me di cuenta que en el Evangelio que hoy se difunde hay similitud con

la creencia nativa, por tales creencias similares se fun-dan iglesias en las comunidades y pueblos de Chiapas”.

En el contexto de la cosmovisión tradicional, al Sol se le nombra Sat Jch’ultotik, es decir, el ojo de Nuestro Sagrado Padre. Este dato es relevante, pues la población protestante se refiere a Dios con este término, tal como lo evidencia Tomas Arias Pérez, bats’i vinik oriundo de San Pedro Chenalhó, cuando argumenta que “somos obra de Jch’ultotik, Nuestro Sagrado Padre, por medio de xojobal Jch’ultotik [con su sombra hizo nuestra car-ne], por lo cual somos sus semejantes, pero de ninguna manera alcanzamos su capacidad sagrada”. Asimismo, Pascual Hernández, originario de San Andrés Larráin-zar, afirma que “Jch’ultotik es un Ser invisible, con una existencia fuera de lo normal y que creó las cosas sobre la Tierra…; al Dios-Sol se alaba cada vez que sale, en mediodía y cuando se oculta cada día”. En este sentido, Miguel Hernández sostiene que los protestantes de origen indígena consideran haber tomado la decisión correcta, porque algunos puntos fundamentales coinci-den con su antigua creencia ancestral: que hay un Dios que refleja su rostro a través del Sol (Sat Jch’ultotik), el cual es el máximo creador y, ahora, para el protes-tante, Jesucristo es representado por el Sol (Hernán-dez, 2005: 85). Pitt-Rivers registró esa idea durante sus investigaciones en los Altos de Chiapas, en los años setenta del siglo xx, ya que planteaba que entre los bats’i viniketik al Sol se le identificaba con Jesu-cristo (Pitt-Rivers, 1970: 23).

En algunos otros casos, el giro hacia otras adscrip-ciones religiosas no implica la fractura de las cons-trucciones del mundo en términos de las ideas y creencias de la “tradición”, tal como argumenta Aída Hernández cuando sostiene que el movimiento re-ligioso presbiteriano en la sierra en el sur de Chiapas se inició a partir de una interpretación de la Biblia y mediante la propia concepción del mundo de los indí-genas mames. Así, el presbiterianismo tenía mucho del ritual característico de la religión tradicional indígena.

Entre la información que obtuvo en campo, Her-nández señala que los padres de sus informantes iban a una cueva que está en el cerro, en donde sacrificaban guajolotes o borregos porque decían que era mandato divino del Antiguo Testamento (Hernández, 2001: 70). En otra de las comunidades, que Hernández denomina Las Ceibas, observó que, entre algunos viejos, a pesar de convertirse en Testigos de Jehová, aún se manifesta-ba la persistencia de una mentalidad mágico religiosa que se explicitaba en las nuevas formas de religiosidad, y por ejemplo, en el planteamiento de que a ellos no se les podía “brujear” porque Jehová los protegía. La informa-ción etnográfica que recogió entre los testigos de Jehová revela que le manifestaron los siguientes hechos:

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Identidad e interculturalidad en los Altos de Chiapas

Leocadio Edgar Sulca Báez*

* Doctor en Antropología e investigador en el Centro de Estudios Superiores de México y Centroamérica (Cesmeca) y en la Universidad de Ciencias y Artes de Chiapas (Unicach)

El propósito de este texto es abordar, de manera sintética, los procesos de cambio que experimenta la sociedad en los Altos de Chiapas, en lo concerniente a la identidad y las relaciones inter-culturales. Con este fin expondré algunos aspectos conceptuales en torno a la identidad y la interculturalidad, para aproximar la reflexión a la dinámica de cambios que experimenta la sociedad en estos aspectos.

La identidad es la dimensión subjetiva de la cultura. A lo largo de su evolución biológica, los seres humanos han lo-grado tomar ventaja frente a las diversas especies, gracias al uso progresivo de los signos y de los símbolos, y esta cualidad les permite transmitir los conocimientos de una generación a otra mediante procesos de enseñanza, a diferencia de las otras especies que para garantizar su supervivencia dependen de la transferencia genética que a su vez predispone acciones instinti-vas para una relación exitosa con el medio exterior.

En ese sentido, la identidad es una cualidad universal que todos los seres humanos poseen como resultado del desa-rrollo particular que han logrado en su evolución, que les dala capacidad de transmitir sus conocimientos mediante di-versos canales de comunicación. La identidad es el resultado de una necesidad: el humano requería establecer la relación con el mundo exterior y reconocer su situación en el univer-so, de manera que “...la necesidad de ubicarse en el espacio, el tiempo y el movimiento del universo mediante los dife-rentes sistemas de interpretación del mundo, es una necesidad ontológica exclusiva y esencial para el homo-sapiens que le orienta en su corta odisea a través del ’planeta azul’” (Diete-rich, 2000: 133).

La identidad, por su naturaleza simbólica, se ubica en el pla-no subjetivo de los actores sociales. El símbolo y el signo son el medio para establecer una relación con la exterioridad. El cere-bro humano utiliza la representación eminentemente ideal para aprender la realidad que existe fuera de su voluntad; sin em-bargo, es preciso reconocer que el hecho de abstraer no justifica que todo el proceso sea reducido a un plano etéreo e inexis-tente. El símbolo representa una realidad fáctica o virtual para llevar a cabo un propósito determinado, por lo que los univer-sos simbólicos están constituidos por signos cuya clave poseen los integrantes del grupo. Estos sistemas simbólicos son ficticios pero efectivos, en tanto permiten al individuo o grupo actuar enel entorno que le corresponde vivir.

La identidad es el sistema subjetivo organizado como un programa que los individuos y grupos construyen e implemen-tan para intervenir en los procesos de interacción social. La identidad colectiva “permite conferir significado a una deter-minada acción” (Pizzorno, 1983: 318); es “la fuente de sentido y experiencia para la gente” (Castells, 1999: 28).

Giménez (1988) expone que la identidad existe bajo una forma objetiva y una forma simbólica y subjetiva; la define desde su dimensión descriptiva y explicativa, y la ve como una red de pertenencias sociales, un sistema de atributos distintivos y como una narrativa de una biografía incanjeable.

Los individuos y grupos someten a examen sus conocimien-tos y criterios para la acción social. Las necesidades y un rango determinado de intereses motivan estos reajustes. La toma de decisiones se gesta en un ámbito de competencias y de aspira-ciones, por lo que el capital simbólico contrasta de manera permanente con la realidad; esta dinámica obliga a los individuos y grupos a la transformación continua de sus identidades, de modo que la identidad se encuentra en constante renovación y selección de sus componentes, proceso que se realiza siempre a partir de los conocimientos previos.

En ese sentido, la expresión recurrente de que los pueblos están perdiendo su identidad es un tanto absurda, por cuanto las tota-lidades simbólicas se redefinen, se actualizan y se renuevan con frecuencia. El espacio, el tiempo y el movimiento son conceptos indispensables para dar cuenta del estado de la materia en deter-minado grado de desarrollo, en este caso la sociedad.

La más ligera observación de las ciudades y los pueblos de Chiapas nos muestra hoy mayor diversidad que antes; por ejem-plo, la literatura antropológica tradicionalmente nos informaba sobre la existencia de grupos indígenas locales en San Cristóbal de Las Casas, con diversas lenguas y cultura, así como ladi-nos de diversos tipos igualmente con culturas particulares en un proceso de interacción social.

El sistema capitalista contemporáneo, aun sin quererlo, inte-gra de manera jerárquica la diversidad al interior de su red, en la que los que acumulan más recursos ocupan un lugar preferen-te. Así, se profundiza la diferenciación económica y social. En esta dinámica, poseedores y desposeídos participan del mismo sistema económico, aunque la cultura presenta una propiedad abierta y a la vez cerrada: abierta para articularse al sistema, y cerrada para cuidar los intereses de los miembros del grupo, en el que los aspectos de la cultura local con valoración positiva enla interacción social pueden mantenerse y desarrollarse de ma-nera satisfactoria.

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Las nuevas condiciones de relación que se establecen a niveles locales mediante la especialización de un grupo, como en el caso de los transportistas de los Altos de Chiapas, genera la emergencia de una identidad ocupacional que colo-ca a los sujetos en un determinado lugar del sistema produc-tivo, donde construyen un grado de identidad que legitima su pertenencia a determinada clasificación dentro de una red social más amplia a nivel regional.

La diferencia cultural se encuentra en permanente trans-formación. No está inscrita en la pugna dicotómica entre tradición y modernidad, porque la estructura local cambia y también el capitalismo toma diversas modalidades: en cuestión de temporalidad, la participación de la cultura local y la pre-sencia de la cultura capitalista es simultánea; en esos térmi-nos, la diversidad es actual, ya que no está representada por la oposición antiguo-nuevo, puesto que ambos son antiguos en su matriz y al mismo tiempo contemporáneos. En ese sentido, no es la condición tradicional la que entra en conflicto con la modernidad; el conflicto se genera a partir de los intereses depositados por los individuos en los diversos aspectos cultu-rales, así que la apropiación de la cultura se da en un ámbito del ejercicio del poder, en una sociedad altamente jerarquizada por las relaciones capitalistas.

Las negociaciones se realizan en un complejo proceso, en el que las relaciones corporativas y clientelares son utilizadas como vías para el acceso a los recursos. En esta dinámica, la jerarquización de los elementos culturales está siempre dirigida por el interés individual y colectivo, que constituye el motor que orienta todos los cambios en los Altos de Chiapas.

En la lucha por el control de los recursos, los indígenas comprenden que el uso de su ser indígena les es favorable en la interacción con el gobierno y con las agencias interna-cionales. Descubren que esa perspectiva folclorista parte del interés externo, porque la heteropercepción se construye a partir de la visión dicotómica bárbaro-civilizado, que con-cibe al indígena como al buen salvaje que se encuentra en armonía con el cosmos y la naturaleza (aunque, en los hechos, los indígenas son los principales destructores de la naturaleza, porque la principal preocupación cotidiana es la sobreviven-cia, para lo cual actúan sobre los recursos disponibles con el propósito de comercializarlos, así que la heteropercepción en el sentido de que los indígenas preservan la naturaleza es falsa). Esta manera de entender el mundo indígena por parte de los organismos financiadores exige determinadas condi-ciones. Tal situación predispone a los indígenas, que des-tacan sus rasgos más visibles con el propósito de ajustarse a los requerimientos de las agencias de financiamiento. En este sentido, “la identidad social y personal forman parte, ante todo, de las expectativas y definiciones que tienen otras personas respecto del individuo cuya identidad se cuestiona” (Goffman, 1986: 126).

Al hablar de los habitantes de los Altos de Chiapas y especí-ficamente de los llamados indígenas, se dice que son humanos con un equipo simbólico actualizado, en función de las nece-sidades y retos de este tiempo, y cuyos elementos culturales seleccionados con ese fin delinean su particularidad concreta. Esos elementos tienen origen en la experiencia del pasado y la prospección de su futuro.

Las facciones económicamente más emprendedoras han orientado sus actividades a la articulación con negocios regio-nales y fuera de los Altos de Chiapas, dejando los espacios que escapan a su capacidad de control, como las actividades del pequeño comercio, el transporte y la administración, con lo que se acentúa la intervención de los grupos indígenas princi-palmente en la periferia.

La antigua homogeneidad de los coletos se fractura, dejando la matriz de los referentes simbólicos del pasado en las facciones poco emprendedoras que prefirieron continuar enganchados a la antigua dinámica económica local, en el mejor de los casos remozada y articulada a concesionarias de negocios a una escala de mayor amplitud territorial, pero la participación de los cole-tos en este aspecto sigue siendo local y segmentada.

En cambio, los que actúan en un ámbito mayor como las inversiones en hotelería fuera del estado, así como en empre-sas distribuidoras y concesionarias internacionales, cambian el grado de relación con la matriz local tradicional, aun cuando mantienen su referente sancristobalense y retornan a las ritua-lidades de la cultura como la Feria de la Primavera y la Paz. Sus referentes simbólicos no se sitúan más en el ámbito local homo-geneizante.

La reclusión en comunidades con criterio de homogeneidad distinguida ya no se ajusta a lo que pasa hoy día en la cuenca de Jovel. Ahora, además de los grupos mencionados, encontramos la masiva presencia de indígenas que se han instalado en la ciudad; ellos migraron por la insostenible crisis en el campo. El creciente desplazamiento humano hacia los núcleos urbanos en Chiapas lleva un claro componente indígena. Su presencia ha cambiado de manera radical el paisaje humano y cultural de la ciudad.

La indianización de la ciudad ha colocado en franca mi-noría a los coletos, coletos de barrio y fuereños (esta última categoría constituida por mexicanos que proceden de distintos puntos del país y que se instalan en la ciudad por diversos mo-tivos, entre los que destaca el aspecto laboral), cuyo incremento en población no puede ser comparable con la masiva presencia indígena. En la ciudad también radican, de manera estable, un cierto número de extranjeros de diverso origen. A esta variada gama de categorías identitarias que participan en la ciudad, hay que agregar a los turistas procedentes de diversos puntos del planeta que la visitan de manera transitoria y continua.

La ciudad, en vez de experimentar la homogeneización, vive la explosión de la diversidad. La diferenciación económica y social está sometida a la reestructuración de las clasificaciones

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identitarias. Se vive una reelaboración del mundo simbólico de los actores sociales y la presencia de múltiples mundos de la vida, igual que en anteriores periodos históricos, con la salve-dad de que ahora se lleva a cabo en una dimensión mayor y a una velocidad vertiginosa.

Actualmente en la ciudad se hablan muchas lenguas, se satisfacen muchos gustos (solo en el gusto culinario se obser-va cocina italiana, francesa, hindú, árabe, china o mexicana de diversas regiones). Se practica una diversidad de religiones más que antes (católica, católica tradicionalista, musulmana, evangé-lica, pentecostal, presbiteriana, creencias y cosmologías locales etcétera). A despecho de las diversas iglesias que pugnan por la universalización de sus creencias, se ha afianzado la nueva Babel.

La ciudad y el campo experimentan la emergencia de clasi-ficaciones identitarias, entendida como el fenómeno que vive la sociedad contemporánea con la conformación de nuevas iden-tidades, así como la reestructuración de las existentes para su participación en el proceso de interacción social, en un contexto de globalización capitalista. Contrariamente a lo esperado por la estandarización, la sociedad establece nuevos núcleos de co-hesión social que se manifiestan en organizaciones, así como en colectivos de adscripción territorial en algunos casos y en siste-mas organizativos, mismos que se ubican jerárquicamente en el nuevo orden de la globalización capitalista.

La experiencia humana indica que en todos los procesos sociales los individuos buscan los núcleos de adscripción y, por más hibridaciones que haya, estos elementos son reconfigura-dos en una nueva estructura relacional que redunda en un nue-vo sistema de cohesión social.

En el caso concreto de Chiapas, existe una masiva emergen-cia de clasificaciones identitarias y surgen innumerables siglas que representan a las agrupaciones sociales, laborales, de géne-ro, de profesión, religiosa y otras.

La reestructuración del sistema capitalista a nivel global y el impulso en su forma neoliberal ha tenido un efecto atomizador en la periferia del capital, en que se experimenta la emergencia de clasificaciones identitarias. Entiendo por identidad emergente al fenómeno de estructuración y reestructuración de la identi-dad colectiva a partir de la quinta globalización capitalista, de modo que los individuos y grupos transforman y actualizan los componentes de su equipamiento simbólico, con el propósito de participar en los procesos de interacción que el nuevo escenario internacional le presenta a los actores sociales, al modificarse las estructuras de relación en los ámbitos nacional y local.

Durante las dos últimas décadas y principalmente en la úl-tima, Chiapas dinamiza de manera consistente la relación de la diversidad. El ansiado sueño de la integración nacional impul-sado por medio de la educación y el desaparecido Instituto Na-cional Indigenista (ini) fue largamente superado por efecto del mercado y los medios de comunicación. Sin embargo, el efecto esperado de homogeneización no se logró tal como pretendía

la política indigenista, sino que contrariamente afloraron la diversidad y la inserción de los miembros de los diversos grupos como protagonistas en el sistema capitalista contemporáneo; esta dinámica reorganiza la actuación de los individuos y gru-pos colocándolos en un renovado sistema escolar en los múl-tiples rubros de acción.

Los indígenas, que habían sido históricamente estigmatiza-dos, sin opciones laborales en algunos rubros de la economía como el transporte, el comercio, y los servicios, encuentran el filón de una veta ocupacional que les permite obtener un nuevo estatus, acceden a una condición económica estable en rela-ción con su situación anterior y participan en el proceso de interacción social al interior de un conjunto organizado y co-hesionado, en el cual se disputan los recursos materiales con otras clasificaciones identitarias, al tiempo que para lograrlo se construye la estructura simbólica para viabilizar sus aspi-raciones. Este proceso genera una gran diferenciación depen-diendo del ámbito económico, social y político en el cual se insertan los sujetos.

Frente al fracaso de la política indigenista por la presencia abrumadora de la globalización, la política de asimilación se re-corre hacia una integración a escala global, para lo que se enar-bola una particular concepción de interculturalidad desde las instituciones globalizadoras.

Desde la perspectiva antropológica, la interculturalidad se ha realizado siempre, los procesos de relación de los humanos a lo lar-go de la historia no requieren demostración y la humanidad en el transcurso de su desarrollo ha estado en permanente interacción en la diversidad y por tanto en la interculturalidad; la constante ha sido que a mayor expansión y dominio, mayor complejidad en las rela-ciones, y las relaciones entre las culturas se han mantenido siempre mediadas por el poder.

Las contradicciones en torno a la concepción de la inter-culturalidad se dan a partir de posicionamientos específicos por la expansión del capital en su forma neoliberal. La repre-sentación oficial de la interculturalidad es criticada porque anula los procesos históricos y las relaciones establecidas por los seres humanos en su vida social; presenta la dife-rencia como dato cosificado; ve la cultura como rasgos, y aspectos como datos muertos (vestuario, lenguaje, ceremonias, etc.); y propone una relación dialógica, un encuentro, como si estos aspectos se encontraran fuera de los procesos de producción y reproducción material y simbólica. Desde esta perspectiva, los diferentes elementos culturales se convierten en objetos de con-sumo, se borra la dimensión de lo real en el otro, y la diferencia se expone como objeto decorativo folclórico; en el fondo es una reedición de la dualidad civilización-barbarie.

Tal perspectiva presenta la diversidad como lo bueno, ce-lebra e impulsa la diferencia acráticamente, desvanece el otro patriarcal violento y prescribe el respeto y la modificación de las actitudes.

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Las relaciones pedagógicas se centran en los sentimientos y las actitudes que deben ser modificadas para la convivencia social, pero desaparece la sobrevivencia. Se impulsa un res-peto obsceno con el argumento de que efectivamente la dife-rencia tiene que ver con las desigualdades, pero aun así hay que respetarla; hay una despolitización de la diferencia y se siembra una fantasía de la armonía, bajo el discurso de un pluralismo muerto y cosificado, de modo que el tratamiento igualitario de las diferencias legitima las relaciones de ex-plotación y dominación.

La perspectiva crítica de la interculturalidad plantea que la in-terculturalidad oficial es un dispositivo de poder que permite la permanencia y el fortalecimiento de estructuras sociales establecidas, y que surge desde los diseños globales del po-der, capital y mercado. Se mantiene el eurocentrismo como perspectiva hegemónica de conocimiento, se afianza la colo-nialidad del saber y hay oposición a la continuidad civilizato-ria indígena. El reconocimiento de la diversidad es una nueva estrategia de dominación, cuyo propósito no es la creación de sociedades más equitativas e igualitarias, sino el control del conflicto étnico.

La interculturalidad funcional no cuestiona las reglas del juego: es perfectamente compatible con la lógica del modelo neoliberal existente y promueve el diálogo y la tolerancia sin tocar las causas de la asimetría social y cultural, mientras que el interculturalismo crítico busca suprimirlas por métodos políti-cos no violentos.

La asimetría social y la discriminación cultural hacen in-viable el diálogo intercultural auténtico, que para ser real exige empezar por visibilizar las causas del no diálogo. Y esto pasa necesariamente por un discurso de crítica social.

La interculturalidad crítica parte del problema del poder, constituye una perspectiva que surge desde la gente, es una cons-trucción desde abajo y plantea una creación de condiciones de poder saber y ser distintos. No es un proyecto étnico de la dife-rencia, sino un proyecto de la reexistencia de la vida misma, un imaginario otro y una agencia otra de convivencia. Resalta su sen-tido contrahegemónico, su orientación con relación al problema estructural colonial y capitalista.

Independientemente de las dos posturas polares, las relacio-nes entre las culturas y la reestructuración de las identidades son una realidad frente a la cual hay necesidad de conocer, entender e intervenir, con el propósito fundamental de crear re-laciones armónicas y equitativas para la humanidad.

El sistema educativo en Chiapas fundamenta su acción a partir de la modernización. Esta se erige como discurso central para propiciar el desarrollo, para lo cual se importan e implementan

los modelos educativos diseñados en función de los requeri-mientos económicos de las grandes transnacionales, mismas que se sintetizan en las directrices establecidas por las organi-zaciones antes mencionadas y que la Secretaría de Educación Pública (sep) se encarga de imponer. Esta acción unilateral es la causa fundamental del fracaso en materia educativa; las carre-ras y sus contenidos poco o nada tienen que ver con los requeri-mientos de la población chiapaneca en su conjunto, porque se imponen programas fuera de la cultura, el contexto y los inte-reses de los habitantes locales.

Los intentos de una educación intercultural desde la estruc-tura institucional en Chiapas son incipientes y débiles, porque se privilegia el aspecto formal entendido como el cumplimiento de directrices y no el tratamiento de las relaciones reales a lo lar-go del proceso educativo. La concepción segmentada de la inter-culturalidad, pensada como asistencia filantrópica a los pueblos originarios, hace poco efectiva la acción institucional, dado que centra su acción en la asimilación de los indígenas al modelo homogeneizador y carece de acciones eficaces dirigidas a modi-ficar la perspectiva racista de los no indígenas. Las dificultades para la implementación de la perspectiva intercultural en el sis-tema educativo se profundizan por la escasa o nula formación del profesorado en aspectos teóricos indispensables para el tra-tamiento de la interculturalidad, como los valores, la identidad, la cultura y las diversas posturas sobre la interculturalidad.

El sistema escolar es solo un aspecto de la sociedad. Para es-tablecer una correcta relación entre el trabajo escolar y la socie-dad es preciso promover el tratamiento de la interculturalidad en toda la sociedad y en todos los aspectos. La segmentación de la interculturalidad orientada solo al ámbito escolar es un gran error. Las relaciones interculturales se dan en toda la sociedad y en todos sus aspectos. La interculturalidad no se reduce al es-pacio escolar; la institución escolar no es una entidad indepen-diente de la sociedad.

Para entender las relaciones entre las culturas (inter) es in-dispensable la comprensión de sus identidades, dado que estos aspectos entran en relación; es un absurdo entender las relacio-nes interculturales sin conocer quiénes son los que se relacionan, y esta afirmación es válida para el ámbito escolar como para el ámbito social.

Las relaciones entre las culturas se seguirán dando con in-tervención institucional o sin ella en condiciones asimétricas. En la etapa actual en que la interculturalidad ha sido puesta institucionalmente en operación bajo una perspectiva particu-lar, hay necesidad de aprovechar sus bondades, y criticar sus defectos e intenciones ideológicas con el propósito de pugnar por una humanidad más armónica y equitativa.

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Por allá, por Comalapa, una mujer empezó a estudiar con nosotros la Biblia, pero después ya no quiso seguir y se volvió espiritista; fundó su propio centro. Un día que hablaba con los espíritus del mal, con los nahuales, le dijeron que no podían entrar a su casa porque tenía libros de los testigos de Jehová en su cuarto… Un anciano del ejido Cuauhtémoc me señalaba al respecto: “Cuando fui comisario, era muy estricto y muchos se enojaban conmigo porque los hacía trabajar en las tareas de la comunidad; entonces unos brujos me amenaza-ron con que sufriría algún mal. Una noche los bru-jos vinieron en forma de perros, pero no entraron. Al otro día contaron que unos hombres no estaban cuidando mi champa y por eso no ‘bían’ podido brujearme… pero no ‘bía’ nadie, fueron los ángeles vigiladores de su pueblo los que me defendieron” (Hernández, 2001: 130-131).

De acuerdo con Hernández Castillo, la “creencia de que Jehová protege a sus seguidores de la influen-cia negativa de los nahuales se encuentra extendida entre los Testigos de Jehová de la región fronteriza”. Esta información que registra Hernández Castillo nos lleva a interpretar que lejos de abandonarse las creencias, en términos del nahualismo relacionados con la salud y la enfermedad cuyo origen es la tras-gresión social, estas continúan presentes en la cons-trucción del mundo de los “protestantismos”.

Otro de los ejemplos de la persistencia de elemen-tos de la tradición es la “envidia”, la cual se considera una de las enfermedades mayormente extendida entre los grupos mayenses. La “envidia” forma parte del con-junto de enfermedades que la población sufre a causa de la pérdida o extravío del chuj’lel; y para curarlas, los curanderos deben celebrar rituales con el fin de regre-sar el chuj’lel al cuerpo de la persona enferma. En gene-ral, los ascensos económicos individuales provocan en-vidias y resentimientos sociales, que pueden motivar a que se recurra a la brujería para enfermar de “envidia”. Esta es detonante de la enfermedad, pues si alguien lo-gra obtener un nivel económico mejor que el resto de la comunidad será presa fácil de que lo envidien, por lo que requiere ayudar a los demás, distribuir sus riquezas y realizar un intercambio de dones para que él o su fami-lia no sufran situaciones funestas y peligrosas. Incluso si una persona comienza a enriquecerse debe seguir apa-rentando que no posee dinero ni riquezas, pues podría padecer enfermedades o daños. En este sentido, la en-fermedad de la “envidia” puede comprenderse como unatrasgresión, que trasciende hacia un desequilibrio so-cial. En las investigaciones que realizó en poblaciones presbiterianas de las colonias de expulsados en la ciudad

de San Cristóbal de Las Casas, Gabriela Robledo en-contró que una de las diferencias que se establecen entre la poblaciones con la gente de la “costumbre” está en el abandono de las creencias relacionadas con la práctica de la brujería. Sin embargo, conforme a la información obtenida en campo en el municipio de Tenejapa, nadie era ajeno, incluidos los protestantes, a las enfermedades causadas por la brujería con motivo de la “envidia”.

De acuerdo con Robledo, en las comunidades, la brujería y la envidia que despierta en los demás la adop-ción de determinadas conductas (por ejemplo, tener mucho trabajo, mucho dinero, mucha cosecha, mucho contacto con los caxlanes, etcétera) son una fuente con-tinua de enfermedad. Esto se traduce en una atmósfera cotidiana de miedo y desconfianza, pues el individuo se siente constantemente amenazado por las malas inten-ciones de los demás. Contra esta amenaza, las nuevas religiones ofrecen al converso la fe en Dios, la cual le permite dejar de creer en los poderes del brujo (Roble-do, 2009: 99). Una de las conclusiones más importan-tes a las que llega Robledo es “que la adopción de otras prácticas religiosas no significan una ruptura con la con-cepción tradicional de salud-enfermedad. La creencia de que esta última se debe a una trasgresión de la moral social, la cual prescribe una relación armoniosa con el entorno, se mantiene” (Robledo, 2009: 99).

La mayoría de las Iglesias protestantes y evangéli-cas se centran en las interpretaciones de la Biblia según su lectura literal y, en un sentido estricto, en la figura de Cristo en el Nuevo Testamento. Sin embargo, los testi-gos de Jehová, a pesar de que se enfocan en la figura de Jehová, en cuanto Padre de Cristo, en la práctica ven las revistas La Atalaya y Despertad al igual que los libros Vivir siempre en el paraíso de la tierra y Razonamien-to como sus principales materiales de apoyo y fuen-tes de reflexión para la interpretación bíblica. Para lamayoría de las Iglesias protestantes y evangélicas, la Biblia, en el sentido cristocéntrico, es la principal fuente de respuestas a la vida cotidiana, no en una exé-gesis que llevaría a plantear los acontecimientos bíblicos de acuerdo con una historia del pueblo israelita, sino como iluminadores de las experiencias ante cualquier situación personal presente. El interés centrado en el estudio y aplicación literal de la Biblia les ha llevado a construir un discurso en que se prioriza el contacto directo con Dios, de tal manera que no necesitan de la intermediación de los santos tutelares. Es común que se recurra a los pasajes bíblicos para argumentar su posi-ción ante las imágenes y los santos, como menciona el señor Manuel J. López Nolasco, bats’i vinik oriundo del municipio de Ixtapa y pastor de “la Iglesia del Nazare-no”: “En el primer mandamiento, Jehová dijo: “No ten-drás dioses ajenos delante de mí. El segundo: amarás a

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tu prójimo como a ti mismo” El primer mandamiento es la clave para entender a Dios, no hay otro similar delante de Jehová; no harás para ti escultura, ni imagen alguna de cosa que está arriba en los cielos, ni abajo en la tierra, ni en las aguas debajo de la tierra. “Dios es celoso cuando lo representan en esculturas”…

Los diversos protestantismos, al romper con las representaciones materiales simbólicas (imágenes), fracturan uno de los núcleos más importantes de la sacralidad comunitaria de los católicos tradicio-nalistas. Juan López menciona que, al introducirse la religión de los Adventistas del Séptimo Día, en San Andrés Larráinzar, se contradice a la cultura y a su patrón, pues para los tradicionalistas fue un acto criminal decir que la fiesta patronal carece de vali-dez ante Jehová, despreciar lo sagrado y a los santos por ser de madera y no aceptarlos como milagrosos y protectores, así como no aceptar los trabajos comuni-tarios y prohibir el consumo del trago creado para ce-lebrar la fiesta de la tierra sagrada (López, 2003: 179). Así, en el contexto de las creencias protestantes, el espacio pierde su referencia religiosa en cuanto lugar protegido por los santos locales. Según Lucas Ruiz, al transmutarse de la religión católica al protestantismo:

Cambia un poco en el sentido de que ya no le gusta hacer las fiestas tradicionales, porque, cuando lee la Biblia, ahí dice que hacer esas esculturas en honor a las imágenes es idolatría y todo. Entonces opta por abandonar sus tradiciones; lo que es la fiesta tradicio-nal ya no la celebra. El pox, el trago, tampoco, porque es pecado desde la perspectiva de ellos. Pero jamás se olvida la lengua, el traje regional; no la abando-nan aunque son evangélicos, sobre todo las mujeres.

Entre la mayoría de los protestantes está prohi-bido fumar y sobre todo ingerir alcohol, por formar parte del pecado personal; pero en estos casos resulta de mayor impacto, porque en el discurso de la cos-movisión de la tradición el pox se trata de una bebida incluida en el ritual religioso, ya que el aguardiente se utiliza en los diversos rituales de curación puesto que entre los ch’oles, por ejemplo, el aroma del lembal no solo protege, sino que además ahuyenta a los malos espíritus que se relacionan con la maldad y la enferme-dad. Sin embargo, los protestantes, ante el excesivo consumo del alcohol, tienen una lectura de domi-nio y sometimiento que llegó con la evangelización española, tal como menciona Pedro González Pérez, bats’i vinik del municipio de Zinacantán y pastor del templo evangélico “Ministro Elim”: “la Conquista española causó debilidades de los poderes naturales de nuestros antepasados, debido al cambio de sus

creencias. Adoptaron algunas actitudes como los vicios, el exceso de alcohol traído y fabricado por los con-quistadores, sufrieron asesinatos bajo su influjo; la violencia familiar, las enfermedades y muertes, las deudas económicas con los ladinos, etcétera”. Pero se reconoce que el licor proveniente de la fermen-tación del jugo de frutas de palma, el nanche y el cacao con maíz (el pozol agrio) eran bebidas que se consumían en las ceremonias, pero sin llegar a emborracharse como argumentan que actualmente hacen los “católicos tradicionales” en las curaciones y los rituales de curación de milpa o en las fiestas pa-tronales. En este sentido, Juan López plantea:

La conversión de los antiguos habitantes de Sakamch’en [San Andrés Larráinzar] al catolicis-mo fue por medio de la fuerza física y la violencia: no la aceptaban porque era religión totalmente he-terogénea a la que practican, pero los sacerdotes la incorporaron con fiestas patronales y cargos reli-giosos. Fue entonces cuando se generó el consumo del trago. [Este], con el tiempo y para que aceptaran beberlo, tuvieron que convertirlo o declararlo bebida sagrada y tradicional, como lo bebían anteriormente los sacerdotes mayas en los actos ceremoniales, reli-giosos y nupciales (López, 2003: 80-81).

Si bien los problemas de alcoholismo han estado presentes en los pueblos de Chiapas, a la persona que se convierte en cristiano le oran para que deje el vi-cio. El testimonio de Juan Sántiz López evidencia el cambio de vida al transmutar de religión y mejorar no solo su vida personal, sino incluso su situación económica: “soy presbiteriano, pero no recibo dine-ro por juntarme con mis hermanos [se refiere a los demás presbiterianos], ahora ya no tomo pox, ahora ahorro más, ya no estoy tan jodido como antes, de mi ahorro compro mis zapatos” (Morales y De Coss, 1999). Asimismo, las mujeres que han optado por el protestantismo observan un atractivo en estas igle-sias, ya que disminuye la violencia intrafamiliar gene-rada por el alcohol. Carolina Rivera Farfán menciona que el discurso de los evangélicos, en particular de los pentecostales, enfatiza un cambio de vida por lo que se habla de un “antes”, un “durante” y un “después”, y la transformación hacia una “vida nueva” de converso gracias a su fe (Rivera et al., 2005: 74). Esto con-cuerda con lo que registra Gabriela Robledo en sus investigaciones con población presbiteriana en la ciu-dad de San Cristóbal de Las Casas, cuando plantea que “lo característico de los relatos de conversión es esta estructura narrativa dual en la que se describe una trasformación individual que parte de un estilo

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de vida anterior, experimentado como negativo, y un estilo de vida posterior, valorado como positivo”. Entre ambos, plantea Robledo, hay un “punto de de-marcación que alude a un acontecimiento o hecho ex-traordinario, el cual provoca la conversión” (Robledo, 2009: 93). Semejante información registramos entre los ch’oles del municipio, en donde un miembro de la Iglesia de Dios manifestaba haberse incorporado a esta Iglesia porque sanó de una grave enfermedad.

De acuerdo con los datos obtenidos en campo en lacolonia La Hormiga de la ciudad de San Cristóbal de las Casas, la población presbiteriana interpreta que los pentecostales dan más tiempo y margen a la emotividad, a diferencia de ellos quienes se perciben en un plano equilibrado pues conjugan el tiempo dedicado al canto y la oración con el aprendizaje de la Biblia. Según Gaspar Morquecho, entre los presbiterianos existe la preocupa-ción de que ocurra una posible desbandada de miem-bros hacia al pentecostalismo, debido a una liturgia bas-tante espiritualizada, en términos de lo que llaman una “Teología del cielo”, en la que dan mayor cauce a los hilos de la emoción, lo cual rompe con un ritual frío y tran-quilo de los presbiterianos (Morquecho, 1998: 109). El mundo analógico de los protestantismos, en particular los presbiterianos, les conduce a estar con un pie en el espacio “de este mundo” y la preocupación del “espacio futuro” después de la muerte. Esto lleva a una relación con lo sagrado que, en principio, rompe con la naturale-za sacralizada en el sentido que le atribuyen los tradicio-nalistas católicos y por lo tanto con las percepciones del espacio y de los sentidos comunitarios que se constru-yen en el marco de lo católico tradicional.

La ruptura con una naturaleza sacralizada también se relaciona con el alejamiento respecto de la medicina tradicional, tal como argumenta don Antonio Pérez, mé-dico tradicional, originario de Tenejapa, pero que actual-mente vive en la ciudad de San Cristóbal de Las Casas: “depresbiteriano, de católico, de otras religiones, así como el cristianismo, así es que eso todavía necesitan la medi-cina [de tradición], pero los pentecosteses, que le llaman la religión pentecostés, el ministro o el predicador de esa religión, le dice que ya no se necesita la medicina, que basta con la gracia de Dios que lo pide”. De acuerdo con los argumentos de Mariano Jiménez Sántiz, origi-nario del municipio de Chenalhó y pastor de la Iglesia Emmanuel “Ríos de Agua Viva” en la cabecera munici-pal, para su Iglesia, los procesos de sanidad tienen como base las acciones de vida, así como el estudio bíblico en las células familiares de cada sábado, la visita a las casas de los enfermos para que oren por los problemas de sa-lud y la salvación de sus almas. Asimismo, Jiménez Sán-tiz manifestó que existe la creencia de que la salud y la salvación “solo se logran cuando la persona se arrepien-

te de sus pecados y acepta a Cristo como su salvador personal. Así, la sanidad de un enfermo se realiza a través de la oración, poniendo la mano sobre la cabe-za para curar cualquier tipo de males [imposición de manos]”. En este sentido, la mayoría de las Iglesias recu-rren a la curación por la fe, ya que mediante la oración se logra la salud. Por ejemplo, uno de los informantes de la Iglesia de Dios, en el municipio de Tila, comentó que, cuando alguien se enfermaba, se mandaba a llamar a los ancianos para que se recuperara la salud a través de la oración, pues para ellos ésta última bastaba y no era necesario recurrir a la medicina de hierbas. Pero la curación por la oración también es una herramienta de proselitismo, ya que une la fe y los milagros.

Una característica común de los evangélicos y de los pentecostales es la invocación al Espíritu Santo y a sus dones espirituales extraordinarios, como los de sanación, visión, profecía, interpretación de lenguas o discernimiento que los fieles reconocen en algunos de ellos; así, los fieles se caracterizan por el énfasis en el proceso de renovación en el seno del Espíritu Santo que experimentan al convertirse (Rivera, et al., 2005: 74). Pierre Bastian plantea que estos cultos se encuen-tran en afinidad electiva con el chamanismo ancestral, pues el milenarismo pentecostal con las prácticas tau-matúrgicas que revive y el habla en lenguas extrañas (glosolalia) se inscriben en continuidad con el universo ancestral indígena. Finalmente, Bastian señala que, al igual que como sucede con el catolicismo costumbrista, las nuevas religiones disponen de un cuerpo de espe-cialistas indígenas de lo religioso: los pastores y evange-listas, a menudo antiguos chamanes, son creadores de sociabilidades religiosas étnicas (Bastian, 2007: 175).

En términos generales, podemos concluir que el cambio para ser protestante o evangélico, de esta o aquella iglesia, se da en el contexto de una relativa ruptura con elementos originados en lo “católico”, pero que no siempre implican la fractura con las ideas y creencias emanadas de la “tradición”; es decir, al parecer el cambio de adscripción religiosa se presen-ta como una ruptura hacia lo “católico”, pero como una continuidad, aunque no lineal ni absoluta, de lo “tradicional”. Todo esto sugiere un serio cuestio-namiento a seguir denominando estos procesos como “conversiones religiosas”: es como plantear que con los procesos de evangelización durante la Colonia se sustituyeron las creencias basadas en una tradición por las concepciones cristianas católicas, absorbiendo éstas y desechando aquellas. Más bien podría decirse que las “nuevas” creencias han sido adaptadas a una construcción del pensamiento y del mundo, llevan-do a que el cambio sea supeditado a la continuidad. Es bajo este prisma de complejidad heterogénea de

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las pertenencias religiosas que las identidades se han complejizado en los municipios indígenas de Chiapas.

La teología india y la creación de la IglesiaAutóctona Tseltal

La teología de la liberación, según Michael Löwy, es la expresión de un vasto movimiento social que, a prin-cipios de los años sesenta, abarcaba sectores signi-ficativos en el interior de las estructuras de la Iglesia, movimientos religiosos laicos, redes pastorales po-pularmente cimentadas y Comunidades Eclesiales deBase (ceb) y diversas organizaciones populares crea-das por estas últimas comunidades. De acuerdo con el mismo Löwy, sin este movimiento social no se po-drían comprender fenómenos sociales e históricos como el surgimiento de un nuevo movimiento de los trabajadores en Brasil y el inicio de la revolución en Centroamérica (Löwy, 1999: 47). A partir de estos movimientos y como resultado del Concilio Vaticano ii, se consolida la teología de la liberación como un proyecto eclesiástico para la construcción de un mo-delo de Iglesia latinoamericana que opta preferen-temente por los pobres y que encuentra su concre-ción en las Conferencias Generales del Episcopado Latinoamericano celebradas en Medellín, Colombia (1965); Puebla, México (1978); y Santo Domingo, República Dominicana (1992). Esta teología se con-vierte en un nuevo paradigma para numerosos sec-tores eclesiásticos en América Latina.

La pastoral de Samuel Ruiz se insertó, en térmi-nos generales, al paradigma de la teología de la libera-ción, pero con la variedad de la teología india, la cual, por una parte, abarca la reflexión sobre la religión precolombina y, por otra, aspira a ser una teología o reflexión cristiana que consiste en mirar el mensaje cristiano desde las propias culturas de las poblaciones indias (Marcos, 1998: 34). El proceso histórico de esta pastoral en la zona de las Cañadas en los municipios de la Selva, en particular en el territorio selvático de Ocosingo, se caracteriza porque la teología india dio paso a la creación de la Iglesia Autóctona, la cual ha sido, sin duda, la reforma conciliar de mayor impacto entre la pastoral de la diócesis de San Cristóbal de Las Casas y sobre la cual se desarrollaron nuevas estrate-gias de evangelización. Con la entusiasta participación de los catequistas indígenas, se comenzó a construir la base de esta nueva Iglesia: la aceptación de la lengua in-dígena como medio de comunicación y de propagación del mensaje religioso fue el primer ladrillo en semejante edificación; posteriormente, la incorporación de sím-bolos y prácticas rituales indígenas dentro de la liturgia católica, todo esto con el claro objetivo de construir un

nuevo catolicismo “encarnado en la cultura” de la población indígena chiapaneca, de modo que la cul-tura indígena fue asumida como elemento teológico a partir de la cual “encontrar la fe de Dios”.

Inspirados en el documento Ad Gentes (1965), es-crito en el marco del Concilio Vaticano ii, los misioneros de la diócesis de San Cristóbal de Las Casas abrieron la posibilidad de reflexionar en torno al desarrollo de “una evangelización encarnada, dinamizadora de la cultura, liberadora de los antivalores, pluralista a la vi-vencia de la fe, y enriquecedora del rostro indígena” (Iribarren, 1997: 21). Este documento conciliar fue el puntal teológico que resolvió la mayor preocupación del obispo Samuel Ruiz en relación con el impacto de aculturación de la evangelización católica en las comu-nidades indígenas. La idea inicial llevó a una reflexión sobre las costumbres de la cultura tseltal; posterior-mente, surgió la posibilidad de reconocer la existencia de un sacerdote y de una Iglesia tseltal que, compro-metida con la situación económica y política de las comunidades, pudiese incorporar elementos cultura-les a una nueva estructura institucional de la Iglesia, como la participación de las mujeres en la homilía, o el papel de las asambleas comunitarias a manera de espa-cios de interpretación colectiva de los textos bíblicos.

Sin duda, ese movimiento cultural en el interior de la Iglesia sacudía las estructuras más inflexibles de la institución, pero el obispo Samuel Ruiz con su visión progresista no las desechó de principio y decidió convocar a reflexiones más abiertas sobre el tema con teólogos, antropólogos y sociólogos. Para 1975, la reflexión y los cursos de los catequistas en torno a la Iglesia Autóctona ocupaba todo el debate en la comunidad católica de la diócesis de San Cristóbal de Las Casas, y en este mismo año el obispo nombró a los primeros prediáconos indígenas. La apuestano fue sencilla: los presbíteros de la diócesis de San Cristóbal de Las Casas, enfrentaron un debate inter-no sobre los alcances de este nuevo cargo dentro de los cánones institucionales de la Iglesia Católica Apos-tólica y Romana, al mismo tiempo que se preocupa-ron por respetar las condiciones de las comunidades indígenas. Después de 1975, la diócesis de San Cristóbalde Las Casas ya no fue la misma. La Iglesia tseltal y el diaconato conformaron un mismo tema asumido protagónicamente por los catequistas y los nuevos servidores de las comunidades: los prediáconos o también llamados tuhuneles. En la zona tseltal dicho ministerio significa “servidor”, y se refiere indistinta-mente tanto al diácono oficialmente ordenado, como al prediácono en su fase de preparación.

Desde el comienzo, la creación de la figura del pre-diácono en la zona tseltal de las Cañadas tuvo un alcance

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inimaginable. El entusiasmo de las comunidades con respecto al acceso a este cargo fue proporcional al en-tusiasmo con el que las asambleas comunitarias descu-brían en las lecturas bíblicas del Éxodo las claves para comprender el significado liberador que podía implicar su propia migración a la selva. Un hecho significativo que expresa la entusiasta aceptación del nuevo minis-terio en las comunidades indígenas de la selva, fue el intenso debate respecto al ropaje que debía usar el pre-diácono para distinguirse. Algunos proponían vestir el traje tradicional, situación un poco complicada pa-ra el caso de las Cañadas, pues en realidad ese ya no existía y unos más estaban en desacuerdo porque los remitía a los tiempos de la finca cuando solo podían usar un pantalón de manta; otros en cambio, propo-nían que el prediácono usara algo nuevo, que le diera presencia “como al obispo”. El símbolo distintivo que actualmente utilizan tanto diáconos como prediáco-nos es una cinta laboriosamente bordada.

Otro de los debates giró en torno a la ceremonia que deberían realizar en el momento de la aceptación del cargo. Las banderas, los tambores y el copal fueron los ele-mentos seleccionados como indispensables de la cultura tseltal y que en adelante estarían presentes en cualquier ceremonia católica celebrada por los prediáconos; las mazorcas de maíz y los granos de frijol se sumaron al ornamento de las ceremonias y de la eucaristía.

Desde sus inicios, el trabajo sacramental de los tuhu-neles fue muy bien recibido y, con el ánimo de no inter-ferir en las formas “tradicionales” de expresión ritual, los curas se apoyaron en los principales de cada comunidad para el asesoramiento permanente al diácono; actual-mente el grupo de cuatro o cinco principales en cada comunidad funciona como un comité de asesores en todo aquello relacionado con “las costumbres tradi-cionales”. El tuhunel es, en las comunidades indígenas, considerado una autoridad vinculada a la autoridad de los principales, que tradicionalmente se ocupaban de realizar las celebraciones religiosas: los matrimonios tradicionales, los rezos por enfermedad o por muer-te, así como los rituales de corte agrícola en el ojo de agua, en las esquinas de las milpas o de la construcción de una vivienda; sin embargo, es interesante observar cómo el tuhunel es el que introduce elementos neta-mente bíblicos, pues realiza la lectura de la Biblia, la oración, la comunión y la bendición en cada uno de estos rituales tradicionales, de los que generalmente se encargaban los principales sin hacer referencia ex-plícita a la Palabra de Dios en los términos formales de la religión católica. Entonces, la tradición se ha ido evangelizando a sí misma, y los propios indígenas sin la presencia física de un sacerdote lo han integrado a su bagaje ceremonial.

En la época en que surgió el ministerio del tuhunel en la diócesis de San Cristóbal de Las Casas, se tomó en cuenta el análisis de la realidad en la acción evangelizado-ra. Las comunidades indígenas de las Cañadas, por ejem-plo, comenzaron a cobrar conciencia de la realidad de opresión económica y política en la que vivían. Los mi-sioneros del equipo tseltal entendieron la liberación de lascomunidades como un don de Dios que se logra a tra-vés del esfuerzo comunitario; asimismo, observaron que la liberación de los pueblos es un proceso histó-rico que nace en la conversión personal y estructural de la sociedad y, en este sentido, asumieron que la construcción de la Iglesia Autóctona Tseltal era el mejor camino para alcanzar la liberación del pueblo, desde el pueblo, y la creación del ministerio del tu-hunel se visualizó como un instrumento del cambio social en un marco eminentemente teológico.

De acuerdo con Iribarren, el nombramiento de los prediáconos también sirvió “para que se recuperaran cargos, servicios y fiestas que se habían olvidado a su salida de los pueblos viejos y de las fincas a la selva”, ya que, en la etapa de catequesis inicial (mediados de los años cincuenta hasta los setenta del siglo xx), ni mi-sioneros, ni los propios catequistas comprendieron las costumbres de los pueblos indígenas; “así se lee en unas notas de los catequistas, ’empezó a llegar a nues-tro corazón cómo hacían fiestas antiguamente, cuando estaban en las fincas y en sus pueblos antiguos; había capitán, principal, caporal’” (Iribarren, 1997: 31).

De forma paralela, en la misión de Ocosingo-Al-tamirano se desarrolló el debate en torno a las buenas y malas costumbres de la cultura indígena, compatibles ono con la Palabra de Dios, y susceptibles de ser incorpo-radas como principios de la nueva Iglesia Autóctona Tseltal, con lo que se inició un proceso de reinven-ción cultural, de tal manera que, como plantea Iriba-rren, “la cultura ha sido evangelizada y la evangelización y la liturgia han sido culturalizadas” (Iribarren, 1985: 64). En el contexto de las denominadas “buenas costumbres”, resaltaron aquellas prácticas que entrañaban la “solidari-dad” y el “respeto a la comunidad”, como en el caso de laayuda para la construcción de casas, en términos de costum-bres buenas. Asimismo, ciertas prácticas y creencias religiosas cobraron vida en la Iglesia y dejaron de ser consideradas incorrectas e idolátricas para convertirse en elementos distintivos de una iglesia comprometida y sensible con la realidad de sus feligreses: “antes la gente creía que el Dios era el Sol o la Luna o el agua y la tierra, pero ahora ya sabemos que todo eso es la ’gracia de nues-tro señor’ que lo dio para que lo respetemos y ahora que estamos recuperando las costumbres de los antepasados ya no es porque sean dioses como antes sino por respe-to” (catequista de la comunidad de Ibarra, 2002).

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Posiblemente uno de los rasgos más característicos de las pobla-ciones indígenas americanas es lo que, desde un punto de vista europeo y sin ningún sesgo despectivo, podríamos llamar su volubilidad. Los indígenas muestran un gran interés e incluso entusiasmo por las ideas que proceden de fuera, adoptándolas con facilidad y mostrando, de paso, una aparente infidelidad ha-cia las propias; mas estas adhesiones raramente duran, pues tar-de o temprano son abandonadas o sustituidas por otras, a veces parecidas, pero a menudo distintas e incluso opuestas.

Reconocemos aquí el motivo de la inconstancia indígena. Mucho de la relación indígena con las ideas europeas y las prác-ticas a ellas asociadas parecen regirse por esta pauta extraña. Ideas, doctrinas, compromisos políticos, religiosos u otros —el Dios verdadero, el desarrollo, la revolución, la ecología, la mo-dernidad, los derechos humanos— son tan pronto acogidos como súbitamente abandonados por los indígenas. Por ejem-plo, un indígena que hasta hace unos días empleaba un lenguaje maoísta, hoy da culto al Dios de los testigos de Jehová y mañana abogará por la recuperación de la cultura tradicional, o vicever-sa. No es fácil precisar en qué consiste exactamente este modo de ser, pero quienes han tenido una relación suficientemente prolongada con poblaciones indígenas —misioneros, coope-rantes, antropólogos, funcionarios, médicos, activistas políti-cos…— lo observan como algo profundamente desconcertante.

Podemos tomar como ejemplo el caso de las conversiones indígenas a nuevas Iglesias u organizaciones religiosas, una elec-ción que no es casual, pues, además de ser un fenómeno general en toda la América indígena, en ella se revelan con especial cla-ridad cuestiones relativas a las nociones indígenas, tales como el cambio, la verdad o la identidad.

Lo sorprendente de estas conversiones no es tanto el hetero-géneo mosaico de Iglesias en los pueblos indígenas, cuanto, por una parte, la facilidad con la que los indígenas se convierten a una religión, lo mismo que la transitoriedad de la adhesión. Tarde o temprano —más temprano que tarde— los indígenas abandonan su Iglesia y se adscriben a una nueva. Más que un mosaico reli-gioso, parece un caleidoscopio.

Un amigo tseltal de Chiapas, por ejemplo, nació en una familia que no tenía religión —según se designan a sí mismos aquellos a quienes la etnografía denomina tradicionalistas o cos-tumbristas. De joven, junto con otras familias, se hizo católi-co y llegó a ocupar ciertos puestos en la organización. Cuatro años después se adhirió a la Iglesia presbiteriana. Tras migrar a

Las fidelidades transitorias

Pedro Pitarch*

la ciudad de San Cristóbal de Las Casas se unió a un grupo ad-ventista. Pero volvió a beber alcohol y durante varios años dejó la religión. Más adelante, se hizo parte de una organización pentecostal, superó el alcoholismo y recuperó a su familia. Luego él, pero no su familia, prácticamente abandonó su con-gregación tras enfrentarse a sus compañeros, para participar en una organización política de izquierda radical en una región rural. Volvió entonces a la ciudad para trabajar en una organi-zación gubernamental de recuperación de la cultura tradicional.Actualmente tiene cerca de 40 años de edad y medita adherirse a un grupo neopentecostal. Ahora bien, un itinerario así no es nada excepcional en el panorama de las vidas indígenas contemporá-neas: la frecuencia y facilidad de los cambios es la nota predomi-nante. Por otra parte, las conversiones se producen a menudo de manera colectiva y, a veces, masivamente: de la noche a la mañana un barrio, una aldea, un municipio entero abandona una Iglesia y se adscribe a otra.

No deseo dar la impresión de que se trata de adhesiones fingidas o identificaciones estratégicas por las cuales los indí-genas se convertirían solo nominalmente para así obtener algún beneficio, fuese este el que fuese, mientras seguirían voluntaria y conscientemente dando culto a sus antiguos dioses. Todo in-dica que los indígenas que se incorporan a una nueva Iglesia tratan, en la medida de sus posibilidades, de ser miembros fieles y fervientes. Las nuevas filiaciones son vividas con un gran en-tusiasmo y esperanza. Más aún, la identificación con una Iglesia o comunidad religiosa es considerada incompatible con la per-tenencia a otras adscripciones religiosas o la práctica de acti-vidades rituales distintas. Por ejemplo, pese a la tentación, se evitan los tratamientos chamánicos tradicionales (aunque sin duda existen relapsos), y en algunos casos, como entre los neopente-costales, acudir al médico es criticado como un signo de falta de auténtica fe, es decir, de duda en la capacidad de sanación direc-ta de Dios. Así, pues, contra el lugar común etnológico de acuerdocon el cual se presume que las culturas indígenas tienden a producir rápidas síntesis religiosas —lo que se ha dado en llamar sincretis-mo—, en la práctica parece existir de hecho un escrupuloso respeto por las formas rituales canónicas de cada Iglesia.

Una vez que se abandona una Iglesia, pareciera que se olvi-dara todo lo que allí se aprendió. La experiencia no parece dejar huella, en lo que los sociólogos llaman la persona religiosa. Se trata de una actitud muy diferente, pues, del eclecticismo reli-gioso característico de tantas otras poblaciones no indígenas de América Latina. En estos casos cabría esperar que se partici-pe simultáneamente en varias Iglesias y agencias místicas de

* Profesor titular en el Departamento de Historia de América ii (Antropología de Améri-ca), Universidad Complutense de Madrid.

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curación, como por ejemplo el catolicismo, el espiritismo y los cultos afroamericanos, que usan con propósitos muy prag-máticos, y cuyas prácticas no se distinguen fácilmente y se mez-clan barrocamente entre sí. Por el contrario, el mundo indígena descubre una pauta consecutiva de aceptación exclusiva y abandono posterior, sin que estos movimientos se vean acompañados por cierto de una crisis de conversión o renuncia. La suya es, por así decir, una fidelidad transitoria.

Con todo, lo más significativo es que los cambios de ads-cripción religiosa no se producen ni remotamente por razones de carácter doctrinario. No es la doctrina, el contenido de la predicación misionera, lo que interesa a los indígenas. A los ojos indígenas tampoco son cuestiones de carácter doctrinario lo que distingue una religión de otra. En su lugar, el atractivo reside en lo que cada Iglesia ofrece para vivir con salud y prosperidad, evitando el mal y la enfermedad, mediante una modificación parcial de los procedimientos de fabricación y mantenimiento del cuerpo. Puesto que el alma representa el aspecto de la persona que se da desde el nacimiento y no es factible de modificación en el curso de la vida, el cuerpo es aquello destinado a ser trans-formado. En una perspectiva indígena, pues, la moralidad está depositada en el cuerpo, y el interés en las Iglesias estriba en su potencial capacidad de reconstitución de este. Al ser cuestio-nado acerca de lo que caracteriza a su religión, un indígena no responderá hablando de lo que cree (esta religión afirma esto, aquella lo otro); ni siquiera, necesariamente, precisará las di-ferencias en las actividades litúrgicas. En cambio, mencionará fundamentalmente lo bien o relativamente bien que funciona sureligión para curarse (no es que las otras no curen, pero lo ha-cen peor, y probablemente el tratamiento resulte más caro), y sobre todo qué disciplina corporal y alimenticia le impone su Iglesia: qué está permitido y prohibido comer y beber, con quién y en qué medida se pueden tener relaciones sexuales, cuánto dinero hay que desembolsar a cambio de la pertenencia,etcétera. Uno de los rasgos más celebrados de las Iglesias neopentecostales es que son muy calientes: la música y los cantos de sus celebraciones ponen al cuerpo en un estado de calor que, si bien implica riesgos, le inmuniza contra las enfermedades.

Una vez más, el interés corporal por las nuevas Iglesias no debe interpretarse como producto de una mentalidad utilitarista —conforme a las motivaciones de nuestra economía política dela persona—o por un tipo de razón práctica, al menos no exclu-sivamente. En la búsqueda de una nueva religión existe también una genuina curiosidad por conocer aquello que es distinto, nuevo y procede del afuera (por más que esta curiosidad no sea sostenida). En la medida en que la cultura europea y sus religio-nes —o sus doctrinas de manera más general— son pensadas como diferente —de hecho, la antítesis del sí mismo indígena—, representan un valor que puede ser apropiado. Pero esto no sig-nifica que lo occidental sea necesariamente asimilado; más bien, es mantenido diferenciado, entre paréntesis, en el interior de la

cultura indígena, sin que se produzca una verdadera mezcla. En una ocasión en que pregunté a un indígena tsotsil [bats’i vini-ketik] la razón por la que cambiaba tan a menudo de religión, pues, según me había explicado, lo había hecho varias veces en los últimos años, me respondió: “por conocer”. Por conocer no se entiende una especie de sabiduría profunda, sino más bien una curiosidad pasajera, tal y como entre los indígenas se habla de ir a pasear a la ciudad para conocerla, pese a que el viaje pueda representar una gran inversión de tiempo y recursos. Por lo demás, tal vez este símil entre el paseo y la conversión a las religiones europeas no sea inadecuado, dado que, desde un punto de vista narrativo, la sucesión de conversiones son contadas como si se tratara de un itinerario geográfico, no de tentativas fallidas, sino de acumulación de experiencias en las que se traba cierto conocimiento; un itinerario, sin embargo, sin una trayectoria fijada, en el que lo más importante es el desplazamiento mismo.

En todo caso, ¿cabría esperar una respuesta así de alguien for-mado en la razón europea que explicara de este modo los motivos de su cambio de filiación religiosa o política? En las identifica-ciones religiosas indígenas hay, pues, una vocación por conocer y entablar relaciones con los extranjeros y su mundo, lo cual no deja de ser un rasgo bien conocido de las culturas amerindias en general. Lo decisivo es que el conocimiento y establecimiento de la relación con lo extranjero se base en una identificación provi-sional con el objeto de obtener conocimiento, en una especie de mímesis. Es una actitud hacia el saber casi opuesta de la occiden-tal, en que para conocer se requiere la distancia y la perspectiva, lo cual demanda imparcialidad —no ser parte— y entonces per-mite aceptar que lo que se describe existe independientemente de la percepción personal.

Para un antropólogo, pongamos por caso, convertirse a una religión con el fin de estudiarla, es decir, identificarse con ella, no solo perjudicaría su capacidad de comprenderla —lo que es algo un poco distinto de conocerla—, sino que, además, esta conversión circunstancial no podría considerarse en rigor como tal. (Por supuesto, hay quienes se convierten como resultado de su estudio, o la estudian porque forman parte previamente de ella, pero se trata de una actitud muy distinta.) Como enseguida ve-remos, para los indígenas, identificarse no es creer en aquello con lo que uno se identifica.

En las conversiones religiosas, encontramos un interés por la transformación del cuerpo, no del alma, y una adhesión religio-sa intensa aunque transitoria, impulsada en parte por un genui-no interés por conocer e incorporar fragmentos del mundo de fuera. Para nuestro sentido común occidental todo esto puede parecer un poco extraño. Damos por supuesto que el cambio re-ligioso es el resultado de una crisis en la que las creencias tradi-cionales se vuelven inservibles o al menos resultan insuficientes, y este cambio supone en cierto modo también una traición, una infidelidad. Un giro de filiación religiosa o política equivale a un

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rechazo de la línea de descendencia y por tanto de los orígenes, es decir, de la identidad. Pero lo que nos muestra el mundo indí-gena americano es un tipo de cultura que impele a la conversión incesante, y que aquello que llamamos infidelidad —la no iden-tidad— es en realidad una parte integrante de su sí mismo, del modo indígena de ser.

La historia de la relación entre indígenas y europeos, desde el siglo xvi hasta el presente, está marcada por este modo. En lugar de resistirse a la predicación y la conversión, los indios se mues-tran atraídos por ella, pero este interés resulta incapaz de quedar impreso de una manera durable. La relación entre misioneros e indígenas está guiada por una pauta bien conocida que se re-pite con pocas variaciones: primero, el deslumbramiento ante la atracción indígena por la nueva religión y el rapidísimo avance de las conversiones, pues en muy breve tiempo la Iglesia gana miles o, como en el caso del centro de México, millones de almas de indígenas a menudo fervientes; después —en un lapso varia-ble, pero que no suele ser muy largo—, la decepción misionera al constatar la superficialidad de la cristianización y el desape-go de los indios hacia la nueva religión, que desata las acusacio-nes de los religiosos sobre la flaqueza y veleidad del carácter indí-gena; finalmente, la postura desengañada y el intento de alcanzar con los indígenas un modus vivendi aceptable para ambas partes, especialmente la de los misioneros. Es una pauta cíclica que se repite desde el siglo xvi.

Por ejemplo, el misionero jesuita Ricardo Falla parece encon-trarse en esta primera fase de deslumbramiento, cuando describe a sus conversos indígenas a la Acción Católica en la Guatemala de la década de 1960. Ricardo Falla (1975: v) explica cómo la conversión de población quiché le hizo descubrir el carácter de totalidad de la adhesión entre los conversos, y este carácter “consistía en la dispo-sición a perder la vida, si era necesario, antes de cambiar de creen-cias”. (Es probable que estos mismos indios se adhirieran a alguna Iglesia evangélica poco tiempo después.) En cambio, un misionero de origen vasco en el pueblo guatemalteco de Panajachel, tras 22 años de ejercicio, parece hallarse en la última fase del ciclo, cuan-do le explicó en 1989 a la antropóloga Manuela Cantón (1998:102) las razones por las que los indígenas se convertían al evangelismo: “porque los evangélicos aseguran que pueden curar a la gente, y el indígena es muy supersticioso y teme mucho las enfermedades”; “la naturaleza misma del indígena, que acostumbra a sentirse líder, lee dos veces la Biblia y se siente capaz de abandonar el catolicismo y levantar su propia Iglesia... no tienen una fe profunda, son veleido-sos y muy independientes... sí, son fervorosos y muy piadosos, pero no llegan a Dios por amor sino por temor”; es así como “conectan rápidamente con estas sectas, que fomentan el miedo a Dios y las supersticiones que los indígenas tienen desde antiguo”. Para que los indígenas se conviertan en cristianos fieles deben dejar de ser indígenas; pero, paradójicamente, las misiones se intere-san por los indígenas precisamente porque lo son.

En un ensayo sobre la atracción en el siglo xvi de los in-dígenas tupinambas del Brasil por la religión cristiana, Vivei-ros de Castro (2002) cita al jesuita Antonio de Vieira, que en cuestiones relativas a la doctrina de la fe distingue dos tipos de naciones. Unas son naturalmente duras, tenaces y constantes; se defienden, se obstinan, argumentan, replican, incluso re-curren a las armas, pero una vez que se han rendido y acep-tan la fe, se mantienen en ella firmes y constantes; son —dice Vieira— como estatuas de mármol, que, una vez terminadas, no requieren más trabajo. Otras naciones, en cambio, como las de los indígenas del Brasil, aceptan todo lo que se les dice con gran facilidad y docilidad, sin argumentar, sin dudar, sin resistir, pero son inconstantes e indiferentes a la fe; son como estatuas de mirto, que sin las tijeras de podar del jardinero pierden su nueva apariencia y vuelven a su brutalidad antigua y natural. Según Vieira, la dificultad para la conversión no reside en unas creencias dogmáticas, sino en la ausencia de dogma: los tupi-nambas son incapaces de creer.

La dificultad para creer, o más exactamente la indiferencia por estar en lo cierto, parece un aspecto clave para entender la relación de los indígenas tanto con su propia cultura como con las ideologías europeas. La creencia se basa en prestar asenti-miento firme a algo considerándolo una verdad indudable. Pero los indígenas muestran muy poco gusto por la verdado no manifiestan tener necesidad de esta noción. Ya hemos visto como las cuestiones doctrinarias no despiertan ningún interés entre los conversos; pero lo más extravagante es que estas se planteen en términos de certeza: la existencia de un Dios ver-dadero (o falso), de una religión verdadera, de unas palabras verdaderas. No es que las otras religiones estén también en lo cierto, aunque sea solo en parte; es que no hay verdad.

Si por religión entendemos un conjunto de creencias sobre lo sagrado, los indígenas no tienen propiamente una religión en la certeza de lo sagrado. En este sentido, no observo en la cultura indígena una religión tradicional o propia capaz de suministrar un corpus de creencias dirigido a producir una verdad, unas creencias susceptibles de mezclarse o ser sustitui-das por otras. Sin duda los indígenas pueden adoptar nuevas religiones —lo hicieron con mayor o menor entusiasmo en el siglo xvi, y lo están haciendo en la actualidad—, pero tam-bién pueden vivir perfectamente sin religión. Podría decirse, de hecho, que este es el destino natural de las conceptualiza-ciones indígenas. Así, pues, cuando los tseltales que no se han adherido a una de las nuevas Iglesias y que siguen la tradición se llaman a sí mismos tame ma ayukotik religión (quienes no tene-mos religión o, quizá de manera más precisa, quienes no estamos en religión), me parece que están formulando una observación sumamente pertinente, mucho más productiva, de hecho, que el supuesto antropológico —de nuestra antropología— sobre el carácter universal del fenómeno religioso.

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En este proceso, los catequistas y tuhuneles se con-virtieron en los actores indispensables para la organi-zación y orientación de la vida comunitaria. Parte central de su función fue erradicar las “malas cos-tumbres” y aquellas prácticas que mantenían a los sujetos en “la opresión”, a través de “la borrachera yla matazón,” tal como fueron reinterpretadas las figuras de los curanderos y brujos. De esta mane-ra, los especialistas en sanar o dañar el equilibrio de los componentes anímicos fueron revalorados y asumidos por la población, desde una óptica cató-lica de satanización, por lo que debían ser erradica-dos. A partir de entonces la labor de los curanderos y brujos fue rechazada en las comunidades:

Cuando entró la Palabra de Dios se perdió el respeto, antes a los viejitos se les saludaba y se les respetaba porque si no venía la enfermedad, ahora ya no, ya se perdió eso. Antes si no se compartía el dinero que ga-nabas, si no dabas aunque sea un regalito, cigarro, refresco, algo, también venía la enfermedad, cuan-do entró la palabra de Dios dice que así ya no sirve porque hay más pleito, si porque te enfermaste, te va a decir el brujo quién te mandó el mal y vas a ir a echar el pleito, pero cuando entró la Palabra de Dios ya no es así (Garrucha, 2001).

Con la llegada de “la Palabra de Dios” y la pro-funda evangelización que logró implementar la diócesis de San Cristóbal de Las Casas, las creencias acerca de brujos capaces de controlar espíritus ani-males devoradores del alma de las personas (espí-ritus malignos que en tseltal son llamados lab), así como curanderos capaces de enfrentar a esas fuerzas destructoras, se catalogaron como negati-vas y en consecuencia quedaron fuera de la prác-tica de la Iglesia Autóctona Tseltal. En este sen-tido, la población recuerda que antes de la llegadade la “Palabra de Dios” existían sujetos facultados pa-ra dañar o restaurar la composición anímica, es decir, brujos y curanderos (que en la mayoría de los casos eran los mismos sujetos). Los brujos, a través de susrezos, podían capturar y vender a la fuerza del mal a los animales compañeros de las personas, con lo que estas enfermaban y su vida peligraba. Asimismo, ejercían un control directo sobre sus propios compo-nentes anímicos —e incluso podían transformarse a voluntad en ellos—, y en ese terreno ejercían daño a las personas. Los poshtawaneletik o curanderos, por su parte, podían contrarrestar la acción de los brujos: al encauzar con sus rezos a los animales compañe-ros de los enfermos; al ofrendar y negociar con las fuerzas del mal, para que liberaran las almas de

los pacientes, mismas que habían capturado por intermediación de los brujos; o bien, al transformarse en sus propios animales compañeros y luchar di-rectamente contra los brujos causantes del mal. Así, curanderos y brujos contaban con la facultad de con-trolar sus componentes anímicos e incidir en los del resto de las personas. Se creía que eran poseedores de una composición anímica extremadamente fuerte. Por oposición, las personas sin estas facultades so-lo accidentalmente podían conocer su composición anímica y carecían de mayor control sobre esta.

Los testimonios registrados en la comunidad de Ibarra nos muestran esta reelaboración del pensamiento en que lo relacionado con la bruje-ría sucumbe ante los modelos de pensarse como comunidad:

Antes cuando no había palabra de Dios había mu-cha brujería y los brujos o pulsadores curaban perotrabajaban para el demonio, pues él también mues-tra su milagro para que lo sigas; por eso lo creía la gente que sí curaba, pero el problema también es que se mataba mucho la gente, porque así por la envidia se mandaban la enfermedad y luego ahí tenías que ir a reclamar qué es lo que te hicieron ...Ahora que entró la Palabra de Dios estamos analizando bien qué es lo bueno que hacían los antepasados, porque algo bueno tenían no puro matazón y vamos a hacer caso de su sabiduría que tenían, de las plantas que curan la enferme-dad. El brujo antes sí curaba con plantas pero no muy decía a la gente cuáles usa porque ese es su negocio, ahora la gente que conoce y es católica sí dice cuáles son las plantas que curan, porque así lo dice Jesucristo que se ayuden entre los her-manos y que no tengan su negocio (catequista de la comunidad de Ibarra, 2002).

En buena medida, los indígenas adoptaron la es-tructura y la doctrina planteada por la diócesis, puesto que tales planteamientos daban respuesta puntual a las nuevas condiciones de la población. En este proceso de evangelización pueden reconocerse dos momentos claramente diferenciados. En el primero, la diócesis buscó erradicar al conjunto de los ele-mentos que acompañaban a la figura de los brujos, A saber: una concepción del alma distinta de la tradición católica, el reconocimiento a la autori-dad fincado en el poder de los componentes aní-micos de los sujetos y la existencia de curanderos que combatían a los brujos en sus propios terre-nos, en tanto poseedores de poderosos espíritus animales; entre otras valoraciones. En un segundo

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momento, la diócesis pretendió dar marcha atrás al grado de aculturación que parecía haber gene-rado. Como parte del mea culpa formulado por el personal de la institución, y siempre en una lógi-ca maniquea de clasificación de las costumbres, los sacerdotes intentaron recuperar la figura de los an-cianos o principales, e incluso la propia figura de los curanderos, pues tal como señala Page Pliego:

…a finales de los años ochenta, la Iglesia católica realizó una revisión y evaluación de sus acciones en torno a la medicina tradicional, reconside-rando su posición al respecto. Como resultado, la comunidad se encontró ante la disyuntiva de retomar, refuncionalizar o rechazar las prácticasmédicas tradicionales; finalmente se inclinó por refuncionalizarla y emprendió acciones para hacer una recuperación sistematizada de su medicina herbolaria y eliminó los elementosideológicos y religiosos (Page, 1994: 110).

El objetivo principal de la Iglesia Autóctona Tseltal fue adquirir una identidad propia que co-rrespondiera con la identidad de los sujetos que la conformaban, así como incorporar en su seno la visión indígena del mundo, las creencias, los ritos y las costumbres, todo ello en consonancia y coherencia con la Palabra de Dios, tal como explicitó el obispo Samuel Ruiz al señalar lo siguiente:

...nos preocuparemos por rescatar, fortalecer, transmitir y hacer vida nuestros ritos y ceremo-nias tradicionales: los rezos en las cuevas, la ora-ción en los cerros, en los nacimientos de agua en los cuatro puntos cardinales; la música regional, y las danzas, los ritos por los enfermos, y en los partos; al quemar las velas a principio mitad y fin de año; al sembrar el maíz, al inicio de la tem-porada de lluvias, y al término de las cosechas; los ayunos, el saludo al corazón y la ceremonia de caracol alrededor de la iglesia: todo esto nos sirve mucho para vivir y expresar la vida cristiana (dió-cesis de San Cristóbal de Las Casas, 2000: 21).

En el transcurso de más de tres decenios, los resultados de este proyecto evangelizador son tan-gibles y se observa una profunda transformación en las poblaciones que han trabajado al lado de la diócesis. Son expresiones de una nueva dinámica religiosa que adoptaron los indígenas y que ha con-tribuido a la transformación de su historia y de su cultura, que ha apuntado hacia un proceso de re-valoración cultural, las siguientes: la introducción

de nuevos cargos y autoridades en la organización social como los catequistas y los diáconos; la crea-ción de vínculos regionales en torno a la organización religiosa y la conmemoración de encuentros, asam-bleas y foros de discusión; así como la celebración de nuevas prácticas rituales. Dichos cambios en la religiosidad y la organización social de estas po-blaciones han tenido tal arraigo que actualmente constituyen elementos de la vida cotidiana, de la tradición y de la estructura social.

Otro elemento más para comprender el éxito del trabajo evangelizador de la Iglesia católica bajo el tutelaje obispal de Samuel Ruiz, entre los indígenas de las Cañadas, fue precisamente el hecho de colocar a la comunidad como el eje de la vida y la salvación religiosa. A través de asambleas comunitarias, y de la participación activa de todos los miembros de la comunidad, la efectividad de la cohesión social y el valor comunitario comenzaron a tener referen-tes prácticos visiblemente positivos para los sujetos que, frente a las adversidades de la pobreza, encon-traron en el apoyo y solidaridad mutua una posi-bilidad de mejorar sus condiciones de vida. Así, la comunidad es comprendida, desde el discurso reli-gioso, como el camino de la salvación.

En ese sentido, la noción de “pecado”, entendida como una ruptura en las relaciones de la comuni-dad con Dios, no se ubica como una ruptura perso-nal que depende o recae en un individuo, sino que alcanza una dimensión social con un origen fuera del individuo. Es decir, para muchas comunidades indígenas que se han adscrito y forman parte de la Iglesia Autóctona, el origen del pecado son funda-mentalmente la pobreza y la injusticia que han padecido sistemáticamente. De esta manera, la abso-lución del “pecado social” se enmarca en las prácticas colectivas que buscan la transformación profunda de las causas que lo provocan. Esta visión ha hecho que la teología india que sustenta a la Iglesia Autóctona sea un espacio fundamental de reflexión y toma de conciencia de las condiciones de vida y opresión de las comunidades indígenas.

Antes aunque sí había Palabra de Dios no decían cómo amar a Dios, después cuando hicieron los ca-tequistas, diáconos y principales se vio que, con el trabajo de la comunidad, es la forma de amar a Dios, la organización también enseñó cómo trabajar y luchar y es como Jesucristo que vino a morir por nosotros, él es el más justo porque no pecó pero igual murió, así nosotros, si tenemos que morir en la guerra no es por gusto es por la liberación de nuestro pueblo (Garrucha, 2001).

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Ante la actitud de sensibilidad social orientada a comprender los signos de los tiempos que asumió la pastoral de la diócesis, las oraciones y liturgias di-rigidas por catequistas y tuhuneles indígenas frente a sus comunidades se transformaron en espacios de reflexión y crítica social. Así, de manera paralela, los catequistas y tuhuneles, fundamentalmente en la re-gión de las Cañadas y en algunas comunidades de los Altos se convirtieron en los líderes que impulsaron la lucha agraria, al mismo tiempo que se fueron apro-piando del espacio de la iglesia como una expresión de su propio proceso de revaloración étnica. Ellos se volvieron agentes de profundos cambios; y su com-promiso con la organización y la defensa agraria los condujo a participar activamente en el congreso in-dígena de 1974, y poco después, en 1975, a fundar organizaciones de lucha campesina como la Quiptik ta lecubtesel, a promover la defensa de los derechos humanos ante la represiva respuesta gubernamental a sus demandas a partir de 1980, así como a formar parte importante de las bases del movimiento zapa-tista en 1994.

Los registros etnográficos respecto de las co-munidades revelan que la población se refería a los dueños de los planos terrestre y subterráneo como una creación de “Nuestro Sagrado Padre”, que, con-forme a las cosmovisiones de los pueblos indíge-nas, se trataba del “Sol”, tal como se argumentó al principio de este ensayo (Jch’ultotik entre los bats’i viniketik, y Jch’ultotik entre los tseltales de los Altos; Lak Chuj’ Tiat entre los ch’oles; Ajwalatik Dyos entre los tojolabales, y Dios Jama entre los zoques). En este sentido, la etnografía nos conduce a interpretar que las poblaciones indígenas, sobre todo los católicos tradicionales, se relacionan con el Sol no solo en un carácter filial, sino que también lo conciben como el Ser creador de todo lo que existe: de la Luna, las entidades sagradas del “arriba” y el “abajo”, y todo lo que conforma la naturaleza (animales, plantas, mine-rales y los hombres mayas, los cuales forman parte de la naturaleza). En conclusión, podría decirse queen estas sociedades se sostiene un monoteísmoque gira alrededor del Sol, y se podría conceptuar a los dueños de los planos o mundos como “entidades sagradas” de la naturaleza, las cuales son resultado de la obra creadora de un Ser Sagrado, el “Sol”. Estas entidades tienen “agencia”, en la medida que poseen voluntad, decisiones y sentimientos; pero en la dis-cusión antropológica de las relaciones entre hombre (cultura) y naturaleza, se observa que en el pensa-miento de estas poblaciones no hay una separación entre la naturaleza y cultura, de tal manera que tal dicotomía, como ámbitos separados, es inexisten-

te en las cosmovisiones de estas poblaciones. Más bien tendríamos que interpretar, en términos de la cosmovisión de los católicos tradicionales, una naturaleza culturizada, en el sentido de que las entidades sagradas de la naturaleza se confor-man, se estructuran, relacionan y comportan bajo las estructuras de las propias sociedades; a la vez el hombre está conformado bajo los lineamientos de la misma naturaleza.

Tomando como punto de partida las reflexiones de Foucault sobre la trayectoria de la historia, y a la luz de los resultados de este ensayo, podemos plan-tear que no hay una historia lineal y totalizadora entre las construcciones del mundo de los católicos tradicionales, los protestantes y de la teología india, ya que estas “se yuxtaponen, se suceden, se encabal-gan y se entrecruzan, sin que se las pueda reducir a esquemas lineales de continuidad” (Foucault, 2010: 18). El ambiente, los contextos particulares locales, los procesos de evangelización diferenciados rela-cionados, incluso, a las inercias de procesos globalesreligiosos, entre otros factores, han influido para el amplio abanico de construcciones del mundo en las poblaciones indígenas del estado de Chiapas. Estas cons-trucciones no solo se concretan como estructuras depensamiento, sino que tienen como contraparte las acciones, de tal manera que es insuficiente concep-tuar las cosmovisiones solamente en el ámbito de las ideas y creencias, si éstas en el mismo concepto no incluyen las acciones en cuanto prácticas indivi-duales y colectivas. En lo que se refiere a las acciones, socialmente construidas, ellas adquieren sentido y encuentran su comprensión en el marco de las cosmovisiones. Por lo tanto, podemos asegurar que la vida cotidiana de las poblaciones indígenas está imbuida de relaciones complejas de recursividad que se establecen entre las ideas y creencias, por un lado, y las acciones individuales y colectivas, por el otro. El término complejidad se aplica en su sentido literal, "complexus, lo que está entretejido", ya que las cosmovisiones entretejen los ámbitos sim-bólicos de representación del mundo con las formas de asumir los diferentes aspectos de la salud y la en-fermedad, las formas de organizarse y estructuras de poder comunitarias, las cuales llevan a las inte-racciones intraétnicas-interétnicas y por lo tanto de las identidades, a la reproducción alimentaria (so-bre todo si estamos ante sociedades esencialmente agrícolas) e incluso a las construcciones del espacio y el territorio.

Finalmente, la cosmovisión, de acuerdo con el concepto de López Austin, es un macrosistema su-mamente complejo —y añadiríamos entretejido—

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en el cual sus elementos son heterogéneos y estos deben ser evaluados tomando en cuenta sus di-ferentes grados de abstracción, jerarquía, capaci-dad de articulación y coherencia con el conjunto. En otras palabras, es un macrosistema relacional que asocia y vincula los elementos confirién-doles orden y unidad, que tiene su origen en laspercepciones y acciones cotidianas individuales y colectivas (López, 2007: 99). Este concepto, inelu-diblemente, permite comprender la estructura de pensamiento de los católicos tradicionales, en el que los planos (mundos) mantienen una heteroge-neidad y vida propia, pero se encuentran articulados conformando un todo coherentemente integrado bajo un orden, jerarquía y unidad. Tal como es-tablece Durkheim, “las cosas sagradas mantienen, unas con otras, relaciones de coordinación y subor-dinación, lo que le proporciona al sistema una cierta unidad” (Durkheim, 2000: 40 y 44). Sin embargo, el

concepto de cosmovisión bajo la referencia concep-tual de sistema, resulta sumamente cuestionable y da la pauta para reflexiones y discusiones futu-ras, ya que se convierte en una camisa de fuerza e insuficiente para comprender la cosmovisión tanto de los protestantismos como de la teología india. Quizá la razón se encuentre en que estas construcciones del mundo no incluyen como motor la naturaleza misma —lo que puede entre-verse entre los católicos tradicionales—, sino que giran alrededor de las hermenéuticas de la Biblia y de Jesucristo en los Evangelios (bibliocéntricas y cristocéntricas), que les lleva a conformar nuevas relaciones con Dios, adecuar los elementos de la tradición y transformar sus relaciones no solo con la naturaleza, sino también entre ellos mismos como sociedad. A partir de este motor se reelabora la tra-dición, permitiendo la continuidad, pero también el cambio y la fractura.

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