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Contra el cáncerLa dieta cetogénica para activar

los mecanismos que protegen

y sanan tu organismo

Dr. Joseph Mercola

Traducción:

María Laura Paz Abasolo

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Capítulo 1

La verdad sobre la mitocondria, los radicales libres y las grasas en la dieta

Dado que estás leyendo este libro, supongo dos cosas sobre ti:

• Reconoces el vínculo entre los alimentos que consumes y tu salud.

• Has enfrentado al menos una crisis de salud, ya sea propia o de alguien a quien amas.

También estoy bastante seguro de que estás confundido sobre qué de­bes comer para poder recuperar tu salud. Lo entiendo. Honestamente, no sé cómo podrías no sentirte perdido si las industrias alimentaria y farmacéutica han logrado manipular el diálogo —y han presionado a los gobiernos— para distorsionar la verdad con tal de beneficiar sus ga­nancias. Te han engañado sistemática e intencionalmente sobre lo que es saludable y lo que no.

He pasado la mayor parte de mis horas libres leyendo las investi­gaciones y entrevistando a científicos líderes en estos campos. Aun cuando estudié para ser médico familiar y he tratado a más de 25 mil pacientes, continúo refinando y meditando sobre lo que me parece que realmente es una dieta sana.

En este capítulo te explicaré algunos conceptos clave para armarte con las razones de por qué el plan de alimentación que delineo en la segunda mitad de este libro funciona para restaurar la salud y mante­ner a raya las enfermedades. Primero, cubriré exactamente lo que es la mitocondria y luego explicaré cómo la grasa puede ser un amigo o un enemigo, dependiendo del tipo de grasa que sea y cómo esté procesa­da, además de cómo nos ha confundido la guía nutricional que hemos

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recibido de asociaciones médicas, doctores, los medios y el gobierno. Espero que al final de este capítulo tengas una comprensión clara de por qué es tan importante cuidar tu mitocondria y qué tan dañina puede ser la dieta común para estas pequeñas maravillas fisiológicas.

Conoce tu mitocondria

Tal vez recuerdas haber escuchado sobre la mitocondria en tu clase de biología de la preparatoria o has leído sobre la enfermedad mitocondrial en internet, pero todavía no estás muy seguro sobre lo que es la mito­condria o qué función tiene. La mitocondria es tan vital para tu salud que si estás interesado en mantener a raya la enfermedad y curarte, es primordial que aprendas más sobre ella.

Las mitocondrias son organelos muy pequeños (piensa en ellos como microorganismos) que se encuentran dentro de casi todas tus cé­lulas. Una de sus funciones principales es producir energía al combinar los nutrientes de los azúcares y las grasas que consumes con el oxígeno del aire que respiras.

Los investigadores estiman que la mitocondria equivale a casi 10 por ciento de tu peso corporal, con aproximadamente 10 trillones dentro de las células de un adulto promedio.1 Si esa cifra es difícil de comprender, considera que más de mil millones de mitocondrias cabrían en la cabeza de un alfiler.

Algunas células tienen más mitocondrias que otras. Por ejemplo, las células germinales femeninas, conocidas como ovocitos, tienen cientos de miles, mientras que los glóbulos rojos maduros y las células de la piel casi no tienen. La mayoría de las células, incluyendo las del hígado, tienen entre 80 y 2 mil mitocondrias. Entre más metabólicamente acti­vas sean las células —como las del corazón, el cerebro, el hígado, los riñones y los músculos—, más mitocondrias tendrán. Puedes imaginar entonces que tener una mitocondria sana y funcional tendrá un impac­to poderosamente positivo y amplio sobre tu salud en general.

La mitocondria genera continuamente moléculas de energía llamadas trifosfato de adenosina (atp, por sus siglas en inglés). ¿Tienes curiosidad, como yo, de saber cuántos atp realmente se generan? Creo que te sor­prenderá saber que tu mitocondria produce alrededor de 50 kilogramos de atp al día.2

De acuerdo con Power, Sex, Suicide, el excelente libro de Nick Lane sobre la mitocondria, este enorme ejército de organelos está trabajando

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duro cada segundo del día, bombeando 10 mil veces más energía, gramo por gramo, que el sol. ¡Cada segundo!

Así que puedes comprender que una función mitocondrial óptima sea la clave para un metabolismo adecuado. Reparar la disfunción mi­tocondrial ofrece una de las estrategias nuevas más simples y más pro­metedoras para mejorar tu salud y ayudar a prevenir que enfermedades como el cáncer se desarrollen en tu cuerpo desde un principio.

El importante papel de los radicales libres en la producción de energía mitocondrial

Cada célula de tu cuerpo necesita un abastecimiento continuo de ener­gía. Tu mitocondria produce la mayor parte de esa energía a través de un proceso que involucra dos funciones biológicas esenciales para la vida: respirar y comer. Este proceso se llama fosforilación oxidativa, y es responsable de producir la energía en forma de atp.

(Este proceso es el opuesto de las células cancerígenas, las cuales se apoyan más en el metabolismo de glucosa fuera de la mitocondria para producir energía, en un proceso menos eficiente llamado glucólisis.)

Los atp, la “moneda de cambio de la energía”, manejan esencialmen­te cada proceso biológico de tu cuerpo, desde el funcionamiento de tu cerebro hasta el latido de tu corazón. Tu corazón tiene más de 5 mil mitocondrias por célula, por ejemplo, volviéndolo el tejido más energé­ticamente denso del cuerpo.

Durante la fosforilación oxidativa, tu mitocondria realiza una com­pleja serie de reacciones químicas, difíciles de comprender incluso para la mayoría de los estudiantes de bioquímica, llamada ciclo de Krebs y la cadena de transporte de electrones. Juntas, estas reacciones usan electro­nes liberados de los alimentos que comes y protones contenidos dentro del ciclo para producir energía y continuar el proceso. Al final de la ca­dena, los electrones reaccionan con el oxígeno del agua.

Un porcentaje de electrones se saldrá de la cadena de transporte de electrones y formará lo que se llaman especies de oxígeno reactivas (ros, por sus siglas en inglés) . Las ros son moléculas que contienen átomos de oxígeno que han adquirido uno o más electrones sin par, lo que los vuelve muy inestables. Estos átomos altamente reactivos forman radicales libres potencialmente destructivos. Es muy probable que estés familiarizado con el término radicales libres. Quizá incluso creas que son universal­

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mente peligrosos y tomes suplementos antioxidantes para neutralizarlos. (Más adelante explicaré por qué esto no necesariamente es así.)

Los radicales libres reaccionan con otras moléculas para neutralizar su carga eléctrica inestable, en lo que se conoce como reacciones oxida­tivas. La oxidación es esencialmente “una oxidación biológica”. Crea un efecto de bola de nieve: conforme las moléculas se roban electrones unas a otras, cada una se vuelve un nuevo radical libre, dejando tras de sí un rastro de la carnicería biológica. Esta horda de radicales libres en rápida expansión se acumula dentro de la célula y la degrada, al igual que las membranas de la mitocondria, en un proceso conocido como peroxidación de lípidos. Cuando esto sucede, las membranas se vuelven débiles y permeables, provocando que se desintegren.

Los radicales libres también pueden dañar tu aDn al impedir su répli­ca, interfiriendo con sus actividades de mantenimiento y alterando su estructura. Las investigaciones actuales estiman que tu aDn sufre entre 10 mil y 100 mil ataques de radicales libres al día, o casi un ataque cada segundo.3

Todos estos factores pueden llevar a la degradación de tejidos, lo que aumenta tu riesgo de enfermedad. De hecho, los radicales libres están vinculados con más de 60 enfermedades distintas, tales como:

• Enfermedad de Alzheimer• Arterosclerosis y enfermedad cardiaca• Cáncer• Cataratas• Enfermedad de Parkinson

Como puedes imaginar, los radicales libres tienen un impacto enorme en tu salud, y lo asombroso es que aproximadamente 90 por ciento o más de las ros en tu cuerpo se producen dentro de tu mitocondria.

Pero también es cierto que los radicales libres desempeñan un papel en la salud, y no sólo respecto a la enfermedad. Bajo condiciones fisio­lógicas normales, en realidad desempeñan varios papeles valiosos en tu cuerpo.

• Regulan muchas funciones celulares cruciales, como la creación de melatonina y óxido nítrico, y la optimización de secuencias de señalización metabólica importantes que regulan funciones como el hambre, la reserva de grasa y el envejecimiento.

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• Actúan como señales biológicas naturales que responden a estre­sores ambientales, como las toxinas y los químicos en el humo de cigarro y el medio ambiente.

• Son los responsables de los efectos anticancerígenos de los medi­camentos prooxidativos de la quimioterapia.

• Tienen un papel en los efectos beneficiosos del ejercicio, pues tu cuerpo produce más radicales libres cuando haces ejercicio, simplemente por el aumento en la producción de energía mito­condrial.

Así que las ros no se deben evitar por completo. Las ros en general no son dañinas, pero en exceso pueden llegar a serlo. Lo importante es que puedes utilizar la tmm para optimizar la generación y la reducción de ros en tus células. Piénsalo como el “fenómeno Ricitos de Oro”: ni mucho ni poco, sino la generación de una cantidad “correcta” de ros en tu mitocondria sana.

Así, si suprimes indiscriminadamente los radicales libres, en realidad puedes tener complicaciones con la ley de consecuencias imprevistas. Es por eso que la medida popular para reducir los radicales libres —so­brecargar tu cuerpo con suplementos antioxidantes, los cuales pueden neutralizar demasiados— puede resultar contraproducente cuando su­prime estas otras funciones importantes de los radicales libres.

Un ejemplo de las consecuencias adversas del exceso de antioxidan­tes sería la neutralización de las deseables ros en la mitocondria de las células cancerígenas. Cuando estos radicales libres se acumulan, pro­vocan que las células cancerígenas se autodestruyan por medio de la apoptosis (muerte celular automática y programada).

Si te diagnosticaron cáncer, consulta con tu médico sobre la posibi­lidad de limitar los antioxidantes, como la vitamina C, la vitamina E, el selenio y especialmente la N­acetilcisteína, para evitar dar una ventaja de supervivencia a las células cancerígenas. Sin embargo, muchos on­cólogos integrales utilizan una dosis intravenosa alta de vitamina C o C liposomal oral para tratar el cáncer, ya que la vitamina C se convierte en peróxido de hidrógeno, el cual mata muchas células cancerígenas. Si tu médico todavía no conoce estos datos de biología molecular, quizá puedas sugerirle que lea este capítulo para familiarizarse con esta im­portante información biológica.

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La clave dietética para limitar los radicales libres sin suplementos

Entonces, ¿cómo puedes mantener un equilibrio adecuado de ros? Por fortuna, la respuesta es muy simple. En lugar de suprimir el exceso de radicales libres con antioxidantes, la solución ideal es producir menos en primer lugar.

Por eso tus elecciones alimentarias son tan importantes: el beneficio principal de comer una dieta alta en grasas saludables, baja en carbohi­dratos netos (total de carbohidratos menos la fibra) y adecuada en pro­teína —como la tmm, el plan alimenticio que explico en la segunda parte de este libro— es que optimiza la capacidad de tu mitocondria para generar un combustible conocido como cetonas, las cuales, en conjunto con los niveles bajos de glucosa, producen muchos menos ros y radica­les libres secundarios que al comer principalmente carbohidratos.

En otras palabras, los carbohidratos pueden verse como un combus­tible mucho más sucio que las grasas. Cuando adoptas una dieta alta en grasa y baja en carbohidratos, y quemas grasa y cetonas como com­bustible en lugar de glucosa, la exposición de tu mitocondria al daño oxidativo baja hasta 30 o 40 por ciento, comparado con lo que sucede cuando tu principal fuente de combustible es el azúcar, lo común en las dietas actuales. Esto significa que al “adaptarte a la grasa” —es decir, cuando haces el cambio hacia quemar grasa como combustible— tu aDn, tus membranas celulares y tu proteína mitocondriales pueden per­manecer más fuertes, más sanos y más resistentes.

Para poder recobrar la capacidad de tu cuerpo de quemar cetonas como combustible principalmente, debes enfocarte en aumentar tu con­sumo de grasas saludables y bajar tu consumo de carbohidratos, y así poder mantener bajos tus niveles de glucosa. La Terapia Metabólica Mi­tocondrial está diseñada para eso.

El único truco es que al remplazar los carbohidratos con grasa debes hacerlo con cuidado. Las grasas que elijas deben ser de alta calidad e idealmente orgánicas. Pero lo más importante es que no deben contener aceites vegetales de omega­6 procesados industrialmente por razones que explicaré en un momento.

Probablemente te has dado cuenta de que casarte con una dieta alta en grasa contradice masivamente los lineamientos nutricionales con­vencionales y los mensajes de salud pública de la última mitad de si­glo. Afortunadamente, esto está cambiando, aunque muy despacio. Sin

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embargo, para poder darte realmente el poder que necesitas para tener el valor y el conocimiento para ir en contra de la sabiduría dietética convencional, necesitamos mirar hacia atrás y ver cómo prevalecieron estos lineamientos. En la siguiente sección resumiré brevemente la cri­sis de salud que se ha dado durante los últimos 70 años como resultado directo de las recomendaciones de consumir una dieta baja en grasa. Empecemos a principios del siglo xx.

La mesa en Estados Unidos a principios de 1900

A finales de 1800, la mayoría de los estadounidenses eran granjeros o vivían en comunidades rurales que dependían de granjeros para obte­ner comida. Había algunos alimentos procesados disponibles en el mer­cado: Kellogg’s desarrolló sus Corn Flakes en 1898;4 compañías como Heinz, Libby’s y Campbell’s llevaban décadas vendiendo alimentos en­latados, y el aceite de semilla de algodón desodorizado, conocido como Wesson Oil, salió al mercado en 1899.5 Pero la mayoría de los alimentos en las mesas de Estados Unidos eran enteros, sin procesar y cultivados localmente. Curiosamente, también eran orgánicos, pues los fertilizan­tes sintéticos y los pesticidas no se habían introducido todavía.

El aceite de semilla de algodón, antes de aparecer en las cocinas de Estados Unidos en la conocida botella Wesson, era un producto de dese­cho de la industria del algodón, el cual se utilizaba principalmente para jabones y como combustible para lámparas. Conforme la electricidad estuvo más disponible y se volvió más costeable durante las primeras décadas del siglo xx, los fabricantes tenían un exceso de aceite de semi­lla de algodón en sus manos, un suministro vasto en busca de demanda.

El aceite de semilla de algodón, en su estado natural, es pardo y tiene un tinte rojo por la presencia de gosipol, un fitoquímico natural que es tóxico para los animales, así que los fabricantes tuvieron que desarrollar un proceso de deodorización para hacer que el aceite tuviera un sabor agradable para el consumo alimenticio.6 Un artículo a principios de si­glo en Popular Science resumió perfectamente el proceso para llevar el aceite de semilla de algodón del bote de basura a la mesa: “Lo que era basura en 1860, fue fertilizante en 1870, alimento para ganado en 1880 y alimento humano y muchas otras cosas en 1890”.7

El aceite de semilla de algodón no sólo sabía terrible en su estado na­tural, sino que venía con serios problemas por el hecho de que, al igual

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que casi todos los aceites vegetales, es un ácido graso poliinsaturado (aGp), lo que significa que tiene múltiples —eso es lo que “poli” signifi­ca— enlaces dobles entre átomos en su estructura molecular —es decir, los átomos son “insaturados”—. Estos enlaces dobles son vulnerables al ataque de los radicales libres, los cuales dañan la molécula. Cuando comes demasiados aGp, se incorporan cada vez más a tus membranas celulares. Dado que estas grasas son inestables, tus células se vuelven frágiles y propensas a la oxidación, lo que lleva a toda clase de proble­mas de salud, como la inflamación crónica y la arterosclerosis.

Esta inestabilidad implica que los aceites vegetales también son pro­pensos a ranciarse y eso los volvía todavía menos atractivos para los fabricantes de alimentos, porque el auge del ferrocarril y la refrigeración había hecho posible que los alimentos recorrieran grandes distancias y se quedaran en los anaqueles durante semanas. Es la razón de que en un principio las grasas hidrogenadas se pregonaran como un regalo di­vino: eliminaban los vulnerables enlaces dobles y volvían estables a los aceites vegetales para permanecer en anaqueles.

En 1907 la compañía de jabones Procter & Gamble, con base en Cincinnati, recibió la visita de Edwin Kayser, un químico alemán que decía haber desarrollado un proceso para solidificar las grasas líquidas y volverlas estables. La compañía compró los derechos de Estados Unidos del proceso y empezó a experimentar, primero buscando una manera más barata de fabricar jabón, con una mejor presentación.8

Una vez que se desarrolló el aceite de semilla de algodón hidroge­nado, sin embargo, P&G se dio cuenta de que tenía el mismo blanco luminoso que la manteca, la grasa para cocinar más popular del mo­mento. ¿Por qué no venderla como grasa para cocinar? En 1910, P&G aplicó por una patente para Crisco —aceite de semilla de algodón hi­drogenado, lo que hoy conocemos como grasas trans— y así empezó rápidamente el cambio de las grasas animales hacia las grasas vegetales procesadas industrialmente.

Cuando Procter & Gamble presentó por primera vez a Crisco en 1911,9 la introdujo al público como “la grasa ideal”, reconocida por su “pureza” y por ser “absolutamente vegetal”.10 Como resultado de estos esfuerzos de marketing, las ventas escalaron de 1.2 millones de kilogra­mos en 1912 a 27 millones de kilogramos sólo cuatro años después.11

Mientras que en 1909 el estadounidense promedio consumía al año poco menos de cuatro kilogramos de grasas procesadas industrial­mente —desde margarina hasta aceites vegetales—, en 1950 esa cifra

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aumentaría a alrededor de nueve kilogramos al año, de los cuales 15 eran aceites hidrogenados y cinco eran aceites vegetales.12 Toda clase de aceites, como los derivados de soya y maíz, se vendieron hidrogenados como Crisco, margarina y una variedad de alimentos fritos, empacados y congelados.

Conforme empezamos a consumir más aceites vegetales de omega­6 como nunca antes en la historia del hombre, hubo otros tres desarrollos tecnológicos que cambiaron la naturaleza de los alimentos que consu­mimos: los fertilizantes sintéticos, los aditivos alimentarios y los pesti­cidas, principalmente Roundup.

• Los fertilizantes sintéticos se desarrollaron para ayudar a los granjeros a producir cosechas más grandes y de menos tipos. El uso de fertilizantes sintéticos diezmó los microbios de los suelos y su capacidad de mineralizarlos, lo que contribuyó a suelos con profundas deficiencias minerales que no podían producir cose­chas densas en nutrientes.

También hicieron posible que los granjeros se enfocaran en cultivar sólo una o dos cosechas —como maíz y soya—, en lugar del método tradicional de rotación de suelos por un gran núme­ ro de cosechas diferentes en un intento de prevenir el desgaste de los suelos. Ésta es otra forma en que el creciente abastecimiento de aceites vegetales creó una demanda de ellos.

• Los aditivos alimentarios se añadieron al abastecimiento de ali­mentos con una velocidad récord durante la primera mitad del siglo xx. Para 1958 se utilizaban casi 800 aditivos alimentarios con muy pocas regulaciones y consideraciones de seguridad. Las quejas de los consumidores por síntomas relacionados con ali­mentos y medicamentos crecieron al grado de que el Congreso aprobó la Enmienda de Aditivos Alimentarios.13 Esta legislación requirió que los fabricantes de alimentos probaran la seguridad de cualquier aditivo alimentario antes de llevar su producto al mercado.

También creó un vacío en la regulación: cualquier aditivo que fuera “generalmente considerado seguro” (Gcs) por la comunidad científica o se utilizara ampliamente en alimentos antes de 1958 podía añadirse a los productos alimenticios sin que tuviera que ser aprobado o siquiera mostrado a la Administración de Alimen­tos y Medicamentos (fDa, por sus siglas en inglés). Aun hoy, con

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un estimado de 10 mil químicos utilizados comúnmente en los alimentos, hay al menos mil que la fDa nunca ha revisado.14

Incluso los aditivos que no entran en la lista de los Gcs muchas veces se libran del escrutinio científico, pues la fDa permite que las empresas realicen sus propios estudios. Uno de los ejemplos más indignantes de un aditivo inseguro que la industria alimen­taria declaró anticipadamente lo contrario son las grasas trans. Ahora sabemos que son un principal precursor de la inflamación y están vinculadas al aumento de enfermedad cardiaca,15 resis­tencia a la insulina,16 obesidad17 y enfermedad de Alzheimer.18 Te hace dudar sobre qué más habrá en esa lista, ¿no es así?

• El glifosato, el principal ingrediente activo en el herbicida tóxico Roundup, es una enorme amenaza para tu salud mitocondrial. Dado que muchos aceites vegetales y los alimentos procesados que los contienen están hechos de maíz, soya y canola genéti­camente modificados, es muy probable que estén contaminados con este químico ubicuo. Son pésimas noticias, considerando que se han regado casi 2 millones de toneladas de glifosato en los suelos de Estados Unidos entre 1974 y 2016.19 A nivel mundial, casi 10 millones de toneladas se han aplicado en el mismo marco de tiempo.

Hay dos formas en las que el glifosato daña tu mitocondria: ❖ La primera involucra el manganeso, un mineral que nues­

tro cuerpo necesita en pequeñas cantidades para la salud de nuestros huesos y de la función inmunológica, así como para la neutralización de los radicales libres.

El glifosato se adhiere al manganeso y a muchos otros mi­nerales importantes en las plantas regadas con Roundup, con el resultado de que la criatura que coma estas plantas no ob­tendrá los beneficios de esos minerales.

El glifosato también puede adherirse a estos minerales y mermarlos en tu cuerpo. Es un problema porque tu mitocon­dria necesita manganeso para convertir en agua al superóxi­do, un residuo potencialmente dañino del metabolismo del oxígeno. Éste es un proceso crítico que protege tu mitocon­dria del daño oxidativo. Sin manganeso, este mecanismo que­da severamente comprometido.

❖ El glifosato también interfiere con la producción de atp al afectar tus membranas mitocondriales. Cuando se junta con

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los llamados solventes inertes incluidos en Roundup, la toxi­cidad del glifosato se magnifica hasta 2 mil veces.20 Esto hace que la membrana sea más permeable, permitiendo que el gli­fosato entre directamente hasta el corazón de la mitocondria.

La grasa saturada se convierte en el enemigo

Lo interesante es que, a pesar de la insistencia de los fabricantes de que sus aceites vegetales refinados eran saludables, los estadounidenses experimentaron un aumento masivo de enfermedad cardiaca durante la primera mitad del siglo xx. Y aunque estos aceites eran una nueva intro­ducción al abastecimiento alimenticio, a nadie se le ocurrió cuestionar su papel en esta nueva epidemia. En cambio, un nutriente familiar y previamente ubicuo se llevó la culpa, en su mayoría por la investigación descuidada y aparentemente tendenciosa de un hombre.

Nuestro terrible miedo a la grasa durante décadas nació en 1951, cuando un profesor de fisiología estadounidense llamado Ancel Keys fue a Europa en busca de la raíz del problema. Keys había escuchado que en Nápoles, Italia, había un índice bajo de enfermedad cardiovascular, así que fue a observar los hábitos alimenticios de los napolitanos.

Europa había quedado diezmada durante la Segunda Guerra Mun­dial —toda clase de infraestructura había sido destruida durante el con­flicto— y muchos años después de que se declarara la paz todavía existían condiciones de hambruna. Éstas eran peores y más persistentes en Grecia e Italia, los cuales tenían la menor cantidad de alimento per cápita en toda Europa, de acuerdo con una encuesta de 1951. Éstas fue­ron las circunstancias finitas e inusuales con las que se topó Keys, las cuales percibió como una tradición milenaria que eventualmente codi­ficaría en “la dieta mediterránea”.

En Nápoles, Keys notó que los residentes cenaban principalmente pasta y pizza sencilla, acompañada de verduras rociadas con aceite de oliva, queso, fruta de postre, mucho vino y muy poca carne, “a excep­ción de la pequeña clase rica […] ellos comían carne casi diario, en lugar de una vez a la semana o cada 15 días”, escribió.

La esposa de Keys, una técnica de laboratorio, realizó un estudio informal con los niveles de colesterol sérico de los napolitanos y “des­cubrió que eran muy bajos, excepto entre los miembros del Club de Rotarios”, la clase de gente que podía costear carne. Este acercamiento

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para nada científico llevó a Keys a deducir que evitar la carne resultaría en una incidencia baja de ataques cardiacos. De alguna manera, la pre­sencia del queso en la dieta (también una fuente de grasa saturada) pasó desapercibida, pero Keys pronto demostraría su habilidad para ignorar la evidencia que no confirmara su postura.21

Después de Italia, Keys siguió buscando pruebas de que una dieta alta en grasa saturada estaba asociada con un índice alto de enferme­dad cardiovascular, recolectando información de seis países con índices elevados de enfermedad cardiaca y dietas típicamente altas en grasas saturadas.22 La evidencia parecía convincente; incluso, lógica. Por ejem­plo, los hombres en Estados Unidos, quienes consumían una dieta alta en grasa saturada, morían de enfermedad cardiovascular en un índice mucho más alto que los hombres en Japón, quienes comían poca grasa saturada.

Pero la evidencia estuvo manipulada. Keys no incluyó otros hechos, como que los japoneses también consumían mucho menos azúcar y ali­mentos procesados; de hecho, comían mucha menos comida en general que sus contemporáneos. Keys tampoco incluyó países que no embona­ran en su esquema, como Francia, donde el consumo de grasas satura­das era alto y las muertes cardiovasculares, bajas. (En cambio, este hallazgo se describió más tarde como “la paradoja francesa”.) Aun así, sus ideas empezaron a cobrar fuerza conforme publicó numerosos ar­tículos y libros bestsellers vinculando las grasas saturadas y la enferme­dad cardiaca degenerativa.

Keys también era un maestro para congraciarse con gente en po­siciones de poder. Cuando el presidente Eisenhower tuvo un ataque cardiaco masivo en 1955, Keys obtuvo la atención de Paul Dudley Whi­te, el médico personal del presidente. En la conferencia de prensa días después, White recomendó al público comer menos grasa saturada y menos colesterol para prevenir la enfermedad cardiaca; recomendacio­nes que obtuvo directamente de Keys.23

Keys también utilizó sus conexiones e influencias para unirse al co­mité de nutrición de la Asociación Americana del Corazón (aha, por sus siglas en inglés), la cual, basándose en las contribuciones de Keys, sacó un reporte en 1961 recomendando a sus pacientes con alto riesgo de enfermedad cardiaca que redujeran el consumo de grasa saturada.24 (Es preocupante considerar que la aha empezó su ascenso en 1948, el mismo año que Procter & Gamble le donó 1.7 millones de dólares,25 dejando a la aha seriamente endeudada con los creadores de Crisco.)

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En 1961, la revista Time puso a Keys en la portada usando una bata de laboratorio, alabándolo como “el experto en nutrición más influyen­te del siglo xx”. En 1970, Keys publicó el Estudio de los Siete Países,26 el cual amplió sobre su investigación original de seis países. Fue un dis­paro que se escuchó por todo el mundo, y ahora se ha citado en más de un millón de estudios. Aun cuando la investigación científica de Keys nunca demostró causalidad entre la grasa saturada y la enfermedad car­diaca, sólo asociación, ganó la batalla en la opinión pública. Y todavía estamos pagando el precio.

Gracias en gran medida a Keys, la comunidad médica estadounidense y los medios masivos empezaron a recomendar a la gente que dejara de consumir mantequilla, manteca y tocino, lo que habían estado comiendo durante siglos, remplazándolos con pan, pasta, margarina, lácteos bajos en grasa y aceite vegetal. Fue un cambio dietético que el gobierno de Estados Unidos finalmente volvió oficial en la década de 1970.

Cómo los lineamientos nutricionales han diezmado la salud pública

En 1977, Estados Unidos publicó los primeros lineamientos dietéticos nacionales para instar a los estadounidenses a reducir su consumo de grasa.27 En una ruptura radical de la dieta prevaleciente en ese entonces, los lineamientos sugerían que la población consumiera una dieta alta en granos y baja en grasa, con aceites vegetales procesados industrialmente para remplazar la mayoría de las grasas animales.

De acuerdo con una investigación realizada por la doctora Zoë Har­combe, publicada en la revista Open Heart, nunca hubo una base cientí­fica para las recomendaciones contra la grasa en la dieta.28 La doctora Harcombe y sus colegas examinaron la evidencia de las pruebas contro­ladas al azar (pca), el estándar de oro de la investigación científica, dis­ponibles para los comités reguladores de Estados Unidos y Reino Unido en el tiempo en que se implementaron los lineamientos. Estuvieron dis­ponibles seis pruebas dietéticas involucrando 2 467 hombres, pero no hubo diferencias en la mortalidad general y sólo diferencias insignifi­cantes en la mortalidad por enfermedad cardiaca como resultado de la intervención dietética.

Como señaló en Open Heart: “Las recomendaciones se hicieron para 276 millones de personas siguiendo estudios secundarios de 2 467 hom­

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bres, los cuales reportaron una mortalidad general idéntica. La evidencia de las pca no apoyaba la introducción de los lineamientos nutricionales”.

A pesar de la falta de evidencia para apoyarlos, los lineamientos fue­ron bastante extremos, pidiendo a la población que redujera su consu­mo general de grasa a 30 por ciento del total de energía y limitara el consumo de grasa saturada a sólo 10 por ciento del total de energía. La guerra contra la grasa había comenzado, y ha continuado hasta hoy día: incluso hasta diciembre de 2015, cuando el Departamento de Agricul­tura de Estados Unidos (usDa, por sus siglas en inglés) presentó sus li­neamientos nutricionales más recientes, en los que todavía se prevenía fuertemente sobre el consumo de grasa saturada, con la recomendación de “consumir menos de 10 por ciento de las calorías diarias en la for­ma de grasas saturadas”.29

En todos estos años, esa recomendación en realidad ha incrementa­do el problema que pretendía tratar. Nadie sabe con seguridad cuántas muertes prematuras han sido resultado de esta recomendación dietética baja en grasa, pero mi estimado es que esta cifra llega fácilmente a los cientos de millones.

El experimento de la dieta baja en grasa ha sido un miserable fracaso

Desde que Ancel Keys catalizó el cambio a una dieta baja en grasa en la década de 1950, los estadounidenses han reducido obedientemente su consumo de grasas animales. El paso del cambio aumentó después de la introducción de los Lineamientos Dietéticos del usDa en 1980 y la subsecuente reestructuración de la industria alimentaria para producir alimentos bajos en grasa, remplazando las grasas saturadas saludables, como la mantequilla y la manteca, con las dañinas grasas trans, acei­tes vegetales procesados industrialmente y montones de azúcar refina­do. (Los fabricantes de alimentos necesitaban hacer que sus productos fueran más deseables, a pesar de la ausencia del suculento sabor de la mantequilla y la manteca, así que decidieron utilizar cantidades cada vez mayores de azúcar, la cual se encuentra presente en una miríada de alimentos procesados.)

Sin embargo, y a pesar de adherirse a estos lineamientos supuesta­mente “saludables”, la salud pública ha caído precipitadamente, como demuestran las tendencias en las siguientes áreas:

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• Diabetes. En 1978 se diagnosticó a 5.19 millones de estadouni­denses con diabetes, de acuerdo con los Centros para el Control de Enfermedades. Para 2013 eran 22.3 millones, más del cuádru­ ple de gente diagnosticada con esta enfermedad mortal en sólo 35 años.30

• Obesidad. De acuerdo con la Encuesta Nacional de Salud y Nu­trición, de 1976 a 1980, 16.4 por ciento de los adultos eran obesos (definido con un índice de masa corporal [imc] mayor a 30) o extremadamente obesos (imc mayor a 35). Las últimas cifras dis­ponibles en la actualidad de este libro se encuentran en el Journal of the American Medical Association, y dan un total de más de 45.6 por ciento de obesos u obesos mórbidos.31 Mientras que en la década de 1970 sólo uno de cada seis era obeso, ahora casi uno de cada dos adultos padece obesidad.

• Cáncer. La obesidad es un factor de riesgo importante en mu­chos cánceres. En 1975, el índice de nuevos diagnósticos de cán­cer era poco menos de 400 personas por cada 100 mil,32 mientras que la cifra estimada de nuevos casos de cáncer en 2016 era casi 449 personas por cada 100 mil, un aumento estadístico signifi­cativo.33

• Enfermedad cardiaca. También se asocia con la obesidad. Los índices de muerte por enfermedad cardiaca han disminuido desde su clímax en la década de 1950, aunque gran parte de esto se debe a los avances médicos, no a una mejora en la salud. El predominio de la enfermedad cardiaca todavía es alto y sigue subiendo: en 2010, aproximadamente 36.9 por ciento de la pobla­ción estadounidense vivía con alguna clase de enfermedad cardio­vascular, y se espera que los índices continúen subiendo. Un estudio publicado en Circulation, la revista de la Asociación Ame­ricana del Corazón, estima que para el año 2030 más de 40 por ciento de la población estadounidense padecerá una enfermedad cardiovascular.34

Una vez que comprendas las diferencias sobre cómo tu cuerpo meta­boliza los azúcares, en oposición a cómo metaboliza las grasas, podrás seguir las pistas para obtener una idea clara de cómo estos lineamientos fallidos han contribuido al inmenso declive en la salud pública.

Recuerda que tu cuerpo está diseñado para trabajar mucho más efi­cientemente con grasa que con azúcar. Al comer más azúcar y carbohi­

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dratos sin fibra, los cuales se convierten rápidamente en azúcar, generas muchos más radicales libres que dañan los tejidos, a diferencia de cuan­do quemas principalmente grasa como combustible. Aunque los radi­cales libres sí confieren ciertos beneficios importantes de salud, cuando consumes de más azúcar y carbohidratos sin fibra, inclinas la balanza de los radicales libres en tu cuerpo hacia una dirección no saludable. Este desequilibrio crea una cascada de daños a nivel de tejidos, proteínas, membranas celulares y genética, allanando el camino para la inflama­ción y la enfermedad.

No sólo es la salud física la que ha salido herida en la guerra contra la grasa saturada. Durante décadas ya la población ha seguido el consejo del gobierno, sus médicos y los medios de que lo único necesario para perder peso y estar sanos es comer menos —particularmente menos grasa saturada— y hacer más ejercicio. La realidad es que comer ali­mentos bajos en grasa y altos en carbohidratos hace que sea extremada­mente difícil perder peso.

En términos simples, cuando comes carbohidratos, tu páncreas se­creta insulina. Y entre más insulina tengas en tu sangre, más señales recibirá tu cuerpo para guardar grasa. En otras palabras, al seguir la recomendación dietética actual, que el gobierno estipuló oficialmente en 1977, hemos estado haciendo exactamente lo que nos hace subir de peso y conservarlo.

Entonces, has seguido fielmente los lineamientos nutricionales del usDa y has empezado a comer más pan, cereales sin grasa y leche des­cremada, mientras vas al gimnasio varias veces a la semana, y tu exceso de peso no sólo ha seguido igual, sino que ha aumentado. ¿De quién es la culpa? De acuerdo con todas las fuentes convencionales sobre linea­mientos nutricionales, la culpa es tuya.

Se asume que no has estado intentándolo realmente o que no lo has hecho bien. Por supuesto, esto es desmoralizante. Una de mis principales pretensiones al crear la tmm y escribir este libro es mostrarte que sí tienes por completo el poder para perder peso y restaurar tu propia salud.

¿Qué dice la ciencia?

La eterna historia en los medios y las agencias de salud pública no ha evolucionado mucho desde las observaciones de Ancel Keys a princi­pios de la década de 1950: evita las grasas saturadas porque elevan tu

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colesterol LDL, el cual finalmente obstruye tus arterias y te lleva hacia la enfermedad cardiaca.

El problema con esta recomendación es que se basa en una hipótesis, y lo que es peor, en una que nunca se ha demostrado. De hecho, nume­rosos estudios durante décadas examinaron cuidadosamente el supues­to vínculo entre las grasas saturadas y la enfermedad cardiaca, y lo han encontrado infundado.

Se utilizaron seis estudios clínicos importantes sobre las grasas sa­turadas para apoyar la suposición de que éstas causan enfermedad car­diaca. Sin embargo, en realidad ninguno muestra realmente que comer menos grasas saturadas prevendría la enfermedad cardiaca y aumentaría tu tiempo de vida. De hecho, ninguno de estos estudios mostró que res­tringir las grasas saturadas reduce la mortalidad en general:

• El Estudio de Oslo (1968) encontró que comer una dieta baja en grasas saturadas y alta en grasas poliinsaturadas no influía en los índices de muerte súbita.35

• El Estudio de los Veteranos de Los Ángeles (1969) no encontró una diferencia significativa entre los índices de muerte súbita o ataque cardiaco entre los hombres que comían una dieta en su mayoría de alimentos animales y los que comían una dieta alta en aceites vegetales. Sin embargo, se vieron más muertes no car­diacas, como el cáncer, entre el grupo con aceite vegetal.36

• El Estudio Coronario de Minnesota (1968), financiado por los Institutos Nacionales de Salud, mostró que más de cuatro años co­miendo una dieta baja en grasas saturadas y alta en ácidos grasos poliinsaturados (aGp) no conllevaba una reducción de eventos car­diovasculares, muertes cardiovasculares o el total de muertes.37

• El Estudio del Hospital Psiquiátrico Finlandés (1968) encontró una reducción de enfermedad cardiaca entre los hombres que seguían una dieta baja en grasa y alta en aGp, pero no se vio nin­guna reducción significativa entre las mujeres.38

• El Estudio Londinense del Aceite de Soya (1968) no reportó una diferencia en el índice de ataque cardiaco entre hombres siguien­do una dieta baja en grasas saturadas y alta en aceite de soya, y quienes seguían una dieta normal.39

• El Estudio de Intervención de Factores de Riesgo Múltiples de Es­tados Unidos (1982) comparó los índices de mortalidad y los há­bitos alimenticios de 12 mil hombres, y su hallazgo de que la gente

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comiendo una dieta baja en grasa saturada y baja en colesterol tenía una reducción marginal de enfermedad cardiaca coronaria se publicitó ampliamente. Sin embargo, su mortandad por todas las causas era mayor, aunque esta estadística recibió poca cobertura.40

Más recientemente, tres metaanálisis que incluían colectivamente in­formación sobre cientos de miles de personas han encontrado que no hay una diferencia en el riesgo de enfermedad cardiaca e infarto entre la gente con los consumos más bajos y más altos de grasa.41, 42, 43 (Un me­taanálisis es una técnica estadística que combina los hallazgos de una selección de estudios independientes.)

Algunas investigaciones han encontrado que remplazar las grasas saturadas animales con grasas vegetales de omega­6, procesadas indus­trialmente, está vinculado con un aumento en el riesgo de muerte en­tre pacientes con enfermedad cardiaca. Un estudio del British Medical Journal, publicado en 2013,44 incluyó a 458 hombres con un historial de problemas cardiacos, a quienes se dividió en dos grupos. Un grupo redujo las grasas saturadas no menos de 10 por ciento de su consumo de energía y aumentó las grasas omega­6 del aceite de cártamo hasta 15 por ciento de su consumo de energía. El grupo de controles siguió comiendo lo que quería. Después de 39 meses:

• El grupo comiendo ácido linolénico omega­6 tenía un riesgo 17 por ciento más elevado de morir de ataque cardiaco durante el periodo de estudio, comparado con 11 por ciento entre el grupo de controles.

• El grupo de omega­6 también tenía un riesgo mayor de mortan­dad general.

Otro estudio publicado en el British Medical Journal en 201345 encon­tró que remplazar las grasas saturadas animales con grasas vegetales de omega­6, procesadas industrialmente, estaba vinculado con un aumen­to en el riesgo de muerte entre pacientes con enfermedad cardiaca.

La verdad sobre la grasa saturada

Parte de la enorme confusión sobre los peligros asociados con las gra­sas saturadas se relaciona con su efecto sobre el colesterol LDL, por lo

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general referido como el colesterol “malo”. Pero es importante com­prender que cuando escuchas los términos ldl y hdl, se refieren a las lipoproteínas, las cuales simplemente son proteínas que transportan el colesterol. LDL significa lipoproteína de baja densidad, mientras que hDL significa lipoproteína de alta densidad.

El colesterol hDL en realidad está vinculado con un riesgo menor de enfermedad cardiaca, por lo que las medidas de colesterol total no sir­ven cuando se trata de medir tu riesgo. De hecho, si tu colesterol total es “elevado” porque tienes mucho hDL, no es un indicador del aumento de riesgo cardiaco; al contrario, implica una protección.

Las grasas saturadas han mostrado elevar el colesterol hDL protec­ tor, mientras que también disminuyen el LDL. Esto último tampoco es necesariamente malo una vez que comprendes que hay distintos tipos de LDL:

• Colesterol LDL pequeño y denso.• Colesterol LDL grande y esponjoso.

Las investigaciones han confirmado que las partículas grandes y espon­josas de LDL no contribuyen a la enfermedad cardiaca. Pero las partículas pequeñas y densas de LDL se oxidan fácilmente, lo que puede provocar enfermedad cardiaca. Esto es porque el colesterol pequeño y denso pe­netra tu pared arterial más fácilmente, así que contribuye a la acumula­ción de placa en tus arterias. La grasa trans sintética también aumenta el colesterol pequeño y denso. La grasa saturada, por otra parte, aumenta el colesterol LDL grande y esponjoso, el benigno.

La gente con altos niveles de colesterol LDL pequeño y denso tiene tres veces más riesgo de padecer enfermedad cardiaca que la gente con altos niveles de LDL grande y esponjoso.46 Otro dato que podría sorprenderte es que comer grasa saturada ¡puede cambiar el colesterol LDL pequeño y denso de tu cuerpo en LDL grande y esponjoso!47, 48 Además, las investi­gaciones muestran que las partículas de LDL pequeño y denso aumentan al comer azúcar refinado y carbohidratos, como pan, bagels y refrescos.49 Juntos, azúcar refinado y carbohidratos hacen mucho más daño a tu cuerpo que lo que la grasa saturada pudo hacer alguna vez.

Basado en lo que ahora sabemos sobre grasas saturadas, la ironía es que en realidad son necesarias para promover la salud y prevenir la enfermedad. De hecho, se sabe que las grasas saturadas proveen una cantidad importante de beneficios a la salud, incluyendo los siguientes:

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• Proveen componentes básicos para membranas celulares, hor­monas y sustancias parecidas a las hormonas.

• Absorción mineral, como calcio.• Actuar como cargadores para las importantes vitaminas solubles

en grasa, A, D, E y K.• Convertir el caroteno en vitamina A.• Ayudar a bajar los niveles de colesterol (palmítico y ácidos es­

teáricos).• Actuar como agente antiviral (ácido caprílico).• Combustible óptimo para tu cerebro cuando las grasas se con­

vierten en cetonas.• Ayudarte a sentirte satisfecho, lo que implica que eres menos

propenso a sentir la necesidad de consumir alimentos procesa­dos entre comidas, que pueden tener mucho sabor, pero muy po­cos nutrientes.

• Modular la regulación genética y ayudar a prevenir el cáncer (ácido butírico).

• Aumentar tus niveles de LDL, pero es sobre todo un aumento en las partículas grandes y esponjosas que no están asociadas con un aumento del riesgo de enfermedad cardiaca.

• Aumentar tus niveles de hDL, lo que compensa sobremanera cual­quier aumento de LDL.

• Servir como combustible de tu mitocondria y producir menos radicales libres que los carbohidratos.

Las investigaciones han declarado claramente que las grasas saturadas son beneficiosas para la salud humana. La mayoría de nosotros necesi­tamos aumentar radicalmente la grasa saludable en nuestra dieta —esto incluye no sólo la grasa saturada, sino las grasas monoinsaturadas (del aguacate y ciertas nueces) y las grasas omega­3—, mientras limitamos severamente los aceites vegetales refinados e incluso las grasas omega­6 naturales (encontradas en nueces y semillas).

Si esto parece mucha información como para poder recordarla, sólo ten esto presente: para una salud óptima, come comida real, es decir, suficientes grasas saturadas y poca o ninguna grasa refinada, especial­mente aceites vegetales refinados. De nuevo, detallaré mucho más las especificaciones de la dieta en la segunda parte de este libro.

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