como aprendí a andar a caballo

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1 Como aprendí a andar a caballo - Leon Tolstoi De pequeño me pasaba estudiando los días enteros; sólo los domingos y los días de fiesta salía de paseo y jugaba con mis hermanos. -Los mayores deben aprender a montar a caballo. Hay que mandarlos al picadero -dijo mi padre un día. -¿Puedo aprender yo también? -pregunté. Yo era uno de los pequeños. -Te caerías -replicó mi padre. Rogué, con lágrimas en los ojos, que me enseñaran a montar a caballo. -Bueno, bueno, que te enseñen a ti también; pero te guardarás mucho de llorar cuando te caigas. Ya sabes que el que no se cae nunca aprende a montar -dijo mi padre. El miércoles nos llevaron a los tres hermanos al picadero. Entramos en un gran vestíbulo; y, desde allí, pasamos a un cobertizo. En éste, había una habitación enorme, cuyo suelo estaba cubierto de arena. Allí varios caballeros, damas y niños, montaban a caballo. Había poca luz, olía a caballos y se oían latigazos, gritos y el golpear de los cascos de los caballos contra las paredes de madera. Al principio, estaba asustado, y no pude observar nada. Nuestro ayo llamó al palafrenero. -Traiga unos caballos para estos niños. Van a aprender a montar -dijo. -Bueno -replicó el palafrenero; pero, después de mirarme, añadió-: Este niño es demasiado pequeño para montar. -Nos ha prometido que no llorará si se cae. El palafrenero se echó a reír. Trajeron tres caballos ensillados Nos quitamos los abrigos y bajamos al picadero. El palafrenero sujetaba el caballo por la brida, mientras mis hermanos daban vueltas en torno a él. Primero cabalgaron al paso, luego al trote. Finalmente acercaron el tercer caballo. Era un alazán muy pequeño, con la cola cortada. Lo llamaban Chervonchik. -Bueno, caballerito; siéntese -me dijo el palafrenero, sonriendo. Estaba contento y asustado al mismo tiempo; pero traté de que nadie se diera cuenta de ello. Durante un buen rato intenté meter los pies en los estribos, pero no pude lograrlo, porque era demasiado pequeño.

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Como aprendí a andar a caballo - Leon Tolstoi

De pequeño me pasaba estudiando los días enteros; sólo los domingos y los días de fiesta salía de paseo y jugaba con mis hermanos.

-Los mayores deben aprender a montar a caballo. Hay que mandarlos al picadero -dijo mi padre un día.

-¿Puedo aprender yo también? -pregunté. Yo era uno de los pequeños.

-Te caerías -replicó mi padre.

Rogué, con lágrimas en los ojos, que me enseñaran a montar a caballo.

-Bueno, bueno, que te enseñen a ti también; pero te guardarás mucho de llorar cuando te caigas. Ya sabes que el que no se cae nunca aprende a montar -dijo mi padre.

El miércoles nos llevaron a los tres hermanos al picadero. Entramos en un gran vestíbulo; y, desde allí, pasamos a un cobertizo. En éste, había una habitación enorme, cuyo suelo estaba cubierto de arena. Allí varios caballeros, damas y niños, montaban a caballo. Había poca luz, olía a caballos y se oían latigazos, gritos y el golpear de los cascos de los caballos contra las paredes de madera. Al principio, estaba asustado, y no pude observar nada. Nuestro ayo llamó al palafrenero.

-Traiga unos caballos para estos niños. Van a aprender a montar -dijo.

-Bueno -replicó el palafrenero; pero, después de mirarme, añadió-: Este niño es demasiado pequeño para montar.

-Nos ha prometido que no llorará si se cae.

El palafrenero se echó a reír.

Trajeron tres caballos ensillados Nos quitamos los abrigos y bajamos al picadero. El palafrenero sujetaba el caballo por la brida, mientras mis hermanos daban vueltas en torno a él. Primero cabalgaron al paso, luego al trote. Finalmente acercaron el tercer caballo. Era un alazán muy pequeño, con la cola cortada.

Lo llamaban Chervonchik.

-Bueno, caballerito; siéntese -me dijo el palafrenero, sonriendo.

Estaba contento y asustado al mismo tiempo; pero traté de que nadie se diera cuenta de ello. Durante un buen rato intenté meter los pies en los estribos, pero no pude lograrlo, porque era demasiado pequeño. Entonces, el palafrenero me cogió en brazos para sentarme sobre el caballo.

-El señorito no debe pesar más de un par de libras.

Al principio me sujetó de la mano; pero como yo había visto que no había sujetado a mis hermanos, le rogué que me soltara.

-¿No, le da miedo?-me preguntó.

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Aunque estaba muy asustado, le dije que no. Lo que me asustaba, sobre todo, era ver a Chervonchik agachar las orejas, porque me figuraba que estaba enfadado conmigo.

-Cuidado, no se vaya a caer -dijo el palafrenero y me soltó.

A lo primero, Chervonchik siguió al paso y pude mantenerme derecho. Pero la silla era resbaladiza y tuve miedo de caerme.

-¿Se sujeta bien? -me preguntó el palafrenero.

-Sí; muy bien.

-Pues entonces vaya al trote -exclamó; y chascó la lengua.

Chervonchik corrió al trote ligero, con lo que me hizo saltar. Pero seguí callado, procurando no ladearme.

-Muy bien -me elogió el palafrenero.

Estaba contentísimo. En aquel momento empezó a hablar con otro palafrenero; y dejó de estar pendiente de mí. De pronto, observé que me había inclinado ligeramente hacia un lado. Quise colocarme bien, pero no pude. Pensé llamar al palafrenero para que detuviese al caballo; pero me dio vergüenza. Chervonchik seguía corriendo al trote y yo iba inclinándome cada vez más. Miré al palafrenero con la esperanza de que me prestara ayuda; mas seguía hablando con su compañero. Sin mirarme siquiera, le dijo.

-¡Es bien valiente ese muchacho!

De pronto me incliné tanto que me asusté. Creí que estaba perdido; pero me daba vergüenza gritar. Chevronchik dio una sacudida que me hizo resbalar y caer al suelo. Cuando el palafrenero volvió la cabeza, al no verme sobre el caballo, exclamó.

-¡Vaya! ¡El caballerito se ha caído!

Le aseguré que no me había hecho daño.

-Los niños tienen el cuerpo blando -cómentó, echándose a reír.

De buena gana me hubiera echado a llorar. Pero pedí que me subieran otra vez al caballo; y así lo hicieron. Ya no volví a caerme.

Desde entonces, fuimos al picadero dos veces por semana. Pronto aprendí a montar bien; y ya no temía a nada.

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El viejo caballo

 

(León Tolstoi)

Pimen Timofeich era un anciano que vivía en nuestra granja acompañado de su nieto. Había cumplido noventa años. Caminaba muy encorvado, apoyándose en un rústico bastón, arrastrando los pies lentamente. Su rostro estaba cubierto de profundas arrugas y su boca, desdentada. Le temblaba el labio inferior y cuando hablaba era imposible entender lo que decía.

A mis tres hermanos y a mí nos encantaba andar a caballo, pero sólo nos permitían montar a Voronok, el único caballo manso que tenían en la hacienda, el que ya estaba muy viejo.

Aquel día mi mamá nos dio permiso para cabalgar. Nos fuimos a las caballerizas en compañía del sirviente que nos cuidaba. Ensillaron a Voronok, y primero montó mi hermano mayor. Recuerdo que cabalgó largamente. Cuando volvía, le grité:

—¡Da una vuelta al galope!

Mi hermano golpeó a Voronok con los pies y con la huasca, y pasó junto a nosotros a galope tendido.

Luego fue el segundo de mis hermanos el que montó, también por mucho rato. Incitando con latigazos al manso caballo, lo hizo subir el cerro galopando, y hubiera continuado si mi tercer hermano no reclama su turno. Éste dio la vuelta por toda la huerta y por el extenso parque, luego cruzó el cerro, siempre galopando. Cuando regresó a la caballeriza, escuchamos jadear a Voronok y vimos su cuello ennegrecido por el sudor.

Sin embargo, había llegado mi oportunidad y quise demostrarles a todos lo bien que yo montaba. Fue entonces cuando Voronok se negó a andar. Esto me llenó de furia y le di fuertes latigazos, a la vez que lo golpeaba con los talones. Tanto lo azoté que la fusta se me rompió y, con el pedazo de varilla que aún sostenía, lo golpeé en la cabeza. Fue en vano: Voronok no se movió. Indignado, me aproximé a nuestro cuidador y le pedí otro látigo.

—Bájate. Ya has cabalgado bastante —me dijo él.

—¿Qué dices? ¡Si yo aún no he montado! ¡Pero si me dan otra fusta, verán cómo lo haré galopar! —contesté ofendido.

—¿Para qué vas a atormentar más a ese animal? ¿Es que no tienes corazón? ¿No ves que está agotado? —El hombre me observó con severidad y tristeza—: Apenas puede respirar. Es muy viejo; tiene más de veinte años, y eso es demasiado para un caballo. Es como si montaras sobre Pimen Timofeich y lo obligaras a correr, dándole golpes y latigazos. ¿No sentirías lástima?

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Evoqué a Pimen Timofeich y me bajé de inmediato del caballo. Bruscamente, al ver a Voronok cubierto de sudor, jadeante, entendí los esfuerzos que debía hacer para llevar a un jinete. Siempre me había imaginado que se divertía tanto como yo y mis hermanos. Sentí que me inundaba una gran pena y lo besé en el cuello sudoroso, pidiéndole perdón.

Desde ese día no he dejado de recordar al anciano Pimen Timofeich y al viejo Voronok, y me causa una enorme tristeza que maltraten a los caballos.

 

El incendio

Por ser el tiempo de la cosecha, los hombres y las mujeres andaban en el campo, y en la aldea sólo se hallaban los niños y los ancianos. Una abuela con sus tres nietos había quedado en su casita y, como hacía mucho frío, encendió unos leños en la cocina y se sentó a descansar. Las moscas zumbaban, y para librarse de ellas la anciana se cubrió la cabeza con una toalla. Así, no tardó en quedarse profundamente dormida.

Fue entonces cuando Nasha, que acababa de cumplir tres años, se sintió dueña del lugar. Cogió un cucharón y, con bastante dificultad, logró sacar algunas brasas que acarreó hasta el zaguán. Allí habían dejado un montón de gavillas de trigo, y la niñita puso las brasas debajo de éstas. Luego sopló, tal como lo veía hacer a su madre y a su abuela cuando avivaban el fuego. Al observar que el trigo se encendía rápidamente, regresó al interior de la casa y, muy satisfecha con su hazaña, fue a buscar a su hermanito Kiriusha, que recién estaba aprendiendo a caminar.

—¡Mira, Kiriusha, qué lindo fuego encendí! —alcanzó a decir, observando que el zaguán se iba llenando de humo.

Las gavillas crepitaban y Nasha sintió miedo. Trató de ir a la cocina, a llamar a la abuela, pero Kiriusha tropezó en el umbral, se golpeó la nariz y se puso a llorar. Ahora Nasha estaba realmente asustada y sólo atinó a refugiarse con el niño debajo de una mesa.

Entre tanto, la abuela no escuchaba nada, y seguía durmiendo.

Vania, el hermano mayor, tenía ocho años y se hallaba jugando en la calle. De pronto miró hacia su casa y vio el zaguán envuelto en una nube. Sin pensarlo dos veces, corrió, gritando.

—¡Abuelita...! ¡Abuela...! ¡Incendio!

La vieja despertó sobresaltada y por unos momentos se olvidó de todo. Sólo atinó a salir a la calle, para pedir ayuda.

Nasha continuaba oculta, silenciosa, paralizada por el susto, hasta que, inesperadamente, Kiriusha volvió a estallar en llanto. Al oírlo, Vania miró hacia el lugar desde donde provenían los lamentos del niño y ordenó con fuerza:

—¡Nasha..., Kiriusha, salgan de ahí! ¡Corran!

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La niñita obedeció y corrió arrastrando a su hermanito, pero el humo y las llamas, que se extendían desde el zaguán, formaban una barricada que impedía el paso, y tuvieron que retroceder.

Vania fue hasta la ventana y la abrió, indicándole a Nasha que salieran por allí. Cuando ella saltó hacia el exterior, Vania cogió a Kiriusha, tratando de llevarlo hasta la ventana. Sin embargo, el niño se resistía y lloraba a gritos, llamando a su mamá y a la abuela.

El fuego ya había agarrado la puerta de calle en el momento en que Vania logró que el niño sacara la cabeza por la ventana, y aún aferraba sus manitos al alféizar. Desesperado, el hermano mayor mandó entonces:

—¡Nasha, tómalo por la cabeza y tíralo hacia afuera!

Al mismo tiempo, él lo empujó violentamente desde el interior. Luego saltó Vania, y todos se salvaron.

Mi perro Bolita

 

(León Tolstoi)

Mi perro se llamaba Bolita. Era un dogo negro, con las patas delanteras blancas. Una característica de los dogos es tener la mandíbula inferior más prominente que la superior y, en consecuencia, los dientes de abajo quedan montados sobre los de arriba. Bolita tenía este rasgo tan acentuado que, entre sus dos hileras de dientes, cabía más de un dedo. Sus colmillos sobresalían de su ancho hocico, y sus ojos muy grandes relampagueaban. Era muy luerte, pero afortunadamente no mordía, ya que cuando se agarraba de algo con los dientes, las mandíbulas se le trababan y era imposible desprenderlo.

Recuerdo que en una oportunidad lo azuzaron en contra de un oso, al que cogió por una oreja, y se quedó allí, aferrado como una sanguijuela. El oso lo zarandeó sin lograr zafarse. Desesperado se tiró al suelo, tratando de aplastarlo, pero Bolita no le soltó la oreja. Para que lo hiciera tuvieron que lanzarle baldes de agua fría.

Yo lo recibí cuando era un cachorrito y siempre lo cuidé personalmente. Sin embargo, no quería llevármelo al Cáucaso, así es que lo hice encerrar y me fui sigilosamente.

Cuando llegué a la primera estación, donde tenía que cambiar de carruaje, observé avanzar por la carretera un bulto negro y brillante. Era mi perro Bolita que venía a galope tendido, y apenas me descubrió se me lanzó encima, lamiéndome las manos. Temblaba, respirando fatigado, casi sin aliento.

Más tarde supe que Bolita había roto los vidrios de una ventana y saltado desde allí para seguirme. Me encontró después de recorrer veinticinco kilómetros, desafiando un calor sofocante.

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Milton y Bolita

 

(León Tolstoi)

Milton era un perro de caza, alto y delgado, de pelaje gris con manchas oscuras y largas orejas, muy inteligente. Lo compré para cazar faisanes. Milton no peleaba con Bolita; la verdad es que ningún perro peleaba con Bolita, ya que cuando enseñaba los dientes todos se iban trotando.

Un amanecer partí a cazar con Milton y descubrí que Bolita venía siguiéndonos. Traté de echarlo y fue inútil, y como ya estábamos lejos de la casa, no podía devolverme a dejarlo. No quedó más que continuar adelante con él, rogando que no surgieran problemas. Pero apenas Milton olfateó la hierba y comenzó a buscar el rastro de los faisanes, Bolita se precipitó, metiendo la nariz por todas partes y saltando de un lado a otro. Su olfato percibía el olor de las aves; sin embargo, no era tan fino como para permitirle dar con las huellas.

Entonces observó a Milton y comprendió que debía ir en la misma dirección de éste. Así, en cuanto el perro de caza, rastreador seguro, principiaba a husmear, Bolita lo seguía un instante y se le adelantaba. Era tiempo perdido que yo lo llamara, porque insistía en perturbar a Milton en su tarea.

Convencido de que la cacería no iba a resultar, decidí que regresáramos a la casa.

Pero el inteligente Milton se las arregló para poner a Bolita en su sitio, y apenas éste corrió adelante, empezó a dejar de lado la pista que rastreaba, fingiendo olfatear en otro sitio. Desorientado, Bolita fue hacia Milton, y recién entonces él persiguió el rastro verdadero. Varias veces le hizo este juego, y por fin logró que nuestra cacería resultara.

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Bolita y el jabalí

 

(León Tolstoi)

Un día de diciembre, en el Cáucaso, organizamos una cacería de jabalíes, y Bolita me siguió.

Los bosques del Cáucaso están llenos de frutas exquisitas: piñas, uvas silvestres, manzanas, peras, moras y bellotas. Con las primeras heladas, estas frutas, ya maduras, caen, y los cerdos y los jabalíes se alimentan con ellas, poniéndose exageradamente gordos. Esto hace que se cansen pronto cuando los perros los persiguen, y al cabo de una o dos horas de persecución se detienen, refugiándose en la espesura de los bosques. Por el ladrido de la jauría los cazadores saben si el jabalí se ha escondido o corre aún ya que, cuando se detienen, los perros dejan de gruñir y aúllan largamente.

Aquella mañana, yo aún no había conseguido enfrentar a un jabalí, cuando escuché los aullidos característicos. Corrí hacia el lugar de donde éstos provenían, y a medida que me iba aproximando comencé a oír chasquidos de ramas y luego ladridos. Entonces comprendí que la jauría tenía cercado a un jabalí, pero no se atrevía a atacarlo. De pronto, un ruido a mi espalda me hizo volver la cabeza, e inesperadamente descubrí a Bolita.

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Sin duda había perdido de vista a los perros y ahora los oía ladrar. Bolita avanzaba por una pradera cubierta de hierba tan alta, que sólo permitía ver su negra cabeza y los dientes blancos, por entre los que asomaba su lengua. Lo llamé repetidamente, pero parecía sordo a mis gritos, y fue adentrándose en el bosque. Fui tras él. Las ramas me arañaban el rostro y las espinas de los ciruelos silvestres me rompían la ropa. Los ladridos aumentaron, y escuché al jabalí gruñendo, jadeante.

"Bolita lo está atacando", pensé, y apuré mi carrera.

Sólo me detuve al divisar al jabalí acosado por un perro de caza, y a Bolita que lanzaba penetrantes aullidos. Apenas alcanzaron a pasar unos segundos y el jabalí se lanzó encima del perro de caza. Éste saltó hacia atrás, temeroso, y yo disparé sobre la cabeza del jabalí que, por fin, quedaba a mi alcance. Di en el blanco y la fiera penetró en la espesura, gruñendo de dolor y furia. La jauría iba tras él, y yo siguiéndoles, hasta que tropecé con Bolita, que se hallaba echado sobre su costado izquierdo, inmóvil, gimiendo apenas, encima de un charco de sangre.

"Está muriéndose", pensé. Avancé unos pasos más, y vi al jabalí, atacado por la jauría, revolviéndose de un lado a otro. Bruscamente embistió contra mí y, por segunda vez, yo le disparé. La bestia giró, vacilante, gruñendo aún, y finalmente se desplomó.

Al acercarme, el cuerpo del jabalí palpitaba todavía. Yo busqué con los ojos a Bolita, que venía a mi encuentro, arrastrándose con dificultad. Su vientre estaba abierto, y los intestinos se le habían salido. Con mis compañeros se los volvimos a su lugar y cosimos la herida. Bolita soportaba el dolor y nos lamía las manos.

Después amarramos al jabalí a un caballo, y pusimos a mi perro encima. Así lo llevamos, agonizante, a la casa. Sin embargo, seis semanas más tarde, Bolita volvió a animarse y mejoró.

Los faisanes

 

(León Tolstoi)

Las gallinas silvestres son conocidas como faisanes en el Cáucaso y, por ser muy abundantes, son más baratas que las de corral. Hay diferentes formas para cazarlas. Una es colocando una lona en un bastidor, en cuyo centro se pone un travesaño. A esta lona se le hace un abertura, y en cuanto amanece uno se va al

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bosque con su escopeta, llevando el bastidor como si fuera un escudo. Por el agujero se observan los faisanes que a esa hora buscan su comida. En algunas ocasiones aparecen familias enteras, o hembras y pollitos. Por supuesto, estos faisanes no nos ven, y dado que el bastidor no los asusta, uno se aproxima sin problemas a ellos. Estando ya muy cerca, se afirma el bastidor en el suelo, se saca el cañón de la escopeta por la abertura de la lona y se dispara.

Otro modo de cazar estas gallinas silvestres es utilizando un mastín que las persigue. Cuando el mastín ve al faisán, se lanza sobre él, pero el faisán escapa y se para en algún árbol, burlándose de los ladridos del perro que no puede alcanzarlo. Ése es el momento indicado para disparar, y resultaría muy fácil, siempre que el cazador lograra ver a su presa. Sin embargo, esto no ocurre con frecuencia.

Generalmente los faisanes se refugian en árboles de tupido follaje, y apenas divisan al cazador se ocultan entre las ramas, encogiéndose, mimetizándose con las hojas, haciendo casi imposible distinguirlos aunque se esté muy cerca. Por esta razón es que los cosacos se tapan el rostro con la gorra para aproximarse a los faisanes, y jamás miran hacia la copa del árbol. Es sabido que estas aves le temen al hombre, y especialmente sus ojos las asustan.

Un medio más para practicar esta cacería es siguiendo a un perro de caza que olfatea el sitio donde el faisán ha buscado su alimento y va tras sus huellas. El olfato del perro lo guía por una pista infalible y siempre da con el lugar donde están las gallinas silvestres. Para no asustarlas, el perro se vuelve más y más sigiloso a medida que se va acercando, y de pronto se detiene, cogiendo inesperadamente a su presa. Si el faisán escapa, el cazador dispara en cuanto levanta el vuelo.

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La tortuga

 

(León Tolstoi)

En una ocasión en que fuimos de caza con Milton, al llegar al bosque él irguió las orejas y la cola y principió a olfatear. Me imaginé que había encontrado el rastro de una liebre o un faisán y alisté mi escopeta. Pero lo raro fue que Milton no entró en el bosque y continuó por el campo abierto. Lo seguí con bastante curiosidad. De repente vi que una tortuga avanzaba todo lo rápido que se lo permitían sus patas cortas. Alargaba el cuello, y la pequeña cabeza se asemejaba al badajo de una campanilla.

Apenas percibió la presencia del perro, se hundió en la hierba, recogiendo la cabeza y las patas dentro del caparazón. Milton la encontró de inmediato y comenzó a mordisquearla, irritándose al descubrir que sus dientes no lograban traspasarla. En efecto, era imposible que lo hiciera, ya que las tortugas están provistas de una coraza como las armaduras de los caballeros medievales, que también les protege el pecho. Esta coraza tiene orificios por los que sacan la cabeza y las extremidades.

Arrebaté la tortuga del hocico de Milton y admiré los dibujos de su caparazón. También observé por una de las ranuras, y la vi latiendo en el interior de su coraza. Después la deposité sobre la hierba y continué mi caminata. Sin embargo, Milton se negó a abandonarla allí y me siguió llevándola bien sujeta entre sus mandíbulas.

Así avanzamos un trecho. De repente Milton soltó su presa, aullando. Lo examiné y comprendí que la tortuga había sacado una de sus patas, dentro del hocico de mi perro, arañándole la lengua. Milton ladraba furioso, pero volvió a agarrar a la tortuga y, aunque le ordené soltarla e intenté quitársela a la fuerza, fue inútil. Poco más adelante, mi perro cavó un hoyo y sólo entonces soltó la tortuga, tirándola dentro del agujero que cubrió rápidamente con tierra.

Hay tortugas que habitan en la tierra y otras en el agua. Ellas procrean poniendo huevos que no incuban; los huevos se abren solos, como en el caso de los peces. Su tamaño es muy variable, ya que hay tortuguitas muy pequeñas, como miniaturas; otras, las más corrientes, del tamaño de un plato, y también algunas extremadamente grandes, que viven en los mares y pesan sobre doscientos kilos.

El caparazón de la tortuga equivale a sus costillas. En consecuencia, mientras el resto de los animales tiene las costillas debajo de la carne, ella las tienen encima, formando su coraza protectora. En la primavera, las tortugas ponen sus huevos y cada una produce centenares.

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Bolita y el lobo

 

(León Tolstoi)

Partí al Cáucaso en tiempos en que aún había guerra y era muy peligroso viajar sin una escolta, especialmente de noche. Considerando esto, decidí no acostarme y partir en cuanto amaneciera.

Un amigo vino a acompañarme. Cuando comenzó a anochecer nos sentamos a la puerta de mi casa, en aquella aldea cosaca. Una leve neblina velaba la luz potente de la luna, pero aun así era una noche muy clara. Recuerdo que la atmósfera se hallaba impregnada de una gran calma, que bruscamente se rompió con unos chilllidos agudos.

—Un lobo debe estar degollando a un lechoncito —dijo mi amigo.

Rápidamente entré en la casa, cogí mi escopeta y corrí hacia los corrales. Milton me siguió, tal vez creyendo que íbamos a cazar, y Bolita lo imitó, enderezando las orejas, inquieto. Algunas personas que también habían acudido al lugar, gritaron, y entonces vi al animal que se precipitaba directamente hacia mí. Preparé mi escopeta y, en el instante en que el lobo saltó la valla, le disparé. Era imposible errar el tiro, pero inexplicablemente algo obstruyó el mecanismo y la bala no salió. Así fue como el lobo escapó calle abajo, perseguido por Milton y Bolita.

En breves momentos, Milton estuvo a punto de atraparlo. Sin embargo, dio la sensación de no atreverse a hacerlo, y Bolita, con sus patas cortas, no lograba darle alcance.

Yo seguí corriendo junto a mi amigo y a otros hombres hasta que perdimos de vista al lobo y a los perros. Sólo al llegar a un extremo de la aldea los escuchamos ladrar. Nos acercamos a la zanja desde donde provenían los ladridos. En medio de la neblina vimos a Bolita y a Milton envueltos en una nube de polvo, peleando con el lobo. No obstante, al aproximarnos más, descubrimos que súbitamente el lobo había desaparecido. Los perros avanzaron hacia mí, gruñendo, con las colas erizadas, y Bolita no cesaba de empujarme, como si necesitara comunicarme algo.

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Al regresar, examiné cuidadosamente a mis perros, y comprobé que el lobo había mordido a Bolita en la cabeza. Aunque la herida era pequeña, pensé que si no se hubiera atascado sin ninguna causa mi escopeta, esa fiera ya no podría hacer más daño. Por su parte, mi amigo no se explicaba cómo pudo entrar el lobo en el corral.

—Es que no era un lobo —dijo el viejo cosaco que nos había acompañado hasta la casa.

—¿Y qué era? —averigüé.

—Una bruja —fue la respuesta—. Una bruja que hechizó su escopeta.

Lo miramos atónitos, indecisos entre reírnos o escucharlo con seriedad. Pero, en ese preciso momento, los perros se precipitaron hacia afuera, y allí, en medio de la calle, apareció el lobo. Al oír nuestras voces, escapó.

—¿Se convencen ahora de que es una bruja? —preguntó el cosaco—. ¡Jamás un lobo ha vuelto a un lugar donde acaban de perseguirlo los hombres!

Eso era cierto, y me asaltó la inquietud de que el lobo pudiera tener la rabia. Por precaución quemé la herida de Bolita con un poco de pólvora que inflamé. Así quemaba la saliva del lobo, si es que aún no penetraba en la sangre de mi perro. Si esto ya había ocurrido, Bolita no tendría remedio.

A pesar del temor que este solo pensamiento me causaba, era más lógico creer que el maléfico animal era un lobo rabioso y no una bruja.

Lo que le ocurrió a bolita en Piatigorsk

(León Tolstoi)

Cuando me marché de la pequeña aldea de cosacos, me dirigí a Piatigorsk en vez de ir directamente a Rusia. Antes de emprender el viaje, regalé a Milton a un amigo cosaco que era cazador y me llevé a Bolita.

Piatigorsk está emplazada en una montaña llamada Beshtau, donde hay manantiales de agua sulfurosa y caliente, casi a punto de ebullición. Por sobre estos manantiales se eleva un permanente vapor, semejante al que emana de los samovares, y la ciudad se levanta pintoresca y alegre.

Por la montaña, cubierta de bosques, corren múltiples arroyuelos, y abajo se extiende el río Pockumok. Muchas personas se someten a tratamientos con el agua de los manantiales, junto a los cuales hay comedores al aire libre protegidos por toldos multicolores y amplios jardines.

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Diariamente se escucha música, en tanto que la gente toma sus baños o pasea por los senderos bordeados de flores, mientras en la lejanía se alzan los picachos de los montes caucásicos con sus nieves que jamás se derriten.

Yo me alojé en una casita de una finca que quedaba a los pies de la montaña. Al otro lado de las ventanas se extendía un jardín donde los dueños mantenían sus abejas. Estas abejas no se hallaban en colmenas sino en redondos canastillos y eran increíblemente pacíficas. En las mañanas, yo caminaba entre ellas, acompañado por Bolita, que las escuchaba zumbar y las olía con mucho cuidado, sin molestarlas.

Pero un día en que tomaba un café en el jardín, mi perro comenzó a rascarse y a sacudir su collar repetidamente. El ruido que hacía el collar inquietaba a las abejas, así es que decidí sacárselo. No habían pasado ni cinco minutos cuando oímos aullidos, ladridos y gritos de hombres que se acercaban. Bolita no se rascó más y permaneció a mi lado. Luego sus orejas se alzaron, rechinaron sus dientes y, como movido por un resorte, se levantó y empezó a gruñir. El alboroto se iba aproximando cada vez más. Fui hacia la verja para ver qué ocurría. La dueña de casa salió desde el interior e hizo lo mismo.

—¿Qué pasa? —le pregunté.

—Son los condenados a trabajos forzados —contestó ella—. Andan matando perros.

—¿Qué...?

—Hay demasiados perros en la ciudad y las autoridades han ordenado exterminarlos.

—¿Quiere decir que también pueden matar a Bolita?

—No, sólo persiguen a los que no llevan collar. A Bolita no le harán nada.

En ese instante varios hombres llegaron hasta el jardín. Algunos soldados precedían al grupo; detrás de ellos venían cuatro presos encadenados. Dos de ellos esgrimían unos largos ganchos de fierro y los otros dos llevaban unas estacas. Junto a la verja, uno de los condenados ensartó a un perrito, al que arrastró al medio de la calle, donde uno de sus compañeros lo golpeó con su estaca. El pequeño animal emitía angustiosos y punzantes aullidos, mientras los presos reían en forma estridente. Cuando comprobaron que el perro estaba muerto, el hombre desprendió el gancho y miró a todos lados, buscando otra víctima. Bolita no soportó más y se arrojó sobre él. Entonces, repentinamente, me acordé de que andaba sin el collar.

—¡Bolita...! ¡Bolita, ven aquí! —ordené, y dirigiéndome a los presos—: ¡No lo toquen! ¡Yo soy el dueño de ese perro!

La respuesta del individuo fue ensartar el fierro en un muslo de Bolita y soltar una risotada. Mi perro intentó zafarse, pero el preso tiró del gancho, empleando todas sus fuerzas, mientras el de la estaca alzaba su instrumento de muerte.

En ese momento pensé que mi perro no tenía escapatoria, pero sucedió lo inusitado: la piel del muslo se rasgó de arriba a abajo, como una tela cortada por una tijera, y Bolita escapó. Velozmente cruzó el jardín y se metió dentro de la casa. Allí encontró refugio seguro, escondiéndose debajo de mi cama.

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El fin de bolita y de miltonBolita y Milton acabaron sus vidas casi al mismo tiempo. El viejo cosaco no sabía

tratar a Milton. En lugar de llevarlo a cazar aves, se servía de él para cazar jabalíes. Aquel invierno un jabalí le abrió el vientre. Nadie pudo cosérselo; y Milton murió. Bolita vivió poco, después de haberse salvado de los presos. Desde entonces, se había vuelto triste, y lamía todo lo que encontraba. Me lamia las manos, pero no como antes, cuando lo hacía como para acariciarme. Tras de lamerme las manos largo rato, haciendo presión con la lengua, me mordiscaba. Sin duda sentía necesidad de morder, pero no quería hacerlo. Como no quería dejarle la mano, lamía las botas o las patas de la mesa; y luego se ponía a mordiscarlas. Eso duró dos días. Al tercero, Bolita desapareció; y nadie volvió a verlo ni oyó hablar más de él.

No podían habérmelo robado; tampoco era posible que me hubiese aban-donado. Esto ocurrió seis semanas después de haberlo mordido el lobo Por consiguiente, éste debía de estar atacado de rabia. Dicen que el animal atacado de rabia padece unas contracciones convulsivas en la garganta. Tiene sed, pero no puede beber porque, al hacerlo, las contracciones aumentan. Entonces, a causa de los dolores y de la sed, se vuelve loco y empieza a morder. Probablemente Bolita había tenido esas convulsiones cuando empezó a lamerme y a mordiscarme las manos.

Salí a buscar a Bolita por los alrededores; pero no pude averiguar dónde se había metido, ni dónde había muerto. Si hubiera corrido a diestro y siniestro, mordiendo a la gente, como suelen hacerlo los perros rabiosos, alguien me hubiera dado razón de él. Sin duda se había refugiado en la espesura del bosque, para morir. Los cazadores dicen que un perro inteligente, atacado de rabia, huye al campo o al bosque, para buscar la hierba que necesita, y revolcarse en el rocío, con lo que se cura solo. Por lo visto, Bolita no pudo curarse. No volvió a la finca. Este fué su fin.

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Cómo cazamos un oso

 

(León Tolstoi)

Una mancha de sangre en la nieve. Eso era todo lo que había quedado después de que mí compañero hirió de un disparo al oso, y éste escapó. Pero aquella cacería no podía terminar allí, así es que nos reunimos en el bosque para tomar una decisión.

—¿Qué es más conveniente? —les preguntamos a los cazadores de osos—. ¿Esperar unos días hasta que la fiera regrese a su guarida o ir de inmediato en su búsqueda?

—En este momento sólo lograríamos asustarlo. Hay que dejar que se tranquilice —opinó un anciano montero, que llevaba muchos años persiguiendo la caza en los montes.

—Yo no veo inconveniente en perseguirlo ahora —rebatió Demian, y la discusión siguió.

—Con toda la nieve que ha caído, no podrá ir muy lejos —dije—. Lo alcanzaré esquiando.

Mi compañero no estuvo de acuerdo conmigo y aconsejó esperar. Pero yo estaba impaciente:

—No discutamos más. Hagan lo que quieran y yo me iré con Demian siguiendo las huellas del oso. Será magnífico si logramos acorralarlo, y si no lo conseguimos no perderemos nada.

Tal como lo afirmé lo hicimos. Mientras mi compañero y los demás hombres subieron a los trineos para regresar a la aldea, Demian y yo revisamos bien las escopetas y, alzando el cuello de nuestras chaquetas forradas en piel, nos adentramos en el bosque.

El tiempo era apacible y frío, pero resultaba difícil avanzar con los esquíes, ya que la nieve estaba blanda y esponjosa. A poco andar encontramos las huellas del oso,

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que en algunos trechos daba la impresión de haberse hundido hasta la barriga. Más adelante, las huellas se internaban en una espesura formada por abetos.

—No conviene ir tras estas huellas —dijo Demian, deteniéndose—. Pienso que el oso va a refugiarse aquí, y es mejor que demos un rodeo. Tratemos de no hacer ruido para no asustarlo.

Dimos vuelta hacia la izquierda, deslizándonos sigilosamente, y más o menos cincuenta pasos más adelante tropezamos nuevamente con las huellas. Nos miramos sorprendidos. Ahora éstas desembocaban en un sendero. Nos paramos allí para ver en qué dirección debíamos seguir; y observamos que en algunos lugares se notaban las huellas del animal muy marcadas en la nieve, y en otros sólo se distinguían las de un rústico calzado de corteza de abedul, propio de un campesino.

Recorrimos cerca de dos kilómetros, guiados por las huellas del oso, y éstas se alejaron del bosque y fueron en sentido contrario.

—¡Son de otro oso! —grité.

—No, señor; son del mismo —replicó Demian, examinando las patas marcadas en la nieve—. Se desvió del camino, y nos ha engañado andando hacia atrás.

Me resultaba muy difícil aceptar esa teoría; sin embargo, comprobé que era verdad. El oso había dado más de setenta pasos al revés, y de pronto volvió a caminar de frente.

—Lo acorralaremos. El pantano es su único escondite —aseveró Demian.

Nos adentramos en un tupido bosque de abetos. Yo principié a cansarme, a tropezar con algunos troncos o arbustos, y los esquíes se me torcían. Los de Demian, en cambio, daban la sensación de deslizarse solos, sin enredarse jamás. Así rodeamos el pantano, hasta que él se detuvo, haciendo señas de que me acercara.

—Observé esa urraca —me indicó—. Sus graznidos anuncian la proximidad del oso. Las urracas perciben su olor desde lejos.

Recorrimos otros dos kilómetros y reencontramos la antigua pista. Esto significaba que habíamos dado vueltas alrededor del sitio donde el oso se escondía. Por fin nos detuvimos, y yo me desabotoné la chaqueta y me despojé de mi gorro. Me sentía acalorado y sudoroso.

Es necesario descansar —aconsejó Demian, enjugándose la transpiración de la cara; sus mejillas estaban rojas.

Nos sentamos sobre los esquíes y sacamos el pan que llevábamos en los morrales. A través de los árboles se filtraba la puesta de sol. Comimos un poco de nieve, y luego el pan, que me pareció lo mejor que había comido en muchos años. Poco después bajaron las sombras del anochecer.

—¿Estaremos muy lejos de la aldea? —pregunté.

—Más o menos a unos dieciocho kilómetros.

Demian improvisó un lecho con ramas de abeto y nos tendimos alli, con las manos bajo la cabeza en reemplazo de las almohadas. Ignoro el momento en que me

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dormí, y caí en un sueño tan profundo que al despertar no supe en qué lugar me hallaba.

Vi que todo deslumbraba alrededor, y entre los ramajes, que formaban una bóveda por encima de mí, titilaban pequeñas luces multicolores. Pasado un rato me acordé de que estábamos en el bosque, y que eran las estrellas las que resplandecían en lo alto.

Desperté a Demian y sin pérdida de tiempo reanudamos la marcha. El silencio era tan denso, que únicamente se oía el sonido de nuestros esquíes resbalando por la nieve, y el leve golpe de una rama, o el crujido de un árbol, retumbaba por el bosque entero. De repente percibí un movimiento muy próximo y pensé que era el oso. Pero sólo descubrimos las pequeñas huellas de una liebre.

Ya en el camino, nos quitamos los esquíes y los arrastramos. Se deslizaban fácilmente, sin que hiciéramos ningún esfuerzo. Plumillas muy finas de escarcha flotaban sobre nuestras caras, y cientos de estrellas parecían bajar hacia nosotros, encendiéndose y apagándose, dando la sensación de un constante vaivén en el cielo.

Al llegar a la casa que habitábamos en la aldea, mi compañero estaba en cama, disponiéndose a dormir. No dejé que lo hiciera sin antes contarle la persecución del oso y dar órdenes para que nos reuniéramos todos a primera hora del nuevo día. Después, Demian y yo cenamos y me fui a acostar.

Me sentía tan agotado, que habría dormido la mañana íntegra si mi compañero no me hubiese despertado. Él ya se había vestido y estaba preparando su escopeta.

—Demian ya se fue al bosque y se llevó a los monteros —me comunicó—. Lo dispuso todo para acorralar al oso.

Me lavé y me vestí con prisa, cargué mis escopetas, y nos instalamos en el trineo.

Anduvimos casi cinco kilómetros y divisamos la columna de humo que surgía desde la parte baja del bosque, y al grupo de hombres y mujeres armados de estacas. Nos bajamos del trineo y nos acercamos. Demian estaba con ellos, y asaban unas papas, mientras conversaban alegremente. Al vernos, todos se pusieron de pie y Demian dio las instrucciones. Se trataba de ir componiendo un círculo alrededor del terreno que nosotros habíamos recorrido el día anterior. Unas treinta personas, hombres y mujeres, asintieron, y se internaron en el bosque en una larga fila. Mi compañero y yo fuimos detrás de ellos.

No era fácil avanzar de este modo por aquel sendero. No obstante, caminamos así más de dos kilómetros. De pronto vi a Demian que se aproximaba esquiando, haciendo gestos para que nos reuniéramos con él. Obedecimos, y entonces nos señaló nuestros respectivos puestos.

Ocupé el lugar indicado y miré en torno a mí. Hacia mi costado izquierdo se extendía una arboleda de abetos muy altos, pero no tupidos, entre los cuales era posible observar hasta una gran distancia. Allí divisé a uno de los cazadores. Delante de mí había un bosquecillo de abetos nuevos, no más altos que un hombre de regular estatura; sus débiles ramas se doblaban bajo el peso de la nieve. En medio de ese bosquecillo descubrí un senderito angosto, que venía a desembocar

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precisamente donde yo estaba. A mi derecha, los abetos formaban una espesura, detrás de la cual había una pradera, y allí se hallaba mi compañero.

Calmadamente revisé mis escopetas, les quité los seguros, y busqué el lugar preciso donde ubicarme. A pocos pasos vi un pino enorme y decidí colocarme junto a él. Hundiéndome en la nieve, caminé hasta el árbol y en seguida aplané el suelo bajo mis pies, preparando mi pequeño fuerte de batalla. Sostuve una de las escopetas en la mano y la otra la dejé apoyada contra el pino. Luego, desenvainé y envainé mi puñal, comprobando que, de ser necesario, podría hacer estos movimientos sin la menor dificultad. Repentinamente escuché los llamados de Demian:

—¡Alerta! ¡Alerta...! ¡Todos alerta!

De inmediato se oyeron las voces que contestaban:

—¡Alerta! ¡Alerta todos!

El oso se encontraba dentro de aquel extenso círculo, del que brotaban voces y gritos. Yo continuaba sosteniendo la escopeta, inmóvil, en silencio, sintiendo latir mi corazón y un escalofrío que recorría mi espalda. Pensaba: "lo veré aparecer y apuntaré, apretaré el gatillo... y se desplomará..."

Fue entonces cuando oi un ruido sordo, como si se hubiera producido un derrumbe en la nieve. Dirigí la mirada hacia los abetos más altos, y entre la arboleda, a unos cincuenta pasos, distinguí un bulto negro de gran tamaño. Esperé a que se aproximara un poco más y apunté. La mole giró en ese minuto, mostrándose de lado. Era un oso de estatura impresionante. Le disparé, pero la bala hizo blanco en un árbol, y a través del humo logré ver al animal que corría a esconderse en la espesura. Me desanimé. Pensé que había desperdiciado mi mejor oportunidad, ya que el oso no regresaría allí y lo cazarían los monteros. Sin embargo, cargué otra vez la escopeta. De pronto, cerca del sitio que ocupaba mi compañero, escuché los gritos de una mujer:

—¡Aquí..! ¡Está aquí! ¡Apúrense...!

Miré hacia allá y vi a Demian que corría por el senderito hasta llegar junto a mi compañero. Le señalaba una dirección con un bastón de los esquíes. Él disparó hacia el punto indicado. Pensé: "Si no lo mata ahora, el oso regresará a su guarida y no lo sacaremos de ahí". En aquel momento, intempestivamente, percibí el jadeo de la fiera. Se precipitaba por un caminillo entre los abetos, igual que un torbellino, levantando remolinos de nieve. Venía directamente hacia mí, con una mancha roja en su inmensa cabeza y los ojos extraviados, enceguecidos de terror. Disparé teniéndolo casi encima, e inexplicablemente no di en el blanco. El animal siguió en su enloquecida carrera y yo incliné mi escopeta y volví a disparar.

Lo había herido. El oso irguió la cabeza y mostrándome los dientes saltó sobre mí. Pero yo alcancé a coger la otra escopeta antes de que me derribara y traté de incorporarme. Cuando hice este esfuerzo comencé a ahogarme. Estaba aplastado por un peso terrible, y percibía un vaho caliente y un olor intenso a sangre. El animal tenía mi cara entre sus fauces, y las patas delanteras se apoyaban en mis hombros, inmovilizándome. Sentí que me hundía los dientes de arriba en la frente, en el nacimiento del pelo, y los inferiores debajo de los ojos, y que los iba

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apretando. Tuve la sensación de que me estaban cortando la cabeza con varios cuchillos, y pensé que era inútil luchar, que llegaba mi fin. Y repentinamente el tormento cesó. El oso había escapado.

—¿Qué pasó? —pregunté, confundido.

Me explicaron que cuando Demian y mi compañero vieron que la fiera me atacaba, acudieron a socorrerme. Mi amigo tropezó y cayó, y Demian, que no llevaba escopeta, llegó sin más arma que un bastón de los esquíes, gritando:

—¡El oso atacó al señor! ¡Vengan todos! ¡El oso atacó al señor!

Igual que si hubiera entendido, el animal me soltó y emprendió la fuga.

Ayudado por Demian, me puse de pie. En la nieve había un charco grande de sangre. Mi compañero me examinó las heridas y las cubrieron con nieve.

—¿Hacia dónde escapó? —averigüé.

—¡Aquí...! ¡Aquí está! —fue la respuesta.

En efecto, la fiera volvía, sin duda con la intención de atacarme otra vez. Pero al ver a tanta gente se asustó, y desapareció sin darnos fiempo para disparar. Pensé en continuar la cacería, pero empezó a dolerme mucho la cabeza, y la determinación unánime fue regresar a la aldea.

Un médico me curó y sané rápidamente, así es que pasado un mes partimos a cazar al mismo oso. Sin embargo, pese a mi obstinación, no logré matarlo. Fue Demian quien lo hizo.

Era un oso enorme, con una piel magnífica. Todavía lo conservo, disecado, en mi biblioteca. De mis heridas sólo quedan algunas marcas en mi frente.

 

El prisionero del Cáucaso

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(León Tolstoi)

Jilin era el nombre de un joven oficial que se hallaba de servicio en el Cáucaso. Una mañana recibió una carta de su madre, en la que decía:

"Hijo querido: estoy demasiado vieja y anhelo volver a verte antes de que sea tarde. ¡Ven a despedirte de mí, te lo ruego! He encontrado una novia para ti, bonita, hacendosa y con buena dote. Si llegas a quererla, puedes casarte y permanecer aquí para siempre. Si no te agrada, regresarás a tu regimiento cuando yo muera."

"Mi madre es anciana y quizás no tenga otra oportunidad de verla", reflexionó Jilin. "Sí, debo ir. Y si me gusta la novia, bueno..., a lo mejor me caso con ella."

Sin meditarlo mucho, solicitó permiso del coronel, se despidió de sus soldados y se dispuso a partir.

En esa época los rusos luchaban contra los tártaros, en el Cáucaso, y el que se aventuraba a transitar por los caminos corría el grave riesgo de morir en sus manos o ser llevado prisionero a las montañas.

Por ser verano, Jilin y los soldados encargados de escoltarlo se pusieron en marcha al amanecer. Un coche en el que se transportaba el equipaje era parte de la escolta, pero Jilin prefirió no ocuparlo y viajar a caballo.

Avanzaban despacio y al mediodía recién habían recorrido la mitad del camino. Atravesaban la desierta estepa, entre nubes de polvo y un sol abrasador.

"Si continúo al paso de la escolta no llegaré nunca", reflexionó Jilin. "Es mejor que me adelante".

Como si adivinara sus pensamientos, se le aproximó el oficial Kostilyn, que también venía a caballo y andaba armado.

—Vámonos solos, Jilin —propuso—. Yo no soporto más. Este calor es sofocante y tengo hambre.

Kostilyn era un hombre alto, rubicundo y muy fornido.

—¿Tu fusil está cargado? —preguntó Jilin.

—Por cierto.

Jilin no lo meditó más y dejaron atrás a la escolta, bajo la promesa de que ellos no se separarían en ningún momento. Apurando los caballos, ambos oficiales prosiguieron el camino. Cruzaron la estepa y llegaron a un desfiladero.

—Conviene que subamos a la montaña y echemos una mirada hacia el otro lado —dijo Jilin.

—No, no perdamos el tiempo —replicó su compañero.

—Es mejor cerciorarnos de que no nos espera alguna sorpresa desagradable. Si quieres quédate aquí. Yo volveré en seguida.

Jilin se alejó subiendo por el lado izquierdo de la montaña. Su caballo era un gran corredor, de fina raza, y lo condujo a la cumbre como si volara. Desde allí, Jilin

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divisó una columna de aproximadamente treinta tártaros montados que avanzaban. Torció riendas e hizo volver a su cabalgadura como un celaje. Pero los enemigos lo habían descubierto y se lanzaron tras él, esgrimiendo sus fusiles. Al llegar al pie de la montaña, Jilin gritó:

—¡Kostilyn, tenemos que defendernos!

Desgraciadamente, en vez de obedecer a su compañero, lo único que Kostilyn hizo, en cuanto vio aparecer a los tártaros, fue emprender una carrera desesperada. Entonces Jilin tuvo que admitir que la situación era más que difícil. Kostilyn había huido con el fusil, y él no tenía más que su sable.

"Debo escapar cómo sea", pensó, espoleando a su caballo. Pero no le fue posible, porque seis tártaros venían hacia él, cortándole el paso. Uno de ellos, un hombre corpulento de barba pelirroja, montado en un caballo gris, avanzó a su encuentro con un fusil en la mano, dando gritos amenazantes.

"Si me pillan, me encerrarán en un calabozo y me azotarán sin piedad", se dijo Jilin. "¡No puedo rendirme vivo!" Él era mucho menos corpulento que su adversario; sin embargo, su audacia y su valor eran grandes y, desenvainando el sable, se lanzó contra el tártaro.

Lamentablemente estaba cercado y le dispararon por la espalda. Varios tiros hirieron al caballo mortalmente y uno alcanzó a Jilin en una pierna. El caballo se desplomó, y cuando él trató de incorporarse, lo tomaron por los brazos, doblándoselos hacia atrás, y lo golpearon en la cabeza con las culatas de los fusiles. Tambaleó y vio todo borroso.

Como en una pesadilla sintió que lo arrastraban, que le quitaban las botas, el dinero, el reloj. También tuvo la imagen imprecisa de su caballo agitándose inútilmente, con una herida de la que salían borbotones de sangre. Un hombre se acercó para sacarle la silla y el caballo tembló aún. Entonces, con un movimiento rápido, el tártaro desenvainó el puñal y lo degolló. Se oyó un relincho gutural, semejante a un alarido, y el animal tuvo un último estremecimiento. La sangre formaba una gran mancha oscura sobre la tierra.

Después, amarraron los brazos de Jilin a su espalda y lo acomodaron en la grupa del caballo del gigante de la barba roja, atándolo a su cintura. Así emprendieron el penoso camino hacia las montañas.

Durante varias horas cabalgaron sin que Jilin lograra ver algo más que la nuca afeitada del jinete al que permanecía atado, y su grueso cuello surcado de venas. Habría querido conocer el camino que seguían, pero le era totalmente imposible mirar hacia los lados. Sólo sabía que habían vadeado un río y que avanzaban por un desfiladero. Al ponerse el sol cruzaron otro río y subieron por una montaña escarpada y pedregosa.

Jilin percibió el olor a humo de las fogatas, escuchó ladrar a los perros, y comprendió que estaban llegando a una aldea.

En efecto, muy pronto los tártaros detuvieron sus cabalgaduras y desmontaron. De inmediato varios chiquillos se agruparon en torno a Jilin, riendo, gritando, tirándole piedras. Un tártaro los apartó y luego de bajar al prisionero del caballo hizo venir a un hombre de pómulos salientes, que llevaba una camisa rota y el pecho

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descubierto; era un obrero habitante del Nogai, que se desempeñaba como sirviente. Este hombre obedeció la orden que le daban y salió, volviendo al poco rato con unos grilletes. Recién entonces desataron a Jilin y, luego de ponerle los grilletes en los tobillos, lo llevaron a una caballeriza. Lo empujaron hacia el interior, y lo encerraron con llave.

Jilin cayó de espaldas y, pasados algunos minutos, buscó a tientas en la oscuridad un lugar donde tenderse.

En esa época del año las noches eran más cortas, y Jilin pasó toda aquélla sin dormir.

Por una ranura en la pared se filtraba un rayo de luz y Jilin comprendió que principiaba un nuevo amanecer. Se levantó y observó hacia afuera por aquel agujero.

Vio entonces el sendero que bajaba desde la montaña: había una cabaña a la derecha y un perro negro estaba echado a la entrada, mientras una cabra y sus crías rondaban por el lugar. Pasados unos momentos, vio a una joven tártara acompañada de un niño pequeño aproximándose a la cabaña.

La muchacha, que usaba amplios pantalones y calzaba botas, se balanceaba graciosamente, equilibrando un cántaro de agua sobre la cabeza cubierta con un caftán. Después que ella entró, salió por la misma puerta el tártaro de la barba roja. Usaba babuchas, un alto gorro de piel y un puñal de plata al cinto. Cruzó algunas palabras con el trabajador, quien llegó hasta él, y en seguida se marchó. Unos segundos más tarde pasaron dos muchachos que conducían sus caballos al abrevadero y, repentinamente, aparecieron algunos chiquillos, sin más ropas que unas camisas cortas. Corrieron hacia la caballeriza y empezaron a jugar metiendo pajitas y pedacitos de hojas secas por el orificio por donde Jilin miraba.

—¡Necesito que venga alguien! —gritó él, y los niños escaparon asustados. Sus piernas desnudas fue lo último que divisó. "Sí, necesito que venga alguien", repitió para sí. "Tengo sed... ¡Mucha sed!"

Como si hubieran escuchado su pensamiento, la puerta se abrió, y entró el tártaro de la barba roja en compañía de un hombre moreno, de brillantes ojos negros, que sonreía. Éste vestía un blusón azul íntegramente bordado, babuchas de cuero rojo bordadas con plata, sobre las que llevaba otras de cuero más grueso, tenía un imponente puñal también de plata en su cinturón y un gran gorro de piel blanca.

El de la barba roja rezongó algo entre dientes y observó a Jilin con una mirada de lobo. El moreno, en cambio, se aproximó y se acomodó en cuclillas a su lado, palmoteándole un hombro. Sus movimientos eran decididos y rapidísimos, igual que si estuvieran impulsados por un resorte.

—Ruso bueno —dijo, mostrando sus hermosos dientes, y añadió otras frases incomprensibles.

—Agua..., quiero agua... —rogó Jilin.

—Sí, ruso bueno —repitió el tártaro.

El prisionero intentó explicarse por señas, hasta que logró darse a entender. Riendo, el moreno fue hasta la puerta y llamó:

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—¡Dinka! ¡Dinka!

Muy pronto llegó una niña de trece a catorce años que, por el parecido, debía ser su hija. Sus ojos eran igualmente oscuros y relucientes, y era muy hermosa. Llevaba un collar de monedas rusas, y una cinta entretejida con placas de metal y un rublo de plata colgaba de su larga trenza negra. Escuchó lo que le decía su padre y salió rápidamente.

Demoró apenas unos minutos en volver con una jarra de metal llena de agua. Se la pasó a Jilin y también se encuclilló frente a él. Mientras éste bebía, ella lo observaba, cautelosa, sin hacer un solo movimiento. Pero cuando él trató de devolverle la jarra, saltó hacia atrás como una cabra salvaje, en un instintivo impulso de defensa.

El padre estalló en ruidosas carcajadas y, sin dejar de reír, le ordenó algo que la hizo recoger la jarra y salir. Al regresar de nuevo, traía una bandeja redonda de madera, sobre la que venía un pan sin levadura. La niña se puso otra vez en cuclillas, con la mirada fija en Jilin.

Un rato después de que los tártaros y la jovencita se marcharon, apareció el sirviente.

—Vamos, amo —dijo—. ¡Vamos!

Jilin lo siguió. Los grilletes que trababan sus tobillos lo hacían cojear. Al otro lado de la puerta surgió la pequeña aldea tártara, con su iglesia y su torre, y las pocas casas que la rodeaban. De una de ellas salió el tártaro moreno e indicó que llevaran a Jilin.

La casa era muy confortable por dentro. Sobre la pared del fondo se adosaban cojines multicolores, y las de los costados estaban cubiertas de lujosos tapices, encima de los que colgaban colecciones de sables con vainas de plata, pistolas y fusiles. En una alfombra de fieltro, reclinados en cómodos almohadones, se hallaban el hombre de la barba roja y tres invitados más. El tártaro moreno hizo que Jilin se sentara fuera de la alfombra y fue a ocupar su puesto junto a los demás. El sirviente se sentó cerca de su amo y lo contempló boquiabierto mientras comía.

Cuando todos terminaron de comer, una mujer retiró los restos del banquete y trajo un recipiente y una jarra con agua para que los hombres se lavaran las manos cubiertas de grasa. Ellos lo hicieron y se encuclillaron a leer unas oraciones. Luego hablaron cosas que, una vez más, Jilin no entendía. Pero repentinamente uno de los invitados se volvió hacia él, y mostrándole al hombre de barba roja, le dijo en perfecto ruso:

—Kasi–Mohamed te tomó prisionero y te ha vendido a Abdul–Murat. Él es tu dueño ahora.

Siguiendo su costumbre, el tártaro moreno lanzó una risotada:

—Ruso bueno. Bueno soldado ruso.

Jilin permaneció en silencio, y el que hacía de intérprete agregó:

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—Debes escribir una carta a tu familia, pidiendo el dinero del rescate. Son las órdenes de Abdul–Murat. Recuperarás tu libertad cuando consigas ese dinero.

—¿Y puedes decirme cuánto se me exige? —preguntó Jilin.

Los tártaros intercambiaron algunas opiniones.

—Tres mil monedas —comunicó el que hablaba ruso.

—¡Imposible! ¡Yo no puedo pagar eso! —exclamó Jilin.

—¿Y cuánto ofreces?

—Quinientos rublos —dijo Jilin, pensando muy bien lo que decía.

La traducción de su respuesta hizo que Abdul–Murat se levantara de un salto y que todos alzaran la voz, gesticulando exaltados. Cuando se calmaron, el intérprete habló:

—Tu dueño considera que quinientos rublos es muy poco. Él ha pagado doscientos por ti a Kasi–Mohamed. Por menos de tres mil no serás libre, y si no escribes esa carta te azotarán.

Jilin pensó que demostrar temor frente a los tártaros sería contraproducente, así es que se puso de pie y gritó:

—Dile a tu amo que sus amenazas no me asustan. ¡Jamás me han atemorizado los tártaros, y tampoco lo conseguirán en esta ocasión! ¡Malditos perros!

El intérprete cumplió con su obligación de traducir, y cuando los otros lo escucharon, volvieron a opinar atropelladamente, hasta que Adbul los hizo callar, y se aproximó a Jilin.

—Valiente ruso —dijo en su idioma, y habló algo más con el traductor.

—Dale por lo menos mil rublos —aconsejó éste.

—Lo único que puedo ofrecer son quinientos —manifestó Jilin con firmeza.

Los tártaros volvieron a discutir, y Abdul–Murat le dio una orden al sirviente, quien salió corriendo. Luego todos callaron durante algunos minutos, hasta que el empleado reapareció. Al hacerlo no venía solo. Lo acompañaba un hombre corpulento, descalzo, vestido con harapos y con los tobillos engrillados.

"¡Es Kostilyn!", se dijo Jilin, reconociéndolo. Efectivamente, era Kostilyn. También lo habían capturado. Pero, según relató el intérprete, estaba próximo a recobrar la libertad, ya que había escrito a su casa para que le enviaran cinco mil monedas.

—Posiblemente mi compañero es rico —alegó Jilin—. Yo no, y no voy a pedir más de quinientos rublos. Pueden matarme si les parece, aunque no ganarán nada al hacerlo.

Los tártaros reflexionaron un rato, y súbitamente Abdul–Murat abrió un cofre del que sacó una pluma, papel y tinta, indicándole a Jilin que aceptaba el trato, que escribiera.

—Lo haré con la condición de que nos quiten los grilletes, nos den ropa decente y nos alimenten bien —puntualizó Jilin.

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Abdul rió una vez más al enterarse de estas exigencias, y aseguró que los calzarían y vestirían como si fueran a casarse, y que la comida que recibirían sería digna de príncipes. Se disculpó, sí, de no poder quitarles los grilletes salvo en la noche, por temor de que escaparan. Palmoteando el hombro de Jilin, aseguró, en ruso:

—Tú ser bueno. Yo ser bueno.

"Me escaparé", pensó Jilin, mientras escribía la carta, y puso una dirección falsa, para que jamás su madre la recibiera.

Los dos prisioneros fueron conducidos a una caballeriza. Les entregaron casacas y botas usadas de soldado, y les llevaron agua y pan. Al llegar la noche les quitaron los grilletes.

 

Por más de un mes vivieron en esas condiciones. Kostilyn se consumía de impaciencia y pena, y escribió nuevamente a su casa, suplicando que le enviaran el dinero. Jilin, en cambio, no esperaba nada.

"Mi pobre madre vivía de lo que yo le enviaba. ¿De dónde habría sacado ella quinientos rublos?", se decía. "¡Con la ayuda de Dios conseguiré escaparme!"

Debido a que tenía gran habilidad para los trabajos manuales, decidió confeccionar cestos de mimbre y muñequitos de greda, mientras imaginaba diferentes formas de huir. En una ocasión hizo un muñeco al que vistió con un blusón tártaro, y lo dejó sobre un tejado. Las niñas que iban a buscar agua, entre las que se hallaba Dinka, la hija de Abdul–Murat, lo vieron y dejaron sus cántaros en el suelo, riendo alegremente. Jilin se lo ofreció, pero ellas no se atrevieron a tomarlo. Sólo cuando él regresó a la caballeriza, Dinka se devolvió, cogió rápidamente el juguete y se alejó corriendo.

A la mañana siguiente, Jilin la observó salir, meciendo el muñeco entre sus brazos. Lo había adornado con cintas de colores y le cantaba una canción de cuna. Desgraciadamente, al poco rato apareció la madre, que se lo arrebató y tiró lejos, rompiéndolo en mil pedazos. Entonces Jilin modeló otro muñeco, mucho más bonito, y se lo regaló a Dinka.

Fue después de este regalo cuando ella vino con un jarrito, y se sentó al lado de Jilin, sonriendo. Él creyó que le traía agua, la misma agua de siempre, pero apenas la probó se dio cuenta de que era leche. Desde esa vez, Dinka le llevó leche diariamente, y en ciertas ocasiones un queso. En una oportunidad en que Abdul-Murat mandó degollar un carnero, la niña escondió un trozo de carne para Jilin. Todas estas cosas se las dejaba y en seguida se marchaba corriendo.

Una noche llovió a cántaros y se desbordaron todos los riachuelos. Grandes piedras eran arrastradas por la corriente, mientras los truenos retumbaban y los relámpagos iluminaban los montes. Al cesar la tormenta, la aldea quedó surcada por arroyos. Entonces Jilin le rogó a Abdul que le diera un cuchillo y, utilizando un eje, una rueda y tablas, construyó una pequeña máquina. Luego, con algunos retazos de telas que le dieron las niñas, vistió un muñeco y una muñeca como si hubieran sido realmente un hombre y una mujer; los amarró a ambos costados de la rueda y colocó la máquina en un arroyo. Impulsada por la corriente la rueda

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empezó a girar, haciendo que los muñecos saltaran al mismo ritmo. Todos los habitantes de la aldea acudieron al lugar y se mostraron admirados y felices.

A raíz de esto, Abdul llamó a Jilin y le mostró un reloj que no caminaba.

—Yo te lo arreglaré —ofreció Jilin. Abrió el reloj con el cuchillo y, con increíble destreza, no demoró en componerlo y dejarlo como si estuviera nuevo.

Así, el ruso tomó fama de ser un artesano muy experto, y llegó gente de otras aldeas trayéndole relojes, fusiles y otros objetos para que los compusiera. Contento, Abdul–Murat puso a su disposición gran variedad de herramientas.

Una vez que el amo se enfermó, hizo traer a Jilin para que lo sanara. Éste, sin saber nada de medicina, lo examinó y, confiando en que sanaría solo, le dio a beber una mezcla de agua con arena, diciendo algunas palabras imaginariamente mágicas frente a la jarra que contenía el brebaje. Afortunadamente, Abdul-Murat se mejoró.

Rápidamente Jilin comenzó a entender el lenguaje de los tártaros, muchos de los cuales llegaron a estimarlo, y lo llamaban "Iván..., Iván".

Sólo algunos lo miraban todavía de reojo, entre ellos el hombre de la barba roja, que no disimulaba su antipatía. También, entre los habitantes había un viejo que vivía al pie de la montaña y venía a rezar a la mezquita. Se apoyaba en un cayado, llevaba la cabeza envuelta en una toalla, como turbante, tenía la barba muy blanca, la nariz ganchuda y el rostro como la greda roja, íntegramente surcado de arrugas. La expresión de sus ojos era cruel y, apenas divisaba a Jilin, torcía la cabeza y gruñía.

Una tarde, Jilin fue a inspeccionar el lugar donde habitaba este viejo. Al terminar un sendero, descubrió el jardín cuidadosamente cercado, y se encaramó sobre la tapia para ver mejor. Entre duraznos y cerezos, había una pequeña cabaña de techo plano, y enjambres de abejas revoloteaban zumbando en torno a varias colmenas. Arrodillado junto a una de ellas se encontraba el viejo. Jilin lo observó, pero de pronto, para acomodarse mejor sobre la tapia, hizo un ruido con los grilletes. De inmediato el viejo volvió la cabeza y, sin pérdida de tiempo, sacó la pistola que llevaba consigo y disparó. Jilin alcanzó a esconderse al otro lado del cerco.

Sin embargo, el incidente no terminó allí. El viejo se presentó a reclamar ante Abdul–Murat, quien lo enfrentó a Jilin.

—¿Con qué intención fuiste a la casa de este anciano? —averigüó Abdul.

—Me interesaba ver cómo vivía —respondió Jilin—. No pretendía hacerle ningún daño.

El amo tradujo estas palabras al viejo y éste se encolerizó aún más. Después de que se marchó, Jilin preguntó quién era, y Abdul–Murat contestó:

—Un hombre muy importante. El primero entre los valientes. Ha dado muerte a muchos rusos, y en otros tiempos fue inmensamente rico. Tuvo ocho hijos, y los rusos mataron a siete de ellos. El que sobrevivió se entregó al enemigo, y el anciano lo imitó. Durante tres meses fue prisionero, hasta que encontró a su hijo.

—¿Logró encontrarlo?

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—Sí. Entonces lo mató, y se las arregló para escapar. Desde ese día ya no quiso combatir más, y se fue a La Meca a orar; por eso lleva turbante. Cambió la guerra por la oración. Pero como odia a los rusos, me exige que te mate, cosa que yo no puedo hacer. Yo he pagado por ti, y además te tengo cariño, no podría matarte. Tampoco te devolvería la libertad si no hubiera prometido hacerlo.

—Sorpresivamente se puso a reír, y agregó en ruso—: Tú bueno, Iván, y yo Abdul, bueno también.

 

Los días siguieron pasando. Jilin dividía su tiempo entre las labores de artesano y paseos por los alrededores. Sólo cuando llegaba la noche, y la gente se hallaba reunida en sus casas, él se dedicaba a cavar un hoyo en la caballeriza. Así logró hacer una cavidad por debajo del muro, lo suficientemente grande como para pasar por ella, y pensó que debía conocer bien la comarca. De este modo sabría adónde dirigir sus pasos. Con este fin, escogió un día en que Abdul–Murat partió lejos de la aldea, y se encaminó en dirección a la montaña; pretendía observarlo todo desde la cumbre. Sin embargo, no había caminado mucho cuando escuchó la voz del hijo del amo:

—¡Detente, Iván! ¡Mi padre ha ordenado que no salgas de aquí!

—No iré muy lejos —respondió Jilin—. Necesito unas hierbas para los enfermos, y creo que las hallaré en esta montaña. Acompáñame, y te haré un arco y flechas.

El chiquillo accedió y siguieron avanzando juntos. Aunque la montaña no parecía tan escarpada, los grilletes dificultaban el paso de Jilin, y casi arrastrándose consiguió llegar arriba. Al hacerlo, respiró profundo, se sentó, y observó cuanto le rodeaba, tratando de alargar la vista: al sur había un despeñadero muy hondo, y al otro lado una aldea; en seguida se alzaba otra montaña prácticamente intransitable, y no muy lejos, otra; en medio de ambas surgía un bosque, y luego cadenas de montes nevados que parecían de azúcar. Por todos lados se levantaban cerros, y en medio de éstos, valles poblados.

"Ellos son dueños de toda la región", pensó. Entonces miró hacia lo que suponía era territorio ruso y distinguió en medio de los montes una columna de humo que flotaba encima de un amplio valle. Comprendió que justamente allí tenía que encontrarse la fortaleza, y supo, con certeza absoluta, adónde debía dirigir sus pasos al escapar.

Había llegado la hora de la fuga y estaba decidido a hacerlo esa noche. Una noche sin luna, rodeada de una oscuridad densa. Lamentablemente, poco después de ponerse el sol volvieron Abdul–Murat y los demás hombres, y no venían alegres. En vez de ganado traían un cadáver atado a la silla de un caballo. Era el hermano menor de Kasi–Mohamed, el de la barba roja, y la gente, en su mayoría muy exaltada, se reunió para darle sepultura.

Apareció el almuédano, el viejo musulmán que convocaba a orar, y los viejos se enrollaron toallas como turbantes alrededor de sus cabezas, y se encuclillaron junto al muerto. El almuédano permanecía delante del grupo y todos mantuvieron las cabezas inclinadas, en total silencio, hasta que él dijo:

—¡Alá!

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El resto coreó, entonces:

—¡Alá! —y luego regresaron al silencio. Sólo se escuchaba un suave murmullo de hojas.

El hermano del hombre de la barba roja fue enterrado en una tumba cavada en un subterráneo. Lo bajaron muy lentamente a la fosa y lo dejaron allí, con las manos cruzadas sobre el vientre, sentado y solo. Luego lo taparon con tierra, y encima colocaron una piedra.

Al amanecer, Kasi–Mohamed degolló una yegua y la descuartizó, y reunió en su casa a todos los hombres de la aldea. Por espacio de tres días completos bebieron cerveza y comieron carne, honrando al difunto, y al cuarto día ensillaron los caballos y se marcharon, con Kasi–Mohamed a la cabeza. Sólo Abdul–Murat permaneció en la aldea.

"La luna está en creciente, y las noches todavía son oscuras", meditó Jilin, y tomó una determinación: "Sí, hay que escapar hoy mismo". Se lo comunicó a Kostilyn.

—No, es imposible huir sin conocer el camino —objetó éste.

—Te equivocas. Yo lo conozco.

—Pero jamás llegaremos en una noche...

—Nos detendremos en el bosque. He guardado unos cuantos panes y no pasaremos hambre. Entiende, Kostilyn, que fueron rusos los que mataron al hermano de Kasi–Mohamed, y los tártaros están llenos de odio. Lo único que quieren es matarnos.

—De acuerdo. Me has convencido —dijo Kostilyn, después de reflexionar unos momentos.

Luego de agrandar más la cavidad, para que Kostilyn pudiera pasar por ella, los dos prisioneros aguardaron a que reinara un absoluto silencio. Jilin atravesó, entonces, por el hoyo y salió al exterior. Kostilyn lo siguió, pero al llegar afuera tropezó, y produjo un ruido que alertó a Uliashin, el perro guardián. Uliashin era muy bravo y se precipitó hacia la caballeriza, lanzando amenazadores ladridos. Afortunadamente, Jilin había tenido la precaución de darle de comer, y en ese instante le silbó y le arrojó un pan. El perro lo reconoció, dejó de ladrar y movió la cola en señal de amistad, restregando el hocico en las piernas de Jilin.

El silencio volvió. Únicamente se escuchaba el balido de rebaños distantes, y el rumor del agua de los arroyos que corrían entre las piedras. Las estrellas y la luna nueva iluminaban tenuemente los valles alfombrados por la nieve.

Jilin y Kostilyn se pusieron en camino. Después de atravesar un corral llegaron a un río que vadearon y luego avanzaron por el valle, guiándose por las estrellas. Les resultaba fácil caminar sin los grilletes que les quitaban por las noches. Sin embargo, las viejas botas que calzaban eran sumamente incómodas. Jilin optó por despojarse de ellas y prosiguió el viaje con los pies desnudos, saltando por las piedras, siempre pendiente de las estrellas.

—No vayas tan rápido, que estas malditas botas son una tortura —se quejó Kostilyn.

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—Quítatelas, yo voy mejor así —le aconsejó Jilin.

El otro lo imitó y siguió andando descalzo. Pero se hirió mucho más los pies y continuó retrasando la marcha.

—Esas heridas cicatrizarán —opinó Jilin—, en cambio, si los tararos nos pillan perderemos la vida.

Recorrieron varios kilómetros antes de descubrir que se habían equivocado de camino y que tenían que retroceder hacia la izquierda para encontrar el bosque.

—¡Déjame tomar aliento! —suplicó Kostilyn, mostrando sus pies ensangrentados.

—¡No te detengas! —gritó su compañero, y fue más de prisa, casi corriendo.

Cuando por fin llegaron al bosque y se internaron en él, la situación se hizo aún más difícil. Las ramas de los árboles les desgarraban la ropa y las espinas de los arbustos los rasguñaban como garras afiladas. De pronto, oyeron el ruido de los cascos de un caballo y se detuvieron alelados. El ruido se acalló entonces y volvió a oírse apenas reanudaron la marcha. Así, el fenómeno se repitió: caminaban y el caballo se dejaba oír; se detenían, y se hacía el silencio.

Tratando de ver algo entre las sombras, Jilin divisó, en un instante, un animal que parecía caballo, sobre el que cabalgaba una extraña figura.

—¡Qué animal tan raro! —exclamó. Éste pareció escucharlo, porque se precipitó igual que un huracán hacia el interior del bosque. Al verlo, Kostilyn se desmayó, e inesperadamente Jilin se puso a reír—. El monstruo que nos ha asustado no es más que un ciervo, y él también ha sentido miedo de nosotros.

Comenzaba a amanecer cuando terminaron de atravesar el bosque y llegaron a un camino. Kostilyn se dejó caer aniquilado.

—Mis pies se niegan a caminar murmuró. En vano Jilin trató de convencerlo. Ningún argumento podía animar a ese hombre. Además, una neblina intensa empezó a descender, cubriendo los cerros.

Súbitamente percibieron el sonido de los cascos de un caballo que venía en dirección a ellos, y éste sí era un caballo de verdad; escuchaban chocar sus herraduras contra las piedras. Jilin se tendió a oír las vibraciones de la tierra.

—Sí, viene un jinete —confirmó.

Se arrastraron a un costado del camino y se escondieron entre unos arbustos. Pronto apareció, entre la bruma, un tártaro a caballo que pasó junto a ellos sin percatarse de que lo observaban.

—¡Gracias a Dios ya se alejó! —susurró Jilin, y una vez más se empeñó en que su amigo caminara. Fue imposible. Aquel soldado grande y fornido no era más que un guiñapo. Lo remeció y Kostilyn lanzó un grito agudo de dolor.

—¡Déjame, me estás haciendo daño!

Jilin tuvo miedo. El tártaro aún se encontraba muy cerca, y probablemente había escuchado. "¿Qué haré?", se preguntó. "Yo todavía soy capaz de correr, pero no puedo abandonar a un compañero..."

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Subió a Kostilyn en su espalda, sujetándolo por las piernas, y volvió al camino. Él también tenía los pies llenos de heridas, y aquella carga resultaba horriblemente pesada. No obstante, siguió andando, hasta que oyó cabalgar a alguien detrás de ellos. Otra vez se ocultaron, con la certeza de que el tártaro los buscaba. Y, en efecto, después de lanzar varios improperios, el jinete disparó, afortunadamente sin dar en el blanco. Luego volvió a alejarse echando maldiciones.

—¡Ese perro ha ido en busca de otros para perseguirnos! ¡Estamos perdidos! —aseveró Jilin—. Necesitamos avanzar por lo menos cinco kilómetros más.

—Ándate solo —musitó Kostilyn—. No arriesgues más tu vida por mí...

—¡No, no se debe abandonar a un compañero!

Nuevamente acomodó a Kostilyn sobre su espalda y recorrió cerca de dos kilómetros. La neblina empezó a disiparse cuando llegaron cerca de un arroyo. Jilin se detuvo. Se hallaba exhausto.

Se inclinaron para beber un poco de agua, y en ese momento oyeron el galope de los caballos y las voces de los tártaros. Jilin intentó arrastrar a su amigo a un escondite, aunque íntimamente sabía que era inútil.

Lo demás ocurrió rápidamente. Los tártaros azuzaron a unos perros, y percibieron crujidos en la maleza. De inmediato vieron a un perro que fue directamente hacia ellos y se puso a ladrar. Los hombres no demoraron. Se precipitaron sobre los dos fugitivos, y después de atarlos, los instalaron sobre los caballos.

Amarrados como bultos encima de las cabalgaduras, deshicieron el camino andado, hasta que salió a encontrarlos Abdul–Murat con dos hombres. El amo ya no sonreía, y ni siquiera les dirigió la palabra. Ya era de día cuando entraron en la aldea.

Dejaron a los prisioneros atados en la calle, mientras los niños les tiraban piedras y los hombres se reunían en círculo a deliberar. Algunos opinaban que lo mejor era llevarlos muy lejos, y abandonarlos entre los cerros.

—¡No! —gritó el viejo que vivía al pie de la montaña—. ¡Hay que matarlos ahora mismo!

—Eso no me conviene —afirmó Abdul–Murat—. Yo pagué por ellos, y voy a cobrar el rescate.

—¡No recibirás ese rescate, y cada día te ocasionarán más problemas! —rebatió el anciano—. ¿Y acaso no sabes que es un pecado alimentar a los rusos? ¡Mátalos, y asunto concluido!

Cuando el grupo se dispersó, el amo se aproximó a Jilin con aire severo, y lo conminó:

—Te doy quince días para que llegue el rescate. Si no llega, te haré azotar, y si tratas de huir morirás peor que un perro. Ahora escribe una nueva carta y asegúrate de que te envíen el dinero.

Ambos prisioneros tuvieron que escribir a sus casas. En seguida les colocaron los grilletes y los condujeron hasta un foso que había a cierta distancia de la mezquita. En el interior de aquel foso los dejaron.

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Habitar en el fondo de ese hoyo no podía ser más insufrible. No fue permitido que los prisioneros se despojaran de los grilletes por la noche, y tampoco se les autorizó para salir a la luz del día en ningún momento. Les arrojaban panes sin cocer y les bajaban jarras de agua. La atmósfera era húmeda, asfixiante, pestilente. Kostilyn no tardó en enfermar y, en los ratos en que no dormía, no hacía más que quejarse. Jilin reconocía que era prácticamente imposible escapar y estaba muy desanimado.

En una ocasión en que se sentía muy triste y evocaba los tiempos en que era un hombre libre, le cayeron encima dos tortas y un atado de cerezas. Arriba, en la boca del foso, se encontraba Dinka. Lo miró unos instantes, sonrió, y se marchó rápidamente. "¡Ella podría ayudarme!", pensó Jilin. Cavó un poco en el suelo, y juntó barro con el que comenzó a hacer muñecos y otras figuras.

Pero sus esperanzas de que la niña volviera al día siguiente se vieron defraudadas. Oyó, en cambio, voces que discutían acaloradamente. Sin duda celebraban una reunión junto a la mezquita, y el tema debía ser el destino de los prisioneros.

Jilin debió aguardar cierto tiempo antes de que Dinka reapareciera. Surgió de repente, arriba, encuclillada, con la cabeza tan inclinada hacia el foso, que su collar se balanceaba dentro de éste. De una manga sacó dos quesos pequeños que dejó caer hacia Jilin. Sin embargo, no sonreía, y sus ojos fulguraban como estrellas. Él recogió los quesos y la observó.

—Te hice unos juguetes —dijo—, y lanzó algunas de las figuritas hacia lo alto. Pero ella no las recibió. Volvió la cabeza, y sólo habló al cabo de un largo silencio:

—Van a matarte, Iván.

—¿Quién?

—Mi padre. Es una orden de los viejos. ¡Tengo mucha pena por ti!

—Si tienes pena por mí..., si quieres evitar mi muerte..., consígueme una vara larga...

—¿Una vara?

—Sí, un palo por el que yo pueda trepar.

La niña agitó la cabeza en un gesto negativo:

—¡Me pides algo imposible, Iván! ¡Todos me verían!

—¡Por favor, Dinka, inténtalo!

Dinka se fue, angustiada, y Jilin permaneció, pese a todo, mirando una y otra vez hacia arriba, esperando. En esta espera vio salir las estrellas, y oyó la voz que invocaba a Alá en los anocheceres, el almuédano llamando a la oración. El sueño comenzaba a invadirlo y se incorporó bruscamente al sentir que le caían pedazos de barro y piedrecillas en la cabeza. Entonces vio que una vara de madera muy larga bajaba por el boquete del foso. Se abrazó a ella, comprobando que era resistente, y una inmensa alegría lo colmó. Una vez más los ojos de Dinka resplandecían.

—No hay más que dos hombres en la aldea, Iván —dijo—, todos los demás se han ido.

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Jilin escuchó a la niña y se aproximó a Kostilyn.

—¡Vamos, compañero, esta vez lo conseguiremos!

El otro prisionero no lo dejó continuar. Se hallaba absolutamente incapacitado para dar un solo paso, y había llegado la hora de despedirse. Así lo hicieron, y Jilin comenzó a trepar por el palo. Resbaló dos veces, y subió de nuevo, hasta que alcanzó el borde del foso, y Dinka lo cogió con fuerzas del cuello de la camisa. Los dos se largaron a reír en ese momento, con una mezcla de inquietud y alegría.

Mientras la niña fue a esconder la vara, Jilin trató de abrir el candado de los grilletes con una piedra afilada. Pero era un candado extremadamente resistente. Al llegar de nuevo, Dinka le arrebató la piedra de las manos.

—¡Déjame, yo lo haré —ofreció. Por desgracia, sus brazos eran delgados, sus manos pequeñas y finas y carecía de fuerza. Al poco rato soltó la piedra y estalló en lágrimas.

Jilin observó hacia el lado izquierdo de la montaña. La luna comenzaba a subir y el cielo se iluminaba. –Tengo que cruzar el valle y llegar al bosque antes de que la luna lo alumbre todo–, pensó. Aunque fuera trabado con los grilletes, arrastrando los pies, debía ponerse en marcha.

—Adiós, Dinka. ¡Jamás te olvidaré! —exclamó, emocionado. Ella buscó en los bolsillos de él y guardó allí algunos panecillos. Después lo abrazó, y al separarse se puso a llorar desconsoladamente, al mismo tiempo que salía corriendo.

Cuando la niña se perdió en la oscuridad, Jilin todavía escuchó el sonido de campanillas que producía el collar de monedas. Después que aquel campanilleo se acalló, se persignó y empezó a caminar lo más rápido que le permitían los grilletes.

Al vadear el río la luna ya había iluminado el otro lado del monte, y una zona del valle se volvía clara. Se esforzó por ir más aprisa; sin embargo, al penetrar en el bosque vio que la luna se elevaba sobre las montañas, y que su luz ya lo envolvía todo. Se distinguían perfectamente los contornos de los árboles y los cerros se erguían como gigantes silenciosos.

Gracias a Dios no se había encontrado con nadie en su camino y se sentó a descansar un momento. Comió un pan y reanudó la marcha. Pero luego de avanzar unos dos kilómetros más, experimentó un fuerte dolor en las piernas. "Tengo que seguir", pensó. "Hasta que se agote la última reserva de mis fuerzas".

De pronto la luna empezó a desdibujarse y fue reemplazada por una luminosidad que anunciaba la proximidad del amanecer. Jilin continuaba andando cada vez más lentamente. "Sólo unos pasos más", se decía, "y me ocultaré entre los árboles a descansar". Pero al caminar esos pasos, ocurrió algo inesperado: de golpe se encontró al final del bosque y, al salir de éste, enfrentó un nuevo día.

Entonces vio las columnas de humo y a los hombres alrededor de las hogueras y, sin dar crédito a sus ojos, distinguió los relucientes fusiles de los cosacos y de los soldados rusos, y la fortaleza. Sintió que la alegría lo ahogaba, y en ese preciso instante descubrió a tres tártaros en un cerro, a su izquierda. Antes de que reaccionara y retrocediera hacia el bosque, los tártaros, a su vez, lo vieron y bajaron el cerro.

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—¡Hermanos! ¡Sálvenme! ¡Hermanos! — suplicó Jilin en un alarido.

Los rusos lo escucharon, y varios cosacos partieron al galope a cortar el paso a los enemigos, mientras Jilin corría, a pesar de los grilletes, persignándose y gritando:

—¡Hermanos! ¡Hermanos...!

Mas de quince eran los cosacos y los tártaros tuvieron que retroceder. Jilin se aproximó a los suyos, sosteniéndose apenas sobre sus pies engrillados, y todos lo rodearon, haciéndole mil preguntas. Él lloraba y reía simultáneamente, repitiendo:

—¡Hermanos! ¡Mis hermanos!

Los soldados y los oficiales lo reconocieron. Le quitaron los grilletes y lo llevaron a la fortaleza, donde lo vistieron, comió y bebió vodka. Todos estaban felices de volver a verlo, y Jilin tuvo que relatar varias veces su historia. Terminó diciendo, mientras los demás celebraban su regreso:

—Pensaba casarme al llegar a mi casa, pero mi destino era otro. Me quedaré sirviendo en el Cáucaso.