comentario a la fábula de polifemo y galatea, por josé maría micó

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Comentario a la Fábula de Polifemo y Galatea, por José María Micó I. La Fábula, dedicada al Conde de Niebla, contiene en su inicio dos ingredientes propios de estos casos: un elogio (mucho menos explícito que el tributado al mismo prócer por Luis Carrillo en la Fábula de Acis y Galatea) y una solicitud de atención. La fórmula deíctica Estas que..., aquí sin relación con el tema del paso del tiempo (que es donde destacaría su uso, como en la muy famosa Canción a las ruinas de Itálica de Rodrigo Caro: «Estos, Fabio, ¡ay dolor!, que ves ahora...»), tiene además la misión de hacer menos imperativa la expresión del deseo del poeta de ser escuchado (el verbo principal no comparece hasta el verso 6, escucha). El ambiente pastoril del poema explica y justifica la combinación de la concesiva («nueva pero elegantemente usa don Luis desta partícula», dijo Andrés Cuesta) con la adversación del verso 2, que recuerda la de Virgilio: «Pollio amat nostram, quamuis est rustica, Musam» (Églogas, III, 84). Aunque cualquiera de las musas podía ser invocada en representación de las demás, la cómica Talía también era reconocida, en parte por su vinculación semántica con la vegetación, como musa de la poesía rústica (según Salcedo estaríamos «propiamente» ante una égloga). Los comentaristas explican con detalle el concepto de inspiración (trazando la ilustre historia del verbo dictar) y la conveniencia del momento en que llega al poeta, el amanecer, bellamente descrito por Góngora con perífrasis colorista (purpúreas, rosas, rosicler). En un primer juego de palabras, aprovechado también por otros poetas en composiciones áulicas, el autor enlaza el cromatismo del amanecer con esa Niebla que el noble dora con su presencia, y remata la estrofa con la solicitud expresa de atención, a no ser que el conde esté ocupado en cualquiera de los dos tipos de caza, la de altanería y la terrestre (ya lo vio Alonso), a que se refieren las expresiones peinar el viento y fatigar la selva. Nada más iniciarse el poema, destacan dos versos bimembres (el 4 y el 8) como primeras manifestaciones de una de las constantes estilísticas de la Fábula. II. Esta octava «pide silencio y quietud a los animales de la caza» (Alonso). El primer animal es el halcón, generoso por su ilustre linaje (compárese la silva «Generoso mancebo», OC, núm. 416) y por ser propio de nobles. Templado es término propio de cetrería (como en Soledades, II, 853: «un baharí templado»). El poeta pide que se asee las plumas sobre el guante del cazador, o bien que esté tan mudo en la alcándara (el varal en que descansan las aves de caza), que no parezca que lleva un cascabel. El principal problema de los versos 11-12 está en el sintagma en vano: el esfuerzo del halcón por desmentir al cascabel con su silencio será inútil porque sonará de todos modos al más leve movimiento (Díaz de Rivas, Salcedo, Alonso) o porque, aunque no suene, no por eso dejará de llevarlo el ave (Pellicer, Cuesta: «aunque el oído no lo sienta, la vista lo ve»). Los caballos de los héroes homéricos ya mordían frenos de oro, pero en los versos 13-14 hay un recuerdo evidente de la Eneida, IV, 135 («... ac frena ferox spumantia mandit») o VII, 279 («... sub dentibus aurum»), enriquecido por don Luis con una efectiva hipálage: el fogoso caballo andaluz tascará el freno de oro y lo blanqueará con su espuma, ociosa porque el animal está atado. También la impaciencia del can tiene varios antecedentes clásicos, italianos y españoles, entre los cuales destacan Ovidio, Lucano, Séneca, Ariosto y Garcilaso (en algún caso con «imitación expresa», según varios comentaristas; vale Página 1 de 41 Comentario a la Fábula de Polifemo y Galatea, por José María Micó 21/03/2013 http://www.upf.edu/todogongora/versos/255/comentario.html

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Comentario a la Fábula de Polifemo y Galatea, por José María Micó

I.La Fábula, dedicada al Conde de Niebla, contiene en su inicio dos ingredientes propios de estos casos: un elogio (mucho menos explícito que el tributado al mismo prócer por Luis Carrillo en la Fábula de Acis y Galatea) y una solicitud de atención. La fórmula deíctica Estas que..., aquí sin relación con el tema del paso del tiempo (que es donde destacaría su uso, como en la muy famosa Canción a las ruinas de Itálica de Rodrigo Caro: «Estos, Fabio, ¡ay dolor!, que ves ahora...»), tiene además la misión de hacer menos imperativa la expresión del deseo del poeta de ser escuchado (el verbo principal no comparece hasta el verso 6, escucha). El ambiente pastoril del poema explica y justifica la combinación de la concesiva sí («nueva pero elegantemente usa don Luis desta partícula», dijo Andrés Cuesta) con la adversación del verso 2, que recuerda la de Virgilio: «Pollio amat nostram, quamuis est rustica, Musam» (Églogas, III, 84). Aunque cualquiera de las musas podía ser invocada en representación de las demás, la cómica Talía también era reconocida, en parte por su vinculación semántica con la vegetación, como musa de la poesía rústica (según Salcedo estaríamos «propiamente» ante una égloga). Los comentaristas explican con detalle el concepto de inspiración (trazando la ilustre historia del verbo dictar) y la conveniencia del momento en que llega al poeta, el amanecer, bellamente descrito por Góngora con perífrasis colorista (purpúreas, rosas, rosicler). En un primer juego de palabras, aprovechado también por otros poetas en composiciones áulicas, el autor enlaza el cromatismo del amanecer con esa Niebla que el noble dora con su presencia, y remata la estrofa con la solicitud expresa de atención, a no ser que el conde esté ocupado en cualquiera de los dos tipos de caza, la de altanería y la terrestre (ya lo vio Alonso), a que se refieren las expresiones peinar el viento y fatigar la selva. Nada más iniciarse el poema, destacan dos versos bimembres (el 4 y el 8) como primeras manifestaciones de una de las constantes estilísticas de la Fábula. II.Esta octava «pide silencio y quietud a los animales de la caza» (Alonso). El primer animal es el halcón, generoso por su ilustre linaje (compárese la silva «Generoso mancebo», OC, núm. 416) y por ser propio de nobles. Templado es término propio de cetrería (como en Soledades, II, 853: «un baharí templado»). El poeta pide que se asee las plumas sobre el guante del cazador, o bien que esté tan mudo en la alcándara (el varal en que descansan las aves de caza), que no parezca que lleva un cascabel. El principal problema de los versos 11-12 está en el sintagma en vano: el esfuerzo del halcón por desmentir al cascabel con su silencio será inútil porque sonará de todos modos al más leve movimiento (Díaz de Rivas, Salcedo, Alonso) o porque, aunque no suene, no por eso dejará de llevarlo el ave (Pellicer, Cuesta: «aunque el oído no lo sienta, la vista lo ve»). Los caballos de los héroes homéricos ya mordían frenos de oro, pero en los versos 13-14 hay un recuerdo evidente de la Eneida, IV, 135 («... ac frena ferox spumantia mandit») o VII, 279 («... sub dentibus aurum»), enriquecido por don Luis con una efectiva hipálage: el fogoso caballo andaluz tascará el freno de oro y lo blanqueará con su espuma, ociosa porque el animal está atado. También la impaciencia del can tiene varios antecedentes clásicos, italianos y españoles, entre los cuales destacan Ovidio, Lucano, Séneca, Ariosto y Garcilaso (en algún caso con «imitación expresa», según varios comentaristas; vale

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la pena que el lector eche un vistazo a Metamorfosis, VII, 771-773; Farsalia, IV, 440-442; Fedra, 31-38; Orlando, XXXIX, 10, y Égloga II, 1666-1670). Otro perro con cordón o «vínculo» de seda puede hallarse en las Soledades, II, 808. El cuerno y la cítara simbolizan, respectivamente, la caza y la poesía, y es lógico que Góngora haya procurado plasmar condignamente ambas actividades con varios recursos fónicos que irá diseminando por toda la Fábula (y que fueron bien analizados por C. C. Smith) que resultan de gran expresividad, como las asonancias, fuera de la rima, de templado, pájaro, tascando y caballo, o las aliteraciones del pareado. III.La usual comparación de la caza (el ejercicio ... robusto) con la guerra justifica que el ocio y el silencio (aquí con trueque de atributos o «contraposición de epítetos», como explica Cuesta) puedan llamarse treguas. Parece claro el recuerdo de las Metamorfosis, IV, 307: «et tua cum duris venatibus otia misce» ('y alterna tu reposo con el duro ejercicio de la caza'). El poeta pide, por tanto, que haya un ambiente propicio para la poesía mientras (en cuanto) el conde escucha, debajo de un dosel digno de reverencia, el fiero canto del músico gigante (no en vano W. Pabst habló de la «sinfonía de adjetivos» de estos cuatro primeros versos). Augusto era un cultismo de uso casi exclusivamente poético (ejemplos en Vilanova) y jayán un galicismo frecuente en el siglo xvii. Destaca la simetría del verso 20, que no es solo sintáctica, pues hay un nuevo trueque o quiasmo semántico: cada uno de los dos sustantivos (jayán y canto) sintoniza con el epíteto asignado al otro (jayán con fiero y canto con músico). El ofrecimiento con que se cierra la dedicatoria ('si mi Musa es capaz de ofrecerte un clarín lo bastante digno, los confines del mundo oirán tu nombre') es usual en las praeparationes de la poesía antigua: compárese en especial Virgilio, Bucólicas, VIII, 7-10; Estacio, Tebaida, I, 32-33, y Garcilaso, Égloga I, 21-28; no hay aquí, pues, ninguna dependencia de la Fábula de Acis y Galatea de Carrillo, por más que coincida con el Polifemo en la identidad del dedicatario. La unidad de estas tres primeras estrofas puede advertirse también en el hecho, destacado por E. Caldera, de que cada una de ellas se cierra con la mención de un instrumento emblemático (zampoña, cítara y clarín). IV.Góngora sitúa la acción de la fábula en Sicilia, representada metonímicamente por el Lilibeo, uno de los tres promontorios que triangulan la isla («la Trinacria» del verso 65). Los comentaristas no dejaron de advertir que el cabo escogido por el poeta (el más occidental y el más alejado del Etna) se acomodaba peor que los otros a lo que refería la Antigüedad sobre los mitos de Polifemo, Tifeo o Vulcano; pero sin duda le interesaba menos la precisión geográfica y mitológica que las virtudes eufónicas del topónimo o la posibilidad de aprovechar las localizaciones divergentes de la poesía grecolatina para construir una de sus típicas diaporesis en un perfecto «sistema correlativo dual» (Alonso): bóveda - fraguas - Vulcano - duro oficio / tumba - huesos - Tifeo - sacrílego deseo. Según Vilanova, Marino es el único autor que menciona explícitamente el Lilibeo en relación con las andanzas del cíclope (en los sonetos polifémicos de sus Rime, Venecia, 1602), y ese hecho indica al menos igual familiaridad con los poetas italianos que con los latinos aducidos tradicionalmente a este propósito (Eneida, III, 706, o Metamorfosis, XIII, 726). Otra muestra de esa familiaridad es la construcción adverbial y la imagen de las aguas que bañan o lavan el pie de un monte, detalles hermanados en el Orlando furioso de Ariosto (XLIV, 80: «dove il fiume il pie gli lava»), en los sonetos de Marino ya citados y en Il Polifemo de Stigliani (Vilanova). La poesía del Siglo de Oro abunda en escenas acuáticas y en ellas son frecuentes el verbo argentar y el cultismo espumoso, si bien el problema léxico más grave de esta octava está en el pleonasmo argentar de plata: aunque

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Cuesta prefirió justificarlo como gala retórica, se trata de una «voz provincial muy usada en Andalucía» (Salcedo) y especialmente corriente en Córdoba, donde las expresiones argentar de oro y argentar de plata aludían a la costumbre de dorar o platear el calzado de cuero (Pellicer), circunstancia que también justifica la mención del pie. Góngora usó la frase ya en 1584: «me argentó de plata / los zapatos negros» (OC, núm. 48). Virgilio situó la herrería de Vulcano en las islas Eólicas, entre Lípari y Sicilia (Eneida, VIII, 416-425), pero la poesía vulgar casi siempre imaginó aquella oficina en los alrededores o en el interior del Etna (compárese la canción XIII de don Luis, verso 42: «de las fraguas que ardiente el Etna esconde»); prácticamente lo mismo sucedió con Tifeo, uno de los gigantes que se rebelaron contra Júpiter y que en pago de su soberbia fue sepultado en Inarime (Eneida, IX, 715-716) o en Sicilia (Metamorfosis, V, 346-353): sus pies descansaban precisamente bajo el Lilibeo, y su boca escupía rocas y llamas por el cráter del volcán. Así, las cenizas dispersas por el llano son pálidas señas que pueden atribuirse indistintamente a uno u otro origen. La roca que sirve de puerta a la cueva de Polifemo se menciona ya en la Odisea, IX, 240, pero quizá sea Carrillo (vv. 107-109: «boca ... alta roca») el precedente más inmediato de Góngora, quien en todo caso eludió la trivialidad de la metáfora boca identificando la peña con una mordaza (imagen que a Cascales le pareció «atrevida»). Sobre el empleo de ser con el sentido de 'servir de' véase VI, 3-5 [43-45]. V.Varios de los principales autores griegos y latinos describieron la cueva de Polifemo o aludieron explícitamente a su lobreguez: Homero, Odisea, IX, 182-186; Teócrito, Idilio XI, 45-46; Virgilio, Eneida, III, 616-619 (y compárese VIII, 190-197), y Ovidio, Metamorfosis, XIII, 810-811. Sin embargo, «ninguno es modelo directo y completo de Góngora» (Alonso), por cuya mente rondaría también el recuerdo de la épica italiana y española. Guarnición vale tanto 'protección, defensa' como 'adorno, aderezo', aunque a esta segunda acepción le conviene más, por contraste, el adjetivo tosca. La comparación del follaje con una melena (coma) era frecuente en griego y latín, pero lo peculiar del pasaje gongorino es la convivencia de un término vulgar (greña) con otros del léxico culto (caverna, caliginoso, infame). Las cuevas del Orlando furioso se hallan a menudo rodeadas de «spessi rami» o «robusti faggi» (XII, 89, y XIV, 92), y el ejemplo de Ariosto cundió en las epopeyas de Rufo y Virués, posibles modelos de Góngora. Aunque no aparece cueva alguna, el precedente español más ilustre de la original hipérbole gongorina es la Égloga III de Garcilaso, con una «espesura» tan tupida «que el sol no halla paso a la verdura» (v. 62). También puede deberse a la influencia de Ariosto el cultismo caliginoso ('tenebroso'), usado por el italiano en descripciones de la noche (XVIII, 144, como Horacio en sus Odas, III, xxix, 30) o, con paralelo más estrecho, de la «caliginosa buca» del infierno (XXXIII, 126). Salta a la vista la perfección del pareado final, magistralmente explicada por Dámaso Alonso: aparte la estructura bimembre de ambos endecasílabos y la resonancia culta de los epítetos o del vuelo pesado (grave) de las aves (bastaría citar a otros tres cordobeses: Séneca, Hercules furens, 687-690; Lucano, Farsalia, VI, 688-689, o Mena, Laberinto, 164h), el hallazgo poético más notable es la acentuación del verso 39, con los dos ictus sobre la misma sílaba tur, destacando así el aire fúnebre de la escena. Vilanova y C. C. Smith prefieren ver los modelos del pareado en textos menos remotos, y particularmente en La Araucana de Ercilla, VIII, 41: «El aire de señales anda lleno / y las noturnas aves van turbando / con sordo vuelo el claro día sereno». VI.

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El cultismo formidable, rarísimo antes de Góngora y censurado en el Antídoto, tiene aquí seguramente las dos acepciones posibles: 'temible, espantoso' y 'desmesurado, enorme' (compárese la dedicatoria de las Soledades, 19-20: «las formidables señas / del oso»). La metáfora de la cueva como bostezo de la tierra se encuentra con cierta frecuencia en latín (hiatu) y se debe principalmente a un pasaje de la Eneida en que se describe la entrada del infierno: «spelunca alta fuit vastoque immanis hiatu / scrupea, tuta lacu nigro nemorumque tenebris» (VI, 237-238). En el tercer verso, Pellicer y algunos mss. leen al cabrero mayor de aquella sierra; la lectura usual tiene la ventaja de nombrar al cíclope y definirlo con una frase apositiva de procedencia ilustre, pues traduce un paso de las Metamorfosis, XIII, 759-760: «et ipsis / horrendus silvis». Los versos 43-45 presentan el ejemplo más característico del uso del verbo ser + dativo con el sentido de 'servir de', cultismo sintáctico muy frecuente en Góngora. En lo antiguo podía decirse cabrío, sin más, para referirse al ganado de esa especie; por ejemplo, «Unos contando el cabrío / y otros contando las vacas» (versos del Romancero general citados por Alonso). El violento hipérbaton del verso 6 suscitó la crítica mordaz de Manuel Faría y Sousa (en sus Lusíadas comentadas, Madrid, 1639) y la defensa tardía y desmesurada de Juan de Espinosa Medrano (Apologético en favor de don Luis de Góngora, Lima, 1662). El Lunarejo destacó la función estética del hipérbaton y la gran expresividad del adjetivo ásperas, «con su acento dactílico y despeñado [que] insinuaba el arrojo de las cabras». En el libro IX de la Odisea se pondera varias veces la riqueza de Polifemo y se menciona la peña que usaba para taponar su cueva (compárese también Eneida, VI, 641-642). La hipérbole gongorina de los montes cubiertos o escondidos por la abundancia (copia) del ganado, aunque se remonta a las Metamorfosis, XIII, 821-822, «está directamente inspirada» en la Fábula de Luis Carrillo (Vilanova): «mis ganados / el campo esconden» (vv. 132-133). Más adelante se pone en boca del mismo cíclope (vv. 385-387 y 411-412). VII.La complicada sintaxis de esta octava fue aclarada por Dámaso Alonso: entre el demostrativo este y el sustantivo cíclope hay un largo inciso que contiene una oración de relativo (que ... ilustra) y, dentro de ella, una expresión apositiva (de Neptuno hijo fiero). Góngora llama a Polifemo monte eminente ('elevado, sobresaliente'); el símil, de raigambre homérica (Odisea, IX, 190-192), se aplicó con frecuencia a los numerosos gigantes de la épica vulgar, con los que la Fábula de don Luis presenta algunas coincidencias verbales que no suponen una imitación directa; compárese particularmente el retrato de Adamastor en Os Lusíadas, V, xl: «Tam grande era de miembros...». Lo mismo sucede con la comparación del ojo único del cíclope con el sol, propuesta por Virgilio (Eneida, III, 635-637) y apurada por Ovidio (Metamorfosis, XIII, 851-853): pasó después a muchos textos italianos que Góngora conocía y que no por ello deben considerarse fuentes únicas del pasaje en cuestión. Don Luis usó la metáfora en contextos muy diferentes, pero lo peculiar aquí es que se corresponde perfectamente con la analogía frente = orbe, basada a su vez en la polisemia del latín orbis (Salcedo, Cuesta, Vázquez Siruela): 'esfera de un astro' y 'órbita del ojo' (véase solo Metamorfosis, XIV, 200, hablando también de Polifemo). Por otra parte, el cultismo émulo, raro en la época, aparece en la obra de Góngora desde 1590 (OC, núm. 78, v. 70: «émula de provincias glorïosa»). El Polifemo gongorino usa como bastón el pino más grande y robusto (valiente) que encuentra, detalle mencionado en casi todos los poemas sobre el cíclope (Odisea, IX, 316-320; Eneida, III, 659; Metamorfosis, XIII, 782, y después en Stigliani o Carrillo) y que se atribuyó también a varios personajes de la épica quinientista: en ella destacan Orlando, armado con «un baston di legno ... grave» (Furioso, XXXIX, 27), y el gigante Talcaguano, que también lleva «un mástil grueso en la derecha mano / que como un tierno junco le blandea» (La Araucana, XXI, 40). Este último pasaje pudo

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influir en la hipérbole gongorina: tal era el peso que soportaba el bastón cuando se apoyaba el cíclope, que acababa doblegándose y sirviéndole tan sólo como cayado para regir el rebaño. VIII.La mención del Leteo, el río tartárico del olvido cuyas aguas «pintan negras y oscuras los poetas» (Díaz de Rivas), es uno más de los elementos tenebrosos que rodean al cíclope, y la insistencia del poeta en la idea de oscuridad contribuye a agudizar los contrastes con la próxima descripción de la ninfa Galatea. Entre los posibles modelos de esta octava figuran las dos clásicas descripciones de Atlas hechas por Virgilio (Eneida, IV, 246-251) y Ovidio (Metamorfosis, IV, 657-662). Mayor parecido con el pasaje gongorino presenta una octava de Francisco de Aldana en la que se menciona la espesa barba del alto y membrudo Hércules: «cuando en el mal peinado y largo pelo / de la gran barba el fiero viento daba, / un estruendo hacía cual selva espesa / que animoso Aquilón desgaja y mesa». Góngora pudo conocer los versos de Aldana (aparecidos en la Segunda parte de las obras, de 1591), pero estos, más que constituir un «antecedente» posible o una «fuente» segura del pasaje que tratamos (como pensaron, respectivamente, Cossío y Vilanova), recogían, de hecho, un «tópico representativo de gigante» (Alonso, con buenos argumentos) en el que se advierten otras similitudes con el Polifemo gongorino (con la estrofa lii, y compárese de nuevo el Adamastor de Os Lusíadas, V, 39). Todos los comentaristas antiguos elogiaron la propiedad de la identificación de la barba de Polifemo con un torrente que, en perfecta correspondencia con la anterior metáfora del monte, baja impetuosamente por el pecho del cíclope. La etimología de Pirineo (del griego pyr, 'fuego') pone de manifiesto la pertinencia del epíteto adusto, cultismo de acepción que Góngora aplicó al propio Pirineo en una silva escrita, seguramente, por los mismos meses que el Polifemo (OC, núm. 256, v. 23). No es imposible que esa increíble agudeza etimológica el obvio contraste entre el agua y el fuego que vertebra parte de la octava (undoso, aguas, inunda y surcada frente a adusto, Pirineo y aun impetuoso) esconde otra muestra de la increíble agudeza lingüística de Góngora, quien, según me parece a la vista del contexto, no pudo desconocer la paradójica etimología que vincula al sustantivo torrente con el verbo tostar, consecuencia del parentesco entre los latinos torrens y torreo. Para explicar el uso del verbo inunda, Díaz de Rivas advirtió el recuerdo de unos versos del Polifemo de Stigliani (limitados a una descripción del llanto) y de un adagio latino recogido por Martín del Río (Adagialia sacra, núm. 753: inundat sicut torrens). Donde sí parece haber aires de proverbio es en las tres formas adverbiales enlazadas por la disyunción, que quizá recuerden las tradicionales tres pagas: «tarde, mal y nunca» (Correas). El Polifemo ovidiano se peina con un rastrillo y se afeita con una hoz (Metamorfosis, XIII, 765-766); el de Góngora es menos cuidadoso de su imagen, pues el último verso «dice aun sólo concediendo que lo hiciera alguna vez con la mano, nunca con peine» (Alonso). IX.Trinacria es un nombre griego de Sicilia bastante común en la poesía latina (véase solo Virgilio, Eneida, III, 440; Ovidio, Fastos, V, 420; Metamorfosis, V, 347, o Claudiano, De raptu, I, 142); la isla se llamaba así por sus tres promontorios, «Peloro, Pachino e más Lelibeo» (Juan de Mena, Laberinto de Fortuna, 53f, aunque otra versión rima precisamente el Etneo). Dice el poeta que en toda Sicilia no hay fiera, por rápida y feroz que sea-y nótese de paso la correlación bimembre en dos dualidades de los vv. 66-67-, que consiga escapar de Polifemo, cuya velocidad nada tiene que ver con la de un argonauta homónimo aducido por Pellicer y Salcedo (Apolonio de Rodas, Argonáuticas, I, 182-184). Sí es posible, en cambio, que las

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habilidades venatorias del cíclope se basen en las que Claudiano atribuye a la virago Nebrofone, que en Córcega y en Sicilia caza a cuantas fieras son «decus ... timorque / silvarum» (De consulatu Stilichonis, III, 319-320). Salcedo, Pellicer y Cuesta identificaron sin más a la fiera gongorina con un tigre, observando que no los había en Sicilia y tejiendo eruditas exculpaciones. La piel de la fiera, pues, acaba como zamarra de Polifemo (así prefirió especificarlo una variante innecesaria recogida por Pellicer: pellico es del jayán...), y tal conclusión se enuncia con dos perífrasis, una para la fiera (la que en los bosques era / mortal horror...) y, dentro de ella, otra para el labrador (el que, con paso lento, los bueyes a su albergue reducía...). La escena del labrador recogiéndose lentamente con sus bueyes es muy frecuente en la poesía bucólica antigua y renacentista (los comentaristas destacan el Beatus ille... de Horacio, Epodos, II, 63-64, y la Égloga II, 68, de Virgilio), pero el penúltimo verso de la octava gongorina es, como advirtió Vilanova, «una versión literal en su sentido y estructura estilística del vitulos ad texta reducit» de las Geórgicas, IV, 434, cuyo recuerdo explica la acepción latina puramente etimológica de reducir: 'volver a llevar, conducir de vuelta'. La dudosa luz del crepúsculo vespertino, definida con «un adjetivo muy significativo y propio» (Gracián, Agudeza, xlviii), se inspira en un sintagma frecuente de la poesía latina, la lux dubia mencionada, entre otros, por Ovidio (Metamorfosis, IV, 401, o XI, 596) y Séneca (Fedra, 41; Hercules furens, 669-670), y recreada por los principales poetas españoles e italianos de los siglos xvi y xvii. Recuérdese la ascensión del náufrago en las Soledades, I, 48: «entre espinas crepúsculos pisando». El bello endecasílabo que cierra la octava presenta una notoria disposición aliterativa y dio título a un libro de poemas de Camilo José Cela (escrito en 1936 y publicado en 1945). X.En esta octava se compara el zurrón de Polifemo con un cercado tanto más lleno de fruta cuanto más capaz; el recuerdo de Garcilaso (Égloga III, 306: «más que la fruta del cercado ajeno») parecería innecesario de no haber influido explícitamente en la posible redacción primitiva del primer verso («Lanudo es propio, no cercado ajeno»). Dice el poeta fruta ... casi abortada por tratarse de la seronda o inverniza, recogida antes de tiempo y madurada entre la hierba, o porque rebosaba y estaba a pique de caerse del repletísimo zurrón. Vilanova aúna las dos posibilidades y además entiende abortar en el sentido de 'producir, dar a luz', de manera que, según él, «la desmesurada hipérbole de Góngora que convierte el zurrón de Polifemo en un cercado lleva implícita la idea de que es el mismo zurrón el que produce la fruta como un cercado, fruta casi abortada porque la produce casi verde, y también porque al derramarse el zurrón, colmado a rebosar, deja caer fruta verde y no madura». La enumeración frutal deriva, en esencia, de la que hace el propio Polifemo en las Metamorfosis, XIII, 812-820, punto de partida clásico de un motivo frecuente en la poesía española del barroco. La versión primitiva de los vv. 77-80 («la delicada serba, a quien el heno / rugas le da en la cuna, la opilada / camuesa, que el color pierde amarillo, / en tomando el acero del cuchillo»), modificada por Góngora después de las objeciones de Pedro de Valencia, dice que la camuesa, como si fuese una de aquellas mujeres opiladas (es decir, con desarreglos menstruales) que tomaban barro o agua ferruginosa para disimular su palidez (esa costumbre se llamaba tomar el acero, base conceptual de la ocurrencia gongorina), pierde su color amarillento cuando la monda el cuchillo. Pellicer no se atrevió a decidir si este pasaje era mejor o peor que el corregido, pero a Andrés Cuesta le parecía tan malo lo de la camuesa, que pensó equivocadamente que «no son de don Luis estos versos», mientras que, más recientemente, Alfonso Reyes lo consideraba un «abominable juego de palabras» y, por tanto, una «aberración estética». La versión definitiva, que mejora aspectos como el de la musicalidad de la octava, sustituye el chiste de la camuesa por otro que en apariencia resulta menos extremado, pero que se basa

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igualmente en la atribución de rasgos humanos a los elementos naturales: la paja es como una tutora (cultismo poco frecuente en la época) que custodia y da sazón a la pera (la bergamota, según Pellicer y Salcedo). Es un buen ejemplo de agudeza por correspondencia y proporción (cosa que se entiende mejor a la vista de Gracián, Agudeza, iv). XI.Una cuestión previa, antes de entrar en los problemas semánticos, es definir sintácticamente esta octava, en la que el poeta sigue enumerando los frutos que contiene el zurrón de Polifemo. Su dificultad ya era evidente para los contemporáneos de Góngora: Pellicer refiere que «muchos doctos advirtieron a don Luis que enmendase» el quinto verso; Andrés Cuesta vio una «malísima colocación en la gramática y orden de nuestra lengua castellana»; Angulo y Pulgar puso la octava como ejemplo extremo de trasposición sintáctica y dijo conocer una clave que no desveló (en las Epístolas satisfactorias). El problema está en el hipérbaton de la encina ... el tributo, cuya preposición puede entenderse equivocadamente como afín a las de los vv. 81 y 83). Modernamente han tratado este paso, entre otros, Alfonso Reyes, Zdislas Milner (en carta al escritor mexicano, a quien también se dirigieron Roberto Giusti y August Soendlin), Dámaso Alonso, Alfonso Méndez Plancarte, Emilio Carilla y Rubén Bonifaz Nuño. La mejor solución es la del gongorista polaco Z. Milner (hipérbaton con elisión de una de las preposiciones), que puede simplificarse como sigue: 'el zurrón es erizo de la castaña, de la manzana y [d]el tributo de la encina' (esto es, la bellota). Esta solución, aceptada por Alonso, y que de hecho ya había hallado Jorge Guillén con toda sencillez en sus Notas para un comentario de la poesía de Góngora (de 1925, pero recién exhumadas), es preferible a la de Reyes, según la cual encina sería una sinécdoque por 'bellota' y el pareado final formaría un aserto sintácticamente independiente de lo anterior. Otros vieron formas conjugadas del verbo dar, ya fuese de imperativo en el v. 85 (Thomas), ya de «subjuntivo ... en función exhortativa» en los vv. 81 y 83 (Bonifaz Nuño); y aun otros propusieron corregir el texto leyendo da la manzana (es una de las ideas de Méndez Plancarte, pero ya la tuvo Andrés Cuesta hacia 1635). El otro gran problema de la octava está en los sentidos de erizo y zurrón, porque ambas voces comparten el de 'corteza o cáscara de algunos frutos'. El morral de Polifemo es, pues, como una corteza de la fruta que contiene: castañas, membrillos (ya verdes o ya maduros), manzanas y bellotas. La posibilidad de que el erizo sea también el animal encontró aceptación más unánime entre los gongoristas antiguos que entre los modernos, pero creo que la hacen buena las razones de aquéllos y los argumentos de E. Carilla y Vilanova: la avalan las informaciones de Plinio (Historia natural, VIII, lvi; y también Claudio Eliano, Historia de los animales, III, x) tiene un posible antecedente en la Arcadia de Lope («donde el erizo en sus puntas / los ensarta como cuentas», con mención inmediata de «la castaña» y «los membrillos»), y aun tolera la semejanza con el velludo zurrón. El mismo poeta explica la «elegantísima metáfora» (Cuesta) de la manzana hipócrita («arrebolada y podrida», la llama en una letrilla de 1591): el arrebol de su piel es desmentido por su interior blanquecino, vieja idea que no parece estar en deuda con recónditos alardes de erudición (según Salcedo, Góngora quizá pensaba en las asfaltites, ciertas manzanas criadas en el Mar Muerto, «las cuales dicen que son hermosísimas en la apariencia y, en partiéndolas, humo y ceniza»), ni con fuentes clásicas como las que sí nos ayudan a entender el carácter simbólico de la encina y de su fruto. Con «un puño de bellotas en la mano» inicia don Quijote su discurso sobre la Edad de Oro (I, xi), y tanto Cervantes como Góngora tenían en la uña los lugares clásicos de Virgilio u Ovidio, con sus derivaciones renacentistas, que suelen aducirse a tal propósito (basta con ver Geórgicas, I, 147-149, y Metamorfosis, I, en especial el «mundi melioris origo» de v.

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79, la «aurea prima ... aetas» de v. 89 «et, quae deciderant patula Iovis arbore, glandes» de v. 106). XII.No es raro ver en los textos antiguos concordancias imperfectas como la del primer verso: cera y cáñamo es el sujeto de unió, licencia repetida, con quiasmo, dos versos después. El modismo coloquial que no debiera le pareció a Jáuregui el no va más de los excesos estilísticos gongorinos («es todo lo que pudo decirse en octava rima»), y el mismo Salcedo Coronel encuentra razones para desdeñarlo: «No debiera don Luis poner este que no debiera, pues fuera de ser término humilde en nuestro idioma, no dice-a mi juicio a lo menos-cosa de importancia». El sintagma no es ocioso, pues el poeta expresa enseguida los vitandos efectos del «bárbaro ruido». Por otra parte, el uso deliberado de expresiones coloquiales o proverbiales (ésta, por cierto, la recoge Correas en su Vocabulario) es rasgo muy característico e importante de la creación gongorina. Pellicer equipara ese que no debiera al utinam non latino («adverbio de optación», lo llama), y Andrés Cuesta advierte en Horacio algún cambio de tono similar (el «Iove non probante» de Carmina, I, ii, 19). Polifemo fabrica y tañe una flauta de Pan («Pan primum calamos cera coniungere pluris / instituit», dice el Coridón virgiliano: Bucólicas, II, 32), también llamada zampoña o siringa, típico instrumento pastoril compuesto de siete (Virg., ib., 36-37) o nueve (Teócrito, Idilios, VIII, 18-20) cañas, aunque para las cien de Polifemo (que es como decir 'muchas') basta la fuente ovidiana (Metamorfosis, XIII, 784-786); de ella parte también la inmediata amplificatio sobre los efectos de la música del cíclope: «sumptaque harundinibus conpacta est fistula centum / senserunt toti pastoria sibila montes, / senserunt undae». Si muchas son las cañas, nos dice el poeta, muchos más son los ecos de su inarmónico sonido, provocando tales transformaciones en la naturaleza, que después podremos achacar al cíclope (un «anti-Orfeo», como lo llama M. Wilson de Borland) el naufragio relatado en la octava lv. Es más necesario destacar aquí la feliz hipérbole que glosar las informaciones de Salcedo o Pellicer sobre las causas, definición y orígenes mitológicos del eco. En la poesía latina (Eneida, X, 209-212; Metamorfosis, I, 335-336; Farsalia, IX, 348-350) y en sus numerosas derivaciones en lengua vulgar, el dios marino Tritón es prácticamente inseparable de su concha torta o caracol torcido, y en la Eneida, VI, 171-174, lo vemos encolerizado contra Miseno, que lo desafió haciendo sonar con fuerza una «caua ... concha» (Vázquez Siruela advirtió la similitud de la situación, con otras informaciones de interés). En la fábula gongorina, Tritón, envidioso y airado, en inútil competencia con la zampoña del cíclope, sopla su caracol hasta romperlo (o, menos verosímilmente, lo destroza al saberse vencido). La acción del trompeta de Neptuno tiene adecuado refrendo en la aliteración del verso 94, que contrasta con la musicalidad vocálica de los anteriores y con la sonoridad del siguiente, en el que sordo vale 'ensordecido', «atronado» (Cuesta), mejor-pienso-que «sigiloso» (Alonso, aunque apuntando que quizá coexistiesen ambos sentidos). De la frase a vela y remo, ya lexicalizada en latín, pueden verse ejemplos italianos y españoles en Vilanova. Al final de la octava, aparte detalles como la rima rica del pareado, destaca el epifonema del verso 96, efectivo y conveniente cierre de las estrofas dedicadas al cíclope. XIII.La principal virtud del hipérbaton con que se abre esta octava es introducirnos bruscamente, por contraste con las estrofas anteriores, en el ámbito de Galatea: «Lo enorme frente a lo delicado: monstruosidad y belleza. He aquí el contraste fundamental de toda la obra» (Alonso). El sujeto implícito de adora es, obviamente, Polifemo, y el implemento ninfa, aunque el hipérbaton hace difícil decidirse entre entender 'adora a una ninfa, hija de Doris, la más bella que vio el reino de la

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espuma' (sin preposición ni actualizador, omisiones características del estilo de Góngora, como ya advirtió para este caso Vázquez Siruela, fols. 139v-140r) y 'adora a la más bella ninfa, hija de Doris, que vio el reino de la espuma' (posibilidad más forzada que al cabo tiene el mismo sentido). El poeta dice adora-«ama afectuosamente» (Cuesta), con matiz religioso-porque «uno de los efetos de amor es hacer diosa a la cosa amada» (Pellicer; compárense los vv. 151-152). Las nereidas, ninfas del mar (del reino de la espuma, perífrasis similar a las de Virgilio, Geórgicas, IV, 363, y Silio Itálico, Punica, I, 575) eran hijas de Nereo y Dóride (nietas, por tanto, de Océano y Tetis); Galatea, que ya es 'la ilustre' en Homero (Ilíada, XVIII, 45) y 'la hermosa' en Hesíodo (Teogonía, 250), superaba en belleza a todas sus hermanas, ya fuesen cincuenta o cien (Ovidio, Metamorfosis, XIII, 742-743, y Amores, II, xi, 34), y recibió ese nombre por su blancura (de gala 'leche'; compárese Teócrito, XI, 19-20). Las Gracias-Eufrósine, Talía y Áglae, reunidas aquí con el mismo cultismo, terno, que en las Soledades, I, 888-solían aducirse para exaltar la belleza femenina; aunque don Luis debió conocer el Erotopaignion de Gierolamo Angeriani, no es preciso decir, con Salcedo, que imitó «sin duda» cierto epigrama galante del poeta neolatino («Tres Charites; tribus una Charis connecteris; illae / tres Charites teneant ut dea te Charitem»): la idea de la suma o superación de las tres Gracias (cuyo número no admitía variaciones, como se comprende por Horacio, Odas, III, xix, 15-17) aparece en otros muchos textos, griegos, latinos o vulgares; entre las formulaciones menos alejadas de la del Polifemo, aparte la de Angeriani, están la Antología griega (V, 146, 148, 149), Museo (Hero y Leandro, 64-65) y Claudiano (Carmina minora, xxx [Laus Serenae], 88-89). En los versos siguientes, el poeta prepara el perfecto trueque de atributos que cerrará la octava (una vez más con verso bimembre y rima rica en el pareado). La vieja identidad ojos = estrellas (véase solo Ovidio, Metamorfosis, I, 498-499, o Heroidas, XX, 57-58) se enuncia primero con una metáfora pura que procede de Petrarca (Canzoniere, ccxcix, 3: «l' una e l' altra stella») y después se invierten los términos habituales de la relación: no se dice que los ojos de Galatea parecen estrellas, sino que 'sus estrellas son ojos engastados en el plumaje blanquísimo de su piel', de modo que, con increíble agudeza, Galatea puede asimilarse al cisne por su blancura y a un pavo real por tener ojos en su plumaje (amén de la metáfora añadida por el primer miembro de la fórmula si no A, B: 'si no es un cristalino escollo del mar...', quizá dicho también por influencia petrarquista). El modo más efectivo de decir que Galatea reúne los atributos excelentes de ambas aves es llamarla pavón de Venus y cisne de Juno, intercambiando las diosas a que se asociaban. XIV.La musicalidad de los primeros versos se asienta en el vocalismo, las aliteraciones, la acentuación (con el efectivo esdrújulo cándidos, por ejemplo) y las simetrías sintácticas. La mezcla de rubor y candidez y, en concreto, de rosas y azucenas en el rostro femenino es un topos cuya manifestación más ilustre e influyente es la descripción de la belleza de Lavinia en la Eneida, XII, 67-69: «Indum sanguineo veluti violaverit ostro / si quis ebur, aut mixta rubent ubi lilia multa / alba rosa, talis virgo dabat ore colores» (y compárese con Propercio, II, iii, 10-12; Tibulo, III, iv, 30-aunque dicho de Apolo-; Ovidio, Amores, II, v, 37; Séneca, Medea, 99-100; Museo, Hero y Leandro, 56-62, y un largo etcétera); entre los muchos ejemplos españoles, basta citar ahora los primeros versos del soneto XXIII de Garcilaso: «En tanto que de rosa y de azucena / se muestra la color en vuestro gesto». Esa mezcla es la base conceptual de la octava, enriquecida de nuevo con un «sistema correlativo en dos dualidades» (Alonso), más perfecto si se tiene en cuenta que las rosas eran las flores de Venus y que las azucenas o lilios cándidos solían acompañar a Juno, aparte-claro-la dubitatio asignada al Amor y el nuevo trueque de atributos del verso 108, con el que poco tiene que ver la «cándida púrpura» del Laberinto de Mena, 72a, ni, en

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consecuencia, las eruditas disquisiciones de Pellicer dentro y fuera de las Lecciones solemnes o de Cascales en las Cartas filológicas. Los adjetivos purpúreo y cándido, ridiculizados en algunas censuras anticultistas, son frecuentes en la poesía de los siglos xv y xvi. Las perlas del mar Rojo o Eritreo, así llamado por el color de sus aguas, eran tenidas por las más excelentes (Plinio, IX, xxxv), de modo que Propercio (I, xiv, 13), Marcial (V, xxxvii, 4; VIII, xxviii, 14), Claudiano (Panegyricus de quarto consulatu Honorii Augusti, 606) y, entre los modernos, Ariosto (Orlando furioso, XVII, 21, y XLIII, 35) tienen parejas posibilidades de haber acudido a la memoria del poeta, quien nos dice que el dios del amor se enoja con la perla por haber competido inútilmente con la frente de Galatea y la obliga a conformarse con pender de la oreja nacarada de la ninfa. Pellicer opinaba que el enojo del ciego Cupido (véase la estrofa siguiente) era impropio de un dios, «mas no vio que entre los epítetos de Amor es 'enojado'» (Cuesta). El pareado presenta otras pequeñas dificultades. La construcción absoluta condenado su esplendor y el verbo pender fueron trivializadas en algunos testimonios (por condenando... y prender, respectivamente); el oro del último verso es término real y no metafórico (no creo, pues, necesario entenderlo como imagen del 'cabello dorado' de la ninfa, sugerida en alguna ocasión); finalmente, Vázquez Siruela dijo en sus comentarios-escasísimamente aprovechados por la crítica moderna-que la perla gongorina aludía en concreto a la muy famosa de Cleopatra «que tanto celebró la Antigüedad»: por una apuesta con Marco Antonio, la reina se bebió, disuelta en vinagre, una de las valiosísimas perlas que lucía en sus pendientes, mientras la otra acabó adornando las orejas de una estatua de Venus en Roma (el sucedido se hallaba bien a mano en el ya citado capítulo de Plinio sobre las perlas, y a otro propósito lo explica M. Faría y Sousa, Lusíada comentada, IV, columnas 298-299). XV.El primer verso de esta octava «procede de aquel de Herrera "invidia de las Naides y cuidado" [Versos, lib. I, elegía VIII, 30]» (Alonso), aunque en Góngora está más claro el sentido propiamente amoroso del término cuidado ('cuita, objeto del amor'), que como se sabe «es palabra amatoria» (Díaz de Rivas) afín a la cura de los latinos (Virgilio, Bucólicas, X, 22, y Geórgicas, IV, 354; Horacio, Arte poética, 85, y Odas, II, viii, 8; Propercio, I, xv, 31, y II, xxv, 1...). Así, Galatea era envidiada por las demás ninfas, provocaba el amor de las divinidades marinas-enseguida aparecerán dos de sus pretendientes-y honraba soberbiamente con su belleza al dios Amor, dicho esto último con un cultismo, pompa, que, a juzgar por el contexto, debe menos a los lugares clásicos de Ovidio (Amores, I, ii, 28) o Claudiano (De consulatu Stilichonis, III, 316-317) que a uno de los sonetos polifémicos de Marino (Rime, Venecia, 1603, p. 109), donde «il bel viso» de Galatea es «d' amor pompa e tesoro» (lo destacaron Díaz de Rivas y Salcedo). A los rasgos tradicionales de Cupido (niño, alado y ciego), recreados por Góngora desde sus primeros poemas, se añade aquí el de marinero (compárese Soledades, II, 519-521: «Dividiendo cristales, / en la mitad de un óvalo de plata, / venía a tiempo el nieto de la espuma»), que el mismo texto justifica al decir que conduce o tripula-a ciegas: sin fanal-una concha o venera, obviamente la de su madre Venus, símbolo del amor, que también aparece en contextos náuticos en Garcilaso (Oda a la flor de Gnido, 34-35) y Marino (en un soneto titulado Navigatione d' Amore). La brevísima descripción de Glauco (sea construcción absoluta o de acusativo griego) coincide con la normal de las divinidades marinas (como en Claudiano, Epithalamium, 157-158), aunque parece atenerse a la que Ovidio pone en boca del mismo pescador metamorfoseado, protagonista de la fábula que sigue a la de Acis y Galatea: «hanc ego tum primum uiridem ferrugine barbam / caesariemque meam, quam longa per aequora uerro, / ingentesque umeros et caerula bracchia uidi / cruraque pinnigero curuata nouissima pisce» (Metamorfosis, XIII, 960-963). De ahí se deduce que Glauco conserva el pecho de apariencia humana (no

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escamado: 'sin escamas'; no hay necesidad de coincidir con Cuesta en que «quiere decir joven»), y Góngora añade ingeniosamente que ya está ronco de tanto requerir a Galatea. El cultismo inducir aparece pocas veces en la poesía de la época. Tanto el carro de cristal de algunos seres mitológicos marinos como la metáfora campos de plata (por 'el mar') gozan del refrendo de la tradición, si bien lo peculiar del cierre gongorino vuelve a ser la construcción bimembre que los hermana. XVI.El amor de Glauco y Palemo por Galatea es una de las «otras cosas [que] añadió nuestro poeta para exornación de la fábula» (Díaz de Rivas), auxiliado sin duda por las Metamorfosis, XIII, 919, donde los dos pescadores son enamorados de la ninfa Escila (y véase Eneida, V, 822-823); solo o en otra compañía, pero en términos similares a los de Góngora, figura Palemo en Claudiano (Epithalamium, 156), en Apuleyo (IV, xxxi) y en el mismo Ovidio (IV, 542, con explicación de su metamorfosis). Sea sustantivo o adjetivo, joven era palabra muy poco frecuente que mereció las críticas de Quevedo en su Aguja de navegar cultos. El adjetivo cerúleo aparece, casi siempre en contexto marino, en Fernando de Herrera («cerúleo piélago», «mar cerúleo»...) y otros poetas de su generación, lo mismo que el coral que ciñe las sienes de ciertas divinidades, cuya blandura bajo el agua certificaban la información de Plinio (XXXII, ii; también Dioscórides, V, xcvii) y las recreaciones, una vez más, de Ovidio (Metamorfosis, IV, 750-752; XV, 416-417). A Palemo solía identificársele con Portuno, dios romano de los puertos; de ahí las inmensas riquezas que le ofrecen las aguas sicilianas del mar Tirreno, desde el faro que alumbra el estrecho de Mesina (odioso por los peligros que reservaba a los navegantes, como cuentan la Odisea, XII, y Plinio, III, 87, o XXXVI, 13, sobre Escila y Caribdis) hasta el monte Lilibeo, extremos oriental y occidental de la isla. A pesar de su riqueza, Palemo era «tan poco favorecido [por Galatea] como Glauco» (Cuesta), esto es, obtenía la misma gracia ('merced, favor': Pellicer se equivoca al entenderlo «irónicamente por 'fealdad'») que el otro pretendiente, si bien la ninfa se mostraba con él algo menos desdeñosa que con el cíclope. La perífrasis final nos dice que Galatea huye de Palemo en cuanto lo oye. La expresión calzar plumas, tan característica de Góngora (tanto por el infinitivo como por la sinécdoque del sustantivo), mejora los retratos clásicos de la velocidad, cuyos modelos más próximos y famosos son el Mercurio de la Eneida, IV, 239-241, y Perseo y otros seres «plumipedas volatilesque» de Catulo, LV, 14-20 (o LVIIIb, 1-6); de la metáfora pisar flores por 'correr', más usual que la de pisar espumas por 'nadar', pueden hallarse antecedentes en las Rimas de Camões. A propósito de lo uno o de lo otro, compárese Polifemo, LX, 4 [476], y Soledades, I, 1031-1034: «su vago pie de pluma / surcar pudiera mieses, pisar ondas, / sin inclinar espiga, / sin vïolar espuma». XVII.En su persecución de Galatea, Palemo (cuya gran capacidad natatoria se pondera, por boca de Leandro, en las Heroidas de Ovidio, XVIII, 159-160) desearía ser, ya que no un «áspid», una manzana de oro que detuviese la «veloz carrera» de la ninfa, en alusión a las fábulas de Eurídice y de Atalanta. La primera, amada de Orfeo, fue mordida por una serpiente que le causó la muerte (Geórgicas, IV, 453-527, o Metamorfosis, X, 1-71); a juzgar por el contexto, don Luis pensó menos en la versión ovidiana del mito (Eurídice estaba paseando en compañía de las náyades) que en la virgiliana (la hermosa dríade huía de Aristeo). La desdeñosa y veloz Atalanta, por su parte, aseguró que sólo se casaría con quien la alcanzase en una carrera; el joven Hipómenes, provisto de tres manzanas de oro-«aurea poma», dice Ovidio-que le había dado Venus, las fue dejando caer una a una y logró vencer a su perseguidora, que se detenía a recogerlas (Metamorfosis, X, 560-680). El áspid y el pomo (o,

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mejor, los dos mitos que evocan) forman la dualidad básica de una correlación que se continúa en la interrogación retórica de los versos 133-135: diente mortal y metal fino. Aparte la disposición correlativa, el erotema pondera los misterios o reveses del amor (en una tradición que remonta a las églogas de Virgilio, II, 68, y VIII, 26) y prepara el inmediato pensamiento ab impossibile. Nótense, además, los cultismos suspender 'detener' y solicita 'provoca', este último muy frecuente, con varios matices, en la obra de Góngora. El epifonema final cierra otro sistema de correlación iniciado en la octava precedente: (Galatea) flores - corza - en tierra / (Palemo) espumas - delfín - en agua, y enlaza retóricamente con la interrogación anterior al «recrear en forma nueva y bellísima la riquísima tradición de "prodigios" e "imposibles" ya existente en la poesía grecolatina y renacentista, transfiriéndola al plano real» (Vilanova, con rica información y muy buenos ejemplos). XVIII.Dejando los casos particulares de Glauco y Palemo, la atención del poeta se centra ahora en las completísimas riquezas de Sicilia (viñedos, huertos, cereales y ganado), representadas metonímicamente por la divinidad que les correspondía entre los romanos: Baco, Pomona, Ceres y, ya en la estrofa siguiente, Pales (sobre ellos, Virgilio, Geórgicas, II, 380-396; Ovidio, Metamorfosis, XIV, 623-697; V, 341-345; y Fastos, IV, 776). De las muchas descripciones antiguas de la isla («tan fértil, que solo puede / ser su alabanza su nombre», dirá Bocángel), la que presenta más detalles comunes con la de don Luis es la de Silio Itálico, XIV, 11-78. La antítesis del primer verso (ofrecer vale 'mostrar, presentar a la vista') es uno de los primores de la nueva correlación que ocupa la primera semiestrofa, no exenta de dificultades semánticas en cuanto se refiere a Baco: lo que éste oculta debe de ser «el vino que se encierra en las bodegas» (Cuesta; Salcedo piensa, quizá con más razón, «en los racimos no exprimidos de las vides»), y dice el poeta corona porque, como sentenció Virgilio (Geórgicas, II, 113), «Bacchus amat collis», pues las mejores viñas, «según opinión de muchos, son las que se plantan en los collados» (Salcedo, con otras citas). Se diría que el contexto topográfico y la mención explícita de los racimos hacen más difícil entender coronar como «llenar la copa hasta que se vierta» (Pellicer, también con citas), pero parece claro que ambos sentidos coincidieron en la intención de Góngora cuando llamó a Sicilia copa de Baco (v. 138). Ceres, diosa de la agricultura, suele aparecer entre los latinos conduciendo un carro rebosante de grano (los textos de Virgilio, Geórgicas, I, 163-164; Ovidio, Metamorfosis, V, 642-647, y Claudiano, De raptu, I, 187-190, son los más pertinentes ahora); Góngora compara adecuadamente ese carro (ayudado quizá por Virgilio, quien menciona los tribula y otros útiles junto a los plaustra de la diosa), con un trillo estival-cultismo elogiado por Díaz de Rivas. Por lo demás, no perdona debe entenderse como 'no deja descansar', 'no deja en paz': «aquella frase de no perdonar Ceres a sus campañas es galante, porque se entiende que las cultiva, las fructifica y las obliga con las heridas del arado, los golpes del azadón...» (Pellicer). El pareado constata la frase antigua de que Sicilia era horreus Imperii Romani, y Góngora compara todas las provincias de Europa (partes o regiones prolijamente enumeradas y descritas por Pellicer) con hormigas que se abastecen del grano siciliano. El mérito de la curiosa hipérbole está en la disparidad y efectiva desproporción de los términos relacionados (provincias y hormigas), como ya notó Gracián en su Agudeza, xix. XIX.Para que la simetría sea perfecta, en la primera semiestrofa de esta octava Ceres comparte con una nueva divinidad, Pales (véase Ovidio, Fastos, V, 776), otro sistema correlativo: viciosa cumbre - llueve - granos de oro / vega llana - nieva - copos de lana. En contexto agrícola, el adjetivo viciosa, por 'fértil', era de uso bastante

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frecuente y corría al menos desde el «viçioso ero» del Libro de buen amor, 746b, aunque Góngora parece inspirarse en la «cume que a verdura tem viçosa» de Os Lusíadas, IX, 54, uno de los varios recuerdos de Camões presentes en este pasaje. El poeta expresa con «galanas metáforas» (Díaz de Rivas) las viejas asociaciones del trigo con el oro y de la lana con la nieve; tan viejas eran, que los comentaristas señalan los orígenes de la segunda en el Salmo 147, 5 (hebr. 147, 16): «dat nivem sicut lanam». Obviamente, mil está por 'muchos, innumerables' (como en verso similar de Virgilio, Égloga II, 21: «mille meae Siculis errant in montivus agnae»). «Y nótese cuán ajustadamente repartió la lluvia a los campos en el trigo, a los montes la nieve en la lana, por llover en el llano siempre, y nevar siempre en los montes» (Pellicer). El verso 139 continúa la correlación (Ceres: siegan / Pales: esquilan) y el 140 le añade un nuevo elemento que enlaza con la estrofa anterior. Los segadores, los pastores y los viñadores son aludidos por sendas perífrasis, cada una de ellas con su metáfora colorista: oro (trigo), nieve (lana), grana (vino, esta vez inspirado posiblemente en el «purpureo ... musto» de Propercio, III, xvii, 17). En definitiva, todos los habitantes de Sicilia tienen por diosa a Galatea, de quien, en efecto, no consta que tuviese templo alguno (deidad, aunque sin templo). Pellicer quiso aquí corregir a don Luis aduciendo el templo que menciona Luciano en una de las muchas inverosimilitudes de su divertida Historia verdadera, II, 3; pero ni la licencia del samosatense ni el templo de las Metamorfosis consagrado a Nereo y las Nereidas (XI, 359-362) bastan para desmentir a don Luis. XX.La playa donde Galatea detiene su pie sirve de óptimo lugar de ofrenda y veneración a sus adoradores (nótense en los versos 155-156 el nuevo paralelismo y el nuevo uso del verbo ser más la preposición a: cotéjense los vv. 32 y 43-44); parece, por ello, que, aparte el sentido obvio de ara ('altar'), Góngora tiene en cuenta el etimológico y más recóndito de 'orilla': «los extremos de la tierra que baña el agua» (es la explicación que da Salcedo, tomándola del comentario de Escalígero a un verso de Ausonio). De la costumbre de ofrecer los primeros frutos y provechos a los dioses dan cumplida cuenta los pasajes clásicos aducidos por los comentaristas: Virgilio, Églogas, IV, 18, y-mejor-V, 79-80; Ovidio, Fastos, II, 519-520, Metamorfosis, VIII, 273-275... El origen mitológico de la Cornucopia está en la fábula de la cabra de Amaltea, una de cuyas astas se rompió y, por intercesión agradecida de Júpiter, a quien había amamantado, fue colmada de frutos (lo refiere, entre otros, Ovidio en sus Fastos, V, 115-128; véase Soledades, I, 204); el «cuerno de la abundancia» se hizo expresión corriente en la poesía (Metamorfosis, IX, 87-88, u Horacio, Odas, I, xvii, 14-16, por no citar textos españoles o italianos), y la copia gongorina fue muy generosa (dicho con la lítotes poco avara) con Sicilia. Salta a la vista un caso modélico de la fórmula A, si no B, usada por Góngora desde tiempo atrás (véanse otras construcciones similares en los versos 30-31, 117-118 y, sobre todo, 187-188). Contrariamente a lo que pensaron Andrés Cuesta y, tras él, Dámaso Alonso-si bien su paráfrasis se contradice con las notas-, prolija no debe asignarse, con el significado de 'grande', a mimbre (que aun hoy se usa en algunas regiones como femenino), sino a hija, y con el sentido de 'laboriosa, esmerada, minuciosa' (el mismo que tiene en v. 458: «obras ambas de artífice prolijo»); prolija y artificiosa son, pues, adjetivos «atributivo adverbiales» (Núñez Ramos). En otro orden de cosas, la adoración a Galatea descrita en las octavas xx-xxii revelaría (según K. H. Dolan) la «atmósfera venusina» del poema. XXI.El verbo arder es el «más apto para significar un grande amor» (Salcedo, basándose abusivamente en la autoridad de Juan Luis de la Cerda y en la Fedra de Séneca, 309-

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311), y hay de él dos famosos antecedentes en Virgilio: «Formosum pastor Corydon ardebat Alexin» (Églogas, II, 1, donde ardebat, según Servio, vale 'impatienter diligebat') y «uritur infelix Dido totaque uagatur / urbe furens. [...] Ardet amans Dido traxitque per ossa furorem» (Eneida, IV, 68-69 y 101); léase también Mosco, I, 22-23, y Horacio, Epodos, XIV, 9-10, con la probable, aunque no imprescindible, «sugerencia» (Vilanova) de Ariosto, Orlando, XVIII, 139. Compárese el romance de 1607 «Donde esclarecidamente», que contiene otros significativos anticipos de este paso del Polifemo: «Arde el monte, arde la playa / y en los árboles del monte / arde algún silvestre dios / en algún antiguo robre» (o el «ardimiento en amar» del temprano soneto mitológico «Gallardas plantas, que con voz doliente»). A la altura de 1612, juventud era un cultismo-más usual, en cualquier caso, que joven (v. 161)-y requería explicación: «juventud se dice en latín, iuventus, a iuvando, porque esta edad es la más apta para ayudar al trabajo» (Salcedo). La consecuencia de ese ardimiento general es el abandono de las obligaciones cotidianas. Los arados ya no surcan, sino que peinan las tierras, arrastrados extraviadamente y sin empeño por los bueyes; no sé si es preciso remontarse a Ovidio, Remedia amoris, 191 («et tonsam raro pectine verrit humum»), para autorizar y entender ese peinar, porque en Góngora no se trata, como pensaba Pellicer, de describir una labor particular, sino de expresar el total descuido de las labores agrícolas, motivo frecuente de la poesía amorosa, particularmente la de ambiente bucólico (compárese la vid «semiputata» de Virgilio, Églogas, II, 70) o epitalámico (es ilustradora la lectura de Catulo, LXIV, 38-42, y Claudiano, Epithalamium, 5-7). El motivo del ganado errante (cultismo censurado en el Antídoto, aunque no era palabra «tan nueva para nosotros» como dijo Jáuregui) puede aparecer en contextos no amorosos (Virgilio, Eneida, III, 220-221, y Ovidio, Fastos, I, 546), aunque la línea temática más aproximada a este pasaje gongorino es la que parte de las Églogas de Virgilio (I, 9-10, y, sobre todo, V, 24-25), atraviesa la Arcadia de Sannazaro (églogas I, 1-3, y V, 48-49) y llega a «las ya desamparadas vacas» de Garcilaso (égloga II, 506; recuérdese también la confesión del alma en el Cántico espiritual de San Juan de la Cruz, v. 85: «y el ganado perdí que antes seguía»). El viento que silba en el Polifemo-otra idea de aroma virgiliano: Églogas, V, 82-83-, es el céfiro (el favonio de los latinos, véase el v. 214), que ya había motivado la disputa de los comentaristas de Garcilaso (a propósito de la Égloga III , 323). Compárese Soledades, II, 311: «redil las hondas y pastor el viento». La sintaxis del pareado, con su fórmula correctiva ('el ganado ignora el crujido de las hondas, si no es que, haciendo las veces de pastor, silba el céfiro o cruje el roble'), hace bastante verosímil el precedente de otra égloga de Barahona de Soto señalado por Vilanova: «Ya todo se ha perdido, / y mudo y seco el prado, / se olvida en un silencio sosegado; / y con tristeza esquiva / que no parece que haya cosa viva, / si no es que aullando el viento / con silbos representa mi lamento». XXII.Sigue describiendo el descuido general por causa del amor a Galatea. Los perros permanecen mudos por la noche (sin ladrar: sin vigilar) y vagan y duermen durante el día. El motivo del silencio del can, lejos de cualquier reminiscencia bíblica (Isaías, 56, 10), aparece en autores como Ovidio (Fastos, IV, 489-490 y V, 429-430) y Sannazaro (Arcadia, égloga I, 10-12), y hay detalles semejantes en las escenas nocturnas de la Eneida, IV, 522-527, y VIII, 26-30. El contraste entre el día y la noche y la estructura bimembre del segundo verso (de cerro en cerro y sombra en sombra yace) recrean «una fórmula estilística de Petrarca» (Vilanova): «Consumando mi vo di piaggia in piaggia / el dí, pensoso, poi piango la notte» (Canzoniere, ccxxxvii, 19-20; hay muchos ejemplos en su obra e innumerables en la de sus seguidores, y uno de los textos españoles más interesante ahora es la Araucana, VII, xxv, 7). El motivo del lobo que acude al balido (mísero: nuevo cultismo) del indefenso ganado aparece en un pasaje de la Eneida, IX, 59-65,

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y en otro menos célebre de las Argonáuticas, I, ca. 1245 (y no creo que acierte Pellicer al decir que Góngora «imitó doctamente» a Apolonio). El verso 172, con espléndida hipálage, llama nocturno al lobo «porque acostumbra salir con la noche, o porque vence con la vista sus tinieblas» (Salcedo, con multitud de referencias eruditas); así lo llamaron también Virgilio, Geórgicas, III, 406-407, 537-538, y Propercio, IV, v, 14. El lobo, encarnizado, tiñe con la sangre de una oveja (ésta debe deducirse, lógicamente, de los anteriores ganado y balido) lo que ha pacido otra. Más dificultades presenta la exhortación final, con ese imperativo, revoca, que debe entenderse como 'devuelve, restituye, haz volver' o, mejor y más simplemente-pienso-, como 'llamar, convocar de nuevo' (nótese el matiz fónico del verbo); Pellicer se equivocó al tomarlo como presente de indicativo y con el sentido de 'estorbar, impedir' («el amor estorbaba que silbasen» los pastores), y ese error inicial, que no escapó a sus detractores, sin duda contribuyó a que el pasaje le pareciera «la enigma de Esfinge». De todos modos, el verdadero problema está en interpretar correctamente el sentido de lo que resta de pareado, muy fácil de ordenar sintácticamente: o el silencio y el sueño del can sigan a su dueño (la lectura siga de Pellicer podría aceptarse como concordancia ad sensum favorecida por el hipérbaton). Si examinamos el problema desde su raíz y reduciéndolo a términos lógicos, importa notar que toda la octava está dedicada a la negligencia del perro y a sus consecuencias; que el cierre (silencio, sueño) presenta un claro paralelismo con el inicio (mudo, yace), y que la literalidad de la imprecación sólo tolera un sentido: 'Amor, convoca de nuevo los silbos, o que el silencio y el sueño del perro sigan al pastor' (aunque quizá caben quizá dos alternativas en la frase disyuntiva y desiderativa; dicho prosaicamente: que el perro esté o no con el pastor). Los comentaristas antiguos-salvo Pellicer-no vieron dificultad alguna y parafrasearon el pasaje lacónicamente: «Amor, vuelve a traer el Pastor, que silbe los ganados, o váyanse tras él los perros negligentes que embarazan» (Díaz de Rivas); «... o si no quisieres siga al descuidado amante el perro, inútil ya por el silencio y el sueño» (Salcedo). Hace unos años, A. Sánchez Romeralo enumeró todas las explicaciones, antiguas y modernas, y añadió la suya: que el perro siga, imite a su dueño (que, como buen enamorado, ni duerme ni calla) «en sus quejas y soliloquios y en el siempre velar, [de modo] que los ganados estarán cuidados y seguros». Yo coincido, sin embargo, con la deducción de Vilanova, que me parece la más sensata y apegada a la letra del texto: que el pastor, al menos, pueda, como el perro, «gozar del silencio y del sueño, es decir, pueda tener algún descanso, y estar mudo por la noche y dormido durante el día». XXIII.La esquiva Galatea, desatenta a las cuitas de los moradores de la isla, halla esparcimiento a la sombra de un laurel que protege su tronco del sol del mediodía (vv. 185-186); la sombra está bellamente evocada con la expresión hurta ... su tronco al Sol, que se entiende mejor a la vista de Lucano, Farsalia, IX, 528-530: «Hic quoque nil obstat Phoebo, cum cardine summo / stat librata dies; truncum vix protegit arbor: / tam brevis in medium radiis compellitur umbra». El hecho de que se trate un laurel nos sitúa en el ámbito mitológico, adecuadísimo a la fábula: en ese árbol se convirtió Dafne huyendo, precisamente, de Apolo. Los dos versos siguientes constituyen otra de las más célebres dificultades del Polifemo. Lo que está claro aquí es el alcance metafórico del sustantivo jazmines, pues no parece posible entenderlo literalmente ('la ninfa arroja a la fuente unos jazmines'): se trata de una metáfora de la blancura corporal de Galatea (como enseguida la nieve de sus miembros, y también en el v. 220). Todos los gongoristas antiguos que comentaron este pasaje coincidieron al entender que Galatea se recostó junto a una fuente (pues este sustantivo puede entenderse perfectamente como 'los alrededores de un manantial o arroyo'), llenando de jazmines el espacio de hierba que ocupó su cuerpo blanquísimo

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(también Dámaso Alonso lo entiende así, añadiendo buenos argumentos y bellas aclaraciones: «Como si dijera: con la blancura nívea de sus miembros parece que la hierba se ha cuajado de jazmines»). Otra de las posibles interpretaciones se remonta, según el testimonio de Salcedo Coronel, a una sugerencia del poeta Gabriel del Corral, aceptada modernamente, con mínimos matices, por Vilanova y C. C. Smith, y entiende que Galatea se refleja en el agua: «la ninfa, recostada en el margen de una fuente, refleja en sus aguas tantos jazmines de sus miembros blanquísimos como hierba esconde la nieve de su cuerpo recostado sobre el césped» (Vilanova). Por su parte, F. González Ollé entiende que «Galatea, abatida sobre la fuente, sumerge en ella la cabeza para beber o (y) refrescarla»; la ninfa, así, «es una rama de jazmín que entrega sus flores al agua». Como se ve, el problema principal está en el sentido que asignemos al sintagma da a una fuente, porque el empleo del lenguaje figurado no impide ninguna de las posibilidades propuestas ni nos permite optar sin titubeos por una de ellas. De todas pueden hallarse argumentos favorables. A propósito de la de González Ollé, cabe tener en cuenta, por ejemplo, las varias apariciones inmediatas del verbo dar en contexto muy semejante (e implicando contacto físico con el agua): «su boca dio ... al cristal mudo» (v. 191), «al arroyo da las manos» (v. 209, y véase también el 183). Esta interpretación coincide con la de G. del Corral en la ventaja de asignar una metáfora al cuerpo de Galatea tendido sobre la hierba (y además muy pertinente, nieve) y otra para la parte reflejada o sumergida (jazmines). No parece que la idea del reflejo se vea necesariamente «algo dificultada» (A. Carreira), por los versos 219-220: si Galatea está recostada-y hay en esto consenso general-, al levantarse será ingrata a los verdes márgenes aunque se refleje en el agua; no obstante, esa próxima acción de la ninfa, la metáfora azucenas y, sobre todo, la fórmula comparativa tantos ... cuanta (que a mi entender supone una equivalencia de cantidad entre jazmines y hierba) favorecen la explicación más antigua y sencilla: «la ninfa se recostó junto a la fuente» (Díaz de Rivas). El canto alterno de los ruiseñores está convenientemente expresado con una anáfora de origen petrarquesco (véase Canzoniere, clix, 13-14, o ccv, 1-4, si bien esos esquemas repetitivos son frecuentes en la poesía latina: Horacio, Odas, I, xxii, 23-24); también se debe, sobre todo, al ejemplo de Petrarca el gusto de la poesía bucólica española por los arrullos y querellas de los ruiseñores y otras aves (véase sólo Garcilaso, égloga I, 52-54, 231-234, 325-325). La armonía-«que es casi el tema de toda la estrofa», como dijo W. Pabst-no puede ser otra que la del canto de las aves, provocadora del sueño de Galatea (la armonía da sus ojos al sueño), con invitación similar a la del primer Beatus ille (Horacio, Epodos, II, 23-28). Aparte la variante defendida erróneamente por Pellicer (el día, y como sujeto y no implemento de abrasar), el concepto final se basa en la vieja metáfora ojos = sol; entre sus posibles precedentes destacan unos versos de Marino («sorgendo il mio bel Sol del suo oriente, / por doppiar forse luce al sí nascente»; en el inicio del soneto se ha referido a los ojos) y, sobre todo, un pasaje de la Arcadia de Lope: «rindióse al sueño, quedando el día, que hasta entonces vanaglorioso de tres soles resplandecía, oscuro como la noche». XXIV.Como en el inicio de las Soledades, la cronographia de esta octava, que nos sitúa en lo más ardiente del estío (la canícula), contiene una compleja sucesión de imágenes de base astronómica: el can del cielo (comp. Ovidio, Fastos, IV, 941: «pro cane sidereo») es una constelación que «consta de dieciocho estrellas, y tiene en la boca una clarísima llamada por los latinos Canícula [o Sirio] y por los árabes Alhabor, en la cual, entrando el Sol, se aumenta el calor» (Salcedo). En esa imagen astronómica se apoyan con enorme pertinencia las demás. Sin salir del mundo animal, el poeta puede llamar al Can salamandria (forma que alternaba en la época con salamandra), ateniéndose a las propiedades legendarias de este anfibio resistente al fuego (según refieren Aristóteles, Claudio Eliano, Plinio y otros muchos naturalistas antiguos). Por

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otra parte, Góngora conocía sin duda el inicio de la canción de Petrarca «Vergine bella, che di sol vestita, / coronata di stelle...» (Canzoniere, ccclxvi), pero no es preciso que estuviese recordando esos motivos sacros al concebir la frase vestido estrellas, muy adecuada a una constelación (y más fácilmente sugerida, pienso, por ciertas palabras de Plinio: «salamandra animal stellatum»). Finalmente, nada más propio de un perro que ladrar (latir ; véase OC, núm. 100, v. 4), como en un romance de fecha incierta atribuido a don Luis: «Brama el celeste león / y la canícula late» (Millé, xviii, vv. 21-22; y léase también el soneto de Quevedo que comienza, inspirándose en Persio, «Ya la insana Canícula, ladrando / llamas»). Acis llega sudoroso y con el cabello polvoriento, como algunos héroes de la Ilíada, la Eneida o la Tebaida que no precisan ser citados, pues lo peculiar de Góngora vuelve a ser el uso de originales fórmulas expresivas, que lo distancian de su modelo más probable (T. Tasso, Gerusalemme liberata, IX, 81: «Paion perle e rugidade insu la bella / guancia, irrigando i tepidi sudori; / giunge gratia la polve al crin incolto»): aquí aparecen un caso algo particular de cláusula absoluta, polvo el cabello, y un hábil trueque de atributos (véase el v. 104) entre dos metáforas de las gotas de sudor, centellas y aljófares (esta última bastante corriente en la poesía de la época); ambas metáforas, equiparadas retóricamente por la construcción A, si no B, intercambian sus epítetos para compartir dos rasgos esenciales-y dispares-del sudor, el ardor y la humedad. Tras la metáfora petrarquista luces bellas (los ojos de Galatea, a los que ha llamado soles cinco versos atrás), «prosigue la alusión y les da por occidente al sueño» (Pellicer). Al ver a la ninfa entregada al sueño, Acis bebe en el arroyo mientras la mira (y en ningún caso la besa, como entendió Salcedo); Góngora lo dice con espléndido broche: un pareado con quiasmo y una nueva correlación en dos dualidades que tienen en común la forma verbal dio y el sustantivo cristal, apto para representar el agua del arroyo (cristal sonoro) y el cuerpo dormido de Galatea (cristal mudo); este último recurso aparece ya en unas décimas con estribillo de 1603 («no sobre el cristal corriente, / sobre el dormido cristal»: OC, núm. 118), y vuelve en las Soledades, I, 244: «juntaba el cristal líquido al humano». XXV.La descripción de Acis, que destaca por su brevedad-aunque en otros lugares de la Fábula hay más detalles sobre su aspecto-, se inicia con una metáfora, venablo de Cupido, que adquiere todo su valor si advertimos el sentido del griego akís ('flecha' y afines) y la potencia del venablo, que hiere más violentamente que la «flecha ordinaria» (lo ponderó Pellicer, y Cancelliere apura las posibilidades etimológicas). Es ilustradora la comparación con otros dos pasajes gongorinos: «Era, pues, el mancebito / un Narciso iluminado, / virote de Amor...» (del romance de Hero y Leandro de 1610, OC, núm. 48, vv. 33-35); «Al fin en Píramo quiso / encarnar Cupido un chuzo, / el mejor de su armería» (de La Tisbe, OC, núm. 317, vv. 121-123). El poeta es consecuente con los consejos de los retóricos, estableciendo el linaje del héroe «al principio de las alabanzas» (lo advierte admirativamente Díaz de Rivas), igual que hizo con Polifemo (vii) y con Galatea (xiii); ahora sigue de cerca a Ovidio, Metamorfosis, XIII, 750-751: «Acis erat Fauno nymphaque Symaethide cretus, / magna quidem patrisque sui matrisque voluptas». Salcedo reprochó a Góngora ese habido ('engendrado', que a su modo traduce el cretus ovidiano), por ser «dicción tosca y bárbara». A propósito del verso gloria del mar, honor de su ribera, ya observó Pellicer que «dudoso queda sobre si estos epítetos pertenecen a Acis o a su madre»; en opinión de Vilanova se refieren, «sin lugar a dudas, a la ninfa Simetis» (también lo cree así A. Carreira, sin ver anfibología), pero bien pudieran asignarse al protagonista de la octava: el hipérbaton de los dos versos precedentes parece dejar cerrado el asunto de los progenitores de Acis (cada uno de ellos con una breve explicación) y de ninguna manera nos obliga a suponer que lo que sigue es una aposición de Simetis; en definitiva, puede entenderse que Acis es gloria del mar por

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parte de la madre (una divinidad fluvial, hija del río Simetho) y honor de su ribera por la del padre (que quizá no fuese un semicapro cualquiera, sino el dios Fauno). Esta interpretación tiene la ventaja de cerrar la semiestrofa con un quiasmo y mantenerse en sintonía con Ovidio, quien, tras la escueta genealogía del héroe, nos informa de que era «gozo inmenso de su padre y de su madre» (v. 751). Los versos 197-198 contienen una nueva correlación: imán - acero - sigue / ídolo - idólatra - venera. La imagen de la primera serie (Acis es un acero-nótese la semejanza fonética y véase el v. 193-atraído por el imán de Galatea) procede de Claudiano, Carmina minora, xxix (Magnes), 25-26: «sed ferrea Martis / forma nitet, Venerem magnetica gemma figurat». La idea de la idolatría amorosa es muy corriente en la poesía petrarquista. El penúltimo verso, aunque de construcción afín a la del v. 123, destaca por la antítesis que lo limita (rico ... pobre); el pareado, con la misma rima de la estrofa xxi, tiene una única y pequeña dificultad en la última perífrasis: lo que el roble fomenta ('favorece, abriga') es la miel que las abejas labran en las oquedades de algunos árboles. Góngora y sus comentaristas lo explican con más detalle en la estrofa siguiente, donde se completa, como advierte Alonso, «el único sistema de correlación trimembre que hay en el Polifemo»; aquí aparece la primera pluralidad: huerto, vacas, robre. XXVI.La primera de las ofrendas de Acis a Galatea es un cesto de mimbre (blanca: véase v. 159) con «almendras sacadas de su corteza antes que lleguen del todo a endurecerse, de modo que serán almendras frescas mondadas» (Cuesta); otros comentaristas pensaron que se refería en concreto a los almendrucos o allozas, fruta «muy estimada de las damas» (Salcedo), que «es la almendra, ni verde, ni seca, sino media» (Pellicer). La mención de ese humor solía resolverse acudiendo a «la leche que tienen todas las frutas de corteza dura antes que se cuaje» (Cuesta); en realidad, Góngora lo llama celestial porque está aludiendo además al esperma de Zeus, en perfecta correspondencia, como propuso C. Sabor de Cortazar, con el mito frigio del origen del almendro: durante un sueño, Zeus dejó caer su semen, fecundando la tierra y engendrando al hermafrodita Agdistis; este fue castrado por los demás dioses, y de su miembro nació un almendro con los frutos ya en sazón (lo cuenta Pausanias, VII, xvii, 10-11). Cada una de las ofrendas es depositada en un recipiente distinto, y tanto por la poesía latina (Tibulo, II, iii, 14b-16) como por los hábitos rurales del tiempo de Góngora sabemos que la manteca solía conservarse y presentarse en juncos o en hojas de palma. Sobre un pequeño trozo de corteza de alcornoque (breve corcho) deposita Acis, finalmente, un panal; la metáfora que se dedica a este último, en un verso bimembre con quiasmo (un rubio hijo de una encina hueca), tiene en cuenta el flavus latino (por ejemplo en Ovidio, Fastos, III, 746: «quarebant flavos per nemus omne favos», aunque en castellano se pierde el juego de palabras) y la evidencia, también autorizada por los clásicos, de que las abejas labraban sus panales en las oquedades de algunos árboles, particularmente de la encina (Claudiano, In Rufinum, I, 383, y De raptu, II, 125-127; «in exesa ... ulmo», dice Ovidio en el pasaje citado). La miel se llama néctar desde las Geórgicas, IV, 163-164. El verbo vincular, con sus derivados, es uno de los cultismos más raros del Polifemo; Góngora lo usó por primera vez sólo dos años antes, en el romance de Hero y Leandro (OC, núm. 230, v. 130). El poeta recapitula la correlación de esta octava en el inicio de la xxix. XXVII.La acción del acalorado Acis no requiere ninguna de las fuentes clásicas propuestas por los comentaristas (Virgilio, Geórgicas, IV, 376-377; Horacio, Sátiras, I, v, 24), si bien el uso del verbo dar, frecuentísimo en Góngora, guarda en este contexto cierta afinidad con Virgilio («manibus liquidos dant ordine fontis / germanae»), modelo

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importante de las octavas contiguas. La escena, muy frecuente también en la poesía vulgar (Vilanova), incluye uno de los elementos esenciales del paisaje ribereño (como en las Geórgicas, IV, 124: «... amantis litora mirtos», y en Marcial, IV, xiii, 8; y compárese también Ovidio, Fastos, IV, 139-144): dos mirtos que aquí, bañados por la blanca espuma del arroyuelo, son dos verdes garzas de la corriente. La relación metafórica entre el arbusto y el ave, expuesta con el característico trueque de atributos, se basa-aparte, claro, su semejante esbeltez-en que los dos abundan junto a las aguas y estaban consagrados a Venus (véanse los vv. 239-240); así, los mirtos son verdes por su natural, pero se parecen a las garzas en la blancura que les da la espuma del arroyo (compárese Soledades, II, 749: «tras la garza, argentada el pie de espuma»). Completa la escena la brisa suave del viento Favonio (el céfiro de los griegos, en el v. 168) que, al levantarse, parece que corra «unas cortinas de vagos volantes» (Alonso, que nota la espléndida aliteración del v. 213) sobre aquel lecho de sombras y hierbas. La principal dificultad del pareado, con una construcción similar a la de los vv. 30-31 (cuando no..., pero aquí con fuerte hipérbaton), y aparte posibles modificaciones textuales totalmente descarriadas (ala de viento...), es esa cama de viento (que no «del viento», como entendieron erróneamente Cuesta y Reyes): se trata de una especie de 'catre de lienzo' corriente en la vida y la lengua de entonces (Pellicer y Alonso); pero ese sentido no excluye el juego de palabras, cuya efectividad se basa en la mención anterior de Favonio. En todo caso, creo que el airecillo, la sombra y el colchón de grama (compárese, por ejemplo, Ovidio, Metamorfosis, X, 555-557), más que definir en concreto el lugar en el que descansan Galatea (vv. 177-180) o Acis (vv. 254-256), configuran y anticipan el entorno más propicio para el encuentro amoroso que vendrá (xxxix-xl), y ello con los recursos poéticos más adecuados para plasmar la musicalidad y la armonía propias de la ocasión. Las sombras «son aquí las ramas que cubrían los colchones de la hierba y eran como el cielo de la cama» (Vázquez Siruela, que recuerda las Soledades, I, 612, y remite a Horacio, Odas, II, iii, 6-10: «in remoto gramine ... reclinatum»). XXVIII.Al sentir el rumor del agua («es propio de los arroyos el bullir», aclara Pellicer), la ninfa se levanta súbitamente y desea huir, pero el temor se lo impide. La metáfora plata 'agua' (compárese el v. 501) es trivial en la época, aunque Vilanova destaca como «verdadero antecedente» de este pasaje un soneto de Bernardo Tasso (con su «fiumicel d'argento») imitado por Góngora ya en un soneto de 1582 (OC, núm. 16). El verso 220 encierra dos problemas (que nos han hecho olvidar, por cierto, la aliteración, especialmente notoria para un cordobés de la época). La variante segur, recogida sin comentarios por Pellicer, parece lo que suele llamarse una lectio difficilior , y es por eso la escogida por la mayor parte de los editores del siglo xx, pero tiene tachas de todo tipo, como explico detenidamente en otro lugar; en cambio, la lectura seguir, que es la de Chacón y la de inmensa mayoría de los testimonios antiguos (sean de la versión primitiva o de la definitiva), tiene, entre otras virtudes que tampoco voy a enumerar ahora, la de ofrecer un sentido muy claro y metafóricamente irreprochable: al levantarse, «Galatea se hizo seguir de ('por') sus azucenas» (y así lo entendieron y explicaron Salcedo y Cuesta). El otro problema está en el sentido, literal o metafórico, de azucenas; Salcedo y Pellicer, con matices, vieron ahí una simple mención de las flores de la ribera, pero parece seguro que don Luis quiso aludir a la extremada blancura de Galatea, igual que en los jazmines del v. 179; de modo similar retrató a una bella cazadora en las ya citadas décimas de 1603, «que blancos lilios fue un hora / a las orlas de la fuente» (OC, núm. 147, vv. 9-10). Todos los comentaristas aducen ilustres precedentes de la estupefacción de Galatea (vv. 221-222: compárese sólo Virgilio, Eneida, II, 120-121; Claudiano, De raptu, III, 151-153, o Garcilaso, Elegía II, 43-44), pero lo que importa es destacar el espléndido broche de la octava (correlación y dos versos bimembres): un temor frío y perezoso

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fluyó (se desata) por las venas de la ninfa, paralizándola de tal modo, que se diría le hubiese puesto grillos de nieve dificultando su fuga y plumas de hielo impidiendo su vuelo. El sentido exacto de precisa, aún no aclarado, depende de una acepción marginal del latinismo praecisus y puede entenderse como 'brusca, súbita'. Góngora había usado dos años antes la expresión grillos de hielo en un contexto similar (OC, núm. 229, 45-47: «Saludóla el caballero, / cuyo sobresalto al pie / grillos le puso de hielo», Romances, p. 333), y quizá haya, como explica Vilanova, «una inversión audaz de los atributos», pues «según el sentido lógico, parece que Góngora habría expresado su idea con mayor justeza diciendo que el temor había impedido con grillos de hielo la fuga de Galatea y con plumas de nieve su presto vuelo, ya que los grillos de hielo trabando sus pies tenían que impedir su carrera, mientras que las plumas de nieve, derretidas como la cera con el calor del sol, habían de impedirle volar» (y aun pudiera haber una suerte de calambur in absentiam: hielo/hierro). Lo que sin duda aparece es un nuevo caso de la construccón ser + a (véanse los vv. 43-45). XXIX.Es una de las estrofas menos problemáticas del Polifemo, en parte porque se abre con una recapitulación («esta figura se llama resumptio o epítome», precisa Salcedo) de las ofrendas descritas antes con pormenor (xxvi): fruta (almendras), leche exprimida (manteca) y miel; compárese la enumeración similar de Ovidio, Fastos, IV, 545-546, posiblemente recordada por Góngora. Los ablativos absolutos del cuarto verso «hacen algo obscuro este pasaje» (Díaz de Rivas); culta ('adorada', con el valor etimológico) y venerado son participios que, unidos, además, por el quiasmo, indican el afecto de Acis, que ha venerado a Galatea como a una diosa y ha respetado su sueño, todo ello en la mejor tradición de la religio amoris. Otra construcción absoluta abre la segunda semiestrofa: a la ausencia mil veces ofrecida es «estraño modo de decir» (vuelve a opinar Díaz de Rivas) que quiere significar que la ninfa está muchas veces a punto de irse (así lo entienden los comentaristas) y que puede relacionarse, como F. Lázaro Carreter sugirió a Alonso, con la frase darse a la fuga; creo menos adecuada la interpretación alternativa y algo confusa de Pellicer: «o puede entenderse que la dejó la ofrenda ofrecida, votada al ausente que la puso» (es decir, algo así como que Galatea quedó dispuesta a ofrecerse al ausente y desconocido Acis). En cualquier caso, la muestra de cortesía (indicio no pequeño: nótense el cultismo y la lítotes) menguó la alteración y aumentó las cavilaciones de la ninfa. XXX.Galatea se pregunta a quién puede deberse la ofrenda, y cree que no cabe atribuirla al cíclope ni a ninguno de los seres lascivos que pueblan la isla: sátiros, silvanos (así llamados por ser, precisamente, «moradores de las selvas», que era perífrasis frecuente) u otros seres dados a la lujuria; Plinio da abundante información sobre todos ellos, y suelen mencionarse juntos en la poesía latina y vulgar: compárese sólo Garcilaso, égloga II, 1156-1157 («verdes faunos, / sátiros y silvanos»; y la elegía I, 169-171, hablando de Sicilia: «moradores / de la parte repuesta y escondida»). La epímone de la negación da al pensamiento de la ninfa un «admirable énfasis» (Cuesta). Viene ahora una de las más graves dificultades del Polifemo: cuya rienda / el sueño aflija que aflojó el deseo. Pellicer rechazó la lectura aflija «porque no hace sentido alguno» y, coincidiendo con un pequeño grupo de manuscritos, leyó afloja, pero conviene precisar que esta última variante no es, como suele decirse, propia de la versión primitiva: en unos cuantos manuscritos de la primera redacción aparece la lectio difficilior aflija, que al menos tiene la ventaja de añadir un juego de palabras, idóneo para un verso bimembre con quiasmo. Aparte las razones textuales o estilísticas, creo que hay otra de tipo gramatical: en la reflexión de Galatea-o, ¿por

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qué no?, del narrador-es preferible el subjuntivo. Sin embargo, aunque multipliquemos los argumentos para defender la lectura de Chacón, el problema está en averiguar qué sentido tiene aquí el cultismo afligir , pues no hay una sola de las acepciones del affligere latino «que satisfaga plenamente» (Alonso). No hay duda de que la rienda, implemento de las dos frases que siguen, es la de los instintos de ese hipotético sátiro y de ese otro feo morador de las selvas, y también parece bastante probable que el sueño que ha podido afligir esa rienda, ya aflojada por el deseo, sea el de la propia ninfa (véanse las octavas xxiii y xxviii), y no, como creyó Salcedo, el de las criaturas lascivas. En cuanto a lo demás, suele interpretarse que aflija tiene un valor intensificativo con respecto a aflojó y que, por tanto, podría valer 'destruya, rompa', forzando un poco los sentidos más aptos del latín ('derribar, abatir, dañar'); lo explica muy bien Alonso: «El deseo, en los seres lascivos, hace que estén flojas las riendas de la concupiscencia; pero, además, el sueño de la mujer, el estar la mujer dormida, indefensa, puede hacer caer del todo las riendas, puede eliminar o destruir toda rienda o contención de los malos apetitos». No obstante, también es posible pensar, sin desatender la gramática, que los dos verbos tienen sentidos contrarios y que Galatea, en la búsqueda de una explicación para el indicio de cortesía, cree imposible atribuir la ofrenda a un sátiro a quien su sueño haya afligido ('apretado, tensado, atirantado...': «sujetado», entiende Salcedo) la rienda de los instintos, aflojada previamente por el deseo; es decir, «... ni a otro feo morador de las selvas, a quien el sueño de Galatea, esto es, el respeto que se debía a una mujer dormida, enfrenase el apetito que incitó el amor» (Salcedo, como lectura alternativa). Téngase en cuenta que Góngora ya usa el verbo afligir en uno de sus primeros romances, y con sentido muy similar: «Descanse entre tanto el arco / de la cuerda que lo aflige» (OC, núm. 47, 9-10). La segunda semiestrofa narra la decisión de Cupido (el niño dios ... de la venda) de dar por terminado el desdén de Galatea. Vilanova señala acertadamente que Góngora se inspiró en la escena del Orlando furioso en que la arrogante Angélica se enamora de Medoro (XIX, 19). Siguiendo la costumbre o ceremonia antigua de colgar en los árboles, como trofeo y ostentación (cultismo frecuente: lo usa Jáuregui en el Antídoto), los despojos de los vencidos (véase sólo Virgilio, Eneida, XI, 5-8), Cupido quiere que el desdén de Galatea cuelgue del árbol consagrado a su madre Venus, el mirto (véase los vv. 211 y 242). Adviértase que vuelven a aparecer dos típicos recursos gongorinos: un verso bimembre con quiasmo (v. 238) y otra construcción ser + a ('... que el desdén sea [sirva de] trofeo al árbol ...'), usada también en el pareado que cierra la octava siguiente. XXXI.El mirto tenía, como propio de Venus, la «virtud de conciliar amor» (Pellicer; véanse los vv. 211 y 239). El sujeto de la primera oración es el niño dios de la octava precedente: Cupido depositó en el pecho de Galatea, como si éste fuese un carcaj o una aljaba (pero de cristal: v. 192), una de sus flechas de oro, que herían de amor (a diferencia de las de plomo, que provocaban el odio o el desdén de quien las recibía: lo explica Ovidio en las Metamorfosis, I, 461-471, y hay menciones infinitas en la poesía posterior). La fórmula A, si no B del v. 243 no esconde un pleonasmo, como creyó Salcedo («esta figura es viciosa»), sino que supone una diferencia entre carcaj y aljaba: el primero «es una caja no de flechas, sino de virotes, y su forma es a manera de una caja de cuchillos y cuélgase pendiente al hombro; pero la aljaba es caja de flechas y su forma es como vaina de cuchillos de monte y cuélgase atravesada por las espaldas» (Díaz de Rivas; según Pellicer, el carcaj era más propio de las ninfas y la aljaba, por ser mayor, de los cazadores). Por otra parte, continúa el parecido con el Orlando de Ariosto (XIX, 19 y 28). Después del flechazo, Galatea mira los regalos con más atención (nótese el matiz afectivo de cuidado, como en v. 113). También el endecasílabo bimembre que abre la segunda semiestrofa (v. 245) contiene una ponderación no meramente formal, pues es sabido que «las fieras se

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forman por gusto de naturaleza, y los monstruos por error suyo» (Pellicer, que enristra veinte columnas de erudición a propósito del cultismo monstro); entre los protagonistas de la poesía bucólica era bastante frecuente llamar fieras a sus desdeñosas amadas, como en el caso del Albanio garcilasiano (égloga II, 563), cuya queja hizo fortuna en la lírica española: «¡Oh fiera, dije, más que tigre hircana!». Es original hallazgo llamar alcaide ('guardián', confuso por la vegetación) al soto que esconde a Acis de la vista de Galatea. Compárese Soledades, II, 450-451: «el cabello en estambre azul cogido, / celoso alcaide de sus trenzas de oro». No creo que haya aquí ninguna reminiscencia, propuesta por Vilanova, de unos versos de El pastor de Fílida de Gálvez de Montalvo: «de mis entrañas quiero trasladaros, / donde os pintó el Amor, con tanta gana, / que, por no ser a su primor ingrato, / se quedó por alcaide del retrato». XXXII.Aunque tolera más de una reordenación sintáctica, el hipérbaton inicial no plantea dificultades: Galatea, muda por la turbación propia de los enamorados, llamaría al dueño de las ofrendas, pero no sabe pronunciar (articular: nuevo cultismo) su nombre. Vilanova cita muy a propósito «dos precedentes ilustres en la poesía italiana renacentista, que Góngora indudablemente conocía»: Ariosto, Orlando furioso, XLVI, 28, y Boccaccio, Il Ninfale Fiesolano, xxxii. La relación metafórica del pincel süave con la flecha de Cupido está avalada por los versos 270-272, que se refieren explícitamente al bosquejo que Galatea había trazado en su imaginación, ya coloreado por la presencia de Acis; es muy posible que la imagen proceda, como señala, una vez más, Vilanova, de Bernardo de Balbuena: «Que allí, tomando su dorada flecha, / Amor por pincel vivo / la dejó al vivo tu retrato hecha» (Siglo de Oro en las selvas de Erífile, égloga VI). Por lo demás, «es encarecimiento de los amantes decir que tienen esculpidos en el alma los retratos de los que aman» (Pellicer). Después Galatea se decide a caminar ('se confía a sus pies, ya no tan pesados y embarazados por el temor') y encuentra a Acis haciéndose el dormido. El verso, bimembre y con recurrencias fónicas, que dedica a definir el lugar (cama de campo y campo de batalla) encierra un equívoco, pues cama de campo quiere significar, obviamente, el lecho de hierba en que reposa el cauto garzón, pero también tenía en la época un sentido literal, pues aludía a un tipo especial de cama, más amplia y espaciosa de lo normal («la que era muy capaz y extendida», dice Autoridades, dándola ya como expresión del pasado); compárese la cama de viento del v. 215. En este contexto, el sintagma campo de batalla recoge, a su vez, el viejo sentido erótico propio de la militia amoris: sus precedentes son Petrarca, Canzoniere, ccxxvi, 8, y Torquato Tasso, Gerusalemme, XV, 54 (y hay varios ejemplos gongorinos más, entre ellos el muy célebre que cierra la Soledad primera: «a batallas de amor campo de pluma»). El verso entero constituye, sin embargo, uno de los poquísimos casos gongorinos de absoluta coincidencia literal con otro ajeno y anterior: procede de la Vida del Patriarca San Josef de Valdivielso, cuya huella se advierte en varios lugares más del Polifemo (Vilanova). En otro orden de cosas, las dudas y acciones de Galatea están bien expresadas con la abundancia de verbos. XXXIII.Los copistas y cajistas del siglo xvii suelen escribir igual este bulto, ya sea con b o con v, que el del v. 285, pero Góngora se refiere a cosas diferentes. Lo que aquí ve Galatea es el bulto que Acis forma con su cuerpo, el conjunto o «lo exterior del cuerpo» (Cuesta, que señala el carácter coloquial de la expresión haciéndolo dormido: «frase es castellana: "Yo le hacía más cuerdo", por yo le tenía por más cuerdo»). En el verso segundo, Galatea está apoyada en un pie y como suspendida sobre Acis (él se refiere a bulto, no a pie): el cultismo librada vale 'mantenida en

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equilibrio', según una de las acepciones del librare latino, cuya frecuente aplicación a las aves y afines (así Dédalo en las Metamorfosis, VIII, 201) hace más perfecta la comparación que se inicia en esta octava. Toda la escena del encuentro tiene bastante similitud con Ovidio, Fastos, I, 423-430 (donde se usa el verbo librare), y con Torquato Tasso, Gerusalemme liberata, XIV, 66. Con culta antítesis (urbana 'cortés' frente a bárbara 'ignorante') nos dice Góngora que Galatea respeta el sueño de Acis, pero que desconoce la significación de ese silencio mentido, de ese silencio que es también retórico (nótese el oxímoron) porque es artificioso y porque procura la persuasión: con su «mudo lenguaje» (Pellicer), Acis «quería atraer el amor de Galatea» (Cuesta). La postura de la ninfa, cernida sobre el joven en actitud escrutadora, propicia una elaborada comparación que se cierra en la primera semiestrofa de la octava siguiente, rompiendo así, en el centro de la fábula propiamente dicha, la pausa semántica de fin de estrofa (vuelve a suceder lo mismo entre los números xxxiv y xxxv). Góngora se refiere al águila con un apelativo poco novedoso (el ave reina) y con una metáfora audaz (rayo con plumas) que Pellicer explica más prolija y acertadamente que Salcedo (y que puede compararse con las de Soledades, II, 745-746: «el neblí que, relámpago su pluma, / rayo su garra», y, también para otros detalles de este pasaje, I, 24-28). En cualquier caso, el primer miembro de la comparación, el plano irreal, nos presenta al águila planeando sobre un nido, antes de descender, fulminante, sobre la cría del milano (véase Eneida, XII, 247-250; XI, 721-724, y otros muchos lugares no virgilianos). La ambigüedad del último verso radica en que tanto el milano pollo como la eminencia ('la altura, la parte más alta'; recuérdese el v. 49) de un escollo pueden ser sujeto de abriga (dicho simplemente: 'el milano da calor a la roca' o 'la roca da abrigo al milano'); «parece estar mucho más dentro del ambiente de la escena la segunda interpretación» (Alonso). XXXIV.Galatea, compitiendo en cortesía con Acis (véanse los vv. 228 y 249), no sólo permanece inmóvil (para: 'se está queda'), sino que desearía acallar el rumor del agua; los sintagmas dulce estruendo y lento arroyo tienen ilustres precedentes en la poesía latina y múltiples paralelos en la vulgar (compárese, respectivamente, Horacio, Odas, IV, III, 18, y Soledades, I, 542: «del perezoso arroyo el paso lento»). La frase que ocupa la segunda semiestrofa es una proposición subordinada regida por el gerundio viendo, y la parte principal de la oración no aparece hasta la estrofa siguiente (mira, v. 273). Tras contemplar a Acis, Galatea ve coloreado el boceto que Cupido le había trazado en su imaginación. Sobre la metáfora pincel hay buenas observaciones de los comentaristas modernos (especialmente de Parker, Sanger y Cancelliere); su efectividad reside en que el poeta asigna al término metafórico la acción de clavar (con el uso transitivo de 'atravesar'), propia del término sustituido (flecha). XXXV.Galatea mejora su posición y sigue contemplando a Acis. La perífrasis (aquello que, si por lo suave no la admira, es fuerza que la admire por lo bello) no parece referirse en concreto a la boca, como creyeron Salcedo y Pellicer, sino más bien al conjunto, «al cuerpo de Acis o tal vez a su rostro» (Alonso): puede entenderse que Galatea, aunque no admire la suavidad de lo que ve (pues no lo toca), admirará sin duda su belleza; pero también cabe interpretar que el joven era más admirable por su hermosura que por su delicadeza. Esto último es preferible si tenemos en cuenta la disposición robusta de un Acis menos afeminado que los de Ovidio o Carrillo, que ha irrumpido en la escena polvoriento y sudoroso (xxv) y que resulta un buen modelo, como se confirma en la octava siguiente, del ideal de hermosura viril característico

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de otros héroes clásicos (por ejemplo, el Hipólito de Séneca, recordado por Díaz de Rivas: Fedra, 657-660 y 798-800). La descripción de Acis, cuyo cotejo con la de Polifemo resulta muy revelador, termina con el cabello y el bozo. La comparación del cabello con los rayos del sol es una de las más socorridas de la poesía del Siglo de Oro; Góngora precisa que el de Acis se parece al sol cuando está a punto de esconderse por completo (casi tramontado), y los comentaristas coinciden en que ese color es el castaño: «entre negro y rubio» (Díaz de Rivas), «dorado oscuro o castaño claro» (Pellicer, que propone identificarlo con el flavo de los latinos). Compárese el romance de Hero y Leandro: «Crepúsculo era el cabello / del día, entre oscuro y claro» (OC, núm. 230, 113-114). Recuperando el hilo de la breve descripción ovidiana («Pulcher et octonis iterum natalibus actis / signarat teneras dubia lanugine malas», Metamorfosis, XIII, 753-754), el pareado describe el bozo incipiente del joven Acis, con una metáfora (flores) que puede hallarse en Virgilio (Eneida, VIII, 160; IX, 181), Silio Itálico (III, 84) y otros autores más modernos, pero la originalidad-y la dificultad-del pareado está en la curiosa explicación de por qué no se distinguen bien las tonalidades de ese bozo florido. La luz es la de los ojos de Acis (véase el v. 189): aquélla duerme porque éstos están cerrados y, en consecuencia, las flores no dejan ver (niegan, 'ocultan', por la falta de luz) sus colores. XXXVI.Aunque se omiten las fórmulas comparativas, está claro que «toda esta octava es una comparación: los versos 1º-4º contienen el plano irreal; los 5º-8º, el real» (Alonso): se afirma primero que el áspid se oculta mejor en el rústico prado sin aliño que en el cuidado jardín; después, paralelamente, que el dulce veneno de Amor se esconde en el rostro viril de Acis («dando a entender que más enamora lo robusto que lo afeminado», aclara Pellicer). Salcedo está tan ocupado con las informaciones eruditas sobre la vida y costumbres del áspid, que olvida decir, como los demás comentaristas, que los primeros versos recrean uno de los más conocidos motivos virgilianos («latet anguis in herba», Églogas, III, 93), con muchos paralelos en las poesías latina, italiana y española (por ejemplo Ovidio, Metamorfosis, XI, 775-776; Dante, Inferno, VII, 84; Petrarca, Canzoniere, xcix, 5-6, o Soledades, I, 743-747). La estructura del primer cuarteto es perfecta, tejida toda ella con una sucesión de contraposiciones: rústica greña frente a regalado seno, intonso frente a peinado, prado frente a jardín, y aun ameno frente a culto (compárense los «amoena virecta» de la Eneida, VI, 638, o el «hortus ... cultissimus» de los Fastos, II, 703). La pareja antitética más lograda es, obviamente, la formada por intonso ('no cortado', como los «intonsi montes» de Virgilio, Églogas, V, 63) y peinado (que también arrastra una acepción latina de comptus, 'compuesto, pulido, cuidado': «estilo, si no métrico, peinado», dice Góngora en un soneto, OC, núm. 233), voces ambas que adquieren todo su valor al verse después referidas figuradamente al rostro de Acis. En efecto, Amor deslíe lo más dulce de su veneno en el vulto ('rostro', nuevo cultismo; véase el v. 257) del joven, y Galatea se acerca un poco más (da otro paso), como si bebiese con sus ojos hasta la última gota de la ponzoña de amor: «galano decir, que se acercó más para enamorarse del todo» (Pellicer). Este pasaje tiene también ilustres antecedentes, y Góngora recuerda, al menos, dos lugares del primer libro de la Eneida: el consejo de Venus a Cupido para que tome la apariencia del bello Ascanio («pueri ... voltus») e infiltre en Dido el veneno del amor (683-688), y el hermoso verso en que «infelix Dido longumque bibebat amorem» (749). XXXVII.A pesar de que se finge dormido, Acis logra escrutar el semblante y penetrar los pensamientos de Galatea; ve, por tanto, más de lo que concede o permite (dispensa) la mínima rendija a que le obliga su sueño vigilante. En la época, brújula valía

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'resquicio, agujero' por traslación de la 'mira de algunas armas de fuego', y los tahúres brujuleaban o miraban por brújula para ver la pinta de los naipes. Góngora usó la expresión en las Soledades (I, 730-731: «un color, que la púrpura que cela / por brújula concede vergonzosa»), en la canción «Corcilla temerosa» (OC, núm. 25, v. 20), en el romance «En los pinares de Júcar» (OC, núm. 151, vv. 27-30) y en algunos lugares más. «Este modo de mirar dormido pinta en Leandro Museo» (Pellicer, que cita una versión latina de Hero y Leandro, 101). La vigilancia y la perspicuidad del mancebo lo hacen comparable a Argos y a un lince. Fue el primero un pastor que tenía el cuerpo lleno de ojos (Panoptes, lo llama parte de la tradición; lo contrario, pues, que Polifemo) y a quien Juno encargó la vigilancia de Io; lo cuenta Ovidio, Metamorfosis, I, 601-723, pero Góngora recordaba también la atención con que Propercio dijo mirar a su amada Cintia (I, iii, 19-20). De modo análogo, el poeta llama a Acis lince, y no tanto por las informaciones de Plinio (XXVIII, 122, entre otros lugares) o el caso del argonauta Linceo (con quien alguna vez lo ha relacionado la etimología; véase Píndaro, Nemeas, X, 62, o Apolonio de Rodas, Argonáuticas, I, 153-157), cuanto por los hábitos de la fraseología castellana (ser un lince, por ejemplo). En definitiva, «tal es la fuerza del amor, que le da al amante perspicacia para que conozca lo interior aunque la persona amada fuera una estatua immoble de bronce o diamante» (Díaz de Rivas). El pareado nos explica el motivo de la visión penetrante o penetradora de Acis con una original imagen bélica cuyo mérito reside en ese fuego dilógico («el amor sabe introducir el fuego de la pasión sin desmantelar los muros exteriores», explica Alonso) y en la alusión al caballo de Troya. «Aunque el paladio-resume A. Carreira-era una estatua de madera que representaba a Atenea o a su amiga Palas, y que fue robada de Troya por Ulises y Diomedes, en época de Góngora se llamó paladión al caballo de madera, repleto de aqueos, que los troyanos, engañados por Sinón, introdujeron en Troya derribando parte del muro, lo que ocasionó la pérdida y el incendio de la ciudad». Vilanova advierte leves similitudes con ciertos pasajes del Leandro de Boscán (vv. 66-69) y de la Gerusalemme Liberata de Tasso (IV, 76). XXXVIII.Cada uno de los versos de la primera semiestrofa, iniciada con una cláusula absoluta, contiene una acción de Acis: tras sacudir el sueño de sus miembros, muestra (ostenta) gallardamente su persona; después se rinde a los pies marfileños de Galatea e intenta besar el dorado coturno que calza. El cultismo ostenta es uno de los más notorios de la obra gongorina y, en consecuencia, uno de los más frecuentemente ridiculizados en las censuras y parodias anticultistas. Por otra parte, «para significar la blancura de los pies de Galatea los compara al marfil, imitando a todos los grandes poetas antiguos que se acordaron dél para describir alguna cosa blanca» (Salcedo, que a su vez se acuerda de Virgilio, Eneida, X, 134-136, y Silio Itálico, XII, 229-231); una versión burlesca del motivo puede leerse en la descripción de los miembros de Tisbe (OC, núm. 317). Terreno abonado para la erudición de los comentaristas fue el término coturno, que, como explica Alonso (resumiendo el capítulo XXIV de la Didascalia Multiplex de don Francisco Fernández de Córdoba, paisano y amigo de Góngora), podía designar «dos calzados distintos: uno alto, propio de la tragedia, y otro bajo, usado por los cazadores y atribuido a las divinidades»; este último es el recordado por don Luis, a la zaga del «puniceo ... coturno» de las Églogas virgilianas, VII, 32, o del «purpureo ... coturno» de la Eneida, I, 337. La pausa central contribuye a destacar el contraste entre el dinamismo narrativo de la primera parte y el remanso retórico la segunda. No parece que los versos 301-303 encierren, como creyó Cuesta, una comparación explícita entre el susto de Galatea (salteada: 'asaltada', palabra que Salcedo considera muy propia «porque saltear vale robar en el campo») y el de un hipotético marinero ante el temporal («menos...», con elisión del segundo término); para ponderar el sobresalto de la ninfa, dice el poeta que 'los males

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previstos dañan menos' (en la línea de las sentencias latinas que recoge Pellicer: Praevisa tela si nocent minus nocent, por ejemplo) y pone como muestra el rayo prevenido y la tormenta prevista, que ofenden o turban menos. Galatea lo sabe bien, pues su sobresalto no fue prevenido, previsto, pronosticado ni, en consecuencia, paliado. La aliteración y, naturalmente, el apóstrofe probatorio añaden efectividad expresiva al endecasílabo que cierra la estrofa. XXXIX.Tanto como la rítmica binaria de esta octava (por parejas de versos que, según opina Alonso, se adecuan «a la escena de paz y ... de amor que describe») llama la atención, una vez más, el contraste entre una semiestrofa de acción y otra de descripción: Galatea se ablanda y el paraje se asemeja a un tálamo. Que Galatea conceda treguas al reposo de Acis no quiere decir que éste pueda seguir reposando, sino lo contrario (comp. v. 17), que el descanso se ha terminado y va a iniciarse la fatiga amorosa, dicho en términos bélicos que nos sitúan en la tradición ilustre de la militia amoris (sobre ella, Ovidio, Amores, I, ix, o Arte de amar, II, 233). Vilanova aduce ejemplos italianos y españoles de la idea de «las paces y treguas en la guerra de amor» y explica adecuadamente el pasaje: «Galatea, más agradable y menos esquiva, levanta al venturoso mancebo entre sus brazos, concediéndole dulce y risueña en la batalla amorosa a que va a entregarse con su amante, no paces al sueño, puesto que no le dejará dormir entre sus brazos, pero sí treguas al reposo, ya que no descanso, sino dulce fatiga alcanzará Acis en la amorosa batalla». Compárese en particular Petrarca (lxxiii, 18; cxxxiv, 1), Boiardo (Amorum libri, II, xc) o el mismo Góngora (OC, núm. 128, v. 9: «dulces guerras de amor y dulces paces»). En la descripción del lugar deleitoso quedan escasas huellas de la fuente ovidiana, donde Galatea se limita a informarnos de que está en los brazos de Acis y escondida bajo una roca («latitans ego rupe»: Metamorfosis, XIII, 786); de la frecuencia con que esos encuentros furtivos tenían lugar en cuevas o parajes similares puede ser testigo el mismo Ovidio en su Ars amatoria, II, 621-624. La amplificatio gongorina se debe en buena medida a la de Luis Carrillo: la ninfa nos cuenta que un día, acompañada de su amado, dio con «una pequeña cueva» donde «hizo el Amor la viva piedra alfombra, / dosel la peña, y del dosel la sombra» (Fábula, V); Góngora perfecciona esa descripción y nos habla de un fresco sitïal (un lecho de hierba: la alfombra de la octava siguiente) que no carecía de dosel (lo cóncavo de una peña) ni de celosías (unas hiedras), elementos que, si bien adornan otros tálamos, epitalamios y lugares amenos (Catulo, lxi, 34-35; Horacio, Epodos, xv, 5-6; Ariosto, Orlando, XXIII, 105-106; Garcilaso, Égloga III, 59-60...), se dirían inspirados por el ejemplo del malogrado Carrillo. En otro orden de cosas, la disposición bimembre se ve también mejorada por la aliteración: «trepando troncos y abrazando piedras» (y en los versos anteriores pueden señalarse otras). XL.Dámaso Alonso ha explicado con modélica exactitud la sintaxis de esta octava: «Su oración principal es una y otra... paloma se caló. A ella antecede un ablativo absoluto: Sobre una alfombra... reclinados. Este ablativo absoluto resulta muy complicado y prolongado: a) por una oración introducida por el enunciativo que, cuyo núcleo es alfombra: 'sobre una alfombra tal (de tal calidad) que el tirio no sabría imitar sus colores'; b) por una adversativa que pende especialmente de en vano ('alfombra que el arte imitara en vano, aunque era obra de la naturaleza'); c) pero esa adversativa era tiene su predicado constituido por dos coordenadas oraciones (hiló y tejió), de relativo ('de todas las sedas que hiló y tejió la Primavera')...». Tan vistosa era la alfombra sobre la que se reclinaron los amantes, que, aunque su tramadora fue la Primavera, el mejor teñidor de Tiro hubiera sido incapaz de imitarla (compárese

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Soledades, I, 614-615: «cubren las que Sidón, telar turquesco / no ha sabido imitar verdes alfombras»); la objeción de Pellicer («erró don Luis en adoptar el oficio de tejer a los tirios») está fuera de lugar, porque Góngora dice que el tirio no sabría imitar los matices, los «colores, no tejiendo, sino tiñendo o pintando» (Cuesta). Las sedas de tal alfombra son hierbas y flores que la Primavera hiló como gusano y tejió como artífice (nuevas construcciones absolutas). Para calibrar debidamente los demás elementos de la escena, téngase en cuenta que el mirto (vv. 211, 239, 242) y la paloma estaban consagrados a Venus («parece que estas aves enseñan a amar», escribe Salcedo): «A un verde arrayán florido / se calaron dos palomas, / blancas señas de que el aire / la madre de Amor corona» (del romance «A un tiempo dejaba el sol», OC, núm. 160, vv. 93-96). En las estrofas siguientes, el ejemplo de las aves incitará a los amantes, como sucede en Propercio, II, xv, 27-28, y compárese también Virgilio, Bucólicas, I, 57-58, y Ovidio, Arte de amar, II, 465-466. Sin embargo, la inspiración de Góngora proviene más directamente, como señaló Vilanova, de las Rime boscherecce de Marino: «Duo della Dea piú bella augei lascivi / sovra un mirto gemean frondoso e spesso». El valor de la construcción lasciva, si ligera está bien explicado por Salcedo: «habiendo dicho lascivas, pondera que eran ligeras, por ser propio de la lascivia entorpecer». La concordancia imperfecta de los versos 318-319 (recuérdese la del v. 89) contribuye, a su modo, a afianzar la unión de la pareja de palomas, al tiempo que calarse («bajar las aves rápidamente sobre algún sitio o cosa determinada», explica Autoridades) es término de cetrería que Góngora usó otras veces en contexto epitalámico: véase la Canción VI, 25, y la cita del párrafo anterior. La metáfora trompas de Amor nos mantiene en el contexto de la militia amoris, aunque el consabido influjo de los lugares clásicos es sustituido ahora por una reminiscencia del Orlando furioso que ya se advierte en el romance «En un pastoral albergue», de 1602 (OC, núm. 132, vv. 97-100): «Non rumor di tamburi o suon di trombe / furon principio all'amoroso assalto, / ma baci ch'imitavan le colombe, / davan segno or di gire, or di far alto» (XXV, lxviii). No se requiere, por tanto, el influjo de Carrillo, propuesto por J. García Soriano y descartado por Alonso. En definitiva, los amorosos gemidos de las palomas alteran los oídos de los protagonistas. XLI.El simbolismo erótico del arrullo de las palomas y otras aves, ya registrado en el comentario a la octava anterior, se adorna ahora con un sintagma que contiene un epíteto de raigambre virgiliana (Églogas, I, 57: «raucae ... palumbes») y una aliteración muy adecuada: ronco arrullo; compárese la canción de 1602 «Vuelas, oh tortolilla»: «Testigo fue a tu amante / aquel vestido tronco / de algún arrullo ronco» (OC, núm. 128, vv. 10-12). En casi toda la octava es notoria la rima rica. Los desvíos de Galatea no se distinguen mucho de la dulce resistencia inicial de otras amadas de la literatura (Horacio, Odas, II, xii, 25-26; Ovidio, Amores, I, v, 15-16; Petrarca, Canzoniere, cccli, 1-4; Ercilla, La Araucana, XXVIII, 13; «es muy propio esto de la modestia virginal», puntualiza Vázquez Siruela, y Andrés Cuesta se acuerda de Melibea), pero tienen, una vez más, la virtud de añadir aciertos conceptuales y retóricos. Pellicer, que opina que «este aplaudir está en Opiano» (porque manejaba la versión latina de Cinegética, I, 353: «oscula blanda vibrant plaudentes vere palumbes»), no advierte que los plaudere y plausitare latinos aducidos por él avalan un sentido que complica el pasaje gongorino-no necesariamente atento a tales estímulos clásicos-y que se refiere al 'batir de alas y pico de las aves'. El texto y su contexto nos plantean, en definitiva, la duda de si el aplauso es de Galatea o de las aves, aunque está muy clara la simetría sintáctica de los vv. 323-324: sujeto y verbo comunes (Galatea limita), complementos directo (los términos / el aplauso) e indirecto (a su audacia [de Acis] / al concento de las aves). Según esto, cabe la posibilidad de que, si los términos ('límites') son los de la audacia

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de Acis, el aplauso que Galatea limita sea el aleteo arrullador que acompaña al canto armonioso (concento) de las palomas; sin embargo, es preferible entender que la ninfa no sólo pone límites al atrevimiento del joven, sino que niega o escatima plácemes (limita el aplauso: 'no quiere dar su aprobación') al concento de las palomas, causa de la excitación de Acis. La segunda semiestrofa encierra, entre perífrasis y metáforas, una transparente alusión mitológica: Acis se parece a Tántalo, condenado a verse rodeado eternamente de agua y alimentos que no podía alcanzar (Homero, Odisea, XI, 582-592; Ovidio, Metamorfosis, IV, 458-459); el valor ejemplar de la fábula, aprovechado desde antiguo (véase solo Horacio, Epodos, XVII, 66, o Sátiras, I, i, 68-69), tuvo tempranas aplicaciones amorosas entre las que destacan Propercio (II, xvii, 5-6), Ovidio (Amores, II, ii, 43-44; Heroidas, XVI, 211-212) y Tibulo (I, iii, 77-78), con ecos abundantes en la poesía del Siglo de Oro, por ejemplo en uno de los mejores sonetos gongorinos de juventud, «La dulce boca que a gustar convida» (OC, núm. 41), inspirado, como en parte esta octava, en un célebre soneto de Torquato Tasso («Quel labbro che le rose han colorito»): «Quasi pomi di Tantalo, le rose [i. e. 'los labios de la amada'] / fansi a l'incontro e s'allontanan poi». «La absoluta originalidad de Góngora proviene de la audaz identificación metafórica de los dos elementos tradicionales del suplicio de Tántalo, el agua que no alcanza para saciar su sed, y la fruta que no puede probar para aplacar el hambre, con los brazos y los senos de Galatea» (Vilanova): los miembros de la ninfa son fugitivo cristal (compárense los vv. 192 y 353), y sus blancos pechos son, con óptima metáfora, pomos de nieve (véase el v. 132). A los recuerdos clásicos se añade el de la Canción IV de Garcilaso: «que es un crudo linaje de tormento / para matar aquel que está sediento / mostralle el agua por que está muriendo» (vv. 94-96). XLII.La escena del beso, la lluvia de flores sobre el tálamo y los preparativos de las dos estrofas anteriores constituyen, a juicio de Alonso, «el pasaje más sensual de toda la poesía española clásica». En cuanto el dios del Amor permite a las palomas juntar sus picos (comparados al rubí por su color), Acis besa con fruición a Galatea. Casi todos los comentaristas recuerdan a este propósito algún beso similar, a menudo con participación de palomas o tórtolas: Ovidio, Amores, II, v, 57-60; II, vi, 56; Claudiano, Fescennina, IV, 21-24, y las citas clásicas de la nota a la estrofa xl. La metáfora clavel por 'boca' era muy usual, y Góngora la mejora extendiéndola a los labios, que son, en buena lógica, dos hojas carmesíes (compárese OC, núm. 281, vv. 41-44: «tan dulce, tan natural, / que abejuela alguna vez / se caló a besar sus labios / en las hojas de un clavel»). En el contexto de esta sensual descripción del beso, el verbo chupar es menos insólito y más elegante de lo que pudiera parecer (recuérdense los labios «de chupar cansados» de Francisco de Aldana), y aquí está relacionado implícitamente, por medio de la metáfora botánica, con la acción de libar (véase Soledades, I, 803-804: «lasciva abeja al virginal acanto / néctar le chupa hibleo»). «Nadie ignora lo hondo de esta metáfora» (Pellicer) y «no se ha dicho cosa ni más honesta ni más gallarda» (Vázquez Siruela); además, el poeta, que se inspiró en una larga tradición avalada otra vez por Ariosto (Orlando furioso, VII, 29), suspende al final de la octava la narración de las acometidas amorosas de Acis a Galatea y «no se pone a pintar torpeza alguna» (Díaz de Rivas, que compara la discreción de Góngora con la de Virgilio al dejar a Dido y Eneas entrando en la cueva de Eneida, IV, 124). Las ciudades Pafo, en Chipre, y Gnido, en la provincia caria del Asia Menor (al Oeste de la actual Turquía), estaban consagradas a Venus; muchos autores antiguos las mencionan por separado, relacionándolas casi siempre con el culto a la diosa del amor (Odisea, VIII, 363; Eneida, X, 51), pero ya Horacio las juntó en sus Odas, I, xxx, 1: «O Venus, regina Cnidi Paphique» (o también Ovidio, Metamorfosis, X, 530-531). Góngora dice vïolas «a lo latino» (Cuesta), y las llama negras como Virgilio, Églogas, X, 39 («et nigrae violae sunt»; compárense

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antes Teócrito, Idilios, X, 28, y después Claudiano, De raptu, II, 128-129), oponiéndolas formal y vistosamente (más que conceptualmente) a los blancos alhelíes. La lluvia de flores sobre el lecho de los amantes era, además de costumbre pagana, motivo muy frecuente en la poesía latina (compárese Estacio, Silvas, I, ii, 19-21; Claudiano, Epithalamium, 296-298, y Carmina minora, xxv, 116-119), y de ella pasó a la italiana y a la española (por ejemplo, Orlando furioso, XLVI, 85; Soledades, I, 797: «flechen mosquetas, nieven azahares»). El significado de tálamo como 'lecho nupcial' era menos corriente entonces que el de 'aposento donde se celebra y consuma la unión de los novios', de modo que Salcedo creyó necesario aducir, etimologías aparte, usos paralelos en Catulo (lxi, 191-193) y en Propercio (I, xv, 17-18). Es de gran interés preceptivo el reproche de Pellicer, que creyó advertir una seria inconsecuencia entre los «agüeros felices» de la que llamó «boda de Acis y Galatea» (mirtos, palomas, serenidad del cielo, lluvia de flores y otros signos de regocijo) y el fin trágico de sus amores; el comentarista recordó el acierto de Virgilio al poner ceremonias luctuosas en el «acto nupcial» de la Eneida, IV, y aun el del mismo Góngora al pintar «agüeros infaustos» en La Tisbe, vv. 289-292: «Dejó la ciudad de Nino, / y al salir, funesto búho / alcándara hizo umbrosa / de un verdinegro aceituno». Para Vázquez Siruela, en cambio, el desenlace, con la metamorfosis de Acis y la inmortalización de su historia, «fue el más feliz que ellos pudieran desear». XLIII.En contraste con la sensual placidez de las octavas precedentes, el poeta comienza ésta con «nuevo y valiente espíritu» (Díaz de Rivas) y nos informa de la llegada del atardecer (Acis y Galatea están juntos desde el mediodía: véase la estrofa xxiv) diciendo que Etón, que aquí representa metonímicamente al Sol, ha alcanzado ya las columnas de Hércules, confín occidental del mundo antiguo. Ovidio nombra en las Metamorfosis a los cuatro caballos que tiraban del carro del Sol («Pyrois et Eous et Aethon, / Solis equi, quartusque Phlegon») y los describe «hinnitibus flammiferis» o «ignibus ... quos ore et naribus efflant» (II, 153-155, 84-85, 118-120). Góngora aporta la sutileza del contraste entre el fuego de los relinchos o vaharadas (compárese Soledades, II, 723-731) y la humedad de las espumas, tenuemente inspirado, quizá, por Claudiano (Panegyricus dictus Probino et Olybrio consulibus, 3-5). Pellicer señaló y exageró un supuesto error de don Luis en el v. 339: «el Hércules tebano o griego no fue el que erigió las colunas en Cádiz, sino el egipcio»; los demás comentaristas antiguos justificaron esa disensión o licencia, en cualquier caso muy relativas, porque muchos de los otros Hércules-hasta 44 cuenta Varrón-son producto de la abundancia y diversificación de las hazañas del héroe principal, el griego (también llamado el tebano por su nacimiento en la ciudad beocia), y tradicionalmente, desde las Nemeas de Píndaro hasta La Araucana de Ercilla (XXVII, 37), pasando por «los moiones de Hercules» de la Primera Crónica General (8 b 13), se atribuye al hijo de Júpiter y Alcmena la erección de las columnas que llevan su nombre. En definitiva, el carro de la luz, al final de su carrera diaria, lava sus ruedas en las aguas del estrecho de Gibraltar, acción que tiene abundantes modelos antiguos entre los que destacan Virgilio (Geórgicas, III, 359: «lauit aequore currum»; compárese Eneida, XI, 913-914), Tibulo (III, iv, 18, aunque hablando de la noche, pero véase II, v, 59-60) y Silio Itálico (XVII, 638-639: «Calpe, Baetisque lavare / Solis equos»). La segunda semiestrofa tiene bastante en cuenta la situación correspondiente de las Metamorfosis, donde Polifemo confiesa que Galatea ya le ha arrebatado su único ojo (el «ferus ... Cyclops» está, pues, ciego de amor) y se sienta sobre un risco prominente (XIII, 774-775 y 778-780; a este último propósito compárese también Teócrito, Idilios, XI, 17-18). Al hablar de la ira del cíclope, dice Carrillo: «Así el cruel de amor y enojo ciego / llenó frente y narices de humo y fuego» (vv. 215-216); en Góngora, el humo y el fuego no son de Polifemo, sino de Etón (también mencionado, sin tales detalles, al principio de la Fábula de Acis y

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Galatea, v. 23), y opino que la influencia ovidiana sobre ambas partes de esta octava hace innecesaria aquí la mediación de Carrillo, propuesta por García Soriano, sostenida por Vilanova y negada por Alonso. El poeta establece una especie de competencia-que supone afinidad-entre el cíclope y la roca: brava puede parecer «impropio epíteto» (Salcedo), pero admite aquí el sentido de «inculta y no domada» (Cuesta)-mejor que el de 'alta'-, porque Polifemo, al sentarse, oprime su cerviz, esto es, la humilla, la domina (téngase en cuenta la expresión bajar la cerviz, corriente en lo antiguo). La octava se cierra con una doble metáfora de la roca, al hilo de la construcción ser con el sentido de 'servir de' (vv. 43-45): por su tamaño y por su privilegiada ubicación, el peñasco hacía las veces de atalaya y de linterna ('faro'), aunque ciega (como el escollo de la Eneida, V, 164-165). La lengua de la época tolera dos sentidos de atalaya: 'lugar prominente para la vigilancia' y 'vigía' (usado en femenino, como otros sustantivos acabados en -a); aunque el segundo sentido deshace la simetría con el carácter no humano de la linterna, conviene a la precedente humanización de la roca (brava y con cerviz) y es el único permitido por el adjetivo muda: la roca es un vigía que no puede avisar de lo que ve. XLIV.Polifemo y Galatea se reparten equitativamente la acción de esta octava: la primera semiestrofa se refiere al cíclope, que, sentado en lo alto del risco costero, separa y domina, como árbitro, los montes y la playa (compárese Soledades, I, 55 y 1061, y hay un arbitraje similar en Horacio, Epístolas, I, xi, 26); desde allí toca la zampoña: el prodigioso fuelle de su boca da aliento a las cañas que la cera agregó ('unió', véanse los vv. 89-90). La ninfa, que está abrazada a su amante Acis, se asusta al oír el sonido de los albogues, y sus dos sentimientos contrapuestos están muy bien expresados en el verso bimembre con quiasmo y lítote que cierra la octava (muerta de amor y de temor no viva). Góngora mejora sustancialmente cierta información, ya citada aquí, de las Metamorfosis (XIII, 786) y hace que la temerosa ninfa desee un apocamiento progresivo, expuesto en el trimembre v. 350: breve flor, hierba humilde y tierra poca. Todo ello está, además, en perfecta correspondencia con las metáforas botánicas vid lasciva (Galatea) y nuevo tronco (Acis), que recogen una de las más conocidas representaciones del amor, la de la vid y el olmo (v. 355, y compárense, además, los lascivos nudos de La Tisbe, v. 304): «este maridaje de las vides con los árboles es celebradísimo de los escritores» (Salcedo). Entre las muchas citas antiguas posibles destaca una de Horacio en que aparecen una «lasciva hedera» y su «novus adulter» (Odas, I, xxxvi, 18-20). XLV.El poeta desarrolla las metáforas de la octava anterior: si la ninfa es una vid, sus brazos son pámpanos ('sarmientos verdes y tiernos'), cristalinos a causa de la sabida blancura de los miembros de Galatea, a quien el amor y el temor (nótese que el v. 354 repite la disposición bimembre del v. 352) mantienen abrazada a Acis, olmo que será despedazado por una segur ('hacha', «un género de instrumento-precisa Salcedo-para cortar los árboles»). El cultismo implicar se inspira en algunos de los loci classici que recrean el motivo del olmo y la vid (véase solo Catulo, lxi, 107: «vitis implicat arbores», porque hay otros muchos casos). El epíteto infelice (con paragoge métrica) y la anticipación del verso 356 desvelan la suerte final del joven: «Aquí le profetiza a Acis la muerte» (Pellicer). Las cavernas y ribazos (términos que requerían, por cierto, las explicaciones de los comentaristas), ya prevenidos por la música horrísona de la zampoña, son luego (es decir 'a continuación, en seguida, al punto') fulminados por la voz del cíclope. La vieja comparación de la voz con un trueno (Díaz de Rivas se remonta hasta el Apocalipsis, 6.1 y 14.2) y el verbo fulminar, relativamente frecuentes en contextos similares, proceden, como señaló

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Díaz de Rivas, de los sonetos polifémicos de Marino: «s'udí cantando fulminar le valli» (soneto XI, y también el XXIV: «parve la voce tuon, fulmine il sasso»). El apelativo Piérides se explica por el nacimiento de las Musas en Pieria (Hesíodo, Teogonía, 53); la petición del poeta («apóstrofe se llama esta figura», apunta Cuesta) tiene también ilustres modelos: los principales son Virgilio, Églogas, VIII, 62-63 («vos ... / dicite Pierides», de donde Garcilaso, égloga I, 236) y Juvenal, IV, 35-36 («Narrate, puellae / Pierides»), pero quizá convenga decir que Teócrito se acuerda de las Piérides al iniciar su idilio sobre el cíclope (XI, 3). XLVI.Las trece estrofas del canto de Polifemo (xlvi-lviii) son las más próximas a las versiones clásicas del mito (Teócrito, Idilios, XI, 19-79, y Ovidio, Metamorfosis, XIII, 789-869) y ocasionalmente se acercan a las de Stigliani y Marino. El talento de Góngora y la variedad de sus fuentes hacen que su versión sea considerablemente más original que la de Carrillo, que fue menos infiel al latín de Ovidio. Como ya señaló Díaz de Rivas, el cíclope dispone muy bien su canto: alabanza de Galatea, catálogo de riquezas y ofrecimiento de dones. Polifemo inicia su alabanza de Galatea con una sucesión de expresiones comparativas (y que en sustancia coincide con la descripción que el poeta dejó escrita en la estrofa xiii). Además de las palabras del cíclope referidas por Teócrito (vv. 19-22) y Ovidio (vv. 789-807), Góngora recordaba la Égloga VII de Virgilio (vv. 37-38: «Nerine Galathea, thymo mihi dulcior Hyblae, / candidior cycnis, hedera formosior alba») y la Égloga III de Garcilaso (vv. 305-398: «Flérida, para mí dulce y sabrosa / más que la fruta del cercado ajeno, / más blanca que la leche y más hermosa / que el prado por abril de flores lleno»). Como Virgilio y Garcilaso, lejos del largo inventario ovidiano, Góngora limita la comparación a tres términos. De ellos, explica Mª R. Lida, «el primero no es de filiación clásica-sólo en España el clavel es flor "literaria"-; el segundo inserta en el esquema del Cíclope el símil de la Égloga VII [de Virgilio], candidior cycnis, que Ovidio había empleado en distinto sentido, pensando en lo muelle del plumaje, y el tercero ha reemplazado el humorismo del original, laudato pavone superbior, por una suntuosa transfiguración estelar muy del gusto de Góngora». En la primera comparación, el cíclope quiere decir seguramente que Galatea es 'más suave que los claveles cortados al amanecer', pues «las flores siempre se cogen antes que salga el sol, ... porque no estando ofendidas de sus rayos, tienen más suave olor» (Salcedo); creo que esta explicación basta, pero quizá el lector prefiera la de Vázquez Siruela: estos claveles «son los que, agravados del peso del rocío, se inclinan y tuercen hacia abajo y tal vez se quiebran». Las dos comparaciones siguientes encierran sendas perífrasis. En la primera se alude al cisne con la mención de sus características más conocidas, profusamente documentadas por los comentaristas: que tiene un plumaje blanquísimo, que canta al morir (dulce muere; recuérdese Garcilaso, Égloga II, 554-559) y que habita en las aguas (nótese el calambur muere ~ mora); como queda dicho, Góngora atiende más al candidior virgiliano que al mollior ovidiano, aunque Pellicer y, tras él, Cuesta dicen que en algunos manuscritos podía leerse blanda. Finalmente, la pompa de Galatea (compárese el v. 115) iguala a la del pavo real, que «es símbolo de mujer hermosa y gallarda» (Salcedo) y adorna su plumaje (manto azul) con tantos ojos como estrellas tiene el firmamento (celestial zafiro). La equivalencia ojos ~ estrellas culmina con la exclamación del último verso (cuya elegancia, afirma Cuesta, «apenas puede explicarse»): a Galatea le bastan sus dos ojos para incluir (cultismo léxico por 'encerrar') las estrellas mejores. Compárense vv. 101-104 y los numerosos textos clásicos, italianos o españoles recogidos por Vilanova. XLVII.

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Polifemo pide a su amada que salga del mar (Teócrito, v. 64-65, y Ovidio, vv. 838-839). Tetis no es aquí la nereida hermana de Galatea, sino la titánide casada con Océano (es decir, madre de Doris y abuela de la ninfa deseada por el cíclope: v. 97), aunque es «figura metonimia» (Salcedo) y vale, sencillamente, por 'el mar' (véase el primer verso de la estrofa siguiente); compárese Virgilio, Égloga IV, 32, o, por poner otro caso gongorino, el Panegírico, v. 104: «... el Betis / los primeros abrazos le da a Tetis». Llamar rubio al coro de las ninfas se aviene con otras descripciones de sus cabelleras, por ejemplo las de Virgilio, Geórgicas, IV, 352, y Garcilaso, Égloga III, 69 (donde aparecen «peinando sus cabellos de oro fino»). La galantería de los vv. 370-372 remite a unas palabras anteriores del narrador (v. 340) y vuelve a situarnos en el anochecer: si el carro de oro del Sol, al acabar el día, niega la luz, Galatea puede restituirla con los dos carros de oro (esto es, soles) de sus ojos (compárese el v. 184). Un concepto similar señala Pellicer en Pontano: «cur non lumina petulosque ocelos / in lucem exeris ac diem reducis?» (Baiarum libri ... a Deyanira). Polifemo acaba pidiendo a Galatea que salga a caminar por la playa. Obsérvese (aparte la musicalidad, principalmente vocálica, que se advierte en los versos 372-374) que la concatenación «pisa la arena, que en la arena...» es análoga de la anterior reiteración conceptual «... Tetis, y el mar...». El blanco pie de la ninfa puede lograr que las conchas plateadas engendren perlas sin necesidad de concebir rocío. Contacto era un cultismo bastante inusual que, según Pellicer, fue sustituido en algunos manuscritos por la «lección adulterada» contagio (compárese Soledades, II, 87-90: «contagio original quizá de aquella / que ... una / venera fue su cuna»). El aserto de Polifemo recoge la creencia antigua, avalada por Plinio, de que la madreperla es fecundada por el rocío. XLVIII.La sordera amorosa y la impasibilidad pétrea de Galatea figuran en la retahíla de fórmulas comparativas con que se inicia el canto del cíclope en las Metamorfosis: «his inmobilior scopulis», «surdior aequoribus» (vv. 801 y 804); Góngora conocía sin duda las mediaciones de Garcilaso en la transmisión del motivo: «¡Oh más dura que el mármol a mis quejas!» (Égloga I, 57, dicho de otra Galatea), «y más sorda a mis quejas que el ruido / embravecido de la mar insana» (Égloga II, 564-565). Otros muchos ejemplos de la poesía italiana y española pueden verse en Vilanova (y añádase la Galatea de Sannazaro, Églogas piscatorias, II, 8-9); por otra parte, a la erudición antigua sobre la sordez del mar se refieren las Soledades, II, 172: «no es sordo el mar (la erudición engaña)». En los cinco versos siguientes, Polifemo «usa la misma disyuntiva que la tradición de los bucolistas, en las dedicatorias, para imaginar la situación de los personajes cantados»; supone a Galatea «o dormida entre corales, o bailando al son de almejas, como Góngora mismo supone al Conde de Niebla, o bien en esta población o ya cazando junto a Huelva (estrofa i, 5-8), como Garcilaso a don Pedro de Toledo: "agora... dado al... gobierno del estado...", "agora de cuidados... y de negocios libre" (Égloga I, 10-17), o como Virgilio a Polión: "seu... iam..., sive..." (Égloga VIII, 6-7)» (Alonso). Con exceso de celo, Pellicer le reprocha aquí (igual que a Ausonio por su Mosela, 69: «rubra corallia nudat») la supuesta o leve imprecisión del epíteto purpúreos. No obstante, Góngora sabía muy bien, al menos por las informaciones de Plinio, que el coral es blanco (o verde claro) bajo el agua y que enrojece fuera de ella. Lo explica uno de sus personajes, el pescador Micón de las Soledades, II, 591-593: «Las siempre desiguales / blancas primero ramas, después rojas, / de árbol que nadante ignoró hojas». Dijo el poeta ciento porque «puso el número finito por el infinito» (Salcedo). Al muy conocido motivo de las ninfas danzantes (enunciado por Teócrito en sus Idilios, XIII, 43-44, y desarrollado por Virgilio en la Eneida, X, 219-224), añade Góngora la locución tejer coros (hoy diríamos 'corros'), que aparece en Herrera (Algunas obras, canción IV, 67-68) y en La Araucana (XI, 31), y que Góngora volvió a usar en las Soledades, I,

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540: «coros tejiendo, voces alternando». El sentido musical de número se documenta fácilmente en latín (Salcedo cita a Virgilio, Églogas, IX, 44-45, y Ovidio, Tristia, IV, i, 5-6). Estas almejas se tocarían a modo de tejoletas, aunque Pellicer, basándose en no muy buenos ejemplos, afirmó que «se tocan con la boca». En la poesía bucólica es frecuente el autobombo de los pastores enamorados, y en el Polifemo gongorino resuena la presunción musical de los de Teócrito (v. 38) y, sobre todo, Stigliani («Poi se dolce la mia Musa...»), aprovechando las posibilidades humorísticas de esa «ingenua confianza del horrible gigante en sus atractivos» (Parker). XLIX.El pastor enamorado orgulloso de sus posesiones es personaje típico de la poesía bucólica (Virgilio, Égloga II, 19-21, y añádanse las referencias de Vilanova). El antecedente más antiguo del inventario de Polifemo, a quien se considera pastor desde la Odisea, es de nuevo Ovidio, con la probable mediación de Luis Carrillo: «Hoc pecus omne meum est; multae quoque uallibus errant, / multas silva tegit, multae stabulantur in antris, / nec, si forte roges, possim tibi dicere, quot sint. / Pauperis est numerare pecus!» ('Este ganado es todo mío; y muchas son las cabras que andan por los valles, muchas las que oculta la selva, muchas las que se recogen en las cuevas; y no podría yo, si acaso me lo preguntaras, decirte cuántas hay; propio de pobres es contar el ganado', vv. 821-824); Carrillo sigue con bastante fidelidad el texto ovidiano («que el contarlo lo tengo por pobreza», dice, por ejemplo), pero usa expresiones que Góngora vuelve a tener en cuenta en la primera de sus hipérboles: «[mis ganados] el campo esconden» (en las Metamorfosis se dice lo contrario: 'la selva oculta muchas cabras'). El cultismo impedir, con el sentido de 'cubrir, cargar, embarazar', no es raro en la obra gongorina: «sienes / aún no impedidas de real corona», «montes ... / de nieves impedidos» (OC, núms. 78, vv. 35-36, y 388, vv. 1-2, o también Soledades, dedicatoria, 5, y I, 992). El orgullo del cíclope está muy bien expresado por el uso la primera persona, pues quienes ocupan los valles, cubren los cerros y secan los ríos son, obviamente, los ganados. Es posible que esta ordenada disposición pretenda distinguir «los géneros de ganados que guardaba Polifemo» (Salcedo), porque las ovejas andan más por los valles, las cabras por los cerros y unas y otras se abrevan en los ríos (Pellicer; Salcedo fuerza un poco las cosas y opina que la última hipérbole se refiere a las vacas). Los caudales extintos de los ríos contrastan con los caudales inagotables de leche y de lágrimas que brotan, respectivamente, de las ubres del ganado y de los ojos del enamorado Polifemo; nótense el uso transitivo de correr y la correlación en tres dualidades: ubres - leche - bienes / ojos - lágrimas - males (Alonso). Con la vista y el oído en Virgilio (Eneida, I, 465), Góngora se apoya de nuevo en Garcilaso para recrear el motivo de los llantos fluviales: «creció de tal manera el dolor mío / ... / que hize de mis lágrimas un río» (Égloga III, 488-490). El plural del verso 390 no se le escapó a Jáuregui: «Este gigante ... no tenía más de un ojo en la cara, de donde el pío lector colegirá cuál otro ojo se le pudo dar aquí por compañero» (Antídoto). Los comentaristas coinciden en defender a Góngora: «Los poetas antiguos explicaban la grandeza de su afecto poniendo el plural por el singular» (Salcedo, con ejemplos); el caso gongorino es, pues, «schema gramático», «modo de exageración para significar grandeza» (Díaz de Rivas, que recuerda otras palabras del cíclope en las Metamorfosis, 846-847: «mea ... corpora») y «licencia» que evita un singular no menos problemático (algo así dice Cuesta, quien, sin embargo, se equivoca al creer «exclamación» el que conjuntivo del penúltimo verso). L.Góngora logra una estrofa extraordinaria («bizarra, galana y dulce», la llama Díaz de Rivas entre exclamaciones) dedicándola enteramente a la abundancia de miel de que

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se jacta el cíclope. Crea o recrea imágenes y detalles varios sobre el melificio, asunto dilecto de algunos poetas antiguos y característico de Virgilio (quien lo desarrolla en las Geórgicas, IV, 158-169, y en la Eneida, I, 430-436). Como escribió hermosamente Dámaso Alonso, «toda esta materia, bella en sí, bella por una bella tradición, merecía una octava». El primer verso (bimembre, como el cuarto y, a su modo, el último) junta dos expresiones, sudar y lambicar, idóneas para su contexto y con equivalentes clásicos: «et durae quercus sudabunt roscida mella» (Virgilio, Églogas, IV, 30), «flavaque de viride stillabant ilice mella» ('rubias mieles goteaban de la encina verdeante', Ovidio, Metamorfosis, I, 112). El sujeto de guardan es senos y el implemento corchos, y la hipérbole ('los escondrijos me guardan más colmenas que flores liba una abeja') se cierra con un verso en que «el quiasmo, la diéresis y la aliteración colaboran ... para producir uno de esos bimembres gongorinos en que la simetría de las dos alas es perfecta, y no sólo por lo que toca a las categorías gramaticales, sino también a lo fonético» (cito de nuevo a Alonso). El verbo libar, posiblemente introducido en la literatura por Góngora (aunque figura ya en el Universal Vocabulario de Alonso de Palencia) y acompañado aquí de otros latinismos notables, es uno de los verbos más característicos de las censuras anticultistas. Polifemo no tiene solo colmenas convenientemente escondidas: también los árboles de mayor tamaño (la encina, por ejemplo, el árbol más recordado a este y otros propósitos, como ya hemos visto, y añádase Horacio, Epodos, XVI, 47: «mella cava manant ex ilice») le ofrecen sus troncos con enjambres. Parece claro que el calambur abril ~ abra tiene en cuenta la etimología del aprilis latino de que se hizo eco Ovidio, Fastos, IV, 89: «Aprilem memorant ab aperto tempore dictum» (y por la misma vía corren los etimologistas Varrón y San Isidoro). Las precisiones cronológicas tienen sentido «porque por el mes de abril se hace la castra y se abren los panales» (Díaz de Rivas) y porque en mayo «están las flores más sazonadas [y] comienzan las abejas su gustosa fatiga» (Salcedo). El feliz maridaje de erudición y pura recreación del mundo natural tiene un perfecto broche metafórico, quizá lo mejor de una octava que, según el airado Juan de Espinosa Medrano, «vale más que todos los versos juntos de Faría y cuantos puede hacer en toda su vida» (Apologético): dice el poeta que la cera de los enjambres es una rueca de oro que hila miel (rayos del sol). LI.Polifemo presume de su linaje aludiendo a su padre, Neptuno, con un apelativo, Júpiter ... de las ondas, similar a los que Plutón recibe de Virgilio, Séneca o Silio Itálico (todos vienen a llamarlo 'Júpiter del Infierno'). Aparte esa y otras circunstancias expresivas, que alejan a Góngora de la fidelidad de Carrillo al texto ovidiano, aquí se sigue lo esencial del esquema de las Metamorfosis, aunque varios detalles de la descripción del cíclope se hayan desplazado, puestos en boca del narrador, a las octavas iniciales. El ofrecimiento a la ninfa de tan ilustre suegro como Neptuno está en Ovidio («hunc tibi do socerum!», v. 855), si bien, como indica Vilanova, debe añadirse «una reminiscencia directa del verso de Stigliani saresti di Nettun pregiata nuora» (Il Polifemo, lv; unas estrofas antes el cíclope del poeta italiano también se declara nacido «del gran Dio del salso mondo»). Aunque lo más corriente es que las pausas fuertes de sentido coincidan con el fin del cuarto verso, parece que la frase condicional no afecta a lo dicho con anterioridad, sino al aserto del v. 405: 'Si tu condición desdeñosa no aguarda a que sea el propio Neptuno quien acuda a abrazarte en su trono de cristal, Polifemo es quien te llama'. Como todo pretendiente seguro de sus gracias, el cíclope pone al sol (Febo) por testigo de que no hay esposo más robusto que él. Tanto vale aquí 'tal, tan grande', como en las Soledades, II, 165 («túmulo tanto») y en otros muchos lugares (OC, núm. 272, v. 6: «pluma tal a tanto rey debida»...). Persiste un leve aroma ovidiano («Adspice, sim quantus!», v. 842), pero el remate gongorino es original. Para afianzar su hipérbole,

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el cíclope menciona dos ríos representativos de dos puntos extremos del mundo, más por su clima, quizá, que por su situación: el Volga, perezoso por el frío y el hielo que lo entorpecen (Vázquez Siruela, prefiere pensar en «las vueltas y círculos que va haciendo») y el Indo, tostado por el sol abrasador de la región oriental (comp. el torrente ... adusto de los vv. 61-62). La lectura Belga, común a varios testimonios y defendida por Salcedo («quiso decir de Oriente a Occidente, significándolo por los extremos de una y otra nación»), empeora la hipérbole y no tolera el epíteto. LII.Polifemo dosifica muy bien su autobombo y pondera ordenadamente su enorme altura, porque esta octava contiene cuatro hipérboles-con dos versos para cada una de ellas-en una gradación creciente que resulta muy adecuada a las distintas posturas del cíclope: sentado (vv. 409-410), de pie (vv. 411-414) y, finalmente, subido a una roca con el brazo levantado (vv. 415-416). En la primera exageración, modesta si se compara con las siguientes, Polifemo se presenta capaz de alcanzar los dátiles (dulce fruto) de la palma, árbol conocido por su altura y «emblema de grandeza» según autoridades humanísticas, patrísticas, clásicas y bíblicas religiosamente inventariadas por Pellicer; sobre la frase no perdona ('no deja en paz'), que aquí puede entenderse simplemente como expresión atenuada de 'alcanza, coge', recuérdese el verso 142 («a sus campañas Ceres no perdona»). La segunda hipérbole está directamente inspirada en Il Polifemo de Stigliani: «e soglio tutte dall' estivo Sole / coprir coll'ombra mia l'accolte gregge». El recuerdo de Stigliani persiste en la segunda semiestrofa, que se inicia con una interrogación, ¿qué mucho?, más propia del lenguaje coloquial que del literario, y no es imposible que don Luis pensara también en el Hércules descrito por Francisco de Aldana: «Tan alto era el jayán, que desde el suelo / en las más altas cumbres se arrimaba, / y el águila cogía pasando a vuelo / si la mano robusta al aire alzaba». A la mente de Góngora vuelven los mismos modelos de la estrofa viii, circunstancia que explica la similitud de sus soluciones expresivas y la indudable ascendencia virgiliana de la última hipérbole: «Ipse arduus, altaque pulsat / sidera» (dicho de Atlas en la Eneida, IV, 248-249). LIII.Un signo conocido de la calma del mar era, según los naturalistas y los poetas antiguos, la presencia del alción anidando sobre las aguas (lo dicen Eliano, Historia de los animales, I, 36 y IX, 17; Plinio, X, 89-91; Teócrito, VII, 57; Ovidio, Metamorfosis, XI, 745-748; Luciano, El alción, II, por no llegarnos hasta San Isidoro, XII, vii, o Juan de Mena, Laberinto, clxxi). El alción del Polifemo está empollando sus huevos sobre una roca que, de acuerdo con el sentido más razonable de eminente (es decir, el puramente latino, como en el verso 49), debe de ser «una peña que sale sobre las aguas» (Díaz de Rivas), aunque también es posible que Góngora se refiera a una roca próxima a la playa. El erudito aragonés Juan Nadal, llevado por una fe ciega en Ovidio (quien coincide con otras fuentes antiguas al decir que los nidos de Alcíone flotan sobre el mar), disintió de Góngora y opinó, en carta a Ustarroz, que roca eminente tendría que ser «apósito» de alción, pero está claro que el verbo coronaba (compárense los vv. 262 y 413) tiene por sujeto al ave semi-fabulosa (identificada en ocasiones con el martín pescador) y por objeto a la roca. Entre los eruditos de la época, llevados por su audacia metafórica, se da alguna vez este voluntarioso y errado gongorismo añadido. Como consecuencia de la calma del mar, Polifemo puede reflejarse y contemplarse en él, igual que le sucede en los Idilios (VI, 35-38, con mención de «mi única pupila») y en las Metamorfosis (XIII, 840-841: «liquidaeque in imagine uidi / nuper aquae», 'hace poco me he visto reflejado en las límpidas aguas'), aunque las palabras gongorinas nos llevan también al Coridón virgiliano: «nec sum adeo informis: nuper me in litore uidi, / cum

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placidum uentis staret mare» ('Y no soy tan feo; hace poco me vi en la playa, cuando el mar estaba calmo de vientos', Bucólicas, II, 25-26). Una vez más, Garcilaso de la Vega (Égloga I, 175-178) hace de sólido eslabón entre el Polifemo y uno de los lugares disputados de Virgilio: «No soy, pues, bien mirado, / tan disforme ni feo, / que aun agora me veo / en esta agua que corre clara y pura». La similitud entre el sol y el ojo único del cíclope quedó establecida al principio de la fábula (vv. 51-52), y ahora logra el poeta una identificación total mediante la sustitución de los términos reales por los metafóricos, alarde poético que adquiere todo su valor gracias a la pertinencia conceptual de la acción del reflejo y a la dubitatio asignada al agua en el pareado: «son dos objetos de la realidad que van a funcionar cada uno de ellos como imagen del otro» (Alonso, con espléndido comentario). Polifemo ve un sol en su frente y un ojo en el cielo; el agua que le sirve de espejo, indecisa (neutra), no sabe a quién dar fe. En las estrofas dedicadas a la autodescripción física del cíclope (li-liii) es notoria-ya lo fue para los comentaristas-la influencia del Polifemo de Tomasso Stigliani, en cuya octava lvi aparecen la identidad ojo = sol y la equiparación del cíclope con el cielo: «ei Polifemo grande, io picciol cielo». No obstante el recuerdo evidente de las fuentes clásicas y modernas y la coincidencia ocasional con otras versiones de la fábula «la maestría de Góngora demuestra cómo es posible alcanzar la máxima originalidad construida sobre estrechos márgenes predeterminados» (M. Romanos), pues la diaporesis y el trueque de atributos hacen más perfecta la estructura bimembre del último verso, cuya violenta sinalefa central-similar, por cierto, a la de Cervantes, Viaje del Parnaso, I, 36: «poeta ilustre, o al menos magnifico»-advirtieron y justificaron Díaz de Rivas (con «licencias» de Virgilio, Petrarca y Camões) y Salcedo: «Cuidadosamente escribe don Luis este verso, que parece largo para significar la duda y suspensión del agua en este juicio». LIV.Tras el inventario de sus gracias físicas, Polifemo quiere informar a Galatea de la mutación de su carácter, y expone su nueva condición amable y hospitalaria-ejemplificada en las cuatro estrofas siguientes con el relato de un naufragio-por contraste con su antigua crueldad. Así como los cazadores tienen por costumbre colgar cabezas de venados o jabalíes, en la cueva de Polifemo colgaban antaño cabezas humanas. Dice Góngora que el venado registra sus años «porque en los cuernos ... se conoce la edad que tiene» (Salcedo, quien no puede dejar de acordarse de Aristóteles y Plinio). En las Bucólicas de Virgilio (VII, 29-30) aparecen juntos, como ofrenda, una cabeza de hirsuto jabalí («saetosi caput ... apri») y los ramosos cuernos de un ciervo de muchos años («ramosa ... uiuacis cornua cerui»), de modo que esos versos se convirtieron en el punto de arranque más ilustre de un motivo que, de camino hacia Góngora, aparece también en Garcilaso (Égloga II, 191-196: «la colmilluda testa...») y en Herrera (Égloga venatoria, vv. 101-104). La «elegante perífrasis» (Cuesta) con que se alude al jabalí contiene una curiosa metáfora del cerro o espinazo (muralla aguda de helvecias picas) que sin duda procede de una comparación ovidiana: «et saetae similes rigidis hastilibus horrent, / stantque uelut uallum, uelut alta hastiliae saetae» ('y se le erizan las cerdas, semejantes a una empalizada, a elevadas jabalinas', Metamorfosis, VIII, 285-286); aunque posiblemente Góngora no precisó de otras sugestiones, Opiano dejó escrito que el cuello del jabalí parece un casco empenachado (Cinegética, III, 369), y hace ya muchos años que E. J. Gates recordó otro caso gongorino (en las décimas «Pintado he visto al amor», OC, núm. 256, vv. 31-34: «Al jabalí en cuyos cerros / se levanta un escuadrón / de cerdas, si ya no son / caladas picas sin hierros») y propuso su relación con Claudiano (Carmina minora, IX [XLV]: De hystrice, vv. 10-12). La mención de helvecias picas fue considerada un anacronismo (como la ligurina haya del v. 442), pues aunque podría argüirse que César (De bello Galico, I, i, 4) y otros autores antiguos hablaron de los helvecios, la fama de los piqueros suizos (los

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arrojados esguízaros) era cosa moderna que pudiera no sonar bien en boca de Polifemo; la más extensa e interesante de las defensas es la de Díaz de Rivas, quien con erudición, buen conocimiento de la poética de su tiempo y ejemplos similares de autores ilustres (Virgilio, Plauto, Ariosto...) minimizó y justificó la licencia de don Luis. Ucronía, pues, mejor que anacronismo-diríamos hoy-, aparte de que el poeta buscaba, más que la fidelidad cronológica, la intemporalidad de la fábula. La crueldad de Polifemo con los navegantes extraviados, conocida por los relatos homéricos y solo levemente aludida en Ovidio (Metamorfosis, XIII, 760-761), se adorna con el macabro detalle de las cabezas colgadas, tomado de un episodio no polifémico en que Virgilio describe la cueva de Caco ('En las puertas altísimas pendían cabezas de humana gente', Eneida, VIII, 196-197; véase también Ovidio, Fastos, I, 557-558). Por obra y gracia de Galatea, la cueva del cíclope, antes desnuda de piedad, es ahora un acogedor albergue. LV.En los cuatro primeros versos, el cíclope narra escuetamente un naufragio: 'una rica nave, cargada con riquezas de Oriente, llegó despedazada a la playa'. Sólo cabe destacar el cultismo grave (que aquí vale por 'cargada', aunque ya hemos visto que puede tener otros sentidos) y el llamativo hipérbaton con que se nos informa de la procedencia y calidad de la mercancía: grave de cuantas riquezas vomitó el Oriente por las bocas del Nilo. Los comentaristas hablan sabiamente del comercio de Egipto con otras regiones orientales u occidentales y se preguntan cuántas son las bocas del Nilo (Salcedo, siguiendo a Plinio, dice que son once, aunque «las principales siete»; Pellicer sentencia que «no son más de cinco»), pero quizá sea más importante notar cómo se vale el poeta de una expresión corriente-boca por 'desembocadura'-para completar el efecto de otra menos usual como vomitó (véase Soledades, I, 22-23, y compárese el complejísimo inicio del poema De la toma de Larache: «De esta, pues, siempre abierta, siempre hiante / y siempre armada boca...»). La segunda semiestrofa nos da una información más detallada que se completa en la octava siguiente (con una continuidad sintáctica que sólo se produce aquí y entre los números xxxiii-xxxv y lvii-lviii): aquel día estaba Polifemo tocando su zampoña. Nótese el nuevo uso de la fórmula A, si no B, donde las opciones no se excluyen, sino que se suman: el instrumento de Polifemo «amansaba el mar y serenaba el viento» (Alonso). Por otra parte, la obvia equiparación con Orfeo, que se entiende, sobre todo, a la luz de Claudiano (De raptu Proserpinae, II, 17-18: «vix auditus erat: venti frenantur et undae»; también Virgilio, Geórgicas, IV, 453-527, u Horacio, Odas, I, XII, 7-12) esconde la ironía de que, a pesar de la presunción del cíclope (que usa las antítesis yugo bien süave y dulcísimas coyundas), sus soplidos fueron probablemente la causa del naufragio. LVI.Los comentaristas coinciden al proponer una fuente para la metáfora globos de agua, también usada en las Soledades, II, 426 («en globos de agua redimir sus focas»): «inhorruit concussus undarum globus» (Séneca, Fedra, 1031; y también Silio Itálico, IV, 440-442); el contexto siciliano de las Geórgicas, I, 473, y de la Eneida, III, 573-574, fuerza a señalar también los globos flammarum virgilianos. La formulación gongorina es, en cualquier caso, más pura que la de su modelo, pues prescinde totalmente del término real, 'olas'. La ligurina haya presenta dos dificultades. Por una parte, el sustantivo es, obviamente, sinécdoque de 'nave', y si resulta menos socorrido que el horaciano leño o el más castizo pino, ambos frecuentados por Góngora (por ejemplo en las Soledades, I, 21, 127, 371, 397, 467; II, 32, 54, 374, 549, 564, 675), detractores y partidarios de don Luis indicaron que el haya «parece árbol inepto para naviar» (Díaz de Rivas, que responde a la objeción con más entusiasmo que Sacedo y

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más tino que Pellicer: la madera de haya, poco recomendable para la fábrica del casco, se usa en las «tablas interiores ... y todo el demás aparato del navío»); la haya 'nave' de las Soledades, II, 45, y la ineludible rima con playa hacen posible, pero no probable ni necesario, el recuerdo, señalado por Vilanova, de una canción de Luis Carrillo: «¡y bien dichoso, si alguna haya / rota concede beses esta playa!» (Canción IV, 59-60). Por otra parte, la mención de una rica nave genovesa (ligurina) constituye un anacronismo similar al del v. 428 y es justificado por los comentaristas de modo parejo (pues, según Pellicer, que se apoya en Escalígero, III, 49, «los poetas pueden alterar los tiempos»); la atención al auge comercial de Génova, próximo a la época del autor y alejadísimo de la del cíclope, nos muestra que «en la imaginación de Góngora ... el mundo contemporáneo se imponía naturalmente a la ficción antigua» (R. Jammes) y que el Polifemo es, en estos y otros detalles, más afín a Os Lusíadas que a la Odisea. El pueblo sabeo habitaba una parte de la llamada Arabia feliz, la región de Saba, famosa por sus esencias y sus especias, aquí reunidas en el cultismo aromas (compárese Soledades, I, 922: «que, cual la Arabia madre ve de aromas / sacros troncos sudar fragantes gomas»). Estrabón, Plinio y Camões se dan la mano, sin saberlo, para proporcionar a Góngora varias noticias curiosas sobre la riqueza y fertilidad de Cambaya (particularmente en Os Lusiadas, X, cvi). A causa del naufragio, las delicias (nuevo cultismo) de Oriente que transportaba la nave son ya trofeo de Escila, el monstruoso ser mitológico que simboliza los peligros del mar y que, transformado, como Caribdis, en peñasco, atemorizaba y diezmaba a cuantos navegantes pasaban por el estrecho de Mesina (empezando por Ulises, Odisea, XII, 73-100; también en la Eneida, III, 420-432, y las Metamorfosis, XIV, 59-74). Las arpías a las que sirvieron de despojo las mercancías depositadas en la playa no son los pérfidos seres alados de la mitología, sino son los ladrones y salteadores isleños de los que ya habló Estrabón, así llamados, sin duda (vuelven a coincidir los comentaristas), a imitación de Marino, quien trató a los corsarios de «harpie del mar, che de l'estreme sponde / venite a depredar le nostre arene». LVII.La gruta de Polifemo sirvió de segunda tabla de salvación (la primera nos la imaginamos semejante a la «breve tabla» de las Soledades, I, 18) a un genovés que, tras reponerse, relata su naufragio. Adviértanse la aspiración de la h en hacienda y la estructura bimembre y correlativa de los vv. 450-451 (y de no pocos de los que siguen). El cíclope le ofreció su fruta (de la que madura entre paja y de la que se cuelga para que alcance sazón, como ya sabemos por las octavas x-xi), y el náufrago, agradecido, obsequió a su huésped con un arco de marfil que aquí aparece cifrado en la metonimia colmillo y la perífrasis del elefante, el animal al que el Ganges vio cargar las torres de madera llenas de soldados (al uso bélico de la India, como se ve en Macabeos 1, 6, 38, o Marco Polo, cxxii-cxxiii, por no citar una vez más a los historiadores griegos y latinos) y deshacer los escuadrones enemigos. LVIII.El náufrago regala, pues, a Polifemo un arco y una aljaba de marfil que antes habían servido de ofrenda de un rey malayo a una deidad java; los comentaristas prefieren entender deidad como 'reina' (según Díaz de Rivas, el poeta la llama así «o porque los amantes veneran como dioses la cosa amada, o porque los reyes son semejantes a Dios en el dar leyes o en el poder»). El detalle del regalo del arco, que nada tiene que ver con Teócrito ni con Ovidio, es imitación directa de Tomasso Stigliani; lo demostró Dámaso Alonso, a quien el «extraño» episodio le parece, por eso, «algo mal desarrollado y no conseguido». Creo que Góngora lo adoptó con la intención de cerrar el canto del cíclope-a pesar de la interrupción de las cabras, más narrativa que formal-con un ofrecimiento muy concreto que no carece de simbolismo, pues el

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mismo cíclope pondera la importancia del don (Galatea, venerada en Sicilia, es afín a la deidad java que lo recibió inicialmente) y destaca sus posibilidades amorosas. A tal propósito, no es impertinente recordar que Galatea ya ha sido equiparada con un carcaj en otro lugar de la Fábula (vv. 243-244). En definitiva, Polifemo quiere que Galatea acepte el regalo, que tome el arco en su mano y cuelgue de su hombro la aljaba; así, la ninfa, que ya es Venus del mar (véase el v. 100), será también Cupido de los montes. LIX.El canto de Polifemo termina abruptamente, y el áspero inicio de esta octava, como observó Díaz de Rivas, «bien significa ... la horrible voz y el grave dolor del gigante, lo cual principalmente causa la multiplicidad de las rr» (con ejemplos clásicos a los que cabe añadir otro muy pertinente del mismo Polifemo, v. 94, y sin olvidar la asonancia de cabras y vagas con la rima de los versos 2º, 4º y 6º). «El verso primero es bimembre: resalta así la diferencia entre lo físico (primera parte, la "horrenda voz") y lo moral (segunda parte, el "dolor interno")» (Alonso); idéntica disposición tiene el verso 467, mejorado por los dos acusativos griegos que lo componen. Dejando a un lado la alusión mitológica, la escena está en relación con un pasaje de la égloga II de las Rimas de Lope: «Dijo, y volviendo la cabeza al soto, / vio las traviesas esparcidas cabras / huir aquí y allí, como sin dueño; / interrumpió su voz el alboroto» (vv. 106-109, en Obras poéticas, p. 176; el subrayado es de Vilanova, que advirtió la imitación gongorina, más verosímil que la del v. 471). Góngora llama sacrílegas a las cabras porque se atreven a hollar con su cuerno las vides, plantas propias del dios Baco. La elaborada y famosa perífrasis de las Soledades, I, 153-160, se asienta en el mismo mito, divulgado por Virgilio y Ovidio (Geórgicas, II, 374-381; Metamorfosis, XV, 114-115, y Fastos, I, 353-360). El muro ... de las hiedras que ocultaba a los amantes es el del verso 311. Entre los numerosos cultismos de esta octava destaca conculcado, recogido en varias censuras anticultistas (entre ellas el Antídoto de Jáuregui, que se refiere a las Soledades, I, 415: «conculcado hasta allí de otro ninguno»). LX.Como en otras ocasiones, la estrofa puede descomponerse en una mitad narrativa y otra descriptiva. De la suavidad de los nudos de amor hablaron tantos poetas antiguos, que no merece la pena dar ejemplos aquí; compárense sólo los vv. 47-48 de la canción de 1600 (OC, núm. 119: «en los dichosos nudos / que en los lazos de amor os dio Himeneo»), y Soledades, I, 761-763 («El lazo de ambos cuellos / entre un lascivo enjambre iba de amores / Himeneo añudando»). La Galatea de Ovidio se sumerge rápidamente en las aguas vecinas («Ast ego uicino paruefacta sub aequore mergor», v. 878); Góngora prescinde de la súplica de Acis a la ninfa (879-881) y retrata a los dos amantes corriendo hacia el mar, sobre guijas y espinas (compárese, por ejemplo, Orlando furioso, VIII, xix, 1, y Garcilaso, canción IV, 9-11) y con pies alados, porque «pedibus timor addidit alas» (Eneida, VIII, 224). Ya ha habido ocasión (vv. 135, 321 y 493) de hablar del cultismo solicitar, que don Luis usa «en varias significaciones ... como los poetas latinos» (Díaz de Rivas, que da ejemplos de Lucrecio, IV, 1196, y Claudiano, Phoenix, 3). Para explicarse mejor, el poeta pone una comparación, presidida por el adverbio tal: Acis y Galatea huyeron como dos liebres sorprendidas por el meseguero. Ha sido corriente entender y puntuar mal, entre comas, el así del v. 479, como si afectase a toda la comparación (para eso está el tal del v. 477) y supusiese un nuevo y violento hipérbaton: 'dirimió así [una] amiga copia de liebres', entiende Alonso. La comparación no requiere más que el tal que la inicia, y este advierbo la ejerce tan suficiente y característicamente, que para encontrar otro ejemplo óptimo nos basta con avanzar diez versos en la misma

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Fábula: «tal, antes que la opaca nube rompa, / previene rayo fulminante trompa» (487-488). En realidad, así afecta al adjetivo amiga, porque Góngora habla de una pareja de liebres tan unida como la que forman Acis y Galatea, es decir, dos liebres igual de abrazadas y enlazadas, dedicadas a la misma actividad y también pilladas in fraganti. Es un uso italianizante conocido en, por ejemplo, Medrano: «una vida ... así preciosa», «con así grave injuria» (ode XIX, 2, y ode XXIII, 23). LXI.Como la propia Galatea cuenta en las Metamorfosis («me videt atque Acin», v. 874), Polifemo ve a los dos amantes: la ninfa se aquí esconde en la metáfora fugitiva nieve («por la blancura y lo helado de su condición», puntualiza Salcedo, que elogia la propiedad de la imagen, pues la nieve desatada corre a los ríos) y Acis es el garzón del v. 485. El paréntesis de los vv. 483-484, que tiene «increíble erudición», según Vázquez Siruela, está para ponderar la vista portentosa del cíclope, a quien Góngora, para preocupación de los demás comentaristas, considera capaz de distinguir los dibujos (campo es aquí la superficie de piel del escudo) de las pequeñas adargas de los guerreros africanos (el líbico desnudo). Díaz de Rivas dice que Polifemo era «ojihundido» (a la luz de la Eneida, III, 635-637, donde, por cierto, se compara el ojo único del monstruo con un escudo, clipeus) y que «los que tienen así la vista es cierto que la tienen más perspicaz», y remite a Aristóteles y Plinio después de poner el caso, referido por Varrón (otra vez según Plinio, VII, 85), «de un Strabo que desde el Lilibeo de Sicilia contaba el número de las naves que surgían del puerto de Cartagena de África, habiendo de una parte a otra la distancia de 127 millas». No menos asombroso es el grito que da el airado cíclope a continuación: es como un trueno (compárese el v. 359) que agita las hayas más antiguas y enraizadas. Con el alarido de Polifemo en las Metamorfosis se había estremecido el Etna («clamore perhorruit Aetne», v. 877), y Ovidio había usado una formulación comparativa similar («tantaque vox, quantam...», v. 876). Para Góngora ese grito presagia el desastrado final de la fábula: de ahí la problemática comparación del pareado, donde el trueno, fulminante trompa (compárense Virgilio, Eneida, VIII, 524-526, y Torquato Tasso, Gerusalemme liberata, IV, 3), es el sujeto de previene y precede, por tanto, al rayo, lo que contraviene nuestra experiencia, pues, aunque son fenómenos simultáneos, «el trueno ... llega más tarde a nuestro oído que a nuestros ojos la luz del rayo» (Salcedo, con la perplejidad de no saber «qué le obligó a don Luis a trocarlo todo»); ya lo explicaron Lucrecio (VI, 164-172) y Plinio (II, 142). No hay duda de que Góngora tuvo en cuenta los hallazgos expresivos de Ovidio (Metamorfosis, II, 311-312) y el ya citado Tasso, aunque la base de su curiosa formulación es una de las «boscarechas» de Marino: «Con questo grido una gran rupe al basso / spinse il fero Ciclope, ebro d'orgoglio, / e'n aventar lo smisurato scoglio / parve la voce tuon, fulmine il sasso». LXII.El hipérbaton del primer verso, con el sustantivo y su adjetivo separados por un verbo, parece querer dar a entender-la impresión es de Alonso-«todo el penoso esfuerzo del cíclope por arrancar la enorme peña». La lógica semejanza con la narración ovidiana no llega hasta donde supone Pellicer, quien defiende la lectura parte (en vez de punta) pensando en el modelo latino: «partemque e monte revulsam» (882; un verso después es el «extremus» del peñasco el que alcanza a Acis). Acis muere aplastado por la roca, que le sirve, pues, de túmulo o monumento funerario. Merece la pena volver a las palabras de Alonso: el verso 492 debe entenderse «partiendo de la contraposición, en tamaño, de urna (las urnas son pequeñas) y pirámide (las pirámides de Egipto son enormes). Tan grande es la piedra que, aplastándole, le sepulta, que si la llamamos urna, hay que decir que es una urna

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muy grande, y si la llamamos pirámide, hay que decir que no era pirámide pequeña. El contraste de urna y pirámide resulta subrayado por la lítote o atenuación, mucha - no poca. Y el verso queda así bimembre perfecto». En este contexto, solicitar e invocar tienen sentidos afines, pero presentan una diferencia de matiz: la petición de Galatea es más efectiva que la invocación de Acis. Góngora conserva así lo esencial del pasaje ovidiano, aunque invierta el orden narrativo del modelo: súplica de Acis a sus padres y a la propia Galatea (vv. 879-881) e intercesión de la ninfa (vv. 885-886). La misma concisión caracteriza a los vv. 495-496, que, enlazados por otro violento hipérbaton, dan la versión más escueta posible de la metamorfosis, amplificada en la octava final (pero en cualquier caso muy lejos del pormenor y de las precisiones cromáticas de Ovidio, vv. 887-897): la sangre de Acis se convierte en agua (cristal). LXIII.La rápida conclusión del relato tiene su correspondencia sintáctica en la construcción apenas ... que, cuya forma forma más corriente era y es apenas ... cuando: en cuanto los miembros de Acis fueron aplastados (opresos: nuevo cultismo) por la roca fatal (el adjetivo tiene que ver con el Hado, como ya se ocuparon de puntualizar los comentaristas), el agua (líquido aljófar; compárese el v. 188) que sale de sus venas alcanza y rodea los pies de los árboles y, en consecuencia, los calza. Algunos detalles de esta descripción pudieran derivar del recuerdo de dos autores bien conocidos por Góngora, Séneca (Fedra, 1093-1096, sobre la muerte de Hipólito) y Silio Itálico (en V, 300-301, describe un aplastamiento similar y en XIV, 221-226, alude al fin de la historia de Acis). Tres de los cuatro versos de la segunda semiestrofa (501, 502 y 504) son bimembres, de modo que la Fábula se cierra deliberada y notoriamente con uno de sus recursos formales más característicos: el primero resume la transformación de Acis en río mediante el salto de un término real y metonímico, blancos huesos, a otro metafórico, corriente plata; el segundo describe el paso del agua por el campo o la incipiente ribera (sobre argentar véase el comentario al v. 26), y el último da cuenta del triunfo consolador del mancebo tras la metamorfosis y certifica la doble faz de la mención de Doris en el verso precedente (madre de Galatea y metonimia por 'el mar': véase el v. 97 y compárese con Tetis, en el 370), pues la esposa de Nereo saluda y aclama a Acis en su doble condición de yerno y río.

Última actualitzación 18-04-2010

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