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Los Cuadernos Etnográficos COLON Y LOS CABES Alberto Cardín Calibán es un anagrama ado por Shakespeare a partir de «caníbal» -expresión que en el sentido de antropógo había empleado ya en otras obras como La tercera parte del rey Enrique IV y Otelo-, y este término a su vez proviene de «caribe». FDEZ. RETAMAR, Ca!ibán A pesar de la certeza de que en la Anti- güedad hubieran existido andrógos o antropógos, puesto que así lo decía Heródoto, y lo confirmaba Isidoro, y a pesar de las afirmaciones de Polo y Mandeville de que en otras partes de la tierra existían tam- bién en aquel mismo momento, devoradores de carne humana (1), los europeos no tenían expe- riencia directa de tan peligrosos seres humanos (si tal podía decirse de quienes, desde los grie- gos, estaban en los bordes mismos de la bestiali- dad), es decir, no habían tenido contacto directo con ellos, y no podían representarse su figura, a pesar de las ayudas que determinadas ilustracio- nes de los bestiarios pudieran proporcionarles. Y ello debido a que el conocimiento en la E. M. tenía sobre todo un carácter auditivo, entraba per auriculas, y no per oculos como impondrá el estilo observacional iniciado con el Renacimien- to (2). Polo había inaugurado una cierta tradición observacional, cargada aún de elementos medie- vales, como no podía ser menos, en la que lo visto por el autor, cargado de protestas de vera- cidad testimonial (3), se mezcla con todo tipo de noticias curiosas, aceptadas sin crítica y tanto más creíbles cuanto más enormes y disparata- das, siendo la cia de su credibilidad, como en Herodoto, la ialdad de su descripción (4). De su ejemplo ndacional, surgirían todos los libros de mirabia bomedievales, escritos por autores con experiencia viajera real, pero mucho más ntasiosos en general que el muy moderado Polo, hasta el punto de ser el más leí- do y representativo de todos precisamente el de un autor que había viajado poco si es que algo, sir John Mandeville (5), cuyo éxito consistió precisamente en ser «un 'concentrado' de mira- bilia» (6). Colón aparece como inevitable heredero de esta tradición, a la que aporta, como señala Kap- pler «un raro grado de complejidad» (7), ya que si, por un lado, es cierto que se deja guiar en su intento de comprender la novedad de lo que ve 110 por modelos ya conocidos, no es cierto, como dice Todorov que lo que «oye» sea sencillamen- te «un resumen de los libros de Marco Polo y Pedro de Ailly (8), sino que hay un claro intento por su parte de integrar lo «visto» con lo «sabi- do». Por otro lado, sus descripciones de paises y realidades sociales hasta entonces insospecha- dos, no sólo se hacen sin las acostumbradas pro- testas de veracidad, sino que son de una escu- ra y derechura realmente inhabituales en su · época, lo que da a su diario un aire inaudita- mente moderno, que servirá de ejemplo a ulte- riores cronistas, inaugurando ese todo de realis- mo veraz y desinhibido, sin paralelo en la litera- tura de la época, que caracterizará a las llamadas «crónicas de Indias». Es por ello totalmente injusto Todorov cuan- do acusa a Colón de «parodia etnográfica» y de- lirio interpretativo (9), ya que el Almirante no hace otra cosa, precisamente en el papel de her- meneuta que Todorov le atribuye, sino intentar comprender lo nuevo a partir de los modelos in- terpretativos de que dispone, actitud metodoló- gica tan legítima como habitual en cualquier es- tudio etnográfico. Sobre todo porque es la única posible. Que, debido a la limitación de los modelos et- nológico y lingüísticos disponibles en la época, Colón se empeñara en entender más lo sabido que lo nuevo que lo desbordaba, y que el uto de ello era la acuñación de toda una serie de malentendidos, que persistieron a lo largo de to- da la colonización española, y aún perviven hoy, es cuestión que tiene que ver, no ya con los límites históricos del conocimiento, sino con las constricciones y obstáculos que impone, sincró- nicamente y en cualquier época, la comprensión entre culturas, más probablemente inclinada a la producción de equívocos («productivos» o no (10)), que de traducciones adecuadas y respe- tuosas: hoy mismo la antropología sigue someti- da a ese mismo síndrome, que es el que intenta comprenderse bajo el nombre de «Ecto Ras- homón» (11). La rma como, tanto en el caso de las Ama- zonas (12), cuanto en el del canibalismo -dos ntasmas culturalmente cruciales gestados en la inicial experiencia colombina, y ulteriormente sometidos a múltiples avatares, vemos a Colón debatirse entre el asombro interrogador que le impone lo novedoso, y la necesidad de reducirlo a lo conocido para poder manejarlo, entre su desprejuiciada predisposición inicial y el inme- diato intento de zanjar la duda, reconduciendo lo insólito a lo sólito, entre l a perplejidad que desatan en él las nuevas lenguas que escucha y su ulterior seguridad de que cuanto oye es soni- do conocido, reducible a una de las varias len- guas que maneja: el resultado de todo este cú- mulo de perplejidades y delirios paranoides no es un proceso lineal y puramente proyectivo, si- no una deriva compleja y zigzagueante, hecha de continuos tria & errors, en la que, si final-

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Los Cuadernos Etnográficos

COLON Y LOS

CARIBES

Alberto Cardín

Calibán es un anagrama forjado por Shakespeare a partir de «caníbal» -expresión que en el sentido de antropófago había empleado ya en otras obras como La tercera parte del rey Enrique IV y Otelo-, y este término a su vez proviene de «caribe».

FDEZ. RETAMAR, Ca!ibán

Apesar de la certeza de que en la Anti­güedad hubieran existido andrófagos o antropófagos, puesto que así lo decía Heródoto, y lo confirmaba Isidoro, y a

pesar de las afirmaciones de Polo y Mandeville de que en otras partes de la tierra existían tam­bién en aquel mismo momento, devoradores de carne humana (1), los europeos no tenían expe­riencia directa de tan peligrosos seres humanos (si tal podía decirse de quienes, desde los grie­gos, estaban en los bordes mismos de la bestiali­dad), es decir, no habían tenido contacto directo con ellos, y no podían representarse su figura, a pesar de las ayudas que determinadas ilustracio­nes de los bestiarios pudieran proporcionarles. Y ello debido a que el conocimiento en la E. M. tenía sobre todo un carácter auditivo, entraba per auriculas, y no per oculos como impondrá el estilo observacional iniciado con el Renacimien­to (2).

Polo había inaugurado una cierta tradición observacional, cargada aún de elementos medie­vales, como no podía ser menos, en la que lo visto por el autor, cargado de protestas de vera­cidad testimonial (3), se mezcla con todo tipo de noticias curiosas, aceptadas sin crítica y tanto más creíbles cuanto más enormes y disparata­das, siendo la cifra de su credibilidad, como en Herodoto, la frialdad de su descripción ( 4).

De su ejemplo fundacional, surgirían todos los libros de mirabi!Ua bajomedievales, escritos por autores con experiencia viajera real, pero mucho más fantasiosos en general que el muy moderado Polo, hasta el punto de ser el más leí­do y representativo de todos precisamente el de un autor que había viajado poco si es que algo, sir John Mandeville (5), cuyo éxito consistió precisamente en ser «un 'concentrado' de mira­bilia» (6).

Colón aparece como inevitable heredero de esta tradición, a la que aporta, como señala Kap­pler «un raro grado de complejidad» (7), ya que si, por un lado, es cierto que se deja guiar en su intento de comprender la novedad de lo que ve

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por modelos ya conocidos, no es cierto, como dice Todorov que lo que «oye» sea sencillamen­te «un resumen de los libros de Marco Polo y Pedro de Ailly (8), sino que hay un claro intento por su parte de integrar lo «visto» con lo «sabi­do». Por otro lado, sus descripciones de paisajes y realidades sociales hasta entonces insospecha­dos, no sólo se hacen sin las acostumbradas pro­testas de veracidad, sino que son de una frescu­ra y derechura realmente inhabituales en su

· época, lo que da a su diario un aire inaudita­mente moderno, que servirá de ejemplo a ulte­riores cronistas, inaugurando ese todo de realis­mo veraz y desinhibido, sin paralelo en la litera­tura de la época, que caracterizará a las llamadas «crónicas de Indias».

Es por ello totalmente injusto Todorov cuan­do acusa a Colón de «parodia etnográfica» y de­lirio interpretativo (9), ya que el Almirante no hace otra cosa, precisamente en el papel de her­meneuta que Todorov le atribuye, sino intentar comprender lo nuevo a partir de los modelos in­terpretativos de que dispone, actitud metodoló­gica tan legítima como habitual en cualquier es­tudio etnográfico. Sobre todo porque es la única posible.

Que, debido a la limitación de los modelos et­nológico y lingüísticos disponibles en la época, Colón se empeñara en entender más lo sabido que lo nuevo que lo desbordaba, y que el fruto de ello fuera la acuñación de toda una serie de malentendidos, que persistieron a lo largo de to­da la colonización española, y aún perviven hoy, es cuestión que tiene que ver, no ya con los límites históricos del conocimiento, sino con las constricciones y obstáculos que impone, sincró­nicamente y en cualquier época, la comprensión entre culturas, más probablemente inclinada a la producción de equívocos («productivos» o no (10)), que de traducciones adecuadas y respe­tuosas: hoy mismo la antropología sigue someti­da a ese mismo síndrome, que es el que intenta comprenderse bajo el nombre de «Efecto Ras­homón» (11).

La forma como, tanto en el caso de las Ama­zonas (12), cuanto en el del canibalismo -dos fantasmas culturalmente cruciales gestados en la inicial experiencia colombina, y ulteriormente sometidos a múltiples avatares, vemos a Colón debatirse entre el asombro interrogador que le impone lo novedoso, y la necesidad de reducirlo a lo conocido para poder manejarlo, entre su desprejuiciada predisposición inicial y el inme­diato intento de zanjar la duda, reconduciendo lo insólito a lo sólito, entre la perplejidad que desatan en él las nuevas lenguas que escucha y su ulterior seguridad de que cuanto oye es soni­do conocido, reducible a una de las varias len­guas que maneja: el resultado de todo este cú­mulo de perplejidades y delirios paranoides no es un proceso lineal y puramente proyectivo, si­no una deriva compleja y zigzagueante, hecha de continuos trials & errors, en la que, si final-

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mente triunfan las ideas preconcebidas, es por­que resultan ser las más eficaces para sujetar un material que, de otro modo, acabaría escurrién­dosele al intérprete de las manos. Aunque no es menos cierto que la tensión entre lo nuevo y lo viejo, lo conocido y lo desconocido, es constan­te. Como también que en la victoria de los con­ceptos prejuiciales tiene no poca parte la conver­gencia con determinados fantasmas indígenas.

Estos fantasmas, en el caso del canibalismo, son los de los primeros indígenas con que Colón se encuentra, los arawak o taínos, los indios «buenos», como a sí mismo se denominan (13), cuya mansedumbre alaba Colón desde el primer momento (14).

Ya desde su primer contacto con dichos in­dios, y antes siquiera de saber el nombre que daban sus asaltantes, oye hablar Colón de los in­dios malvados, a los que, en una inevitable mez­cla de mala traducción (15) y regurgitación de la caracterización que los caníbales tienen en Polo (16), hace aparecer con características mons­truosas. Dice el diario:

Entendió también que lexos de allí avía hombres de un ojo y otros con hocicos de perros que comían hombres, y que en to­mando uno lo degollaban y le cortaban la natura (17).

Lo que Anglería, con una visión interpretativa posterior, refiere de la siguiente manera, con su peculiar tono «periodístico»:

Adquireron noticias de que no lejos de aquellas islas, había otras de ciertos hom­bres feroces que comen carne humana, y contaron después que ésta era la causa de que tan temerosos huyeran de los nuestros cuando se acercaron a sus tierras, pensando que serían caníbales; así llaman a aquellos feroces o caribes» (18).

Sólo que entonces el nombre aún no lo cono­cía Colón, y no aparecerá en el Diario hasta casi un mes después de haber tocado por primera vez la costa de Juana, o Cuba, según reza la en­trada del 23 de noviembre:

Y sobre este cabo encabalga otra tierra o ca­bo que va también al Leste, a quien aque­llos indios que llevaba llamaban Bohío (19), la cual dezían que era muy grande y que avía en ella gente que tenía un ojo en la frente, yotros que sellamaban caníbales, a quien mostravan tenergran miedo, y deque vieron que lleva este camino, dizque ni po­dían hablar, porque los comían y que son gente muy armada. El Almirante dize que bien creeque avía algo de ello, más que, pues eran armados, serían gente de razón y creía que avrían captivado algunos y que,

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porque no bolvían a sus tierras, dirían que­los comían. Lo mismo creían de los cristia­nos y del Almirante, al principio que algu­nos los vieron (20).

Trozo precioso, cargado, en casi igual medida, de eructos interpretativos y apreciaciones rigu­rosamente racionalistas, donde junto con los ci­nocéfalos medievales hay un intento de evalua­ción occamista de lo que ocurre con las expedi­ciones caníbales, sin eliminar la posibilidad de que «algo de ello hubiera», pero aduciendo con no menor ecuanimidad que también a ellos los habían creído caníbales, sólo por el hecho de ser extraños.

En esta misma mezcla de racionalismo y re­miniscencia de las mirabilia medievales insiste poco más allá, en la entrada del 26 de noviem­bre, cuando dice:

Toda la gente que hasta oy a hallado diz que tiene grandísimo temor de los caniba o canima y dizen que biven en esta isla de Bohío (21).

Lo que Colón explica, añadiendo esta vez a la explicación puramente racionalista, elementos tomados de su personal deseo y del modelo car­tográfico que está empeñado en imponer (por error de cálculo y no por error de traducción, como quiere Todorov (22)) a la geografia que recorre:

Los cuales, diz que después que le vieron tomar la vuelta d'esta tierra no podían ha­blar, temiendo que los avían de comer, y no les podía quitar el temor, y dezían que no tenían sino un ojo y la cara de perro; y creía el Almirante que mentían, y sentía el Almi­rante que devían de ser del señorío del Gran Can que los captibavan (23).

En esta idea insiste tres semanas más tarde, según va aproximándose al extremo SE de Cu­ba, cercano al Paso de los Vientos que separa es­ta isla de la que los indios conocían como Bo­hío. Y su insistencia se funda en que cree haber entendido a los indígenas que la tal isla «era mayor que Juana, a que llaman Cuba, y que no está cercada de agua, y parece dar a entender ser tierra firme»: o sea, Cathay. Por eso dice:

Torno a dezir como otras vezes dixe que Caniba no es otra cosa sino la gente del Gran Can, que deve ser aquí muy vezino; y tenrá navíos, y vernán a captivarlos, y como no buelven, creen que se los han comido (24).

Y aquí tal vez sí, el primado del wishful thin­king que Todorov atribuye a Colón (25) encuen­tra una clara plasmación, pues cree ciertamente haber recibido todo cuanto él mismo va cocien­do en su compleja marmita interpretativa de la­bios de los mismos taínos, pues ha llegado al

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convencimiento de que «cada día entendemos más a estos indios y ellos a nosotros, puesto que mu­chas veces hayan entendido uno por otro» (26).

Cuando casi exactamente un mes después, el 13 de diciembre, y tras una cierta familiarización con la costa de Hait� ve que Bohío no parece ser la costa de Cathay, empieza a pensar que tal vez las ideas de los taínos sobre los caribes no eran tan equivocadas. Y, habiendo encontrado un in­dio más pintado de lo que acostrumbraba haber visto entre los otros taínos (un ciguayo, anota Las Casas (27)), lo que clasifica ya como caribe, claramente fundado en los informes de los taí­nos de Cuba, que consideraban tales a sus veci­nos de Haití:

Hallaron a ciertos hombres con arcos y fle­chas, con los cuales se pararon a hablar, y les compraron dos arcos y muchas flechas y rogaron a uno d'ellos que fuese a hablar al Almirante a la carabela, y vino. El cual diz que era muy disforme en el acatadura más que los otros que oviese visto: tenía el ros­tro todo tiznado de carbón, puesto que en todas partes se acostumbran de se teñir de diversas colores; traía todos los cabellos muy largos y encogidos y atados atrás, y después puestos en una redezilla de plumas de papagayos, y él así desnudo como los otros. Juzgó el Almirante que devía ser de los caribes que comen a los hombres, y que aquel golfo que ayer avía visto que azía apartamiento de tierra y que sería isla por sí. Preguntóle por los caribes, y señaló al Leste (28).

Siempre los vecinos como caníbales, y siem­pre la dirección del Este, de donde venían las expediciones caribes, es decir, de las Antillas Menores, donde llevaban ya algún tiempo asen­tados, como podrá comprobar el Almirante en el segundo viaje. Por ahora su conclusión sobre los caribes es que

en las islas pasadas estaban con gran temor de Carib, y en algunas le llamaban Caniba, (29), pero en la española Carib; y que debe ser gente arriscada, pues andan por todas estas islas, y comen la gente que pueden aver; (30).

Todo lo que del primer viaje saca en limpio sobre los caribes se lo resume en su carta a San­tángel, escrita como resumen a su principal vale­dor de cuanto ha visto:

Así que monstruos no he hallado ni noticia, salvo de una isla que es Carib, la segunda a la entrada de Indias, que es poblada de una gente que tienen en todas las islas por muy feroces, los cuales comen carne umana. Es­tos tienen muchas canuas con las que co-

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rren todas las islas de India, roban y toman cuanto pueden. Ellos no son más disformes que los otros, salvo que tienen en costum­bre de traer los cabellos largos como muge­res, y usan arcos y flechas de las mismas ar­mas de cañas con un palillo al cabo por de­fecto de fierro, que no tienen. Son ferozes entre estos pueblos que son en demasiado grado covardes, más yo no los tengo en na­da más que a los otros (31).

Pedro Mártir, en cambio, que escribe con la ventaja que le da la perspectiva del tiempo, des­cribe, ya en el capítulo de la Primera Década re­ferido al primer viaje, a los caníbales con todo lujo de detalles:

Los pacíficos insulares se quejan de que los caníbales asaltan perpetuamente sus islas para robarlos con continuas acometidas ... A los niños que cogen, los castran como no­sotros a los pollos o cerdillos que queremos criar más gordos y tiernos para comerlos; cuando se han hecho grandes y gordos, se los comen; pero a los de edad madura, cuando caen en susmanos, los matan y los parten; los intestinos y las extremidades de los miembros se las comen frescas, y los miembros los guardan para otro tiempo, sa- -lados, como los perniles de cerdo. El co­merse las mujeres es entre ellos ilícito y obsceno; pero si cogen algunas jóvenes las cuidan y conservan para la procreación, no de otra manera como nosotros las gallinas, ovejas, terneras y demás animales ... Lo mis-mo los varones que las mujeres de las islas que ya podemos llamar nuestras, cuando advierten que vienen los caníbales, no en­cuentran más salvación que en la fuga. Aunque usan saetas de caña muy agudas, ► saben, sin embargo, que les aprovechan po-co para reprimir la violencia y furor de los caníbales, pues confiesan todos, los indíge-nas que en la lucha diez caribes vencerían fácil­mente a ciento de ellos (32).

Encontramos ya aquí la iconografía completa del caníbal, pero no será sino hasta después del segundo viaje cuando esta imagen reciba los ras­gos definitivos que aún faltan al retrato vacilan­te y de segunda mano del Colón de 1492.

El 25 de setiembre del 93, sale, esta vez de Cádiz, para América una segunda expedición que, como dice Chaunu, se aparta ya radical­mente del modelo portugués de largos tanteos: «se pasa, sin transiciones, del descubrimiento a la explotación» (33). Son diecisiete naves y 1.500 personas, que llegan en un tiempo récord a las Antillas Menores. El 3 de noviembre tocan Do­minica, e inmediatamente Marigalante, que consideran deshabitadas, y no se detienen. De­sembarcan, en cambio, en la frondosa Guadalu­pe, donde por primera vez entran en contacto

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con lo que Anglería llama «obscenos caníbales» (34). No entran, sin embargo en contacto directo con ellos. Todo lo que saben les viene por indi­cios, y por los detalles que les dan los taínos que encuentran allí prisioneros (que están vivos, y andan al parecer libremente por la isla), quienes, según cuenta el Dr. Chanca, principal cronista de los hechos, puesto que no hay diario de este segundo viaje por mano de Colón:

después que entendieron que nosotros abo­rrecíamos tal gente por su mal uso de co­mer carne de hombres, holgaban mucho, y si de nuevo traían alguna muger o ombre de los caribes, secretamente dezían que eran caribes, que allí donde estaban todos en nuestro poder mostraban temor d'ellos como gente sojuzgada; y de allí cono9imos cuáles eran caribes de las mugeres e cuales no, porque las caribes traian en las piernas en cada una dos argollas de algodón, la una junto a la rodilla, la otra junto con los tovi­llos, de manera que les hazen las pantorri­llas grandes e de los sobredichos lugar es muy ceñidas, que ésto me parece que tie­nen ellos por cosa muy gentil; e ansí por es­ta diferencia cono9emos los unos de los otros (35).

Son, pues, los informantes taínos (mujeres principalmente y algún mancebo) los que les proporcionan detalles sobre los caribes, y les en­señan a distinguir a las mujeres que se camuflan entre ellas, ya que varones no hay. A pesar de su reconocido valor, no les presentan frente.

Afortunadamente, las evidencias circunstan­ciales vienen a confirmarles lo que las taínas pri­sioneras les cuentan (que es casi al pie de la le­tra la descripción que hemos leído en Anglería (36)). Y así, además de «un pescue90 de un om­bre» que dijeron hallar en una olla, que encon­traron «cuatro o cinco huesos de bra9os e pier­nas de ombres». lPara qué más?: «Luego que aquéllo vimos, sospechamos que aquellas islas heran las de Caribe, que son abitadas de gente que come carne humana» (37).

Pedro Mártir completa, como siempre a pos­teriori, el cuadro, y omite curiosamente el deta­lle del pescuezo asado:

Entrados en las casas, echaron de ver que tenían vasijas de barro de toda clase: jarros, orzas, cántaros y otras cosas así, no muy di­ferentes de las nuestras, y en sus cocinas carnes humanas cocidas con carnes de pa­pagayo y de pato, y otras puestas en los asa­dores para asarlas, rebuscando en lo interior y los escondrijos de las casas, se reconoció que guardaba cada uno con sumo cuidado los huesos de las tibias y los brazos huma­nos para hacer puntas de saetas, pues las fa­brican de hueso porque no tienen hierro. Los demás huesos, cuando se han comido

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la carne, los tiran. Hallaron también la ca­beza de un joven recién matado colgada de un palo, con la sangre aún húmeda (38).

Increíble perspicacia culinaria, la de estos ex­ploradores que hurgando en las marmitas eran capaces de distinguir las diferentes carnes del guiso, y sobre todo la humana, sin haberla gus­tado. Otro tanto cabe decir de sus observaciones sobre la función de las tibias, y el por qué de tanta guarda misteriosa, sólo para hacer flechas de ellas.

El P. Las Casas, con su habitual espíritu de contradicción, da una explicación más razo­nable:

Vieron muchas cabezas de hombres colga­das y restos de huesos humanos. Debían ser de señores o personas que ellos ama­ban, porque decir que eran de los que co­mían, no es cosa probable; la razón es por­que si ellos comían tantos como dicen algu­nos, no cupieran en las casas los huesos y cabezas y parece que después de comidos no había para qué guardar las cabezas y huesos por reliquias, si quizás no fuesen de algunos de sus muy capitales enemigos, y todo estos es adevinar (39).

Los argumentos exculpatorios de Las Casas sirvieron de poco. El afianzamiento de la ima­gen del caníbal a partir de este primer encuentro indirecto con los verdaderos caribes, se afianza­rá de tal modo, mediante la resurreción de pre­juicios anteriores y confirmado por los informes de los taínos (seguramente sometidos en parte al síndrome de «Hans el listo» ( 40)), es tan fuer­te que a otro de los cronistas del segundo viaje, mucho menos preciso que Chanca, pero testigo visual al fin y al cabo, lo vemos mezclar los da­tos recogidos sobre el terreno acerca de los cari­bes con noticias ucrónicamente tomadas de Plinio:

El pueblo es muy feroz y muy sufridor de traba­jos; poco antes dijimos que guerrea contra los indios muelles. Aquí lo atestigua Pedro Marga­rite, un español digno de todo crédito, que ha­bía marchado a Oriente con el Prefecto atraído por el señuelo de ver nuestras tierras, que con­templó con sus propios ojos como se tostaba sobre la brasa viva a varios indios ensartados en asadores para solaz de la gula, mientras yacían en tomo montones de cadáveres ... Nadie pien­se que se trata de palabras vanas, ya que en es­tas costas leemos que viven los «nisitas, etíopes marítimos y los nicasitas, que quiere decir «hombres de tres y cuatro ojos», no porque sea así, sino porque a causa del tiro de flecha po­seen una vista agudísima (41).

Viene a continuación de este péle-méle informa­tivo una repetición casi al pie de la letra de los detalles sobre el campamento de niños, la devo-

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ración «satumiana» de los hijos no habidos con mujeres caribes, y su bestialidad connatural, que ya hemos visto mencionados en Chanca y Pedro Mártir.

Luego de Guadalupe, la expedición española tendrá algún que otro choque puntual con gru­pos de caribes, comandados a veces por muje­res, lo que hará que la rebeldía común a caníba­les y amazonas y su carácter huidizo aparezcan a partir de este momento en cierta estrecha, pero mal definida relación ( 42). Lo que sí parece cier­to es que a partir de Guadalupe, como dice Arens, «resistencia y canibalismo se convierten en sinónimos y sirven para legitimizar la bárbara reacción española» ( 43).

Colón volverá a encontrar indicios de ellos, en su tercer viaje, en el golfo de Paria, siempre por indios interpuestos:

Procuré mucho saber dónde cogían aquel oro, y todos me aseñalaban una tierra fron­tera d'ellos al Poniente, que era muy alta, más no lexos, más todos me dezían que no fuese allá porque allí comían los hombres, y entendí entonces que dezían que eran hombres caníbales e que serían como los otros» (44).

lUn tipo de «táctica defensiva digital» (45) distinta de la que van a emplear los indios en ge­neral con los españoles, sobre todo en la zona de Florida y Texas, consistente en empujarlos hacia territorio enemigo ( en este caso, disua­diéndolos seguramente de entrar en territorio «de interés estratégico»)? Tal vez.

El último contacto de Colón con los caribes tiene lugar en el cuarto viaje. Para entonces, di­ce irónicamente Arens, se había hecho tan ex­perto en detectar caníbales sin haberlos visto nunca, «que podía identificar a los antropófagos por su solo aspecto» ( 46): «Otra gente fallé -di­ce- que comían hombres: la modernidad del gesto lo dice» ( 4 7).

Cosas menores que el gesto servirán en ade­lante para clasificar a las diversas culturas que la expansión española va encontrando como caní­bales, hasta construir esa detallada retahíla de todas las tribus imputables de tal pecado, que es el Compendio y descripción de las Indias Occiden­tales, de V ázquez de Espinoza ( 48), donde de nue­vo aparecen reproducidos, mediante artística dise­minación, todos los rasgos descriptivos eque aparecen concentrados en el caníbal colombino cuajado tras el segundo viaje.

NOTAS

(1) Polo, Los viajes de Marco Polo anotados por C. Co­lón. E. Gil (ed.), Madrid, Alianza, 1987, 139-43 pp.; Mande­ville, The Travels of sir John Mandeville, Londres, Penguin, 1983, p. 134.

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(2) Al contrario que las gentes del Renacimiento, las de la E. M. no saben mirar, pero están dispuestas siempre a es­cuchar y a creer cuanto se les dice» (Le Goff, Tiempo, traba­jo y cultura en el 0cc. Medieval, Madrid, Taurus, 1984, p. 267).

(3) Kappler, Monstres, démons ete merveilles a la fin duMayen Age, París, Payot, 1980, p. 55.

( 4) «Para producir este efecto de alteridad, se puedendescribir las prácticas más abominables (para nosotros) de manera enteramente neutra, empleando incluso un vocabu­lario técnico, como si se tratara de las prácticas más simples y corrientes del mundo» (Hartog, Le miroir d'Hérodote, Pris, Gallimard, 1980, p. 267).

(5) Al que Kappler califica de «voyager en chambre»(Kappler, cit., 1980, p. 50).

(6) Kappler, cit., 1980, p. 51.(7) Kappler, cit., 1980, p. 55.(8) Todorov, La conquista de América. La cuestión del

otro, México, s. XXI, 1987, p. 39. (9) Todorov, cit., 1987, 36-39 pp.(10) Cfr. el caso de Cook en Hawai, tal como en primera

aproximación lo analiza Sahlins, y su aplicación al caso del término acuñado por los Bohannan, working mis understan­ding (Sahlins, «La apoteósis del capitán Cook» en La fun­ción simbólica, Gijón, Júcar, 1989, p. 329). Es posible que haya que considerar toda mutua interpretación equívoca (donde cada uno entiende lo que quiere, en términos de su propio sistema categorial) como «productiva», en la medida en que permite la supervivencia de la cultura sometida, es decir, en la medida en que permite un nivel de interacción práxico. Los ejemplos, de todos modos, son múltiples, bas­tando con citar el que sigue, del área del Congo, que puede añadirse a los varios que Evans-Pritchard aporta en Teorías de la religión primitiva (Madrid, s. XXI, 1973): «Hasta 1960, los europeos por un lado y los africanos por otros, continua­ron usando el mismo vocabulario religioso, con sentidos es­tables pero incompatibles. Durante el s. XX, la ilusión de comunicación se mantuvo incómodamente mediante el de­sarrollo de un vocabulario colonial especial, ni francés ni ki­kongo, en el que colonizados y colonizadores parecían con­versar, mientras de hecho cada uno entendía la conversa­ción de modos diferentes: un diálogo de sordos, como Dou­treloux lo ha llamado» (MacGaffey, Religion and Society in Central A/rica, Chicago, Chicago Un. Press., 1986. p. 200).

(11) Cfr. Cardín, Tientos etnológicos, Gijón, Júcar, 1988,cap. I, y Heider, «The Rashomon Effect», American Anthro­pologist, 1988.

(12) Cfr. Cardín, cit., 1988, 10-14 pp.(13) Alvarez Chanca, «Carta del Dr. Diego Alvarez

Chanca al Cabildo de Sevilla», en J. Gil y C. Varela (Eds.) Cartas de particulares a Colón y relaciones coetáneas, Ma­drid, Alianza, 1984, p. 150.

(14) «esta gente es muy mansa y muy temerosa, desnu­da, como tengo dicho, sin armas y sin ley» (Colón, C. Vare­la [Ed.], Textos y documentos completos, Madrid, Alianza, 1982, p. 51).

(15) No es «deformación auditiva», como dice Todorov(1987, cit., p. 38), sino una mezcla de babel lingüístico (el que propiciaban su propio conocimiento de varias lenguas mal jerarquizadas -«emplea igualmente bien (o mal) el ge­novés, el latín, el portugués y el español», dice Todorov-, la caótica traducción que debe proporcionarle el judeocon­verso Luis de Torres- «que sabía diz que hebráico y caldeo aún algo arávigo»- y el poco castellano que ya han aprendi­do los indios tomados en Guanahaní, según se intuye por la entrada del 2 de noviembre) e intuición, sesgadamente in­terpretada, de lo que los indios quieren comunicarle.

(16) En su ejemplar anotado de JI Millone, Colón glosaal margen «comen a los hombres», en la noticia sobre los caníbales del reino de Dragoyan (Polo, cit., 1987, p. 141), es­tando las noticias sobre los «hombres que tienen cola como perros», del reino de Lambiri, y los «hombres que tienen

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cabeza de perro y ojos parecidos a los caninos», de la isla de Angarnan (Polo, cit., 141-42 pp.), inmediatamente a conti­nuación.

(17) Colón, cit., 1982, p. 51.(18) Anglería, Décadas del Nuevo Mundo, Madrid, Poli­

femo, 1989, p. 12. (19) Nombre que los taínos de Cuba daban a La Espa­

ñola, donde creían que había ya caníbales, por llegar las ex­pediciones de éstos del SE, siendo así que en La Española, como Las Casas anotará más adelante, ante una observa­ción de Colón sobre los ciguayos de Haití, a los que cree ca­ribes: «No eran caribes, ni los hobo en La Española jamás» (Colón, cit., 1982, p. 114, nota 154).

(20) Colón, cit., 1982, p. 62.(21) Colón, cit., 1982, p. 65.(22) Es evidente que Colón confunde las millas arábigas

de Alfayran con millas italianas, que son un tercio más cor­tas (Cfr. Chaunu, La expansión europea (siglos XIII al XV), Barcelona, Labor, 1977, 109-11 pp.), pero no se puede consi­derar este error de cálculo como una imposibilidad «de ima­ginar que las medidas sean convencionales» (Todorov, 1987, p. 38). En todo caso esta incapacidad era compartida por la mayor parte de sus coetáneos, y los cálculos de Colón son mucho más complejos, incluyendo contrastes y analo­gías entre las cartografías de Tolomeo, Marín de Tiro y Tos­canelli (Chaunu, ibid.).

(23) Colón, cit., 1982, p. 65.(24) Colón, cit., 1982, p. 78.(25) Todorov, cit., 1987, p. 40.(26) Colón, cit., 1982, p. 78.(27) «estos indios debían ser los que llamaban ciguayos,

que todos traían los cabellos assí muy largos» (apud. Colón, cit., 1982, p. 114, nota 153).

(28) Colón, cit., 1982, p. 114.(29) Luego no se trata de una confusión interesada de

Colón para traducir caribe= gente del Gran Can, como pre­tende todorov, (cit., 1987, p. 38), sino de diferencias dialec­tales.

(30) Colón, cit., 1982, p. 115.(31) Colón, cit., 1982, p. 145.(32) Anglería, cit., 1989, p. 12.(33) Chaunu, cit., 1977, p. 132.(34) Anglería, cit., 1989, p. 18.(35) Chanca, cit., 1984, 159-60.(36) «Dizen también estas mugeres que estos usan de

una crueldad que parece cosa increíble, que los hijos que en ellas han se los comen, que sólo crían los que han en sus mugeres naturales. Los hombres que pueden aver, los que son vibos, llévanselo a sus casas para hacer carnecería d'e­llos y los que han muertos luego se los comen; dizen que la carne del ombre es tan buena que no ay cosa tal en el mun­do, y bien parece porque los huesos que en estas casas ha­llamos, todo lo que se puede roer lo tenían roído (Chanca, cit., 1984, p. 160).

(37) Chanca, cit., 1984,p. 158.(38) Anglería, cit., 1989, p. 19.(39) Las Casas, Historia de las Indias, México, FCE,

1981, T. I. p. 354. (40) Es decir, interpretando por indicios los deseos de

sus interrogadores. Cfr. Cardín, cit., 1988, p. 30, nota 7. (41) Coma, «Relación de Guillermo de Coma, en Cartas

de Particulares a Colón, cit., 1984, p. 190. (42) Cfr. Cardín, cit., 1988, p. 12.(43) Arens, The Mean-eating Myth, Nueva York, Oxford

Un. Press, 1979, p. 49. (44) Colón, cit., 1982, p. 213.(45) Del Real, Realidad y leyenda de las amazonas, Ma-

drid, Espasa, 1967, p. 169. (46) Arens, cit., 1979, p. 48.(47) Colón, cit., 1982, p. 301.( 48) Vázquez, Washington, Smithonian Miscellaneous

Collections, n. 108, 1948.