códigos de libertad

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Por Natalia Zuazo. Revista Brando, 2011.Un grupo de presos aprende a programar y con el saber derriba los muros del infierno carcelario.

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Codigos de libertad

Un grUpo de presos aprende a programar y, ademas de dinero, gana Un oficio mUy demandado por el mercado. como el saber aliado a las compUtadoras derriba los mUros del infierno carcelario.

Por Natalia ZuaZofotos de leo vaCa

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Son las 18.05 y Sergio estaciona su auto –baqueteado, bolso del gimnasio en el asiento de atrás– en una sola maniobra. “Andá subiendo, que voy un minuto al kiosco”, me dice, y apenas me abro-cho el cinturón vuel-ve con una bolsita: un paquete de Don Satur y otro de galle-titas dulces, su rega-lo para los alumnos del penal de Olmos que lo esperan con los mates prepara-dos para empezar la clase. Arranca y en unos minutos subi-mos la autopista La Plata-Buenos Aires a 80, tal vez a 100 kilómetros por hora. Pero es víspera de feriado, los autos se empiezan a encimar; la lluvia complica; el camino se traba. “No llegamos”, pien-so desanimada y abro un café en vasi-to que compré para el camino. Me dura 20 segundos: Sergio volantea, se manda

a la banquina y ace-lera. El café se vuel-ca, Sergio me pasa un trapo sin mirar y mientras acelera más me habla de sus hijos, de su trabajo en la cárcel, de su nece-sidad ahora resuelta de encontrar un pro-yecto que lo entusias-mara. Yo digo a todo que sí y respiro, ate-rrada, y ya ni pienso.

Estamos yendo a la Unidad 1 del Servicio Penitenciario Bonaerense, un penal de máxima segu-ridad más conoci-do como la cárcel de Olmos. Gran La Plata, avenida 44 al fondo, la cárcel se ve toda marrón y verde. Es un edificio en forma de estrella, con un centro alto todo-poderoso y los pabe-llones saliendo como brazos de pulpo. En uno de esos pabello-nes nos esperan unos cuarenta internos que empezaron hace un mes y medio un curso para aprender a programar. Sergio,

el profesor, saluda, deja las galletitas en un banco, saca las fotocopias y encara a sus alum-nos, que lo escuchan dos veces por semana durante dos horas, aunque la autopista esté imposible o no deje de llover. Nos acompañan todo el tiempo un par de guardiacárceles que se quedan detrás de clase, parados, de piernas abiertas y brazos cruzados, mirando cómo los alumnos resuelven un algoritmo que ordena una serie de números de menor a mayor. En esa aula, en ese momento, quienes tienen el poder no son ellos, los de las armas de verdad, sino los presos convertidos en alumnos, con el arma de ser más inteligentes que nosotros, los de afuera.

Sergio Fotea tiene 54 años, y todos los días, cuando sale del trabajo, se las ingenia para estar a tiempo en alguna de las cuatro cárceles donde trabaja junto con otras cinco personas: Ezeiza, Marcos Paz, Olmos y Florencio Varela. Con trescientos alumnos, entre los que ya apro-baron el curso y los que tiene ahora, Sergio está

convencido de que lo que hace tiene sentido, y que va a crecer cada vez más. Hace treinta años que trabaja como programador, pasó por doscientos proyectos de empresas argenti-nas y extranjeras y conoce de cerca la falta de mano de obra en el área de informática, donde además los recursos son muy volátiles (la alta demanda hace que los sueldos suban y la gente salte de trabajo en trabajo, tentada por mejo-res condiciones). Un día, buscando la forma de solucionar este problema, se dio cuenta de que un preso puede formarse y teletrabajar desde la cárcel; así, se asegura un ingreso más alto que haciendo muebles o ladrillos y provee a las empresas de un recurso estable y fiel.

Sergio es una mezcla de hombre rudo y tipo sensible de esos que sólo se entienden en la exigencia loca de superarse, de com-placer a uno y a los otros, de no quedarse quieto. Es morochón, peladito y atlético, un padre de cinco hijos grandes. Corre todos los días, deja su bolsito en el asiento trasero del auto, cumple su horario de trabajo y sigue

en las cárceles. En el horario del almuerzo o cuando su jefe lo autoriza a llegar un poco más tarde, Sergio está armando Libertec, la fundación que va a unir a sus alumnos ya recibidos con las empresas que les darán tra-bajo. Ya están comprometidas Levin Global (consultora en software), Power Data (mana-gement de datos) y Aleph Comunicación, de España. También hay un proceso muy avanzado para firmar un convenio con IBM Argentina. Hace cuatro años, cuando arran-có con el proyecto, no sabía nada de armar fundaciones, ni de enseñar, ni de la cantidad de funcionarios con los que se tendría que reunir y los mails que tendría que mandar antes de que las cosas se encaminaran.

“Hace unos años, pensando en mi propia empresa, yo veía que las consultoras de tec-nología ganaban mucho dinero manejan-do recursos, pero que tenían dos problemas: encontrar a la gente y fidelizarla. Además de que hay pocos, un programador de 21 años gana 3.000 pesos y en dos años puede ganar

6.000. Entonces, rotan mucho. Pensando en eso, se me ocurrió que el tipo que está en cana podía resolver ese problema: tiene tiempo para formarse, para pensar, y lo único que necesita para trabajar es ganas de aprender y una conexión. Esa idea me quedó en la cabe-za”, cuenta Sergio.

Desde 2001, la industria del software en Argentina creció un 230%, y hoy genera el 1% del PBI del país. Impulsadas por la Ley de Software y el Plan Estratégico aproba-do en 2004, entre 2005 y 2010, las ventas de las empresas de software pasaron de 1.300 a 2.800 millones de dólares, y aumentaron un 30 por ciento la contratación de personal (con un salario promedio de 4.660 pesos para los desarrolladores junior y 7.200 para los senior, en junio de 2010). En ese contexto, sólo en los últimos dos años, aumentó un 20% la bús-queda de personal, al tiempo que se flexibi-lizaron los requisitos: ya no se apunta sólo a jóvenes de la Generación Y, muy volátiles

en sus experiencias laborales, sino que ahora también se contratan personas de más de 40 años. Con un aumento de sólo el 2,5 por ciento en los egresados en carreras informáticas, el Ministerio de Educación dio otro impulso a la industria, creando las tecnicaturas informá-ticas de dos años de duración en ochenta uni-versidades e institutos, con un plan de becas que las acompaña, y esquemas de capacita-ción del Ministerio de Trabajo con Cisco, IBM, Microsoft, Oracle y Sun Microsystems. Aun así, todavía quedan por cubrir 10 mil puestos de trabajo, y un 90% de las empresas de soft-ware no tiene la cantidad de desarrolladores que necesita.

“En ese momento, cuando yo tenía la idea de capacitar a los presos, una consultora me mandó a Venezuela a programar unos móvi-les, y resulta que en el avión se me sienta justo al lado Juan Zuccarelli, que había fundado los pabellones evangelistas en las cárceles. Contra mi prejuicio, me resultó una persona interesante y me ofreció dar las clases de pro-

sergio fotea (derecha) tiene 54 años, y todos los dias, cUando sale del trabajo, se las ingenia para estar a tiempo en algUna de las cUatro carceles donde trabaja jUnto con otras cinco personas: ezeiza, marcos paz, olmos y florencio Varela.

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SergioSergio se llama como su profesor, pero es mucho más joven (tiene 30) y más alto. Está en Olmos desde hace un año y ocho meses, tiene tres hijos: Fátima, Matías y Javier. Cuando te habla, te mira tan fijo que parece que los ojos, aunque tristes, pueden aclarar toda confusión. “Trabajo en inyección electrónica de autos, y el curso me sirve mucho, porque pienso que cuando salga voy a poder hacer yo los programas, que son muy caros.” Antes de entrar (“por una causa que me armaron por drogas”), Sergio trabajaba en Montana Neumáticos, de Berazategui. “Mi jefe ya mandó una carta, diciendo que me va a contratar cuando esté de nuevo en la calle. Eso me ayuda. Y me incentiva a aprender cosas nuevas acá adentro.” “¿Qué es lo más importante que aprendiste con el curso?”, le pregunto. “A concentrarme. A saber mejor en qué estoy pensando y concentrarme en eso.”

eStudiar en la carcelEn las cárceles que integran el Servicio Penitenciario Federal estudian un 64,4% de los internos. La mayoría hace la primaria y la secundaria y un 3% también accede a la universidad. Entre las mujeres, estudia el 41 %, y muchas llegan al nivel universitario: el 9%. También aprenden oficios, desde carpintería y herrería hasta restauración de muebles y peluquería, y actividades culturales, de música, literatura, danza, filosofía y salud sexual. “Las personas que completan su educación dentro de un penal vuelven a sus lugares de origen con un título que muchos vecinos no tienen. En el caso de los detenidos que acceden a educación universitaria dentro de la cárcel, es posible observar una disminución de la reincidencia de más del triple con respecto a aquellos que no la tuvieron”, explicó Alejandro Marambio, director nacional del Servicio Penitenciario Federal hasta el mes último, cuando fue reemplazado por Víctor Hortel.

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gramación en las cárceles, pero yo tardé seis meses en decidirme.” Sergio dice que tomar esa decisión se topaba con todos sus precon-ceptos: “Pensaba que si había un infierno en el mundo, tenía que ser una cárcel. Hasta que un día, en la radio, escuché a un líder espiritual de la colectividad decir: «Usted haga todo el bien que pueda sin esperar nada a cambio», y ahí me decidí. Me dije: «Vivo bien, hago depor-tes todos los días, amé y me amaron, tengo a mis hijos que me llenan el alma, pero siem-pre pienso en mí». Entonces, lo llamé al pas-tor y arrancamos”. Y así empezó, en el pabe-llón evangelista de Olmos. “Fui con el corazón abierto, sin preguntar a nadie por qué estaba ahí. Porque si me ponía a pensar, yo no cometí ningún delito porque por ahí justo me quedé dormido, pero fumé porro, tomé cocaína, me junté con malandras, viví el bajo mundo, cosas por las que otras personas están ahí y yo no. Fui desde ese lugar a enseñar.”

La primera etapa, junto con los evangelistas, duró hasta que un día el pastor dejó de aten-

derle el teléfono. “Yo no quería hacer un nego-cio, quería que los presos ganaran plata, no nosotros, pero se ve que no teníamos la misma idea”, resume Sergio, sin meterse mucho en esa realidad paralela que es la religión dentro de las cárceles.

Lo concreto es que un día, la oportunidad de enseñar en los pabellones evangélicos se terminó, y muchos de esos jóvenes de Olmos se quedaron sin las visitas del profesor que les enseñaba a programar. Sergio intentó seguir, pero no era fácil conseguir permiso para entrar en la cárcel. Los familiares de los presos lo llamaban, le escribían, le preguntaban qué había pasado, si iba a volver. Uno de esos mails se lo escribió Virginia, la mamá de Alex, uno de los alumnos.

From: VirginaTo: Sergio FoteaSubject: Mamá de AlexDate: Thu, 6 May 2010 21:30

Buenas tardes, señor Fotea, soy la mamá de Alex, un chico del gupo de internos de la peniten-ciaria de Olmos, a los que usted ayudaba muchísi-mo dándoles una esperanza para su futuro, pero sobre todo dándoles algo sano en que pensar al estudiar lo que usted les enseñaba, brindándoles tan generosamente su tiempo.

Alex me pidió que le escribiera y le preguntara si este año usted va a poder seguir haciéndolo, me dijo que extrañan sus clases y a usted también y que por favor intente seguir ayudándolos.

Yo por mi parte como mamá que sufre lo inde-cible, viendo a su hijo desesperar ahí adentro, más allá del error que pueda haber cometido, le ruego que si está en sus manos siga yendo a ayudar a estos chicos y si no puede usted, por favor, por lo que más quiera, si conoce a alguien que como usted tenga un gran corazón, háblele de su proyec-to para que alguien pueda continuar su labor.

Si el hecho de que usted no vaya tiene que ver con algún problema con la gente del servicio peni-tenciario, por favor dígamelo o si puede deme algún nombre para que yo pueda ir a hablar con

esa persona y rogarle que ayude a esos chicos que tenían la voluntad de estudiar, aun costándoles mucho, y de cambiar y tener un modo de vida diferente, si en algún momento pueden salir de ahí adentro.

Igualmente, yo como madre le estaré agradeci-da todo lo que me quede de vida, por lo que ya hizo con Alex, el tiempo que le duró esa ilusión, siem-pre fue mejor que tiempo de desesperanza.

Espero que pueda contestarme por favor.Mil gracias por su tiempo.Y le envío un abrazo de Alex y también mío.Virginia

A partir de ese mail, Sergio salió a tocar timbres: “Fui al Ministerio de Justicia, hablé con uno, con otro, mandaba mails, les decía que sólo quería que me dejaran entrar, que yo conocía empresas que iban a donar las computadoras, que yo pagaba la conexión. Hasta me pidieron pagar una obligación de peculio para dar clase y les dije OK. Pero no avanzaba. Hasta que un día me cansé y llamé a un amigo con contactos y le pedí ayuda”. Y entonces, el proyecto empezó a funcionar, primero con un plan de formación del minis-terio de Educación, después con el Ministerio de Justicia, hasta que llegó el contacto con Alejandro Marambio, en ese entonces director del Servicio Penitenciario Federal.

Marambio terminó de formalizar el proyec-to desde el Estado, pero a cambio le pidió a Sergio que diera su curso en Ezeiza, en la cár-cel de mujeres y en el pabellón de travestis y homosexuales, y en Marcos Paz, en el pabe-llón de 18 a 25 años, porque son los grupos a quienes más les cuesta conseguir trabajo una vez que salen. Sergio dijo que sí, dio el pri-mer curso de seis meses completo entre julio y diciembre de 2010. El 28 de diciembre, la primera promoción de treinta programado-res formados dentro de las cárceles llegó en camiones celulares al Ministerio de Justicia, donde sus familiares los esperaban para ver-los recibir su diploma. Todos habían aproba-do su examen, todos ya sabían programar en Abap 4, Java y Visual Basic.

Los alumnos y alumnas de Sergio hacen todos los días de su vida lo mismo. Tienen una rutina repetitiva que se podría escribir en dos líneas de código: levantarse, bañarse, hacer ejercicio, ir a clase, trabajar, comer, des-cansar. Para muchos, ésta es la primera ruti-na de sus vidas.

“Cuando llegan acá los pibes de 18 años y yo les pongo un cuaderno y una lapicera en la mano y les digo: «Vas a estudiar», los chi-cos me miran y lloran de emoción”, me cuen-ta Alejandro Ramírez, director de la cárcel de Olmos, donde fun-

la carcel de olmos, en la plata, es Un edificio en forma de estrella, con Un centro alto todopoderoso y los pabellones saliendo como brazos de pUlpo.

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Fundación Libertec+54 (11) [email protected]

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ciona un pabellón de “jóvenes-adultos” para internos de 18 a 21 años. Todos con zapatillas blancas, bien peinados, con remeras y cangu-ros prolijos, se sientan juntos, toman mate y se nota que les cuesta concentrarse, seguir el hilo de la clase. A veces, hablan entre ellos o clavan la mirada en un punto fijo, perdidos. Entonces, Sergio los encara: “¿Es la primera vez que venís? Bueno, tu compañero ya vino dos clases, ¿están en el mismo pabellón? Bien, vos decile que te explique bien el procedimien-to burbuja, que es el que estamos haciendo hoy, y cualquier duda, el miércoles lo vemos”. El procedimiento burbuja ordena una serie de números ingresados aleatoriamente en un programa de menor a mayor, y es uno de los primeros que los alumnos resuelven. Sergio lo escribe en el pizarrón:

Procedimiento burbuja (a0, a1, a2, ..., an-1)HacerIntercambio falsoPara i=0 hasta n-2Si a1 > ai+1 entonces(ai, ai+1) (ai+1, ai)Intercambio verdaderoFin_SiFin_ParaRepetir mientras intercambio=verdadero

Lo primero que tienen que hacer los alum-nos es entender qué hace esta serie de órdenes, es decir, traducir estas letras y números en algo que remita a la vida cotidiana. Lo primero es abstraer.

–Díganme: ¿dónde vieron ustedes un núme-ro expresado en letras? –pregunta Sergio.

–En un cheque. Se ve que me gustan los cheques –contesta uno de sus alumnos.

–¡Muy bien! ¿Dónde más?–En un papel del juzgado, cuando ponen

las fechas en letras. –Perfecto. Son números y letras. ¿Qué es lo

que cambia?–La función. –¡Eso es! La función. Hoy vamos a aprender

qué es una función.

Para los presos mayores, la idea de que lo que están aprendiendo a programar va a for-mar parte de un sistema de una empresa de servicios, de una base de datos de un call center o de un control remoto es más fácil de enten-der que para los más chicos. “Vos pensá que muchos nunca trabajaron. Los viejos entien-den que es una oportunidad de laburo; aun-que al principio no entienden qué es, ya tie-nen una relación con el mundo del trabajo. Los pibes no; para ellos, todo es inmediato, entonces también les enseño que esto lleva un poco de tiempo, que tengan paciencia”, dice Sergio. Y cuenta que esa dificultad de verse como parte del mundo del trabajo formal también ocurre en el pabellón de travestis de Ezeiza. “Tienen mucha dificultad en aceptar la premisa del trabajo, porque sus códigos con la sociedad no han pasado por allí sino por el riesgo, la supervivencia. Les cuesta aceptar que pueden trabajar sin poner en riesgo su cuerpo, su futuro.”

Pero hay otra dificultad, que es la creativa, porque aprender a programar supone pensar más allá de lo escrito, imaginar lo que no hay y se puede hacer. Las clases les enseñan a crear otras rutinas, desde cero, y eso es revolucio-nario. “Yo enseño la antítesis de lo dogmático. Enseño libertad. Les digo que pueden tener preso todo menos dos cosas, la inteligencia y la voluntad. La inteligencia la tienen todos, yo la veo. Y para la voluntad, yo siempre les digo que tiene que notarse clase a clase, que eso los hace más dueños de ellos mismos.” Para incen-tivar a sus alumnos, para que se mantengan con la mente activa entre clase y clase, Sergio les deja sudokus, que ya se convirtieron en un virus entre sus alumnos, en un nuevo fanatis-mo dentro de la cárcel, a tal punto que –apenas entra en el aula– Miriam, la más entusiasta de sus alumnas lo saluda con un “¡¡¡Profeee!!! ¿Trajo sudokus?” bien estruendoso.

Esta clase es de una nueva camada de chi-cas. Con ellas, Sergio es más flexible y les anota un sudoku en el pizarrón para aflojar la cabeza los primeros minutos de la clase. Cuadernos y mate en mano, maquilladas y a la moda, todas anotan rápido la cuadrícula. Celia, de remera

fucsia, escribe los números mientras le da la teta a su bebé de dos meses, que vive con ella en el penal. La ayuda Gisele, delineadísima estilo sixties, mientras me cuenta que antes ella tiraba números al azar, pero ahora prefiere prestar atención a las reglas para “no romper-se la cabeza de gusto”.

El tema de sus procesos judiciales es deli-cado. No se habla mucho del porqué. Todas cuentan sus vidas: una era telemarketer, otra restauradora de muebles, otra vendedora de cosméticos por catálogo. Y en un momen-to llega la frase “hasta que pasó lo que pasó”. En ese punto, es difícil seguir, hay un silencio, una incomodidad. Hasta que una de ellas inte-rrumpe: “Mirá, lo importante es que yo ahora tengo una oportunidad, en un lugar como éste, que es algo inusual, y quiero aprovecharla”, dice Liliana Cabrera, que –además del curso de programación– descubrió su vocación de poeta dentro de la cárcel y, en marzo, presentó un libro a través de Yo No Fui, una organi-zación que da talleres en la cárcel de Ezeiza. “Para mí, también es importante, porque mis hijos antes me decían cómo usar la computa-dora, pero ahora yo les digo que se agarren, porque cuando salga hay que ver quién me gana a mí”, sigue entusiasmada María, una señora morocha, de rodete bien firme y piel brillante. Gladys, rubia y grandota, agrega: “Yo siempre trabajé de operadora, de atender en un call center. Pero ahora me están enseñan-do a programar, a enfrentar un problema y resolverlo, y eso me abrió la cabeza”.

Quien programa tiene un poder distinto. Quien programa tiene más poder cuando más piensa. Quien programa puede más que quien obedece, que quien opera, que quien cumple. Tal vez, en su frenesí por llegar a tiempo a la clase, por llevar las fotocopias, por firmar los convenios para que puedan empezar a traba-jar cuanto antes, Sergio y los otros profesores todavía no sean conscientes del poder que les están dando a sus alumnos. Pero, lo sepan o no, están haciendo una revolución.

“Rocío, vos estás aprendiendo a darle órde-nes a una computadora. Estás aprendiendo a pensar con los mecanismos que tiene la mente humana para darle órdenes a un aparato”, le dice Sergio a su alumna, en medio de un algo-ritmo difícil. Rocío entiende. Ya no importa lo que haya sido antes. Ahora importa su liber-tad de pensar, no sólo en esa fórmula, sino, tal vez, en ser otra, distinta, mejor. B

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aprender a programar sUpone pensar mas alla de lo escrito, imaginar lo qUe no hay y se pUede hacer.