cartago en llamas - emilio salgari

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AnnotationLlevada al cine en 1960 por Carmine Gallone, su trama tiene como teln de fondo la rivalidad entre romanos y cartagineses que desemboc en la Tercera Guerra Pnica (149-146 a. de C.) y se sald con la destruccin de Cartago. Salgari trenza una esplndida novela de accin e intriga a partir de la relacin amorosa entre Hiram, un capitn del legendario caudillo cartagins Anbal, y la hija de un mercader, Ofir. El padre de ella hace proscribir al valiente Hiram para alejarlo de su hija, pero su maniobra resulta vana dada la recproca atraccin que experimentan los jvenes. Aunque este libro ha quedado hoy olvidado, no estamos ante una obra menor. Gracias a su ambientacin histrica (creada, obviamente, con los recursos disponibles en 1908), a su caracterizacin de los personajes, a su prosa vigorosa y a sus giles dilogos, Cartago en llamas se lee de un tirn y y nos permite revivir en directo el pavoroso fin de la ciudad. Y si todo relato requiere una buena trama que lo sustente, este rene dos: una real (la destruccin de Cartago) y otra clsica en el mundo de la ficcin (una relacin amorosa trufada de intrigas y accin). Preprese, pues, el lector para devorar un relato de Historia con mayscula.I. El dios antropfago II. A bordo de la hemiolia III. El espa del Consejo de los Ciento IV. Una expedicin nocturna V. Ofir VI. La emboscada del espa VII. Duelo terrible VIII. Salvacin milagrosa IX . A latigazos X. Rumbo a tica XI. El abordaje XII. En tica XIII. El rapto de Ofir XIV. El huracn XV. Al abordaje XVI. Un socorro inesperado XVII. Una expedicin nocturna XVIII. La defensa de la torre XIX. Una fuga milagrosa XX. El regreso a Cartago XXI. Fegor y Fulvia XXII. Roma a la conquista de frica XXIII. El templo de Tank XXIV. La caza de los sacerdotes XXV. Duelo a muerte XXVI. El regreso a Cartago XXVII. El encuentro XXVIII. El asedio de Cartago XXIX. El secreto de Fulvia XXX. La catstrofe XXXI. El incendio de Cartago Conclusin Crditos notes 1 2

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Emilio Salgari

CARTAGO EN LLAMAS

I. El dios antropfagoMuera la romana! Sean quemadas sus entraas en el pecho de Moloch! Quedar agradecido y nos infundir nuevas fuerzas. Muera!, muera! Moloch quiere vctimas enemigas! Un inmenso aullido, escapado de treinta o cuarenta mil pechos, que pareca el mugido de una gran marea cuando embiste, derriba los diques, cubri por algunos instantes aquellas voces aisladas. Muera! Con nuestros hijos! Haba cerrado la noche, pero pareca que sobre Cartago, la opulenta colonia fenicia que disputaba feroz, valerosamente a la poderosa Roma el dominio del mundo antiguo, resplandecan millares de pequeos soles. A travs de la inmensa avenida de Khamon, que divida la ciudad en dos partes distintas, bordeada por maravillosas alamedas de soberbias palmeras, descenda una inmensa muchedumbre hacia el templo dedicado al terrible dios Baal Moloch, el dios representante del fuego malfico: el rayo que incendia las mieses, los ardores del sol que esterilizan la llanura, y, para aplacar al cual, fenicios y cartagineses ofrecan entre sus brazos ardientes o en el antro monstruoso de su pecho sus hijos predilectos, para que se abrasaran vivos. Eran millares y millares de mercaderes, de navegantes, de guerreros, de carpinteros, de alfareros, y fabricantes de estatuitas, de armas n-midas, mauritanos, negros mercenarios y marineros de Tiro y de Arados, y bajaban en masas compactas desde la necrpolis, llevando un infinito nmero de astas de hierro en cuyo extremo ardan globos de algodn impregnados de materias resinosas que relampagueaban hasta deslumhrar. Bajaban en confusin, en medio de manadas de elefantes gigantescos que llevaban a lomo torres de madera llenas de saeteras; de camellos, de asnos, de carros de guerra sobre los cuales se levantaban robustas catapultas, entre un estruendo ensordecedor de enormes odres furiosamente golpeados por negros gigantescos, de sheminith de ocho cuerdas, de kin-nor que tenan diez, y de neboL, que a veces tenan quince. En medio de aquellas millaradas de personas pertenecientes a todos los estamentos sociales y que parecan presas de un verdadero furor, se abran fatigosamente paso los sacerdotes de Baal Samin, el dios de los espacios celestes; de Baal-Peor, el dios de los montes sagrados; de Baal Zabaub, dios de la corrupcin; de Astart, la eterna divinidad del amor, la gran voluptuosa que Asia, patria antigua de los colonos cartagineses, haba adorado desde los tiempos ms antiguos y deba reinar ms adelante, en virtud de su gracia omnipotente, sobre Grecia y sobre Roma con el nombre de Venus; de Tanit, que representaba para los cartagineses el sol, y de Melqart, que, con sus trabajos, mucho ms prodigiosos que los de Hrcules, era la encarnacin de la fuerza del genio fenicio y al cual se atribuan los grandes descubrimientos, comenzando por la creacin del alfabeto y de la navegacin. Todos llevaban sus vestidos de mayor gala: los sacerdotes de Khamon ostentaban sus ricas tnicas de lana aleonada, de anchos y largos pliegues, a lo asirio, y las inmensas mitras de plata sobre la cabeza; los de Esmn, sus grandes mantos de lino con cuellos blancos; los de Melqart, sus ropajes morados que resaltaban vivamente al resplandor de aquellas innumerables luces; los de Abbadiris se reconocan por sus largas zamarras, asaz estrechas, de color de mar, sembradas de estrellitas que representaban el octavo cab, el ltimo planeta descubierto por los cartagineses, aunque no era otro que la Estrella Polar, su Esmn, al que tributaban apasionado culto, instintivo, supersticioso hasta el fanatismo, pero muy puesto en razn lidiadora de una nacin de marineros, porque la misteriosa estrella del norte era la nica que guiaba, en aquellas lejanas pocas, a sus gloriosos navegantes por el Mediterrneo, por el Atlntico y aun tal vez mucho ms all, por la Atlntida misteriosa, y quizs tambin hasta llegar a las lejanas Americas. Detrs de aquella turba de sacerdotes, bajo baldaquinos de prpura, de aquella famosa prpura que slo los fenicios y sus colonos saban fabricar y teir, y sirvi de ornamento y enriqueci, por siglos y siglos, sin que nadie consiguiese arrancarles su secreto, los vestidos y los mantos de los poderosos y lleg a ser sinnimo de poder imperial, eran conducidos sobre palanquines dorados los dolos inferiores. He ah a Baal, que no era otro que el Bel caldeo, convertido en Zeus o Jpiter para los griegos; he ah a Melkir, hijo de los domadores de leones de la Mesopotamia, prototipo de Hrcules; Adonis, el hermoso mancebo, dios de la primavera, y Tommoz, el dios predilecto, que Istar fue a buscar hasta las profundas y humeantes vorgines del infierno, y pas, sin cambiar siquiera de nombre, a la mitologa griega; Pataques, que figuraba un gigantesco nio, y, por fin, sobre un inmenso carro, que en vez de ruedas tena cilindros de palo de cedro, el terrible e insaciable dios Baal Moloch, el devorador de las vrgenes y de los nios, arrastrado por algunas docenas de robustos nmidas, todo en bronce, con los brazos extendidos y un gran agujero en medio del pecho. Muera la romana! vociferaba la turba que rodeaba aquel monstruoso dolo. Muera con nuestros hijos! Las filas de los mercenarios de la Repblica cartaginesa cargaron furiosamente con las conteras de sus lanzas sobre las masas populares, para abrir paso a los sacerdotes, a los baldaquinos, a los dioses, a ios elefantes, a los camellos, pero pareca que nadie se resintiese de aquellos golpes. Aquel rugido tremendo, que pareca lanzado por el mar en noche de tempestad, se repeta siempre igual, feroz, terrible. Muera la romana! A muerte con nuestros hijos! Viva la repblica! Danos an la victoria, Baal Moloch! Devora a nuestros hijos, pero salva la patria! Acurdate de Rgulo! Slvanos, Moloch! Slvanos, dios del fuego y de los rayos! La inmensa procesin, entre aquel ruido horrendo de rugidos, de enormes tambores, de ensordecedores cmbalos y de instrumentos de cuerda, a la luz lvida, cadavrica, de aquellas astas de hierro terminadas en pelotas empapadas de resina, entre los mugidos formidables de los elefantes, el ulular estridente de los camellos y los bramidos de los asnos, avanzaba siempre. Detrs del monstruoso dios de bronce que los hercleos nmidas arrastraban jadeantes, seguan hasta veinte nios, todos vestidos de prpura, coronados con guirnaldas de flores, plidos, llorosos, porque no ignoraban ya la suerte horrenda a que les haban condenado sus padres para la salvacin de la patria en peligro y el triunfo de las hordas mercenarias que luchaban en vano en Hispania y Cerdea contra las pujantes e incesantes arremetidas de la hasta entonces invicta Repblica romana. En medio de ellos se ergua la figura gentil de una doncella de blanca tez, largusimos y rizados cabellos negros, con las opulentas formas de las fuertes mujeres de la Etruria itlica, y los ojos negrsimos y aterciopelados. Llevaba una sencilla tnica, semejante a una camisa, bastante abierta por el cuello, hasta ensear los hombros, y por nico adorno un brazalete de bronce, de forma espiral, parecida a una serpiente, en la mueca izquierda. Estaba palidsima y a veces experimentaba un fuerte sacudimiento, pero andaba, no obstante, sin necesidad de que la empujasen, ni de que la sostuviesen, con los ojos fijos en lo alto, dilatados por un intenso terror y una angustia inexpresable. La procesin, llegada finalmente a una inmensa plaza rodeada de macizas casas de forma cuadrada, con vastas azoteas henchidas de gente, se detuvo.

Los mercenarios rechazaron hacia las casas a la muchedumbre, cargando brutalmente sobre hombres y mujeres, sin distincin, y una vez qued un espacio bastante anchuroso, hicieron avanzar al monstruoso dios Moloch. De pronto se adelant una escuadra compuesta de veinte esclavos, que arrojaron alrededor del dolo cuarenta haces de lea de laurel, de cedro, de odres, para poner incandescente del todo aquella enorme masa de bronce, puesto que por el fuego deban perecer, dentro de aquella espantosa cavidad que deba convertirse en una especie de horno crematorio, la joven romana y los nios cartagineses escogidos entre las ms ilustres familias de la ciudad, para que el monstruoso dios agradeciese mejor el holocausto atroz. No haba para sorprenderse de que los cartagineses, que haban heredado la ferocidad de los fenicios, de igual manera que sus supersticiones, sacrificasen, en momentos en que la patria estaba en peligro, sus hijos al temido dios del fuego. Los brazos incandescentes de Moloch estaban abiertos todo el ao para recibir las presas humanas que se le ofrecan y que por lo comn eran nios que sus mismos padres entregaban, sin derramar ninguna lgrima, sin un solo estremecimiento de horror. Por lo comn eran las mujeres de los marineros las que ofrecan mayor nmero de vctimas al dolo monstruoso, porque esperaban con aquellos holocaustos humanos conjurar la implacable avidez de las olas y salvar de este modo la vida a sus navegantes, extraviados en remotas regiones, sobre los mares inclementes del septentrin, donde aquellos audaces se aventuraban osadamente entre los hielos y las nieblas a fin de procurarse el estao necesario para sus bronces, y que no encontraban en sus tierras. En Tiro, la opulenta colonia fenicia de Asia Menor, como en Carta-go, hacan votos y promesas a Moloch, votos y promesas de carne tierna, de miembros infantiles y de juveniles cabelleras; y votos y promesas mantenan escrupulosamente las madres aun despus del retorno de los maridos, salvos de las tempestades del Mediterrneo y del misterioso Atlntico, porque la siniestra amenaza del mar estaba siempre levantada en alto y poda caer ms tarde En la inmensa plaza se haba establecido hondo silencio. El sche-minth, los kinnor, los nebolj los atabales haban enmudecido y la muchedumbre no circulaba ya. Pareca que un sbito espanto hubiese sobrecogido a aquella multitud, que poco antes tan despiadada se mostrara contra aquella hija de la fuerte Roma. El sumo sacerdote de Moloch, anciano de imponente estatura, que llevaba sobre la cabeza una especie de mitra asira de metal dorado y, en el pecho y sobre la larga tnica morada, una gran placa de oro, de forma rectangular, toda ella cubierta de piedras preciosas, rubes y esmeraldas, se haba acercado al dios, seguido de un esclavo que sostena sobre su cabeza un soberbio vaso de bronce en cuya cima guardaba incienso. Contempl un momento el dolo, haciendo amplios gestos y pronunciando palabras misteriosas; despus arroj en el agujero que se ensanchaba entre los dos brazos, alargados hacia adelante, como para agarrar las vctimas que le eran ofrecidas, un poco de harina y dos hojazas; despus encendi una antorcha en la llama del incensario y prendi fuego a los haces de aloes, de cedro y de laurel. Hecho esto, mientras la hoguera se corra rpidamente, envolviendo a Baal Moloch dentro de una cortina de fuego y escondindolo a todas las miradas, levant los brazos al cielo, gritando con voz estentrea: Oh, fuego, seor supremo, que te levantas en nuestro pas! Hroe, hijo del Ocano, que te levantas sobre las olas! Oh, fuego, que con tu vivida llama haces la luz en la morada de las tinieblas y determinas su destino a todo aquel que lleva un nombre! T eres el que mezcla el cobre con el estao para darnos armas. T, el que purifica el oro y la plata. T, el que llena de espanto el pecho del malvado en la noche. El hombre, hijo de Tanit, haga obras que brillen en el amor de la patria y resplandezcan como el cielo. Sea puro como la tierra. Y centellee como la mitad del cielo bajo la luz de Baal Moloch. Terminada aquella extraa invocacin, el sumo sacerdote del dios de bronce hizo una seal a los esclavos, que con largas astas de bronce removan los haces de lea. A aquella seal fueron apartados los troncos, levantando un torbellino de chispas que la brisa que soplaba del mar arrebat, lanzndolas a prodigiosa altura, y el dios apareci todo hecho un ascua, con la enorme abertura del pecho humeando. Se levant entre la muchedumbre un grito de terror, que fue acallado al punto. El sacerdote mir los elefantes, alineados a una y otra parte del dolo y que daban seales de inquietud, espantados con todos aquellos tizones que ardan en el suelo, humeando y crepitando; mir luego por largo tiempo la multitud, mantenida a distancia por unas cuantas docenas de mercenarios nmidas; se acerc luego a los nios, que se estrechaban unos contra otros, lanzando lamentos desgarradores que hacan estremecer el corazn, y les arranc a cada uno un puado de cabellos que arroj entre los brazos incandescentes de Moloch. Se levant un inmenso clamor en la plaza. La romana primero! La prueba respondi framente el sumo sacerdote del terrible dios. A estas palabras, pronunciadas con voz tonante, pareci como que corriese un estremecimiento sobre la multitud acorralada contra las casas. Millares y millares de ojos estaban fijos en el sacerdote, rodeado ahora por los de Baal Samin, Baal Peor, Tanit, Tarbal, Andramdet, Der-ceto y Kijom. Infundidles nimo a estos nios! dijo el sacerdote de Moloch. No veis cmo tiemblan? Mostradles cmo hay que sacrificarse por la patria y cmo el dolor no es nada. Los sacerdotes se sacaron de debajo de sus fajas de prpura sendos puales de bronce, y con una serenidad maravillosa y ai mismo tiempo repugnante, comenzaron a rajarse ferozmente el rostro y los brazos, mientras otros se introducan en las mejillas y en el pecho largos clavos, sin que se escapase de sus labios el ms leve quejido. Corra la sangre, manchaba sus vestidos, las carnes desgarradas se estremecan bajo el espasmo que su frrea voluntad no lograba dominar completamente, aunque permanecieran mudos como si no experimentasen el menor dolor. La prueba! repiti el sacerdote de Moloch, mirando el dolo siempre al rojo. Con un gesto rpido cogi a uno de los veinte nios, lo levant en alto y lo arroj en el horno ardiente que se abra en el pecho del dolo. Se oy un terrible grito que hizo horrorizar a la multitud y en seguida se escap un vapor blanquecino por entre los brazos abrasados del devorador de vctimas humanas. La cremacin del desgraciado pequeuelo haba sido fulminante. Sus tiernas y rosadas carnes haban desaparecido, incineradas, en el antro espantoso del terrible dios. Un inmenso clamor, salido de cincuenta mil pechos, estall casi de sbito. La romana!, la romana! No era verdaderamente un clamor; era un aullido horrendo que resonaba como una rebelin contra la fra ferocidad del gran sacerdote y contra la insaciable

voracidad de aquel monstruo broncneo. El sumo sacerdote se acerc a la doncella, que pareca petrificada por el terror; le arranc un puado de cabellos, que arroj entre los brazos de Baal Moloch, y en seguida, cogindola por las muecas, la arrastr hacia el fuego. La boca del agujero era asaz grande para tragarla. Adems, los esclavos que haban trado los haces estaban preparados para ayudar al sacerdote. Perdn! exclam la msera, forcejeando desesperadamente. Moloch quiere ahora carne de nuestros enemigos, maldita! dijo el sacerdote con una sonrisa de tigre. Abre el camino a nuestros hijos! De pronto se produjo un movimiento repentino entre la muchedumbre que estaba cobijada detrs de la estatua del dios y en seguida una voz que pareca el eco de una tromba grit, interrumpiendo el silencio que volva a reinar en la inmensa plaza: Fulvia! A m, amigos! Un hombre se haba lanzado entre los sacerdotes con el mpetu de una fiera enfurecida, derribando con sobrehumanas fuerzas cuanto se le pona delante. Era un guerrero de elevada estatura, moreno como un nmida, o como un verdadero fenicio, de ojos negrsimos, lo mismo que la barba, cubierta la cabeza con un yelmo de bronce, el cuerpo defendido por media coraza de escamas de igual metal, y en el puo una espada corta, ancha, de doble filo. A su grito, cuarenta hombres, como l armados, de igual manera cubiertos de bronce, la piel casi negra, todos robustsimos y musculosos, salieron de entre las apreturas de la multitud, lanzando cavernosos gritos. Suelta a esta mujer! aull el guerrero con voz terrible, rechazando violentamente al sacerdote de Moloch, con la siniestra mano, mientras con la diestra levantaba el arma. Es ma! Cmo! Te atreves a tal sacrilegio? exclam el sacerdote, indignado. S; a arrebatarla a ese monstruo de bronce, que no tiene otro valor que el de estar fabricado con metales que hemos ido a buscar a los mares nebulosos y sin estrellas del septentrin respondi el guerrero. Quin eres t que de tal manera te atreves a hablar? Soy un cartagins que en el lago Trasmeno salv a Anbal; un cartagins que en Hispania decidi muchas veces las batallas en nuestro favor; un cartagins que ha conquistado media Galia y al que la patria, en recompensa, envi desterrado a Tiro respondi el guerrero, con acento desdeoso. Cul es tu nombre? Ya lo sabrs otro da, no esta noche. Entrgame a la romana o no respondo del peso de mi espada. Es una enemiga! El pueblo lo sabe! Pues bien, yo le digo muy alto, a ese pueblo que me escucha, que esta mujer, cuando en el lago Trasmeno ca herido de muerte de un venablo romano, me acogi en su casa y me cur como si fuese un hermano. No la arrebatars a Baal Moloch! grit el sacerdote, enfurecido. Est condenada! Yo se la arrancar! respondi el guerrero. Ests ofendiendo al dios del fuego. Pues que me parta de un rayo, si puede! Moloch! Aniquila a este miserable! El fiero cartagins solt una carcajada sarcstica. Ni un rayo, ni siquiera una mala nube! No vale ni con mucho este informe monstruo de bronce lo que mi espada! La muchedumbre, espantada, no se atreva a lanzar un grito. La fiera figura del guerrero, que desafiaba desdeosamente al poderoso dios y a su sacerdote, ante los cuales temblaban an los individuos del Gran Consejo y que despus del reto an estaba vivo, haba producido una impresin imposible de describir. Que avancen los elefantes! grit el sacerdote, que reventaba de rabia. Aplastad a este miserable que insulta nuestra religin! El guerrero, de un empujn terrible, derrib al sacerdote hacindole caer junto a uno de los que rodeaban a Moloch, y en seguida, volvindose hacia sus hombres, que asistan impasibles a aquella escena, les dijo: Recordad cmo en Cannas rechazaban los romanos a nuestros elefantes. Los cuarenta nmidas se haban lanzado, como una masa fulminante, hacia las hogueras que estaban consumindose y al ver a los probos-cidios avanzar amenazadoramente, con las trompas levantadas, haban comenzado a lanzar, con prodigiosa rapidez, contra aquellos colosos, un huracn de tizones ardientes. Delante de aquella lluvia de fuego, los elefantes haban retrocedido berreando espantosamente, hasta que, presas de repentino pnico, se arrojaron sobre los mercenarios y el gento, ocasionando una general desbandada. Los camellos y los asnos, a su vez, espantados, se haban dado a la fuga, derribando a cuantos encontraban a su paso. En un momento, la plaza se convirti en el trasunto de una verdadera Babilonia. Todos escapaban gritando, refugindose dentro de las casas o de las calles laterales, mientras los elefantes, enfurecidos por los tizones de fuego, derribaban los dolos que rodeaban a Moloch y cargaban frenticamente, sordos a las voces de sus guardianes, vibrando a derecha e izquierda formidables trompazos que abatan filas enteras de fugitivos. El guerrero, sin preocuparse por lo que suceda, se haba lanzado hacia la joven romana, dicindole rpidamente: Huye con nosotros, Fulvia! Hiram! Calla, no pronuncies mi nombre. Estoy muerto para mi patria respondi el guerrero, con amargura. Luego, volvindose a los nios que se estrechaban unos contra otros, les dijo con dulzura: Volved a vuestras casas, id mientras tengis tiempo. Moloch, por hoy, os ha respetado. Cogi a la joven romana por una mano y la llev consigo, gritando amenazadoramente: Ay del que caiga bajo mi espada! Plaza!

II. A bordo de la hemioliaAquella amenaza, que, sin ninguna duda, hubiera cumplido aquel fiero guerrero que acababa de desafiar una poblacin entera, entre las ms valientes del Mediterrneo, resultaba intil, sin embargo, pues nadie, a buen seguro, pensaba en cerrarle el paso. La carga de los elefantes haba puesto en fuga a la muchedumbre que se haba puesto precipitadamente a salvo en las casas y templos vecinos. Hasta los sacerdotes haban escapado ms que de prisa abandonando sus dolos y sus estandartes, y los mercenarios que haban tratado de resistir el choque de aquellas masas monstruosas yacan ahora en tierra, aplastados o estropeados por los terribles trompazos y patadas de aquellas dos docenas de proboscidios. Hiram, viendo que nadie le iba al alcance, despus de libertar a los nios, haba echado a correr a travs de la gran plaza, obligando a la joven romana a seguirlo, mientras sus hombres, provistos de tizones encendidos para rechazar el probable ataque de los elefantes, formaban a derecha e izquierda de su capitn dos grandes lneas para protegerle contra cualquier peligro. Llegados a una calle oscursima por la que no discurra alma viviente, retard el paso, diciendo a Fulvia: No me han reconocido; no han recordado en m al desterrado de Tiro y, por lo tanto, nada tenemos que temer. A bordo de mi nave no vendr nadie, al menos por ahora, a detenernos ni prendernos. Por otra parte, nos prevendremos. Te debo la vida respondi la joven romana. Un da salvaste t la ma, y yo era tu enemigo. No mo, porque soy etrusca, y no romana. Lo mismo da. Para m, eras un hombre herido. Los de mi raza, si yo hubiese sido romano, no me hubieran dado cuartel respondi Hiram, con voz grave. Ya sabes cmo trataron a Atilio Rgulo y a cuantos han tenido la desgracia de caer en nuestras manos. Sus pellejos, arrancados an estremecientes y calientes de sus pechos, adornan nuestros templos. Fulvia experiment un estremecimiento de terror y baj la cabeza sin responder. Apresurmonos dijo Hiram, apretando el paso. La joven etrusca, en vez de seguirle, se detuvo, mirando en pos de s la tenebrosa calle. Nadie nos sigue dijo el guerrero. Han perdido nuestras huellas y han de habrselas an con los elefantes. Tengo miedo de Fegor. Fegor? Quin es se? Un hombre a quien temo ms que al gran sacerdote de Baal Moloch y los individuos del Gran Consejo. Por qu, Fulvia? Calla por ahora. Huyamos, Hiram. Tal vez nos vaya al alcance. Si nos lo da, le har arrojar al mar con una piedra al cuello. No se dejar coger; es demasiado astuto y demasiado prudente. Apresurmonos, entonces. Recorrieron con vivo paso algunas tortuosas calles que ninguna luz iluminaba y que se hallaban enteramente desiertas, por haber acudido la poblacin en masa a la plaza para asistir a los sacrificios humanos, y llegaron finalmente ante una gigantesca muralla que se extenda hasta los muelles del pequeo mar interior. Cartago poda rivalizar, en cuanto a sus fortificaciones, con la opulenta Tiro, que a tan dura prueba puso a los ejrcitos de Alejandro el Macedonio cuando ste, en el ao 332 antes de Jesucristo, emprendi su conquista, y tambin su destruccin. Desde las colinas fronterizas casi con el desierto, estaba toda rodeada de murallas ciclpeas, compuestas, como la famosa de Arados, de bloques gigantescos, reunidos sin ningn cemento, y de baluartes parecidos a los que construyeran los egipcios miles de aos antes. Slo algunas y muy angostas puertas daban entrada y salida a la ciudad, guardada siempre por buen golpe de mercenarios para impedir cualquier inesperada invasin. Hiram, despus de haberse asegurado bien de que nadie les haba ido en seguimiento, se acerc a un portillo de bronce, frente al cual velaban algunos soldados. Dejad paso a unos marineros que vuelven a su nave dijo Hiram, haciendo tintinear en sus manos algunas monedas de plata. Han terminado ya los sacrificios a Baal Moloch. Que Melqart (el dios de los navegantes y de los mares) te sea propicio respondi el guardia, abriendo el portillo de bronce. Gracias por el buen deseo dijo Hiram. Baal Hannon os proteja. Se introdujo en un estrecho corredor, llevando de la mano a la joven etrusca, por no haber all dentro ninguna luz, y seguido de sus nmidas lleg a la orilla del pequeo mar interior cuyas olas laman los muros poderosos de la ciudad. El grupo sigui durante algunos centenares de pasos una escollera, sobre la cual estaban hacinados gran nmero de cajas, barriles y voluminosos fardos, y se detuvo delante de una nave cuya popa se apoyaba casi contra la orilla. Era uno de aquellos barcos que los griegos y fenicios llamaban he-miolia, con la proa y la popa bastante levantadas y muy encorvadas, especialmente la segunda, para proteger contra las flechas al bortator encargado de regular la batida de los remeros con la voz, o bien con un palo, y a los hombres que combatan bajo cubierta. No haba ms que un solo banco de remos y a la sazn no llevaba ningn palo de arboladura, por lo cual las velas, hechas de pieles de cabra cosidas juntas, yacan arrolladas sobre el puente; pero, como las naves de guerra, llevaba a proa un largo espoln, tan agudo, que se proyectaba casi hasta la mitad de la rueda, forrado en bronce; era el famoso rostrum de los antiguos, destinado a hundir los flancos de las naves enemigas. No era una nave larga, ni un verdadero buque de combate; se pareca ms a aquellos pequeos barcos llamados acatium, de los que se servan con preferencia los piratas griegos y fenicios, porque no solamente eran ms ligeros y manejables sino porque con una tripulacin numerosa y aguerrida como la de que despona Hiram, poda dar mu-* cho que hacer a buques mucho mayores y provistos de ms rdenes de remos. El cartagins hizo echar un puente entre el barco y el muelle y condujo a Fulvia a bordo. No hay novedad, Sidonio? pregunt al hortator que haba salido a su encuentro. Ninguna, hasta ahora, capitn. A la opaca luz de una lamparilla de aceite suspendida del extremo de la gran curva que describa la popa, Fulvia vio que Hiram palideca como si hubiese recibido noticias de una inesperada contrariedad. Conque no ha vuelto! Se habr perdido o la habrn matado? S que estaba en Cartago. , No s qu decirte, capitn. Aqu no ha vuelto.

Dnde est Ac? Aqu estoy, capitn respondi, presentndose, un joven marinero. Ests seguro de que era la suya la que has cambiado? S, capitn. La nuestra, entonces, debiera ya estar aqu. Eso creo yo tambin. A quin has dado la nuestra? A su esclava favorita. Hiram pareca hallarse hondamente preocupado. Permaneci silencioso durante algunos minutos, interrogando ansiosamente las tinieblas con la mirada, y volvindose luego a los hombres que le rodeaban y parecan compartir las ansias del capitn, dijo: Idos a descansar. Yo velar. No se sabe nunca lo que puede suceder. Mientras los nmidas desaparecan silenciosamente bajo cubierta, Hiram se dejaba caer sobre el banco del hortator, sin apartar los ojos de los ciclpeos muros de la ciudad silenciosa. Una mano que se apoy sobre su hombro y le dio un ligero golpeci-to sac bruscamente a Hiram de sus meditaciones. Me has olvidado, Hiram? pregunt una voz. El hermano no se acuerda ya de aquella que un da, en una humilde casa de la Etru-ria, llam con el dulce nombre de hermana, aunque entre mi patria y la tuya hubiese un lago colmado de sangre? Por qu me has salvado? No vala la pena exponerse a un peligro tan grande para arrancar de la muerte a quin?, a una plebeya, a una hija del terruo, aunque sea del terruo romano. Hiram se levant. Perdname, nia; es verdad, te haba olvidado por un momento. Cmo no perdonar al que le debo la vida? respondi la romana. Sin ti, qu sera yo a estas horas? Un puado de polvo; qu dolor no hubiera ocasionado mi muerte a mi anciana madre! A tu madre? pregunt el cartagins, asombrado. Est aqu? Pero cmo os encontris en Cartago mientras yo os dej libres y felices en Etruria? No conoces mi historia, pero crea, sin embargo, que sabas que estaba aqu. Lo ignoraba, Fulvia. De haberlo sabido, hubiera acudido a mis amigos para que te libertasen y te repatriasen. No faltan aqu naves fenicias que comercian con Nepolis (aples) y Puteoli (Pozzuoli) y hubiera sido fcil enviarte a tu pas. Esta vez fue la nia quien se mostr profundamente sorprendida. Me habras retornado a Italia! exclam con acento de dolor. No te habas, pues, apostado con tus hombres en la plaza de Melqart para salvarme? Llegu a Tiro ayer por la maana, disfrazado, al cabo de dos largos aos de destierro respondi Hiram. Cmo poda saber que hubieses sido condenada a ser inmolada a Moloch? Por qu, entonces, te encontrabas all armado, con toda tu gente?. Hiram pareci quedar algo incomodado con la pregunta y permaneci silencioso un momento, mirando siempre hacia la ciudad. Tu patria ha vuelto a romper las hostilidades con la ma dijo. Por eso he huido del destierro y me encuentro aqu. Poda permanecer yo all, con los brazos cruzados, yo que he pasado diecisiete aos combatiendo en Hispania, en las Galias y el lago Trasmeno con el gran Anbal, cuando la patria est en peligro? Verdad es que esta patria no se ha mostrado agradecida, como tampoco lo fue con Anbal, pero he nacido dentro de esos muros y dentro de esos muros descansan tambin mis antepasados. Estabas desterrado! T, uno de los ms famosos capitanes de la repblica! exclam Fulvia. S, por odio de uno de los ms influyentes individuos del Colegio de los Sufetas y del Consejo de los Ciento dijo Hiram, con voz amarga. Hiram mir de nuevo el horizonte, con no menos ansiedad, y repuso: No me has dicho an cmo te encuentras aqu. Cuando te dej eras casi una nia; te encuentro en Cartago hecha una mujer y tal vez esclava. Quin te ha trado aqu? La guerra haba devastado Etruria e incendiado nuestras casas, aun aquella donde estuviste refugiado y te curaste de las heridas. Mi padre, arruinado completamente, nos llev a Camae, donde tena parientes que comerciaban con los fenicios de Tiro y de Rodas. Un da fonde una nave, cargada de aquellos vasos esplndidos y de aquellas graciosas estatuitas que slo sabe hacer aquel pueblo. Cuando termin la venta, los fenicios, como solan hacer a menudo, nos convidaron a ir a bordo, so pretexto de hacernos regalos, y nos trajeron aqu. Y te vendieron como esclava aadi Hiram. Cunto tiempo hace que ests en Cartago? Dos aos. Pobre Fulvia! murmur Hiram. Entonces me hallaba yo muy lejos. Quizs sin acordarte de m ni en lo ms mnimo dijo la joven. No, te engaas. En mis horas de desaliento vea a menudo tu casita, los rboles que la defendan del ardor del hirviente sol etrusco; una linda salita donde tu padre me curaba y la nia me cantaba dulces canciones para aliviar los dolores que me ocasionara la lanzada que me infiri un centurin romano, y que me haba traspasado el costado. Aunque ha transcurrido mucho tiempo, ya ves que te he reconocido en seguida, aunque te hubiese dejado nia, pues no tenas entonces ms de diez aos. Y t, has pensado alguna vez en el guerrero cartagins que tu padre y tu madre salvaron de la muerte? Ms de lo que crees respondi la etrusca, reprimiendo un suspiro. Cuntas veces habr soado con el valiente joven, por enemigo que fuera de la gente itlica, extendido, todo lleno de sangre, sobre mi cama, fiero aun en el trance de la muerte y sonriente hasta en la ago na! Cuntas veces le he vuelto a ver como cuando despus de aquella larga convalecencia se apoyaba en mi dbil brazo hablndome de su patria lejana o refirindome tremendos episodios de la guerra! Y cuntas veces no le he vuelto a ver cuando me dio el ltimo adis, una hermosa maana de primavera, en el lindero del bosque que se extenda detrs de mi casa! Fulvia haba levantado la cabeza mirando al cartagins, pero no pareca que ste la escuchara ya. Inclinado hacia adelante, con los brazos extendidos, pareca que siguiese con la mirada algo que revoloteara. Hiram! murmur Fulvia. La paloma! exclam el cartagins, haciendo un ademn de alegra. Ah! Por fin! Me la enva! Hiram, dejando a la joven, corri hacia la proa en cuyo coronamiento se haba posado un ave cuyo blanqusimo plumaje resaltaba en la profunda oscuridad que rodeaba la nave. El cartagins la cogi con la mano, sin que el gentil enviado tratase de escaparse. No tena aquello nada de extrao, pues todas las naves fenicias y cartaginesas llevaban siempre palomas mensajeras para enviar noticias a sus allegados lejanos en caso de peligro. Hiram la bes en el pico y luego busc las alas.

Ah! Aqu est! exclam con un grito de alegra. Sidonio! Una luz!, una luz! El hortator, que an no se haba dormido, sali de debajo del castillo de proa con una lamparilla de barro cocido, modelada en forma de cabeza de carnero. Ha llegado? pregunt. S; he encontrado un rollito bajo una de sus alas. El hortator levant la lmpara, mientras Hiram desenvolva un pe-dacito de piel barnizado de cera, sobre el cual se vean jeroglficos trazados con algn alfiler o punzn. Qu hay? pregunt Sidonio, que observaba el semblante del capitn y vio que palideca intensamente. Va a quedar perdida para m! respondi Hiram con voz sorda. Qu dices? Dentro de tres das ser esposa. Qu vas a hacer, entonces? El cartagins permaneci perplejo un momento, llevndose las manos a la frente, cubierta de un sudor fro, y en seguida repuso: Puedo contar con la vida de mis nmidas, Sidonio? Como con la ma, capitn. Aun si los arrastrase a travs de Cartago? Son unos mercachifles! respondi Sidonio, con una sonrisa de desprecio. Saben vender, pero no saben combatir, y sus mercenarios valen poco, si no son africanos como nosotros. Pero vas a dejar que te la quite el hijo de algn mercader enriquecido o renuncias a disputrsela a ese siniestro viejo que, nacido y criado entre la prpura de Tiro y los aromas de Arabia, desprecia a la fuerte gente a que su patria debe la existencia? Me espera maana por la noche respondi Hiram. Y vas a ir? Sera un villano si no fuera, aunque debiera morir. Que la vea un solo instante y olvidar mi largo destierro de Tiro! Ella es Una mano que le cogi estrechamente por la mueca le interrumpi. De quin hablas, Hiram? pregunt una voz. Ah, eres t, Fulvia! respondi Hiram, soltando la paloma, que no haba abandonado an. De quin hablas? De una doncella respondi Hiram. Cartaginesa? Y la amas? Hiram iba a responder, cuando entre el leve murmullo de las olas del mar interior, al estrellarse contra los muelles y rumorear contra los costados de los buques, se oy de sbito una voz que cantaba: el imprudente cree todo lo que le dicen, pero el hombre prudente sopesa todas sus acciones. el sabio teme y vuelve la espalda al mal; el insensato sigue adelante y se cree seguro. Fegor! exclam Fulvia, estremecindose. Gurdate, Hiram! Fegor! dijo el cartagins, fijndose en aquel nombre. Me has hablado ya de ese hombre! Qu quiere ese miserable? Es un espa del Consejo de los Ciento. Sidonio, un arco. Qu vas a hacer, Hiram? pregunt la etrusca. Cuando un hombre estorba, se le mata como a una fiera respondi el cartagins. Si yerras el tiro, te delatar. El arco! repiti Hiram. Aqu est, capitn respondi Sidonio, entregndole el arma y una aljaba llena de dardos. Hiram cogi la una y la otra, se afianz contra la borda y mir atentamente hacia el andn. Aunque la noche fuese oscursima, distingui un bulto que se deslizaba cautelosamente entre las cajas y los barriles que lo obstruan y que continuaba cantando entre dientes: el imprudente cree todo lo que le dicen. Un agudo silbido interrumpi la frase, seguido de un ligero grito. Tocado dijo Hiram. Sidonio, anda a tierra y remtalo con la daga. El hortator corri hacia el puente que una el barco con el muelle, empuando una ancha y corta hoja, y desapareci en medio de las mercancas. Su ausencia dur cinco o seis minutos, y luego Hiram le vio reaparecer con aspecto ms compungido que alegre. Le has matado? pregunt el cartagins. El maldito ha desaparecido exclam el hortator con rabia. Pero si se deja volver a ver, espero desquitarme.

III. El espa del Consejo de los CientoAl or Hiram la respuesta de Sidonio, mir por largo rato a Fulvia que, apoyada contra la mura de babor, fijaba sus ojos en el andn, con profunda angustia. Es, pues, muy peligroso ese Fegor, Fulvia? dijo. S; muy peligroso. Es cartagins? Mejor parece nmida, subdito de Masinisa. [1] Dnde le conociste, Fulvia? Frecuentaba la casa del general Famba, de cuya mujer era yo esclava. Famba! exclam Hiram, con profundo desprecio. Vaya con qu general cuentan estos mercachifles! Otra cosa requieren las legiones romanas! Es un traidor, y el gran Anbal le conoca bien. Pero qu tiene Fegor que ver conmigo? Me ama. Ese miserable? Y t? Cuando me hablaba de su amor, pensaba yo en mi blanca casita, en mi jardn perfumado, en mi camita, en la cual languideca el fuerte guerrero cartagins. Hiram se pas la mano por la frente y murmur: Triste destino! Ya es demasiado tarde! Le tengo miedo a ese hombre, Hiram dijo Fulvia. Pues con quererte tanto, no ha sido capaz de salvarte de las fauces de Baal Moloch exclam Hiram con irona. Pero si ha escapado ahora, ya le encontrar despus. No se escapar! Y ahora, Fulvia, anda, vete a descansar Todos velaremos y no tienes nada que temer. La joven se alej en silencio, acompaada por Sidonio, que la condujo a un camarote de popa. Al volver el atltico piloto junto a Hiram, le pregunt con su ruda voz: Qu piensas hacer? Pues maana por la noche voy a ver a Ofir. Y si te sorprenden? No has sido indultado, y si te sorprenden ya sabes la suerte que te espera. Nada me importa la muerte! exclam Hiram. Qu sera de mi vida sin Ofir? Viles mercaderes que necesitan de nuestros brazos para defender su trfico y despus nos desprecian, como si nuestra sangre no valiese ms que la suya! Si yo fuera un miserable tendero de prpura y de vasos, Ofir hubiera sido ma, pues su padre no me la hubiera negado! Malditos sean tus negociantes, Cartago! Entonces, la maldicin cae tambin sobre ti. Acaso no llevamos mercancas de Tiro? A bordo, que vendemos cosas hermossimas! Somos unos honrados traficantes Magnfica idea se te ha ocurrido, Sidonio! Se me ha ocurrido vender caballos. Podramos tenerlos para maana al anochecer? Nada ms fcil, capitn. Me acompaars? Hasta el mismo desierto de Mauritania, si fuera el caso. He de verla. Y si se casa? Tengo cincuenta hombres que, segn me has dicho, son ciegamente fieles. Y lo repito. Cuando les digas que han de perder la vida, la perdern. Son nmidas, capitn. Pero vete ya, duerme! Fa en m, capitn. Hiram, siempre pensativo, baj por la escotilla de los camarotes de popa. La noche transcurri tranquilamente y albore de igual manera, despertando a su rosada luz la actividad del puerto. Desembocaban por las portas de las naves tropeles de hombres; salan por las puertas de las almenadas murallas de Cartago largas filas de esclavos, casi todos prisioneros de guerra, empleados en desembarcar los preciosos tejidos procedentes de las islas del archipilago y de los puertos de Asia Menor, o bien el estao y el cobre que los osados fenicios iban a buscar en la lejana Bretaa o en aquel misterioso continente que se extenda entre las costas de frica y del continente llamado hoy Amrica, en aquella Atlntida desaparecida despus, no se sabe cmo, bajo las olas, sin dejar rastro. Hiram, que, como todos los navegantes, estaba acostumbrado a dormir muy poco, haba subido a cubierta mientras sus hombres trabajaban en la bodega, enviando a cubierta gruesos fardos que los otros marineros abran, sacando estatuitas de mrmol, de bronce, de marfil y de barro cocido, artculo muy buscado en aquellos tiempos y que constitua un comercio de los ms florecientes por no tener rivales los feni cios en la construccin de aquellas minsculas divinidades que encontraban fructfero mercado entre las poblaciones africanas, iberas y galas. Sacaban, adems, de aquellos fardos vasos de vidrio o de bronce maravillosamente trabajados por los hbiles artfices de Tiro, terrinas de exquisita manufactura y variados objetos de marfil para el tocador de las ricas cartaginesas, o aquellas nforas de oro y plata que eran la admiracin de todos los pueblos de la cuenca del Mediterrneo, desde las ms remotas pocas, o armas procedentes de Chipre, formadas con aquel bronce fenicio que por su temple se diferenciaba de todos los dems. O bien desplegaban sobre las muras, para llamar mejor la atencin de los compradores, inmensas piezas de prpura cuya maravillosa estofa slo los fenicios saban tejer y tintar. Hiram, que aunque guerrero no poda olvidarse de que perteneca a un pueblo de mercaderes, vigilaba atentamente aquella exposicin de objetos heterogneos, aunque maravillosos, no sin recomendar que se ocultase a las miradas de las tripulaciones de las vecinas naves el verdadero carcter de la hemiolia. Pareca que se hubiese olvidado enteramente de la joven etrusca y de los sucesos de la pasada noche, cosa que no hubiera tenido nada de particular, pues fenicios y cartagineses, que formaban una sola colonia antes de separarse, eran, ante todo, grandes traficantes. Absorbales toda su atencin la idea de vender, y no era raro el caso de que en medio de las ms sangrientas batallas regateasen y discutiesen sobre negocios, ni ms ni menos que hacen hoy los yanquis. La voz de Fulvia le distrajo de sus atenciones. Hete ah un buque de guerra convertido en tienda de mercader exclam, con un leve acento irnico. Ah! Eres t, Fulvia? respondi el cartagins, que estaba observando una magnfica coleccin de pectorales adornados de piedras preciosas, anillos, sortijas, brazaletes y collares de mbar. No te extrae eso, debes tomarme por un mercachifle y no por un guerrero. Esplndidas prpuras!

Tambin hay para ti. Para m! Una pobre muchacha de Etruria cubrirse con estas maravillosas telas! Una pobre plebeya! Romana. Y qu quiere decir eso? Una raza privilegiada que demoler el mundo. Y tambin a Cartago? Cartago! exclam Hiram, con amargura. Estas murallas que parecen invencibles caern bajo los esfuerzos inhumanos de tu raza. Este pueblo de mercaderes que desprecia las armas, la fuerza, la audacia; que abandon a su destino al gran Anbal, quien hubiera podido hun dir para siempre el podero romano y que en premio a sus victorias fue desterrado al Asia lejana, este pueblo de mercaderes ir errante algn da por las orillas arenosas de esta frica que los alimenta y enriquece. Hiram lee el futuro; Cartago se convertir en un nido de buhos y nunca ms su bandera mostrar sus colores en las cerleas olas del Mediterrneo. As recibirn su merecido esos viles que al honor y salvacin de la patria prefieren la ganancia obtenida con su comercio! Y, sin embargo, t eres un comerciante tambin. Hiram mir a Fulvia con estupor y en seguida, tirando de la espada de bronce que llevaba al cinto, de algunos golpes cort las riqusimas telas de prpura que sus marineros haban desplegado sobre las bordas, dejndolas caer al mar. Son tejidos que slo Tiro puede dar dijo, y valen talentos. He ah lo que hace un guerrero de sus mercancas. Las ofrece, sin vacilacin, a las olas. Qu has hecho, Hiram? grit Fulvia, que se haba asomado a la mura, mirando con angustia cmo aquellas preciosas telas desaparecan bajo las olas. Te demuestro que un guerrero no podr ser nunca un mercader respondi el fiero cartagins. Vendo para engaar; mis manos conocen el arco, la maza, la lanza y la espada; no la vara de medir. Un grito que se levantaba de debajo de la nave le interrumpi. Venden aqu? Hiram se inclin sobre la mura. Una lancha haba atracado junto a la hemiolia, chocando contra el costado para llamar la atencin. La tripulaban cuatro remeros e iban en ella siete u ocho mercaderes envueltos en anchas tnicas que cubran parte de sus rostros. S, vendemos, vendemos se apresur a responder Sidonio vasos, joyera, objetos de marfil, estofas, cermicas, todo lo que producen los incomparables artfices de Tiro y de Chipre. Deja caer la escala; traemos dinero que gastar. Y a nosotros nos corre prisa vender respondi Sidonio, mientras los marineros dejaban colgar la escala de cuerda. Tres hombres, dos de avanzada edad y otro que pareca joven, aunque procurase mantener su capa muy levantada sobre el rostro, subieron a bordo de la hemiolia, sobre cuya cubierta estaban hacinadas multitud de mercancas. Fulvia haba de pronto fijado sus miradas en el ms joven de los tres mercaderes y experiment un estremecimiento tan fuerte, que no pas inadvertido a Hiram. Qu hay? pregunt el cartagins. Es l. Fegor? S. No te equivocas? No; es el que anoche nos segua y el que ha escapado no hace mucho a tu flecha. Le voy a matar. Aqu, en pleno da, tan cerca de los buques de guerra? Te expondras al peligro de hacerte traicin t mismo, Hiram. No te enemistes con ese hombre que, como te he dicho, es un espa del Consejo de los Ciento. Tienes razn, Fulvia. Pero y si slo hubiese venido para entregarte en manos de los sacerdotes de Baal Moloch? No te he dicho que me ama locamente? Tiene el mayor inters del mundo en salvarme antes que en perderme. Y por qu habr venido aqu? Quizs para hablarme. Mustrame quin es. El ms joven de los tres, que va disfrazado de mercader nmida. Hiram se volvi y observ tres mercaderes que estaban examinando los vasos de metal y de vidrio, las cermicas y las telas que les mostraba Sidonio, ponderndoles su valor y su finura. Fegor mostraba interesarse, mientras de vez en cuando miraba de soslayo intensamente a la joven etrusca, asaetndola con sus ojillos negrsimos que tenan el brillo de los de las serpientes. Era un joven de unos veinticinco a veintiocho aos, de lneas duras y angulosas, con la piel bastante bronceada, y de elevada estatura. Era enjuto y musculoso como un verdadero mauritano y, a semejanza de aquellos fieros corsarios del Atlntico, llevaba una holgada capa de tela basta, de color oscuro, con un ancho capuchn que le esconda casi enteramente el rostro. El tipo del verdadero traidor dijo Hiram, haciendo un gesto de repulsin. Ese hombre debe tener el corazn de hiena. Le amas t, Fulvia? Yo! Una etrusca! Entonces debes de temerle. Mucho. Acrcate; veamos qu quiere de ti. Pero pon atencin en no decir nada sobre mi verdadera persona. No temas dijo Fulvia. Se separ de la mura de popa, acercndose lentamente al grupo formado por los mercaderes y Sidonio, de suerte que se situ detrs del espa. Fegor, al advertir aquel movimiento, dej caer en el suelo una pieza de prpura que estaba contratando, y so pretexto de examinar algunos vasos de bronce, se acerc vivamente a Fulvia, mientras los marineros continuaban desembalando los fardos que suban de la bodega. Ya saba yo que te haban trado aqu le dijo en voz baja. Quines son esos hombres que te han arrebatado de manos de los sacerdotes de Moloch? Ya lo ves: mercaderes de Tiro. Te conocan de antes? Jams los haba visto. Entonces por qu te han salvado?

Te pesa que est viva an? Mi sangre habra dado para salvarte del horrible suplicio, pero cmo lograrlo?, qu poda hacer yo solo? Dime, piensan esos hombres tenerte a bordo? Por ahora s. Como esclava? Los fenicios estn acostumbrados a robar a las jvenes. No soy esclava. Entonces vuelve a tu casa, donde te espera tu anciana madre. Sabe que me han salvado? Yo se lo he dicho. Esta noche te espero en el muelle de Cothon. Y si estos hombres no me dejan ir a tierra? Eso es cosa tuya y no ma; te espero y tendrs que venir dijo Fegor, con voz amenazadora. Y si se negaran? Yo me creo libre, pero si me engaase y fuese esclava? Brill en los ojos de Fegor un relmpago siniestro. Una sospecha insinuada por m sobre esos navegantes bastara para perderlos. Seras capaz? De hacer creer que son espas de los romanos y hacerlos matar a todos. Esos hombres guerreros me han salvado! sta es otra acusacin que bastara a perderlos igualmente; obedceme, pues. Lo quiero, y ya sabes de lo que soy capaz: hasta de matar a tu madre. Fegor, eres un miserable exclam la joven, lanzndole una mirada llena de odio. El espa se encogi de hombros y repuso: Te amo con frenes y para hacerte mi mujer me siento capaz de pegar fuego a Cartago y vender a mi patria. Hasta esta noche, Fulvia. Y si no me dejan ir?, repito. Entonces ya encontrar yo manera de obligarlos -concluy Fegor. Adis. Se reuni con sus dos compaeros, que haban comprado vasos y telas, y bajaron los tres para embarcarse en la lancha, mientras llegaban otros mercaderes seguidos de muchos esclavos.

IV. Una expedicin nocturnaApenas haba visto alejarse la lancha de Fegor, Fulvia se apresur a reunirse con Hiram, el cual, durante el coloquio, se haba guardado bien de dejarse ver en demasa, teniendo que temerlo todo de un hombre que estaba al servicio del Consejo de los Ciento, aquel temido y suspicaz Consejo que con un solo edicto haca temblar a todos los habitantes de Cartago. Nadie ciertamente debi de haber advertido su regreso del destierro, habiendo transcurrido ms de dos aos, pero aun as su presencia poda despertar alguna sospecha, y no ignoraba cuan severa era la repblica con los que la desobedecan. Al or las palabras amenazadoras de Fegor, que Fulvia le refera, surc una profunda arruga la frente del cartagins. Qu podra intentar contra nosotros ese miserable? se pregunt, mirando con ansiedad a la joven. Ese vil espa te quiere para l; ya lo veremos. Y mi madre? Maana estar a bordo, y cuando empiece a anochecer, mi nave dejar para siempre esta nefasta Cartago. Partiremos? S, si consigo llevarme a Ofir. Ofir! exclam Fulvia, estremecindose. Quin es Ofir? Ya lo sabrs ms adelante. Ah vienen otros mercaderes; pongmosles buena cara para que me crean un verdadero traficante de Tiro. Haban atracado otras lanchas junto a la hemiolia y suban a bordo otros hombres para hacer compras. Sidonio, que antes de ser marino haba comerciado muchos aos en los puertos de Levante y las islas del archipilago griego, tena mucho que hacer en mostrar a los clientes las preciosas mercancas que sus hombres exponan sobre cubierta. Pareca que el hortator no hubiese hecho otra cosa en su vida, y as, jurando y perjurando por Tanit, el dios supremo de los fenicios, y por Melqart, dios de los navegantes, embolsaba talentos en buen nmero, vaciando rpidamente la bodega. Al atardecer, las ventas quedaron sbitamente interrumpidas. Los mercaderes embarcaban a toda prisa los objetos adquiridos y se alejaban rpidamente de la nave de Hiram. Ya despus de medioda, el calor haba sido sofocante, anunciando un brusco cambio de tiempo, y el aire, tranquilsimo por la maana, haba empezado a turbarse, transportando sobre la ciudad inmensas nubes de arena que llegaban, en espesas columnas, de las regiones interiores. El simn, ese viento calidsimo que barre el desierto del Sahara, se anunciaba formidable y repercuta en el mar, sacudiendo su inmovilidad. Mala noche para tu empresa, capitn dijo Sidonio. Mejor para m; prefiero que sea psima a que sea tranquila. Ve a tierra y ensilla los caballos. Cuntos? Cuatro para la escolta y el mo. Me cuento yo entre los que irn contigo? S; t vales por diez. El contramaestre quedar al cuidado de la nave. Por otra parte, no habr de pasar nada. Nadie ha sospechado de nosotros. Oh, no! Somos unos pacficos y honrados comerciantes. Anda, Sidonio. Esprame detrs del baluarte, bajo los porches de la guardia. Cuenta conmigo respondi Sidonio, haciendo seal a los marineros de que echasen un bote al agua. Hiram permaneca en el castillo de popa, mirando la inmensa ciudad que los ltimos rayos del sol poniente tean de rojo. Soplaba de vez en cuando un viento furioso, cuyas rfagas alborotaban las olas del mar interior y doblaban las palmeras. El mismo Mediterrneo experimentaba sus efectos, pues ms all de los diques se oa el estruendo de las olas al estrellarse contra las escolleras. Las naves recogan apresuradamente las velas y bajaban las entenas para no ofrecer presa al viento que aumentaba rpidamente. Treme una paloma dijo de pronto Hiram, dirigindose a un marinero. Procura que sea alguna de las que ha trado Ac. Harto bien conozco las nuestras para no equivocarme. Las que ha cambiado Ac son negras, y las nuestras son blanqusimas. Mientras el marinero se alejaba, Hiram se sac de un bolsillo una minscula tableta de madera sobre la cual traz, con un pincelito empapado en una especie de tinta azul, algunos signos. A buen seguro que Ofir la esperar murmur. Mientras no caiga en manos del maldito viejo! No importa, suceda lo que suceda, la ver. El huracn viene en mi auxilio. El marinero regres trayendo en la mano una bellsima paloma de plumas negras. Hiram le at la tablilla debajo de un ala y luego, levantndola, la lanz al espacio, diciendo: Ve!, tu ama te espera! Describiendo graciosas curvas sobre la nave, vol rpidamente la paloma hacia Cartago. Por qu sueltas tantas palomas, Hiram? pregunt Fulvia, aproximndose al cartagins. Me comunico con una persona que me interesa vivamente, y que debo visitar esta noche respondi Hiram, sofocando un suspiro. Vas a tierra? pregunt tmidamente Fulvia, que haba comprendido el objeto de la suelta de aquella paloma, como medio de corresponderse con otra, probablemente aquella Ofir de que haba hablado. S. Y si alguien, si ese espa de los Ciento te esperase y te preparase una celada? Tengo esto para l dijo el cartagins, pegando una mano sobre la ancha espada que le penda del cinto. Ya sabes que ese miserable me espera. Suceda lo que suceda, no salgas de mi nave. Por lo dems, dentro de algunas horas las olas lo barrern todo y no podr acercarse ninguna lancha a a orilla. Qudate aqu y espera a que yo regrese. Vas a la ciudad en una noche tan tempestuosa? Es necesario; dos aos hace que estoy esperando esta noche. Tienes alguna venganza que cumplir? No te lo puedo decir, Fulvia. Ah! Leo en tus ojos tu secreto Vas a buscar a una mujer El cartagins frunci la frente. Qu sabes t? pregunt casi con espanto. Quin te lo ha dicho? Quizs Fegor?

Oh, no! No me habl de ti ni de ninguna mujer. Hiram respir como si le hubiesen quitado un enorme peso que le oprimiera el pecho. Si ese hombre hubiese adivinado quin soy en realidad y m presencia en esta ciudad, que me est vedada, hubieran tenido fin mi vida y la de Ofir. De Ofir! De nuevo pronuncias este nombre! Quin es? El cartagins mir a Fulvia sin responder. Por fin, vacilando, repuso: Es una joven. Me lo haba figurado dijo la etrusca, bajando tristemente la cabeza. Es tu amada. Y la ver esta noche El huracn comienza a enfurecerse Lleg la hora. Sidonio debe esperarme impaciente. Gurdate de las traiciones, Hiram. Sabr evitarlas. Y si murieses? Mi gente te volver a Italia, junto con tu madre. He dado ya las rdenes oportunas. Desenvain la espada, probando el filo sobre el pulpejo del pulgar, y luego, satisfecho de aquel examen, repuso: Al agua la lancha mayor, con cuatro hombres. Traedme mi escudo y mi coraza. Ruga el simn con extremada violencia y las olas chocaban con furia a travs del canalizo que comunicaba con el Mediterrneo. Las rfagas, cada vez ms ardientes y sofocantes, se sucedan con frecuencia terrible, trastornando el puerto y poniendo a dura prueba las amarras de los barcos. Relmpagos siniestros de cadavrico fulgor iluminaban el espacio sobre la acrpolis, acompaados de estridentes rumores que parecan producidos por centenares de carros llenos de herramientas, arrastrados en desenfrenada carrera a travs de las negras nubes que cubran el cielo. Partes, Hiram? pregunt dulcemente Fulvia. Es preciso; nada temas por m. La amas mucho? Oh, s! Mucho. Adis, Hiram. Adis, Fulvia. El cartagins se ci rpidamente la coraza, se puso en la cabeza un casco que llevaba en la cimera una pluma de avestruz, embraz el escudo y baj luego por la escala de cuerda, mientras la joven etrusca, apoyada sobre la mura, le miraba descender con tristes ojos. Larga! mand Hiram. Con un poderoso empuje, los cuatro remeros alejaron la embarcacin, que las olas, ya altsimas, amenazaban estrellar contra el costado de estribor de la hemiolia, y arrancaron con bro, dirigindose hacia el muelle, que no distaba ms que algunas brazas. Hiram sostena con firme mano el remo que haca las veces de timn, pero de vez en cuando miraba hacia su barco y fijaba los ojos en Fulvia, siempre inclinada sobre la mura y a la cual dejaban ver los fulgores lvidos de los relmpagos. Pensar en m? se deca el cartagins. Extraa muchacha, a quien he conocido demasiado tarde! Bah! Locuras! Para m no hay ms que Ofir, luz de mis ojos, mi nico pensamiento! Venga la muer te, pero que yo te vea! Nia divina, por la que he llorado dos aos, all en Tiro! Los cuatro nmidas eran verdaderos hrcules, y con algunos pocos golpes de remo superaron las olas que se estrellaban furiosamente contra el muelle y salpicaban las murallas, y aseguraron la embarcacin en un anillo de hierro, hasta que Hiram hubo desembarcado. Varadla en tierra y seguidme dijo Hiram. Los cuatro hrcules, en un momento, sacaron la lancha del agua para impedir que las olas la rompiesen contra el muelle, recogieron sus dagas y sus arcos y siguieron al capitn. No veis a nadie? pregunt Hiram. Quin se atrevera a venir aqu, en noche tan tempestuosa? Dentro de poco las olas barrern la muralla. Adelante! A treinta pasos del lugar donde haban desembarcado, se abra el portillo que conduca al pasadizo abierto bajo el espesor de la enorme muralla, custodiado por algunos mercenarios. Tenemos urgentes negocios que despachar en la ciudad dijo Hiram, haciendo deslizar en sus manos, como la otra vez, algunas monedas de plata. Somos comerciantes de Tiro. Cruzaron por el pasadizo, iluminado por algunas lmparas de barro colgadas del techo, y entraron en la ciudad. En aquel momento el simn se desencadenaba con violencia extrema, rugiendo a travs de las estrechas calles de la metrpoli cartaginesa y de las almenas de las murallas. Caan por doquier nubes de arena, mientras el cielo se iluminaba al resplandor de los relmpagos. Aqu, capitn dijo una voz que parta de detrs del ngulo de un baluarte. Sidonio! respondi Hiram. Daos prisa o se me van a escapar los caballos, pues no logro ya tenerlos ms sujetos. El cartagins y sus cuatro nmidas se acercaron al hortator, que haca desesperados esfuerzos para tener arrimados al muro seis hermosos caballos, de poca alzada, sin embargo, y poderosas grupas. Los seis hombres montaron; las sillas consistan en una piel de hiena sujeta por una ancha cincha. No os separis de m, y desenvainad las dagas dijo Hiram. No se puede descartar que nos vayan a tender una celada. Se lanzaron a desenfrenado escape, subiendo hacia el barrio de la ciudad donde habitaban los ricos mercaderes y los consejeros de la repblica y donde se levantaban los ms soberbios templos. Cartago no equivala, por la extensin ni por el nmero de sus habitantes, a Roma, su orgullosa rival, pero aun as ocupaba toda la costa occidental del actual golfo de Timer, cubriendo todo el istmo, y se deca que no contaba menos de doscientas mil almas, nmero respetable en aquellas lejanas pocas. Hiram, que conoca el terreno palmo a palmo, atraves toda la parte occidental, pasando por callejas tortuosas y enteramente desiertas, flanqueadas de casas de piedras en forma de cubo y superadas por azoteas, y se detuvo, al cabo de un cuarto de hora de furioso galope, en medio de una vasta plaza rodeada de inmensos templos de forma cuadrada, circundados por multitud de columnas. No veis a nadie? pregunt a sus hombres, que escudriaban atentamente en las tinieblas. No, capitn respondi el hortator. Parece que el secreto ha quedado bien guardado. Entonces vamos a vernos las caras, viejo Hermon exclam Hiram. O me cedes a Ofir o destruyo tu casa. Echad pie a tierra, amigos, y tened a los caballos por las riendas. Tratemos de no hacer ruido.

V. OfirDespus de haberse convencido Hiram de que no haba nadie en la plaza de los famosos templos de Astart y nadie haba pensado en tenderle la emboscada que se tema, se dirigi hacia una calleja que se abra entre dos gigantescas columnas cuadradas y macizas que formaban como una especie de arco triunfal dedicado a Bacon, el conquistador de Cerdea y las Baleares y primer fundador del podero naval cartagins. Reinaba profundsima oscuridad ms all de las columnas, aumentada an por la espesa sombra proyectada por las altsimas murallas del vecino templo. El simn, engolfndose por aquella estrecha va, ruga en mil tonos, levantando nubes de arena, y era tan clido, que por algunos momentos Hiram y sus compaeros temieron caer asfixiados. Tened bien sujetos los caballos repeta el cartagins, inclinndose hasta el suelo para resistir mejor la violencia de las rfagas. Los podremos necesitar despus. Procediendo siempre cautelosamente, llegaron por fin detrs de una altsima casa de paredes perfectamente lisas y privadas de ventanas, que tena ms aspecto de fortaleza que no de morada seorial. Ya estamos exclam Hiram. Adelantando hacia una especie de prtico que deba de servir de tienda, hizo conducir all debajo los caballos, y despus de recomendar a sus hombres el mayor silencio, se dirigi al medio de la calle, con el hortator que llevaba el arco armado de una saeta. Mira el pretil de la terraza dijo. Si Ofir me espera, oir el silbido. Sidonio levant el arco y lanz la flecha que parti con un ligero silbido, perdindose entre las tinieblas. En lo alto, en la terraza, se oy un dbil grito que poda tomarse por el de algn ave nocturna, y luego cay al suelo un objeto, levantando la arena que el simn haba acumulado en la calleja. Ha arrojado una cuerda dijo Sidonio. Intensa alegra se reflej en el semblante del cartagins y haba cogido ya la cuerda que colgaba a lo largo de la pared, cuando Sidonio le detuvo. Ests seguro de que ha sido Ofir quien ha lanzado la cuerda? No podra ser el viejo? Deja que suba yo antes; si me cortan la cuerda y me matan, ya cuidars t de vengarme. Hiram, despus de vacilar un momento, cedi el puesto a su fiel hortator, que se haba cogido ya a los nudos de la cuerda. El capitn cogi el extremo de la cuerda para mantenerla tensa, y Sidonio comenz a subir con la agilidad de un mono, remontando la pared de la elevad-sima construccin. Un silbido estridente que descenda de lo alto advirti a Hiram de que el hortator haba llegado ya a la terraza y que ningn peligro, al menos por lo pronto, le amenazaba. Se adelantaron dos nmidas a sujetar la cuerda, y el capitn subi a su vez, llevando la daga cogida entre los dientes. La subida dur algunos minutos, pues la casa tena una altura de ocho pisos, pues era costumbre de los ricos cartagineses, al par de los fenicios, poseer casas altsimas para poder dominar, desde sus azoteas, un vasto espacio de mar y avistar pronto los buques que navegaban hacia sus puertos. Venga la mano dijo Sidonio, abalanzndose sobre el pretil, una vez Hiram hubo llegado a la cornisa. Cogi Sidonio la mano del cartagins y le ayud a subir para que pudiese sentar el pie en el hueco de una de las almenas. Ofir! dijo de pronto Hiram. Silencio, seor respondi una voz de mujer. Se adelant una forma blanca, hacindole una profunda reverencia. Eres su esclava favorita? pregunt Hiram. S, seor; mi ama os espera en su estancia. No hagas ruido, pues tememos que el viejo Hermon haya visto la paloma que enviaste al anochecer. Seguidme, seor. Y yo? pregunt Sidonio. Qudate aqu de guardia y acude al primer grito que oigas. La esclava, que iba envuelta en un amplio manto de ligersima tela blanca recamada de oro, cogi a Hiram por una mano y le hizo cruzar la azotea, que era grandsima, pues cubra todo el cuerpo del edificio, y baj luego por una escalera que conduca a una especie de galera toda de mrmol blanco, sostenida por elegantes columnitas estucadas. Detente aqu, seor murmur la esclava. Mi ama no est ya lejos. Mira que si me haces traicin te mato dijo Hiram, en tono amenazador. Castigeme Istar si te engao, fuerte guerrero respondi la esclava. Mi vida, por otra parte, est en tus manos. Desapareci la mujer bajo la bveda de la galera, que ninguna luz alumbraba. Parecile a Hiram or rechinar una puerta, luego un susurro dbilsimo y por fin un paso muy leve que se iba acercando. Ofir! murmur con voz trmula. Un ligero grito, de pronto reprimido, le contest, y en seguida se precipit en sus brazos una forma blanca, murmurando a sus odos: Mi bravo! El cartagins haba arrastrado a la joven hacia el pretil de la galera, estrechndola apasionadamente contra su pecho. Ofir! Oh, mi Ofir! exclamaba. Es la vida que retorna! Calla, calla, mi valeroso Hiram respondi apresuradamente Ofir, tapndole la boca con la mano. Hermon, mi padre adoptivo, me vigila ferozmente, semejante a un len, y si se enterase de tu presencia no vacilara en lanzar contra ti a todos sus esclavos. Ven a mi estancia. All estaremos ms seguros. Mi esclava favorita vigilar. Es fiel e incorruptible. Cogi al guerrero por una mano y le hizo seguir a lo largo de la pared, detenindose ante una puerta en que vigilaba la fiel esclava. Abri la puerta y empuj adentro a Hiram, cerrndola en seguida. Se encontraron en un elegante camarn, con las paredes todas relucientes de piedra y el pavimento de mosaico dorado, iluminado por una gran lmpara de vidrio azul que esparca en torno una luz suavsima, semejante a la de la luna, cuando el astro de la noche alcanza su mximo resplandor. El mobiliario consista en algunas mesillas de bano con incrustaciones de marfil y filetes de plata, en algunas sillas plegadizas de cedro de Lbano, pesadas y macizas, cubiertas de ricas telas, y en grandes jarros de metal y de vidrio que sostenan diversas plantas de follaje. Ofir, con rpido gesto, se desprendi del amplio manto de ligera lana que la envolva toda, colocndose con un movimiento lleno de coquetera bajo los rayos de la lmpara.

Era una bellsima criatura de quince a diecisis aos, de lneas pursimas y suavsimas, la tez ligeramente bronceada y los ojos y los cabellos negrsimos. Hubirase dicho que en sus venas se haba mezclado la sangre asitica con la ibrica, porque tena el talle elegante y esplndidamente conformado y el color del cutis de las mujeres de Asia Menor y de los pases baados por las aguas del mar Rojo, y la mirada dulce, aterciopelada y al mismo tiempo ardientsima, de las jvenes de Sierra Morena y las columnas de Hrcules. No hubiera tenido, por otra parte, nada de extraordinario que hubiese sido as tratndose de un pueblo como el fenicio, que haba extendido sus conquistas hasta los pases ms occidentales del Mediterrneo, y aun ms all. Como todas las mujeres cartaginesas de elevada condicin, vesta una especie de peinador de lana blanca, casi transparente, recamado de oro al nivel de las caderas, cayente en anchos repliegues, y llevaba desnudo buena parte del cuello hasta los hombros, de igual manera que los bellsimos brazos, adornados con esplndidos brazaletes de oro y perlas de fabricacin fenicia. Hiram se haba detenido delante de la nia y la miraba con los ojos hmedos como fascinado por tanta belleza. Eres mi Ofir, la nia que por dos largos aos he llorado, o eres una divinidad? exclam el guerrero. Nunca te so tan bella en mi destierro! Soy tu dulce Ofir, la que no ha dejado de amarte un solo instante respondi, y que no ha cesado de soar contigo. Y t me amas siempre, no es verdad, mi bravo? S, te amo! exclam Hiram, con pasin. Hubiera acaso venido, desafiando la muerte, para verte, Ofir? Los hombres a quienes el infame Consejo de los Ciento y el de los Sufetas envan al destierro no deben volver a ver jams su patria, bajo pena de muerte entre los mayores martirios. He vacilado yo? Crea no volverte a ver ms, Hiram. Si hubieses tardado algunos das ms, mi felicidad hubiera concluido. Te quiere casar el viejo Hermon? No te lo anunci por la paloma? Quin es mi rival? Algn miserable mercader? Hermon no gusta sino de los hombres que negocian. Y desprecia a los fuertes que han defendido a Cartago y su comercio dijo con voz irritada Hiram. Que no caiga un da la loba romana sobre esta ciudad maldita, porque no ser yo quien la defienda! Cmo se llama ese hombre a quien el siniestro viejo te destina? Tsur. Es joven? Tendr tu edad. Cundo son los esponsales? Dentro de tres das. Dnde? En tica, en la quinta de Hermon. A la orilla del mar! Las bodas acabarn en copas de sangre en lugar de vino. Hiram! exclam la doncella, espantada. Crees t que he dejado a Tiro, que he huido de los espas que Hermon me lanz a los costados para venir aqu a verte solamente? He forzado los cruceros de los corvi [2] romanos y de sus trirremes que cruzaban por las aguas de Melita (Malta) y he desafiado la vigilancia del Consejo de los Sufetas y del Consejo de los Ciento, no para decirte tan slo que la llama que encendiste en el pecho del guerrero no se haba extinguido an. Caigan Cartago y la raza infame de sus ingratos mercaderes, pero t sers ma, Ofir, aunque debiese estar seguro de morir a tus pies con el corazn acribillado por las dagas de los mercenarios. Hiram! Hace dos aos, Ofir, que sufro por ti. Qu les hice yo a los mercaderes de esta ciudad para que me desterraran como un miserable a las lejanas colonias de aquellos fenicios de quienes han salido estos habitantes? Acaso porque luch valerosamente contra aquella gran Roma que haba jurado la destruccin de nuestra patria? Qu reconocimiento han demostrado estos miserables que no tienen ms que un solo dios, el dinero, para el gran Anbal? Qu auxilio prestaron al gran hombre que destrua las legiones romanas tan slo con mostrar el filo de su poderosa daga? Le dejaron, despus de la desgraciada batalla de Zama, ir errante por el mundo y refugiarse como un miserable delincuente en la corte de un rey extranjero que no se atrevi a resistir a la presin de la Repblica romana para que lo pusiese en sus manos. Qu recompensa obtuvo aquel gran hombre? El veneno bebido cuando Prusias, el vil rey de Bitinia, hizo circunvalar su torre para que no escapase, obligndole a sustraerse con la muerte a una infame esclavitud. Odio a Roma tanto como odio a Cartago! He ah el guerrero que te ama! Elige! O yo, o el mercader que Hermon te ha destinado! La azotea es alta y un cuerpo humano no sobrevivir a la espantosa cada! Hiram!, qu dices! grit la nia con angustia. Te quiero y sers ma dijo el guerrero, presa de una creciente exaltacin. Matar a Hermon, por el odio que me tiene. No es verdad que me desprecia? S; porque no eres mercader. Villano! rugi el fiero cartagins. Qu son, pues, esos sufetas y esos consejeros de los Ciento para preferir a un hombre de armas que defiende la patria contra los que pretenden destruirla, a miserables vendedores de gneros? Tiro y Sidon, las dos opulentas ciudades del Mediterrneo oriental, son hoy esclavas de las armas griegas. Puede Cartago, ya dos veces vencida, ser la miserable esclava de las armas romanas que nosotros debelamos y vencimos? Hiram! La patria Una sonrisa de profundo desprecio contrajo los labios del cartagins. La patria!, qu patria?, la de los talentos de oro o de los vasos de vidrio hilado?, la de los trirremes que navegan ms all de las columnas de Hrcules, no ya para desplegar fieramente los estandartes de Carta-go, la opulenta reina del Mediterrneo, sino para cargar estao y otros artculos destinados a enriquecer nuestro comercio?, dnde est nuestra gloria?, dnde est nuestra grandeza? Combatimos y morimos por la repblica, damos toda nuestra sangre, dejamos nuestros cadveres sobre el campo de batalla en defensa de la patria, y nos llaman viles mercenarios! Ellos, que, cuando ven de lejos un trirreme romano o un corvus, huyen cobardemente sin alientos siquiera para echar mano a la espada o embrazar el escudo! No blasfemes, Hiram! No he de decir ms. Sers ma, no es verdad, Ofir? Lo he jurado ante la diosa Istar; slo tuya ser, o viva o muerta. Mi esclava favorita ha afilado ya un pual para traspasarme el corazn el da de las bodas. Mira! La joven sac de un vaso de bronce un pualito, haciendo centellear el acero ante los ojos de Hiram.

Crees ahora en mi fidelidad? Da gracias a Melqart, el dios de los navegantes, que no ha hecho faltar los vientos en el Mediterrneo respondi Hiram, mirando con intensa pasin a la joven cartaginesa. Tu padre muri como un hroe en Zama, peleando fieramente contra Escipin el Africano, y la sangre de los guerreros no se desmiente. Eres digna hija suya y Un ligero golpe dado en la puerta le interrumpi. Ofir abri la puerta y la esclava se desliz silenciosamente en la estancia, diciendo: Apaga la lmpara, seora. He odo pasos en el extremo de la galera. Que vengan! exclam Hiram. Si es Hermon, le matar. Oh, no! Todos menos l, Hiram dijo la doncella. A su manera, ha sido para m un segundo padre. El cartagins apag la lmpara y cerr la puerta, apretando la daga con la mano. Al poco rato, a corta distancia de la puerta, murmuraba una voz: Esto acabar mal. Maldito espa! Sidonio! exclam Hiram, abriendo la puerta. Capitn, nuestros hombres han visto a alguien o sospechan algo. Han odo silbidos de alarma. Partes, Hiram? exclam Ofir, con angustia. Es necesario; parece que hay peligro. Dnde est anclada tu nave? Delante del muelle de Cercina. Maana pasar por delante. Me lo prometes? Te lo juro. Adis, Ofir. Dentro de veinticuatro horas zarpar para Utica Veremos qu mercaderes opondr el viejo Hermon a las hachas de guerra de mis hombres Te raptar del templo, e Iberia saludar nuestras nupcias. En aquel momento reson en las tinieblas un ronco silbido. Ofir se abraz estrechamente con Hiram, exclamando: Ah! Triste augurio! Es el grito del ave de la noche! Los guerreros no creen en las tristes profecas respondi Hiram, sonriendo. En Cannas pasaron los cuervos en gran nmero la vspera de la batalla, y ganamos. Nos volveremos a ver en Utica, mi dulce Ofir. Nuestros hombres vuelven a hacer seal exclam Sidonio. Vamos No s a qu viene detenernos. Parte, Hiram dijo Ofir. Temo por tu vida, mi valiente. Pronto, capitn exclam por tercera vez el hortator. Hiram cogi entre sus manos la hermosa cabeza de la nia, y en la oscuridad se oy el breve susurro de un beso ardiente. Hasta Utica, dentro de tres das murmur el guerrero. Hiram se lanz detrs de Sidonio, que suba ya la escalera que conduca al terrado. La cuerda de nudos continuaba sujeta alrededor de una de las almenas. El hortatorsalt el pretil y se puso a bajar rpidamente, seguido de Hiram. Ya en la tenebrosa calle, se haba odo otro silbido ms estridente e imperioso que los dems. Algn grave peligro deba amenazar a los cuatro marineros de Hiram, que se hallaban reunidos en un ngulo de la vasta construccin, teniendo a los caballos por la brida. Qu hay? pregunt Hiram, ya en tierra. Hemos visto a unos hombres en el extremo de la calle, que se han escondido bajo los porches. A caballo! dijo Hiram. Dagas en puo! Veremos quin osar detenernos! Alz la cabeza hacia la terraza y con la punta de los dedos envi a Ofir un beso silencioso, murmurando al mismo tiempo: Si el viejo Hermon me ha preparado alguna emboscada, me las pagar.

VI. La emboscada del espaLos caballos, sujetos por manos de hierro, se pusieron en marcha, siguiendo al ras de los muros del macizo palacio, mientras el viento ruga ms violento que nunca, levantando nubes de arena. Hiram y Sidonio se haban puesto a la cabeza y trataban de descubrir aquellos misteriosos enemigos que los marineros haban observado en el extremo de la calleja, pero nada podan distinguir por lo denso de la oscuridad. De pronto se oy, en direccin a la plaza donde se levantaban los gigantescos templos de Moloch, una voz que cantaba: el imprudente cree todo lo que le dicen, pero el sabio sopesa todos sus actos. Yo he odo otra vez esa voz y esas palabras dijo Sidonio, deteniendo su caballo. S; la noche que salvamos a la joven etrusca. Perro maldito! exclam Hiram. Es Fegor, el espa del Consejo de los Ciento y el alma condenada del viejo Hermon. Un hombre que tiene relaciones con el Consejo de los Ciento es peligroso dijo el hortator. Tienes razn, amigo. Hay que alcanzarle y matarlo. Hiram tir de las riendas y lanz el caballo en direccin a la plaza. En el momento que pasaba por delante de los ltimos prticos, le silbaron en los odos tres o cuatro flechas, sin darle, mientras una voz gritaba: Alto! Adelante!, adelante! grit Hiram. Los caballos llegaron como un huracn hasta las ltimas casas, pero all se detuvieron de pronto, relinchando y encabritndose. Haba aparecido de improviso una masa enorme en el extremo de la calleja, barrendola por completo. Firmes! grit Hiram. Melqart nos proteja! exclam Sidonio, cogindose de las crines Nos han cogido en la trampa! Un formidable mugido que ahog los bramidos del viento impidi al cartagins y a los nmidas el avance. Un elefante de guerra! exclam Hiram. Atrs, Sidonio! Si podemos. Se levant un clamoroso vocero a espaldas de los jinetes; unos hombres que se haban mantenido ocultos bajo los prticos se haban lanzado a la calleja, gritando: Estn cogidos! A ellos! Cargad contra esos perros! exclam Hiram. Empuad las dagas y rompedles los escudos! Sidonio y yo nos encargamos del elefante. Mientras los cuatro nmidas, cubierto el rostro con las rodelas, despejaban la calle, Sidonio desmontaba blandiendo una daga de bronce, al paso que Hiram, de dos taconazos, haca saltar a su caballo, gritando: Plaza! Por qu se nos detiene? Alto! respondi una voz: No ves delante de ti un elefante de guerra? Quin lo ha mandado? El Consejo de los Sufetas. A qu viene eso? Pululan en Cartago los espas de los romanos; si eres un cartagins leal, nada tienes que temer. Soy un mercader de Tiro y no estoy acostumbrado a verme cerrado el paso Largo, u os mato. Ataca, pues respondi la voz, pero el elefante lleva una barra de bronce en la trompa y no respeta a nadie. A m, Sidonio! dijo Hiram. El hortator se deslizaba silenciosamente ya por los ltimos prticos, mirando al coloso, que pareca que no poda avanzar ni retroceder; tan estrecha era la calleja. Hiram mir a sus espaldas y, viendo a sus cuatro nmidas que cargaban furiosamente con las dagas en alto, espole al caballo contra el elefante, hacindole encabritar y lanzar aullidos salvajes. El proboscidio haba levantado la trompa, pronto a aplastar de un solo golpe jinete y caballo, pero tena que habrselas con un guerrero que saba cmo tena que componrselas. Llegado a diez pasos del monstruoso animal, Hiram haba hecho retroceder a su bridn, pero sin alejarse demasiado. El astuto cartagins quera llamar sobre s toda la atencin del coloso para dar tiempo a Sidonio de dar el golpe. Rndete! exclam una voz. A quin? A los guardias de los Ciento! No tengo nada que ver con vosotros A m, Sidonio! El hortatomo tena necesidad de excitaciones. Haba salido silenciosamente de los porches, bien sujeta la daga en la mano, y se meti por entre las patas del elefante, sin que ste, harto ocupado en vigilar al jinete y al caballo que caracoleaban casi debajo de su nariz, lo hubiese advertido. As pudo el audaz nmida llegar inadvertido detrs del coloso. Levant la daga y la descarg furiosamente contra una de las patas traseras, cortando por completo el tendn. El elefante lanz un aullido espantoso, y retrocedi, a pesar de los gritos de los hombres que iban montados a la grupa. Sidonio se desliz contra el muro de las ltimas casas, pas bajo los porches y mont de un salto a caballo. Ya est, capitn dijo. Dentro de algunos minutos la calle quedar libre. En el extremo opuesto de la calleja se oan rechinar hierro y chocar corazas, acompaados de gritos y blasfemias. Por lo que pareca, los cuatro nmidas haban visto cerrado el paso por un tropel de hombres, y batallaban ferozmente. A nosotros los de Tiro! grit Sidonio; dejad a esa canalla! Pronto se dej or el galope de cuatro caballos lanzados a desenfrenada carrera. El paso queda libre! grit Hiram. En efecto, el elefante, que no cesaba de aullar espantosamente, se haba retirado hacia la plaza y all haba cado de rodillas, volcando en tierra a los hombres que lo montaban.

Estis todos? pregunt Hiram. S, capitn. Carguen! Los seis caballos emprendieron de nuevo la carrera, mientras detrs gritaban los hombres a voz en cuello: Alto!, alto!, a las armas! Hiram desemboc en la plaza y grit: Vivo! Al puerto! Cruzaron la plaza con la velocidad del rayo y bajaron a la calle que conduca a los murallones del puerto, sin verse ms molestados. De buena nos hemos librado, capitn dijo el hortator, llegados a los formidables baluartes que defendan los muelles. Si llegan a cogerte, no hubieran tardado mucho en meterte dentro de un tonel cosido de clavos y hacerte rodar desde la colina de la necrpolis. Pero no me han cogido. Y como los aires de Cartago no nos seran buenos, iremos a respirar los ms salubres de tica. Vende hoy todo lo que nos queda, a cualquier precio, y maana levaremos anclas. Mientras no sea demasiado tarde! Somos cincuenta y tenemos buenos puos. Haban llegado a la puerta que conduca a la galera abierta bajo la muralla. Hiram ech pie a tierra y entreg su caballo a Sidonio, dicin-dole: Vuelve pronto; la canoa vendr a buscarte. El amo de los caballos vive ah cerca De paso tendr ocasin de ver si el espa anda por ah. La guardia nocturna haba abierto la puerta al reconocer en los n-midas a los traficantes de Tiro que haban pasado horas antes, y no opuso ninguna dificultad. En el puerto mercantil no haba cesado la ventolera y entraban grandes olas por la boca del Mediterrneo, azobando las naves. Los cuatro nmidas, a pesar del furioso oleaje, echaron al agua el bote, y con algunos golpes de remo condujeron a Hiram a bordo de la hemiolia. El cartagins haba puesto apenas el pie en cubierta, cuando apareci una sombra delante de l. Fulvia! exclam. Qu haces a estas horas por aqu, expuesta al viento y a las olas? Te esperaba respondi sencillamente la nia. Por qu, Fulvia? Nada tenas que temer. Te equivocas; poco despus de que atravesases la muralla, o una voz que pronunciaba tu nombre desde el muelle, y esa voz era la de Fegor. Rein un momento de silencio. Fegor ha pronunciado mi nombre! S, no me equivoco. Entre el ruido de las olas y el rugir del viento, he odo perfectamente cmo deca: El desterrado de Tiro tiene consigo a la etrusca. Que se guarde de Fegor!. Pero es un demonio ese hombre? Le he encontrado en el centro de la ciudad y por poco me hace matar. Dnde has ido? A encontrar a una nia. La que te envi la paloma? La misma. Quin es? Una doncella, ya te lo he dicho. Ah! Y la amas? Locamente. Pertenece a tu raza? Es cartaginesa como yo. Me lo figuraba. Has huido del destierro para verla. S. Una joven de elevada alcurnia, sin duda? El hombre que la ha adoptado como hija es uno de los ms opulentos mercaderes de Cartago e individuo influyentsimo del Consejo de los Ciento. Entonces fue l quien te hizo desterrar. S, l respondi Hiram con rabia. Descubri que nos ambamos y me hizo proscribir de Cartago como capitn peligroso para la salvacin y la tranquilidad de la repblica. Y t la amas? Ya ves, como que por ella me juego la vida. Es una cartaginesa exclam Fulvia, pasndose una mano por la frente y aspirando profundamente el viento ardorossimo del simn. Tiene derecho a amarte. Qu quieres decir con esas palabras, Fulvia? replic Hiram, con inquietud. Pensaba que las razas enemigas separadas por un lago de sangre no podan amarse respondi la etrusca, con voz jadeante. Por qu? Nosotros, etruscos Ah! Fegor! No lo oyes? El guerrero lanz un rugido de rabia. Se oa, entre el fragor de las olas y del viento, la voz de Fegor, gritando: La etrusca est a bordo El traficante las pagar todas! Se puede evitar una emboscada en tierra, pero en el mar! Ah!, ah!, ah! Al agua el bote! grit Hiram a los hombres de guardia que estaban echados en la proa, debajo de los genios tutelares que se levantaban en la cornisa. Qu vas a hacer, Hiram? pregunt Fulvia. Ir a su encuentro y matarlo. Y maana? Los muertos no hablan. Deja que vaya yo. Una palabra ma podr calmarlo y evitarte quizs algn peligro. T de ese hombre? No! Suceda lo que tenga que suceder! Ya est en el mar el bote dijo una voz.

Hiram salt en la embarcacin antes de que Fulvia hubiese podido detenerlo. Gurdate de ese hombre! exclam Fulvia. Puede perderte! Ya veremos respondi el cartagins, mientras sus hombres remaban a toda fuerza. Pocos minutos despus, el bote atracaba en el muelle. Esperadme aqu dijo Hiram, saltando en tierra y empuando la daga. Seor espa, ahora nosotros dos.

VII. Duelo terribleEl muelle no tena en aquel sitio ningn escape, porque terminaba contra una elevadsima torre construida sobre un arrecife que cerraba, por aquel lado, parte del canal que conduca fuera del puerto. Hiram estaba seguro de sorprender al espa cuya voz haba resonado cerca de la torre. Si no haba prestamente sobre sus pasos llegado a la puerta de la muralla, tena pocas probabilidades de escapar a la terrible daga del fiero capitn de Anbal. Si no has huido, te descubrir dijo Hiram, saltando sobre un montn de cajas y barriles depositados en el andn. Y cuando te tenga, te arrojar al agua. No viendo a nadie, volvi hacia el bote y dijo a los remeros: Apostaos en el muelle y cerrad el paso a todo el que trate de ganar la puerta de la muralla. Est bien, capitn dijeron los nmidas, sacndose de la faja una especie de hachuelas muy pesadas y hoja largusima. Guardadas las espaldas, el cartagins se adelant audazmente hacia el torren, teniendo fijos los ojos en los montones de mercancas descargadas de los veleros el da antes, temeroso de que el espa le atacase a traicin o tratase de huir escapando por entre los fardos. Slo distaba del torren cincuenta pasos, cuando vio ponerse rpidamente de pie una forma humana y lanzarse hacia el muralln almenado que cerraba la ciudad. Hola! Hola! exclam Hiram, lanzndose prontamente a su vez hacia el baluarte. Te he cogido, bribn! No podrs escaparte ahora, pues detrs de m hay seis hombres prontos a cogerte. El hombre, vindose descubierto, volvi hacia el medio del andn, y murmur: He sido un necio. Lo mismo digo, Fegor. Cmo sabes mi nombre, t, que llegas de Tiro? Y s tambin el bonito oficio que tienes. Pagan, pues, muy bien a los espas los viejos del Consejo de los Ciento para que trabajen noche y da? Yo, espa! exclam Fegor, rechinando los dientes. Sabes demasiadas cosas, mercader. Ser menester abordar pronto tu hemiolia y pegarle fuego. Y despus? Y despus matarte, si es que ests vivo maana, que lo dudo. Espero arrancarte el corazn antes de que amanezca. Fegor no teme a nadie y tiene las manos listas. Bravatas! Quiero ver cmo palideces y tiemblas ante la muerte! Hiram, de un rpido salto, se arroj sobre el espa, pero ste, que se haba puesto en guardia, le esquiv. Ya te detendrs cuando llegues al torren! dijo Hiram, corriendo tras l. Fegor se detuvo a los cinco pasos y agachndose present a Hiram la punta de una daga muy larga, parecida a las que usaban los iberos. Para quedar ms libre se desembaraz de la capa de lana oscura, mostrando el pecho cubierto por una coraza de escamas y placas de acero, dispuestas de manera que, mientras se adaptaban a la forma del busto y a todos sus movimientos, deslizaban una sobre otra segn los brazos se levantaban o se inclinaba el cuerpo. La cabeza del espa estaba, a su vez, defendida por un yelmo de bronce con canilleras, coronado por un grueso botn a modo de cimera. Por Melqart! exclam Hiram, vindole tan bien cubierto de metal. Acaso te preparabas para ir a la guerra, espa? Tenas miedo de mi daga cuando me has lanzado contra el elefante? Te segu, con la certeza de que iras a besar los bellos ojos de Ofir. Hiram, detenindose, mir con asombro al cartagins. Miserable! exclam. Pero quin eres t?, un espritu malfico o un ser que todo lo adivina? Me llamo Fegor. Entonces sabrs quin soy, ya que ha salido de tus labios el nombre de la ahijada de Hermon. No, no! T eres un mercader de Tiro respondi Fegor, con voz irnica. Que te matar. Y diciendo esto, el capitn se arroj de nuevo sobre Fegor, descargndole un formidable golpe de daga que reson fragorosamente sobre las placas metlicas del adversario. Estaba para renovar el golpe, cuando le dio en el rostro un puado de arena. Traidor! grit, retrocediendo. Intentas cegarme! No eres un soldado, sino un bandido! Toma sta! Fegor se haba puesto en pie, alargando su espada, pero no tuvo tiempo de tocar la coraza del guerrero. Era menester mucho ms para habrselas con ur* hombre de la fiter-za y habilidad de Hiram. Otro golpe de daga no fue capaz de parar y le dio sobre el yelmo, hacindole retronar los sesos, obligando al espa a omper de nuevo su guardia y retroceder. Ya traspasar tus mallas! grit Hiram, atacando siempre furiosamente. La poderosa daga, manejada por un brazo robustsimo, caa fulminante sobre Fegor, que, aturdido por la rapidez de aquel asalto, slo consigui parar a duras penas las estocadas que le cogan de travs sobre los costados y el yelmo. En vano el desgraciado saltaba con la agilida