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Capítulo 8 CULTURA Y SOCIEDAD EN UNA ÉPOCA DE CRISIS En medio de unas crisis permanentes, los reinos de España supieron crear nuevas y vibrantes formas culturales. Aunque diversas formas de producción cultural experimentaron una renovación, la literatura fue la que marcó la pauta. Escritas en múltiples lenguas —desde el latín, el he- breo o el árabe al castellano, el gallego o el catalán—, esas obras literarias tocan una gran variedad de géneros y temas. Desde las crónicas, los trata- dos eruditos de filosofía y los comentarios a textos clásicos hasta obras místicas, poesía satírica, libros de caballería y otras formas literarias, las obras en cuestión reflejan la recepción de las nueves ideas procedentes de Italia —la recepción del humanismo renacentista y sus intereses estéti- cos—, y son al mismo tiempo autóctonas y sumamente creativas. Desa- rrollos análogos en el campo de la pintura, la música, la arquitectura y otras ramas del arte remodelaron el paisaje artístico de los reinos españo- les. Aparte, muchas de esas transformaciones intelectuales, expresadas también a través de la moda, los elaborados festejos y las entradas reales, estuvieron estrechamente ligadas a la política y a menudo se pusieron al servicio de las diversas facciones en su cruel e interminable lucha por el poder. Las referencias literarias, las exhibiciones artísticas y el patrocinio se convirtieron en parte integrante del modo en que la corona y la nobleza hicieron ostentación de su poder con fines políticos a lo largo de todo el siglo xiv y buena parte del xv. La cultura se convirtió de ese modo en un elemento de los elaborados discursos y contra-discursos hegemónicos en las distintas cortes y ciudades. Esos discursos eruditos afectaron a otras formas culturales procedentes de los estratos inferiores, se mezclaron con ellas, las influenciaron y se vieron a su vez influenciadas por ellas. Aun- que la «cultura popular» es una categoría huidiza y difícil de concretar, la

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Capítulo 8

CULTURA Y SOCIEDAD EN UNA ÉPOCA DE CRISIS

En medio de unas crisis permanentes, los reinos de España supieron crear nuevas y vibrantes formas culturales. Aunque diversas formas de producción cultural experimentaron una renovación, la literatura fue la que marcó la pauta. Escritas en múltiples lenguas —desde el latín, el he­breo o el árabe al castellano, el gallego o el catalán—, esas obras literarias tocan una gran variedad de géneros y temas. Desde las crónicas, los trata­dos eruditos de filosofía y los comentarios a textos clásicos hasta obras místicas, poesía satírica, libros de caballería y otras formas literarias, las obras en cuestión reflejan la recepción de las nueves ideas procedentes de Italia —la recepción del humanismo renacentista y sus intereses estéti­cos—, y son al mismo tiempo autóctonas y sumamente creativas. Desa­rrollos análogos en el campo de la pintura, la música, la arquitectura y otras ramas del arte remodelaron el paisaje artístico de los reinos españo­les. Aparte, muchas de esas transformaciones intelectuales, expresadas también a través de la moda, los elaborados festejos y las entradas reales, estuvieron estrechamente ligadas a la política y a menudo se pusieron al servicio de las diversas facciones en su cruel e interminable lucha por el poder.

Las referencias literarias, las exhibiciones artísticas y el patrocinio se convirtieron en parte integrante del modo en que la corona y la nobleza hicieron ostentación de su poder con fines políticos a lo largo de todo el siglo xiv y buena parte del xv. La cultura se convirtió de ese modo en un elemento de los elaborados discursos y contra-discursos hegemónicos en las distintas cortes y ciudades. Esos discursos eruditos afectaron a otras formas culturales procedentes de los estratos inferiores, se mezclaron con ellas, las influenciaron y se vieron a su vez influenciadas por ellas. Aun­que la «cultura popular» es una categoría huidiza y difícil de concretar, la

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cultura de los estratos inferiores se manifestaba a veces en las fiestas, so­bre todo en los carnavales, o en expresiones de piedad popular y de fol­klore. La circulación de la cultura entre los estratos más altos y más bajos constituye por muchos conceptos un componente importante de este es­tudio.

Ruego, por consiguiente, al lector que sea indulgente conmigo por in­tentar no convertir el presente capítulo en un inventario de grandes hitos culturales. Antes bien, además de ilustrar algunos de los grandes logros de la época, me gustaría también relacionar la producción cultural con su contexto social y político, y contemplar la cultura de la elite siempre en re­lación con la cultura popular. ¿Cómo influyó una en otra en formas típica­mente peculiares de la península Ibérica? Al mismo tiempo, debido entre otras cosas a la falta de espacio para llevar a cabo aquí una historia cultu­ral de España, me centraré en algunas obras literarias concretas y en los festejos. Resulta imposible hacer justicia a otro tipo de manifestaciones artísticas en un solo capítulo. Ello no significa que no fueran importantes, o que no fueran tan importantes como algunos de los ejemplos literarios que vamos a exponer. La arquitectura es sólo un ejemplo de cómo las re­laciones sociales y políticas pueden haber sido infinitamente más tras­cendentales de lo que lo fueron para los libros de caballería o la poesía lí­rica. La Alhambra de Granada o el Alcázar de Segovia son sólo dos ejemplos concretos de la relación existente entre espacio y poder; pero ofrecer un panorama de toda la historia artística de la Península es una la­bor que exigiría un estudio independiente.

Quizá convenga reiterar que los formidables desarrollos culturales de los siglos xiv y xv, que culminaron en deslumbrantes logros de la cultura cortesana durante el reinado de los Reyes Católicos y de sus sucesores de la casa de Habsburgo, tuvieron lugar en una época de durísimas crisis. De manera no muy distinta a lo que ocurrió con el Renacimiento italiano, con la rica cultura de la Francia y la Inglaterra de la Baja Edad Media, o con las impresionantes manifestaciones culturales de los Países Bajos descri­tas de forma tan encantadora por Huizinga en su libro El otoño de la Edad Media, el resurgimiento cultural de España se produjo igualmente en me­dio de guerras y de violentas transformaciones sociales, económicas y po­líticas. Los reinos de España respondieron también a esos desastres de la época con un firme compromiso con la estética y con la transformación de los horrores de la vida cotidiana en algo hermoso.

Debemos empezar por reconocer que escribir sobre la cultura en la España de la Baja Edad Media plantea unos problemas muy concretos. Una vez más no existe en este período nada que podamos llamar cultura

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española. Las manifestaciones artísticas regionales, firmemente ancladas en sus lenguas locales y en sus peculiares tradiciones literarias, hacen que la historia de la cultura catalana, por poner un ejemplo, sea tan diferente de la de Castilla como ésta pueda serlo de la francesa o la inglesa. Todas tenían rasgos comunes, como ocurría con la mayor parte de la cultura de Europa occidental, pero no eran la misma. Debido a sus estrechas rela­ciones con Italia, la Corona de Aragón estuvo mucho más abierta a las in­fluencias renacentistas que Castilla, aunque en la España de los Trastá­mara y con las frecuentes alianzas matrimoniales entre las distintas casas reales españolas, el flujo de la cultura renacentista llegó fácilmente a to­dos los rincones de la Península. No obstante, la corte de Alfonso V en Nápoles, atestada como estaba de cortesanos y de hombres de letras cata­lanes, aragoneses y valencianos, supuso el escenario ideal para el contac­to directo e íntimo con las grandes tendencias de la cultura italiana que no siempre resultaron igualmente accesibles para los castellanos. Sin embar­go, nada es tan significativo a la hora de marcar las diferencias como la lengua.

L e n g u a s

En 1300 España estaba fragmentada en comunidades lingüísticas bien diferenciadas. Como subrayábamos en el capítulo 1, Galicia, en el noro­este de la Península, tenía su propia lengua y su propia identidad cultural.La poesía lírica gallega alcanzó su máximo apogeo en el siglo xn y parte del xiii. Alfonso X escogió el gallego para componer sus fabulosas Canti­gas de Santa María, una larga colección de poemas escritos en honor de la Virgen. Pero a finales del siglo xm el gallego había sufrido una estrepitosa decadencia y en los siglos sucesivos sólo desempeñaría un papel insignifi­cante hasta su resurgimiento a finales del siglo xix y en la actualidad. El cambio político que supuso el desarrollo de Castilla en las regiones cen­trales y occidentales de la Península y la ulterior ascensión del castellano como lengua de las transacciones comerciales y finalmente de la cultura en esas mismas zonas, determinaron la decadencia del gallego como len­gua literaria eficaz en la Baja Edad Media.

El hebreo, lengua principalmente litúrgica, también mostró en el siglo xm una notable vitalidad: el Zóhar, escrito en hebreo en tomo a 1285, es una de las cumbres de la tradición mística judía, aunque las grandes figu- Iras literarias hebreas escribieran a menudo, y a veces exclusivamente, en castellano. El interés por el hebreo en los reinos orientales de la Penínsu­la, sobre todo debido a los esfuerzos de los conversos, salpicó también en l|

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ocasiones a la población cristiana, y ciertas formas literarias hebreas, de­bido al empuje recibido de los numerosos conversos existentes, entraron en la poesía lírica castellana a finales del siglo xiv y durante el siglo xv. El árabe siguió siendo por otra parte un vehículo fundamental de la poe­sía lírica, las crónicas y la historia en el reino de Granada, y su propia ca­pital fue un importante centro cultural musulmán, como describe Abd el Basit en su libro de viajes de los años 1456-1466. Ibn Zamrak (1333- 1393) escribió poesía laudatoria de los reyes nazaríes de la ciudad, mien­tras que Lisan al-Din ibn al-Khatib (1313-1374) compuso importantes obras en las que se mezclaban la poesía y la prosa en un estilo llamado maqáma. Hacia 1300, sin embargo, la mayoría de la población de España tenía poco o nulo acceso a las lenguas de las minorías religiosas y a sus respectivas historias, y esas tradiciones literarias siguieron ocupando los márgenes de los movimientos más amplios que se desarrollaron a lo lar­go y ancho de la Península. El catalán sería otra cosa distinta.

Los grandes logros de la cultura catalana perduraron a lo largo de toda la Baja Edad Media. La literatura catalana está compuesta por vivas cróni­cas, particularmente la de Ramón Muntaner, las obras de Raimundo Lulio (en latín y catalán) y las deliciosas novelas de caballería de finales del si­glo xv. En muchos aspectos, la literatura, las formas arquitectónicas y las artes plásticas catalanas supusieron una rica alternativa a la ascensión del castellano. Pero en el desarrollo distinto de una y otra lengua tenemos un claro ejemplo de las relaciones existentes entre política y cultura. La con­secución de la hegemonía de Castilla en la Península y en la monarquía hispánica a comienzos de la Edad Moderna —predominio político y cul­tural fácilmente previsible en el siglo xv— supuso un golpe casi mortal para las aspiraciones catalanas. Una vez más, sólo en el siglo xix (con la república federal) y en la actual España de las autonomías ha recuperado el catalán el puesto que legítimamente le corresponde entre las lenguas pe­ninsulares como vehículo fundamental de expresión estética.

El juego de lenguas y su futuro como presuntos «instrumentos del im­perio», como sostenía Antonio de Nebrija, autor de la primera gramática de una lengua vernácula (la castellana) publicada en Europa a finales del siglo xv, se basaban en los sólidos cimientos del habla y la escritura ver­nácula, que se apoyaban en el pueblo llano. Las lenguas vernáculas no sólo desplazaron al latín, en un dilatado proceso lingüístico cuyos orígenes se sitúan en la Alta Edad Media, sino que, como vehículo de las transac­ciones materiales y del gobierno, lo hicieron —sobre todo en C astilla- mucho antes que en otros lugares de Europa. El castellano fue una lengua precoz y cuando empezaron a aparecer algunas de sus obras literarias más

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significativas —el Poema de Mío Cid (c. 1206) y la poesía de Berceo (en tomo a 1250)—, se convirtió también en la lengua oficial del reino. Como señalábamos en el capítulo 1, en la Castilla de mediados del siglo xm los fueros y privilegios reales, los ordenamientos de las Cortes, las historias nacionales patrocinadas por los reyes, y cualquier otra forma de comuni­cación oficial escrita entre la corona y sus súbditos, o entre los consejos municipales y las aldeas de ellos dependientes, se escribían en castellano. Incluso en los monasterios y los cabildos catedralicios, que cabría supo­ner que habrían seguido siendo islas de latinidad, son pocos los docu­mentos escritos en latín, si es que hay alguno. En todo el país dominaba el castellano. Como en 1300 no existía en Castilla una cultura notarial formal (y con ello me refiero a dinastías de notarios que llevaran sus pro­pios registros), el equivalente de los notarios —los escribanos municipa­les y reales— llevaban sus libros en la lengua vulgar; cuando nació una clase notarial bien establecida en el siglo xv, la lengua de los testamentos, las transacciones materiales y las empresas comerciales siguió siendo el castellano.

Esta situación contrasta claramente con la de los reinos de la Corona de Aragón. Allí los privilegios y fueros reales y demás documentación «oficial» fluctuaban entre el latín y la lengua vulgar (el catalán). Los or­denamientos de las Cortes también eran redactados en latín, con algunas secciones en catalán. Los formidables registros notariales y la cultura que unían Cataluña al mundo del Mediterráneo occidental en general fueron escritos a menudo en latín. Algunas de las obras más influyentes que sa­lieron de España y que más impacto causaron en la cultura tardomedieval — las de Amau de Vilanova, Raimundo Lulio y otros— fueron escritas con frecuencia en latín. A mediados del siglo xv — y no olvidemos que el distinguido humanista y filólogo Lorenzo Valla trabajó en la corte de Al­fonso V en Nápoles— los reyes aragoneses de Nápoles se vieron profun­damente influenciados por el hincapié que hacía el Renacimiento en la vuelta a las formas latinas clásicas.

En Cataluña, la tensión existente entre las dos culturas lingüísticas (pero también la creatividad engendrada por ella) explotó violentamente en una brillante colección de autores que podían navegar con toda facili­dad en las dos lenguas, proporcionando, gracias a su dominio de estos dos medios lingüísticos distintos, una rica pátina a sus obras. En Castilla esa tensión creativa se puso de manifiesto en las obras eruditas de autores como Alfonso de Palencia, que era capaz de imitar los modelos clásicos y al mismo tiempo crear valiosas obras nuevas en la lengua vernácula.1 Pero Alfonso de Palencia sería la excepción, más que el modelo de otros

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autores castellanos. Estaba luego la cuestión de la imitación. Aunque algu­nas obras, como el Laberinto de fortuna de Juan de Mena, alcanzaran las cotas más altas de pedantería en su afán de imitar obras maestras de época anterior (en este caso la Divina Comedia de Dante), hubo en esta época mu­chas cosas extraordinariamente nuevas que reflejaban la vitalidad cultural de los reinos de España.

E d u c a c i ó n y r e c u r s o s c u l t u r a l e s

Los precedentes de los grandes logros de la Baja Edad Media en Es­paña fueron muchos; la compleja línea que une la época anterior con los desarrollos posteriores proporcionaría un contexto sólido a los éxitos al­canzados. El artículo de Adeline Rucquoi titulado «Las rutas del saber» describe el carácter recíproco de los intercambios culturales en una épo­ca anterior. Contrariamente al concepto que generalmente se tiene de que el renacimiento cultural del siglo xn irradió de los centros de erudi­ción del norte de Europa (sobre todo de los situados en las inmediacio­nes de la Isla de Francia) y que llegó a la Península a través de los sabios que la visitaron, los monjes cluniacenses y cistercienses, y los peregri­nos, Rucquoi apunta hacia la exportación de la cultura arábiga y judía hacia el norte y a los numerosos sabios españoles que viajaron al extran­jero en busca de nuevos conocimientos, pero que además llevaron consi­go unos recursos eruditos a los que no se tenía acceso en ningún otro lu­gar de Europa.2

Este toma y daca entre distintos mundos culturales alcanzaría niveles muy altos en el norte de Cataluña. Allí, la Corona de Aragón se hallaba plenamente integrada, desde el punto de vista político y cultural, en la ci­vilización occitana. Incluso tras la ocupación de la mayor parte del Lan- guedoc por los franceses y tras el fin de la autonomía y la independencia lingüística occitana en el siglo xm, el catalán siguió siendo una fuerza fundamental en la lengua cotidiana de muchos lugares del sur de Francia, como lo es aún hoy. A comienzos del siglo xiv, las transacciones mate­riales en Perpiñán, la capital del efímero reino de Mallorca, se hacían en catalán. Como ha demostrado Rebecca Winer, musulmanes, judíos y cris­tianos interactuaban de maneras típicamente propias de la península Ibé­rica.3 Este último ejemplo, que se aparta considerablemente del principal punto de interés cultural del presente capítulo, aporta en cualquier caso un testimonio importante del dinamismo con el que las distintas formas culturales y las distintas lenguas de la Península se colaron en otras áreas importantes, como la política o las relaciones sociales.

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La lengua y las transacciones materiales no forman parte desde luego de la cultura formal. Las elites cultas de los reinos de España habían sa­cado mucho partido de una larga tradición pedagógica que se remontaba a la época visigótica. Aunque la erudición eclesiástica de los monasterios y los cabildos catedralicios sufrió el brutal impacto de la invasión árabe, bajo el dominio de los musulmanes prosperaron nuevas e interesantes formas de saber y de poesía lírica. Cristianos y judíos se beneficiaron por igual de esos desarrollos y del rico clima cultural — sobre todo durante el apogeo del califato de Córdoba— creado por la invasión musulmana. En los siglos xi y xn, a medida que la Reconquista avanzaba hacia el sur, na­cieron o fueron restauradas nuevas diócesis. Todas se convirtieron en centros de erudición. Varios concilios eclesiásticos celebrados en Galicia y en Castilla en el siglo xi ordenaron que los cabildos catedralicios se en­cargaran de la instrucción de los canónigos y que se crearan escuelas en las parroquias de todo el reino.4 Existen abundantes pruebas documenta­les que atestiguan el vigor alcanzado por la educación en la esfera local.

Se fundó una primitiva universidad en Palencia, según el modelo de la de Bolonia. Domingo de Guzmán, fundador de la orden mendicante de los dominicos, recibió allí su educación junto con otros eruditos nacionales y extranjeros de renombre. Los estudios de Palencia no sobrevivieron al si­glo xiii, pero más o menos por esa misma época surgieron universidades por toda la Península. En el reino de Castilla y León, Salamanca, Vallado- lid, Sevilla —en esta última se haría especial hincapié en la enseñanza del árabe—, Toledo y Murcia se convertirían en centros de la más alta erudi­ción. En la Corona de Aragón, la Universidad de Montpellier (todavía im­portante centro de aprendizaje) y Lérida se convirtieron en las locomotoras del saber formal, aunque Barcelona, que no fue sede de ninguna universi­dad antigua, destacó en otras áreas culturales significativas.5

Hacia 1300 los reinos peninsulares, aparte de los grandes depósitos de saber que poseían —la erudición científica y filosófica arábigo-judeo-cris- tiana, habitualmente centrada en la corte—, mantenían excelentes contac­tos con la nueva cultura académica de Europa occidental. Aunque las uni­versidades españolas no se contaran entre los grandes «estudios generales» de París, Bolonia, Orleans y finalmente Oxford, constituyeron en cualquier caso centros de preparación para los clérigos del país y unos pocos intru­sos ansiosos de aventuras. Para complementar a las universidades, había una serie de escuelas catedralicias e instituciones centradas en las ciuda­des que se dedicaban fundamentalmente al estudio del trivium (gramáti­ca, retórica y lógica), fundamento de las siete artes liberales de la Edad Media. Incluso las escuelas menores de ámbito local proporcionaban un

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ambiente erudito bien estructurado. La educación se convirtió en un as­pecto importante de la vida diaria para las ciases medias, así como para los eclesiásticos y los nobles. En la pequeña ciudad-mercado de Santa Colo­ma de Queralt, en el interior de Tarragona, Gregory Milton ha descubier­to un interesante y revelador documento del siglo xiv en el que uno de los notarios de la localidad, Bemat Boti, firma un acuerdo con un maestro. Boti contrató a éste para que impartiera sus enseñanzas en una escuela (propiedad de Boti o beneficiaría de alguna donación suya). El maestro y Boti debían repartirse el importe de las clases que pagaban los estudian­tes. Este curioso documento nos permite asomamos a la educación en las pequeñas poblaciones de Cataluña a finales del siglo xm en particular y en la Europa medieval en general, y comprender mejor lo que era.6 Y no existen indicios de que ésta fuera una situación excepcional; antes bien, durante todo el siglo xiv y en medio de unas crisis severísimas, prolifera- ron los centros de enseñanza locales y regionales en Castilla, Portugal y la Corona de Aragón. Esas innovaciones, y la creación de una masa críti­ca de jóvenes capaces de leer y escribir y provistos de un conocimiento más o menos formal del trivium y, en menor medida, del quadrivium (los otros cuatro saberes que constituían las siete artes liberales: astronomía, aritmética, música y lógica), dieron el ímpetu necesario para la expansión de las universidades. El período crítico que va de 1300 a 1474 representa una línea divisoria fundamental en la difusión de las universidades por la Península, lo mismo que en el resto de Europa. Barcelona desde los pri­meros años del siglo xv, Valencia, Gerona y Sevilla, y Salamanca, con­vertida ya en un centro de estudios internacional, proporcionaron a los es­pañoles unos destinos «nacionales» en los que podían estudiar medicina, derecho, filosofía y, sobre todo en Salamanca, teología. Se fundaron asi­mismo por toda España colegios laicos y eclesiásticos en los que se alo­jaban y recibían ayuda los estudiantes.

En las universidades los hijos de las familias de clase media adqui­rían conocimientos nuevos y necesarios, y el incremento de la burocracia real ofrecía posiciones influyentes y bien remuneradas que servían de aci­cate al desarrollo de la educación. Ya se han escrito muchas páginas acer­ca del papel de los «letrados» (los burócratas con preparación universita­ria que dirigían Castilla a finales del siglo xv). Los letrados integraban los distintos departamentos de la administración real y municipal, y llevaron a cabo los proyectos de orden y poder de la monarquía durante todo el si­glo xv y, de manera más notable, en tiempos de los Reyes Católicos. Na­turalmente los letrados no surgieron de repente en 1474. Durante los años de decadencia del siglo xiv y la primera mitad de la siguiente centuria, las

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universidades educaron a aquellos «hombres nuevos», muchos de ellos conversos. Aquellos letrados, a su vez, remodelaron la naturaleza del go­bierno de los reinos de España y, a pesar de la violencia, siguieron ci­mentando la autoridad real. Sin embargo, no deberíamos pensar que las universidades estuvieron inexorablemente unidas al crecimiento del po­der real o a formas más «racionales» de gobernar. El saber existía tam­bién fuera de las universidades y se ponía de manifiesto de formas muy diferentes.

El saber y las manifestaciones estéticas exigían también el acceso a los libros y a nuevas formas de pensamiento. Los cabildos catedralicios y los monasterios fueron siempre en España, lo mismo que en cualquier otro país de Europa occidental, la sede original de formidables bibliote­cas. Barcelona, Vic, Ripoll, la Seo de Urgel y otras localidades de Cata­luña remontan sus fondos a mediados de la Edad Media, y el Burgo de Osma, Toledo, Burgos, Oña, León, Santiago de Compostela y otros luga­res desempeñaron el mismo papel en la Corona de Castilla. Pero en los si­glos xiv y xv aparecen a menudo libros manuscritos —el instrumento bá­sico del saber— entre la documentación conservada. Los clérigos de menor rango legaban en sus testamentos sus libros a sus parientes o a las instituciones a las que pertenecían. También se mencionan o citan libros en las fuentes literarias, crónicas y tratados filosóficos con la suficiente frecuencia como para que sepamos que había importantes recursos erudi­tos y literarios al alcance de las comunidades cultas de España.7 La circu­lación de esos libros, unos bastante banales y otros esenciales y enorme­mente influyentes, fue muy amplia. En algunos casos, la transmisión de las ideas y de los recursos manuscritos fue notabilísima, saltando incluso por encima de las fronteras confesionales. El Zóhar, el gran texto de la cábala, fue escrito casi con toda seguridad a finales del siglo xni en Castilla por Moisés de León, apareció poco después en Cataluña, e influyó en algunos de los pensadores catalanes más importantes antes de ser transmitido a la Italia del Renacimiento y a su aparición en el famoso Discurso sobre la dignidad del hombre de Pico della Mirándola.8 El saber viajó siempre en ambas direcciones, entrando en la Península y saliendo de ella.

Las bibliotecas no se limitaban a los establecimientos eclesiásticos. Las cortes reales poseían también significativos recursos eruditos, y lo mismo ocurría con las cortes paralelas de la alta nobleza. Iñigo López de Mendoza, marqués de Santillana, uno de los actores más dinámicos en la política de la Castilla de mediados y finales del siglo xv y también uno de sus más grandes poetas, ha sido celebrado justamente por la riqueza de los fondos de su biblioteca.9 No fue el único de los aristócratas de rancio

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abolengo que coleccionaba libros y obras de arte con tanta asiduidad como participaba en conspiraciones políticas. Algunos mercaderes de Barcelona, relacionados con ciertas formas concretas de piedad, estaban orgullosos de poseer libros, aunque muchos de ellos no fueran más que devocionarios. Los libros de caballería ejercieron siempre, por supuesto, un gran atractivo y conocieron una amplia circulación entre la nobleza y la clase media, desde luego tanta como podían tener los libros antes de la revolución de la imprenta. Cuando ésta llegó a la península Ibérica, la co­rriente de libros (sobre todo historias caballerescas) se convirtió en una auténtica inundación. Los conquistadores españoles los llevarían consigo en sus petates hasta el Nuevo Mundo.

Todo esto nos pone frente a frente con la cuestión de cuál fue el ca­rácter de la cultura de la España de la Baja Edad Media. Hace ya tiempo, Peter Russell, en un famoso y discutido artículo, suscitó el tema del con­flicto entre el ejercicio de las armas y el ejercicio de las letras. Partiendo de la famosa aversión al aprendizaje de Pero Niño, conde de Buelna, Rus­sell postulaba una tensión entre el ethos aristocrático de las armas y el re­chazo de la cultura propio de la nobleza. La realidad era naturalmente otra muy distinta. Aunque el debate entre las armas y las letras tiene una vida larga e ilustre, que va desde finales del siglo xiv hasta el Quijote de Cer­vantes, en el que vuelven a presentarse brillantemente los argumentos a favor y en contra, el carácter de la erudición y de las sensibilidades esté­ticas en España debe situarse juera de la dicotomía de las armas y las le­tras. Fue precisamente porque la nobleza y la clase media eran instmidas, aunque a menudo de forma muy distinta de como lo eran sus compatrio­tas eclesiásticos o universitarios, por lo que la cultura española de finales del siglo xiv y del siglo xv tuvo un carácter tan marcadamente aristocráti­co. De hecho, algunas de las obras literarias más notables de esta época, sobre todo las de mediados del siglo xv, fueron escritas por aristócratas, a menudo personajes destacados de la corte real que gozaron del patrocinio del rey. Desde la extraordinaria poesía de Jorge Manrique hasta los bellos poemas de tono ligero del marqués de Santillana, las obras líricas de Au- siás March, o la poesía crítica y satírica tardomedieval, sus autores fueron nobles de alta alcurnia, profundamente implicados en las turbulencias po­líticas de la época. Jorge Manrique, uno de los poetas más grandes de Cas­tilla, murió bastante joven mientras participaba en el sitio de un castillo durante la guerra civil de los primeros años del reinado de Isabel la Cató­lica. Otros desempeñaron papeles igualmente activos en las constantes luchas políticas de la nobleza española. Más adelante haré breves men­ciones de carácter impresionista a algunas de las grandes cumbres de la

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producción literaria del período comprendido entre 1300 y 1469, así como a la tipología de los géneros literarios. Semejante enfoque nos permite apreciar el carácter ecléctico de la literatura española y establecer claras distinciones entre los diversos reinos peninsulares.

P o e s í a , r o m a n c e s y c a n c i o n e r o s

CastillaAl examinar las creaciones poéticas del siglo xiv y primera mitad del

xv, el lector quizá se sorprenda al ver la larga sombra que arroja sobre la literatura castellana un pequeño número de obras canónicas. El punto de partida es el Libro de buen amor, atribuido a Juan Ruiz, Arcipreste de Hita, y escrito probablemente a finales de la década de 1330. Obra larga y compleja, el Libro de buen amor cuenta la historia de un clérigo apa­rentemente lascivo, de sus amores y sus andanzas por los puertos de mon­taña situados al norte de Madrid (límite geográfico entre Castilla la Vieja y Castilla la Nueva) en busca de aventuras. El Libro de buen amor mez­cla cuentos cómicos y lascivos con prudentes admoniciones cristianas. Incluye una deliciosa descripción de la batalla entre Don Camal y Doña Cuaresma, que nos permite asomamos a los recursos culinarios de la Cas­tilla del siglo xiv y al crudo contraste entre el consumo excesivo y carna­valesco inmediatamente previo a la Cuaresma y la austeridad del tiempo sacro que desemboca en la Pasión, Muerte y Resurrección de Cristo. En sus páginas, Juan Ruiz incorpora algunos relatos que circulaban por toda Europa occidental, en la misma línea que seguirían Boccaccio y Chaucer algunas décadas después.10

Por muchos conceptos, el Libro de buen amor es comparable con el Decamerón o con los Cuentos de Canterbury por su fluida y jovial cele­bración de la carnalidad y el cuerpo humano, y por los fines reflexivos de carácter cristiano que se ocultan tras ella ( y que en absoluto suponen una contradicción). Divierte y estimula, al mismo tiempo que ofrece ejemplos y consejos morales. Aunque el libro de Juan Ruiz se inspira en tradicio­nes poéticas del siglo x iii y , sobre todo, en el uso de la lengua vulgar y en la estructura poética de Berceo, supone todo un hito en la literatura caste­llana. Demuestra poderosamente la variedad estilística y temática de la lengua vernácula y la versatilidad de la cultura clerical, capaz de urdir tantas tramas distintas. Al mismo tiempo, el Libro de buen amor contras­ta claramente con otras obras de su época, como por ejemplo los sutiles y

sagaces Proverbios morales del rabino Don Sentob de Camón. La poesía de Don Sentob combina un meticuloso análisis de los valores humanos y

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una austeridad de expresión que paradójicamente se manifiesta con ele­gantes metáforas y gran destreza lírica.11

Debe tenerse en cuenta también el Rimado de palacio, de don Pero López de Ayala (1332-1407). Funcionario real en la corte de Enrique II, el usurpador de la casa de Trastámara, y cronista de los reinados de Pedro I y el propio Enrique II, el canciller Ayala es el responsable en gran parte de nuestra apreciación negativa del reinado de Pedro I, que se ha elabora­do a partir de sus descripciones partidistas. Testigo y partícipe del turbu­lento mundo de la segunda mitad del siglo xiv, acostumbrado a moverse en los círculos más elevados del reino, López de Ayala fue también un poeta de considerable alcance y eficacia. Sin el ingenio de Juan Ruiz ni el carácter reflexivo de Don Sentob, López de Ayala escribió al final de su vida numerosos poemas que tocan una enorme cantidad de temas y esti­los. El Rimado de palacio, como se titula esta colección poética, reflejan­do los orígenes cortesanos de su autor, contiene desde condenas satíricas de los vicios o los actos de su propio medio social hasta poesía religiosa y expresiones líricas, y muestra las contradicciones de la vida de la Baja Edad Media, así como una yuxtaposición de ejemplos y consejos morales con relatos obscenos. Lo que a nosotros nos parece hoy día contradicto­rio era para los hombres y las mujeres de la Edad Media una paite de su experiencia cotidiana.12

En López de Ayala, como ocurría con la poesía de Juan Ruiz y Don Sentob de Carrión, el relato personal —bocetos de autobiografía litera­ria— se mezcla a menudo con agudas observaciones del mundo circun­dante y con la crítica de sus contemporáneos y de la Iglesia. Y también en esto, aunque sigan fieles a la cuaderna vía (la forma poética predominan­te en la obra de Berceo, consistente en estrofas de cuatro versos monorri- mos de catorce sílabas), López de Ayala y otros autores que siguieron sus pasos desplegaron otros esquemas métricos y otras formas poéticas que anunciaban una verdadera revolución en la forma en que habrían de ex­presarse en el futuro los sentimientos. En muchos aspectos aquello suponía un contrapunto tan adecuado como necesario a los constantes conflictos políticos. La corte castellana y la aragonesa se convirtieron en escenario del desarrollo de nuevas formas culturales. En ambas cortes reales, los nobles y los funcionarios de la corona escribieron una poesía lírica que, a diferen­cia de la cuaderna vía (de origen clerical), reflejaba los valores de una pe­queña elite cortesana y culta que ocupaba los niveles más altos de la so­ciedad. Reunida en amplias colecciones llamadas «cancioneros», esa poesía cortesana mostraba una propensión exagerada a las representacio­nes alegóricas, a la expresión de las emociones, y a menudo a ofrecer

CULTURA Y SOCIEDAD EN UNA ÉPOCA DE CRISIS 227

perspectivas exageradas de la vida, el amor y la política. Todas estas emociones y observaciones distintas eran expresadas en un lenguaje su­mamente refinado y culto. Aunque algunos de los autores incluidos en los cancioneros son mejor conocidos y más prolíficos que otros —sobresalen Carvajales (o Carvajal), Francisco Imperial, Villasandino y Rodríguez Padrón—, las dos grandes colecciones que siguen cronológicamente al Rimado de palacio de López de Ayala, el Cancionero de Baena y el Can­cionero de Stúñiga, constituyen, en conjunto, importantes hitos de la po­esía lírica castellana.13

Villasandino, Macías o Imperial (cuyos poemas encontramos en el Cancionero de Baena) son poetas que florecieron en medio de los caldea­dos ánimos políticos de la corte de Juan II, o en los círculos del valido del rey, don Alvaro de Luna, y sus rivales políticos. El patrocinio dispensado a poetas y artistas y la admiración por la erudición, los buenos modales y el comportamiento cortesano eran algo más que un refinado artificio. Como veremos en el caso de Suero de Quiñones o en el ejemplo de los autores de libros de caballería del siglo xv, el ambiente de invernadero lí­rico de la corte también producía formas de conducta dudosas. Los mis­mos nobles que participaban en las conspiraciones y traiciones políticas más viles podían desvanecerse y llorar mientras escuchaban o leían obras líricas o romances sentimentales. Vale la pena subrayar aquí el alcance internacional y el vigor del castellano en esta época. El triunfo del caste­llano como lengua dominante en la Península se vio favorecido enorme­mente por la hegemonía de los Trastámara en los reinos de España. Al mismo tiempo, la lengua podía constituir también un vehículo sumamen­te adecuado para los nuevos sentimientos e ideas. Francisco Imperial, hijo de un mercader genovés establecido en Sevilla, es un buen ejemplo. Aparte de tomar prestados numerosos elementos de la tradición poética italiana y de incorporar sus formas líricas a la literatura castellana, sus te­mas y su lengua estaban profundamente enraizados en su nueva patria.14 El Cancionero de Stúñiga, que ocupa la misma elevada posición que el Cancionero de Baena, fue compilado hacia mediados del siglo xv en la corte de Alfonso V en Nápoles. Reúne múltiples ejemplos de poesía líri­ca —casi toda de Carvajal y en castellano—, e incluye también otros gé­neros literarios de carácter más popular. Solemos olvidar que en la Nápo­les de mediados del siglo xv, ciudad en la que estaba llegando a su punto culminante un elaborado resurgir del latín, la lengua de la expresión poé­tica sentimental era el castellano. Pero naturalmente los poetas castella­nos y catalano-aragoneses tomaron también préstamos del fértil suelo de la erudición renacentista.

228 LAS CRISIS MEDIEVALES ( 1 3 O O - I 4 7 4 )

La cara B de la tradición lírica cortesana y erudita en la Castilla tar- domedieval adoptaría cinco formas sumamente distintas. Una era erudita y estaba restringida a los poseedores de la alta cultura. La obra simbólica y pedante en grado sumo de Juan de Mena, sobre todo su Laberinto de fortuna, constituye el mejor ejemplo de este género. La segunda estaría caracterizada por las serranillas, los poemas de tono ligero, irónico y en­cantador, cuyo mejor exponente son las Serranillas de Iñigo López de Mendoza. La tercera consiste en las composiciones conocidas colectiva­mente como el Romancero (colección de romances poéticos). La cuarta corresponde a la poesía satírica y de protesta de la Castilla de mediados del siglo xv, que ya hemos glosado en el capítulo 2; y por último, tenemos la estupenda y evocadora poesía de Jorge Manrique que, por muchos con­ceptos, destaca por sí sola. Juan de Mena (1411-1456) fue también miembro de la corte de Juan II, uno de los mejores latinistas de Castilla, y escribano del rey. Lo que lo ha hecho famoso es fundamentalmente su Laberinto de fortuna, un extenso poema alegórico (doscientas noventa y siete estrofas) acerca del carácter efímero de la vida humana y la inestabilidad de la fortu­na. El poema se centra en temas bastante corrientes en la Europa de la Baja Edad Media —y sobre todo en el de la mutabilidad de la fortuna— e imita en gran medida la Divina Comedia de Dante y la estructura poética y sim­bólica de este autor (como por otra parte hacían Francisco Imperial y casi todos los poetas de la época), pero sin el esplendor del original. Temas como el de la fama, que también resonará en la poesía de Jorge Manrique, y las referencias directas a acontecimientos políticos del reinado de Juan II hicieron del Laberinto de fortuna el máximo logro de la actividad poé­tica para sus contemporáneos, aunque muchos críticos modernos no la tienen en tan alta estimación como ellos.15

Las serranillas, y sobre todo las de don Iñigo López de Mendoza, mar­qués de Santillana (1398-1458), relatan a menudo encuentros amorosos de jóvenes y hermosas aldeanas de la sierra con miembros de la alta no­bleza que atraviesan la abrupta topografía de los puertos de montaña de Castilla. Ya hay en ellas elementos de la novela y la poesía pastoril de época posterior y la yuxtaposición de un paisaje rural idealizado con la corrupción de la corte. El hecho de que el marqués de Santillana, aristó­crata cultísimo, dueño de una de las mejores bibliotecas de Castilla, y uno de los principales actores (y también uno de los más ambiciosos) que in­tervinieron en las turbulencias políticas de los reinados de Juan II y Enri­que IV, produjera esos versos tan deliciosos resulta bastante representati­vo del complejo carácter de la sociedad nobiliaria de la Baja Edad Media. Recuerda la descripción que hace Huizinga de El otoño de la Edad Me­

CULTURA Y SOCIEDAD EN UNA ÉPOCA DE CRISIS 229

dia. Aquel gran señor y dueño de extensas fincas en el norte de España, que escribía a medio camino entre la vieja tradición medieval y las nue­vas formas renacentistas, en medio de las crisis y de la marginación cada vez mayor de las minorías religiosas, era capaz de componer poesía como la que encontramos en las estrofas citadas a continuación:

Mo§a tan fermosa non vi en la frontera como una vaquera de la Finojosa.

Faziendo la vía del Calatraveño a Sancta María, vencido del sueño, por tierra fragosa perdí la carrera, do vi la vaquera de la Finojosa.

En un verde prado de rosas e flores, guardando ganado con otros pastores, la vi tan graciosa que apenas creyera que fuera vaquera de la Finojosa.16

El castellano de las serranillas es completamente nuevo. Las serrani­llas, más o menos como el Romancero (colección de romances), venían a recoger una rica tradición oral que, en el caso de los romances, evocaba los numerosos encuentros entre musulmanes y cristianos, proporcionando un rico y matizado contrapeso a la refinada poesía cortesana. El Romancero se inspiraba en fuentes históricas o semihistóricas. Los romances suponen un lazo de unión entre la tradición del Romancero medieval y el Siglo de Oro. Algunos romances de la Baja Edad Media se hicieron muy populares a comienzos de la Edad Moderna. El de Gaiferos y Melisendra todavía re­suena, ejecutado por un titiritero, en las páginas del Quijote}1

230 LA S C R ISIS M ED IE V A LES ( 13 O O - I 4 7 4 )

MÁS a l l á d e l R o m a n c e r o

Poco antes de que comenzara el reinado de Isabel y Femando, los poe­tas castellanos produjeron algunas de las obras literarias más significati­vas de la Baja Edad Media. Aunque algunas de esas obras datan de unos cuantos años después del término cronológico de nuestro libro, aparecie­ron en el contexto cultural de comienzos y mediados del siglo xv. Algu­nas, como la Reprobación del amor mundano o Corbacho de Alfonso Martínez de Toledo, Arcipreste de Talavera, fueron escritas antes de me­diados de siglo (hacia 1430). El Corbacho conjuga las manifestaciones emditas con una misoginia popular. Otras, como la emblemática Cárcel de amor, de Diego de San Pedro, no fueron publicadas hasta 1492, pero fueron escritas hacia 1460. La Cárcel de amor se convirtió en uno de los libros más populares de la Baja Edad Media y en modelo de autores pos­teriores. Cuenta la triste historia de un caballero que se mata al descubrir que su amada no le corresponde. La popularidad del libro y de sus imi­taciones apunta hacia el poder permanente de ciertos tópicos de la litera­tura castellana y al hecho de que la renovación cultural que se produjo en la corte de los Reyes Católicos estaba sólidamente enraizada en el perío­do anterior.18 No queda espacio para hablar de otras obras, pero no pue­do seguir adelante sin hacer una breve mención a la poesía de Jorge Manrique.

Escribir acerca de Jorge Manrique y sobre todo acerca de su poema, extraordinariamente bello y conmovedor, las Coplas a la muerte de su padre, no es tarea fácil. La obra de Manrique ha sido objeto de un minu­cioso análisis por generaciones y generaciones de críticos literarios. Al no ser yo uno de ellos, mi interpretación de Manrique viene determinada por mi interés como historiador en la ventana que ofrece su obra a la menta­lidad de la época y por mi reacción personal ante la riqueza de alusiones, ideas y sensibilidades que pueblan sus versos. Nacido en tomo a 1440 y muerto en 1479 mientras luchaba al servicio de los Reyes Católicos po­niendo sitio a un noble enemigo de la corona, Manrique, cuyo poema fue escrito poco después de la muerte de su padre, don Rodrigo Manrique, maestre de la orden de Santiago, alcanza cotas a las que no habían llega­do hasta entonces los poetas castellanos de su tiempo. Tomando presta­dos muchos temas habituales en las postrimerías del siglo xv y muy esti­mados en las tradiciones literarias en decadencia de casi todos los países de Europa occidental (excepto en Italia), Manrique emprende una larga disquisición acerca del carácter efímero de la vida y de la ostentación cor­tesana, recordando que ricos y pobres son iguales ante la muerte:

CULTURA Y SOCIEDAD EN UNA ÉPOCA DE CRISIS 231

Nuestras vidas son los ríos que van a dar a la mar,

que es el morir; allí van los señoríos derechos a se acabar

y consumir; allí los ríos caudales, allí los otros medianos

y más chicos, allegados, son iguales los que viven por sus manos

y los ricos.19

Manrique hace hincapié en la fe como baluarte frente a la fugacidad del tiempo y la inexorabilidad de la muerte. Pero el poema es una oda a la importancia de la fama y la memoria, a la vida justa dedicada a la protec­ción de los débiles, siendo leal a los propios amigos y feroz con los ene­migos. Lo que queda atrás son cenizas, los restos de suntuosas fiestas —el poema cita los grandes festejos de 1428 y la arrogancia de los Infan­tes de Aragón, muertos ya y desaparecidos — , los excesos que, como los ríos que desembocan en el océano, fluyen hacia el fin inexorable de la muerte. Si puede decirse de toda una tradición literaria que tuvo una con­clusión natural y que es representativa de los desórdenes y de las tensio­nes creativas de una época, ese honor y esa carga corresponden a Jorge Manrique. Su poema está profundamente enraizado en el turbulento siglo de crisis que pasó Castilla y en la nostalgia y la angustia tardomedieval por un mundo que lenta, pero indefectiblemente estaba desapareciendo. Es un final tan bueno como cabría esperar.

L a POESÍA EN LA LITERATURA DE LA CORONA DE ARAGÓN

Como ocurriera con el castellano, el catalán adquirió a partir del siglo xi unas características parecidas a la forma que tiene hoy día. Estrecha­mente vinculado con las lenguas del sur de Francia (Occitania), el catalán era diferente del castellano y fruto de una evolución lingüística distinta. La poesía catalana comienza en serio con la poesía trovadoresca —géne­ro extendido por toda Occitania— hacia el siglo x ii. Sin alcanzar en nin­gún momento las cotas a las que llegaría la viva tradición trovadoresca provenzal, del Languedoc y de la corte de Leonor de Aquitania, los ju­glares catalanes (joglars) produjeron obras notables, como por ejemplo

232 LAS CRISIS MEDIEVALES ( 1 3 O O - I 4 7 4 )

L ’ensegnyament de juglar (que podría traducirse como El aprendizaje del juglar), de Guerau de Cabrera (ca. 1160). Pero el catalán no era un ve­hículo completamente apto para la poesía lírica y, por poner un ejemplo, el talento de Raimundo Lulio (Ramón Llull, 1233-1316) prefirió escribir su obra lírica en provenzal, idioma mucho más flexible y poético.

La poesía de Raimundo Lulio, sobre todo su Disconhort (Desconsue­lo), escrito en edad avanzada, es, junto con su Cant de Ramón de 1299, de carácter autobiográfico y místico. Pero Llull, como les ocurriría a muchas otras figuras literarias catalanas, tenía también buenos contactos con la corte y con los asuntos cotidianos del reino, y por lo tanto estaba abierto a las influencias cortesanas y líricas de la época. Otro escritor notable que empezó a demostrar las posibilidades del catalán como lengua poética fue Bemat Metge (c. 1346-1413). Su obra maestra, Lo somni {El sueño, 1399), adolece de una dependencia excesiva de grandes nombres de la literatura clásica (Cicerón, Boecio y otros) y moderna (Boccaccio, Petrarca), hecho que, aunque deja poco espacio a la originalidad, nos permite hacernos una idea de los recursos culturales y los intereses estéticos de Cataluña inclu­so durante un período difícil desde el punto de vista social, económico y político.20

Quizá el poeta catalán (que escribió exclusivamente en catalán) más notable e influyente fue Ausiás March (1397-1459). March fue un noble que participó en las primeras campañas mediterráneas de Alfonso V. Tras retirarse a sus tierras a mediados de la década de 1420, estuvo casado du­rante un breve período con la hermana de Joanot Martorell (el autor del popular Tirant lo Blanc) y formó parte de un amplio círculo literario ca­talán. Todos sus integrantes tienen en común un mismo tipo de obra y una misma temática y en algunos casos, como en éste en particular, los inte­reses intelectuales y estéticos conjuntos se tradujeron también en relacio­nes familiares. Profundamente enraizada en la tradición cortesana, la poe­sía de March es un análisis del amor —en todos sus aspectos espirituales y físicos— que trasciende las tradiciones cortesanas primitivas. Pero sus reflexiones sobre el amor están estrechamente ligadas a las reflexiones sobre la muerte y a los lazos inexorables que unen a uno y otra. Es sobre todo el elemento personal, es decir, las referencias autobiográficas, lo que hace que estos poemas resulten tan conmovedores. En ellos el poeta via­ja desde el amor humano hasta la muerte de su amada y luego al amor de Dios en una peregrinación no muy distinta de la que sigue Dante —en quien probablemente se inspirara— en su Divina Comedia?1

CULTURA Y SOCIEDAD EN UNA ÉPOCA DE CRISIS 233

C r ó n i c a s , o b r a s r e l i g i o s a s e h i s t o r i a s c a b a l l e r e s c a s e n

C A S T E L L A N O Y E N C A T A L Á N

Si vital se reveló en esta época la poesía, también la prosa —que ana­lizo aquí como un tema único, salvando las diferencias lingüísticas— mostró una notable vitalidad y creatividad. Mientras que la poesía está profundamente ligada a la lengua en la que se escribía y no resulta fácil de traducir, la gran variedad de obras en prosa producidas en esta época, desde crónicas hasta libros de caballería, representaban nuevas formas de pensar que trascendían las fronteras regionales y lingüísticas. La lectura y la escritura dependían también de varios factores importantes, todos ellos en proceso de cambio durante la Baja Edad Media. El patrocinio de la cultura dispensado por los reyes, tan fundamental para los logros intelec­tuales de las cortes de Alfonso X y Jaime I,22 continuó inmutable durante el siglo y medio siguiente. Tanto si hablamos de la corte de Juan II o in­cluso de la de Enrique IV de Castilla, reyes débiles al frente de cortes bri­llantísimas, como si nos referimos al deslumbrante mundo cultural de Al­fonso V de Aragón en Nápoles, lo cierto es que todos aquellos centros de producción cultural, a menudo llenos de propósitos ideológicos y políti­cos, florecieron durante el período objeto de nuestro estudio. Pero las cor­tes podían no bastar para sostener todos esos cambios y desarrollos cultu­rales. Como indicamos anteriormente, el creciente interés por la lectura hizo que la demanda de libros —todavía en forma manuscrita, aunque pronto serían accesibles en forma impresa (a finales del siglo xv)— fuera muy alta. La clase media y la pequeña nobleza de Barcelona, como ya he­mos visto, leían asiduamente, lo mismo que sus homólogos de Burgos, Cuenca, Sevilla, Valencia y Valladolid.

CrónicasLas crónicas, que en Castilla contaron con el patrocinio real durante

todo el siglo xiv, tenían un largo pasado que se remontaba a la Alta Edad Media. A mediados del siglo x i i i , tanto en Castilla como en Aragón se produjeron importantes cambios en la forma de escribir las crónicas. El más significativo de todos fue el paso a la lengua vernácula, cambio ínti­mamente unido a la formulación de las historias «nacionales». La Prime­ra crónica general de Alfonso X y el Llibre delsfeyts de Jaime I son dos tipos de crónicas muy distintos —la primera tiene pretensiones de ser una historia universal, mientras la segunda es supuestamente de carácter au­tobiográfico—, pero las dos estaban unidas por un mismo propósito (real­zar la autoridad y el prestigio real) y por el hecho de estar escritas en len­

i

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gua vulgar: una en castellano y otra en catalán. Las dos obras tuvieron un impacto que trascendió el siglo en el que fueron compuestas, siendo leídas e imitadas por autores posteriores.23

En el caso de Castilla, la Primera crónica general y las crónicas de los distintos reyes que sucedieron a Alfonso X en la segunda mitad del si­glo xni, serían continuadas durante el resto de la Edad Media por cronis­tas patrocinados oficialmente por la corona. Además de ofrecer un relato casi cotidiano de los acontecimientos importantes del reino, contando los viajes constantes del monarca por sus dominios, sucesos políticos, fenó­menos naturales y haciendo referencia de vez en cuando a los aconteci­mientos internacionales, las crónicas servían como arma útilísima para reescribir la historia. La afirmación de Walter Benjamin de que la histo­ria la escriben los vencedores queda perfectamente ilustrada en el modo en que la historia de determinados reyes, sobre todo Pedro I y Enrique IV, fueron ideológicamente distorsionadas para favorecer las intenciones de los usurpadores.

Las crónicas no sólo crecieron en extensión, haciéndose más largas y a la vez más detalladas durante la transición del siglo xiv al xv, sino que además trasladaron su atención a las celebraciones y festejos que exalta­ban el poder real. Castilla sería también notable en sentido negativo, pues no fomentó las crónicas privadas hasta mediados del siglo xv, siendo una de las primeras manifestaciones de este género los Hechos del Condesta­ble Don Miguel Lucas de Iranzo.24 Cuando nos fijamos en Cataluña, el re­lato en primera persona de Jaime I, traducido del catalán al latín en 1313, muestra una estructura narrativa cuyo principal objetivo es la autoglorifi- cación del rey, además de dar testimonio del apoyo de la Providencia a los «hechos» (feyts) del monarca. Sin embargo, la crónica de Jaime I en­seguida dio paso a un tipo muy distinto de relato: el de Bemat Desclot (fi­nales del siglo xm) y el de la gran crónica de Ramón Muntaner. Mientras que Desclot escribió su crónica (en catalán) manteniendo un estrecho contacto con la corte catalano-aragonesa y tiene una fuerte tendencia a exaltar a los reyes y al pueblo de Aragón y sus empresas dentro y fuera de los dominios de la Corona de Aragón, Muntaner (1265-1336), al que ya hemos visto entre los representantes de la ciudad de Valencia que asistie­ron a la coronación de Alfonso V en 1327, cuenta no sólo la historia de los reyes, sino también los audaces hechos del pueblo catalano-aragonés en el Mediterráneo en general. La crónica de Muntaner, testigo ocular e integrante de la campaña de Sicilia y de Levante, rezuma (lo mismo que la de Desclot) una idea de patriotismo que combina las alabanzas a la casa real con una fervorosa concepción de la singularidad del pueblo catalano-

CULTURA Y SOCIEDAD EN UNA ÉPOCA DE CRISIS 235

aragonés y de su destino en el turbulento mundo del Mediterráneo occi­dental. Siguiendo la misma tónica, Pedro IV el Ceremonioso, rey deta­llista en materia de protocolo como no ha habido otro, escribió una cróni­ca o historia de su época (de 1319 a 1382). Contiene brillantes bocetos de algunos personajes importantes de aquellos años y reflexiones prudentes acerca de los cambios que se produjeron en sus dominios. A diferencia de las crónicas de los reyes de Castilla, las catalano-aragonesas, incluso cuando son de origen real, ofrecen un retrato mucho más complejo de la sociedad de la Baja Edad Media.25 La poesía lírica, las crónicas y otros géneros literarios no fueron, sin embargo, las únicas manifestaciones de la gran transformación cultural de los siglos xiv y xv.

R e l i g i ó n y f i l o s o f í a

Como contrapeso de las crónicas y de la poesía lírica están los devo­cionarios y los tratados de teología y filosofía producidos abundantemen­te en esta época. Mientras que los estudios teológicos y filosóficos solían estar en latín, con el fin de poner a los sabios de Castilla y de la Corona de Aragón en contacto con los debates sobre este tipo de temas que se de­sarrollaban al norte de los Pirineos, hay obras, a menudo en las lenguas vernáculas y a menudo también sólo de interés local, que se diferencian de esas otras manifestaciones de la cultura elitista desarrollada en todo el continente europeo. La distinción que establezco aquí entre el latín y las lenguas vernáculas, mencionada ya anteriormente, aunque no estará de más volver a glosarla ahora, es muy importante. Los autores que escribían en latín, personajes como, por ejemplo, el valenciano Amau de Vilanova (1237-1311), lo hacían también en catalán. Sus tratados latinos, en los que el valenciano exhibía amplios conocimientos del pensamiento arábigo y judío, recibieron mucha más atención fuera de la Corona de Aragón que al sur de los Pirineos. Pero sus opúsculos en catalán, que hacen hincapié en ideas milenaristas y en la piedad radical de los franciscanos, tuvieron un impacto muy limitado sobre sus contemporáneos peninsulares.26 Podría­mos poner también el ejemplo de Raimundo Lulio. Una de las figuras más interesantes de la literatura catalana (y española) —Martín de Riquer decía que se debería «subrayar la grandeza y el genio del gran escritor mallorquín, que eclipsó a todos los que habían escrito antes que él» — ,27 Raimundo Lulio fue uno de esos proto-renacentistas cuyas obras tocan variadísimos géneros eruditos y literarios. De noble cuna, próximo a los centros de poder en la corte de Jaime II, rey de Mallorca, esposo y padre, Lulio experimentó una conversión mística a comienzos de la década de

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1260. Ingresó en la orden franciscana y viajó muchísimo, visitando los grandes centros de peregrinación y todas las tierras bañadas por el Medi­terráneo occidental. Escribió numerosas obras (en latín y en catalán), des­de textos místicos y de devoción a debates teológicos, poesía, elaborados tratados filosóficos y unas obras literarias sorprendentes. En 1276 el papa Juan XXI le autorizó a levantar un monasterio (llamado Miramar) en Ma­llorca. La principal actividad en él debía ser la enseñanza del árabe. Y Lu- lio, siguiendo los pasos de san Francisco de Asís, planteó la audaz idea de que la conversión pacífica y racional de los musulmanes era mucho me­jor que hacer con ellos una carnicería en el campo de batalla.28

Las obras de prosa en catalán de Raimundo Lulio —la primera oca­sión en la que esta lengua se desplegaba en una empresa creativa concre­ta y no sólo en traducciones, crónicas, o transacciones materiales— son importantes y están muy logradas. Van desde los bocetos autobiográficos hasta la impresionante Blanquema (o Romang d ’Evast e Blanquerna) y el Libre de Félix (o Libre de meravelles). En sus obras en lengua vulgar sub­yace una idea aristocrática de la importancia de la caballería —particu­larmente evidente en su Libre de l ’orde de cavalleria— y su interés por la instrucción cristiana de los caballeros como milites Christi (soldados de Cristo). En Blanquema, quizá la obra más significativa de Lulio y ade­más una de las que siguen siendo populares en la actualidad (recuerdo el gran placer que experimenté al leerla y al tener que escribir un articulito sobre Llull en un seminario de posgraduados hace casi treinta y cinco años), el autor crea la que acaso sea la protono vela de la península Ibéri­ca. El libro cuenta la historia de los padres de Blanquema, su nacimiento y crianza, cómo el joven abraza la vida religiosa, y su rápida ascensión en la carrera eclesiástica de monje a papa, hasta que, abandonando el trono de san Pedro, se hace ermitaño, llevando al mundo a una especie de para­íso cristiano utópico. Como haría Cervantes con su Quijote, en su Blan­quema Lulio incluye diversas historias dentro de la historia principal, destacando sobre todo su gran obra mística, el Libre d ’amic et amat. La trama de Blanquema, obra escrita a finales de la década de 1270 o a co­mienzos de la siguiente, presagia la futura renuncia del papa Celestino V en 1305 y sus intentos fallidos de volver a la vida de ermitaño.29 Aunque Raimundo Lulio escribió gran parte de sus obras más influyentes antes de 1300, éstas configuraron, sobre todo el Blanquerna y sus otras obras de prosa en catalán, especialmente el libro sobre la caballería (traducido al inglés y al francés poco después de su composición), la mayor parte de la producción prosística catalana de los dos siglos siguientes, sobre todo la aparición de las novelas de caballería del siglo xv.

CULTURA Y SOCIEDAD EN UNA ÉPOCA DE CRISIS 237

C a s t i l l a

Si volvemos la vista a las obras políticas y religiosas de Castilla, po­demos ir turnando entre las obras con las que estaban familiarizados juris­peritos y teólogos y las producciones culturales más oscuras. Aunque es­tas últimas tuvieron con frecuencia poca repercusión más allá de su círculo inmediato, nos permiten apreciar importantes puntos de vista sobre la so­ciedad castellana y española de la época. Entre las primeras destaca la in­gente obra del infante don Juan Manuel, que marca un importante hito en la literatura castellana. Nacido a comienzos de la década de 1280, miem­bro de la familia real y uno de los magnates más revoltosos de la turbu­lenta primera mitad del siglo xiv, don Juan Manuel mostró durante su di­latada existencia (murió en 1349) el mismo entusiasmo por la intriga política que por las labores literarias. Su Libro del Conde Lucanor, ante­rior al Decamerón de Boccaccio, con el que podría ser comparado (aun­que no tiene su mismo alcance), cuenta una serie de historias inconexas. Algunas sirven como ejemplos morales según las líneas maestras de un género medieval bien conocido, la literatura de exempla. Otras presentan temas profanos o salaces con la típica advertencia moral. Tanto su Libro de los estados, que es un panorama de las estructuras sociales y la políti­ca de la Edad Media, o el anticuado Libro del caballero y el escudero, diálogo sobre lo que es la caballería, la religión y la vida humana, como el resto de las obras de don Juan Manuel, ilustran el temperamento y la conducta aparentemente contradictoria de la nobleza española. Profundos y sinceros intereses espirituales y culturales se combinaban con una vida política activa y una ambición y un egoísmo sin límites. Las preocupa­ciones estéticas y una vida de meditación dedicada a la lectura y la escri­tura no eran incompatibles con la actividad en el campo de batalla o la en­trega a interminables intrigas políticas.30

De carácter totalmente distinto es la serie de biografías de Fernán Pé­rez de Guzmán (1375-c. 1460) llamada Generaciones y semblanzas, un hito de la literatura castellana. La obra supone una disección de la socie­dad y de sus problemas, con penetrantes bocetos de los protagonistas de la política castellana de comienzos del siglo xv. En la misma línea bio­gráfica, El Victorial de Gutierre Díaz de Games cuenta la historia de un noble aventurero castellano, don Pero Niño, conde de Buelna: su infan­cia, sus hazañas en las campañas militares de las islas Canarias y el Me­diterráneo occidental, y su vida y viajes posteriores, recreándose en deta­lles ficticios y sinceras reflexiones sobre la caballería y el lugar de los caballeros en la sociedad cristiana.31

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Aunque aparecieron otras obras significativas en prosa en el abigarra­do paisaje cultural de Castilla —apenas estamos arañando la superficie de un vasto piélago de obras literarias—, me gustaría detenerme brevemen­te en una composición mucho menos conocida. Y deseo hacerlo en parti­cular porque nos permite asomarnos a un tema que sin duda se echará en falta en este resumen: la vida espiritual y religiosa de la Península. Aun­que la religión no puede ser el principal tema de discusión de un libro que constituye fundamentalmente un relato político en el contexto de crisis y transformación institucional de la Baja Edad Media, la religión era sin duda un elemento importante del paisaje mental de los españoles. Las di­versas manifestaciones humanas y materiales de la observancia y la fe religiosa (formas de culto, preceptos morales, fiestas religiosas, etcétera) constituyen al fin y al cabo un aspecto significativo de la historia social y cultural de la Península. Incluso al analizar la producción literaria nos sorprende la constante yuxtaposición de temas religiosos y profanos. ¿Pero qué decir de las obras producidas no con fines literarios, sino para circular sólo entre un número limitado de clérigos o con fines pastorales? ¿Qué nos dicen acerca de la sociedad en general?

En un sínodo celebrado en la diócesis de Segovia en 1325, el obispo de esta ciudad, don Pedro de Cuéllar, ordenó que se escribiera una guía para la adecuada educación de los clérigos de Segovia, instruyéndoles acerca del carácter de los sacramentos, sobre el pecado y las regulaciones de la conducta de los eclesiásticos. Editado y publicado con una soberbia introducción de José Luis Martín, Antonio Linaje Conde y su equipo de investigación de la Universidad de Salamanca, El catecismo de Pedro de Cuéllar (1325) ofrece una sagaz perspectiva de las diversas corrientes re­ligiosas que agitaban una de las diócesis medianas de España y, por ende, a la mayoría de las iglesias del país.32

El aspecto más sobresaliente del catecismo es que está escrito en len­gua vulgar (castellano en este caso). El latín se intercala en el texto de vez en cuando, pero no muy a menudo, y, cuando lo hace, aparece en la for­ma preceptiva más elemental. Las frases latinas incorporadas son más o menos del siguiente tenor: «Esto es lo que se ha de decir cuando se bau­tice a alguien», o son deprecaciones como las que se pronuncian en la ce­remonia del bautismo: Ego te baptizo [sic] in nomine Genitoris et Nati et Flaminis33 Como la mayor parte del libro está salpicado de indicaciones de este tipo, lo único que puede uno es sospechar que la mayor parte de los clérigos en la esfera local (el público al que iba dirigido este opúsculo) tenían un conocimiento bastante deficitario del latín y de las fórmulas re­queridas en el rito del bautismo, en otros sacramentos y en la misa.

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En la sección dedicada a la consagración de la hostia, el texto refleja la opinión que tenían los clérigos y el pueblo de lo que sucede antes, du­rante y después de la transubstanciación (el ritual de la misa en virtud del cual el pan y el vino se transforman en la carne y la sangre de Cristo). Aparte de demostrar la importancia cada vez mayor del Corpus Christi en las prácticas devocionales de Castilla, el manual subraya que el sacra­mento no podía realizarse ni con vinagre («agraz»), ni con vino mezcla­do con miel, ni, lo más chocante de todo, con tocino. (¿Qué estaba ocu­rriendo con la liturgia en Castilla que tiene que mencionarse el tocino en este contexto?).34 El precepto de que todos los cristianos deben comulgar al menos una vez al año va acompañado de directrices muy claras sobre lo que debía hacerse en caso de que el vino consagrado se derramara (el sacerdote debía lamerlo con la lengua) o si un insecto o una araña caía en el cáliz y entraba en contacto con el vino consagrado (quemar el vino y la araña por separado).35 Vemos los innumerables accidentes y cuestiones prácticas de la vida diaria y la preocupación del obispo por su nutrido y sospechoso equipo de curas, canónigos y congregaciones de fíeles. Las alusiones a la constante rivalidad con las órdenes monásticas, y la perma­nente preocupación por las rentas eclesiásticas y el respeto por la correc­ta celebración de la liturgia y los sacramentos demuestran el carácter de las prácticas religiosas en el ámbito local y el enorme abismo que existía entre las altisonantes proclamas de los concilios de la Iglesia o los edictos papales y la realidad sobre el terreno.

Mucho más reveladoras son las disposiciones publicadas con el fin de regular la conducta de los clérigos, sobre todo su conducta o más bien su mala conducta sexual. Gracias a las brillantes obras de Peter Linehan co­nocemos las transgresiones sexuales del clero castellano en el siglo xm y los numerosos esfuerzos, a menudo fallidos, realizados para corregir los excesos sexuales de monjes y sacerdotes.36 Las instrucciones de Pedro de Cuéllar de 1325 no ofrecen ninguna prueba de que las cosas hubieran me­jorado respecto a los episodios de finales del siglo xm glosados por Line­han. Por el contrario, la mayoría de los clérigos (desde luego aquellos a los que iba dirigido este manual) eran, al parecer, tan ignorantes y tan propensos al mal comportamiento como los de la época anterior. Las cla­ras advertencias del manual de Cuéllar contra la violación del voto de castidad o contra la costumbre de tener concubinas (hecho aceptado en toda la península Ibérica a través de la barragana o concubina eclesiásti­ca) nos ofrecen una idea de cuál era la conducta de los clérigos de la épo­ca. Los eclesiásticos tenían prohibido vivir con monjas o monjes o visitar los monasterios con demasiada frecuencia.37 Las directrices del obispo

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contienen además las formas de identificar a los clérigos fornicadores, si­tuando el problema en el contexto de cuán «pública» debía de ser la mala conducta sexual de los eclesiásticos, es decir, cuánto sabía de ella el «pú­blico».38 Las sanciones contra semejante comportamiento a menudo eran financieras. Podían comportar la pérdida de un beneficio o la destitución de un cargo. Pero en una sección muy reveladora de su manual, Pedro de Cuéllar concede libertad a las autoridades eclesiásticas para levantar o re­ducir las sanciones por abusos sexuales de los clérigos: «...pero el obis­po puede dispensar e menguar la pena, que este vigió es muy comunal e de ligero caen en él los omnes más que en otro pecado; e por ende, do vie­re que cumple, puede dispensar...».39

Tras admitir que por regla general los clérigos tienen barraganas y son fornicadores notorios, el texto enumera otras formas de abusos, desde los excesos en la comida y la bebida (hasta el punto de la ebriedad habitual), la falta de asistencia a las horas canónicas, o el absentismo de las obliga­ciones litúrgicas (caso, al parecer, habitualísimo), hasta no llevar la tonsu­ra o corte de pelo de rigor entre los clérigos (para hacerse pasar por segla­res), no mostrar la gravedad debida en la forma de andar, en el lenguaje o el porte en general.40 Mucho más específicamente, los clérigos no debían llevar ropas de ciertos colores, ni espuelas, ni anillos, ni prendas de seda, no debían asistir a las bodas o bautizos de sus hijos o de sus nietos, ni lle­var armas, ni ser aficionados al juego.41 Aunque sabemos que la conducta del clero en casi toda Europa occidental dejaba mucho que desear, el ca­tecismo de Pedro de Cuéllar ofrece un panorama de primera mano de las costumbres de los clérigos y del carácter de la religión popular. Lo que se nos induce a sospechar es que la misa se celebraba a menudo de forma irregular, que los curas, canónigos y clérigos regulares cometían a menu­do actos ilícitos, que su latín era malo o nulo, y que fue preciso incluir en la guía las sencillas frases formulares necesarias para la correcta ejecu­ción de algunos sacramentos fundamentales de la Iglesia —bautismo, co­munión o matrimonio—porque el obispo no podía fiarse de que sus curas supieran celebrar los ritos como es debido.

Estos deslices o como quiera llamarse el mal comportamiento habi­tual del clero, no impiden que la presencia de la religión en todas las face­tas de la vida diaria de los españoles fuera constante. Aunque en aquella época recorrieran los caminos de España muy pocos santos, la religión, como acabo de decir, impregnaba todas las facetas de la sociedad espa­ñola. No obstante, había distintas formas de concebir o definir la religión. En una frase citada con mucha frecuencia, don Quijote, el protagonista de la célebre novela de Cervantes, afirma que «la religión es la caballería an­

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dante». En las fiestas, en las historias caballerescas y en la caballería an­dante, las aspiraciones religiosas se transformaban en actuaciones y for­mas de ser que, además de cumplir unos fines ideológicos concretos, combinaban diversas formas culturales con la búsqueda de la salvación y lo divino.

R e l i g i ó n , l i b r o s d e c a b a l l e r í a y c a b a l l e r í a a n d a n t e

Ahora que estamos a punto de llegar a la conclusión, me gustaría con­siderar la proliferación de libros de caballería (escritos en las distintas lenguas vernáculas de la Península) en la España del siglo xv, y los estre­chos lazos existentes entre esta forma literaria (el libro de caballería) y los elaborados ciclos de festejos (sobre todo las entradas reales). Como arte­factos culturales, los festejos desempeñaron un papel cada vez más nota­ble y significativo en la vida política de la Península. Desde mediados del siglo xiv, las crónicas prestan una atención creciente a las celebraciones, describiéndolas con todo lujo de detalle y glosando explícitamente sus distintos significados simbólicos e ideológicos. Ya he señalado en ante­riores capítulos algunos de los lazos existentes entre las celebraciones y la política. Un ejemplo sería la coronación de Alfonso IV, tal como la re­lata Muntaner, las fabulosas fiestas de 1428, o las celebraciones carnava­lescas de Miguel Lucas de Iranzo en Jaén en la década de 1460 (véanse los capítulos 4, 5 y 6). Lo que me gustaría ahora, al presentar unos cuan­tos ejemplos más, es relacionar la política de la época con la literatura y las celebraciones, y demostrar que lo que leía la gente era luego ejecuta­do en la vida real. Al mismo tiempo, y en muchos casos, algunos hechos reales sirvieron como modelo para las obras literarias. No obstante, con­viene explicar también lo que todas esas diversas celebraciones, fantasías caballerescas y artificios literarios significaban dentro del cambiante mundo político de la España del siglo xv. ¿Y cómo expresaban esas fies­tas valores y funciones como respuesta a las crisis de la Baja Edad Media poco antes del matrimonio de Isabel y Femando en 1469?

Fiestas, entradas reales y celebracionesEn un libro merecidamente célebre, Art and Power: Renaissance Fes-

tivals 1450-1650, sir Roy Strong describe la riqueza de las celebraciones llevadas a cabo durante la Baja Edad Media y los primeros tiempos de la Edad Moderna y su inextricable relación con la política y el poder.42 Si­guiendo el paradigmático tratamiento de las fiestas y su papel en la cultu­ra y la vida del Renacimiento que encontramos en La cultura del Renací-

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miento en Italia, de Jacob Burckhardt, en los libros de Huizinga y otros autores, Strong y otros especialistas han expuesto el complejo panorama de las fiestas y de su papel en la Europa de finales de la Edad Media y de comienzos de la Edad Moderna. Por desgracia sus referencias a España son o escasas o nulas. Los reinos de la península Ibérica participaron ple­namente de la cultura de las celebraciones propia de la Baja Edad Media, pero esas actividades no se ven reflejadas en la historiografía. ¿Cuál era, pues, la naturaleza de esa cultura y qué nos dice acerca de España?

Las fiestas y celebraciones (y los dos términos pueden ser a veces in­tercambiables) eran un elemento integrante de la vida cotidiana de la Pe­nínsula. Desde las celebraciones anuales de las grandes festividades reli­giosas Navidad, Epifanía, Pascua, San Juan y otras fechas litúrgicas significativas— hasta las fiestas no anuales, como la entrada de un rey en una ciudad por primera vez, las coronaciones, los nacimientos reales, las visitas de reyes y príncipes, y otros acontecimientos por el estilo, el año estaba lleno de festejos perfectamente organizados. Toda una serie de ac­tividades eran cuidadosamente planificadas para cada una de estas oca­siones y las crónicas nunca dejan de señalar las celebraciones asociadas con las festividades religiosas y de adoptar tonos líricos al comentar las fiestas anuales y extraordinarias.

Todas estas celebraciones tenían un guión básico con las variantes ha­bituales exigidas por las circunstancias políticas específicas y la localiza­ción geográfica. Al fin y al cabo, la fuerza y el impacto de los festejos, tanto en su faceta de instrumentos políticos como en su vertiente de arte­factos culturales, residían precisamente en su carácter reiterativo. Eran algo familiar y al mismo tiempo extraordinario: algo extraordinario por­que algunos de los elementos presentes en ellos eran demasiado enigmá­ticos o culturalmente distantes para ser conocidos por el público más sen­cillo; y algo familiar porque casi todos los festejos comportaban justas, tableaux vivants, funciones teatrales, desfiles de los poderosos, procesio­nes, misas, aspectos carnavalescos, banquetes de los estratos superiores de la sociedad, y generosas y extravagantes distribuciones de comida entre los más humildes. Todas las fiestas hacían referencia unas otras, creando una sensación unifícadora de significación y memoria. En las celebracio­nes que tuvieron lugar en Valladolid en 1428, fiesta dominada por la pre­sencia de dos reyes y un infante, don Enrique, el infante de Aragón, se construyó un fantástico castillo artificial que costó de 12 a 15 mil florines (precio realmente extraordinario), y pudieron apreciarse numerosas refe­rencias cortesanas en la vestimenta y las actuaciones de los principales participantes. Durante todo un mes de suntuosas celebraciones y actos de

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ostentación tuvieron lugar pasos honrosos, bailes públicos de los perso­najes de rango real y principesco, y varios banquetes.43 Análogamente, en la principesca entrada de Femando de Antequera en Sevilla en 1410 (poco después de ser nombrado rey de Aragón), o en la de Enrique IV en Jaén en la década de 1460, se lanzaron poderosos mensajes, bien porque las celebraciones tuvieron lugar exactamente tal como son descritas por los cronistas (lo que es bastante dudoso), o bien porque la relación de los hechos tiende a embellecer los acontecimientos reales por motivos políti­cos y estéticos. Un ejemplo que vale la pena recordar y citar ampliamen­te es la entrada de Alfonso V en Nápoles. Ya sabemos lo duro que había tenido que luchar Alfonso para hacerse con el control del reino de Nápo­les. Cuando finalmente se produjo la victoria, fue conmemorada con una elaborada entrada real. Convendrá citar la descripción que hace Burck­hardt del suceso:

... montadas a caballo ... Sesenta florentinos, todos vestidos de morado y es­carlata, cerraban aquel espléndido alarde ... Luego Alfonso el Magnánimo, con motivo de su entrada en Nápoles (1443), rechazó la corona de laurel ... Por lo demás, la procesión de Alfonso, que pasó por una brecha abierta en la muralla de la ciudad y recorrió sus calles hasta la catedral, fue una extraña mezcla de elementos antiguos, alegóricos y puramente cómicos. El carro, ti­rado por cuatro caballos blancos, en el que el monarca iba sentado en un tro­no, era alto y estaba recubierto de oro; veinte patricios sostenían las varas del palio de tela dorada que lo cubría. La sección de la procesión ocupada por los florentinos presentes por entonces en Nápoles estaba compuesta por jó­venes caballeros elegantísimos, que blandían con gran habilidad sus lanzas, un carro con la efigie de la Fortuna, y siete Virtudes venía a pie una banda de catalanes, con figuras de caballos atadas delante y detrás de ellos, que se enzarzaron en un combate paródico con una compañía de turcos [debemos suponer que falsos turcos], como si quisieran ridiculizar el sentimentalismo de los florentinos. Por último venía una torre gigantesca, a cuyas puertas montaba guardia un ángel con la espada desenvainada; en la parte superior iban cuatro Virtudes, y cada una se dirigió al rey con una canción.44

No tenemos por qué explicar aquí con más detalle la evidente finalidad que tenían todas estas celebraciones de reforzar el poder, instruir, deleitar, o simplemente ser un acto de ostentación colorista. Las entradas reales o las fiestas suponían la mezcla de todos los estratos de la sociedad, un es­pacio para el diálogo y la reafirmación de las jerarquías sociales. Los co­lores y los tejidos de las ropas que lucían los individuos de rango más ele-

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vado —descritos con prolijo detalle por los cronistas— servían claramen­te de recordatorio del abismo social que los separaba de las capas más ba­jas. Cuando los ciudadanos de Jaén salieron a recibir a Enrique IV, rey de Castilla, a una distancia predeterminada de las puertas de la ciudad, en una procesión ordenada y jerárquicamente organizada, el espacio rural y el urbano se unieron en el punto liminal —a dos leguas y media de las murallas de la ciudad— que marcaba los límites de la jurisdicción urbana frente a las zonas rurales circundantes. Los funcionarios municipales em­plearon también la entrada real para reafirmar el poder civil y reiterar la jurisdicción de Jaén sobre su levantisco hinterland. De modo parecido, cuando los funcionarios municipales de Burgos, vestidos todos de rojo, salieron en procesión de la ciudad a recibir a la infanta doña Blanca que había venido a Castilla para contraer su desafortunado matrimonio con el infante don Enrique, lo que pretendían los oligarcas de la ciudad era en­tablar una doble negociación: con la corona, de la que esperaban obtener privilegios (fundamentalmente exenciones fiscales), y al mismo tiempo con la población de la ciudad, de la que esperaban un reconocimiento del poder del consistorio y la obediencia de los ciudadanos.

¿Y qué decir de los signos culturales exhibidos en estos festejos y en la circulación de la cultura entre las distintas capas de la sociedad? La ma­yor parte de las fiestas, pese a seguir un guión tradicional, introducían también nuevos temas culturales. Como tales, las celebraciones eran un medio para la transmisión y popularización de determinados aspectos de la cultura de la elite. En la Baja Edad Media, esta faceta se centraría en el interés obsesivo por los motivos caballerescos. Por consiguiente, no había fiesta en la que faltaran elaboradas celebraciones destinadas a subrayar el valor y las proezas de los caballeros. En las fiestas de mayo de 1428 en Va- lladolid, los reyes de Castilla y Navarra, el infante de Aragón don Enrique, don Alvaro de Luna y otros miembros del máximo nivel de las noblezas de Castilla y Aragón rompieron muchas lanzas y exhibieron sus habilidades militares de forma sumamente extravagante. El cronista se deleita enume­rándolas y ofreciendo al lector suntuosos recordatorios de las dotes mar­ciales del rey. Naturalmente todo es pura ficción, pues Juan II de Castilla no tenía precisamente dotes para nada. En el preludio a la entrada de la in­fanta doña Blanca en Briviesca, cincuenta caballeros vestidos de blanco pelearon valientemente con otros cincuenta vestidos de rojo. Una vez de­bidamente teñidos de sangre para impresionar a la infanta y a los demás espectadores, se dirigieron a un prado vallado en el que se ejecutó para la infanta una cacería de osos, mientras el séquito de Su Alteza observaba aquel bizarro espectáculo desde un estrado hermosamente decorado.45

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Todas estas ostentaciones de la excelencia caballeresca eran ejecuta­das en público ante una multitud de espectadores. Éstos acudían en tropel a las ciudades o al campo para deleitarse con la guerra de ficción.46 Como ocurriera en Valladolid o en cualquier otro de los actos festivos organiza­dos a lo largo y ancho de la península Ibérica, esas celebraciones estaban profusamente salpicadas de alusiones —a través de los vestidos, la trama argumental y los tableawc vivants—a los romances corteses. Las fiestas estaban fundamentalmente codificadas con referencias a las obras litera­rias de la época, a las historias caballerescas del siglo xii (sobre todo al te­soro inagotable de las leyendas artúricas) y a la mitología. En Valladolid, una mujer vestida de diosa Fortuna (piénsese en la entrada de Alfonso V en Nápoles casi veinte años después y en el Laberinto de fortuna de Juan de Mena) apareció junto a una gran rueda, recordando a los espectadores, tanto nobles como humildes, la mutabilidad del propio destino.

Resulta difícil determinar qué proporción de estas abundantes refe­rencias literarias era entendida por las capas bajas. Evidentemente gran parte de la cultura de la elite, sobre todo la que tuviera que ver con los te­mas cortesanos, tenía poderosos ecos en la imaginación popular e im­presionaba a los sectores más humildes con la simple imaginería de su esplendor y sus elementos bélicos. Aunque algunas referencias —Juan II de Castilla tocado con una diadema de mariposas cuando apareció en una justa (simbolizando la resurrección de su poder)— probablemente pasaran desapercibidas para la mayor parte de los ciudadanos de Valla­dolid y de las villas circundantes que asistieran a los festejos, aquello re­sultaba bonito e insólito y atraía todas las miradas hacia la figura del mo­narca. Esa impresión se vería reforzada en el siguiente acto, que tuvo lugar poco después, cuando el monarca volvió a aparecer vestido de ver­de como rey de los bosques (era el mes de mayo) con un oso y un león encadenados —¡qué emocionante y divertido debió de resultar para los habitantes de la Valladolid medieval ver un león! — , o cuando Juan II, vestido de Dios Padre y rodeado de doce caballeros disfrazados de Apóstoles, hizo su aparición en el último acto del ciclo de festejos. Lo que aquí nos interesa es que había un flujo continuo de mensajes cultu­rales entre la cultura elitista y la cultura popular (aunque no sería desa­certado poner en cuestión categorías tales como elitista y popular). Tal vez lo que deberíamos hacer aquí es ver estas celebraciones como una yuxtaposición infinita de diferentes tradiciones culturales en un gran marco de referencias culturales. Por medio de esos intercambios y prés­tamos se forjaron modos de gobernar nuevos y más eficaces.47 Y todo esto ocurría en los tiempos crepusculares de la Edad Media, cuando los

gobernantes tuvieron que hacer frente a enormes desafíos fiscales y po­líticos.

Este constante flujo y reflujo no se limitaba a los temas caballerescos. Durante la entrada de Enrique IV en Jaén, mientras el monarca seguía la ruta tradicional de las entradas reales por las calles de la ciudad, asistió a una representación del auto de los Reyes Magos. La mención que hace el cronista de este hecho es la primera referencia a la obra que se conserva en la literatura castellana. Junto con los tableaux vivants, que representa­ban escenas de obras literarias o de historias mitológicas bien conocidas, estas funciones «públicas» ponían también elementos de una cultura es­crita al alcance de los que no sabían leer o no poseían (ni podían poseer) un manuscrito. Siguiendo un patrón imitativo, las capas bajas de la socie­dad se enzarzaban también en peleas ficticias. Ya se tratara de jocosas ba­tallas de huevos entre el condestable Miguel Lucas de Iranzo y sus hom­bres, sitiados en una torre por el pueblo de Jaén, o de un duelo con calabazas o pollos muertos (las peleas con cosas de comer eran bastante habituales) en la Jaén de mil cuatrocientos sesenta y tantos o en cualquier otro lugar, todos estos episodios no dejan de ser alusiones al modo en que formas y estilos de vida elitistas circulaban (en forma carnavalesca) entre la población general.48

Las exhibiciones cortesanas de la elite iban acompañadas también de amplias y generosas distribuciones de comida. Las gentes salían a ver aque­llas fiestas debido al gran valor que tenían como entretenimiento. A veces incluso eran obligadas a hacerlo, como ocurría con los judíos, musulmanes y miembros de los gremios, que eran obligados, so pena de imponérseles una multa, a asistir a las procesiones del Corpus Christi. Pero salían tam­bién porque aquellos grandes acontecimientos suponían un sustancioso ali­vio al hambre o al aburrimiento de la dieta diaria. Como los cronistas no du­dan en recordamos, la comida y el vino eran de una calidad que raramente podía permitirse la gente humilde.

En muchos aspectos las celebraciones ponían en vigor proyectos políti­cos, impartían lecciones saludables para el pueblo en general acerca del co­rrecto ordenamiento de la sociedad, y reafirmaban la naturaleza del poder, ya fuera el de reyes, príncipes o municipios. Al mismo tiempo, los festejos cumplían importantes funciones sociales y económicas. Al poner en circu­lación las rentas en forma de suntuosos banquetes, subrayaban la generosi­dad de las capas altas de la sociedad a la vez que proporcionaban una agra­dable válvula de escape a la humilde dieta de todos los días. En los Hechos del condestable don Miguel Lucas de Iranzo, la descripción de la comida sólo es superada en importancia por la descripción de los vestidos del con­

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destable. En la entrada de la infanta doña Blanca en Briviesca se nos cuen­ta con todo detalle la abundancia de vino y de sabrosas viandas.

Pero tanto en la Edad Media como en la actualidad los grandes indi­cadores de las diferencias sociales no eran sólo el vestido y la comida. También lo era el espacio. Lo que hacían las fiestas y las entradas reales era delimitar los espacios, que se asociarían estrechamente con los ritua­les del poder. A veces esta apropiación profana del espacio suponía una intrusión en concepciones tradicionales del espacio sagrado. Por ejemplo, las coronaciones en Aragón, o la investidura como caballeros y la vela de las armas por los reyes en Castilla suponían una intromisión por la fuerza en espacios de la Iglesia y una forma de ponerlos al servicio de la políti­ca. Como ya hemos visto, las entradas reales seguían un circuito bien de­finido. No es casualidad que esos circuitos coincidieran con el itinerario de las procesiones del Corpus Christi. Los lugares en los que se llevaban a cabo los grandes torneos no se elegían al azar, sino que eran escogidos cuidadosamente para realzar la importancia del acontecimiento: la plaza mayor de la ciudad, o la plaza de la catedral. En esos emplazamientos a menudo se alternaban las fiestas profanas y las exhibiciones, ejecuciones y autos de fe de la Inquisición. En lo concerniente al modo de hacer os­tentación del poder, el guión de las autoridades profanas y el de las ecle­siásticas se solapaban en beneficio de ambas. Con la importancia conce­dida al escenario de los actos, los encargados de planificar los festejos intentaban sacralizar aquellos espacios urbanos y dar a sus celebraciones mayor validez por medio de su evidente asociación con ellos.

Aunque tuviera lugar mucho después del término cronológico que nos hemos marcado para este libro, la entrada de Carlos V (Carlos I de Espa­ña) en Barcelona en 1519 constituye todo un símbolo de la relación exis­tente entre el poder (o en este caso la esperanza y las expectativas de po­der) y el lugar. Al fin y al cabo, la autoridad de Carlos sobre sus dominios españoles era en 1519 muy frágil, y Barcelona había sido siempre un avispero de turbulencias políticas y de resistencia a la autoridad venida de fuera. El itinerario de su procesión ceremonial por la ciudad uniría los es­pacios rituales tradicionales en la Edad Media y los centros de gobierno secular de Barcelona, concluyendo con una parada final en la catedral ,49 El papel desempeñado por el simbolismo político en esas entradas reales, es­pecialmente en un lugar como Barcelona, nos recuerda forzosamente que esas celebraciones no siempre salían bien. El toma y daca entre los diver­sos protagonistas de los actos —el rey, la nobleza, las oligarquías urbanas, etcétera—no siempre alcanzaba el resultado deseado. Pero en muchos sen­tidos esos acontecimientos brindaban una ocasión única para proyectar

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una representación (o diversas representaciones) del poder real directa­mente ante los estratos más humildes de la sociedad sin la mediación de los agentes reales ni las elites locales. Aunque al final todo es cuestión de política, los artefactos y las celebraciones culturales, además de desem­peñar un papel bien definido en los conflictos políticos de la época, tam­bién reflejaban los valores de una pequeña elite situada en la capa más alta de la sociedad y unos intereses estéticos que a menudo no tenían nada que ver con la realidad política. De ellos pasamos a ocupamos ahora.

L O S LIBROS DE CABALLERÍA

El siglo xv conoció la composición y la ejecución de elaborados libros de caballería. En las cortes reales de la península Ibérica, al igual que en muchos otros lugares de Europa occidental por esta misma época, flore­ció una cultura de la caballería, de las historias caballerescas, y de devo­ción a la amada. Pero aquellas formas sumamente estetizantes tenían tam­bién una vigorosa vida real en las calles de Barcelona, Valencia, Sevilla y otros grandes centros comerciales de España. El género literario más popular no sería la poesía reflexiva de un Jorge Manrique ni las composi­ciones eruditas de Juan de Mena o Bemat Metge. Las obras más popula­res e influyentes fueron las historias de caballeros andantes y sus hazañas. Más de una generación después del apogeo de los libros de caballería, Bemal Díaz del Castillo evocaba el Amadís de Gaula (uno de los más vendidos a finales del siglo xv) en su descripción de la reacción de los castellanos cuando vieron por primera vez la fabulosa Tenochtitlán. Más de un siglo después, Cervantes intentaría erradicar la permanente popula­ridad de este género escribiendo irónicamente el que se convertiría en el libro más famoso sobre caballeros andantes. Pero lo más curioso de este tipo de obras es que los ejemplos reales eran tan numerosos como los re­latos literarios y también mucho más estrambóticos. Recordemos que muchos de esos miembros de la nobleza, egoístas y crueles, que atormen­taron los reinos peninsulares con su inagotable codicia y sus feroces gue­rras, leyeron aquellas novelas e intentaron vivir imitándolas.

Unos cuantos ejemplos probarán lo que decimos. A comienzos de la década de 1430, Suero de Quiñones, uno de los nobles del séquito de don Alvaro de Luna, frecuentaba la corte real llevando al cuello un collar de hierro, signo de que era prisionero de amor. Suero pidió permiso a Juan II para hacer un paso honroso en el Camino de Santiago, por donde pasaban todos los peregrinos que se dirigían a Compostela. Su plan consistía en cortar el paso a los transeúntes para librarse de su cautividad rompiendo

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trescientas lanzas en honor de su dama innominada. Acompañado de al­gunos amigos, criados, y un notario encargado de registrar (como efecti­vamente hizo) todos los detalles del paso, Suero de Quiñones se apostó en un estrecho puente sobre el río Órbigo, a las afueras de León, para efec­tuar el pas d ’armes o paso honroso. Yo mismo he estado con unos alum­nos en el puente (que aún sigue en pie con toda su belleza medieval), jus­to en el sitio en el que Suero y sus amigos desafiaron a combate a todo peregrino noble que pasara por allí camino de la tumba del apóstol San­tiago, y nos extrañó lo poco plausible que parecía todo aquello. Los que se negaban a pelear tenían que entregar una prenda —unas espuelas o el guante de su dama— como signo de su obligación de enfrentarse en com­bate al caballero en un futuro próximo. A los que estaban lo bastante locos como para aceptar el reto, se les suministraban caballo, armas y armadura, si carecían de ellos. Podemos imaginamos el trastorno que llegaría a cau­sar todo aquello a los viajeros de comienzos del siglo xv, y lo estrambóti­co que semejante conducta nos resultaría hoy. Toda aquella situación, que se prolongaría durante casi un mes —del 10 de julio al 9 de agosto de 1434, esto es, en plena temporada de peregrinación—, habría continuado durante mucho más tiempo de no haber sido por la intervención de cuatro caballeros andantes de Valencia. Irritados por el impedimento que se po­nía al tránsito de los pacíficos peregrinos, se presentaron en el puente del Órbigo y se ofrecieron a romper todas las lanzas que faltaban, obligando a Suero y a sus amigos a levantar el campo. Lo hicieron de un modo harto convincente, golpeando a Suero y a sus hombres hasta que se retiraron del campo para curarse las heridas, habiendo roto únicamente poco más de la mitad de las lanzas prometidas. Y el de Suero no es sólo el más célebre de los muchos pasos honrosos que se sostuvieron en la península Ibérica du­rante el siglo xv. ¿Qué podemos decir de todo esto?

En su singular y delicioso libro Caballeros andantes españoles, Mar­tín de Riquer nos ofrece un paseo encantador por el mundo de los caba­lleros andantes españoles y extranjeros del crepúsculo de la Edad Media. Los caballeros de la Península viajaban al extranjero en busca de aventu­ras y excitantes (y peligrosas) justas, y para cumplir con su vocación. Los caballeros extranjeros procedentes de todos los rincones de Europa reci­bían la más suntuosa acogida en las cortes españolas, cada vez que parti­cipaban en combates ficticios. En este sentido, recordemos que la vida real y las hazañas caballerescas de Jacques de Lalaigny, caballero de la corte de Felipe el Bueno, duque de Borgoña, fueron convertidas en una historia más o menos de ficción, el Livre desfaits de Jacques de Lalaigny, que sir­vió de modelo para otras obras de aventuras caballerescas. Sus ecos re­

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suenan en Castilla en El Victorial de Gutierre Díaz de Games, que, como hemos visto, cuenta las hazañas de Pero Niño, conde de Buelna, pero que también, además de una biografía de tintes hagiográficos, ofrece una fer­vorosa defensa de la superioridad de la caballería y de los caballeros.

Ese ir y venir entre realidad y ficción queda patente sobre todo en 77- rant lo Blanc, uno de los libros de caballería más populares de la España de finales del siglo xv y una de las fuentes de inspiración de don Quijote en su desesperada búsqueda de aventuras. Fue escrito por Joanot Marto- rell (c. 1413-1468), caballero que se vio envuelto en la vida real en nu­merosas aventuras, y que viajó a Inglaterra para desafiar a su rival, Johan de Monpalau (quien, al parecer, había deshonrado a su hermana), a un duelo a muerte. Sus aventuras y las de su protagonista de ficción (Tirant lo Blanc) combinan las experiencias de la vida con la quimera artística. ¿Y qué decir de Miguel d’Oris, caballero catalán que el 20 de agosto de 1400, durante su estancia en París, desafió a todos los caballeros ingleses a combate singular hasta quedar libre de ese modo de su juramento y de su prisión de amor? Y para cumplir su absurda promesa (que naturalmen­te nunca cumplió), anduvo por la calle pinchándose la pierna con un pun­zón. Del mismo modo, Bemat de Coscón, otro de esos indómitos e inge­nuos caballeros catalanes, paseaba por las calles de Barcelona todos los días de san Sebastián con la pierna atravesada por un cuchillo, que no se arrancaba hasta entablar combate a pie o a caballo con otro caballero.50

Estas estrambóticas hazañas y desafíos eran anunciados por toda la ciudad en carteles, que eran a su vez una forma de expresión literaria y, como tal, una manifestación de la cultura caballeresca de la época. ¿Pero qué significaba todo aquello? Contemporánea del mercader de Barcelona que leía literatura de devoción y tenía pequeñas capillas en su casa,51 la cultura de esos caballeros se fusionaba miméticamente con la brillante at­mósfera llena de nostalgia de las cortes reales. Todas esas celebraciones, actos de ostentación y estilos de vida, ya fueran festejos, procesiones del Corpus, fiestas de carnaval (escurridizas, pero también férreamente mar­cadas por un guión), o combates singulares y pasos honrosos, se dieron en el contexto de las interminables luchas intestinas que mantuvieron la co­rona y las facciones de la nobleza. Pero, a medida que España se acerca­ra al final de la Edad Media y a la centralización cada vez mayor impues­ta por los Reyes Católicos, esas celebraciones y esa exuberante conducta de los nobles se producirían dentro de los límites de la autoridad real. Suero de Quiñones pidió permiso al rey para sostener su paso honroso. Los caballeros escribían y publicaban los relatos de sus hazañas. Las fies­tas cortesanas se convirtieron en escenario ideal de memorables justas y

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torneos. La aparente libertad y el carácter anárquico de esos actos y de las hazañas de los caballeros eran en gran medida ilusorios. Todas esas em­presas festivas habían quedado inscritas en nuevas formas de gobierno y de autoridad. Por distintos y deslumbrantes que fueran esos artefactos culturales, se habían convertido en nuevas formas de concebir las rela­ciones políticas dentro del reino y de un futuro que se vendría encima a pasos agigantados en cuanto se produjera el matrimonio de Isabel y Fer­nando en 1469.