bresca. el guardia suizo, rafael hidalgo (primeras páginas)

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BRESCA EL GUARDIA SUIZO RAFAEL HIDALGO NAVARRO

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Brescael guardia suizo

rafael Hidalgo Navarro

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ISBN: 978-84-16110-84-1

camino a la mezquita Wafa Mdalel (llamada erika antes del decreto de conversión que consagró europa como tierra islámica) será abordada por un anciano; el peculiar individuo afirmará haber servido a las órdenes de su padre en la extinta guardia suiza Pontificia. a partir de ese encuentro Wafa irá conociendo los acontecimientos en los que se vio envuelto su progenitor, responsable de la investigación de un crimen con oscuras implicaciones.

sobre el trasfondo de un mundo sumido en profundos cambios, rafael Hidalgo nos ofrece una novela de intriga con los mejores ingredientes del género: suspense, amor, acción y un desenlace conmovedor.

<<oír hablar de la guardia suiza sonaba tan exótico y lejano como hacerlo de la guerra de las dos rosas o del descubrimiento del lago victoria. Pero para Wafa representaba una realidad bien distinta, sobre todo si se la vinculaba a franziskus Wetter, su progenitor.

desde pequeña aquel nombre había quedado relegado al ostracismo. Nadie debía vincularla al mismo, estaba maldito. su nombre era erika Wyss, hija de silvia Wyss y de su marido Peter Meier>>.

rafael Hidalgo Navarro (Zaragoza 1968) es licenciado en empresariales y doctor en filosofía. Ha publicado libros de diverso género: biográfico (Julián Marías. retrato de un filósofo enamorado. rialp), cuento (Crispín y el dragón Agamenón. Monte carmelo), narrativa juvenil (Mabel, la princesa de Íncaput. Monte carmelo) y economía (Empresarios y Samurais. ecobook). en esta ocasión se adentra en el terreno de la novela de intriga de la mano de Bresca, vicecomandante de la guardia suiza que deberá resolver un crimen con derivadas inesperadas.

Bresca. el guardia suizo

Bresca. el guardia suizo

EXLIBRIC

ANTEQUERA 2016

Bresca. el guardia suizo

RAfAEL HIdALgo NAvARRo

BRESCA. EL GUARDIA SUIZO© Rafael Hidalgo Navarro© de la imagen de cubiertas: (Fotomontaje) Drop of Light / ShutterstockDiseño de portada: Dpto. de Diseño Gráfico Exlibric

Iª edición

© ExLibric, 2016.

Editado por: ExLibricc/ Cueva de Viera, 2, Local 3Centro Negocios CADI29200 Antequera (Málaga)Teléfono: 952 70 60 04Fax: 952 84 55 03Correo electrónico: [email protected]: www.exlibric.com

Reservados todos los derechos de publicación en cualquier idioma.

Según el Código Penal vigente ninguna parte de este ocualquier otro libro puede ser reproducida, grabada en algunode los sistemas de almacenamiento existentes o transmitidapor cualquier procedimiento, ya sea electrónico, mecánico,reprográfico, magnético o cualquier otro, sin autorizaciónprevia y por escrito de EXLIBRIC;su contenido está protegido por la Ley vigente que establecepenas de prisión y/o multas a quienes intencionadamentereprodujeren o plagiaren, en todo o en parte, una obra literaria,artística o científica.

ISBN: 978-84-16110-84-1Depósito Legal: MA-600-2016

Impresión: PODiPrintImpreso en Andalucía – España

Nota de la editorial: ExLibric pertenece a Innovación y Cualificación S. L.

RAfAEL HIdALgo NAvARRo

Bresca. el guardia suizoBresca. el guardia suizo

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ÍNDICE

Capítulo 1 ............................................................... 15Capítulo 2 ............................................................... 22Capítulo 3 ............................................................... 30Capítulo 4 ............................................................... 36Capítulo 5 ............................................................... 45Capítulo 6 ............................................................... 52Capítulo 7 ............................................................... 61Capítulo 8 ............................................................... 70Capítulo 9 ............................................................... 80Capítulo 10 ............................................................. 92Capítulo 11 ........................................................... 103Capítulo 12 ........................................................... 111Capítulo 13 ........................................................... 114Capítulo 14 ........................................................... 125Capítulo 15 ........................................................... 135Capítulo 16 ........................................................... 146Capítulo 17 ........................................................... 157Capítulo 18 ........................................................... 167Capítulo 19 ........................................................... 175Capítulo 20 ........................................................... 185Capítulo 21 ........................................................... 190Capítulo 22 ........................................................... 195Capítulo 23 ........................................................... 202Capítulo 24 ........................................................... 216

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Capítulo 25 ........................................................... 222Capítulo 26 ........................................................... 230Capítulo 27 ........................................................... 234Capítulo 28 ........................................................... 240Capítulo 29 ........................................................... 245Capítulo 30 ........................................................... 253Capítulo 31 ........................................................... 263Capítulo 32 ........................................................... 269Capítulo 33 ........................................................... 278Capítulo 34 ........................................................... 288Capítulo 35 ........................................................... 296Capítulo 36 ........................................................... 304Capítulo 37 ........................................................... 309Capítulo 38 ........................................................... 312Capítulo 39 ........................................................... 319Capítulo 40 ........................................................... 343Capítulo 41 ........................................................... 350

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Dedicado a Rocío y Margarita, en recuerdo de vuestro padre Fernando Larraz, quien soñaba con escribir libros para que un día os

sintierais tan orgullosas de él como él lo estaba de vosotras.

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“… porque escrito está: «Heriré al pastor, y se dispersarán las ovejas»”

Mateo, 26,31

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Capítulo 1

El espejo la retaba. Con fría insolencia le arrojaba el abanico de arrugas que se abría junto a unos ojos menguados y serenos cuyo brillo turquesa no se había extinguido. Wafa chasqueó la lengua con un punto de disgusto mientras con las yemas de los dedos trataba inútilmente de alisar aquellas patas de gallo. Cómo había corrido la vida, a la fuga y sin descanso, tan esquiva como la ráfaga de aire que concluye en un portazo. Todavía sentía ga-nas de hacer cosas, visitar lugares, conocer gente, pero las fuerzas ya no la acompañaban. ¿Quién era la anciana que la miraba desde el otro lado? Una extraña o, peor aún, una impostora que usurpaba el puesto que debiera ocupar Wafa, la verdadera Wafa.

Tras la muerte de su marido, seis años atrás, había quedado a solas con sus recuerdos, unos buenos, otros no. Algunos tan pre-sentes y vivos como si acabasen de suceder; muchos, confusos e ideales, entreverados con lo que pudo haber sido y no fue.

Meneó la cabeza queriendo alejar aquellos pensamientos que la entristecían. No debía dejarse llevar por la melancolía. En cuanto acabase las oraciones en la mezquita acudiría a casa de su hijo mayor; quería solicitar su aprobación de cara al viaje que pensaba emprender a Lucerna para visitar a sus primos. En realidad no le urgía hacer esa gestión, todavía faltaban tres meses y ni siquiera estaba muy segura de querer ir; sin embargo le pa-recía una buena excusa para pasar un rato con sus nietos. Ahora ellos eran el manantial de sus ilusiones.

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Sentía una especial debilidad por la más pequeña, Ghaada, un regalo tardano e inesperado, con esa carita redonda y risueña, y sus mejillas orondas y sedosas como la piel de un melocotón. Compraría unos bollos en la tienda de Nasim y les daría una sorpresa para la merienda.

Con el ánimo más templado, continuó cepillándose el largo cabello argénteo. Una vez alisado lo trenzó diestramente y se cubrió con el hiyab. Estaba lista. Había que ponerse en marcha para escapar a la pesadumbre.

Una bandada de estorninos dibujaba nubes danzarinas so-bre los tejados de la mezquita. Sus graznidos alborotados amor-tiguaban el sonido de la ciudad confiriendo a la tarde un aire festivo.

La otrora Iglesia de Nuestra Señora de Brujas conservaba en lo fundamental el aspecto exterior del templo cristiano. Cier-tamente ya no había cruces y la imponente torre que acariciara el cielo de la antigua Flandes había sufrido algunas transforma-ciones para acabar convertida en un minarete; mas, en cualquier caso, el aspecto del conjunto era perfectamente reconocible.

Donde los cambios sí habían sido profundos era en el inte-rior del edificio. Allí las estatuas que custodiaban las columnas habían desaparecido siendo sustituidas por unos grandes me-dallones negros con doradas inscripciones coránicas. Tampoco quedaba rastro del coro ni del órgano que sobre él se erigiera.

Ninguna cruz, ningún Cristo, ningún símbolo que recorda-se el anterior culto. Las tumbas de Carlos el Temerario y María de Borgoña habían sucumbido a la prueba del fuego, y solo una deteriorada Madonna de Miguel Ángel, cuyos pedazos

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amartillados habían sido rescatados de la furia iconoclasta en el último momento, había encontrado asilo en un modesto museo propiedad de la mezquita.

Otra novedad era la creación de dos zonas perfectamente diferenciadas para cada uno de los sexos. El espacio de las mujeres quedaba al fondo del templo, separado del resto por una celosía. No dejaba de ser un privilegio, ya que en la mayor parte de las mezquitas las mujeres tenían prohibida la entrada.

Hacia el acceso reservado a ellas se dirigía Wafa cuando una voz a su espalda la sobresaltó.

– ¿Erika Wetter?Nadie conocía ese nombre. Era un nombre infame, proscrito,

mancillado. Ese nombre había sido enterrado mucho tiempo an-tes del Decreto de Conversión. De hecho no lo había utilizado desde que tenía nueve años, cuando sus padres se lo cambiaron proporcionándole el apellido de su madre, pasando a llamarse Erika Wyss.

Wafa se giró inquieta, poniéndose en guardia ante el indi-viduo que se había dirigido a ella. Su aspecto no podía ser más inofensivo. No era fácil adivinar su edad, en todo caso debía ser mayor que ella. Delgado, casi famélico, con una fina y cana barba que se extendía hasta el cuello. Cubría la cabeza con una gorra Ascot en desuso hacía lustros. Por su talla debió ser buen mozo de joven, aunque la americana raída y el pantalón desflecado le dieran un aire mendicante. Del hombro derecho le colgaba una desgastada cartera color tostada.

– ¿Quién es usted? –preguntó dejando entrever su turbación.

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– Me llamo Daniel Frei –respondió en alemán–. Por favor, estoy buscando a Erika Wetter. Es por una cuestión de suma importancia. ¿Es usted?

Por su lado pasaban mujeres que se encaminaban a la entrada de la mezquita, mientras otras cuidaban de sus ruidosos retoños en el parque adyacente.

– ¿Qué desea? – ¿Es usted Erika Wetter? –insistió. – Me llamo Wafa.

Tras unos segundos añadió en alemán: – Pero sí, antes de mi conversión a Alá, el misericordioso,

me llamaba Erika.En el rostro del hombre asomó un gesto de satisfacción. – Llevo tanto tiempo buscándola. No se puede imaginar. La

he visto salir de su casa y la he seguido hasta aquí para no com-prometerla. Verá –continuó a la par que se destocaba el gorro y lo sujetaba tímidamente entre las manos–, yo era amigo de su padre.

– ¿De mi padre? – Sí, del vicecomandante Wetter. Serví bajo sus órdenes en

la Guardia Suiza.Wafa sintió que la sangre huía de su cabeza; en apenas unos

segundos comenzaron a zumbarle los oídos y a notar un dolor punzante en las sienes.

Oír hablar de la Guardia Suiza sonaba tan exótico y lejano como hacerlo de la guerra de las dos rosas o del descubrimien-to del Lago Victoria. Pero para Wafa representaba una realidad bien distinta, sobre todo si se la vinculaba a Franziskus Wetter, su progenitor.

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Desde pequeña aquel nombre había quedado relegado al ostracismo. Nadie debía vincularla al mismo, estaba maldito. Su nombre era Erika Wyss, hija de Silvia Wyss y de su marido Peter Meier.

Por qué, entonces, un desconocido venía a resucitar los fan-tasmas de la pequeña Erika Wetter, la misma que se agazapaba en lo más recóndito de su existencia oculta bajo las varias iden-tidades que el paso del tiempo había precipitado sobre ella.

– Pero no puede ser –dijo con un hilo de voz–. Con lo que ocurrió. Además, la Guardia Suiza desapareció hace por lo menos setenta años.

– Setenta y tres, para ser exactos. – Entonces, ¿se puede saber qué edad tiene usted? – Noventa y cuatro cumplidos el cinco de diciembre.

El tránsito de mujeres había cesado; solo un par de rezaga-das se aproximaban a buen paso hacia la puerta del templo.

– Verá; como le he dicho conocí a su padre. Puedo imaginar lo que pensará, con aquellas cosas que se dijeron, pero ha de saber que desconoce las más importantes –Daniel dejó de hablar; por un momento parecía como si valorase si debía continuar. Miró a Wafa fijamente y prosiguió–. Todo lo que se publicó sobre él era mentira. Le puedo asegurar que sé de lo que hablo. Yo estaba allí. Su padre es el hombre más íntegro y valiente que he conocido –al pronunciar estas últimas palabras se le rasgó la voz.

Wafa permanecía callada mientras una fuerza invisible oprimía su esófago. Las palabras de aquel desconocido que la contemplaba azorado habían desatado en ella una vorágine de sentimientos en-contrados. ¿Piedad, rencor, vergüenza, incomprensión?, no sabría decir lo que brotaba de su corazón. A todos los efectos su padre

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había sido Peter, segundo esposo de su madre. Un buen hombre que la había tratado con cariño y solicitud. ¿Por qué en la recta final de su vida tenía que reaparecer Franziskus Wetter? ¿Y por qué le afectaba tanto saber de aquel individuo? Franziskus Wetter estaba muerto; muerto para el mundo y muerto en su corazón. ¿Qué sa-bía de él? Jamás se molestó en llamarla, ni en escribirle una mísera carta; simplemente se esfumó un buen día para nunca más volver.

De aquel hombre nunca se hablaba en casa. Aun así de vez en cuando le llegaban algunas noticias, historias fragmentadas del terrible suceso acaecido en Roma. Ella nunca se atrevió a indagar pues era consciente de que saber demasiado podría comprometerla. Y, sin embargo, las palabras de aquel amojama-do anciano resonaban con fuerza en su interior: lo que se había dicho de su padre era mentira, mentira, mentira, ¡mentira!

– Discúlpeme –acertó a decir rompiendo el incómodo si-lencio–, hace muchos años que nadie me ha hablado de Fran-ziskus, y ahora aparece usted, inesperadamente, y me empieza a decir… Yo no sé.

– Sí, la comprendo.Daniel inclinó su cabeza con mansedumbre. Ensimismado,

clavó la mirada en el suelo.De pronto alzó el rostro y fijando la vista en el cielo rompió

su silencio. – Ya vienen.

Wafa no entendió. ¿Quién venía? ¿Y para qué? El hombre descolgó la cartera de su hombro y se la ofreció.

– He traído esto para usted. Ha sido el único modo. Si se lo hubiera hecho llegar por cualquier medio electrónico lo ha-brían detectado.

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Ella cogió aquel objeto con recelo. Solo entonces se percató de que bajo el graznido de los estorninos y el griterío de los niños iba emergiendo, cada vez más nítido e intenso, el sonido de una sirena.

– Verá, carezco de visado y desde que llegué a buscarla me he refugiado en el barrio cristiano. A pesar de que he tomado todas las precauciones, los localizadores ya han debido alertar a la policía, de modo que casi no nos queda tiempo. Solo quiero que sepa que poder ayudar a su padre ha sido una de las pocas cosas de mi vida de las que me siento orgulloso. Y ahora cono-cer a su hija colma las aspiraciones que me quedaban en este mundo. Ha sido un placer.

La saludó con una inclinación de cabeza, se cubrió con su gorra y girando sobre sus talones se alejó de ella. Apenas había atravesado la calle cuando un coche de la policía apareció por una de las vías adyacentes. Daniel se detuvo y esperó apacible mientras el vehículo se detenía ante él con un brusco frenazo. Dos agentes bajaron del mismo y encarándosele le pidieron la documentación.

– Menos mal que han aparecido –les respondió en un per-fecto francés-, de no ser por ustedes no sé cómo habría podido volver a mi hospedaje.

– Eso ya nos lo contará en jefatura. Suba al coche.El hombre obedeció. Las sirenas se apagaron y tras manio-

brar para girar, el vehículo desapareció por donde había venido.Aquella fue la primera y única vez que Wafa Mdalel vio a

Daniel Frei.

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Capítulo 2

Volvió directamente a casa sin haber siquiera pisado la mez-quita. Se sentía como si portara el botín de un robo y toda la ciudad anduviera buscándola para detenerla. Tan pronto entró en el piso activó el código de bloqueo de la puerta y apoyó la espalda contra la pared. El corazón le latía tan deprisa que pare-cía que se le fuera a escapar.

Un torbellino de impresiones se arremolinaba en su inte-rior sin orden ni sentido. Aquel extraño, la cartera, la sirena, la proclamación de la inocencia de su padre, su conversación en alemán, la policía deteniendo al anciano. Tenía que tranquilizar-se, devolver la normalidad a su vida lo más rápidamente posible.

Tras acompasar la respiración, dejó la cartera sobre la mesa del comedor y fue a su cuarto a cambiarse de ropa.

– Necesito un té –murmuró mientras se quitaba el hiyab.Se preparó la tisana y llevó la taza al comedor. Acomodán-

dose frente a la mesa, empezó a dar vueltas a la cucharilla; fue entonces cuando posó por primera vez su mirada en el objeto foráneo. La cartera de cuero, ajada y con las hebillas cerradas, yacía ante ella como un animal indefenso que permaneciera agazapado.

Enseguida tornó la atención a la infusión. Le agradaba sen-tir la calidez de la taza en la palma de sus manos. El aroma le devolvía poco a poco la serenidad. Nadie llamaba a la puerta, nadie la había seguido, nada había hecho digno de reprobación,

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tan solo un viejo a quien ni siquiera conocía le había entregado un objeto cuyo contenido ignoraba. ¿Qué le podían reprochar?

Ingirió unos sorbitos y acto seguido atrajo hacia sí la carte-ra. Con cautela soltó los pasadores y la abrió. Dentro descubrió un grueso volumen. Lo extrajo lentamente y, tras depositarlo sobre la mesa, levantó la cubierta. Se trataba de un manuscrito. Caramba; aquel hombre había escrito a mano decenas y decenas de páginas. Ya nadie hacía eso; solo los documentos antiguos estaban redactados de ese modo. Desde luego aquel tipo perte-necía a otra era.

Estaba redactado en alemán, con un trazo bien cuidado, pero Wafa no tenía costumbre de leer textos que no hubieran sido transcritos por una máquina, así que hubo de forzar su atención.

Querida Erika:Comienzo a escribir esta carta con una aplastante sensación

de responsabilidad. No sé muy bien por dónde empezar, son tantas las cosas que debo contarte. Quizá por ello temo no en-contrar las palabras.

Te diré que en otro tiempo tuve el inmenso privilegio de servir a las órdenes de tu padre. Quiso la providencia que en muchos aspectos pudiera conocerlo incluso más hondamente que aquellos ligados a él por lazos de amistad o de sangre.

Si me pongo a la labor de redactar los hechos que a conti-nuación se exponen es por un deber de justicia para con él, el vicecomandante Franziskus Wetter, honor y prenda de la hace tanto tiempo extinta Guardia Suiza Pontificia.

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Soy muy viejo, a estas alturas de mi vida cada uno de mis días es un adiós, pero no puedo abandonar este mundo corroído por la impostura sin que al menos tú sepas la verdad sobre tu padre, la verdad sin componendas ni velos. Los demás podrán odiarlo o ignorarlo, pero no tú, no su pequeña Erika, como te llamaba. Sería como arrebatarle la vida por segunda vez.

Adquiero ante ti y ante Dios santísimo, Uno y Trino, un compromiso inquebrantable, todo lo que vas a leer es la verdad, sin concesión alguna. Sé que algunas cosas te resultarán doloro-sas, pero solo así podrás creerme cuando te exponga los aconte-cimientos que fueron ocultados o manipulados por aquellos que decidieron acabar con todo lo que él representaba.

Y ahora, Erika, vas a conocer quién era de verdad tu padre.

Wafa dejó de leer. Con la mano derecha alejó la taza con el té que restaba. No le había sentado bien, notaba un ingrato aleteo en el estómago. Lejos de remitir, el desasosiego había re-verdecido. Miró las hojas abiertas como petunias; o acaso como fauces de lobo.

“Tengo derecho a olvidar sin dejarme enmarañar por algo sobre lo que no he tenido responsabilidad”, se dijo al mirar hacia adelante. ¡Si acaso yo soy la víctima, en el nombre de Alá! ¿Por qué volver atrás?

Pero no, no se trataba de olvidar, sino de desconocer. Era la ignorancia, no el olvido, lo que ella había padecido. Cerró los ojos, inspiró y expiró repetidas veces, y retomó la lectura.

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Comenzaré contándote mi propia historia, no se me ocurre otra forma. A menudo la fortuna decide nuestro camino antes de que nosotros lo hayamos hecho, al menos así fue en mi caso.

Contrariamente a la mayoría de los jóvenes suizos de mi ju-ventud, yo apenas había viajado, y no por falta de recursos, sino de inquietudes. Esta indolencia mía también se había puesto de manifiesto en la escuela, donde cosechaba unas calificaciones modestas. Con todo, mi futuro no me preocupaba, pues mi fa-milia poseía una granja de vacas que nos permitía vivir sin lu-jos pero con desahogo. Además, ninguno de mis dos hermanos pensaba dedicarse al negocio familiar, así que tenía el terreno expedito.

Sacar adelante una vaquería supone no poco sacrificio; hay que levantarse antes de que lo haga el sol, no hay festividades ni vacaciones, y las rutinas no permiten ningún tipo de alarde creativo, así que acabado el periodo escolar y después de un par de meses dedicado al negocio vacuno, me lo pensé mejor y decidí que aquello tampoco era lo mío. Encontré una salida airosa, realizaría unos estudios profesionales a la par que me in-corporaba al ejército.

En aquel entonces el ejército suizo era un tanto peculiar pues después de un periodo de adiestramiento inicial los jóve-nes volvían a su quehacer cotidiano, ejecutando posteriormente ejercicios anuales por un breve intervalo.

El hecho es que ni siquiera allí tuve una estancia brillante. No poseía especiales dotes para las armas y mi pobre cualifica-ción académica me cerraba la posibilidad de cualquier función administrativa; de modo que acabé en la banda de música to-cando el tambor.

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De vez en cuando participábamos en ejercicios de tiro y hacíamos alguna instrucción, pero la mayor parte del tiempo lo pasábamos entre la práctica musical y el ocio.

Un día en la cantina, apoyado en la barra ante una pinta de cerveza, rumiaba para mis adentros lo insípido de mi existencia cuando escuché a unos compañeros que, sentados en una mesa próxima, hablaban de la Guardia Suiza vaticana. Uno de ellos, llamado Rudolf Geber, explicaba que en cuanto acabase el ser-vicio militar se presentaría para servir en el minúsculo ejército pontificio. Al parecer existía cierta tradición que vinculaba a su familia con este cuerpo.

A mí Rudolf me caía bien pues era de los pocos que me saludaban. La inmensa mayoría consideraba a los músicos unos inútiles privilegiados indignos de la menor atención; no es que nos hicieran nada malo ni nos molestaran, sencillamente nos ignoraban. Pero Rudolf Geber no era así; siempre que nos cru-zábamos alzaba una mano mientras me decía: “qué pasa, chaval; ¿todo bien?”, y yo, agradecido, respondía: “todo bien”. Algo tan simple me hacía feliz.

Recuerdo que aquella conversación que se traían fue su-biendo de tono. Los otros comenzaron a meterse con él ha-ciéndose eco de los feroces ataques de que era objeto la Iglesia Católica. Al principio él les argumentaba tratando de mostrarles la diferencia entre lo que se decía y la realidad, pero a sus con-tertulios les traía sin cuidado. Apenas Rudolf empezaba a dar una réplica, ya habían abierto tres nuevos frentes ignorando lo que el otro pudiera estar diciendo. La discusión desembocó en un ataque personal. Si a Rudolf le caían bien los curas, le decían, sería porque él era tan gusano como ellos.

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– Que te den, gilipollas –lo insultó el que llevaba la voz cantante. Después, con los labios fruncidos de ira, añadió–. A mí no me vengas con monsergas de meapilas. Cuando quieras te vas a hacer manitas con tus hechiceros. Me largo a otra mesa donde no tenga que aguantar el olor a rata de sacristía.

Y cogiendo su jarra se levantó y se marchó al otro extremo de la sala. Los otros dos lo siguieron, dejando solo a Rudolf. Éste, con su cerveza a medio beber, se incorporó y abandonó la cantina sin decir una palabra.

Quizá algunos pensaron que Rudolf se iba derrotado, pero a mí su actitud me pareció gallarda. Por mi temperamento re-traído y, por qué negarlo, por cierta cobardía personal, yo evita-ba los conflictos procurando no darme a entender. Precisamente por eso siempre he admirado el valor sobre cualquier otra vir-tud. Me producen sana envidia aquellos capaces de afirmar sus propias convicciones frente a la masa. Así que movido por un impulso espontáneo acabé mi bebida de un trago y salí de la cantina en busca de Rudolf Geber.

Él caminaba a buen paso, con el semblante serio, molesto por lo que acababa de suceder pero sin hacer el más mínimo aspaviento.

No me atreví a gritar su nombre, así que tuve que echar una pequeña carrera para darle alcance. Cuando llegué a su altura comencé a andar junto a él, sin hablar. De pronto se detuvo, giró su cabeza, y en un instante su expresión cambió radicalmente volviéndose divertida.

– Pero se puede saber qué haces.Algo desconcertado por mi propia actitud, le respondí: – He escuchado lo que hablabais.

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– Sí, ya imagino –respondió. Entonces se volvió a girar y continuó andando.

– Verás, a mí me gustaría entrar en la Guardia Pontificia.No sé por qué se me ocurrió soltar aquello. Jamás se me

había pasado por la imaginación algo ni remotamente parecido. Es cierto que me había intrigado que alguien de mi regimiento pensara incorporarse a tan singular cuerpo, pero de ahí a hacerlo yo. Apenas sabía otra cosa que su existencia y que vestían unos uniformes de fantasía de inspiración renacentista.

Quizá fue por contemporizar con él, o seducido por su gallardía. Tal vez porque no tenía otra cosa que hacer cuando acabase mi periodo militar. O quién sabe si algo dentro de mí me empujaba a seguir ese camino para poner mi vida al servi-cio de una misión que mereciera la pena aun cuando tantos la criticaran; el hecho es que sin la menor reflexión había lanzado aquel envite.

– ¿En serio? – Sí, en serio. Pero no sé exactamente qué tengo que hacer

para ingresar.Nuevamente se fijó en mí, pero esta vez su mirada era es-

crutadora. – ¿Eres católico? – Sí, lo soy. – Esos tres también lo son. Bueno, al menos en teoría por-

que ya los has oído. El odio a la Iglesia se ha apoderado de sus propios hijos.

– Sí, pero, ¿qué tengo que hacer para formar parte de la Guardia Suiza?

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– Bueno, lo fundamental supongo que ya lo tienes, ser sol-tero, suizo, carecer de antecedentes penales, haber recibido ins-trucción militar, tener una buena forma física y un buen expe-diente académico y, lo más importante, ser católico y testimo-niar una buena conducta.

– ¿Y cómo van a saber de mi conducta sin conocerme? – Piden un informe a tu párroco. Además, antes de entrar te

hacen pruebas psicológicas. Imagina que se les cuela un chalado, la que podría armar.

– Sí, claro –asentí.De todos modos algo de lo que había dicho me inquietaba,

aunque nada dije; para incorporarse hacía falta un buen expe-diente académico, y ese no era precisamente mi punto fuerte.

– Me llamo Rudolf Geber –dijo entonces alargándome la mano.

Y yo, sin poder ocultar mi emoción, la estreché mientras le respondía:

– Lo sé. Yo soy Daniel Frei.Definitivamente, quería ser Guardia Pontificio.

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