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BREVE HISTORIA DE ESPAÑA I Las raíces Luis E. Íñigo Fernández

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BREVE HISTORIA DE

ESPAÑA I

Las raíces

Luis E. Íñigo Fernández

BH ESPAÑA I:Maquetación 1 24/02/2010 14:24 Página 5

Colección: Breve Historiawww.brevehistoria.com

Título: Breve historia de España I: Las raícesAutor: © Luis Enrique Íñigo FernándezDirector de colección: José Luis Ibáñez

Copyright de la presente edición: © 2010 Ediciones Nowtilus, S.L. Doña Juana I de Castilla 44, 3º C, 28027 Madridwww.nowtilus.com

Diseño y realización de cubiertas: Nic And Will

Reservados todos los derechos del texto de este libro. El contenido deesta obra está protegido por la Ley, que establece pena de prisión y/omultas, además de las corres pondientes indemnizaciones por daños yperjuicios, para quienes reprodujeren, plagiaren, distribu yeren o co-municaren públicamente, en todo o en parte, una obra literaria, artís-tica o científica, o su transformación, interpretación o ejecuciónartística fijada en cualquier tipo de soporte o comunicada a través decualquier medio, sin la preceptiva autorización.

ISBN-13: 978-84-9763-919-4

Libro electrónico: primera edición

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A mi hija Ester, una nueva estrella en el firmamento de mi vida.

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Índice

Prólogo .................................................................0013

Introducción .........................................................0019

Capítulo 1: Cuando España no era aún España.....0023Orígenes .......................................................0023Depredadores ...............................................0026Agricultores..................................................0033Una tardía neolitización ...............................0036Los señores de la púrpura y del hierro: los fenicios y los celtas ................................0039Los hijos de Dido: los cartagineses..............0046

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Capítulo 2: Hijos de la loba romana.....................0051Bajo las águilas de Roma.............................0051Y tras la espada, la toga................................0064Latifundios y minas......................................0067Señores y esclavos .......................................0071De Júpiter a Cristo .......................................0073La agonía del Imperio ..................................0075El legado de Roma .......................................0083

Capítulo 3: Bajo el signo de la media luna...........0089El colapso visigodo ......................................0089Un Estado frágil ...........................................0092Una economía floreciente ............................0110Un pueblo que amaba la belleza ..................0119

Capítulo 4: La recuperación de España ...............0125Montañeses y visigodos ...............................0125Repoblación .................................................0130Reconquista..................................................0137El renacer de la vida urbana.........................0143El otoño del Medioevo.................................0154El legado de la Edad Media .........................0163

Capítulo 5: La hegemonía hispánica ....................0167Unidad..........................................................0167Imperio .........................................................0178Una dinastía extranjera ................................0188Penuria y oropeles........................................0200

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Capítulo 6: Un gigante con pies de barro.............0211Decadencia ...................................................0211Las Españas de América ..............................0222La fatiga del Imperio....................................0227Siglos de Oro................................................0234

Glosario ................................................................0241

Bibliografía...........................................................0251

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Prólogo

Pocas cosas resultan tan difíciles en la profesión dehistoriador como la divulgación del conocimientohistórico para un público no especializado, dentro delos exigentes parámetros de calidad que calificamos de«académicos». Quien acomete el empeño debe conci-liar en una síntesis el rigor intelectual y la capacidad deresumir los contenidos científicos con la amenidadexpositiva que demanda la variedad de lectores a losque se dirige. Frente al «vulgarizador» mediático, quesigue la fácil senda de cultivar los pre-juicios y lostópicos manidos, el divulgador académico se atiene alcompromiso de calidad y objetividad que dimana de supropia condición de educador. Pocas cosas hay tanserias como transmitir al común de los mortales elconocimiento científico actualizado.

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Y ello es especialmente comprometido cuando elempeño es, nada menos, que explicar el conjunto deldevenir histórico de un pueblo, desde el principio delos tiempos hasta los días vividos por el lector. Pocascosas han sido tan cuestionadas en nuestro país, en lasúltimas décadas, como la historia «nacional» española.La potenciación de los particularismos regionales porla vía de los nacionalismos alternativos ha conducido,en las universidades y otros centros de investigación aimpulsar una pluralidad de enfoques sobre el conceptomismo de la «historia patria». Cobran fuerza las inter-pretaciones que niegan carácter nacional a la realidaddel Estado español. Desde las conciliadoras propuestasfederalistas de interpretar a España como «nación denaciones», hasta las lecturas que, por la vía de relativi-zar o demonizar la historia común, introducen visiones«soberanistas», confederales o abiertamente indepen-dentistas. Pervive, pese a ello, la visión progresista dela historia de España concebida como un proceso devertebración y modernización, en torno a la unidadterritorial y al Estado soberano, que condujo hasta unacomunidad nacional integrada por ciudadanos igualesy solidarios, los españoles. Y se mantiene, con muchomenos vigor, el enfoque tradicionalista de la naciónforjada por una unión de pueblos en torno a la comuni-dad cultural hispana, la unidad religiosa y la grandezade las empresas pretéritas.

Tras esta pluralidad de enfoques late, en el fondoy en la forma, la pregunta acuciante que tantos pensa-dores han intentado resolver: ¿qué es España? Paracualquier español consciente de su entorno social, del

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pasado que hereda, del presente que vive, del futuroque lega, esta es una cuestión fundamental. Y pararesolverla más allá del puro sentimiento, siempre espreciso volver la vista atrás, a la Historia. Profundizaren las raíces, estudiar los procesos comunitarios, anali-zar sus consecuencias.

Claro que lo «nacional» tiene límites retrospecti-vos. Aunque algunos lo pretendan, en los tiempos delAntiguo Testamento no se pueden rastrear las nacionesactuales. Es imposible que los habitantes prehistóricosde Atapuerca se considerasen «españoles». Tampocosería, por ejemplo, el caso de Viriato, el guerrillerolusitano, de quien es igualmente improbable que seidentificara como «portugués», o como «extremeño».Podemos apostar a que su coetáneo, el caudillo íberoIndíbil, tampoco sabía que era «catalán». Pero un habi-tante de la península en tiempos de Cristo ya se consi-deraba genéricamente «hispano» y en la Edad Media elconcepto geopolítico de España estaba suficientementearraigado, al margen de las siempre cambiantes divi-siones fronterizas de sus reinos. Los súbditos ibéricosde Carlos V se sabían pertenecientes a un reino deEspaña que ya existía bajo una fórmula confederal dossiglos antes de que los decretos de Nueva Planta esta-blecieran la moderna forma unitaria del Estado.Concepto geográfico, comunidad cultural, realidadpolítica, Iberia, Hispania, España constituye unaconstante en la evolución de sus pueblos que hallevado a los historiadores, desde mucho antes de queexistieran los nacionalismos, y de que de ellos surgie-ran las naciones, a fijarla como objeto histórico mile-

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nario. Es como proyectarse al pasado desde el presenteen busca de junturas y líneas de fractura de un procesode convivencia en continua re-elaboración.

La Historia, como conjunto de saberes y comometodología de análisis del pasado, evoluciona en eltiempo y ello cambia la forma en que se percibe y setrabaja. Ni los historiadores, ni sus lectores, dejan deser hijos de su tiempo. Es un tópico afirmar que cadageneración rescribe la Historia. En realidad, la rescribecada promoción que sale de las aulas universitarias y,en el curso de la vida de su autor, un juvenil ensayorompedor se trasformará en un «clásico» de la historio-grafía, numerosas veces superado y rebatido. Otrotópico afirma que la Historia la escriben los vence-dores. Solo es cierto en parte. Como el actual y apasio-nante debate sobre la «memoria histórica» de la guerracivil de 1936 está poniendo de manifiesto, la escribenlos vencedores, pero la rescriben los nietos de losvencidos.

Y el empeño precisa de la pluralidad de enfoques.Aunque la pretenciosa historia total que se proponía amediados del pasado siglo ha quedado relegada aldesván de los imposibles, una historia «nacional»requiere de un tratamiento multidisciplinar, en el que lahistoria política, la económica, la social, la cultural...se complementan en la exposición de los procesos delargo recorrido a fin de explicarlos con la pluralidad deenfoques que requieren.

El esquema de la historia general de España estáestablecido en nuestras conciencias desde la escuela.Sigue una línea cronológica global, dividida en perio-

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dos y un ámbito geográfico común, frente a las visio -nes fraccionales que la diversifican conforme a losespacios geográficos interiores o las estructuras polí-tico-administrativas actuales. Desde mucho tiempoatrás, esta línea cronológica se ha ceñido a la conven-ción de unas divisiones tradicionales —Prehistoria,edades Antigua, Media, Moderna y Contemporánea—separadas por tópicas cesuras, rígidas, breves y muyconcretas: la batalla del Guadalete, la conquista deGranada, el 2 de Mayo de 1808… El mundo acadé-mico lo sigue admitiendo así, de una manera formal,en las «áreas de conocimiento» que compartimentannuestra historiografía universitaria. No obstante, pa -rece más lógica la opción que se sigue en este libro:una estructura mucho más flexible, con una sucesiónde capítulos de temática concreta, que obvian, en lamedida de lo posible, los saltos entre las tópicas«edades» y mantienen, por lo tanto, una mayor conti-nuidad en el relato.

La Historia de España que prologan estas pala-bras es un excelente ejemplo de síntesis de una tradi-ción histórica nacional que supera, en el tiempo y en elespacio, los límites de un Estado contemporáneo.Tradición que responde a una realidad avalada por lospropios procesos históricos. Pero tradición que, en lavisión actual que nos ofrece el autor, huye de los tópi-cos nacionalistas de cualquier signo para asumir lacompleja pluralidad del hecho español y acercarla a lasensibilidad del lector de hoy. Luis Íñigo es un histo-riador vocacional, con una larga trayectoria comoinvestigador y docente. Es, por lo tanto, un lector voraz

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y un trasmisor nato de conocimiento en los diversosniveles del discurso historiográfico. Y en esta Historiade España demuestra su capacidad para llegar al másamplio público de estudiantes y aficionados a laHistoria. Con una prosa amena, explicativa, plena deimágenes y sugerencias. Pero sin concesiones a lavulgarización y al tópico, planteando en cada tema elestado de cuestión a la luz de las investigaciones másrecientes. Con la esperanza, quizás, de que el lector dellibro tenga, cuando lo concluya, más firmes elementosde valoración personal para contestar a la inquietantepregunta que subyace en tantas controversias historio-gráficas: ¿qué es España?

Julio Gil PecharrománProfesor Titular de Historia Contemporánea

Universidad Nacional de Educación a Distancia

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Introducción

¿Otra historia de España? Probablemente, querido lector,acabas de hacerte esta pregunta. Quizá has cogido ellibro, atraído por el colorido de su cubierta, que tantodestaca entre los atestados anaqueles de la librería o delcentro comercial donde te encuentras, sin otra intenciónque hojearlo mientras tal vez tus hijos se entretienen enla sección infantil. Si es así, cuento tan solo con unaspocas líneas, un par de minutos en el mejor de los casos,para provocar de tal modo tu curiosidad que no te quedemás remedio que leerlo, convencido de que lo que en élvas a encontrar nadie te lo había ofrecido antes y, de queademás te ofrecerá algunas horas de lectura agradable y,por qué no decirlo, conocimientos fáciles de adquirir.

Por supuesto, tengo que asegurarte que eso es, pre-cisamente, lo que vas a encontrar en estas páginas. No

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voy a engañarte. Escribirlas no ha sido una tarea fácil.Condensar en menos de trescientas páginas de este for-mato una Historia de España desde la Prehistoria hastael siglo XVIII, y hacerlo de modo que la entiendan y ladisfruten personas que no son, ni tienen por qué serlo,profesionales de la historia, merecería figurar entre losdoce trabajos de Hércules.

Sí, quizá he exagerado un poco. Por supuesto, paraescribir este libro no he tenido que dar muerte al león deNemea, pero lo cierto es que se trata de un pequeñologro. Primero, porque estamos hablando de un períodode varios milenios, y eso es mucho tiempo para tan pocoespacio. Y segundo, porque se trata también de una his-toria muy compleja. La parte del mundo que nos hatocado habitar, la península ibérica, se encuentra ubicadaen un lugar muy especial, en el extremo occidental delcontinente europeo. Y esta ubicación ha condicionado suevolución histórica, otorgándole el papel de puente entreEuropa y África, y forzándola, a un tiempo, a volversehacia el mar y buscar en él el destino colectivo de suspobladores. Aunque sea un tópico, Iberia estaba llamadapor la geografía a ser crisol de pueblos y culturas. Narrarsu historia haciendo justicia a este papel, y a la plurali-dad que de él resulta, sin negar por ello su existenciamilenaria como entidad histórica reconocible —no comonación, que de eso no había aún antes del siglo XVII, pormás que muchos lo pretendan—, no es una tarea senci-lla. En todo caso, el resultado está a la vista y dentro demuy poco estarás en disposición de tener ocasión de juz-gar si este autor ha logrado o no lo que se proponía.

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Antes me gustaría, una vez explicado mi objetivo,exponer también la forma en que he tratado de lograrlo.Como no quiero apartarte más tiempo del placer de leeresta obra, diré tan solo un par de cosas. Después de variasdécadas viviendo entre libros de historia, he podido com-probar que uno de los elementos que más dificultad ylentitud añaden a su lectura es la necesidad en que amenudo se ve el autor de explicar los conceptos que vaintroduciendo. Si no lo hace, y los da por conocidos, searriesga a que el lector no comprenda lo que quiere decir.Pero si los desarrolla en notas a pie de página, el resul-tado no es mucho mejor, ya que la mayoría de loslectores, es decir, todos con excepción de los eruditos,consideran que los libros con excesivas notas son lo másparecido a un ladrillo que cabe imaginar. Para conjurarambos riesgos, he optado por señalar con un asterisco losconceptos con los que el lector de a pie puede no estarfamiliarizado y explicarlos por orden alfabético en unglosario al final del libro. De este modo, la lectura nopierde agilidad, y solo los que lo necesiten se verán obli-gados a interrumpirla para consultar algún término.

Por otro lado, la experiencia me ha demostrado tam-bién que, a pesar de la predilección de los historiadorespor los análisis sesudos y complejos en los que intervie-nen múltiples factores, lo que el lector de a pie prefierees la historia narrativa. Esto no quiere decir que este librosea un cuento o una novela, y menos aún que no trate deexplicar por qué y cómo se desarrolló nuestro pasado.La historia puede narrar y explicar a un tiempo, e inclusorozar lo literario sin perder por ello profundidad en susanálisis. Por supuesto, hacerlo así añade una dificultad

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más a un trabajo ya de por sí arduo, pues la Historia, adiferencia de otras disciplinas, es pluricausal, lo quehace muy complicada la exposición escrita de sus con-clusiones. Con demasiada frecuencia, los historiadoresnos perdemos tanto en cuestiones de detalle que losárboles nos impiden ver el bosque.

En fin, lo que aquí he tratado de hacer es precisa-mente eso: lograr que el lector vea a un tiempo losárboles, los hechos históricos y el bosque, los procesos,las permanencias y los cambios, de manera que los pri-meros cobren sentido insertos en los segundos y elconjunto sirva al que debe ser el objetivo último de todaobra de historia: convertir el conocimiento del pasado enuna herramienta útil para comprender el presente y, enúltima instancia, hacer de nosotros personas más libres.Este pequeño libro tan solo pretende colaborar conhumildad en esa gran tarea. Espero que lo disfrutes. Y silo haces, ya sabes: no dudes en leer a su debido tiempoel segundo tomo. Como ya demostrara Cervantes, lassegundas partes también pueden ser buenas.

Luis Enrique Íñigo Ferná[email protected]

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1Cuando España no era aún

EspañaLa Turdetania es maravillosamente fértil; tiene toda clase de

frutos y muy abundantes… Así pues, siendo la región nave-

gable en todos sentidos, tanto la importación como la expor-

tación de mercancías se ve extraordinariamente facilitada.

Estrabón. Geografía, Libro III.

ORÍGENES

Las gentes cultas del siglo XVIII se mostraban con-vencidas, pues así lo había calculado un célebre eruditode la época, de que Dios había creado el mundo nomucho tiempo atrás; exactamente, el 23 de octubre delaño 4004 a. C. a las nueve de la mañana. Luego, tras darforma a todo cuanto existe sobre la Tierra, la había ador - nado con su mejor criatura, el hombre, que había visto laluz al sexto día de la Creación.

Hoy sabemos que no es así. El mundo es muchomás antiguo de lo que se creía hace dos siglos. La Tierra

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tiene, con toda seguridad, más de cuatro mil millones deaños. Y por lo que se refiere a la especie humana, nues-tros primeros antepasados poblaron los húmedos bosquesde África, la cuna del Homo sapiens, hace unos cincomillones de años. ¡Cuánto trabajo para los historiadores!

Sin embargo, los historiadores tenemos muy pocoque decir sobre la mayor parte de ese tiempo, simple-mente porque apenas sabemos nada de él. Por esa razón,ni siquiera lo denominamos Historia, sino Prehistoria,es decir, el período que precede a la Historia. Con elloqueremos también indicar que lo poco que conocemosde aquellos hombres ha llegado hasta nosotros por fuen-tes distintas de la escritura y previas a su invención,como restos fosilizados de personas y animales, herra-mientas o adornos.

Valiéndose de tan exigua información, expertos endiversas ciencias, trabajando codo con codo, dibujan unpaisaje en constante cambio de nuestro pasado másremoto. Gracias a ellos sabemos que fueron varias lasespecies emparentadas con la nuestra que nos precedie-ron sobre la Tierra. A las más antiguas, capaces ya decaminar erguidas, pero todavía no de fabricar útiles, nolas consideramos humanas. Por ello las reunimos a todas—el diminuto ardipiteco, los populares australopitecos,los robustos parántropos— bajo el apelativo de homíni-dos, evitando con toda intención el de hombres. Elprimero de nuestros antepasados que merece este títuloes el llamado Homo habilis, que habitó la sabana afri-cana hace unos dos millones de años. Se trata de unpariente muy humilde, pero cumple ya todas las condi-ciones para ganarse el apelativo de humano: camina

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erguido; es capaz de fabricar herramientas; posee uncerebro muy desarrollado en relación con su tamaño, yes tan inmaduro cuando nace que requiere un largo pe -rio do de su vida para convertirse en adulto. Lashe rra mientas que fabricaba eran aún muy toscas, apenasunos cantos trabajados mediante unos pocos golpes,pero revelan ya la presencia de ese rasgo que solo elhombre posee: la tecnología. Gracias a ella, nuestros frá-giles antepasados pudieron triunfar sobre competidoresmucho mejor dotados por la naturaleza. Podemos decirque, de una forma generalizada, su cuerpo fue hacién-dose más robusto; su cerebro, más voluminoso, y susmanos, más hábiles. Y así, poco a poco, comenzaron aextenderse por el planeta.

Quizá por ello es la tecnología la que nos sirve paradividir en etapas la Prehistoria. Puesto que la mayorparte de las herramientas que fabricaba el hombre esta-ban hechas de piedra tallada, llamamos Paleolítico —esdecir, «piedra antigua»— al período que se extiendedesde su aparición hasta la invención de los primerosútiles de piedra pulimentada, unos diez mil años antesde Jesucristo, cuando da comienzo la era de la «piedranueva», o Neolítico. Luego, el descubrimiento del metal—cobre, bronce, hierro, en este orden— a partir delcuarto milenio a. C., junto a la invención de la escrituray los grandes cambios económicos, sociales y políticosque acompañan al progreso técnico, llevarán al hombrea cruzar la frontera de la Historia.

Los distintos avances en la técnica de la talla permi-ten, a su vez, marcar fronteras dentro del Paleolítico. Así,durante el Paleolítico Inferior, la humanidad obtenía sus

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útiles a partir de grandes núcleos de piedra, al principiogolpeándolos tan solo unas cuantas veces, hasta obtenerun tosco filo, después de manera más elaborada, transfor-mándolos en las famosas hachas de piedra conocidascomo bifaces. Más tarde, en el Paleolítico Medio, son losfragmentos de piedra que saltan del núcleo durante latalla, las lascas, los que sirven de materia prima parafabricar herramientas cada vez más diversas y especiali-zadas. Y por fin, en el Paleolítico Superior, la técnica dela talla alcanza una perfección de la que son buena pruebalos instrumentos de hoja, minúsculos y eficaces.

Distintas especies humanas fueron protagonistasde estos cambios. Homo habilis, Homo ergaster, Homoerectus y Homo antecessor vivieron durante el Paleolí-tico Inferior; el Homo sapiens neandertalensis —elfamoso hombre de Neandertal, que convivió con nos-otros, los sapiens— lo hizo durante el PaleolíticoMedio, y, por último, nuestra propia especie, el Homosapiens sapiens, se adueñó de la Tierra a lo largo delPaleolítico Superior y se erigió en la única protagonistade la Historia.

Aclarado todo esto, podemos tratar ya de compren-der cómo se desarrolló el intenso drama de la Prehistoriaen la península ibérica.

DEPREDADORES

La Iberia prehistórica se encontraba ya poblada enel Paleolítico Inferior. Su primer habitante, al menos porlo que hasta ahora sabemos, pertenecía a la especie

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Reconstrucción ideal del Homo antecessor, por lo que hoy sabemos, el poblador más antiguo

de la península ibérica. Un diente datado en 1,2 millones de añosantes del presente, que fue hallado en 2008 en Atapuerca,

ha forzado a los paleontólogos a adelantar casi cuatrocientos mil años la presencia humana en la península.

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denominada Homo antecessor. Sus restos más antiguos,que datan de hace poco más de un millón de años, nosmuestran un individuo dotado de un cerebro algo másgrande que sus predecesores, en torno a los mil centíme-tros cúbicos, y una cara menos plana, que debíaconferirle una expresión semejante a la nuestra. Pero sisu aspecto era moderno, no lo era tanto su tecnología,que apenas había logrado mejorar un poco los toscoscantos trabajados del Homo habilis.

Con herramientas tan pobres, sufría este «hombrepionero» (pues eso es lo que quiere decir Homo anteces-sor) la tiranía de una naturaleza de la que dependía porcompleto. Recolector y carroñero, incluso caníbal enocasiones, incapaz todavía de cazar otra cosa que peque-ñas presas, deambulaba de sol a sol por los camposibéricos; buscaba la proximidad imprescindible de losríos, alimentándose de frutos y bayas; disimulaba su pre-sencia a depredadores más voraces, disfrutando a vecesde los restos de sus festines en la oscuridad protectorade las cuevas, y, en fin, servía más de una vez él mismode alimento a sus enemigos naturales.

Pero por cruel y miserable que resultara su existen-cia, fue lo bastante dilatada para permitir su evolución.En Europa, donde el lento migrar de generaciones lehabía conducido desde su lugar de nacimiento en África,terminó, de acuerdo con algunos autores, por dar origena una especie distinta, el hombre de Neandertal, quecomenzó a poblar el continente y llegó a nuestra penín-sula hará unos cien mil años.

Los individuos de esta nueva especie habían deresultar impresionantes. No muy altos, pero de gran

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robustez, dueños de pesados huesos y una formidablemusculatura, poseían ya un cerebro de tamaño similar alnuestro. Sus grandes pulmones y la amplitud de sus fosasnasales les permitían una perfecta adaptación al fríointenso de aquella Europa aterida por las glaciaciones.Tallaban aún la piedra, pero lo hacían con enorme preci-sión, obteniendo de ella herramientas múltiples yespecializadas. Aunque nómadas, recolectores y cazado-res como sus ancestros, se enfrentaban ya con decisión apiezas de gran tamaño, a las que derrotaban más comoresultado de su inteligencia social que de su fuerza bruta.Señores del fuego, amaban el calor hogareño de las cue-vas; velaban por los ancianos y los impedidos, y quizá enel fondo de su alma latiera ya la gran pregunta acerca delverdadero sentido de la vida y el oscuro significado de lamuerte. La práctica de enterrar a sus difuntos, en lugar deabandonarlos a merced de los carroñeros, y de acompañarsus cuerpos con herramientas, útiles o adornos revela, entodo caso, una humanidad bien lejana de la imagen bestialque muchas personas conservan aún de estos hombres.

Pero la fuerza que iba a expulsar a los neandertalesdel gran teatro de la Historia se gestaba ya en la mismacuna africana de sus antepasados. Allí, al menos segúnalgunos autores, los últimos descendientes del Homoantecessor habían cambiado también, pero de un mododistinto. Hace quizá unos doscientos mil años, la evolu-ción había dado origen a una nueva especie, el Homosapiens, que llegaría más tarde a convertirse en la únicarepresentante de la humanidad.

Como una mancha de aceite, lenta pero imparable,la nueva especie fue extendiéndose. Llegó a Oriente Pró-

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ximo; penetró en Asia, donde terminó con las milenariaspoblaciones de Homo erectus; entró en Europa por eleste, encontrándose enseguida con los poderosos nean-dertales, y, cuarenta mil años antes del presente, alcanzóla península ibérica.

Durante unos miles de años, ambas especies hu -manas convivieron. Luego, sin saber muy bien cómo,aquí como en el resto del continente, los neandertalesse extinguieron. Sobre el papel, eran ellos quienesparecían tener todos los triunfos para ganar aquella par-tida, la más decisiva de nuestra historia. El Homosapiens era menos robusto. Sus fosas nasales, más cor-tas, no eran adecuadas para un clima tan frío como eleuropeo. Y en cuanto a su cerebro, no era de mayortamaño que el de sus competidores. La única ventaja

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El conocido popularmente comohombre de Neandertal,del que se ofrece aquíuna reconstrucción idealizada, había detener, a simple vista,un aspecto imponente.Nuestra especie,menos robusta y peoradaptada a la inhóspita Europa delas glaciaciones, solocontaba frente a él conuna ventaja: el lenguaje articulado.

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que poseían nuestros antepasados se la proporcionabael lenguaje.

El Homo sapiens poseía una larga faringe que lehabilitaba para producir una gran variedad de sonidos.Gracias a ellos, su lenguaje articulado podía ser ex -traordi nariamente rico, mucho más que el de losnean dertales. Y con un lenguaje así, el grado de coopera -ción social a su alcance era mucho mayor y, porconsiguiente, también lo era su capacidad para explotarlos recursos del medio. Como individuos, quizá losneandertales eran superiores; como grupo, nuestros ante-pasados eran invencibles. Por esa razón, terminaronganando la partida.

Ya dueña de la península, nuestra especie revelóbien pronto una gran capacidad para la diversificacióncultural. El patrón común a todas las poblaciones veníadeterminado por una economía centrada en la recolec-ción, la caza y la pesca, la habitación temporal encuevas y campamentos, una tecnología desarrolladasobre la talla de la piedra y el hueso, y una organizaciónsocial basada en clanes formados por varias familiasemparentadas entre sí. Había, es cierto, diferenciasregionales, pero no iban mucho más allá de simplespeculiaridades en la técnica utilizada en la fabricaciónde herramientas. Auriñaciense, Solutrense y Magdale-niense, antes que etapas dentro del Paleolítico Superior,deben entenderse como referencias a diferentes comple-jos técnicos, sin apenas consecuencias sobre los modosde vida. En realidad, es el arte el que marca verdaderasdistancias entre individuos y grupos a lo largo de estaúltima etapa del Paleolítico.

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Los hombres de aquel tiempo hallaron el arte elcamino más directo de comunicación con una naturalezaa la que se hallaban por completo sometidos. Insegurosante sus manifestaciones, convencidos de que detrás decada planta y cada animal de los que dependía su sus-tento se hallaba una fuerza espiritual sobre la que sepodía influir, se valieron de la escultura y la pintura parapersuadir al medio que habitaban de que se aviniera asatisfacer sus necesidades.

Tallaron así el hueso para conferirle formas de ani-males; esculpieron la piedra hasta transformarla enfigurillas femeninas de exagerados atributos sexuales, ydescubrieron en la pared de las cuevas, a menudo dúctilgracias a la humedad, un lienzo natural en el que darrienda suelta a su búsqueda de seguridad en el alimentoy la procreación. Estamparon primero sobre ella la huellainsegura de sus manos; la enmarcaron luego en toscospigmentos obtenidos de la sangre y la grasa de los ani-males y el polvo de los minerales machacados; idearonmás tarde símbolos que aludían a los órganos relaciona-dos con la reproducción, y, tan solo unos miles de añosantes del fin de aquella interminable temporada de cazaque fue ante todo el Paleolítico Superior, cubrieron lomás recóndito de las cavernas con verdaderas joyas pic-tóricas de cálidos tonos multicolores. Altamira, la mejorde todas ellas, muestra ante nuestros ojos atónitos unenorme palimpsesto de bisontes, caballos y ciervos,superpuestos sin orden ni concierto, ausente la efigie dehombre alguno que los cace, pero siempre prestos a ser-vir de centro a unos rituales que sin duda tuvieron porobjeto facilitar su captura en la vida real.

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AGRICULTORES

Todo fue bien durante decenas de miles de años.Las comunidades de cazadores y recolectores, sin ene-migos serios que les disputaran la cúspide de lapirámide ecológica, se extendieron por doquier. Su exis-tencia, lejos de ser aquella peripecia desagradable ybrutal que describió Hobbes en el siglo XVII, era brevepero, a diferencia de la nuestra, no se hallaba dominadapor el trabajo, sino por el ocio, pues era muy poco eltiempo que debían dedicar a procurarse el alimento, queabundaba en su entorno. Por desgracia, una combina-ción de cambios climáticos y crecimiento demográficoterminaría por hacer inviable la persistencia de aquelmodo de vida.

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Bisonte de Altamira (Neocueva, reproducción). Aunque las primerasinterpretaciones sobre la pintura parietal del Paleolítico Superior

quisieron ver en ella una simple manifestación del «arte por el arte»,en la actualidad, sin negar la evidente capacidad estética del hombrepaleolítico, se tiende a ver en ella un instrumento al servicio de su

necesidad de asegurarse una caza abundante y segura.

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Hace unos doce mil años, el comienzo de un nuevoperíodo climático denominado Holoceno, menos llu-vioso que el que le precedió, supuso la extinción o laemigración hacia latitudes septentrionales de un buennúmero de grandes especies. El rinoceronte lanudo, elreno y el mamut desaparecieron del entorno del hombre.La población, que había crecido de manera lenta perocontinua durante decenas de miles de años, se encontróahora con problemas para asegurar su sustento. Lahumanidad, en fin, se enfrentaba a un reto ecológico queexigía una decidida réplica por su parte.

La primera respuesta fue la más sencilla: hacer lomismo que se venía haciendo, pero con mayor intensidad.Durante el período que conocemos como Epipaleolítico,las sociedades de cazadores y recolectores continuaroncazando y recolectando, pero hubieron de fijar ahora suatención en piezas más pequeñas, como conejos y lie-bres, que exigían más trabajo para obtener menos carne,y especies vegetales menos exigentes en agua, como loscereales. Mientras, los instrumentos de piedra se hicie-ron todavía más precisos y diminutos, tanto, que losdenominamos microlitos, es decir, «pequeñas piedras».Nuevas fuentes de comida, como los trabajosos maris-cos, hubieron de ser exploradas, y el intercambio dealimentos y objetos entre grupos, antes innecesario,alcanzó ahora mayor frecuencia.

No fue suficiente. El esfuerzo sirvió tan solo pararetrasar lo inevitable unos miles de años. El hombre nopodía ya sobrevivir sin producir por sí mismo los ali-mentos que necesitaba: la economía depredadora debíadejar paso a la economía productora. Tocaban a su fin

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los largos ocios a los que se hallaban habituadas lassociedades de cazadores y recolectores. Sonaba la horadel agricultor y el ganadero, sometidos a dilatadas jor-nadas de duro trabajo; forzados a habitar en un lugar fijoy a defenderlo de quienes trataran de aprovecharse de suesfuerzo; preocupados por el sol y la lluvia que condi-cionaban sus cosechas; devotos, en fin, de la diosa Tierrade la que, en última instancia, dependía su sustento.

Existía, es cierto, otra opción. El hombre podíahaber respondido a la disminución de los recursos natu-rales frenando el crecimiento de su población. Perohacerlo así no era fácil, porque los métodos de control dela natalidad que se hallaban a su alcance eran aún muyimperfectos y suponían, todos ellos, un sacrificio mayorque el que exigían la agricultura y la ganadería. La absti-nencia sexual, el aborto en condiciones de grave riesgo,la prolongación de la lactancia o la negligencia en el cui-dado de los recién nacidos habrían, sin duda, contenido elcrecimiento demográfico. Pero el precio a pagar era tanalto que, en realidad, no había mucho que pensar. Haceunos diez mil años, la caza y la recolección empezaron aretroceder en favor de la agricultura y la ganadería.

Como es lógico, esto no sucedió al mismo tiempoen todas partes. Aquellos lugares en los que existían enestado salvaje las especies susceptibles de domestica-ción o cultivo —la oveja, la cabra, la cebada, el trigo—partían con una ventaja sustancial. Y fue en ellos dondeel cambio se produjo en un primer momento, extendién-dose después, poco a poco, en una marcha de milenios,a las zonas más alejadas. Por ello denominamos a aque-llas regiones —el Próximo Oriente, Mesoamérica, el

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norte de China— zonas nucleares. Además, considera-mos estos cambios como los más trascendentales en lahistoria de la humanidad, y, a pesar de que no fue la apa-rición de la piedra pulimentada o piedra nueva su rasgomás significativo, seguimos conociéndolos bajo el nom-bre de revolución neolítica.

UNA TARDÍA NEOLITIZACIÓN

La península ibérica, no muy cercana a las costasorientales del Mediterráneo, de donde había partido laneolitización en esta zona del mundo, tardaría mucho enconocer sus cambios. De hecho, tanto se retrasó suvenida —a un kilómetro por año habrían avanzado haciaOccidente la agricultura y la ganadería según algunosautores— que cuando se produjo al fin, cinco mileniosantes del nacimiento de Cristo, el Neolítico que alcanzónuestra tierra no llegaría en estado puro, sino mezcladoya con innovaciones técnicas y económicas propias deperíodos más avanzados.

Por ello, el Neolítico peninsular mostró bien prontoesa pluralidad que tan presente habría de estar siempreen nuestra historia. Al norte, en lo que hoy es Cataluña,pueblos de agricultores entierran a sus muertos en fosas,revestidas en ocasiones con lajas de piedra, y, quizá enun deseo de hacer su tránsito más llevadero, envuelvenal difunto en el manto protector de los objetos que leacompañaron en la vida. Mientras, a lo largo de las cos-tas y hacia el sur, la ganadería gana protagonismo alcultivo de los campos, y las cuevas ocultan cerámicas

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adornadas con incisiones o impresas con conchas, tri-buto simbólico de estos hombres al mar que les enseñóa trabajar la dúctil arcilla.

Poco a poco, con el correr de los siglos, las nuevasformas de vida irán alcanzando el resto de la península.Pero aún no sabían todos los pueblos ibéricos cultivar latierra y apacentar los rebaños cuando el rumboso Medi-terráneo ofrecía un nuevo regalo a las gentes de suscostas. El metal, primero en forma de frágil cobre, luegomezclado con el estaño para formar sólido bronce, trae-ría con él cambios aún más profundos en los objetos, lasgentes y los paisajes.

La piedra pulimentada, que da nombre al Neolítico,no desaparece, pero termina por rendir su imperio mile-nario a la nueva materia, superior en dureza, másmaleable y capaz de renacer una y otra vez de sus ceni-zas. Las herramientas, las armas, las joyas nos cuentanel triunfo paulatino del metal. Y con él va muriendo laigualdad entre los hombres y los pueblos. Quienes loposeen someten a quienes lo anhelan. Las llanuras cedensu lugar a las colinas, de fácil defensa, como lugares pre-feridos de habitación. Las murallas encierran a lospoblados en su abrazo protector. La paz deja paso a laguerra. Junto a los pastores y los agricultores, surgen losguerreros; los soldados requieren jefes. La existencia deexcedentes más abundantes y la posibilidad de almace-narlos, prohibiendo acceder a ellos a quien se niegue aobedecer, combinadas con las necesidades de la defensa,dan al traste con la vieja igualdad de las comunidades dealdeanos. La sociedad marca sus jerarquías en estemundo y en el otro. Las tumbas se transforman en visi-

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bles monumentos a la vanidad de las élites, que abando-nan esta vida entre riquísimos ajuares a la eterna sombrade sus sepulcros de piedra. La faz de los dioses, todavíapersonificación de las fuerzas de la naturaleza, señora delas cosechas, se va tornando humana.

Poco a poco, el aislamiento y la distancia determi-nan la aparición de nuevas diferencias regionales. Lastierras de Andalucía, bendecidas por la riqueza metalí-fera de su suelo, cobran ventaja. Es en ellas, y enespecial en lo que hoy es la provincia de Almería, dondesurgen las culturas más avanzadas. Dos de ellas, LosMillares, en el tercer milenio antes de nuestra era, y ElArgar, ya en el segundo milenio, exhiben ya extensospoblados, murallas de mayor solidez y torres más eleva-das; cubren sus campos con abundantes cosechas de

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Reconstrucción del poblado de Los Millares, hoy en Santa Fe deMondújar (Almería). La llamada cultura de Los Millares fue la más

avanza de la península durante el Calcolítico y, con toda probabilidad, la primera que utilizó de forma habitual

utensilios de metal.

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cebada y trigo, mientras recorren sus veredas nutridosrebaños, y revelan la presencia de clases dirigentes orgu-llosas de la riqueza de sus joyas y la sofisticación de suspétreas tumbas de corredor, como las que aún se conser-van en Antequera, Menga y El Romeral. Entretanto,culturas similares, aunque menos opulentas, se desarro-llan en las Baleares, Valencia, Cataluña y La Mancha.

Por el contrario, en las montañas del centro y elnorte, donde la naturaleza ha sido menos generosa y elcereal encuentra difícil acomodo, el pastoreo y el comer-cio ocasional deben bastar por fuerza para cubrir lasnecesidades de comunidades errantes cuyos enterramien-tos, mucho más humildes, muestran las limitaciones desu base económica. Sin embargo, su cerámica, de origi-nal diseño campaniforme, entre el tercer y el segundomilenio antes de nuestra era, dejará huella por todo elcontinente, desde las tierras del Danubio a los fríos pára-mos ingleses, mostrándose ya como un verdaderofenómeno cultural paneuropeo.

LOS SEÑORES DE LA PÚRPURA Y DEL HIERRO:LOS FENICIOS Y LOS CELTAS

El progreso no se detendrá; las influencias del exte-rior, tampoco. La Iberia que se encuentran los romanos,tres siglos antes del nacimiento de Cristo, empieza a for-marse siete centurias antes, hacia el año 1000 a. C. Susforjadores serán visitantes venidos del este, de las leja-nas costas del Mediterráneo oriental, y del norte, al otrolado de los Pirineos. Fenicios y griegos, celtas y carta-

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gineses llevarán de la mano a los pueblos autóctonos yles ayudarán a cruzar la puerta de la Historia.

Los primeros en llegar fueron los fenicios, mil añosantes de nuestra era. Los atrajo la mítica riqueza metalí-fera de la península. El oro, la plata, el cobre y el estañollenaron sus barcos y los animaron a retornar una y otravez a nuestras costas en busca de nuevas cargas, y a esta-blecerse más tarde en ellas, colonizando sus tierras ymezclando su cultura con la de sus pobladores. Decidi-dos a quedarse, buscaron promontorios unidos a la costapor un angosto istmo, a imagen de las distantes Sidón yBiblos, o islotes poco alejados de tierra, como la viejaTiro, y amontonaron en ellos moradas estrechas y eleva-das, rematadas en terrazas abiertas y prominentes torresdesde las que otear el regreso de los navíos. Y en el cen-

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El geógrafo griego Estrabón (siglo I a. C.) nunca estuvo en la península ibérica, pero fue, paradójicamente, el que hizo la más famosa descripción de ella. «Iberia —escribió— se parece a una

piel de toro, tendida en sentido de su longitud de Occidente aOriente, de modo que la parte delantera mire a Oriente y en sentido

de su anchura del septentrión al Mediodía».

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tro de estas apiñadas urbes levantaron templos donde serendía culto a las viejas divinidades semitas: el poderosoBaal, su esposa Astarté y su hijo Melkart. Nacieron asíSexi (Almuñécar, en Granada) y Abdera (la almerienseAdra), Malaka (Málaga) y, sobre todo, Gadir (Cádiz),llamada a ser, por su privilegiada situación a las puertasde las minas ibéricas de oro, plata y cobre, y a la cabezade las rutas que conducían a los países del estaño, señoradel comercio fenicio en Occidente.

Orgullosas e independientes, entregadas sin des-canso a la tarea de procurarse nuevos clientes, tan parcossus moradores en instinto político como sobrados entalento comercial, no conocieron entre sí ni con sus leja-nas metrópolis* lazos más fuertes que la naturalsolidaridad de intereses en tiempos difíciles. Sin camposque proteger ni rebaños a los que dar abrigo, se hallabanpor completo vueltas hacia el mar del que dependía suartesanía y su comercio, pilar de la riqueza de sus gober-nantes, que no fueron reyes, nobles ni guerreros, sino tansolo opulentos mercaderes.

Y tras los fenicios, llegaron los griegos, que toca-ron nuestras costas hacia mediados del siglo VII a. C.Impulsados por el ansia de encontrar territorios quepoblar, mercados en los que colocar los productos de supujante artesanía o un desahogo a las tensiones entre susgentes, sus poderosos navíos cruzaron el Mediterráneo.Así se poblarían las costas catalanas y levantinas desonoros nombres escritos en la lengua de Homero. PeroHemeroskopeion, cerca de la actual Denia, Mainake, enel cerro del peñón, a medio camino entre Málaga yAlmuñécar, o Rhode (Rosas) no fueron más que facto-

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La península ibérica

antes de la dominación

romana.

A pesar de la notable

diversidad de pueblosy culturas que la poblaban, a lo largodel Im

ilenio a. C. la

interacción entre ellosy los colonizadores llegados del exteriorfue dotándolos de unacierta personalidadcom

ún.

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rías comerciales en las que intercambiar productos conlos nativos para obtener de ellos los ansiados metales,no ciudades en sentido estricto. Solo Ampurias, enGirona, la que lleva un nombre, Emporion, más acordecon las motivaciones comerciales de sus fundadores, esuna verdadera ciudad. Aunque no por ello fue escasa lainfluencia cultural helena sobre los pobladores de lapenínsula. Sus cerámicas, su alfabeto, sus creencias y suarte impregnaron a los pueblos ibéricos, dejando en ellosuna huella muy profunda.

Porque de la mano de fenicios y griegos, los pue-blos de nuestra península empezaron a convertirse enalgo homogéneo. Iberia, el nombre que los griegos dierona la península, ya no es solo una referencia geográfica,sino también cultural. Desde Huelva hasta los Pirineos,cada pueblo sigue preservando su identidad y su nombre,habitando una región de límites más o menos nítidos, tra-bajando sus campos o pastoreando sus rebaños al abrigoprotector de sus ciudades fortificadas, sirviendo a susreyezuelos y caudillos, y haciéndose de tanto en tanto laguerra. Pero oretanos, turdetanos, bastetanos, ilergetas oausones, que así se llamaban algunos de los muchos pue-blos iberos que entonces habitaban la península,comparten mucho más de lo que les distingue.

Sus poblados, casi siempre sobre la tranquilizadoraaltura de un cerro o colina, son similares; parecidas suscasas rectangulares de adobe o mampostería, apiñadas entorno a calles angostas y tortuosas, y semejante su comer-cio con fenicios y griegos, cuya afición al cobre, la platao el oro convierte a los iberos en eficaces mineros y hábi-les metalúrgicos. Son iguales su lengua y su alfabeto, aún

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por descifrar; idénticos sus dioses, que hubieron de ren-dirse ante las seductoras divinidades foráneas, y no lo esmenos su escultura, que representa ahora su sumisión alas viejas fuerzas con la armonía aprendida de los visi-tantes extranjeros, que muestran como ninguna otra lashermosas facciones de la Dama de Elche. La iberiza-ción*, en fin, es un hecho varios siglos antes de la llegadade los romanos a nuestras costas.

Pero aún queda un rincón para el misterio. La Anda-lucía occidental acogió, si hemos de hacer caso a lostextos clásicos, un reino de esplendor inusitado cuyo pasopor la Historia fue intenso y fugaz como una llamarada,no más allá de dos centurias entre los siglos VIII y VI a. C.Pero si el mítico Tartessos, patria de Gárgoris y Habis, deHyerón y Argantonio, fue alguna vez ese país de culturarefinada y fabulosa riqueza, se nos ocultan aún sus ciu-dades y sus puertos, testimonios más valiosos de laprosperidad de un pueblo que los tesoros de sus señores.Es por ello por lo que, purgando de mitos los textos delos historiadores griegos, debemos considerar la culturatartésica como un fruto, aunque el más destacado, del sin-cretismo* secular operado entre las influencias de loscolonizadores y las culturas locales del bronce.

Beneficiado por su estratégica situación, que hacíade él señor natural de las feraces vegas del Guadalquivir,los metales de Riotinto y Sierra Morena, y las rutas haciael estaño septentrional, la relación de Tartessos con losfenicios hubo de ser más intensa, y más cuantiosos susbeneficios. De este modo, una cultura orientalizada conrapidez y elevada pronto al nivel estatal no hubo de tenergrandes dificultades para someter a su control a caudillos

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y reyezuelos de la Andalucía occidental, incorporándolosa una red creciente de intercambios y constituyendo conellos una suerte de confederación más o menos estrecha.Pero todo ello poseía un único cimiento: el comerciofenicio. Así que cuando, caída Tiro en manos babiloniasa comienzos del siglo VI a. C., todo el comercio metalí-fero del Mediterráneo occidental se desmorona, Tartessoscae con él. Su riqueza mengua, disminuye el interés delos jefes locales en su amistad y el caos se enseñorea dela Andalucía occidental hasta que los iberos turdetanosrestablezcan el orden.

Bien distinto es el paisaje que ofrece el norte de lapenínsula. La distancia y las barreras naturales han impe-dido que alcanzara a tocarlo la influencia fenicia y griega.La corriente civilizadora llegará, bien al contrario, de laEuropa continental, penetrando las cumbres pirenaicas.Apenas iniciado el último milenio antes de la era cristiana,continuas migraciones de pueblos indoeuropeos van intro-duciendo la metalurgia del hierro y unas formas culturalesbien diferentes de las de la Iberia mediterránea. Celtas seráel denominador común que la costumbre ha concedido aestos pueblos portadores de nombres que en su época lle-garon a ser sinónimo de belicosidad: galaicos, turmódigos,berones… Gentes de vida dura y carácter arrojado, habitanen redondas moradas de piedra y paja, agrupadas al abrigode muros y torres, y aisladas por fosos en lo alto de pro-tectores cerros. Dedican sus días a la guerra o al pillaje,mientras sus mujeres cuidan rebaños y campos esperandopacientes el botín. Y someten, en fin, con la incontestablesuperioridad de sus armas a los hombres del sur, que, altiempo, recibirán también sus influencias culturales.

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Así, la Meseta, forzoso cruce de caminos entre elnorte y el sur, será primero celta y luego ibera. El deno-minador común de sus pobladores, celtíberos, no es sinoel intento de la tradición de mostrar a unos pueblos que,influidos primero por los aires indoeuropeos procedentesdel continente, reciben después el impacto de la iberiza-ción originada en las costas mediterráneas. Arévacos,pelendones o lusones poseerán, en consecuencia, ele-mentos de ambos mundos.

Su forma de gobernarse será similar a la de los ibe-ros, la confederación temporal de tribus regidas porseparado por oligarquías o régulos de frágil autoridad.Pero sus relaciones sociales han recogido típicos rasgosindoeuropeos, como la fortaleza de los vínculos suprafa-miliares, sostenidos por la mítica creencia en unantepasado común, o instituciones como la hospitalidad*y el patronato*, determinantes del comportamiento coti-diano de sus gentes. Solo su economía, que conoció unahábil metalurgia y un regular comercio, habrá de adap-tarse, por encima de influencias de uno u otro origen, ala multiplicidad de condiciones naturales de la Meseta,desde las fértiles vegas, que invitan al cultivo, a los pela-dos montes apenas aptos para el pastoreo seminómada.

LOS HIJOS DE DIDO: LOS CARTAGINESES

Mientras esto sucedía en nuestra península, Tiro, lamás orgullosa de las metrópolis fenicias, capitulaba alfin en el 573 a. C., tras un asedio de trece años, ante lashuestes del caldeo Nabucodonosor. Pero la misma deba-

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cle tiria, que arruinó a tartesios y gaditanos, llamó tam-bién a la palestra de la Historia a los humildes habitantesde una anónima colonia fenicia en el norte de África,que se erigió en heredera de su comercio en el Occi-dente. Esta colonia, fundada según la leyenda, por Dido,obligada a huir de su patria por su hermano el rey Pig-malión, se llamaba simplemente «ciudad nueva», KartHadasht en lengua púnica, nombre del que deriva el deCartago, con el que ha llegado hasta nosotros.

La herencia cartaginesa del occidente fenicio no esfruto de la casualidad. No existía en su desértica vecindadpotencia alguna que la inquietase. El valle donde se asen-taba era lo bastante fértil para alimentar a toda una granurbe. Su puerto, erigido en la encrucijada entre las dosprincipales rutas del comercio mediterráneo, ofrecía aCartago, de la que salían también cuantas caravanas reco-rrían el desierto hacia el centro mismo de África, laposibilidad de controlar ambas. El tradicional rechazo delos fenicios a mezclar su sangre con la de los pueblosindígenas otorgaba, por último, a los hijos de Dido lafuerza moral suficiente para aceptar el papel al que habíansido llamados. Pronto lo asumirán con intensa dedica-ción.

No solo defienden las antiguas posesiones de suspredecesores, sino que tratan de ampliarlas abriendonuevas rutas. Hacia el siglo V a. C., Hannón, en pos deloro guineano, costea África hacia el sur. Por la mismaépoca, Himilcon, navegando hacia el norte por lasactuales costas portuguesas, busca el país del estaño.Las viejas colonias tirias renacen. Gadir recobra el papelperdido y recibe la ayuda cartaginesa frente a los dísco-

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los indígenas ibéricos, víctimas cada vez más frecuentesde los ataques púnicos. Más al este, la cartaginesa Ibizadisputa a la helénica Marsella el control de las rutascomerciales del Mediterráneo occidental. Por fin, enAlalia (535 a. C.), uno de los combates navales más anti-guos que menciona la historia, las naves de Cartago,aliadas con las de Etruria, se aseguran la hegemonía alderrotar a los griegos focenses, que hubieron de dejarCórcega. La habilidad de sus marinos, hermanada con lapotencia de sus ejércitos mercenarios, alejaba por siem-pre a los griegos de las tierras del oeste.

Pero si los helenos, incapaces de movilizar grandesejércitos, no eran enemigo para Cartago, pronto termi-naría de forjar su supremacía sobre la península ItálicaRoma, la que durante mucho tiempo había sido pocomás que una humilde aldea a orillas del Tíber. A comien-zos del siglos III a. C., los romanos no habían mojadotodavía sus encallecidos pies de agricultores en las aguasdel Mediterráneo, pero, tomando ora el arado, ora laespada, habían sometido, uno tras otro, a todos sus veci-nos, y, dotados de un sutil instinto de conductores dehombres, los habían integrado en una sólida confedera-ción. Sus reservas humanas eran, en consecuencia,ingentes, y su ambición, como pronto mostrarían, insa-ciable. Bastó tan solo que aprendieran a navegar paraque Cartago tuviera frente a sí un enemigo temible.

La diplomacia pareció capaz, al principio, de evitarel choque abierto entre los dos Imperios nacientes. Losprimeros tratados entre ambas potencias reservan Italiapara los romanos, que reconocen la soberanía púnicasobre Sicilia, Cerdeña, las Baleares e Iberia. Pero la gue-

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rra fría pronto elevará su temperatura. Mediada la cen-turia, los cartagineses prueban por vez primera elamargo sabor de la derrota, que han de pagar muy cara.La llamada por la tradición primera guerra púnica (264-241 a. C.) costó a Cartago, que se vio obligada aenfrentar a Roma en la tierra, en Sicilia y en África, y enel mar, donde los romanos se revelaron como unosalumnos aventajados, una indemnización de tres mildoscientos talentos —ochenta toneladas de oro— endiez años, la drástica reducción de su flota de guerra y,en fin, la renuncia a sus posesiones en Sicilia, a la queluego se sumará Cerdeña.

Los cartagineses deben, pues, buscar la manera derecuperarse. Se dibuja entonces ante su Senado unaencrucijada de la Historia. Un camino apunta haciaÁfrica; mira a la riqueza de sus feraces tierras y a unaeconomía sometida a la égida de la agricultura. El otrolleva de nuevo al mar; implica la consolidación deldominio sobre la rica Iberia, aún a salvo de la rapacidadromana, y confiere la primacía a la minería y el comer-cio como fundamentos de la potencia cartaginesa.

La decisión fue impuesta por Amílcar Barca, señorde Cartago tras librarlo de la debacle a manos de un ejér-cito de mercenarios rebeldes. Y fue él mismo, seducidopor los beneficios que la empresa parecía prometer, elencargado de ejecutarla en el 236 a. C. En pocos años,el hábil general y sus sucesores, su yerno Asdrúbal y suhijo Aníbal, valiéndose tanto de la diplomacia como dela guerra, someten al control cartaginés toda la costa ibé-rica entre Gadir y la desembocadura del Ebro. Losromanos, preocupados entonces por la presión de los

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galos al norte de Italia, aceptan el hecho consumado. ElTratado del Ebro (226 a. C.) reconoce la legitimidad deldominio púnico al sur, y solo al sur, de aquel río.

Satisfecho, Cartago se entrega a la tarea de organi-zar la explotación de los recursos naturales de Iberia,alimentando con afán las fuentes de las que habrá debeber su renovada potencia militar. Los Barca crean asíuna suerte de Estado hispánico dirigido por ellos desdela flamante ciudad de Cartago Nova y solo unido a Car-tago por vínculos muy laxos. La agricultura, la pesca, lasalazón, la minería, la economía entera, alcanzan unauge nunca visto en aquellas tierras. Y un nuevo ejército,mucho más eficaz y disciplinado, leal hasta la muerte asu general Aníbal se prepara para la venganza.

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