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12 de balines de goma y gases lacrimógenos y unas precarias carpas destrozadas por la policía en un extenso terreno deforestado. Hasta ahora no puede reconocer otra imagen de su prematuro destierro ni de su hondo pasado. 1 Ayer lo vi Julio Benegas Lambaré 2012 la.cancha.ava.de.kurnikova

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short cortito de JULIO BENEGAS

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de balines de goma y gases lacrimógenos y unas precarias carpas destrozadas por la policía en un extenso terreno deforestado. Hasta ahora no puede reconocer otra imagen de su prematuro destierro ni de su hondo pasado.

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Ayer lo vi Julio Benegas

Lambaré 2012

la.cancha.ava.de.kurnikova

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la.cancha.ava.de.

kurnikova

Título: Ayer lo vi

Autor: Julio Benegas

Primera edición: La concha avá de kurnikova, mayo 2012

Lambaré, Paraguay

Colección Ka’a mbayá

Agradecemos a su autor la predisposición para editar este texto

Contacto:

http://lacanchaavadekurnikova.blogspot.com

[email protected]

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Francisco, baboso ya, contestó, como siempre: che piko añemongy´ata tuya´ ire, disparando la rabieta en el reconocido mal humor de Mickey. Más tarde, se arreglaron con las mantas disponibles para cruzar la madrugada. Beti, luego de recoger sus bártulos, volvió a mirar a Mauricio, mecido en ese mundo extraño con aire de naturaleza muerta. De ida ya a la casa con sus dos nenas, retrajo, repentinamente, a sus criaturas y se acercó otra vez al chico, esta vez para preguntarle: ¿ehose piko orendive? Mauricio abrió completamente los ojos, levantó asombrado la vista hacia Beti, agarró la bolsita de mani y coco y con una serena voz y semblante de profunda felicidad, contestó: Ahase. Beti miró a sus dos hijitas a la espera de una señal de aprobación para esa intempestiva decisión. Las nenas, unos años más grandes, no hicieron más que mirar detenidamente a Mauricio, de pies a cabeza. -Jahakatu. Mba´eiko la uno má, dictaminó Beti, aferrándose a la mano izquierda de Mauricio y asegurando la cadena de manos con sus dos hijas para cruzar Oliva. Suspiró hondo y rezó un padre nuestro, con fuerte énfasis en danos hoy el pan de cada día. Hace dos años, Beti logró que su hijo, a los 17, tuviera su cédula de identidad. En la fila de Identificaciones lo sujetó del brazo con una frase inapelable: ni ejaporo nde jehe nerese mohai la fila gui. Por mucho tiempo, en los sueños de Mauricio una misma película se repitió hasta el hartazgo, como en TNT: gentes esparcidas a cachiporrazos, estruendos

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Trataré de ser lo más fiel posible a los datos que ella consignara durante el relato. A punto ya de cerrar la jornada laboral, una tarde de abril de 1997 vio a Mauricio meciéndose en el banco de la plaza como si estuviera disfrutando de una lenta hamaca imaginaria. Sus ojos secos miraban un punto fijo y distante, profundamente interno tal vez, en un cuerpito arropado de mucho polvo rojo, un shorcito azul y una remerita blanca Oviedo presidente. Los pies descalzos se revelaban inadvertidos entre otros niños de similar desamparo que ofrecían lustre patrón, jugaban tuka´e y jóvenes que se frustraban en la inútil búsqueda de empleo oficinesco. Madre ella, Beti se acercó a Mauricio con una empanada dentro de un pancito que él agarró sin alterar el vaivén del cuerpo. Y sin emitir palabra, la dejó en el asiento, satisfecho todavía con el coco y el maní que acababa de comer. Era su segundo día en la plaza. La noche había dormido debajo del techo del kiosko de Oliva y Chile, en la esquina de Cine Victoria, adonde lo condujo Mickey, abrigándolo con una mantita ennegrecida por el intenso hollín. Atopa chupe pasto ari oryryi hina. Upepeko nderykuepata ha puaeterei nderasyta, ha´e chupe, comentó Mickey aquella noche en que, luego de una partida de damas con Eliseo y Félix, abordamos el caso de Mauricio. No hubo forma de avanzar en la conversación porque, aun tambaleante, Francisco, de párpados y pómulos regordertes por la avanzada cirrosis, le jugó una frase conocida: Mba´epiko nde ereta, ndeko nereikuai mbaeve. Mickey se mostró retobado, como todos los días, y le desafió al moquete.

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Julio Benegas, San Lorenzo, 1970 Periodista y narrador. Tiene publicados una novela, Soledad, y un libro de cuentos, Tereré en la plaza, Además de una recopilación de artículos, Bronca y Libertad.

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después, ella, decía, na entregá moai vaekue la che memby pe. Ich…, remataba, escupiendo el líquido del naco. Sin esperármelo, y sin contexto aparente para una revelación tan importante, un buen día me comentó de un santiamén toda la historia. No me acuerdo muy bien el año pero ya habían matado a Luis María Argaña, ya se habían asaltado en 17 oportunidades los caudales del Banco Nacional de Fomento custodiados por la Policía y ya se habían embolsado once millones de dólares en un atraco en el aeropuerto justo el día en que el entonces jefe de la inteligencia de la Fuerza Aérea casualmente se encontraba de guardia. Por esa época de la confesión, Roberto, el del terere en la plaza y la vida y la vida y bronca ya se había hecho de un rincón debajo de esa reciente estructura metálica de la feria de los artesanos. Por entonces ya compartía con Mickey la frazada que abrigaba por las noches su cuerpo esculpido con balines de goma durante la masacre de marzo y la espalda y la barriga tajeadas por puñales de riñas entre los vagos. Mauricio avanzaba recién hacia los 10 años con pucheros y guisos preparados por Ña Ina en ollas ubicadas encima de un asiento de piedra que hoy está pintado de cuadritos celestes para el juego de damas. Más o menos por esa época, Beti reveló, sin sobresaltos, que Mauricio ndaha´ei che memby teete. Luego, como si hubiese sido un episodio más en su vida, recordó el modo en que aquella criatura terminó integrando su familia.

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la cachiporra. En ese tiempo (ahora cambiaron nuevamente al antiguo uniforme y ya portan pistolas), Beti comentaba que su hijo era muy bueno porque nunca salía por las noches, se quedaba hasta tarde viendo televisión y no se juntaba con los muchachos del barrio, allá en Republicano. Ha´e na imalajuntai. Upeicha avei nokeivoi la che memby. Oguata ha ojeporeka a cada rato heladera re. Presupuesto hina koa, comentaba señalándolo. Mauricio sonreía orgulloso de ser centro de la conversión de su mamita. Beti y Mauricio desarrollaban un afecto y una complacencia muy particulares que incomodaban un poco a las hermanas. Es que la madre no disimulaba esta distinción: peako che resarayi hina, decía, tal vez por una conjunción de razones que estriben por un lado en aquel estado de orfandad del que lo recogió y tal vez también porque en ese chico obediente, casero y estudioso depositaba alguna esperanza de amparo para su vejez ya que esa pensión prometida desde el Estado vyroparei hina. Mauricio se había adaptado muy bien a su vida familiar urbana por el evidente interés de Beti de cuidarlo como uno más de los suyos y también porque en la rutina de sus hermanas no existía, al igual que en su caso, la figura del padre. Era un hijo más de Beti entre criaturas que crecían jugando en las plazas mientras la mamá recolectaba dinero para el pan de cada día. En los primeros meses, Beti estaba dispuesta a devolverlo si algún familiar así lo demandara, pero esa exigencia nunca llegó, y si hubiera llegado un año

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Mauricio ya tiene cédula de identidad

Relato en homenaje a los trabajadores Ayer, domingo 21 de abril de 1012, el microcentro asunceno vistió un sol templado y una brisa que despejaba esa humedad incubadora -a fuerza de los bosques desmantelados del campo-, de mosquitos que andan burlándose mortalmente de nuestra especie. En la plaza Oleary un grupo de feligreses católicos en ronda, con varios instrumentos metálicos, emulaba ritmos que me sonaban a harekrisna. En la misma dirección hacia la bahía se distinguía una masa concentrada a un costado del Cabildo, entre banderas blancas con la estrella de David y un telón azul sin emblemas extendido frente a la congregación. De fondo, un cielo despejado iluminaba con un dorado transparente la bahía de Asunción, embretada por arenales del proyecto Parque Bicentenario sacados de la misma bahía para aumentar la capacidad de transporte de soja y otros productos primarios. Para mí, absoluto desconocedor de los ritos judaicos, aquella ceremonia se me presentaba hermética, de

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plegarias en hebreo que habré escuchado en alguna película o leído con traducción en los profusos relatos sobre el holocausto judío. Por imágenes entrecruzadas en mi cabeza del holocausto y la posterior ocupación de Palestina -que me creaban un sentimiento altamente contradictorio muy poco prudente para un domingo plenamente otoñal-, preferí observarla no más de cinco minutos a distancia prudente. En el recorrido ya por Alberdi, me encontré con Mauricio, quien, en soledad, lavaba un Mercedes estacionado cerca de Lido Bar. Le pregunté por Beti, la madre, y me contestó: Oipora. Oı ogape. -Saludo mante, respondí. Es extraño encontrarse con alguien que, de verlo chiquilín corretear por las plazas del microcentro, entre juegos y recados de la madre, sorprenda con una voz grave en un cuerpo robusto. Mauricio es de esos morenos que traen la pigmentación macerada durante las siembras y las cosechas por rayos de sol y el aire polvoriento de agosto y octubre. -Qué recordará Mauricio de su pasado campesino, me pregunté, al cruzarse por la cabeza aquella imagen de felicidad orgullosa de Beti, al mostrar, dos años atrás, su certificado de estudios sin aplazos y comentar que, por fin, había conseguido que su hijo, a los 17 años, pasara los trámites de Identificaciones en busca de la cédula de identidad. Beti decía no comprender por qué las dos veces anteriores que lo llevó a Identificaciones Mauricio perdió el turno, a punto de llegar a la ventanilla, por el

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asalto de unas ganas tremendas de orinar y de sudar frío. Ha ko che memby, se quejaba Ña Beti. Mba´eiko la ojehuva ndeve, reclamaba, deshaciéndose en quejas por perder buena parte de la mañana que debía dedicar a la venta de terere. Mauricio era un cuerpo extraño en la familia de Beti, rubia pálida, delgada, ojitos miel, y una piel que, luego de un giro por pómulos escuálidos, se ajustaba a las mandíbulas inferiores sin escalas: sello inconfundible de la presencia de Beti en cada una de sus dos hijas, menos en Mauricio, de cara gruesa, morena, ojos ciruela, espaldas y hombros macizos que encajonan el cuello. Aunque de padres diferentes, las dos hermanas de Mauricio expresaban esa fragilidad de Beti muy bien opacada por el desplazamiento rápido en la tarea de machacar las hierbas medicinales, enjuagar los vasos de aluminio y de plástico, ubicar en proporción precisa la yerba, romper los hielos con golpes secos y ordenar con autoridad cerrada la vida de sus criaturas desde su lugar de trabajo: la Plaza de la Libertad. Según Mauricio, él era así nomás: sudaba frío cuando se acercaba a una caseta policial o se paralizaba cerca de una patrullera o de algún agente. No recordaba en vigilia el origen de aquellas fotografías que lo persiguieran en los sueños como evento fantástico sin vínculo aparente con su biografía. Por suerte para Mauricio, aquellos policías púes que invadieron el microcentro siendo él ya púber no portaban pistolas y tampoco usaban el antiguo uniforme marrón claro. Sólo debía sortear la imagen de