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Un libro que narra la transformación de cinco escritores en artistas plásticos. Más allá del abandono de la palabra, Vito Acconci, Sophie Calle, Ulises Carrión, Öyvind Fahlström y Marcel Broodthaers practican una literatura que es puesta al límite en otros soportes: escultura, performance, instalación.

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Verónica Gerber Bicecci

MudAnza

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© Verónica Gerber Bicecci, 2010

© Auieo edicionesVirginia 49 — 304 A, Col. Parque San AndrésC.P. 04040, México, D.F.www.auieo.mx

Segunda edición

Ciudad de México, 2013

isbn: 978-607-7974-00-0

Todos los derechos reservados. Queda prohibida la reproducción to-tal o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, com-prendidos la reprografía y el tratamiento informático, la fotocopia o la grabación, sin la previa autorización por escrito del Editor.

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A mamá, porque regresó a salvo de Groenlandia.

A Javier Athos, por su inolvidable moco tendido.

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Este libro se escribió con la beca de la Fundación para las Letras Mexicanas

bajo la tutela de Jorge F. Hernández. Mi profundo agradecimiento a mis lectores:

Guillermo Espinosa Estrada y Pablo Duarte.

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lo que ves. Pero tenía que esperar a que se disiparan las nubes y no había tiem-po. Una por una. Las letras estaban fijas y

sólo veía manchas flotando en el espacio entre la pantalla y mi silla, no dejaban de moverse. Primero hay una E. La letra era grande, las manchas no alcanzaban a taparla del todo. Abajo es F y creo que P. T-mancha-Z. L-mancha-mancha, tal vez E y luego mancha. El oftalmólogo movía los aumentos, iba y venía de uno a otro. Todo parecía igual. Peor, lo que recor-daba como una P ahora era un borrón y las letras tapadas bajo las manchas sobresalieron en una escritura manuscrita y vaporosa que tardaba demasiado en tomar forma. Pensé que si esperaba suficiente lograría estabilizarlas, separarlas, hacer un ejercicio de deducción, mentir, pero no funcio-nó. Mi madre me miraba desde el otro lado del consultorio, sentada en una pequeña silla, con cara de preocupación. Al parecer la situación calificaba para desgracia familiar.

AMBLIOPÍA

LEE

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Siempre tuve la impresión de que el oculista era un farsante: por más que cambiaba las lentes y sacaba extrañas herramientas, mi ojo parecía inmutable. Ves mejor con éste o… con éste. Nada. A ver… aquí o… aquí. La variación era mínima. Creo que es mejor el segundo. En realidad, me pare-cían idénticos. Sólo había manchas moviéndose tan despa-cio como una mezcla de cemento a punto de cuajar. Mi ojo derecho seguía un camino errante e indescifrable, como si no fuera mío, como si no fuera yo quien lo controlaba. Más que una lente para corregir, necesitaba un ventilador que se llevara los cúmulos emborronados. Lo que veía era tan inestable, tan desigual, que terminó por asustarme. No te-nía idea de que había un extraño alojado en mi córnea. Nací con un solo ojo y lo había ignorado por completo. Cómo saber qué es ver bien si siempre has visto igual, si no hay referente alguno ni punto de comparación. En esa visita al consultorio descubrí que al tapar mi ojo izquierdo podía ver como a través de un calidoscopio, pero obstruido y mono-cromático, defectuoso.

Finalmente, el doctor diagnosticó ambliopía: el sín-drome del ojo flojo. Aunque no había mostrado déficit de atención, ni mi desempeño escolar se había visto mermado, mi madre se dio cuenta de que, cuando más concentraba la mirada, cuando el esfuerzo visual era importante, uno de mis ojos miraba justo al lado contrario, hacía lo que le venía en gana. Era bizca, aunque no de forma constante: mi ojo paseaba repentinamente y nunca me llevó con él. Un indivi-duo aparte, un desconocido. Un ojo vagabundo que se que-dó en algún punto antes de alcanzar la madurez visual; es

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decir, tengo un ojo que mira como una niña de entre dos y siete años. Cumplí nueve poco antes de la primera consulta y a esa edad no queda mucho por hacer pues el sentido de la vista se ha fijado por completo. El único camino habría sido forzar al ojo vago para no cansar al otro que había asumido la responsabilidad —que debió ser compartida— de ver por los dos.

Cuando la imagen que produce cada ojo no se refleja en el mismo eje, es decir, cuando esas dos imágenes no co-inciden en el vértice visual o no se encuentran, se produce visión doble. Antes que mostrarme ese mecanismo irreal que hace posible una imagen, mi cerebro decidió ignorar uno de mis ojos, dejó la potestad de mi visión en el izquier-do. El derecho quedó a su suerte, con absoluta libertad de hacer cualquier cosa y, sin obligación alguna, se perdió en un grave autismo. La ambliopía es la ley del hielo.

El ambliope es monocular. El ojo no sufre lesiones or-gánicas por lo que el padecimiento es casi invisible, indetec-table. El ojo bueno terminará por cansarse y dejar de ver. Si no se trata, la vista del ambliope está destinada al deterioro o a una pausa indefinida por intervención de anteojos. Aun-que la metáfora de mirar de un lado como lo haría un niño me sonríe, detrás de ella se esconde el pánico, supongo que ése era también el susto de mi madre: el único tratamiento real para la ambliopía es usar un parche en la primera infan-cia que obligue al ojo perezoso a ver. No hay operaciones. No hay medicinas.

Uso lentes no porque me ayuden a ver mejor, sino por-que el aumento obliga al ojo derecho a esforzarse y alivia la

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doble carga en el izquierdo. Uso lentes para defender a mi ojo dominante del contagio del ocio, para detener el desgas-te y la posible ceguera. Es paradójico que la mejora, en caso que hubiera, es directamente proporcional al aumento de dioptrías, pues querría decir que mi ojo flojo está dispues-to a trabajar un poco más. Tengo diecisiete años usando la misma receta.

Hace poco leí que muchos ambliopes, al tratar de expli-car cómo ven, dicen que el ojo mira como a través del efecto que produce la ondulación prolongada de aire caliente, las imágenes se enfocan y se vuelven difusas de modo continuo: espejismo del desierto, que desaparece al acercarnos; cami-no que ondula en el vaho evaporado, paisaje que tirita por entre el humo de una combustión.

Si no los hubiera usado tal vez nunca habría sido ata-cada por la extraña imantación de algunos balones de fútbol sobre mi rostro, ni habría sufrido los interminables cali-ficativos que están asociados al uso de dicho aditamento. Habría perdido completamente la visión del lado derecho, reduciendo mi campo visual de 180 a 90 grados. Pero, sin anteojos, tal vez habría podido seguir a ese intruso erran-te a los confines de lo desconocido y, sin planearlo, hacer-le escolta en su deambular oscilatorio. No ese deambular pausado casi estático de los paseantes que utilizan toda su ropa, suéter sobre suéter, pantalón sobre pantalón y mora-da a cuestas, metida en bolsas de plástico y cajas de cartón para moverse apenas unos metros mes con mes; sino el de los peatones perpetuos, esos que esperan una cita a las tres con una pequeña maleta entre las manos y le hablan al aire

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seriamente, sin dejar duda de que el asunto es importante. Esos que son perseguidos inexplicablemente y que, como pocos, se dirigen seguros a su destino aunque nunca con-sigan llegar a ninguna parte. Esos que caminan en medio de nubarrones, que van y vienen del aquí a un lugar lejana-mente imaginario, los que enfocan y desenfocan. Los que caminan y se pierden. Los que nunca son atropellados. Los que tienen esa extraña facilidad para habitar un espacio que no podemos ver ni entender. Los que han logrado escapar. Los que han sido abandonados. Los que ven en la forma de un edificio a un dragón, los que recogen piedras del suelo como si fueran tesoros. Los que desvían la mirada.

Cuántas veces al día consideramos dejar todo para se-guir el trayecto de un disparate; cómo encontrar esa ínfi-ma molécula en nuestro flujo sanguíneo y hacerla explotar. Cuántas veces al día el mundo ha intentado desistir de no-sotros. ¿No son ésas las situaciones que suceden solamente en los libros? Escribir es habitar un paralelo, leer es mero-dearlo. Cuántas veces hemos releído un texto en busca del escape. Más de la mitad de lo que leemos es un embuste y aún a sabiendas de ello, lo creemos. Pensamos que un hecho real lo inspiró. Pero es siempre una mentira. Un engaño como la cita del paseante a las tres. Un enredo como las órdenes que recibe desde quién sabe dónde. Micas con au-mento. Falsificaciones que conectan asombrosamente una serie de ocurrencias. Acciones envidiablemente concretas que nunca suceden aquí.

Nunca me abandoné a la contemplación con mi ojo ambliope. Nunca, como los errantes, he podido seguir los

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signos abstractos de esta mirada intermitente y su alfabeto deformado. Nunca acepté que el mundo desistiera de mí, ni desistí de él. Tal vez por cobardía. Tal vez porque no se trata de una decisión. Tal vez porque un día te descubres afuera sin forma de volver y ni siquiera recuerdas que había un lugar a donde regresar. A cambio, he buscado persona-jes con destinos ambliopes, aquellos que, en una demencia consciente, deciden renunciar, abandonarse a la contingen-cia para poner su vida, cuerpo y trabajo en el mismo espacio de indeterminación. Paseantes que susurran historias ridí-culas desde un lugar aparentemente inexistente, pero que vuelven a casa a lamentarse porque es imposible alcanzar la deriva permanente y volver para contar algo de ella: el que regresa nunca llegó, nunca estuvo ahí del todo. Los erran-tes se detienen justo antes de emborronarse, justo antes de perderse.

Ya no basta con ver, la retina es sólo un tamiz. El su-ceso estético está en otra parte, el artista cuelga un cartel frente a su casa con la leyenda “Se renta, trato directo”. Y en ese traslado todavía hay objetos que no encuentran su lu-gar, muebles que se estorban, cajas repletas de cosas con las que no se sabe qué hacer, covachas colmadas de documentos que nadie quiere revisar, regalos envueltos que no se pueden tirar a la basura.

No es la palabra lo que pesa en la imagen sino el con-cepto, que en ocasiones la eclipsa; porque muchas veces el concepto es solamente una frase argumental que no se sos-tiene. La búsqueda de la página en blanco no es otra cosa que una guerra contra el imperio del lenguaje, una contien-

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da para comunicar sin tener que usar una sola palabra, para que el concepto deje de ser una justificación. Pero el lengua-je es ineludible. Desconfiamos de las personas y nos cuesta trabajo dudar de las palabras. No sospechamos de las pala-bras sino de las versiones de un hecho que se enciman sin corresponderse. No tememos de las palabras sino de cómo se acomodan en los enunciados, de lo que podrían estar di-ciendo en realidad. No desconfiamos del silencio sino de la ambigüedad que implica.

Los ensayos de este libro son la constatación de un mensaje que no llega, de una palabra que ya no suena, que no puede leerse. Este libro es, sobre todo, la confirmación de una imposibilidad. El campo extendido para una literatu-ra sin palabras, una literatura de acciones; la documentación de ese intento, tal vez fallido. La crónica de una mudanza. Del texto a la acción. De la página al cuerpo, de la palabra al espacio, al lugar; de la frase al suceso; de la novela a la vida escenificada.

Hay una parte que se deforma sin quererlo y una parte que procuramos deformar cuando contamos algo. Desco-nozco los recorridos de mi ojo derecho pues, para funcionar en el mundo, he usado toda mi vida el izquierdo. Tal es mi inconciencia que debo haber perdido alrededor de quince pares de anteojos en toda mi vida. Siendo tan pequeño, uno no puede cuidar de un objeto con el que no tiene una rela-ción de necesidad. Fue fácil olvidar repetidamente los lentes porque en cierto sentido no los necesito. La única razón que me obliga a usarlos es un monstruoso dolor de cabeza que aparece de vez en cuando detrás de ese ojo encerrado en

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divagaciones imperceptibles. Envidio a los paseantes por-que todo su cuerpo se adapta a la eventualidad, porque las cosas que piensan vienen de un sitio que está muy lejos o que ellos mismos fabrican sospechosamente. Envidio a los errantes porque van por ahí con la sola responsabilidad de deambular, porque la holgazanería no les pesa, porque su mudanza es constante, porque nunca permanecen, porque andan por el mundo conectando imágenes e historias invisi-bles para la mayoría, relatos que muy pocos lograrían escri-bir. Los envidio porque miran el mundo desde su catalejo y ordenan las manchas, mueven los nubarrones para dibujar figuras inexistentes, saltan minas sin objetivo, hacen bizcos y pierden el tiempo… porque intentan decir sin palabras lo que sólo la palabra puede decir. Los envidio porque renun-cian, porque son olvidados, porque son expulsados, porque se amparan en un devenir paralelo al del mundo o simple-mente desisten de él y nunca usan anteojos.

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wanted so much the word as object, the word as thingFue en 1969 cuando Vito Acconci decidió dejar de es-cribir. Había estudiado una maestría en literatura en la

Universidad de Iowa y se había asumido como escritor hasta ese momento. Poco antes de su abandono ya había salta-do de la narrativa a la poesía. Obsesionado con Mallarmé y Queneau, sacudido por Faulkner en la adolescencia y por Robbe-Grillet y Hawkes en la universidad, inició ejercicios ligados a la tradición de la poesía concreta porque se había cansado de contar cosas y de escribir sobre ellas. Quería to-car las palabras, usar sus huecos como el molde de una es-cultura que permitiera acortar la distancia abismal entre un hombre y lo que escribe. Llegar al lector, alcanzarlo; cada letra debía levantarse de la hoja y desterrarse para disipar el terrible vacío que provoca lo leído.

PAPIROFLEXIA

I’m afraid that, if I listened to silence, I would probably become a writer again.

Vito Acconci

I

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. I have made my pointI make it againItNow you get the point.

But it was such an urge to make words things, words actionsSe preguntaba sobre las posibilidades espaciales de la hoja de papel en la que escribía. Buscaba la forma de convertir una palabra en objeto, hacerla concreta, real, definida. Que-ría agarrarla como uno toma las cosas necesarias para hacer el café de la mañana. La poesía de Vito era sobre todo una invitación al lector para moverse, un atentado contra la hoja de papel para convertirla en una superficie transitable; em-plazaba las palabras como esferas en la maqueta de un siste-ma solar: cuerpos describiendo trayectorias; ahí la relación con la tradición moderna de Mallarmé, para quien la hoja en blanco era un espacio puro, el silencio del que se puede partir a la palabra y al que habrá que regresar.

I am going from one side to the otheram goingfromone sideto theother

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I guess I wanted to really throw myself into metaphor, almost become a metaphorLet’s face it, once a writer, always a writer, se decía constan-temente, y en la insistencia su voz hacía un ritmo raro con la frase, hasta que terminó por perder el sentido del enun-ciado. The page as field, pensaba; la página, ese amplísimo paisaje que vemos al sobrevolar las afueras de una ciudad nevada, cada una de sus parcelas definidas ahora por diver-sas tonalidades de blanco. La página, una dimensión de la actividad. Well, if I’m writing, it doesn’t necessarily have to be on the page, seguía. Y es que había empezado a distanciarse de sus textos en las lecturas de poesía, convirtiéndolas en un acontecimiento —caminaba desde el fondo del salón hasta el frente leyendo una palabra con cada paso. Una forma de juntar las superficies de su cuerpo, del papel y de las pala-bras. My poems were already performances: the page is a field over which I as writer and then you as reader, travel.

Fue esa mañana, mientras repetía su perorata converti-da ya en gruñido, cuando se miró al espejo: ensayó un golpe a su imagen, desesperado por atravesarla como había inten-tado atravesar la hoja de papel con su pluma; bailaba frente al cristal como un boxeador esquivándose a sí mismo. Gol-peó la superficie plana de mercurio subido en un ring que no era más que su propio reflejo, pensando en la escritura como un fracaso, rotundo como el sonido sordo de su puño. Golpeó hasta que el espejo terminó por romperse. Quedó frente a la pared desnuda, blanca y lisa, otra vez la superficie del papel (See Through, 1970, super 8, 5 mins, color, silente). Su cuerpo se había convertido en un plano: la piel, como

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las hojas, es una lámina delgada de fibras sobrepuestas. Su cuerpo en acción tenía que deslizarse en el espacio como la pluma lo hace en palabras. Peleó entonces contra su propia sombra proyectada en una esquina. Dibujó y escribió con cada oscilación una palabra de desaliento en el aire. Cada gancho no era más que el envés opaco de sí mismo. El box de sombra un monólogo inocuo. Vito, sin interlocutor algu-no, había empezado un nuevo proyecto: escribir fuera de la hoja de papel (Three Relationship Studies, Shadow-Play, 1970, super 8, 15 mins, silente).

I turn my body into a placeNo le aterraba la hoja en blanco sino las palabras, su inters-ticio vacío de objetos, su tiempo desdibujado, la forma en que duelen en el pensamiento, esas costras transparentes. Se volvía loco al pensar en todas las imágenes que producen en la cabeza, en su poder premonitorio. Había sido atrapado por la lectura. Todas las historias, sin excepción, le sucedían en primera persona.

¿Cuándo dejar de escribir la novela y convertirse en el personaje?

¿Cuántas veces más se resistiría a leer la última página por miedo a dejar esa vida paralela que lo mantenía funcio-nando, aunque ausente, en el mundo de los vivos?

Vito se encontraba en esta disyuntiva. No quería pla-near ni leer más historias, deseaba profundamente que su escritura fuera un suceso desplazado de la imaginación al mundo real. Quería ensayar un impacto certero, rascarse las costras y observar su cuerpo apresurando lo pensado como

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escritura. Su cuerpo un lugar remoto, lejos del escritor que suele diluirse frente a la pantalla y vivir incierto ante la pá-gina —difícilmente considerada algo más que un rectán-gulo de 21 por 27 centímetros. Así fue como Vito decidió convertirse en la cuartilla silenciosa en la que esquían las palabras. Mordió sus brazos y piernas, sus antebrazos, mus-los, codos y rodillas. Dejó trazada su dentadura. Entintó las marcas hendidas y estampó cada una en papel (Trademarks, 1970, acción, impresión fotográfica y tinta).

Delinear claramente el límite ambiguo entre un perso-naje y quien escribe lo había separado de un mundo en el que él también sucedía más allá de su máquina de escribir. Su cuerpo, una superficie incidida, un objeto viable, una pa-labra pegada al margen retumbando en la hoja de papel; la reflexión de un párrafo en unas cuantas letras. Corría siem-pre el riesgo del error: convertirse en un personaje ficticio, escribiéndose y desescribiéndose entre cuatro paredes sin pluma ni papel. Preparó agua con jabón en un refractario de vidrio y la agitó con las manos. Mantuvo los ojos bien abiertos. Sumergió un momento su rostro en la mezcla. A pesar del ardor, esperó sin tallarse. Parpadeó repetidamente hasta recuperar la vista. Después trató de meter su puño entero en la boca hasta que se cansó, hasta que le fue impo-sible abrirla o sostener el puño cerrado. Por último, se paró con la espalda contra la pared y se amarró una venda negra en los ojos. Trató de atrapar, una por una, cada pelota de goma que le era lanzada (Adaptation Studies: 2. Soap & Eyes, 3. Hand & Mouth, 1. Blindfolded Catching, 1970, super 8, 3 mins, silente).

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I use sentence-structure to plot possible movements through that spaceMientras se alejaba del mundo literario, cada uno de sus epi-sodios cobraba sentido en un paralelo donde sus juegos eran acciones conceptuales y minimalistas, es decir, enfocadas en la primacía del lenguaje sobre la imagen y en la búsqueda de formas geométricas simples, pulcras. Pero su trabajo se situaba en un peldaño distinto: un escritor que hacía uso de la narrativa produciendo híbridos, la honda reflexión de un personaje aislado y solitario que cancela la superficialidad impecable y el hermetismo de aquellas corrientes. Su traba-jo enfrentaba el cubo blanco con acciones que, en principio, no tenían ningún sentido más allá de lo absurdo; acciones semejantes a las de otros artistas de la escena de los setentas en Nueva York y Los Ángeles: Dennis Oppenheim colgaba de manos y pies usando dos pilas de ladrillos como soporte para convertirse en el puente de Brooklyn; Bruce Nauman escupía agua como una fuente, había terminado la escue-la de arte y todo lo que hiciera encerrado en su estudio se convertía en arte; Bas Jan Ader bordeaba un río en bicicleta bien pegado a la orilla hasta perder el equilibrio y caer al agua; y Chris Burden le pediría a un amigo disparar directo en su brazo porque la escultura es el impacto que causa una herramienta en un material.

Para su primera exposición, en la Grail Ground Gallery de Nueva York, decidió mudar cada semana el contenido de un cuarto distinto de su apartamento a la sala de exposición, extendiendo su espacio-habitación 80 cuadras. Cada vez que necesitaba su cepillo de dientes, por ejemplo, tenía que cru-

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zar toda la ciudad, buscar el cepillo en la galería, regresar a su baño, usar el cepillo, regresar a la galería para devolver-lo como si fuera prestado y, finalmente, encaminarse a casa donde necesitaría algún otro objeto que lo pondría en el ajetreo de nuevo. Además de ser la mejor forma de perder el tiempo, su acción señalaba la diferencia tácita entre llenar de adjetivos y artículos una ciudad o recorrerla una y otra vez; entre pensar la página y trasladarse en el continuo. Así como había buscado la posibilidad de mover al lector del margen izquierdo al derecho o de arriba abajo en sus poe-mas, cruzó la ciudad como quien cruza una página con una línea, repetía en un montón de oraciones cortas el mismo trayecto. No era el personaje de una novela llena de aven-turas absurdas, ni el que la escribía con actos teatrales sin público y tampoco era ya, estrictamente, un escritor (Room Piece, 1970, instalación/acción, 3 semanas).

Experimentó también con frases largas. Salía a la calle y seguía a una persona elegida al azar, caminaba hasta que ésta entraba en un lugar al que él ya no tenía acceso. Cada persona era un camino largo y sostenido, un enunciado que termina de tajo en punto y aparte. Frecuentaba salas de mu-seos, se detenía a observar los cuadros muy cerca de otros visitantes, mucho más cerca de lo usual. Acechaba, como acechan dos puntos a la siguiente oración; él mismo era una frase pegada a la anterior y se quedaba ahí parado hasta que la otra persona, incómoda, se quitaba por completo (Fo-llowing Piece, 1969, acción, 23 días, horas varias y Proximity Piece, 1970, 52 días, 8 horas al día).

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Finding a ground for myself, an alternate ground for the page ground I had as poetPara Vito la poesía era contundencia sintética de palabras evocativas, la sorpresa de un desprendimiento que lo inva-día de tristeza y había elegido el performance porque no era un resultado, ni un pasado aludido o rememorado. Desde ahí todo sucede en el mismo lugar y momento. El paisaje no es una sugerencia sino un hecho, del mismo modo el poema es un acto, una decisión. Como escupido por un mar coraju-do se tiró en la orilla y dejó que las olas lo cubrieran. Rodó para encontrarse con el agua y se alejó con la resaca mien-tras el escritor que había sido se hundía en la angustia de las palabras que nunca alcanzan, en el espacio que sólo nombra y que conmueve en tanto es memoria de lo ya vivido. Ese mismo escritor pateó arena en la playa hasta hacer un hue-co suficientemente hondo como para cubrir su cuerpo. I’m digging myself into the sand pensaba, haciendo articulaciones entre el idioma y el suceso. No estaba haciendo un hoyo en la arena y nada más. Él mismo era el agujero que hacía con su cuerpo, su propio vacío, su desaparición, su punto final (Drifts I and II, 1970, acción para fotografía y Digging Piece, 1970, super 8, 15 mins, silente).

We want to see what happens to a space if you turn it inside out, if we stretch it or if we warp itSegún una antigua tradición japonesa, una hoja de papel puede blandirse a partir de un ejercicio de paciencia. El pa-pel va y vuelve marcando líneas, series complejas de doble-ces que serán soportes, caminos trazados, laberintos. Paso

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a paso, perderá su planicie para conformar otra dimensión. Cada doblez, una escritura transparente, inasible. Aunque su cuerpo era la palabra en la hoja, bailando, luchando, mo-viéndose, caminando, buscando, la hoja seguía intacta y el espacio de su cuerpo era único e indivisible; no quedaba más que salir. Comenzó a planear una serie de construcciones, arquitecturas simples. Si su cuerpo fallaba como palabra, quizá el papel podría convertirse en aquello que había bus-cado.

Las formas pensadas se aprovecharon de materiales reciclados configuradas primitivamente como casas-coche, carpas, asientos, bancas, paredes extendidas entre pisos, tú-neles, conectores, puentes. Cada propuesta era una pausa en el ajetreo de la ciudad, un lugar de descanso y espera donde el tiempo se aislaba, burbujas, espacios recuperados del ol-vido de la urbe. Fueron desapareciendo los performances, se diluyeron los párrafos narrativos en complementos cir-cunstanciales de lugar. Estos acercamientos arquitectónicos no eran más que exploraciones en la amplia extensión de la escritura; el resultado de un largo proceso, un ciclo que por fin volvía a encontrar su principio: escribir, accionar lo es-crito, ensayar, reflexionar, convertirse en superficie, buscar espacio en el cuerpo y fuera de él, construir objetos como si fueran las cuartillas de un texto, escribir con la hoja fuera de la hoja como la tarea de quien dobla el papel para hacer una casa, de quien escribe la palabra casa y la imagina, de quien dibuja la casa y la construye. La hoja de papel que termina por molerse en cemento, la hoja de papel que viaja del cua-derno al cubo blanco.

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palabra es una entidad soluble. Una sustan-cia que sufre varios estados. Sólida cuando se escribe sobre una hoja de papel: la tinta cris-

taliza sus formas, el enunciado sus límites y la puntuación sus intervalos. La conversación, en cambio, es líquida: el diálogo es un manantial que se alimenta de sonido, fluye en tiempo y espacio, de ida y vuelta, desde quien habla hasta el que escucha. La palabra es gaseosa cuando murmura, cuan-do se disuelve en expectativas ajenas, cuando se reconstruye de boca en boca, cuando se descompone y cambia de senti-do. El rumor y el chisme son gaseosos, volátiles. Como los decibeles necesarios para producir una avalancha, es impor-tante elegir a la persona adecuada para empezar la cadena; el resto, es sólo espera y contagio.

TELEGRAMA

Si uno se echa de cabeza en un canal, ¿es posible que el cuerpo no salga a flote un día, que no haya niños que encuentren jugando una mano, y pegado a ella un hombre entero? ¿O es que uno puede deshacerse en el aire como una palabra? ¿Cuál es la fuerza capaz de hacernos invisibles? ¿Qué cosa llena el espacio que dejamos vacío, de qué está hecho? ¿Y a dónde van a dar los ojos, el pelo, las orejas?

Ulises Carrión, De Alemania.

LA

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Ulises en Ámsterdam a Sylvie en París:[…]

UlisesNi una letra.

Sylvie

¿Así nada más?

Ulises¿De qué otra forma entonces?

Para 1972 Ulises había terminado su posgrado en Len-gua y literatura inglesa en la Universidad de Leeds y decidió establecerse en Ámsterdam. A Sylvie no le sorprendió que Ulises no quisiera volver a México, pero quedó desconcer-tada cuando éste le dijo que no sólo permanecería en Áms-terdam indefinidamente sino que pensaba dejar de escribir y de leer. Recordó La muerte de Miss O (1966) y De Alemania (1970), libros que Ulises ya había publicado; tantos años procurándose el camino de las letras y ahora simplemente desistía.

Sylvie en París a Alison en Boston:[…]

SylvieTal vez es sólo un desplante.

Alison¿Y si no?

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Ulises nació en 1941 en un viejo caserón en San Andrés Tuxtla, Veracruz. En esa casa, su madre guardaba todos los recortes de periódico que lo mencionaron. Thomas recor-daba una hermosa carpeta de cuero con el suplemento Estela Cultural en el que habían publicado La prueba, cuento con el que Ulises ganó el concurso literario de la Federación Estu-diantil Veracruzana. Tenía apenas 19 años y su vocación era muy clara. Después de publicar su segundo libro, un largo artículo de un periódico nacional lo enlistó como parte de la generación joven de escritores que le seguía a Pitol, del Paso, Elizondo y García Ponce. Su abandono era un vuelco inesperado para todos.

Alison en Boston a Thomas en Boston:[…]

AlisonEso dijo Sylvie.

ThomasNo puedo hacer nada.

AlisonHabla con Alfred.

Para sus primeros ejercicios no literarios, Ulises selec-cionó páginas al azar de algunos libros que habían sido sus lecturas habituales. No deseaba deslindarse de la página es-crita sino repensarla. Trazó líneas rectas con un estilógrafo fino de tinta negra entre renglón y renglón, unía las letras

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de arriba con las de abajo sucesivamente en una especie de orografía resonante de la página (Print & Pen, 1970).

Los alfabetos son limitados, es la disposición de las letras la que produce sentido. Escribir una palabra es ma-quilar un tejido de grafías ambiguas. Ulises buscaba las or-denaciones subterráneas de lo escrito, sabía que debajo de los textos se dibujan estructuras, así como las había en una conversación, en un chiste, en un guión o en un plano ar-quitectónico. Para descubrirlas, se concentró en componer una esquematización paródica de la poesía clásica española: un sistema gráfico de versiones y plagios visuales, donde la pa-labra se de/construye en signo, en puntuación, en pregunta, en caja: rectángulos que rodean estrofas, cuadrados y pirá-mides sin texto que señalan ordenaciones significativas de los tipos: cada párrafo dibuja una forma distinta, algunos se repiten en figuras geométricas idénticas, formas dentro de otra forma. El poema existe solamente en sus contornos, en su configuración espacial (Gráficas de poesía, 1970).

Thomas en Boston a Alfred en Leeds:[…]

Thomas¿Entiendes?

AlfredSí, algo.

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Thomas ¿Entonces?

Alfred¿Entonces qué? Entonces nada.

Iba al fondo de los textos porque quería volver de ellos para inventar nuevos mecanismos. Mostrar la urdimbre que conecta al mundo en una sola composición, transformar el aislamiento literario, criticar el oficio que impera y limita el mensaje. Convertir la literatura en un suceso plural desde el principio, desde la creación. Tal vez Alfred fue su mejor y único interlocutor pues, sin ser poeta, entendió la deforma-ción que sufrían sus ideas. A diferencia de los demás, enten-dió su paulatina distancia de la escritura a pesar de que se internaba en un espacio poco claro, poco visitado.

Querido Octavio,…Yo no quiero ni puedo imponer un contenido por-que no sé qué quieren decir exactamente las palabras (¿y cómo saber si el lector sabe?). No estoy seguro ab-solutamente de nada. Lo que sí sé de seguro es que las estructuras están allí, de que las entiendo como el lector las entiende, de que se mueven si las toco, y de que, entonces sí, “emiten” […] Eso es todo lo que le pido al lector quien, seguramente, tiene muchas otras cosas que hacer además de y tan respetables como leer. No puedo exigirle que pase horas y días leyendo mi texto, notando de paso qué apropiadamente escojo los

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adjetivos, o con qué sutileza el incidente de la página 125 está anticipado en la página 8...

En la otra literatura el mensaje es falsamente plural. El autor transmite un mensaje, y cada lector recibe un mensaje diferente que es, cada vez y en cada caso, un mensaje. En cambio las estructuras (pero in-sisto, puestas en claro, en movimiento, y en contacto unas con otras) no transmiten un mensaje sino cual-quiera. Muchos. Todos. Y ninguno a la vez. Contienen su propia negación […]

Ulises Carrión 22 de octubre, 1972

Querido Ulises,…Literario o no todo texto posee una estructura… Sin ellas no hay texto pero el texto no se puede re-ducir a su estructura. Cada texto es distinto mien-tras que las estructuras son las mismas: no cambian o cambian poquísimo… Usted convierte lo que llama “estructuras en movimiento” en textos o, más bien, antitextos poéticos. Textos destinados a una empresa única: la destrucción del texto y de la literatura. Usted se propone hacer otra literatura. Todos han querido hacer lo mismo pero usted introduce una variante: su literatura otra no es suya sino de los otros. Reconoz-co en esta declaración a las sucesivas vanguardias de nuestro tiempo, de Mallarmé para acá: escribir un

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texto que sea todos los textos o escribir un texto que sea la destrucción de todos los textos. Doble faz de la misma pasión por lo absoluto.

Octavio Paz3 de abril, 1973

Ni Sylvie, ni Alison, ni Thomas estaban enterados de que Ulises le había enviado a Octavio Paz sus Gráficas, que sostuvieron correspondencia varios meses y que parte de sus nuevos poemas experimentales serían publicados en Plural (no. 16, enero 1973). Falsa paradoja: por un lado Ulises de-jaba la literatura o parecía desertar y, por el otro, estaba a punto de publicar en una importante revista literaria. Nece-sitaba correr los límites del suceso literario hacia otras dis-ciplinas, pensaba que todas las artes pueden explicarse con un mismo esquema general, desde una misma estructura: el suceso comunicativo. Y eso, desde luego, producía conmo-ción entre los escritores tradicionales.

Alfred en Leeds a Martha en Berlín:[…]

Martha¿Está yendo hacia algún lado?

AlfredSupongo.

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El mismo año en que su círculo de amigos recibió la noticia de su renuncia, comenzó a escribir un manifiesto a la manera de las desaparecidas vanguardias. Ahí definió las claves de su propuesta para la otra literatura. El nuevo arte de hacer libros sería publicado hasta 1980 bajo el título Second Thoughts:

Un libro es una secuencia de espacios y momentos.Un escritor, a diferencia de la creencia popular, no escribe libros.Un escritor escribe textos.El libro puede ser el recipiente accidental de un texto cuya estruc-tura es irrelevante al libro: éstos son los libros de las librerías y bibliotecas.En el arte viejo, el escritor escribe textos.En el arte nuevo, el escritor hace libros.Hacer un libro es actualizar sus secuencias espacio-tiempo idea-les mediante la creación de secuencias paralelas de signos, ya sean verbales u otros. En un libro viejo, todas las páginas son iguales.En un libro nuevo, las palabras pueden ser diferentes en cada pá-gina, pero cada página es como tal idéntica a las que las preceden y a las que la siguen.El escritor del arte nuevo escribe muy poco, o no escribe.En el arte viejo todos los libros se leen de la misma manera.En el arte nuevo, cada libro requiere una lectura diferente. El libro más bello y perfecto del mundo es un libro en blanco, de la misma manera que el lenguaje más completo es el que se encuentra más allá de todas las palabras que el hombre pueda pronunciar.[…]

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A partir de esta declaración de principios fundó Other Books and So, una gran biblioteca de libros de artista, suyos y de otros: series de anaqueles repletos de ejemplares borra-dos o pintados, poesía sin poemas, mapas mentales, redes, paradojas, paseos. Libros en los que la expresión física del objeto es coherente con el contenido, sea texto o imagen: un juego de configuraciones que se muerden la cola.

De algún modo, Ulises se convirtió en un editor de lite-ratura conceptual. Esa que a pesar de suceder en palabras, ho-jas o libros, ya no nos habla del mismo modo. La literatura conceptual es un modelo corto y conciso, una molécula de sentido. Se desarrolla no sólo en el significado y sentido de las palabras sino en la ordenación espacial ligada al campo semántico. Cimiento y estructura: forma y fondo se empal-man en idea, en concepto. La idea sucede de otra manera en la totalidad del libro, justo donde el principio y el final se tocan. Donde la palabra se encuentra consigo misma, donde está a punto de evaporarse su sentido. Ulises llevó la tradición del arte conceptual al subsuelo de la escritura, una literatura en la que el título tiene el poder de completar la obra y la metáfora se condensa fuera de la insinuación porque sucede; donde la narración ocurre en la progresión del objeto y no solamente en la de las palabras, en un objeto preciso y cerrado. Tal vez por eso, para él y para tantos más, el vacío y el silencio son una perfección inalcanzable: en un ánimo de síntesis y reducción, de decir lo más con lo menos, cualquiera aspiraría a la hoja en blanco.

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Martha en Berlín a Alison en Boston:[…]

MarthaHablé con él hace muy poco.

Alison¿De qué se trata?

MarthaNo sé, ¿importa?

AlisonNo sé… Sí, supongo

Los libros que confeccionó asumiendo esta nueva lite-ratura son una mezcla de retórica y minimalismo: cuaderno de media carta de papel kraft dividido horizontalmente en dos campos. La parte inferior una serie de rayas paralelas que se insinúan como imagen de las palabras flotando en la parte superior: líneas/lines, alambres/wires, látigos/whips, fideos/noodles, poesía/poetry. Las líneas trazadas son un camino a las palabras y las palabras un camino hacia las lí-neas (Tras la poesía, 1973); algunas minihistorias concretas: conjugaciones del verbo amar en inglés. I loved, I don’t love, I’ll love en un libro papel bond blanco media carta, tres con-jugaciones por página. La historia de cualquiera puede con-tarse conjugando sucesivamente el verbo amar en presente, pasado y futuro (Love Stories –Conjugations, 1973); o una larga conversación: a partir de la conjunción &, Alfred, Thomas,

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Alison y Sylvie se añaden y eliminan en párrafos construidos con sus propios nombres, justo como aparecen y se eliminan los personajes en el guión de una discusión sin contenido, sólo nombres: Sylvie & Alison; Sylvie & Alison & Thomas; Thomas & Alfred; Alfred & Martha. Martha & Alison (Ar-guments, 1973).

En los años subsecuentes, Ulises siguió haciendo expe-rimentos, se acercó al mundo literario por el patio de atrás. Libros en los que boxeadores pelean a través de la trans-parencia que producen las páginas de un libro de peyón (Mirror Box, 1979), citas absurdas extraídas de cartas per-sonales (Anonoymous Quotations, 1979), los bordes verticales de un libro carcomidos (Margins, 1975). Sus últimos libros fueron cada vez más puros y encerrados: letras agrupadas, solitarias en la página: aa ab ac (Exclusive Groups, 1971) o construcciones textuales que aluden a la deducción: If A isn’t true / and if AB is true / then B’s truth lies in C (Syllo-gisms, 1971).

En 1977 inventó el Sistema Internacional de Arte Co-rreo Errático, una oficina para enviar y recibir mensajes rea-lizados en cualquier medio y formato. Buscaba fortalecer la comunidad internacional de artistas e incitarlos a diseñar su propio libro inédito retomando una idea de Hans Werner. Envió a cada uno de sus amigos una postal con la leyenda “ART IS:” Recuperó 358 respuestas tanto en imagen como en texto (Definitions of Art, 1977).

Pero el libro y el correo no fueron suficientes. En los fotogramas Ulises encontró las páginas de los que serían sus últimos libros. Un video es una secuencia espacio-temporal,

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tal como él había propuesto que lo fuera el libro. A partir de 1978 trabajó con soportes todavía más alejados de la palabra escrita, aunque siempre conservó sus destellos de narrativa. Empezó filmando la destrucción de un libro: en uno de los extremos de una mesa, un par de manos arrancan las páginas de una novela y, en el otro, un par de manos desdoblan y desarrugan las hojas desprendidas para rearmar el ejemplar (A Book, 1978).

Alfred en Leeds a Ulises en Ámsterdam:

[…]Alfred

Efecto dominó. Bola de nieve.

Fue casi perfecto.

UlisesEso creo.

Ulises sabía que Sylvie convertiría una conversación en un acontecimiento: el chisme. Lo que empezó como una noticia, terminó en una preocupación generalizada vía te-lefónica: que si se estaba volviendo loco, que si les estaba tomando el pelo, que si eran sólo ejercicios para comple-mentar su labor de escritor, que si no requería ningún tipo de talento hacer lo que él hacía, que si estaba desaprove-chando todo el tiempo que ya había invertido. Mientras tanto, y sin que los otros lo supieran, Ulises dibujó la red propagada.

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El proyecto consistía en lanzar algún chisme con la ayuda de un grupo de amigos llevando un registro tan preciso como fuera posible de la evolución del chisme por la ciudad y, como paso final, dar una conferencia acerca de todo el proceso. La conferencia debía de tener un carácter formal —para contrarrestar la informalidad con la que el chisme es comúnmente asociado. Decidí tomarme a mí mismo como única materia dispuesta al chisme, con el fin de evitar malentendidos hasta donde a mis esfuerzos tocaba (Gossip, Scandal & Good Manners, 1981).

Una sola búsqueda. Entender las disciplinas como so-portes para las ideas y no como universos de conocimiento diferenciado y distante. Una imagen puede resonar en pala-bras, lo mismo que las palabras construyen imágenes. Para Ulises, y para muchos de los artistas de los setentas, se trata de elegir el contenedor más adecuado, sea cual sea, para de-cir mejor eso que se trate de decir. Riesgo que en muchos de los casos resulta fallido.

La poesía de Ulises Carrión no es poema. Sus escritos son un vértice, una intersección, la pequeña estación a la que uno arriba en medio de un larguísimo viaje para trazar la siguiente ruta. Sus trabajos son un paisaje extendido, un poe-ma que, sin dejar de ser el signo trazado, ya es otra cosa.

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no supo cómo responder. De todas las frases que había escrito, ninguna sería tan comprome-tedora. No pudo decirle que no. Pero su sí para

Ella era casi un no; un si decepcionante y sin acento. Un sí productivo pero poco esclarecedor.

Cuando Sophie volvió a casa después de un viaje por el mundo que le tomó siete años, se encontró con un hueco. No tenía idea de cómo vivir cotidianamente. Terminó por acostumbrarse a su entorno asumiendo actividades inusua-les, iba en busca de las huellas de un lugar al que ya no per-tenecía, quería adentrarse en ese París que ahora le resulta-ba tan ajeno. Terminó por convertirse en artista.

Paul había estudiado Literatura francesa en Columbia. Fue marinero en un barco petrolero que ancló en Fran-cia cuando cumplió 24. Permaneció en París cuatro años, aunque sólo planeaba estar uno. Se ganaba la vida cui-

EQUÍVOCO

Je ne parle que de choses ratées.

S. Calle

Endlessly,I would have walk with you.

P. Auster

ÉL

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dando un rancho y haciendo traducciones de escritores franceses como Mallarmé y Simenon. Para cuando regre-só a Nueva York, Sophie seguía en su largo viaje por el mundo.

Ella deseaba convertirse en el personaje principal de un li-bro y le pidió a Él que lo escribiera. Hacer lo que le dictaran las palabras, diluirse. Ser la incertidumbre atrapada en una narración. Arriesgarse a desaparecer en una vida ajena. Flo-tar sin responsabilidad, sin consecuencias.

En un campamento de verano Paul había visto muy de cerca algo que en ese momento entendió poco. Tenía 14 años. Un amigo suyo se arrastraba bajo una reja de alambre tratando de ponerse a salvo de una tormenta eléctrica en el bosque. Al otro lado había un descampado. Mientras Paul esperaba su turno, un rayo cayó directo en la reja y su amigo se electro-cutó. Fueron solamente unos segundos los que lo separaron de la muerte. Era todavía un niño cuando tomó conciencia, a fuerza de un suceso azaroso, del momento estremecedor en el que todas las cosas pueden cambiar drásticamente, sin retorno. Tiempo después se convertiría en escritor.

Cuando Sophie era apenas adolescente vivió un tiempo en Camargo. Tenía 12 años. Sus amigos eran muchachos más grandes, de entre 18 y 20. Era la pequeña hermana postiza. Ahí aprendió a bailar y a cabalgar. Durante un lar-go tiempo fue la única mujer jinete. Le decían “la gitana”. La vida en la campiña era muy distinta a la de la ciudad,

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siempre en riesgo, agitada, peligrosa, extrema. Sophie no recuerda las cosas por mucho tiempo, pero esa temporada la cambió para siempre. Sus amigos terminaron casándose y teniendo hijos; echaron raíces. Sophie siguió adelante y se acostumbró desde entonces a dejar amistades cada tres o cuatro años, a nunca permanecer demasiado tiempo en el mismo lugar.

Ella era una especie de rumor conocido, el murmullo de una metáfora. No sólo una narradora de buenas historias sino un personaje que encarnaba el silencio de la escritura, la escritura misma. Sus piezas tenían siempre una vuelta de tuerca: una noveleta arrebatadora, siempre autobiográfica, pero colgada en la pared.

Uno de los primeros hábitos que Sophie asumió a su re-greso fue seguir gente en la calle, sentía que eso le daría rumbo a sus paseos. No sabía que otro artista, Vito Acconci, lo había hecho y documentado años antes. Cuando quiso presentar sus piezas en una galería lo buscó y habló con él. Vito le dijo que las razones que los llevaban a realizar las mismas acciones eran distantes, lo mismo que sus intereses. No habría problema.

En una de sus caminatas, Sophie siguió por un rato a un hombre que se perdió en la multitud. Esa noche, en una inauguración, alguien le presentó casualmente a ese mismo hombre. Cruzó algunas palabras con Henri B, quien le ha-bló de su próximo viaje a Venecia. Ante semejante casuali-dad, Sophie supo que debía seguirlo. Al día siguiente fue a la

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estación de trenes. Tenía escasas pistas, un par de pelucas y algo de maquillaje. Era la primera vez que viajaba a Venecia. L’homme que je suis peut m’emmener où el veut, j’y vais. C’est la règle du jeu. Mais c’est moi qui l’ai choisie. Je rêve toujours de situations dans les quelles je n’aurais rien à décider (Suite véni-tienne, 1979).

Paul estuvo volcado en su poesía hasta 1979. A partir de ese año retomaría narraciones guardadas en sus cajones, textos que nunca había enseñado. Buscaba una prosa transparente. Partículas disgregadas en un líquido incoloro. Hacer un co-loide a través del que cualquier lector pudiera olvidarse de las palabras; seguirlas hasta perderlas en medio del camino. Entrar. Ser la historia que se cuenta.

…In the impossibility of words,in the unspoken wordthat asphyxiates,I find myself.

Ella sentía una extraña debilidad por las historias que Él es-cribía. Mientras lo leía se entendía a sí misma como un acon-tecimiento azaroso sumado a las bifurcaciones de sus tramas enmarañadas. Se reconocía en sus personajes: siempre perdi-dos en una gran ciudad, solitarios, sin rumbo. Víctimas de la contingencia. Quería encontrarlo. Lo buscaba. Buscaba ese hilo de coincidencias que un día la pondrían frente a él.

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Pero si Él escribía sobre un personaje tirándose del puente de Brooklyn, Ella se tiraría. Si el personaje se enamoraba de Él, Ella tendría que enamorarse. Podía escribir la historia que quisiese. Narrar la que sería todas. Pero era demasiado. Pesaba en Él una responsabilidad de la que no podía hacerse cargo.

Sophie le pidió a su madre que contratara a un detective para vigilarla durante una semana. No sabría el día exacto en que éste empezaría su trabajo. Tampoco el detective sa-bría que la investigación era su propio encargo. Después, le pidió a un buen amigo que durante la semana en cuestión estuviera todos los días afuera del Palais de la Découverte a las 5 de la tarde y le tomara una foto, esperando que el perseguidor apareciera en esa misma fotografía y así poder conocerlo. Sophie llevaba un diario puntual de acciones, hora por hora, parecido a la minuta que le sería entregada a su madre. El día que fue seguida salió de casa a las 10.20 de la mañana, compró flores, fue al cementerio y las dejó en la tumba de un desconocido; se encontró con una amiga en un café a las 10.40, a las 12 fue al peluquero y a las 12.30 tenía cita con un editor. A las 2.20 estaba en el Louvre fren-te a su cuadro favorito, Hombre con un guante, de Tiziano. Paseó en el jardín de las Tulleries y entró en el Palais de la Découverte entre las 4 y las 6. Por la noche, a las 7, asistió a la inauguración de Gilbert & George en la galería Chantal Crousel. Salió de la exposición con un conocido, cenó en el OKbar. Regresó a casa en la madrugada, mareada. Se quedó dormida. Al terminar cada uno de los días de esa semana,

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Sophie se preguntaba si efectivamente la habrían seguido, si ese hombre que la perseguía por las calles de París la pensa-ría al día siguiente (La filature, 1981).

When things were whole, we felt confident that our words could express them. Paul había recibido una llamada. El número estaba equivocado. Le preguntaban si su casa era una agen-cia de detectives. En uno de sus primeros libros escribiría la historia de un hombre que, al recibir esa llamada por tercera vez, se haría pasar por investigador privado. But little by litt-le these things have broken apart, shattered, collapsed into chaos. El sujeto a indagación caminaba sin rumbo en la ciudad de Nueva York, parecía hacer el dibujo de diversas letras con su recorrido. Pero esas letras nunca se convertirían en pa-labras, ni dejarían ver algo oculto. And yet our words have remained the same. They have not adapted themselves to the new reality. Había un secreto inexistente, sujeto al delirio de un desconocido que poco a poco se despojaba de todo cuanto lo rodeaba. Hence every time we try to speak of what we see, we speak falsely, distorting the very thing we are trying to represent (City of Glass, 1985).

Él no podía dictarle un destino. Y, en todo caso, ¿quién era Ella? ¿Habían cruzado alguna vez una mirada? Le daría unas pocas líneas cruzadas y así tal vez, sólo tal vez, elegiría llegar a Él.

Ella necesitaba señales claras. Palabras exactas. Sin equívocos. Se había contado la historia cientos de veces y la sabía de me-

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moria. Él sólo tenía que escribirla, correr el riesgo. Saltar. Era el único que podría escribir algo así, el único que materializa-ría el silencio de todos esos años de saberse sin conocerse.

Para Paul, un personaje se encuentra siempre en un eterno periplo. Marco Stanley Fogg es un muchacho que recibe en herencia la enorme biblioteca de su tío y decide dejar-la embalada. Las cajas serán muebles transformables en su departamento, un constante reflejo de su inestabilidad, una suerte de instalación minimalista-funcional. Como en un viaje iniciático, se irá deshaciendo poco a poco de posesio-nes y aspiraciones: mientras más lejos de sí mismo más fácil encontrarse, hasta habitarse como a un extraño. Trabajará cuidando a un anciano cascarrabias. Paseará en Central Park y le leerá en voz alta a los clásicos cada tarde. Cuando el viejo está a punto de morir le pide a Fogg que le haga llegar algunos documentos a su hijo. Fogg parte en busca de ese hombre. Ese encuentro planeado por el viejo significará un reencuentro inesperado para Fogg: el hombre en cuestión resultará ser su padre, quien morirá poco después. Fogg se-guirá su viaje hasta la playa. La travesía de Fogg es una deri-va interna en la oscuridad. I had come to the end of the World, and beyond it there was nothing but air and waves, an emptiness that went clear to the shores of China. This is where I start, I said to myself, this is where my life begins (Moon Palace, 1989).

Le lundi 16 février, je réussis, après une année de démarches et d’attente, à me faire engager comme femme de chambre pour un remplacement de trois semaines dans un hôtel vénitien: l’hôtel C.

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Sophie sabía que nunca les vería el rostro, sólo observaba sus movimientos cotidianos. Cada huésped, una forma de cami-nar la ciudad con un desconocido, el halo de un recorrido in-terno. Sintió que podía completar historias de otros con unas pocas evidencias de vida. Observaba, por ejemplo, cambios mínimos en el frutero: unas cuantas naranjas convertidas día con día en cáscaras, tiradas en el basurero. Emitía juicios. La gente que espiaba también hacía un viaje. Esos otros escribían en cuadernos, en hojas sueltas o en el papel membretado del hotel. Caminatas, impresiones, el menú del día, la dirección de un lugar, una postal a un amigo, cualquier cosa. Pensaba que no había forma de concebir un viaje sin unas cuantas palabras por escrito, como si escribir fuera una forma de no decir adiós. Viajar no sólo es ausentarse, es dejar prueba de dicha ausencia, del cambio que sufre aquél que se mueve de lugar. Sophie se adentraba en su propio trayecto juntando los rastros de un viaje en el que ella no existía (L’Hôtel, 1981).

Él escribió por fin sus líneas. Cumplió el trato. On How to Improve Life in New York City (Because she asked…). De lle-varlas a cabo, Ella tendría que viajar a su ciudad. Su texto era claro de primera intención, aunque escondía un guiño. ¿Entendería? ¿Escucharía debajo del ruido del convenio un susurro oculto?

El correo trajo varias páginas en máquina de escribir y una carta escrita a mano. Leyó con atención. Él había respon-dido formalmente a su pedido y nada más. No era lo que esperaba. Quería descifrar un mensaje encubierto, oculto en

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el guión, pero cómo asegurarse de algo así, cómo saberlo. No estaba dispuesta a preguntarle. Realizó las instrucciones al pie de la letra.

En 1984, le ministère des Affaires étrangères m’accordé une bourse d’études de trois mois au Japon. Je suis partie le 25 oc-tobre sans savoir que cette date marquait le début d’un compte à rebours de Quatre-vingt-douze tours qui allait aboutir á une rupture, banale, mais que j’ai vécue alors comme le moment le plus douloureux de ma vie. J’en ai tenu ce voyage pour respon-sable. En un intento de exorcismo, cuando Sophie volvió de Japón en enero de 1985, encuestó a todos sus amigos, conocidos y desconocidos para averiguar cuál había sido el momento más doloroso en su vida. Buscaba relativizar su tristeza escuchando la ajena y solamente dejaría de pregun-tar cuando ésta desapareciera.

Cada respuesta se convirtió en una historia al lado de la suya, una y otra vez. La misma fotografía del cuarto 261 de un hotel en Nueva Delhi donde había planeado un reen-cuentro que nunca sucedió. Imágenes de todas las historias que no eran suyas, un coche, una calle: lugares donde la vida de otros había cambiado. Y su historia contada decenas de veces, siempre escrita de forma distinta: Il a rompu par té-léphone. Quatre répliques et moins de trois minutes pour me dire qu’il en aimait une autre. C’est tout. Así durante tres meses. Las crónicas reunidas eran mucho más sórdidas y desgarra-doras que su ordinaria historia de amor. Pero Sophie tenía que dejar ir todo eso que ya no podría ser. Apresurar su luto. Esa abrupta, unívoca y ajena decisión la había convertido en

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la extraña, después de ser la más íntima. Culpaba, en la sole-dad del abandono, a un tiempo que cambió sin esperarla, sin que estuviera lista. La última anécdota que le contaron era idéntica a la suya. Se sintió redimida. Guardó el proyecto por miedo a una recaída y lo retomó quince años después (Douleur exquise, 1985-2003).

Paul se entera repentinamente de que su padre ha muerto y escribe una novela que será el ensayo de un duelo. Tarda-rá varios años en publicarla. Su padre escondía un secreto terrible. Paul descubrirá el misterio en notas de periódico y documentos archivados. ¿Quién era entonces ese hombre? Su narración busca un encuentro. Solamente la memoria, ese espacio donde las cosas pueden suceder dos veces; el len-guaje, vehículo de los afectos más abstractos; y la soledad, aislamiento cuyo destino último es la creatividad, podrán li-berarlo del fantasma de su padre, un hombre que había sido un completo desconocido. Language is not truth. It is the way we exist in the World. Playing with words is merely to examine the way the mind functions, to mirror a particle of the world as the mind perceives it. In the same way, the world is not just the sum of the things that are in it. It is the infinitely complex network of connections among them (The Invention of Solitude, 1982).

Sin duda estaba ahí lo que Él había querido decir, pero con las palabras nunca se sabe. Las palabras son cuevas. Difí-cil usarlas sin producir malos entendidos. Las palabras son los cables kilométricos, las señales vía satélite que separan a dos personas, cada una en su auricular. Escribir o hablar,

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monedas al aire: el peligro latente de que los significados se acomoden en formas insólitas. La confusión entre las esta-lagmitas y las estalactitas, agua caliza a punto de caer. Pero Él tenía confianza. Ella entendería.

Ella creía que las cuerdas se tendían naturalmente en-tre ambos trazando una enorme madeja de sincronías. Las latitudes parecían desvanecerse, pero su percepción no era más que el borde de un delirio, de un deseo. Líneas para-lelas, esas que avanzan muy cerca pero nunca se tocan. La carta no era un cordel sino una estría que se dibujaba entre los dos, un talud inesperado. Aquello con lo que larga y pau-sadamente había fantaseado, se escapaba ahora cuesta abajo. La imaginación es impotencia. Nunca contestó.

Las posibilidades se opacan fácilmente. Existiría solamente esa metáfora que Él no se animó a escribir. Esa metáfora que Ella no supo traducir. Importa poco. Qué tan importante puede ser que un líquido se amolde a un contenedor y que, accidentalmente, se caiga al suelo, se rompa y se desparra-me. Alcanzar algo es llegar muy pronto a la salida y llegar a la salida los dejó sin salida. Uno no anda por el mundo mirándose así, tan de cerca. La única y verdadera fatalidad es la literatura, porque no existe en tiempo real, no sucede. Las palabras se nos escapan siempre en la memoria arrepentida de ese día y aquella hora, el minuto exacto en el que decidir una sonrisa o un beso cambiaría por completo la trama, el enredo, el argumento. Cuando los tiempos no pueden co-rresponderse, ese hoy no existe ni ayer ni mañana. Aunque todas las palabras son falsas, —algún día— era hoy.

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June 3, 1994 7 pages-including this oneDear Sophie,

Well, here’s something, in any case. I did it after we talked yesterday —and though it’s short on details— it might inspire some interesting activities. I wanted to leave it open enough so that you could find your own way through the ideas.

I hope you’re not too disappointed by the “lightness” of what I’ve proposed.

In any case — be well, and get in touch when you can.Yours ever,

Paul

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–HAY demasiados huevos y me-jillones en su obra, ¿por qué? ¿Tiene usted algún

recuerdo de infancia que concierna a un huevo?–Los moldes, los huevos, los objetos, no tienen otro conteni-

do que el aire. Sus caparazones expresan forzosamente el vacío. Una mesa repleta de huevos en toda su superficie recuerda al desayuno pero al mismo tiempo cancela su función de desayunador. Queda el rastro de un tiempo acumulado, de lo que sabemos que fue un huevo, de lo que sabemos que pudo usarse como mesa (Table blanche, 1965).

En 1964, 23 hombres y 31 mujeres escaparon de Ber-lín Oriental a través de un túnel muy angosto cavado por

CAPICÚA

Because the reality of the text and the text of the real are a long way from forming a single world.

I spent my vacation practicing immobility. Sitting in a chair puts you into a void.A device for thinking about writing. Three months later I’d built up enough vertigo to justify a breath of air. (I got up). I’ll never write another line, I said to the Future.The lines in my hand will have to do. They’re already written down.

Marcel Broodthaers

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debajo del Muro; en Lima, se contaron 319 muertos y 500 heridos en un brusco desacuerdo con el árbitro de un par-tido Perú-Argentina; un pasajero suicida del vuelo 733 de Pacific Airlines mató al piloto y al copiloto para estrellar el avión en California, no hubo sobrevivientes; el Depar-tamento de Seguridad de los Estados Unidos declaró que en las paredes de su Embajada en Moscú había más de 40 micrófonos escondidos. Aunque su salud era delicada, ese mismo año, René Magritte pintó Ceci n’est pas une pomme, una manzana derogada por el título, una contradicción más entre la cosa y su representación; el gobierno de Italia le pidió ayuda a un grupo de especialistas (matemáticos, in-genieros, historiadores) para estabilizar la inclinación de la Torre de Pisa; un jurado blanco declaró nulo el juicio a Byron De La Beckwith, miembro del Ku Klux Klan, por el asesinato de Medgar Evers, defensor de los derechos civiles para los afroamericanos.

Habiendo anunciado su retiro definitivo, en 1964 Mar-cel Duchamp terminaba en secreto su última pieza: Étant donnés, una misteriosa puerta antigua a la que hay que aso-marse por dos pequeños agujeros para observar a una mujer tirada sobre juncos, desnuda y con el sexo deforme soste-niendo una lámpara de gas; al fondo un ciclorama con el paisaje de una cascada parece moverse. Fue robada una va-liosa colección de piedras del American Museum of Natural History de Nueva York, el Eagle Diamond nunca apareció. Leyland Motor Corp., firma inglesa, anunció la venta de 450 autobuses a Cuba, retando el bloqueo comercial a la isla. Dieciocho estudiantes panameños fueron asesinados en

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el patio de una secundaria al intentar izar su bandera junto a la de Estados Unidos en la Zona del Canal. Se descubrió el “Síndrome del espectador”, o “Síndrome Genovese”, cuando 38 vecinos de Queens no respondieron a los gritos desesperados de Kitty Genovese mientras era apuñalada. Cassius Clay venció a Sonny Liston en Miami y fue corona-do campeón de peso pesado; en Brasil empezaban veintiún años de dictadura tras el golpe de Estado a Joâo Goulart. El 7 de abril de 1964, la IBM presentó su primer modelo de computadora serie 360; justo tres días antes de que Marcel Broodthaers abandonara la escritura inaugurando su prime-ra exposición en la Galerie Saint-Laurent en Bruselas.

Afuera la lenta y azarosa transformación del mundo, la fatalidad de sus inconexas relaciones. En el estudio, la nuli-dad del objeto, el espacio entre decir, hacer y contar; ahí es-taba Broodthaers. Imposible frenar la violencia y el absurdo, inevitable pensar que el gran tropiezo estaba en la palabra, en todo lo que escapa de ella. Justo entre el decir y el hacer. Ese espacio ininteligible, disonante, era el lugar en el que él, Broodthaers, cifraba la transformación de su escritura.

Cincuenta ejemplares aparecen escayolados, sostenidos por media esfera de unicel. Marcel recuperó, todavía en-vueltos en celofán, algunos tomos de su último libro de poe-sía, apenas publicado. El título, Pensé bête, alcanzaba a verse, pero era imposible ojear las páginas. Los ejemplares estaban definitivamente cancelados. Un gesto arbitrario y estúpido con el que inició una carrera en el mundo del arte mientras dejaba atrás su oficio de escritor. La pieza sucede a medio camino entre un librero portátil y un tabique sin accesos.

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Solamente destruyendo la escultura es posible acceder al libro y destruir el monolito significa volver a la literatura. Jaque mate, escultor o poeta, opciones que se suprimen una a otra. Marcel era un cancelador, un portero sostenido en la diagonal que separa el significado del significante. El explo-rador de una pausa inexistente. Una ecuación capicúa que se desvanece al ponerse en marcha.

El bosque del entendimiento quedó paralizado. Pensé bête era una fractura y su escultura-libro una tibia enyesada, un objeto enraizado a una base, a un bloque. Las palabras una pared infranqueable; su escritura, un muro de conten-ción. Marcel Broodthaers, junto con la enredada demencia del mundo, convirtió su libro en un acontecimiento.

La floresta marcha a paso cadencioso. Sin certidumbre.Las florestas que se extienden van tan lejos…Poca esperanza.

Había nacido en Bruselas en 1924. En su juventud, René Magritte le regaló Un coup de dés jamais n’abolira le ha-sard, de Mallarmé. Ese libro sería después pretexto para una de sus piezas, cada enunciado convertido en una cinta negra, el contenido en forma, la insinuación de un renglón, cada enunciado un molde. Las palabras escondidas debajo, como si no dijeran nada, como si lo importante fuera solamente el espacio que ocupan en el papel (Un coup de dés jamais n’abolira le hasard, 1969, 12 placas de aluminio, 32x50 cm c/u).

En los años anteriores a su primera aparición como ar-tista, Piero Manzoni había firmado su espalda, como la de

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muchos otros, para convertirlo en una escultura —su rúbri-ca convertía las cosas, todas, en una obra de arte—. Escribió en el Journal des Beaux-Arts y Le magazine du temps présent, tenía publicados cuatro libros de poesía: Mon livre d’ogre: suite de récits poétiques (1957); Minuit (1960); La bête noire (1961), una descripción del zodiaco y de varios animales do-mésticos con grabados originales de Jan Sanders y Pensé bête (1964), número de ejemplares desconocido pues la mayoría fueron intervenidos con papeles de colores, cuadrados y cír-culos negros, azules o rojos tapando pedazos del texto. Las últimas copias se transformaron en aquella escultura con la que abrió una disyunción en el rumbo de sus textos: escribir sobre otros soportes.

Para cada una de sus ediciones hacía diversos tirajes, cambiaba papeles y acabados. 33 ejemplares de su primer libro con un frontispicio original de Serge Vandercam, tres copias en papel de china con la marca HC, cinco en perga-mino japonés numeradas de la A a la E, veinticinco en papel Auvergne y 150 en papel Velin. Trataba de desaparecer el original distrayendo al lector con números y clasificaciones absurdas. Para el segundo libro 12 copias fueron impresas en papel alemán hecho a mano con una acuarela firmada de Serge Vandercam, numerados del i al xii, 213 copias en papel de lino. Cada edición una diversidad de soluciones. Recreo y posibilidad de elección. Para el tercer libro, veinte copias se imprimieron en papel Arches, 3 ilustradas por Sanders y 17 numeradas del i al xvii, 700 copias en papel ordinario.

Para Broodthaers ningún lenguaje tenía sentido. Su obra es un ejercicio de lectura; no hay nada que buscar en

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sus extraños objetos y ensambles. Él había pensado y se ha-bía propuesto usar el objeto como una palabra cero. Vacía. Hueca. Y, en tal caso, buscar el sentido de sus mensajes es una empresa imposible e irracional. No se puede pensar ante el puro vacío. Su obra era la carta de un prófugo que, para no ser encontrado, inventó una forma de decir sin de-cir, o de decir por decir. Descifrar a Marcel es traducir a un fugitivo de la lógica, alejarse del sentido común. Si exis-tía un mensaje, estaba escondido en una selva retorcida de retruécanos lingüísticos, pero simplemente no lo había, no ese que el receptor está acostumbrado a recibir. Marcel in-tentaba negar, tanto como fuera posible, el significado de la palabra del mismo modo que el de la imagen. Sus cartas no tenían mensaje alguno. Broodthaers huía de la impuesta la-bor de hacer sentido con las palabras y con las imágenes. No se trataba de una comunicación dividida entre un pedazo de una palabra y un pedazo de una imagen. No había juego. No había confesión. La llana y simple nada.

Ils ont dessinésDes poutres entre les A et sur les T……Ils nous (ont) empêché de lire les textes,Car Il n’y a pas une ligne qui ne les condamneLes belles lettresÇa bouche les jeux Después de enterrar en yeso su poesía, Marcel comen-

zó a hablar en una lengua distante, cada vez más y más hol-gada. Quien cree en el azar cree en la locura, quien cree lo

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suficiente en el azar busca indicios en cualquier parte y se despega poco a poco; vive saltando, concentrado en los hue-cos, en los espacios de nulidad que se abren ocasionalmente entre las cosas, las ideas y la memoria. Quien se sumerge en el azar descree del consenso que asume la destrucción de lo estabilizado como una excepción que confirma la regla y la fija. Broodthaers es un planeta distante cuya órbita aún nos pone en duda, su traslación es reflejo de una imposibilidad, la de salir de la caja, del anaquel, del fichero.

Diversas acumulaciones de cascarones de huevo y meji-llones sobre muebles, dentro de cacerolas y jaulas, pegadas a lienzos circulares, dentro de maletas; una extraña pululación del vacío infectando los objetos de uso común. Sombreros. Su firma dibujándose y desdibujándose en una película de 16 mm. Todo recurso como un paño cubriendo algo que no puede verse, que nadie ha visto. La pura ropa, el envoltorio. Y adentro, nada.

Nadie sabe quién inventó las palabras, ni cómo es que se deciden sus grafías. Vacantes disponibles. Moldes. Pris-mas que vemos distintos dependiendo de la dimensión y el punto de vista. Cada palabra tiene mil caras. No hay camino corto. La arbitrariedad de Broodthaers revela que ese mun-do real, tan conocido, es también un lugar al que no se llega, en el que no se está, ni se tiene, ni se alcanza nada.

En cada página de un libro diminuto aparecen manchas negras, debajo de cada una se leen los diversos nombres de los países del mundo. Qué es de un lugar sin su contexto, dónde queda la mancha sin su nombre, qué es del nombre sin su mapa, de la frontera sin lo que la circunda. El que es-

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cribe (o dibuja) interviene un espacio, lo ocupa, lo invade (La conquête de l’espace. Atlas à l’usage des artistes et des militaires, 1975, 50 ejemplares numerados). En el encabezado “Carte du monde politique” de un gran mapamundi, Broodthaers tachó “li” de la palabra politique y por encima escribió una “e”. El planisferio quedó idéntico a como fue comprado, con esa pequeña corrección: “Carte du monde poetique” (1968, papel, corrección con tinta, 115,5 x 181 cm).

El truco de Broodthaers consistía en presentar docu-mentos aparentemente coherentes. El secreto no yace en el fondo de lo visible o legible sino en la migración de su sentido, en el caos y la incongruencia, ahí donde van a dar las cosas con las que no sabemos qué hacer. My alphabet is painted. No era que “dijera” cosas o que las “pintara”. Si su alfabeto estaba pintado, no estaba escrito y si hacía alfabe-tos tampoco pintaba estrictamente. Desde ahí, el arte no es más que un intercambio económico y simbólico —como se discutió acalorada y repetidamente en las posvanguardias—, entonces no tenía sentido decir nada más, sólo desesperanza ante la inutilidad del objeto artístico, ante la absoluta intras-cendencia de la contemplación.

Marcel era la búsqueda de un silencio ambiguo, no la distancia entre lo dicho y lo representado como lo había hecho su maestro Magritte, ni el silencio del que emerge un sentido fragmentado y complejo, como en Mallarmé, sino la negación de aquello que condena al lector a entender algo. El único camino para reducirse a cero fue detenerse en los resquicios, jugar con letras y palabras, aliteraciones y sustracciones, hasta que ya no se dijera nada. Arribar a

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la anulación: tropezar con las banquetas agrietadas por la fuerza de las raíces de los árboles, intentar cientos de veces antes de lograr la llama de un encendedor, dar marcha al coche hasta que se caliente el motor, remplazar el código de barras que la caja registradora no puede leer porque no está dado de alta, templar la leche de una mamila. Supri-mir. Quedarse entre, en medio. Esperar a que los mejillones abran su concha dentro de una olla con agua hirviendo. Va-ciar el contenido de un huevo pasado por agua. Broodthaers trató de establecerse en ese espacio que se evapora antes de conseguir que sea real.

Cancelar su poesía fue una forma de desdibujarse, lo mismo que recortar trozos de papel de colores e irlos pe-gando en sus textos para que no pudieran leerse. Ahí es-taba la palabra, lo escrito, lo pintado; aunque era ilegible. La obra de Marcel es un ejercicio de no-lectura, asumiendo que las palabras están encima de las cosas, lo mismo que las imágenes, y que no hay forma alguna de que sean rea-les. Aceptamos el mundo como admitimos los sentimientos más abstractos, que siempre son pero no están. El mensaje de Broodthaers disociado entre partes irreconciliables, co-rriendo el riesgo de esfumarse. Anclado en su propia efer-vescencia terminaría siempre por desaparecer.

En 1968, Marcel presentó el que sería su más grande proyecto. Hacer una exposición que fuera una exposición. Tautología. Inauguró en su estudio el Musée d’Art Moderne, Département des Aigles. La muestra consistía únicamente en cajas de embalaje para obra de museo. Solamente los con-tenedores. Lo demás quedaba en entredicho. No se trataba

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de dibujar ni imaginar el cordero del Principito dentro de cada caja, sino de la simple insinuación del vacío. Un vacío en el significado social de la obra de arte. Vacío el lenguaje, nombra arbitrariamente y ahueca la imagen que, de todas formas, es siempre una re-presentación. Vacías las cajas que no contienen nada.

193. Ceci n’est pas un objet d’art, cientos de números con la frase impresa, catalogando cientos de objetos antiguos dentro de vitrinas de museo. 82. This is not a work of art. La sustancia en la paradoja de Magritte. A.k. Dies ist kein Kunstwerk. Los objetos son lo que una etiqueta dice que son, aunque nunca estemos seguros que sean realmente. Esto no es una obra de arte (Section des figures, 1972).

El burócrata de la nada terminó sus días en Colonia. El archivo del mundo lo había cansado. Broodthaers, el que niega lo que nombra. El que escapa y cancela. El que con-trapone las funciones y las anula. Ese que no tenía nada que decir murió el 28 de enero de 1976.

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lenguaje es una complicidad que asumimos de-masiado pronto. Sucede a través del diálogo. O, tal vez, el diálogo es nuestra primera com-

plicidad con el lenguaje. Muy al principio, esa conversación no se entabla con las palabras de los diccionarios; cuando es oral lo que se escucha es ambiguo y, cuando es escrita, no todo el mundo puede descifrar su indeterminación. El diálogo es la estela que el gesto o la palabra dibujan entre dos personas.

En la infancia y la primera adolescencia experimenta-mos la noción de lenguaje, tal vez sin ser del todo conscien-tes, a través de la convivencia. La amistad es una terquedad que inaugura la correspondencia entre iguales. Un amigo es un secuaz en el arduo camino para entender el mundo, para advertir que nuestro cuerpo ocupa literalmente un espacio sobre la tierra, un espacio ineludible que no puede super-ponerse a otro: donde yo estoy no hay nadie más; lección pronta y dolorosa sobre el desamparo, la perspectiva y la re-

ONOMATOPEYA

Since inviting about a hundred dogs to my home for a two-week coursein lyric poetry some time ago, I have gone over to writing worlets (words, letters).

Öyvind Fahlström

EL

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latividad en la que se agradece tener un colega cerca. Como un hermano, un amigo no es quien está viviendo siempre exactamente lo mismo que nosotros en el mismo instante sino el que, más allá de coincidir, está calificado para des-cifrar, en nuestro ineficaz vocabulario, en nuestros zumbi-dos, lamentos y tartamudeos, lo que queremos decir. Es con quien inventamos el silabario de nuestra personalidad.

Entre las niñas la primera complicidad consiste, por ejemplo, en traducir todas las letras del alfabeto a nuevos signos. Una tarde, después de clases, se condensa un nuevo abecedario escrito en un pequeño papel doblado que perma-necerá entre lápices y plumas hasta ser aprendido por com-pleto. El abecé sólo puede existir dentro de las dos cabezas que lo crearon. A través de estos criptogramas será posible conversar, pasarse recados en clase, decirse lo que nadie más debe saber, contar lo que pasó la tarde anterior, criticar, pla-near el descanso, etc. La maestra nunca sabrá, si descubre el secreto intercambio en el salón, qué dicen los mensajes; se enfrentará a una serie de antiguos jeroglíficos imposibles de paleografear. Entre los niños, esa primera complicidad sucede en el patio, cuando es necesario inventar señales que simplifiquen el entendimiento de una estrategia a seguir. La mayoría de las veces ni siquiera es necesario inventar-las, suceden en la práctica, naturalmente. Miradas, chiflidos, sobrenombres, ruidos, gritos… cualquier cosa es digna de convertirse en el lenguaje de los niños, ese que, aunque no es incomprensible, suena a lengua distante. Su belleza radi-ca en que no ha sido aprendido en la escuela, es una primera aplicación orgánica de la necesidad de relacionarse con los

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otros, esa inevitable necesidad de ser escuchado, de hacer que ese lugar único de un cuerpo sobre el piso resuene unos metros más allá, para tocar con ondas invisibles a ese otro que también lucha contra las fuerzas gravitatorias.

Visto a la distancia, un grupo de niños jugando futbol es una parvada que dibuja zigzags en el cielo. Pájaros que se comunican sin decirse nada. Corren uno a un lado del otro, se miran, hacen sus pausas, abren los brazos, manotean, saltan, derrapan. Tienen el paisaje dominado, están a nada de conseguir lo que han buscado todo el partido. Tal vez los malos equipos de futbol se componen de jugadores que nunca experimentaron en la niñez la noción de comunidad, de movimiento conjunto, de energía sumada, de diálogo si-lencioso, de sinergia, de pájaro en parvada.

El búho ulula. Adentro, muy adentro de un bosque no tan lejano, Öyvind Fahlström montó un campamento de una semana. La chicharra chirría. Ahí comenzaron sus la-bores de intérprete. La tórtola arrulla. Desordenadamente, en un gran cuaderno de hojas blancas se dedicó a escribir, a transcribir todos los ruidos que le rodeaban. La golondrina trisa. No existen palabras tan exactas como las que reprodu-cen el sonido que los animales emiten. La gaviota grazna. Hay largas clasificaciones para nombrarlos, para acercarse a ellos, a sus misteriosas lenguas, a sus cantos y rechinidos. El grillo grilla. Fahlström se proponía enlistar las palabras de un nuevo idioma. Alguna vez había trinado absurdamente entre once niños. Sabía que la conversación es un esférico flotando de un lado a otro en una cancha, porque él había sido uno de esos pequeños pájaros corriendo tras él. Había

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tratado de decir como cualquier otro, —decir en el sentido estricto de pronunciar, de hacer sonido, de hacerse escu-char. No valía la pena enterrar la palabra en sus grafías, no sin una voz que la articulara.

layr(sp)eengtchurry. tchurry…ahl(o)’gron(k)(t)rrambeo towchurryfrr(up)yor. trrwhootitsh(oup). (Birdo,1962)

Fahlström dejó de escribir poesía para páginas de libros a mediados de los años cincuenta, prefería buscar versiones acústicas de la escritura. Birdo, Whammo y Faglo fueron el resultado de aquel viaje al bosque. Whammo, un recorrido por las expresiones usadas en las tiras cómicas. Birdo y Faglo cifraron el canto de las aves. Una minuciosa recopilación de lenguas-monstruo en varias páginas repletas de letras encimadas. Palabras desconocidas trenzadas en categorías y cuya pronunciación exige que el lector improvise, que haga un esfuerzo por mimetizarse con el ruido, vocalizar o ser pájaro. ¿Cuántos días tienen que pasar para olvidar las pala-bras conocidas y ser uno más, un ave más, una que escucha y no canta, que escribe y no vuela, que espera paciente, que reproduce? titsh(oup).

Para percibir la realidad hacemos una traducción. Y la traducción es un sistema específico que funciona si sus re-glas se siguen al pie de la letra, en cada caso. El problema, en realidad, es cómo estipular esas reglas. La onomatopeya

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es una traducción, la estampa de un sonido. En un diálogo, el ejercicio de traducción que hace cada parte en busca del entendimiento, pasa de la palabra al tono y del tono al gesto. En los niños empieza en el tono, luego en el gesto y termina en la palabra. Mucho se pierde en el intercambio. Conocer bien a una persona nos permite leer con mayor facilidad sus ademanes pues corresponden a una clasificación que he-mos hecho durante años, un largo listado de sus sonidos y muecas, de sus onomatopeyas particulares; esas que nos permiten matizar lo que nos dice, advertir el rumbo que ha tomado su pensamiento al dirigirse a nosotros.

splash. snack. spang. scratch tap. (ta)tarra. twangglug. glur. glurg. gulp. glup. blup. (Whammo, 1962)

Lewis Carroll debe haber sido uno de los primeros en hacer una escritura sin sentido. En las páginas de Alicia a través del espejo, escrito en 1872, hay un poema corto, Jabberwocky: Twas brillig, and the slithy toves / Did gyre and gimble in the wabe; / All mimsy were the borogoves, / And the mome raths out-grabe. En él las palabras son fusiones que todavía mantienen una liga con el idioma pero se alejan lo suficiente como para parecer un invento que carece de significado. Ese tipo de palabras-fusión son parecidas a los acrónimos, vocablos que se forman al unir partes de dos palabras —emoticon (emo-tion + icon)—, o las siglas que pueden leerse como palabras —Objeto Volador No Identificado, OVNI—. Varios años

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después, en 1939, James Joyce escribió Finnegans Wake con un inglés deformado que incluye palabras en decenas de idiomas. El texto es ilegible, tan difícil de interpretar como los sueños. Pero un par de décadas antes, en 1919, un pri-mer borrador de Vicente Huidobro hizo gritar a Altazor. Después de atravesar el mundo en un largo y reflexivo viaje, en el séptimo canto el paracaídas traerá la desesperación y el alarido deglutido por el aire, la crónica de una caída libre:

Olamina olasica lalilá Isonauta Olandera uruaro Ia ia campanuso compasedoTralalá Aí ai mareciente y eternauta Redontella tallerendo lucenario Ia ia Laribamba Larimbambamplanerella Laribambamositerella Leiramombaririlanla lirilam Ai i a TemporíaAi ai aia Ululayu lulayu layu yu

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Ululayu ulayu ayu yu (…)

¿Por qué nadie ha escrito poesía en un idioma inven-tado, sin referentes a ningún otro? ¿Por qué no hay novelas escritas en lenguas que nadie conozca? Fahlström no dejó de escribir, llenó sus páginas con un idioma cuya lógica es la resonancia, incluso en su ordenación visual. ¿Cuáles son las letras exactas para reproducir un sonido? Tweet. Teatro y poesía estarían escritos, en adelante, con alguno de sus fal-sos dialectos. Una jerga sonora para condensar el sentido en algunas letras, que no significan, suenan; que dicen cómo se pronuncian esas cosas que no se dicen porque no tienen palabras. El ruido las hace concretas, ancla su volatilidad. Sin guía, sin papel doblado dentro del estuche de lápices, puro sonido que se dibuja en una serie de caracteres. Pero nunca se animó a inventar sus propios signos ni pictogramas. Escri-bió palabras impenetrables con un alfabeto conocido. Por-que aún cuando dinamitaba el lenguaje común y corriente, aún en ese extremo del hermetismo quería ser leído, quería que hubiera tímpanos para sus ruidos, para el desentono, la cacofonía y la desarmonía. Oídos para el desacuerdo.

(Tempo: lento)(Den Svara Resan, 1952-1955)

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Fahlström nació en Brasil en 1928 y fue enviado a Suecia en el verano de 1939 para visitar a sus abuelos. La Segunda Guerra Mundial empezó justo un par de semanas después de su llegada y le fue imposible regresar a casa; realizó el resto de sus estudios en un internado para niños extranjeros en Estocolmo. Volvió a ver a sus padres en 1948, mismo año en que fue obligado a elegir una nacionalidad, pues tenía edad para ir al ejército. Desistió de Brasil y se convirtió en sueco.

A pesar de su decidida renuncia, las preguntas que se hizo sobre lenguas imaginarias, su trabajo de traductor del bosque y su obstinación con el sonido parecían un impul-so inconsciente que provenía de ese lugar en el que había vivido hasta los diez años. En los cincuenta, poco antes de sus transcripciones animales, se fraguó en Brasil la poesía concreta. Haroldo y Augusto de Campos, junto con Décio Pignatari, buscaban una poesía visual y espacial, además de rítmica y sonora, inspirados, por supuesto, en el trabajo de Mallarmé y Apollinaire. Tal fue su cercanía que escribió su propio manifiesto para la poesía concreta. Propuso la uni-dad de un poema más allá de la rima y el ritmo. Utilizar el espacio de la página, lograr una cadencia en el vacío. Hacer interactuar palabras simples y complejas, pesadas y ligeras, vacilantes y tranquilas, onomatopéyicas y simbólicas. Bus-car la coherencia del lenguaje de los niños o de los enfermos mentales para abolir la contradicción. Reasignar las corres-pondencias de letras como en anagramas, escribir palabras comunes en contextos extraños o enrarecidos para minar la certidumbre del lector, hacer más grande el agujero entre la palabra y su significado.

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A la par de esta anarquía literaria, Fahlström dibu-jaba, pintaba, recortaba pedazos de comics para cimentar enormes mapas, universos gráficos, planetarios con nuevas disposiciones para Europa y Asia, la nueva forma de Chile o un mapa del mundo explicado por intercambios econó-micos. Construía en tercera dimensión signos y figuras de tiras cómicas, cubos para sentarse y reordenar historias, su-cesos sueltos. Hacía happenings y teatro callejero: invitaba a los paseantes del East Village a jugar como fichas en un Monopoly tamaño natural. Aunque ninguno de sus cosmos parece tener conexión con el otro, el sonido sobrevive a los soportes. La obra de Fahlström debe escucharse. Cada pieza es una partitura con estipulaciones de tiempo y espacio. Un guión es una partitura del mismo modo que sus palabras desconocidas, son una instalación o un mapa. Es solamente el sonido lo que levanta a una partitura de su críptico silen-cio para dirigirse a la confusión de la polifonía: un sinfín de pájaros cantando al mismo tiempo desde las jaulas de un pa-tio trasero, un arsenal de balas entre los bandos de la Guerra Fría, un montón de niñas platicando en el recreo.

Alfonso Reyes acuñó el término jitanjáfora en 1942. Ji-tanjáfora es el valor poético concentrado en el sonido, en las características fónicas de una palabra que podría inventar un niño al tratar de comunicarse con un adulto. Composicio-nes que carecen de significado, palabras que no nos dicen nada pero nos dicen de todas formas. El sonido, como las demás expresiones del lenguaje, cobra sentido en relación con su contexto, sólo si está dirigido, sólo si sabemos cuál es el intento de un pequeño por decirnos algo, sólo si tene-

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mos las herramientas para descifrarlo, lo entendemos. En los niños y en los locos existe ese extraño y flexible músculo del acrónimo. Casi todos dejamos de ejercitarlo en la juven-tud aunque seguramente se tonifica frente al balbuceo de un bebé; los hijos siempre inventan palabras de las que los padres se sienten orgullosos. Hay también quienes nunca dejan de entrenarlo y juegan con él para hacernos reír o para escribir poemas.

Entre las niñas, el recreo es un espacio de comunica-ción, el descubrimiento de la cofradía. Las niñas inventaron desde hace tiempo, uno de esos tiempos difíciles de deter-minar, el único dialecto acrónimo que ha subsistido por ge-neraciones, una juguetona jitanjáfora, un idioma rupestre para los desinformados: la lengua de la efe o jeringoso (en el Cono Sur). En 1976, una operación exploratoria reveló metástasis en el hígado. Fahlström muere en noviembre de ese mismo año en Estocolmo. No dejó nunca de ser un niño asombrado por la estridencia del bosque y tofodofos lofos nifiñofos sofon bifilifingüfuefes.

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el nombre de una novela infantil que ya no se imprime.

Verónica, Ánimo Verónica, Verónica al timón y Verónica, ¿estrella de cine? son los títulos de la serie. Suzanne Pairault, escrito-ra francesa que ni siquiera figura en Internet, es la autora. Al parecer, fueron editados en español en los sesenta por la editorial argentina Kapeluz, dentro de la colección Iri-dium. Verónica, la niña huérfana de caireles pelirrojos que va sorteando las terribles dificultades de la vida, cautivó a mi madre a tal punto que, desde muy pequeña, supo el nombre que llevaría su hija.

Viajé a Argentina en 2001. Uno de los propósitos era encontrar aquellos libros que me dieron nombre. Necesi-taba saber qué había en ese personaje, así que recorrí con mi hermano todas las librerías de viejo de Córdoba y de la avenida Corrientes en Buenos Aires. Pocos días antes de la fecha de regreso y cerca de abandonar el proyecto por can-

AMBIGRAMA

LLEVO

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sancio, encontramos un ejemplar de Verónica al timón. Lo tenía por fin entre mis manos y aún así postergué la lectura para cuando estuviera de vuelta en México. No contaba con que mi madre utilizaría alguna artimaña para esconder el libro donde no pudiera encontrarlo. Pasaron muchos años antes de que se distrajera, lo olvidara en su mesita de noche y yo lo metiera de contrabando en mi mochila. Lo terminé hace unos días. Es horrible. Está escrito con una moralidad nauseabunda y una cursilería pegajosa. Por raro que suene, hay veces que debemos hacerles caso a nuestros padres. Ella lo escondió para que no me decepcionara, supongo, y yo insistí en leerlo a una edad que ya no correspondía. La expe-riencia fue desalentadora, pero todavía puedo ostentar con orgullo el significado original de mi nombre.

Según la tradición católica, en la que mi madre creció y se formó, Verónica se acercó a Jesucristo en algún punto del Vía Crucis para limpiarle el rostro de sangre y sudor con su velo; en el paño quedaron milagrosamente impresas las facciones del hijo de Dios. Verónica significa verdadera imagen: Vero, vera, verdad; ica, ico, icono. Aunque algunos filólogos han demostrado un error en la interpretación de las etimologías, prefiero no hacerles caso. Un mito ente-ro se sostiene de ese error, un mito con el que he logrado identificarme.

Hay dos formas en que interpreto el milagro de Veró-nica, en realidad dos perspectivas de lo mismo. La primera es que se trata de los inicios de la fotografía: una imagen de la realidad logra imprimirse en un material gracias a la quí-mica, la alquimia o a la fe. La otra, el paño de Verónica es un

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espejo. Tanto las fotografías como los espejos reproducen imágenes gracias a una emulsión de plata que recubre el pa-pel o el vidrio respectivamente. Verónica captura la última imagen que Cristo ve de sí mismo y también se queda con ella para la posteridad.

Mirarse al espejo es una práctica parecida a la búsqueda del nombre. Nuestras facciones delimitan las singularida-des con que portamos un apelativo común a millones de personas. El espejo es el único lugar donde rostro y cuerpo se proyectan como parte del mundo en un paralelo; lo que hay del otro lado es una especie de proyección astral, un no-sotros invertido. El espejo, desde el primer metal bruñido, produce confrontación y, por tanto, es una herramienta de conocimiento.

Cuando estoy cerca de un espejo siempre encuentro algo fuera de lugar que me hace sentir insegura, por eso intento evitarlos. Solamente con un par de copas encima soy capaz de conversar con esa imagen y buscar apoyo en ella. Hay días, los peores del año, en los que reviso infinitas veces cómo me veo, si mi peinado está bien, si desapareció tal o cual espinilla. No puedo dejar de pensar en esa imagen inaccesible que emito. Me impone demasiado y aunque no logro sentirme cómoda, voy muchas veces a su encuentro. En cambio, he descubierto a mi roommate pasar largos ratos frente al espejo después de bañarse, al despertar o antes de ir a dormir, haciendo millones de caras, gesticulando como si quisiera parecerse momentáneamente a otra persona. Lo he sorprendido incluso a las tres de la mañana estudiando sus movimientos y músculos como si se tratara de un actor

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entrando en personaje. Nunca se siente apenado o inte-rrumpido y todo lo que aprende frente al espejo lo desplie-ga después en las reuniones. No puedo más que envidiarlo, no solamente porque pasa mucho rato ahí tranquilo con su imagen, sino porque se divierte, hace reír a los demás y no necesita llegar a un estado etílico lamentable para platicar consigo mismo. Lo que él hace es mirarse en la imagen trastocada del espejo. Exagera las posibilidades de aparecer volteado, distinto y, al menos por un rato, es otro y no esa imagen perseguidora que suele acechar la conciencia.

Además de ambliope, soy zurda. Incluso me caracteriza una total lateralidad izquierda: veo casi exclusivamente con el ojo siniestro, escribo con la zurda y tiro a gol con la pierna izquierda. Hay cuatro fotografías en los álbumes familiares en las que aparezco comiendo pastel de chocolate con la mano derecha. Mi madre suele utilizarlas para demostrarle a los invitados que soy una impostora; pero el betún emba-rrado en toda mi cara sin que se tratara de mi cumpleaños es prueba suficiente de mi torpeza con la diestra.

Me gusta pensar que un zurdo es, de alguna forma, emisario o corresponsal del mundo al revés. Pero no me simpatizan las estadísticas causales: son zurdos quienes pro-vienen de nacimientos múltiples o grupos con desórdenes neuronales como epilepsia, autismo, síndrome de Down o dislexia. Ni que la esperanza de vida de un zurdo sea entre nueve y cuatro años menor a la de un derecho (al parecer hay altas probabilidades de sufrir un accidente mortal con los objetos del mundo diestro). Tampoco saber que el gen

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del zurdo —LRRTM1— es el mismo que se presenta en los esquizofrénicos. Y me siento agredida cuando alguien dice “me levanté con el pie izquierdo”, pues creo que estoy destinada a la mala suerte. Al menos, la zurdera sí explica que no haya aprendido a atarme bien las agujetas y que haya reprobado mecanografía cuatro años consecutivos. Desgra-ciadamente, mi estupidez para los deportes no se excusa con ese argumento (uno de los pocos ámbitos en que ser zurdo significaría una ventaja).

Algunos estudios científicos dictaminan que el hemis-ferio derecho es el dominante en los zurdos. Éste controla la expresión emocional, la imaginación, la conciencia del espacio, la dimensión, la creatividad, el whole picture de la terapia Gestalt. El pensamiento es integral, holístico. Y con el hemisferio izquierdo el pensamiento es más bien lineal, desde ahí se controlan las habilidades científicas, la lógica, el lenguaje y la escritura.

Más allá de que, al parecer, estoy cerebralmente exclui-da del mundo de las letras, las imágenes whole picture sí expli-can de forma bastante certera la sensación de ser zurdo. En ellas el fondo y la forma delimitan otra figura además de las aparentes; es decir, suceden en un espacio liminar: una vieja es a la vez el perfil de una mujer joven, dos perfiles frente a frente son la silueta de una copa o la mancha Roscharch —que es simétricamente idéntica a partir de un eje—, por mencionar las más conocidas. Este fenómeno también su-cede en la tipografía de una palabra. Los ambigramas son palabras escritas o dibujadas que admiten al menos dos lec-turas. La mayoría de las veces la segunda sucede girando

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180º la palabra, otras, se consigue a partir de la simetría horizontal o vertical. El ambigrama contiene su imagen en espejo sin necesidad de intermediarios del mismo modo en que la esquizofrenia admite amigos que nadie más puede ver. La palabra es en sí misma su doble y la grafía sucede en un espacio sumamente inestable.

Leonardo Da Vinci practicaba con facilidad la escritura especular, es decir, escribía en espejo, el paso anterior al am-bigrama. Al parecer, le resultaba sencillo porque era zurdo. Parte de su objetivo tuvo que ver con la necesidad de en-criptar todos sus manuscritos y dificultar su lectura a aque-llos que se pronunciaban contra sus ideas. O quizá era muy neurótico y odiaba emborronar las palabras o manchar de tinta la hoja y prefería escribir de izquierda a derecha para que eso no sucediera. Pero tal vez también buscaba alterar y transformar el significado o, mejor aún, era una decisión estética que perfeccionó el sentido de sus textos: escribir de tal forma que solamente podría ser leído desde otro lugar, desde otro plano de simetría.

Por razones que ignoro, cuando aprendíamos a escribir los números en el kinder, yo también practicaba la escritura especular con el cinco, pero de forma inconciente. Ningún otro número, sólo el cinco: el que está en medio de la cuenta hasta diez, el que es una calificación reprobatoria. La maes-tra, en su pedagógico proceder, decidió dejarme una línea de cincos bien escritos como guía en mi cuaderno de cuadrí-cula grande forma italiana. Volví al día siguiente con mon-tones de planas, pero no fue la repetición hasta el cansancio sino la vergüenza lo que terminó enderezando el número.

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Mis compañeros de clase se burlaron cuando la maestra ex-clamó: ¡hiciste toda la tarea al revés!

La creencia de que los zurdos tienden a ser tercos y perversos alcanzó su punto más alto en los criminólogos del siglo xix. Cesare Lombroso estaba convencido de que encontraría en las cárceles una proporción más alta de zurdos que en la población en general. Para él, la zurdez era signo de dege-neración en el criminal innato. No existen evidencias cien-tíficas que comprueben lo anterior. Lo cierto es que si fuera un estudio científico, Mudanza recogería las pruebas de una irrefutable propensión al absurdo. Todas las piezas reunidas en los ensayos tienen por objetivo darle vuelta a la litera-tura para reencontrarse con ella como si fuera la primera vez; solamente al trasladarla, al verla desde otro lugar, es como puede sorprendernos su simpleza y mostrarnos sus agujeros.

Siempre me he preguntado si la palabra absurdo podría asociarse con la zurdera. Ab-(z)urdo. Gracias a las decla-raciones de Lombroso encontré una ventana posible. Lo perverso es aquello que corrompe (con maldad) el estado habitual de las cosas, es decir que es opuesto a la razón. Y podría decirse que lo opuesto a la razón guarda una corres-pondencia con lo que no tiene sentido, lo extravagante e irregular, lo arbitrario y disparatado.

Comparto con los personajes de este libro la necedad por el absurdo y estoy convencida de que mi condición, la de ser zurda, ambliope y llamarme Verónica, fue el pasa-porte con visa al mundo al otro lado del espejo. Realicé mi

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propio viaje iniciático en un lugar invertido y al volver in-tenté reconstruirlo en estas páginas, como si se tratara de un ambigrama literario. En el camino me encontré, como Alicia, con individuos casi irreales, verdaderos ambliopes y zurdos, que en el mejor de los casos debieran ser mi linaje en ese otro país. La Reina Roja —experta en papiroflexia— me explicó las reglas del juego doblando hojas de papel. El guardia del tren me pidió un boleto que nunca supe dónde debía comprar y se acercó a susurrarme un telegrama que no era cierto: You’re traveling the wrong way. Tweedledum y Tweedledee bifurcaron mi camino en uno solo: apren-dí que al confrontar un equívoco irresoluble es necesaria una armadura, sobre todo cuando hay una sola espada que empuñar. Intenté descifrar la confusión de la Reina Blanca, cuya memoria funciona en capicúa, hacia atrás. Y llegué a Humpty Dumpty, quien a pesar de confundirme, descifró algunas palabras y onomatopeyas que nunca antes había es-cuchado. No logré convertirme en reina, no gané ninguna partida de ajedrez y tampoco creo haber despertado de un sueño, pero tengo la sensación de haber vuelto a ser niña por instantes. Regresó el asombro y entendí todo otra vez desde cero, justo como en cada aventura junto a mi excén-trico mejor amigo de la infancia.

Viajar tras un indicio fallido, como el nombre de un libro; descubrir en los otros un espejo propio; obstinarnos en al-gunas convicciones vanas; aprender a lidiar con las imposi-bilidades que nos determinan, la telenovela familiar y la idea que tenemos de nosotros mismos es una épica compartida

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por cualquiera. Un libro, creo, es producto de la serie de deudas personales que produce esa épica. En este caso, la mía se salda sólo en parte. La nece(si)dad por el movimiento me llevó a hacer mi propia mudanza, incluso a pensarme en una mudanza constante. En el traslado encontré en cada imagen el límite que separa al mundo de su revés —ese que se vuel-ve transparente y termina por ahuecarse—, pero aunque la escritura apostó por un sistema que intentó ponerse al límite en cada ensayo, también debió ser completamente ambliope o ambigramática, es decir, páginas escritas en el envés, desde y para el otro lado. Una decisión así habría convertido a Mu-danza en un manuscrito completamente inaccesible. Y ésa es la paradoja que me perseguirá eternamente.

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MudAnza,

es el séptimo título de Autoria,

colección de ensayo de Auieo ediciones.

El diseño es de José Clemente Orozco Farías

y Guillermo Escárcega. Para su formación

se utilizaron tipos Janson Text y Trajan.

La portada se realizó manualmente en Taller Ditoria

con prensa plana Chandler 10” x 15”, 1887.

Consta el tiraje de 500 ejemplares.

Cuidado de la edición

Auieo ediciones.

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Notas

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