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Página | 1 Los poderosos amos de los hombres. Los dioses de Mesopotamia Cientos de dioses reinaban sobre las ciudades de la antigua Mesopotamia,

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AT Mesopotamia - Los Dioses de Mesopotamia. Los Poderosos Amigos de Los Hombres.

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Page 1: AT Mesopotamia - Los Dioses de Mesopotamia. Los Poderosos Amigos de Los Hombres

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Los poderosos amos de los hombres.

Los dioses de Mesopotamia

Cientos de dioses reinaban sobre las

ciudades de la antigua Mesopotamia,

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cada uno de los cuales era servido y

adorado por los sacerdotes que les

llevaban comida, los vestían o los

sacaban en procesión

Por Juan Luis Montero Fenollós. Profesor

de Historia Antigua. Universidad de La

Coruña, Historia NG nº 124

Durante seis días y siete noches,

vendavales, lluvias, huracanes y el diluvio

estuvieron golpeando la tierra… Ea abrió

la boca, tomó la palabra y le habló a Enlil

el audaz: “Pero tú, el más sabio de los

dioses, el más valiente, ¿cómo pudiste,

inmisericorde, decretar el diluvio? Haz

que recaiga la culpa sobre el culpable y el

pecado sobre el pecador. En lugar de

eliminarlos, perdónalos. No los aniquiles:

muéstrate clemente”». Con estas palabras,

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el dios Ea recriminaba a su compañero Enlil

que hubiera enviado un diluvio para

aniquilar a todos los hombres, solamente

porque éstos eran muy ruidosos y no le

dejaban dormir.

Así eran los dioses en Mesopotamia: tenían

un poder sin límites, estaban siempre

disputando entre sí y, sobre todo,

despertaban un insuperable temor entre

los hombres, que habían sido creados

únicamente para servirles.

Los dioses mesopotámicos tenían la

apariencia, las cualidades y los defectos de

los hombres, pues habían sido concebidos

a semejanza humana. Eran en gran medida

un reflejo de la sociedad que los había

creado. En otras palabras, se trataba de

una trasposición a nivel celestial de lo que

ocurría en el mundo terrenal. Los dioses

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se alimentaban, se peleaban, se amaban, se

casaban y tenían familia como cualquier

hombre. Pero había una notable

diferencia: la muerte les era desconocida.

La vieja Epopeya de Gilgamesh lo deja bien

claro: «Cuando los dioses crearon a los

hombres, les asignaron la muerte, pero la

vida sin límites se la guardaron para

ellos». La inmortalidad, así como la

posesión de un poder ilimitado y

sobrenatural, eran características

inherentes a los dioses que les

diferenciaba de los humanos.

Divinidades temibles

Los dioses no sólo tenían la huella de lo

humano, sino también eran una proyección

de la sociedad. Estaban organizados en

categorías bien diferenciadas y su panteón

era una reproducción de la organización

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social. Había un soberano, una familia real,

así como funcionarios, técnicos y

ayudantes, que constituían el grupo de las

divinidades principales o mayores.

Por debajo se encontraba toda una corte

de deidades menores y marginales. A la

cabeza de este sistema se hallaba Anum,

que era el fundador de la dinastía divina y

el padre de los dioses. Junto a él, Enlil, el

dios del viento, y Enki (llamado Ea, en

acadio), el dios de las aguas dulces

subterráneas, constituían la gran tríada de

los dioses supremos.

El grupo de los siete grandes dioses de

Mesopotamia se completaba con Shamash,

el dios sol; Sin, el dios luna; Ishtar, la diosa

del amor y de la guerra, y Ninhursag, la

diosa madre.

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Esta división del poder divino no era

inmutable, pues en el II milenio a.C. se

produjo en Babilonia, aunque no sin

dificultades, la sustitución de Enlil por

Marduk, mientras que los reyes casitas de

la segunda mitad del II milenio a.C.

adoptaron como propios a los dioses

tradicionales babilónicos, pero no

renunciaron a los suyos.

Los hombres se humillaban y temblaban

ante los dioses. Sabedores de su poder, los

habitantes de Mesopotamia adoptaban una

actitud de sumisión, de admiración, de

respeto e incluso de temor. De la divinidad

nunca se esperaba cercanía. Los hombres

no amaban a los dioses, sino que los

temían. Todo lo que ocurría en la tierra

tenía un origen divino. Y de esta sumisión a

los dictámenes divinos no estaba libre

nadie, ni siquiera los reyes. Cada decisión

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del monarca tenía que ser ratificada por

los dioses.

Una campaña militar, la ingesta de un

fármaco o la elección del heredero tenían

que ser sancionados por los dioses a través

de la adivinación o de oráculos. Un

ejemplo de ello, referido a la elección del

heredero por parte del rey asirio

Asarhadón, en el siglo VII a.C., aparece en

el texto siguiente: «¡Shamash, gran señor,

dame una respuesta positiva a lo que te

pregunto! ¿Debe Asarhadón, rey de

Asiria, esforzarse y hacer preparativos?

¿Debe introducir a su hijo, Sin-nadin-apli,

en la casa de la sucesión? ¿Es del agrado

de tu divinidad? ¿Es aceptable para tu

gran divinidad? ¿Lo conoce tu gran

divinidad?».

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La morada de los dioses

Cada ciudad de Mesopotamia tenía un dios

patrón que la protegía y de esa protección

dependía en gran medida su prosperidad.

De hecho, de acuerdo con la mentalidad

mesopotámica, la ciudad era concebida y

fundada para ser la morada de una

determinada divinidad. Esa morada estaba

representada por el templo principal. Por

esta razón, ya desde el III milenio a.C., los

reyes invirtieron grandes esfuerzos en la

construcción y reconstrucción de los

principales santuarios. Así consta en

numerosas inscripciones conmemorativas

relativas a la finalización de trabajos de

edificación, reparación y embellecimiento

de los mismos. El éxito y el futuro de cada

ciudad y cada reino dependían de la

armónica relación entre dioses y reyes.

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«Un largo reinado feliz y años de gozosa

abundancia» deseó el dios Shamash, dios

de la Justicia, al rey Yahdun-Lim (1810-

1794 a.C.) por haberle construido un

templo magnífico en la ciudad de Mari, en

el Medio Éufrates sirio.

El templo y el palacio constituyen los dos

polos de poder en Mesopotamia. La

arqueología ha sacado a la luz cientos de

templos repartidos a lo largo y ancho de su

geografía. El templo era, en primer lugar,

la casa del dios, el lugar donde vivía y

donde se le atendía a diario. Como es

obvio, a lo largo de la historia

mesopotámica la forma y las características

de los templos fueron evolucionando,

incluida su parte más importante, el

llamado lugar santo o sanctasanctórum (la

cella del mundo grecorromano).

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Pero había tres elementos que siempre se

consideraron indispensables en todo

edificio consagrado al culto: el

emplazamiento del trono del dios, donde

se hallaba la estatua de culto; el lugar de

presentación de las ofrendas, y, por

último, la zona donde se preparaban los

alimentos o se realizaba el sacrificio de

animales.

El servicio en el templo

En torno a la estatua divina se organizaban

una serie de ceremonias en honor del dios

titular. Cada día, los dioses recibían dos

comidas mayores y otras dos menores. No

era un acto meramente simbólico, sino que

esta tarea recaía sobre cocineros adscritos

al templo. Se les alimentaba con pan,

dátiles y diversos tipos de carnes

elaboradas siguiendo recetas culinarias. Y

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bebían vino, varias clases de cerveza y

leche. Según una tablilla del siglo III a.C.,

en Uruk a lo largo de un año se ofrecía a

los dioses Anum, Antum e Ishtar, entre

otros productos, nada menos que 18.000

carneros, 2.580 corderos, 720 bueyes,

360 terneros...

Además de comida, los dioses recibían

todo tipo de cuidados, pues se les hacía el

aseo personal y se les vestía y adornaba

con joyas en un alarde de indescriptible

ostentación. Incluso se les sacaba a pasear

en procesión, generalmente en el marco

de la celebración de determinadas

festividades religiosas, la más importante

de las cuales era la del año nuevo.

De todos estos cuidados se ocupaba un

amplio séquito constituido por el personal

de culto y la clase sacerdotal, formada

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tanto por hombres como por mujeres

reclutados entre las familias de las clases

altas. En Babilonia, en tiempos de

Hammurabi (1792-1750 a.C.) conocemos la

existencia de sacerdotisas de alto rango

llamadas naditum en acadio.

Estas mujeres, que llevaban una vida

semiconventual, podían casarse pero no

podían procrear. Sólo podían tener hijos a

través de una esclava, pues debían

permanecer castas.

La importancia de estos cultos viene

demostrada por el desconsuelo que

provocaba, en caso de la toma de una

ciudad por el enemigo, la deportación a

otro país de la estatua del dios. No había

mejor manera de humillar al vencido que

«robarle sus dioses». Un buen ejemplo lo

tenemos con el dios Marduk, cuya estatua

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viajó desde Babilonia hasta Elam y Asiria

como botín de guerra en varias ocasiones.

La recuperación de la efigie por el rey

Nabucodonosor I (1126-1105 a.C.) fue

celebrada como un gran acontecimiento

por los babilonios.

Para saber más

La religión más antigua. J. Bottéro.Trotta,

Madrid, 2001.

Cuando los dioses hacían de hombres. Mitología mesopotámica. J. Bottéro y S. N.

Kramer (eds.). Akal, Madrid, 2004.

http://www.nationalgeographic.com.es/articulo/historia/grandes_reportajes/9140/los_dioses_m

esopotamia.html?_page=2

[05/05/2014]