arquitectura para las almas' jorge mayet (sema d'acosta)
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Jorge Mayet. Arquitectura para las almas. Sala Aljub
Es Baluard Museu d’Art Modern i Contemporani de Palma
marzo de 2011
Como restos de un naufragio Sema D’Acosta
«La historia es rica en ciudades desaparecidas:
ciudad engullida como la legendaria Ys,
sepultadas como Pompeya o Herculano,
o destruidas como Hiroshima y Nagasaki.
Pero más escasas son las ciudades dormidas,
petrificadas por la Historia y que,
poco a poco, se desmoronan.
La Habana es una de estas últimas.»1
Jean-Luc Monterosso
I (Deseo, 2009)
Esperar, esperar, esperar
Esperar. Esperar que las olas lleguen y agiten el agua. Esperar que pase el tiempo y se lo
lleve todo. Esperar la nada, densa y espesa, que orilla en La Habana, sinécdoque de una isla
ensimismada en un lapso inacabable. Olas y olas contra su malecón. Un día sí y otro también.
Al margen de cualquier certidumbre. Encallada entre millones de horas muertas, la ciudad se
agota a la deriva consumida por las expectativas. Sin prisas, extemporánea, como una
plataforma flotante sin rumbo fijo. El clima, que es dulce y pegajoso en el Caribe, concome en
silencio sus raíces, una cepa profunda que se extiende millones de kilómetros y muchos siglos
atrás. Por más que bullan las calles y se escuchen ruidosas las voces en los parques, de lejos
predomina el silencio; un letargo de décadas. Cuando nunca pasa nada nuevo, los pálpitos se
anulan y prevalece el escepticismo, la conformidad, una resignación grave y feliz. Y al margen,
mientras, los habaneros esperan. No saben hacer otra cosa; aparcan sus ilusiones sin saber qué
va a ocurrir. Permanecen quietos, inmóviles, contemplando el ritmo cadencioso de las olas.
Quizás aguardan que transcurra el tiempo anhelando un día despertar sobresaltados, como en un
sueño extraño. O a lo mejor, acostumbrados a la necesidad, postergan cualquier desenlace que
requiera cambio y prefieren demorar el final para seguir respirando el vacío, la nada; un aire
cotidiano y rasgable como el que retrata Zoé Valdés en sus novelas o el que rezuman las
películas de Fernando Pérez.
La sección Art Projects de la feria internacional Art Basel Miami Beach del año 2009, fue
comisariada por el mecenas mexicano Patrick Charpenel, que seleccionó trece trabajos de
artistas provenientes de siete países. Los elegidos fueron Eduardo Abaroa, Karmelo Bermejo,
el colectivo Claire Fontaine, Cao Guimarães, Gonzalo Lebrija, Cristina Lei Rodríguez, William
Pope.L, George Rickey, Santiago Sierra, Marc Swanson, Rirkrit Tiravanija, Franz West y el
cubano afincado en Palma de Mallorca Jorge Mayet (La Habana, 1962), cuyo proyecto había
sido presentado por la galería Horrach Moyà, que participaba por primera vez en la cita
latinoamericana incluida dentro del apartado dedicado a las creaciones más novedosas, ART
NOVA. Las obras se instalaron en su mayoría al aire libre, distribuyéndose por la playa y sus
alrededores en un área indeterminada comprendida entre el Oceanfront y el Miami Beach
Convention Center.
Sin lugar a dudas, una de las piezas más singulares y aplaudidas tanto por el público como
por la crítica en esa edición fue la escultura-instalación de Mayet, un bohío tradicional caribeño
construido con madera y hojas de palma. Esta casa rural, que medía tres metros y medio de
ancho por seis metros de largo, flotaba en el mar a escasos metros de la costa solo sujetada por
unos delgados anclajes. La estructura endeble de la choza, que se movía sometida a la fuerza
del oleaje o los cambios de marea, transmitía la sensación de un desvalido cobijo al albur de un
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destino incierto. Plantada frente a una hilera de hoteles de lujo y observada continuamente por
un sinnúmero de espectadores, los transeúntes se sorprendían al contemplar cómo esta
rudimentaria vivienda se mantenía sobre las aguas mecida por el viento. De un lado el horizonte
límpido, el agua transparente, la claridad. Del otro los rascacielos, los balcones alineados, los
carteles publicitarios. La realidad y el deseo enhebrados en una intersección antitética, como si
lo infinito y lo tangible pudiesen encontrarse en una localización concreta. La inmensidad del
océano frente a la pequeñez del hogar. Lo natural y lo artificial yuxtapuestos en un punto
neutro, una imagen regresiva donde se cruzaban los anhelos de cientos de miles de cubanos
expatriados. Desde la orilla, una anciana le comentaba apesadumbrada a su nieta: ¡Mira mi’ja,
en una casa como ésa que tú ves allí, vivíamos tu abuelo y yo! Inevitablemente, para los
exiliados el bohío de Mayet representaba la viva imagen del recuerdo, la añoranza por todo
aquello que alguna vez poseyeron, fuera material o inmaterial. La vida que pudo haber sido y
tuvieron que dejar atrás forzados por las circunstancias. Era volver, mentalmente, a la Arcadia
perdida. Ese pequeño habitáculo extractaba la esencia de un pueblo y despertaba, casi sin
querer, la melancolía y los humores.
Lo que uno es, siempre se echa de menos; se vaya donde se vaya. Los cubanos viven su
particular saudade de salsa y ron en Miami, meca utópica de libertad y expansión. Allí, un
profundo sentimiento de aflicción invade las remembranzas por lo que se ha perdido,
mezclando en una amalgama indescriptible vacíos, necesidad, amor, soledad, alegrías ausentes
y una idealización inabarcable. Al llegar a Estados Unidos se comienza de cero, se deja atrás
una vida y se empieza otra. Una vez que se sale de la isla ya nunca se ven las cosas igual, se ha
cruzado un umbral que marca un antes y un después. Miami y La Habana están separadas por
apenas ciento cincuenta kilómetros (noventa millas náuticas). Si se pudiera hacer el trecho
caminando, un hombre tardaría menos de tres días en recorrerlo. Tres días para andar de una
punta a otra del siglo XX, para peregrinar cien años y cruzar dos mundos; el que va de los
socavones, los cocotaxis y los chevrolets destartalados a las autopistas, los jets privados y los
yates de lujo.
Deseo se planteó desde el inicio como una metáfora sin connotaciones políticas. Su
intención era poética, lírica, manifiestamente libre. Su título hace referencia a una aspiración
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vehemente, a las ganas de que acontezca o deje de acontecer algo. Era una pieza abierta que no
escondía nada, que permitía que cada observador trazara su propia interpretación. En este caso,
cualquier exégesis es válida si se inscribe en la órbita de lo figurado y evita ambages arteros. El
artista solo pretendía sugerir, despertar asociaciones dormidas y avivar la sensibilidad. No
cabían lecturas veladas de sesgo crítico ni ninguna interpretación oculta. Igual que ocurre con el
grueso de la obra de Jorge Mayet, en sus trabajos se combina lo conceptual y lo matérico como
si él mismo fuese un numen inspirador que enardece alegorías escondidas. Su intervención se
ubicaba en un intersticio indeterminado que se expandía hacia varios territorios expresivos,
transitando del land art a la escultura, de lo instalativo a lo fotográfico. Aunque se concibió sin
propósito declarado, es innegable que la idea del bohío es una imagen que permanece indeleble
en el imaginario cubano. Junto a la palma real o el framboyán, configuran la forma en que el
paisaje campestre se perpetúa en la mente de los oriundos. Es un cliché habitual que no deja de
ser una sublimación, una meta-realidad que supera la sustantividad. El monte o la manigua
tienen mucha más variedad y riqueza, pero cuando alguien interpreta una vista de ellos en una
postal caribeña pocas veces olvida añadir este inmueble tradicional. Es como si su sola
aparición justificara la socialización de estos parajes remotos. Su presencia da fe de la mano del
hombre, testimonia un rincón amansado que deja de ser virgen y aparenta estar civilizado.
El bohío significa el origen, el ónfalo, el punto inicial. En construcciones parecidas
habitaban los indios taínos antes de que llegasen los conquistadores españoles, perpetuándose
en el tiempo como una morada primaria que apenas ha cambiado desde sus principios. Esta
habitación aborigen, probablemente sea la ejecución humana más prístina que puede hallarse
hoy en las Grandes Antillas. Durante siglos ha sido la residencia de los estratos humildes de la
sociedad, sirviendo de vivienda tanto para los guajiros de la sierra como para los esclavos que
trabajaban en las plantaciones de azúcar y café. Su perfil sencillo y sobrio es fácilmente
reconocible. La actividad de la casa giraba en torno al bohío, que se convirtió en el epicentro de
la vida doméstica y comunitaria en el campo. Además de sus valores arquitectónicos como lar
familiar levantado con materiales autóctonos obtenidos del medio natural, estas cuatro paredes
concitan valores etnográficos y antropológicos que forman parte de la idiosincrasia cubana.
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Del proyecto de Jorge Mayet se conservan algunas fotografías que documentan su
intervención en Miami Beach. La parquedad de la cabaña, de paredes blancas y un extenso
techo pardusco, rompe el perfil monótono del horizonte. Sobre los laterales encalados, se
marcan firmes tres ventanucos oscuros. Las imágenes son de una belleza sencilla y serena. De
lejos, la choza parece una de esas casas esquemáticas de una sola habitación que dibujan los
niños. Ciertamente, un bohío es la mínima expresión de una vivienda, solo mantiene lo
imprescindible para guarecer. Al examinar las instantáneas que recobran la memoria del
acontecimiento, nos parece verlo hundido en el mar, como si hubiese echado raíces en el fondo
y se balanceara dócil cual nenúfar en un estanque. El efecto visual es sorprendente y la
paradoja que se crea es más que obvia, ya que era imposible que una edificación de madera de
este calibre se sostuviera sobre una superficie líquida sin hundirse. Es curioso, para el Skulptur
Projekte de Münster Jorge Pardo realizó en 1997 un embarcadero que distaba apenas unos
metros del margen del río que atraviesa dicha localidad alemana, una estructura conectada con
la ribera por una amplia pasarela que contemplada desde lejos parecía que también sobresalía
misteriosamente del agua. Ambos artistas integran su trabajo en la Naturaleza respetando el
equilibrio del contexto y logrando crear con sutileza un enigma sugerente que no estorba al
medio que lo circunscribe, sino que lo enriquece.
Es inevitable establecer el parangón entre esta obra de Mayet desamparada en mitad de la
nada y la propia isla de Cuba, encallada entre el mar del Caribe, el océano Atlántico y el Golfo
de México. Ambas, la realidad y su imagen –la parte y el todo–, aguardan pasivas que las
circunstancias se definan, asumiendo con indolencia los sucesos que se avengan. Si nos
centramos en La Habana, la parábola concebida con esta producción site specific es diáfana y
puede resultar admonitoria, especialmente si asumimos que puede interpretarse como una
metáfora sobre el presente estoico que viven hoy los cubanos y el futuro impreciso que
prorrogan sine die. Al igual que la ciudad se desgasta desde hace cincuenta años
condescendiente con las olas que rompen regularmente contra su malecón, el bohío expuesto en
la playa acechaba desalmado su infortunio soportando impasible las arremetidas del tiempo. Por
desgracia, La Habana languidece asolada por las miserias de un idealismo mal conducido.
Anulada, apagada, descreída. Contradictoriamente, la metrópoli viva (que es toda alma) se
muere consumida en un intervalo equivocado, una coyuntura que pone en evidencia la
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insularidad de un país fuera de época que aguarda, como la choza fabricada en la costa
miamense, una fatalidad irremediable.
Durante tres días, del viernes 4 al domingo 6 de diciembre de 2009, la instalación-
escultura estuvo varada en la orilla. El artista esperaba sin saber bien qué mientras la plataforma
era removida por la mareta. Observaba el ir y venir acompasado del mar, su insistente ritmo
imperturbable. A la tercera jornada, en la misma fecha en la que se clausuraba la feria Art Basel
Miami Beach, los acontecimientos se aceleraron y una inmensa ola descabalgó la casa, que se
volcó y desbarató con rapidez. Después de zozobrar hubo que recoger con premura los restos
para salvar con prontitud aquello que se pudiera. Como ocurría en los trabajos de Félix
González-Torres, al considerar en este proyecto los avatares que condicionan el devenir de los
días y constituyen la sustancia de lo cotidiano, el arte deja de ser aquí algo autónomo –y por
tanto unívoco– para convertirse en un ente orgánico que participa de las circunstancias que lo
envuelven. Lo que se genera alrededor de la pieza no solo le afecta de manera esencial, sino que
además la determina y constituye. Al exponer esta construcción tradicional a las eventualidades
que pudiesen sobrevenir, Mayet alejaba su creación de los discursos teóricos y la instauraba de
pleno en la existencia real de las cosas; un cosmos imprevisible donde, como en la vida misma,
predominan lo incierto y las casualidades comunes.
Las fuerzas naturales acabaron abatiendo la plataforma que sostenía al bohío, dejando su
autor de manera consciente que el entorno decidiera sobre su porvenir. Fueron las corrientes
marinas y no su artífice las que dictaminaron la desdicha ulterior de la cabaña, que acabó
desintegrada como si hubiese sido engullida por el vórtice de un huracán tropical. Si
entendemos que aquello fue un naufragio (excelso símbolo para una transmutación que
protagonizan afamadas pinturas románticas como El mar helado de Caspar David Friedrich, La
balsa de la medusa de Théodore Géricault o varias marinas de William M. Turner), ese instante
axial delimita las dos etapas de este continuum, el tránsito exacto entre Deseo y Arquitectura
para las almas.
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II (Arquitectura para las almas, 2010)
Restos, memoria, nada
No cabe duda de que la desaparición oceánica más conocida del arte actual fue la muerte
de Bas Jan Ader. El 9 de julio de 1975, este artista holandés de 33 años que daba clases en la
Universidad de Los Ángeles se embarcó en un pequeño velero de cuatro metros de eslora que
no incorporaba motor con la intención de atravesar sin ayuda el Océano Atlántico. Quería
cruzar desde la costa norteamericana hasta la inglesa como colofón final de su proyecto In
search of the miraculous (En busca del milagro). Diez meses después fue hallada su
embarcación por un pesquero gallego a pocas millas de Irlanda. A bordo solo se encontró el
pasaporte que lo identificaba, no había indicios sobre su paradero ni ninguna pista que diera a
entender qué había pasado. Su cuerpo nunca apareció. Esta última acción heroica y silenciosa
de Ader, se ha convertido con el tiempo en una epopeya contemporánea que nos conmueve por
la grandeza de su sencillez. No existen en esta acción ni alardes, ni ostentación, ni boato, ni
ceremonias, ni suntuosidad. Exactamente, representa todo lo contrario. No sabemos nada de
ella y su único valor reside en lo que somos capaces de inferir a partir de una supuesta
recreación de los hechos. El creador, en un gesto épico que le cuesta la vida, lleva hasta sus
últimas consecuencias su trabajo artístico, una decisión calamitosa cargada de romanticismo y
sentimientos exacerbados. «Todas las pasiones terminan en tragedia», escribió Novalis.
El bohío diseñado por Jorge Mayet comparte ciertas concomitancias con esta acción
extrema, ya que la destrucción forma parte también de su esencia. La gran diferencia entre uno
y otro es que lo que en el primero es simbólico en el segundo es estrictamente literal. Los dos
fusionan arte y existencia, entendiendo que la Naturaleza y el Hombre son un todo único cuyo
encuentro desencadena vida o muerte de modo cíclico y regenerativo. Tanto el Óbito como la
Resurrección reflejan una dicotomía habitual en la mayoría de religiones y mitologías,
creencias que según la hermenéutica tradicional estaban estrechamente ligados al cambio de las
estaciones y los periodos en los que se dividía el año. Frente a las formas artificiosas y
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armónicas del neoclasicismo, el Romanticismo se inclinaba por aquello que resultaba dinámico
y tremendo, procurando que lo tempestuoso desbordara la percepción para intentar así alcanzar
lo sublime. Los fragmentos volátiles de la instalación de Mayet que contemplamos en la sala
(desordenados, lábiles, inestables), son la exteriorización de un paisaje subjetivo al modo
precisamente romántico, donde como ocurre en los ciclos alquímicos el nuevo nacimiento sirve
para alcanzar un estado más puro, lixiviado y espiritual.
El proyecto Arquitectura para las almas comienza desde el mismo momento en que se
recuperan los restos de la escultura-instalación Deseo. Una obra origina otra obra en un proceso
retroalimentado de reconversión, tal como consideraba el científico francés Antoine Laurent
Lavoisier, para quien las sustancias cambian de estado en nuestro planeta, siendo capaces de
alterar su forma, apariencia o condición pero nunca sus cualidades inherentes. El padre de la
química moderna estableció en el siglo XVIII una máxima para indicar al tránsito de energía
entre elementos naturales: Nada se crea, nada se destruye, todo se transforma, apotegma que se
ha convertido en uno de los ejes centrales del corpus creativo de Simon Starling, artista inglés
al que le fascinan los procesos y conversiones que sufren tanto los objetos como las ideas.
La metamorfosis que sufre la pieza de Mayet permite trocar lo sólido y tangible (una
casa habitable) en un conglomerado de esquirlas que flotan en el aire sostenidas por hilos
invisibles. Estos fragmentos colgantes que se expanden a lo largo del espacio abovedado del
aljibe sin una configuración precisa, forman una especie de nimbo etéreo a mitad de camino
entre lo terrenal y lo empíreo. El propio artista reflexiona sobre su obra de Es Baluard: «no es ni
siquiera una arquitectura para gente real. Mi construcción está pensada para que sea habitada
por los cuerpos que fueron; es más bien el esqueleto de una arquitectura para las almas». Como
reza su nombre, la obra vive en la remembranza y aspira a convertirse en asidero que sirva de
amparo para los seres inmateriales que algún día fueron y ya no son. Forma parte de una
realidad paralela e intangible que como la literatura, tiene la fuerza del símbolo. Los personajes
de las novelas y los cuentos no existen en ningún sitio, viven en nuestra memoria… y allí gozan
de vida eterna. Continúa aclarando Mayet: «como todo lo que hace referencia a la vida del
campo, la imagen suspendida del bohío hecho pedazos pertenece, en principio, a un pasado
remoto. Aun así, las cuatro paredes elementales levantadas sobre tierra roja constituyen el
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origen de algunos, por no decir de muchos. Recuerdo endulzado por el idilio, el bohío aparece
rodeado por una ambigüedad: nadie acepta y nadie reniega de esa casa de campo de donde
proviene». El restablecimiento de este icono histórico de una manera tan singular,
desmembrado y exhibido como si se tratara de una auténtica reliquia, invoca al inconsciente
colectivo de los cubanos a rescatar la memoria, repensar su pasado y plantear su futuro. La
capacidad evocadora de estos restos recobrados que se desparraman por doquier sin ninguna
ortodoxia aparente, refleja de modo inevitable esa extraña impresión de abandono que
desprenden las ruinas o los objetos desechados, una congoja incógnita que impregna lo viejo
con una pátina peculiar que nos habla de las aspiraciones y frustraciones del ser humano.
Las ruinas, según se miren, pueden entenderse como una vanitas coetánea que nos
habla de la transitoriedad de lo humano y nos advierte sobre lo efímero. En pleno auge
victoriano, Gustave Doré dibujó Londres en escombros como estampa final de una de sus
series más populares, planteando con este grabado apocalíptico una moraleja pesimista que
intentaba vituperar por sus excesos a la ciudad más importante del mundo en ese momento. En
otra premonición exhortativa, Hubert Robert pintó una vista imaginaria de las galerías del
Louvre completamente derruidas y abandonadas, insinuando que todo aquello que es bello y un
día relumbró, también tendrá su ocaso y resultará superado. Sirva de botón para cualquier
vestigio clásico la mención que hace Jacobo Cortines de los restos romanos de Itálica, unos de
los más renombrados de España glosado entre otros también por el poeta barroco Rodrigo
Caro: «dejó de ser un simple nombre para erigirse en una imagen, plasmación de una compleja
problemática que, si partía de la nostalgia por un mitificado pasado, daría muy pronto lugar a la
lamentación por un deplorable presente con la consiguiente formulación de serias reflexiones
morales, tales como la fugacidad de las glorias mundanas, la fragilidad de nuestra existencia y,
en última instancia, la presencia de la muerte».2 Asimismo, de igual modo el famoso soneto de
Francisco de Quevedo «Miré los muros de la patria mía» también hace mención a un ayer
glorioso que se ha perdido y es irrecuperable. Este hastío al observar el declive de España,
puede ser análogo a la sensación de desencanto que baña las añoranzas de Jorge Mayet al
contemplar desde la distancia su propia nación, abandonada a su suerte después de medio siglo
de desengaños.
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La capital de Cuba se nos aparece hoy completamente deshecha, como bien refleja el
documental La Habana: Arte Nuevo de Hacer Ruinas (2006) dirigido por los alemanes Florian
Borchmeyer y Matthias Hentschler, que recogen en una película el estado de excepción que
vive actualmente la ciudad. Pretendiendo conocer el régimen socialista antes de su caída,
Borchmeyer viajó hasta Cuba en 1997 con la intención de experimentar de primera mano las
tribulaciones de un sistema político que consideraba obsoleto. Al adentrarse en la vida de sus
habitantes, quedó fascinado por la naturalidad con la que los habaneros residían en las ruinas.
Ese fue el punto de arranque de un proyecto que acabó fraguando y que quería mostrar la ruina
como alegoría de la realidad de la isla. En todos sus campos, bien sean reales o figurados, un
lugar estancado en un estado de inercia perpetuo que no avanza hacia ningún sitio y persiste
absolutamente abandonado a su suerte. Como comenta Javier Hurtado Costero3 al aludir a este
filme: «nos muestra las ruinas pobladas y cómo sus habitantes al mismo tiempo forman parte
de ellas. Ellos mismos son una ruina que solo concibe su vida en ese montón de escombros que
amenaza con aplastarlos inexorablemente. El caso más patente es el del viejo Teatro
Campoamor, que no es más que una fachada y un montón de cascotes desperdigados en los
cuales el mulato Reinaldo ha plantado su vida. […] Así parece La Habana, la ruina habitada,
los edificios ya no son capaces de evocar el pasado, han devenido en elemento no significativo
y se instalan en el presente solo como un conjunto arquitectónico ruinoso y unos inquilinos
también en permanente proceso de derrumbe. […] La Habana es una ruina contemporánea, es
una ruina viviente […] La vida [allí] es una ruina. […] El Paseo del Prado parece recién
bombardeado y los cristales de las ventanas, ya inconcebibles, son sustituidos por cartones o
periódicos. Los hombres se asoman en camiseta y la música atrona desde el interior de la
vivienda. Todos forman parte de la ruina general. Los callejones donde la luz se escapa, las
esquinas de jugadores de dominó, el malecón […], las carreteras llenas de baches, las luces
blanquecinas de los fluorescentes, los bares anclados en el pasado, la policía controlando, el
Tropicana, las canciones al Che, el Granma y la Juventud Rebelde, los mojitos, la escenografía
de la BDM, el Art Decó del Nacional, las librerías oficiales vacías de libros, los hombres y
mujeres que todo lo venden. La Habana debería ser declarada ruina en peligro de derrumbe
inminente».
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Con la instalación de Es Baluard, Jorge Mayet ha pergeñado su particular arqueología
memorística, levantando una especie de tótem conmemorativo a la indolencia. Cuando le
preguntaron a Antonio Tabucchi sobre si su libro El tiempo envejece deprisa era una
reclamación a favor de la memoria respondió: «Sí, se puede decir, entre comillas, que es una
reivindicación de la memoria, pero más bien de sus infinitos juegos. La memoria subjetiva
posee una gran libertad y por tanto una gran creatividad. Hoy, en los tiempos de la
posmodernidad, vivimos en un presente eterno, como lo ha llamado Marc Augé, en el que la
memoria está en encefalograma plano.»4 Evitar que caigan en el olvido los hechos del pasado
es un modo hermoso de homenajear la lucha humilde que la sociedad mantiene con sus
propios errores. Rescatar es no olvidar, es recapitular aquello que nos ha constituido para
seguir meditando sobre lo que somos. Ahí se halla el sentido del arte, esa es su misión,
descubrir resquicios por los que colarse para hacer pensar al espectador.
Al cumplirse en 1985 el siglo y medio de la independencia de Texas, Robert
Rauschenberg volvió a su tierra natal para recibir un glorioso homenaje. Se quedó
sorprendido al comprobar cómo la crisis petrolera de principios de los ochenta había hecho
estragos en las zonas rurales de su estado, que eran las que más dependían de la explotación
del crudo. Lo que se extendía ante sus ojos era un campo yermo plagado de gasolineras
cerradas, coches usados, barriles vacíos y chatarrerías, restos que procedían del abuso y los
excedentes de producción. Estas ruinas industriales representaban la codicia y desmesura en
la que falsamente se había instalado una comarca completa, unos remanentes que el artista
norteamericano empezó a recopilar por fragmentos para concebir sus conocidos Gluts, un
término cuya traducción adecuada al castellano sería superabundancia, exceso, sobrante. El
rescate íntimo de su propia identidad que hace Rauschenberg al compilar pedazos arrancados
de automóviles (salpicaderos, tubos de escape, puertas, maleteros, radiadores, logotipos,
emblemas de capó…), carteles de estaciones de servicio u otros objetos domésticos, acarrea
un sinfín de connotaciones personales extremadamente hondas. Estos amasijos metálicos nos
acercan al niño que fue, al paisaje que absorbió en su juventud o la educación que recibió, al
mundo en el que trabajaban sus padres y crecieron sus ilusiones o a los amigos que dejó
atrás. Sin duda, encarnan las fuerzas que lo constituyeron como individuo y son un repaso
completo a su pasado.
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De idéntico modo los residuos del bohío recuperado en Miami Beach por Jorge Mayet
nos comunican mucho más de lo que advertimos. Arquitectura para las almas rebasa lo
meramente estético y se coloca en un nivel superior por encima de lo estrictamente plástico.
Su presentación en el Aljub, antiguo depósito de agua del siglo XVII reconvertido en la sala
más singular del museo, permite situar la instalación en un espacio atemporal con una
atmósfera especial; circunstancia que potencia la carga emocional que concentra la obra e
imbuye al visitante sobre los significados y paradojas de una isla que se desmorona con
laxitud ante la impasible mirada de aquellos que la aman.
S. D’.
Gerena, febrero de 2011
Notas:
1. Jean-Luc Monterosso, «Un apóstrofe mudo». Del catálogo En Cuba. Ángel Marcos, p. 9. Maison Européenne de la
Photographie, París, 2006.
2. Jacobo Cortines, «Estudio preliminar». Del libro Itálica Famosa, p. 13. Fundación Luis Cernuda, Sevilla, 1995.
3. Javier Hurtado Costero. Extraído del texto Habana ciudad en ruinas del blog ‘Barcelona/Sidney/New York’.
<http://bcnexpres.wordpress.com/2010/12/27/habana-ciudad-en-ruinas/>.
4. Antonio Tabucchi es entrevistado en El Cultural por Alberto Ojeda. Publicado el 15 de marzo de 2010.
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