arquitectura para las almas' jorge mayet (sema d'acosta)

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Jorge Mayet. Arquitectura para las almas. Sala Aljub Es Baluard Museu d’Art Modern i Contemporani de Palma marzo de 2011 Como restos de un naufragio Sema D’Acosta «La historia es rica en ciudades desaparecidas: ciudad engullida como la legendaria Ys, sepultadas como Pompeya o Herculano, o destruidas como Hiroshima y Nagasaki. Pero más escasas son las ciudades dormidas, petrificadas por la Historia y que, poco a poco, se desmoronan. La Habana es una de estas últimas.» 1 Jean-Luc Monterosso I (Deseo, 2009) Esperar, esperar, esperar Esperar. Esperar que las olas lleguen y agiten el agua. Esperar que pase el tiempo y se lo lleve todo. Esperar la nada, densa y espesa, que orilla en La Habana, sinécdoque de una isla ensimismada en un lapso inacabable. Olas y olas contra su malecón. Un día sí y otro también. Al margen de cualquier certidumbre. Encallada entre millones de horas muertas, la ciudad se agota a la deriva consumida por las expectativas. Sin prisas, extemporánea, como una

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Page 1: Arquitectura para las almas' Jorge Mayet (Sema D'Acosta)

Jorge Mayet. Arquitectura para las almas. Sala Aljub

Es Baluard Museu d’Art Modern i Contemporani de Palma

marzo de 2011

Como restos de un naufragio Sema D’Acosta

«La historia es rica en ciudades desaparecidas:

ciudad engullida como la legendaria Ys,

sepultadas como Pompeya o Herculano,

o destruidas como Hiroshima y Nagasaki.

Pero más escasas son las ciudades dormidas,

petrificadas por la Historia y que,

poco a poco, se desmoronan.

La Habana es una de estas últimas.»1

Jean-Luc Monterosso

I (Deseo, 2009)

Esperar, esperar, esperar

Esperar. Esperar que las olas lleguen y agiten el agua. Esperar que pase el tiempo y se lo

lleve todo. Esperar la nada, densa y espesa, que orilla en La Habana, sinécdoque de una isla

ensimismada en un lapso inacabable. Olas y olas contra su malecón. Un día sí y otro también.

Al margen de cualquier certidumbre. Encallada entre millones de horas muertas, la ciudad se

agota a la deriva consumida por las expectativas. Sin prisas, extemporánea, como una

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plataforma flotante sin rumbo fijo. El clima, que es dulce y pegajoso en el Caribe, concome en

silencio sus raíces, una cepa profunda que se extiende millones de kilómetros y muchos siglos

atrás. Por más que bullan las calles y se escuchen ruidosas las voces en los parques, de lejos

predomina el silencio; un letargo de décadas. Cuando nunca pasa nada nuevo, los pálpitos se

anulan y prevalece el escepticismo, la conformidad, una resignación grave y feliz. Y al margen,

mientras, los habaneros esperan. No saben hacer otra cosa; aparcan sus ilusiones sin saber qué

va a ocurrir. Permanecen quietos, inmóviles, contemplando el ritmo cadencioso de las olas.

Quizás aguardan que transcurra el tiempo anhelando un día despertar sobresaltados, como en un

sueño extraño. O a lo mejor, acostumbrados a la necesidad, postergan cualquier desenlace que

requiera cambio y prefieren demorar el final para seguir respirando el vacío, la nada; un aire

cotidiano y rasgable como el que retrata Zoé Valdés en sus novelas o el que rezuman las

películas de Fernando Pérez.

La sección Art Projects de la feria internacional Art Basel Miami Beach del año 2009, fue

comisariada por el mecenas mexicano Patrick Charpenel, que seleccionó trece trabajos de

artistas provenientes de siete países. Los elegidos fueron Eduardo Abaroa, Karmelo Bermejo,

el colectivo Claire Fontaine, Cao Guimarães, Gonzalo Lebrija, Cristina Lei Rodríguez, William

Pope.L, George Rickey, Santiago Sierra, Marc Swanson, Rirkrit Tiravanija, Franz West y el

cubano afincado en Palma de Mallorca Jorge Mayet (La Habana, 1962), cuyo proyecto había

sido presentado por la galería Horrach Moyà, que participaba por primera vez en la cita

latinoamericana incluida dentro del apartado dedicado a las creaciones más novedosas, ART

NOVA. Las obras se instalaron en su mayoría al aire libre, distribuyéndose por la playa y sus

alrededores en un área indeterminada comprendida entre el Oceanfront y el Miami Beach

Convention Center.

Sin lugar a dudas, una de las piezas más singulares y aplaudidas tanto por el público como

por la crítica en esa edición fue la escultura-instalación de Mayet, un bohío tradicional caribeño

construido con madera y hojas de palma. Esta casa rural, que medía tres metros y medio de

ancho por seis metros de largo, flotaba en el mar a escasos metros de la costa solo sujetada por

unos delgados anclajes. La estructura endeble de la choza, que se movía sometida a la fuerza

del oleaje o los cambios de marea, transmitía la sensación de un desvalido cobijo al albur de un

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destino incierto. Plantada frente a una hilera de hoteles de lujo y observada continuamente por

un sinnúmero de espectadores, los transeúntes se sorprendían al contemplar cómo esta

rudimentaria vivienda se mantenía sobre las aguas mecida por el viento. De un lado el horizonte

límpido, el agua transparente, la claridad. Del otro los rascacielos, los balcones alineados, los

carteles publicitarios. La realidad y el deseo enhebrados en una intersección antitética, como si

lo infinito y lo tangible pudiesen encontrarse en una localización concreta. La inmensidad del

océano frente a la pequeñez del hogar. Lo natural y lo artificial yuxtapuestos en un punto

neutro, una imagen regresiva donde se cruzaban los anhelos de cientos de miles de cubanos

expatriados. Desde la orilla, una anciana le comentaba apesadumbrada a su nieta: ¡Mira mi’ja,

en una casa como ésa que tú ves allí, vivíamos tu abuelo y yo! Inevitablemente, para los

exiliados el bohío de Mayet representaba la viva imagen del recuerdo, la añoranza por todo

aquello que alguna vez poseyeron, fuera material o inmaterial. La vida que pudo haber sido y

tuvieron que dejar atrás forzados por las circunstancias. Era volver, mentalmente, a la Arcadia

perdida. Ese pequeño habitáculo extractaba la esencia de un pueblo y despertaba, casi sin

querer, la melancolía y los humores.

Lo que uno es, siempre se echa de menos; se vaya donde se vaya. Los cubanos viven su

particular saudade de salsa y ron en Miami, meca utópica de libertad y expansión. Allí, un

profundo sentimiento de aflicción invade las remembranzas por lo que se ha perdido,

mezclando en una amalgama indescriptible vacíos, necesidad, amor, soledad, alegrías ausentes

y una idealización inabarcable. Al llegar a Estados Unidos se comienza de cero, se deja atrás

una vida y se empieza otra. Una vez que se sale de la isla ya nunca se ven las cosas igual, se ha

cruzado un umbral que marca un antes y un después. Miami y La Habana están separadas por

apenas ciento cincuenta kilómetros (noventa millas náuticas). Si se pudiera hacer el trecho

caminando, un hombre tardaría menos de tres días en recorrerlo. Tres días para andar de una

punta a otra del siglo XX, para peregrinar cien años y cruzar dos mundos; el que va de los

socavones, los cocotaxis y los chevrolets destartalados a las autopistas, los jets privados y los

yates de lujo.

Deseo se planteó desde el inicio como una metáfora sin connotaciones políticas. Su

intención era poética, lírica, manifiestamente libre. Su título hace referencia a una aspiración

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vehemente, a las ganas de que acontezca o deje de acontecer algo. Era una pieza abierta que no

escondía nada, que permitía que cada observador trazara su propia interpretación. En este caso,

cualquier exégesis es válida si se inscribe en la órbita de lo figurado y evita ambages arteros. El

artista solo pretendía sugerir, despertar asociaciones dormidas y avivar la sensibilidad. No

cabían lecturas veladas de sesgo crítico ni ninguna interpretación oculta. Igual que ocurre con el

grueso de la obra de Jorge Mayet, en sus trabajos se combina lo conceptual y lo matérico como

si él mismo fuese un numen inspirador que enardece alegorías escondidas. Su intervención se

ubicaba en un intersticio indeterminado que se expandía hacia varios territorios expresivos,

transitando del land art a la escultura, de lo instalativo a lo fotográfico. Aunque se concibió sin

propósito declarado, es innegable que la idea del bohío es una imagen que permanece indeleble

en el imaginario cubano. Junto a la palma real o el framboyán, configuran la forma en que el

paisaje campestre se perpetúa en la mente de los oriundos. Es un cliché habitual que no deja de

ser una sublimación, una meta-realidad que supera la sustantividad. El monte o la manigua

tienen mucha más variedad y riqueza, pero cuando alguien interpreta una vista de ellos en una

postal caribeña pocas veces olvida añadir este inmueble tradicional. Es como si su sola

aparición justificara la socialización de estos parajes remotos. Su presencia da fe de la mano del

hombre, testimonia un rincón amansado que deja de ser virgen y aparenta estar civilizado.

El bohío significa el origen, el ónfalo, el punto inicial. En construcciones parecidas

habitaban los indios taínos antes de que llegasen los conquistadores españoles, perpetuándose

en el tiempo como una morada primaria que apenas ha cambiado desde sus principios. Esta

habitación aborigen, probablemente sea la ejecución humana más prístina que puede hallarse

hoy en las Grandes Antillas. Durante siglos ha sido la residencia de los estratos humildes de la

sociedad, sirviendo de vivienda tanto para los guajiros de la sierra como para los esclavos que

trabajaban en las plantaciones de azúcar y café. Su perfil sencillo y sobrio es fácilmente

reconocible. La actividad de la casa giraba en torno al bohío, que se convirtió en el epicentro de

la vida doméstica y comunitaria en el campo. Además de sus valores arquitectónicos como lar

familiar levantado con materiales autóctonos obtenidos del medio natural, estas cuatro paredes

concitan valores etnográficos y antropológicos que forman parte de la idiosincrasia cubana.

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Del proyecto de Jorge Mayet se conservan algunas fotografías que documentan su

intervención en Miami Beach. La parquedad de la cabaña, de paredes blancas y un extenso

techo pardusco, rompe el perfil monótono del horizonte. Sobre los laterales encalados, se

marcan firmes tres ventanucos oscuros. Las imágenes son de una belleza sencilla y serena. De

lejos, la choza parece una de esas casas esquemáticas de una sola habitación que dibujan los

niños. Ciertamente, un bohío es la mínima expresión de una vivienda, solo mantiene lo

imprescindible para guarecer. Al examinar las instantáneas que recobran la memoria del

acontecimiento, nos parece verlo hundido en el mar, como si hubiese echado raíces en el fondo

y se balanceara dócil cual nenúfar en un estanque. El efecto visual es sorprendente y la

paradoja que se crea es más que obvia, ya que era imposible que una edificación de madera de

este calibre se sostuviera sobre una superficie líquida sin hundirse. Es curioso, para el Skulptur

Projekte de Münster Jorge Pardo realizó en 1997 un embarcadero que distaba apenas unos

metros del margen del río que atraviesa dicha localidad alemana, una estructura conectada con

la ribera por una amplia pasarela que contemplada desde lejos parecía que también sobresalía

misteriosamente del agua. Ambos artistas integran su trabajo en la Naturaleza respetando el

equilibrio del contexto y logrando crear con sutileza un enigma sugerente que no estorba al

medio que lo circunscribe, sino que lo enriquece.

Es inevitable establecer el parangón entre esta obra de Mayet desamparada en mitad de la

nada y la propia isla de Cuba, encallada entre el mar del Caribe, el océano Atlántico y el Golfo

de México. Ambas, la realidad y su imagen –la parte y el todo–, aguardan pasivas que las

circunstancias se definan, asumiendo con indolencia los sucesos que se avengan. Si nos

centramos en La Habana, la parábola concebida con esta producción site specific es diáfana y

puede resultar admonitoria, especialmente si asumimos que puede interpretarse como una

metáfora sobre el presente estoico que viven hoy los cubanos y el futuro impreciso que

prorrogan sine die. Al igual que la ciudad se desgasta desde hace cincuenta años

condescendiente con las olas que rompen regularmente contra su malecón, el bohío expuesto en

la playa acechaba desalmado su infortunio soportando impasible las arremetidas del tiempo. Por

desgracia, La Habana languidece asolada por las miserias de un idealismo mal conducido.

Anulada, apagada, descreída. Contradictoriamente, la metrópoli viva (que es toda alma) se

muere consumida en un intervalo equivocado, una coyuntura que pone en evidencia la

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insularidad de un país fuera de época que aguarda, como la choza fabricada en la costa

miamense, una fatalidad irremediable.

Durante tres días, del viernes 4 al domingo 6 de diciembre de 2009, la instalación-

escultura estuvo varada en la orilla. El artista esperaba sin saber bien qué mientras la plataforma

era removida por la mareta. Observaba el ir y venir acompasado del mar, su insistente ritmo

imperturbable. A la tercera jornada, en la misma fecha en la que se clausuraba la feria Art Basel

Miami Beach, los acontecimientos se aceleraron y una inmensa ola descabalgó la casa, que se

volcó y desbarató con rapidez. Después de zozobrar hubo que recoger con premura los restos

para salvar con prontitud aquello que se pudiera. Como ocurría en los trabajos de Félix

González-Torres, al considerar en este proyecto los avatares que condicionan el devenir de los

días y constituyen la sustancia de lo cotidiano, el arte deja de ser aquí algo autónomo –y por

tanto unívoco– para convertirse en un ente orgánico que participa de las circunstancias que lo

envuelven. Lo que se genera alrededor de la pieza no solo le afecta de manera esencial, sino que

además la determina y constituye. Al exponer esta construcción tradicional a las eventualidades

que pudiesen sobrevenir, Mayet alejaba su creación de los discursos teóricos y la instauraba de

pleno en la existencia real de las cosas; un cosmos imprevisible donde, como en la vida misma,

predominan lo incierto y las casualidades comunes.

Las fuerzas naturales acabaron abatiendo la plataforma que sostenía al bohío, dejando su

autor de manera consciente que el entorno decidiera sobre su porvenir. Fueron las corrientes

marinas y no su artífice las que dictaminaron la desdicha ulterior de la cabaña, que acabó

desintegrada como si hubiese sido engullida por el vórtice de un huracán tropical. Si

entendemos que aquello fue un naufragio (excelso símbolo para una transmutación que

protagonizan afamadas pinturas románticas como El mar helado de Caspar David Friedrich, La

balsa de la medusa de Théodore Géricault o varias marinas de William M. Turner), ese instante

axial delimita las dos etapas de este continuum, el tránsito exacto entre Deseo y Arquitectura

para las almas.

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II (Arquitectura para las almas, 2010)

Restos, memoria, nada

No cabe duda de que la desaparición oceánica más conocida del arte actual fue la muerte

de Bas Jan Ader. El 9 de julio de 1975, este artista holandés de 33 años que daba clases en la

Universidad de Los Ángeles se embarcó en un pequeño velero de cuatro metros de eslora que

no incorporaba motor con la intención de atravesar sin ayuda el Océano Atlántico. Quería

cruzar desde la costa norteamericana hasta la inglesa como colofón final de su proyecto In

search of the miraculous (En busca del milagro). Diez meses después fue hallada su

embarcación por un pesquero gallego a pocas millas de Irlanda. A bordo solo se encontró el

pasaporte que lo identificaba, no había indicios sobre su paradero ni ninguna pista que diera a

entender qué había pasado. Su cuerpo nunca apareció. Esta última acción heroica y silenciosa

de Ader, se ha convertido con el tiempo en una epopeya contemporánea que nos conmueve por

la grandeza de su sencillez. No existen en esta acción ni alardes, ni ostentación, ni boato, ni

ceremonias, ni suntuosidad. Exactamente, representa todo lo contrario. No sabemos nada de

ella y su único valor reside en lo que somos capaces de inferir a partir de una supuesta

recreación de los hechos. El creador, en un gesto épico que le cuesta la vida, lleva hasta sus

últimas consecuencias su trabajo artístico, una decisión calamitosa cargada de romanticismo y

sentimientos exacerbados. «Todas las pasiones terminan en tragedia», escribió Novalis.

El bohío diseñado por Jorge Mayet comparte ciertas concomitancias con esta acción

extrema, ya que la destrucción forma parte también de su esencia. La gran diferencia entre uno

y otro es que lo que en el primero es simbólico en el segundo es estrictamente literal. Los dos

fusionan arte y existencia, entendiendo que la Naturaleza y el Hombre son un todo único cuyo

encuentro desencadena vida o muerte de modo cíclico y regenerativo. Tanto el Óbito como la

Resurrección reflejan una dicotomía habitual en la mayoría de religiones y mitologías,

creencias que según la hermenéutica tradicional estaban estrechamente ligados al cambio de las

estaciones y los periodos en los que se dividía el año. Frente a las formas artificiosas y

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armónicas del neoclasicismo, el Romanticismo se inclinaba por aquello que resultaba dinámico

y tremendo, procurando que lo tempestuoso desbordara la percepción para intentar así alcanzar

lo sublime. Los fragmentos volátiles de la instalación de Mayet que contemplamos en la sala

(desordenados, lábiles, inestables), son la exteriorización de un paisaje subjetivo al modo

precisamente romántico, donde como ocurre en los ciclos alquímicos el nuevo nacimiento sirve

para alcanzar un estado más puro, lixiviado y espiritual.

El proyecto Arquitectura para las almas comienza desde el mismo momento en que se

recuperan los restos de la escultura-instalación Deseo. Una obra origina otra obra en un proceso

retroalimentado de reconversión, tal como consideraba el científico francés Antoine Laurent

Lavoisier, para quien las sustancias cambian de estado en nuestro planeta, siendo capaces de

alterar su forma, apariencia o condición pero nunca sus cualidades inherentes. El padre de la

química moderna estableció en el siglo XVIII una máxima para indicar al tránsito de energía

entre elementos naturales: Nada se crea, nada se destruye, todo se transforma, apotegma que se

ha convertido en uno de los ejes centrales del corpus creativo de Simon Starling, artista inglés

al que le fascinan los procesos y conversiones que sufren tanto los objetos como las ideas.

La metamorfosis que sufre la pieza de Mayet permite trocar lo sólido y tangible (una

casa habitable) en un conglomerado de esquirlas que flotan en el aire sostenidas por hilos

invisibles. Estos fragmentos colgantes que se expanden a lo largo del espacio abovedado del

aljibe sin una configuración precisa, forman una especie de nimbo etéreo a mitad de camino

entre lo terrenal y lo empíreo. El propio artista reflexiona sobre su obra de Es Baluard: «no es ni

siquiera una arquitectura para gente real. Mi construcción está pensada para que sea habitada

por los cuerpos que fueron; es más bien el esqueleto de una arquitectura para las almas». Como

reza su nombre, la obra vive en la remembranza y aspira a convertirse en asidero que sirva de

amparo para los seres inmateriales que algún día fueron y ya no son. Forma parte de una

realidad paralela e intangible que como la literatura, tiene la fuerza del símbolo. Los personajes

de las novelas y los cuentos no existen en ningún sitio, viven en nuestra memoria… y allí gozan

de vida eterna. Continúa aclarando Mayet: «como todo lo que hace referencia a la vida del

campo, la imagen suspendida del bohío hecho pedazos pertenece, en principio, a un pasado

remoto. Aun así, las cuatro paredes elementales levantadas sobre tierra roja constituyen el

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origen de algunos, por no decir de muchos. Recuerdo endulzado por el idilio, el bohío aparece

rodeado por una ambigüedad: nadie acepta y nadie reniega de esa casa de campo de donde

proviene». El restablecimiento de este icono histórico de una manera tan singular,

desmembrado y exhibido como si se tratara de una auténtica reliquia, invoca al inconsciente

colectivo de los cubanos a rescatar la memoria, repensar su pasado y plantear su futuro. La

capacidad evocadora de estos restos recobrados que se desparraman por doquier sin ninguna

ortodoxia aparente, refleja de modo inevitable esa extraña impresión de abandono que

desprenden las ruinas o los objetos desechados, una congoja incógnita que impregna lo viejo

con una pátina peculiar que nos habla de las aspiraciones y frustraciones del ser humano.

Las ruinas, según se miren, pueden entenderse como una vanitas coetánea que nos

habla de la transitoriedad de lo humano y nos advierte sobre lo efímero. En pleno auge

victoriano, Gustave Doré dibujó Londres en escombros como estampa final de una de sus

series más populares, planteando con este grabado apocalíptico una moraleja pesimista que

intentaba vituperar por sus excesos a la ciudad más importante del mundo en ese momento. En

otra premonición exhortativa, Hubert Robert pintó una vista imaginaria de las galerías del

Louvre completamente derruidas y abandonadas, insinuando que todo aquello que es bello y un

día relumbró, también tendrá su ocaso y resultará superado. Sirva de botón para cualquier

vestigio clásico la mención que hace Jacobo Cortines de los restos romanos de Itálica, unos de

los más renombrados de España glosado entre otros también por el poeta barroco Rodrigo

Caro: «dejó de ser un simple nombre para erigirse en una imagen, plasmación de una compleja

problemática que, si partía de la nostalgia por un mitificado pasado, daría muy pronto lugar a la

lamentación por un deplorable presente con la consiguiente formulación de serias reflexiones

morales, tales como la fugacidad de las glorias mundanas, la fragilidad de nuestra existencia y,

en última instancia, la presencia de la muerte».2 Asimismo, de igual modo el famoso soneto de

Francisco de Quevedo «Miré los muros de la patria mía» también hace mención a un ayer

glorioso que se ha perdido y es irrecuperable. Este hastío al observar el declive de España,

puede ser análogo a la sensación de desencanto que baña las añoranzas de Jorge Mayet al

contemplar desde la distancia su propia nación, abandonada a su suerte después de medio siglo

de desengaños.

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La capital de Cuba se nos aparece hoy completamente deshecha, como bien refleja el

documental La Habana: Arte Nuevo de Hacer Ruinas (2006) dirigido por los alemanes Florian

Borchmeyer y Matthias Hentschler, que recogen en una película el estado de excepción que

vive actualmente la ciudad. Pretendiendo conocer el régimen socialista antes de su caída,

Borchmeyer viajó hasta Cuba en 1997 con la intención de experimentar de primera mano las

tribulaciones de un sistema político que consideraba obsoleto. Al adentrarse en la vida de sus

habitantes, quedó fascinado por la naturalidad con la que los habaneros residían en las ruinas.

Ese fue el punto de arranque de un proyecto que acabó fraguando y que quería mostrar la ruina

como alegoría de la realidad de la isla. En todos sus campos, bien sean reales o figurados, un

lugar estancado en un estado de inercia perpetuo que no avanza hacia ningún sitio y persiste

absolutamente abandonado a su suerte. Como comenta Javier Hurtado Costero3 al aludir a este

filme: «nos muestra las ruinas pobladas y cómo sus habitantes al mismo tiempo forman parte

de ellas. Ellos mismos son una ruina que solo concibe su vida en ese montón de escombros que

amenaza con aplastarlos inexorablemente. El caso más patente es el del viejo Teatro

Campoamor, que no es más que una fachada y un montón de cascotes desperdigados en los

cuales el mulato Reinaldo ha plantado su vida. […] Así parece La Habana, la ruina habitada,

los edificios ya no son capaces de evocar el pasado, han devenido en elemento no significativo

y se instalan en el presente solo como un conjunto arquitectónico ruinoso y unos inquilinos

también en permanente proceso de derrumbe. […] La Habana es una ruina contemporánea, es

una ruina viviente […] La vida [allí] es una ruina. […] El Paseo del Prado parece recién

bombardeado y los cristales de las ventanas, ya inconcebibles, son sustituidos por cartones o

periódicos. Los hombres se asoman en camiseta y la música atrona desde el interior de la

vivienda. Todos forman parte de la ruina general. Los callejones donde la luz se escapa, las

esquinas de jugadores de dominó, el malecón […], las carreteras llenas de baches, las luces

blanquecinas de los fluorescentes, los bares anclados en el pasado, la policía controlando, el

Tropicana, las canciones al Che, el Granma y la Juventud Rebelde, los mojitos, la escenografía

de la BDM, el Art Decó del Nacional, las librerías oficiales vacías de libros, los hombres y

mujeres que todo lo venden. La Habana debería ser declarada ruina en peligro de derrumbe

inminente».

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Con la instalación de Es Baluard, Jorge Mayet ha pergeñado su particular arqueología

memorística, levantando una especie de tótem conmemorativo a la indolencia. Cuando le

preguntaron a Antonio Tabucchi sobre si su libro El tiempo envejece deprisa era una

reclamación a favor de la memoria respondió: «Sí, se puede decir, entre comillas, que es una

reivindicación de la memoria, pero más bien de sus infinitos juegos. La memoria subjetiva

posee una gran libertad y por tanto una gran creatividad. Hoy, en los tiempos de la

posmodernidad, vivimos en un presente eterno, como lo ha llamado Marc Augé, en el que la

memoria está en encefalograma plano.»4 Evitar que caigan en el olvido los hechos del pasado

es un modo hermoso de homenajear la lucha humilde que la sociedad mantiene con sus

propios errores. Rescatar es no olvidar, es recapitular aquello que nos ha constituido para

seguir meditando sobre lo que somos. Ahí se halla el sentido del arte, esa es su misión,

descubrir resquicios por los que colarse para hacer pensar al espectador.

Al cumplirse en 1985 el siglo y medio de la independencia de Texas, Robert

Rauschenberg volvió a su tierra natal para recibir un glorioso homenaje. Se quedó

sorprendido al comprobar cómo la crisis petrolera de principios de los ochenta había hecho

estragos en las zonas rurales de su estado, que eran las que más dependían de la explotación

del crudo. Lo que se extendía ante sus ojos era un campo yermo plagado de gasolineras

cerradas, coches usados, barriles vacíos y chatarrerías, restos que procedían del abuso y los

excedentes de producción. Estas ruinas industriales representaban la codicia y desmesura en

la que falsamente se había instalado una comarca completa, unos remanentes que el artista

norteamericano empezó a recopilar por fragmentos para concebir sus conocidos Gluts, un

término cuya traducción adecuada al castellano sería superabundancia, exceso, sobrante. El

rescate íntimo de su propia identidad que hace Rauschenberg al compilar pedazos arrancados

de automóviles (salpicaderos, tubos de escape, puertas, maleteros, radiadores, logotipos,

emblemas de capó…), carteles de estaciones de servicio u otros objetos domésticos, acarrea

un sinfín de connotaciones personales extremadamente hondas. Estos amasijos metálicos nos

acercan al niño que fue, al paisaje que absorbió en su juventud o la educación que recibió, al

mundo en el que trabajaban sus padres y crecieron sus ilusiones o a los amigos que dejó

atrás. Sin duda, encarnan las fuerzas que lo constituyeron como individuo y son un repaso

completo a su pasado.

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De idéntico modo los residuos del bohío recuperado en Miami Beach por Jorge Mayet

nos comunican mucho más de lo que advertimos. Arquitectura para las almas rebasa lo

meramente estético y se coloca en un nivel superior por encima de lo estrictamente plástico.

Su presentación en el Aljub, antiguo depósito de agua del siglo XVII reconvertido en la sala

más singular del museo, permite situar la instalación en un espacio atemporal con una

atmósfera especial; circunstancia que potencia la carga emocional que concentra la obra e

imbuye al visitante sobre los significados y paradojas de una isla que se desmorona con

laxitud ante la impasible mirada de aquellos que la aman.

S. D’.

Gerena, febrero de 2011

Notas:

1. Jean-Luc Monterosso, «Un apóstrofe mudo». Del catálogo En Cuba. Ángel Marcos, p. 9. Maison Européenne de la

Photographie, París, 2006.

2. Jacobo Cortines, «Estudio preliminar». Del libro Itálica Famosa, p. 13. Fundación Luis Cernuda, Sevilla, 1995.

3. Javier Hurtado Costero. Extraído del texto Habana ciudad en ruinas del blog ‘Barcelona/Sidney/New York’.

<http://bcnexpres.wordpress.com/2010/12/27/habana-ciudad-en-ruinas/>.

4. Antonio Tabucchi es entrevistado en El Cultural por Alberto Ojeda. Publicado el 15 de marzo de 2010.

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