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El Ojo del Tiempo Ediciones Siruela

Frank Westerman

AraratTras el arca de Noé,

un viaje entre el mito y la ciencia

Traducción del neerlandés de Goedele de Sterck

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Esta publicación ha s ido posible gracias a l apoyo económico de la

Fundación para la Producción y Traducción de la l i teratura holandesa

Todos los derechos reservados. Ninguna parte de esta publicación

puede ser reproducida, a lmacenada o transmitida en manera alguna

ni por ningún medio, ya sea eléctr ico, químico, mecánico, óptico,

de grabación o de fotocopia, s in permiso previo del editor.

Título original : Ararat

En cubierta :

Diseño gráf ico: Gloria Gauger

© 2007 by Frank Westerman

originalmente publicado por la editorial Atlas , Amsterdam

© De la traducción, Goedele De Sterck

© Ediciones Siruela , S . A. , 2008

c/ Almagro 25, ppal . dcha.

28010 Madrid. Tel . : + 34 91 355 57 20

Fax: + 34 91 355 22 01

siruela@siruela .com www.siruela .com

ISBN: 978-84-9841-164-5

Depósito legal : M-??-2008

Impreso en

Printed and made in Spain

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Ararat

PrólogoMasisEl comienzo (t = 0)Ceniza y lavaEl undécimo mandamiento√ -1La vertiente septentrionalHomo diluvii testisCanto XI

La roca del GénesisLa palabraBuzdagTendrás un hijoLa Montaña del Dolor

Fuentes y agradecimientos 143

Índice

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ARARAT

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Para Vera

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El agua había pulido las piedras hasta convertirlas en hue-vos de reptil. El cuarzo lechoso era de un blanco liso y opaco.La granulita aparecía verdosa y veteada. Luego estaban las sua-ves formaciones calizas que casi se deshacían al tacto.

El torrente empujaba los guijarros sin tregua en direcciónal mar, reduciéndolos a gravilla. «Grava lavada», como la quese extraía del curso inferior de los grandes ríos. No es inusualque la grava alcance velocidades de hasta un kilómetro por si-glo, aunque el transporte puede verse interrumpido si se pro-duce una glaciación.

Los cantos rodados del Ill, un arroyo vadeable de los Alpesaustríacos, debían de llevar ya unos pocos milenios de caminocuando, en el verano de 1976, varios centenares fueron inter-ceptados provisionalmente, víctimas de un leve cambio derumbo. De hecho, el 23 de julio de ese año, unos niños que ju-gaban por allí se pusieron a sacar piedras de la parte seca delcauce con las manos desnudas. Las llevaban a duras penas has-ta el riachuelo y las arrojaban al agua con un ¡chof! que se su-maba a las de por sí vigorosas salpicaduras provocadas por losrápidos.

Entre aquellos niños que cargaban las piedras estaba yo. Te-nía once años y, con toda probabilidad, era el más pequeño.Recuerdo cómo en cada ocasión me quedaba mirando duran-

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Prólogo

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te unos breves instantes el cambio que producía la piedra enel curso de agua. Estábamos construyendo una presa que pri-mero hacía remontar el agua tres o cuatro palmos para luegoaplacarla por un momento antes de echarla a un lado con unmovimiento brusco, como en un combate de judo. Era impre-sionante verlo. La aspereza de las yemas de mis dedos y el hor-migueo que percibía en los antebrazos intensificaban la sensa-ción de que éramos capaces de someter a nuestra voluntad lamarcha natural de las cosas. Por más que el Ill tirase de tobi-llos y rodillas, no lograría derribarnos. A izquierda y derechaemergían laderas boscosas, pero, pese a aquellas oscuras pare-des, el fondo del valle no resultaba nada siniestro. Con su te-chumbre de madera invadida por nidos de golondrina, el cer-cano puente que conducía al pueblo de Gargellen creaba unambiente relajado que recordaba una maqueta de tren.

Aquel día soleado, nuestro juego derivó en empresa seria.Había tres «maestros de obras», adolescentes larguiruchos ydesgarbados que daban instrucciones desde el agua con la ca-miseta atada a la cabeza al estilo de los piratas. Bajo el mandodel Gran Maestro, un profesor barbudo de Múnich, nos esfor-zábamos en levantar una barrera que llegara hasta el eje lon-gitudinal del Ill. En el centro se extendía una desértica islaoblonga, poco más que una playa de piedras que, con su bau-prés, dividía el arroyo en dos. El Ill se resignaba a esa suerte se-parándose en partes iguales en medio de una lluvia de espu-ma. Tras rodear la lengua de tierra por los costados, ambasramificaciones volvían a entrelazarse ruidosamente a la alturade la quilla. Tan pronto como la presa estuviera terminada, pa-saríamos a la isla para montar una tienda de campaña y en-cender una hoguera.

Waldcamping Batmund, donde pasábamos las vacacionescon nuestros padres, estaba compuesto por cuarenta y dos par-celas; la isla del Ill que se ubicaba detrás del pequeño bosquede ribera se transformaría en la parcela número cuarenta y tres.

Hacia el mediodía la pasarela estaba lista. Ya sólo faltaba po-nerle la piedra clave. El Gran Maestro trajo un tronco de árbol

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y, bajo nuestras atentas miradas, lo clavó en solitario al pie deuna roca a modo de ariete.

–Freitag!Para mi sorpresa y júbilo me llamaba a mí: ¡Viernes! Me in-

dicó con un gesto que insertara una piedra debajo de la pa-lanca.

–¡Un poco más cerca! ¡Ahí! Genau!Entre los constructores de la presa no había austríacos. Sólo

alemanes, daneses, neerlandeses y unos gemelos belgas.Después de introducir un canto moteado entre la roca y la

estaca, me alejé de un salto. Me sentía orgulloso de mi apodo,del hecho de que alguien se hubiera fijado en mí. Contempléla escena con los brazos chorreantes, levemente apartados delpecho; un chico, uno de entre miles, que de ningún modoquería crecer, al contrario, soñaba con tener siempre once o,como mucho, doce años, porque a partir de los trece tocabahacer deberes. Y entonces se acababan los juegos.

Mientras me apartaba con el brazo un mechón de la cara,esperando a conocer lo que me depararía el resto de mi vida,me pasó por la cabeza que era jueves –Donnerstag–, pero pormiedo a equivocarme no me atreví a mencionarlo en voz alta.Pensé cuán fantástico sería que continuara siendo jueves–¡este jueves!– para siempre. Ojalá el eje de la Tierra pudie-ra inmovilizarse con un solo clic. De hecho, no era imposible,pues el Señor ya se había encargado de semejante proeza conanterioridad para permitir que el pueblo de Israel ganaseuna guerra. En aquella ocasión hizo que el sol se quedara sus-pendido en lo alto de las colinas, al igual que la luna emer-gente al otro lado del campo de batalla. Todos aquellos sol-dados y sus caballos debieron de caer al suelo dándose unbuen batacazo.

Uno, dos, y tres... Al principio la roca no se movía, pero, encuanto se colgaron de la palanca otros dos chicos más, se ladeóy se desprendió del talud de la orilla. Como la muela de un ani-mal prehistórico, la mole de granito rodó ladera abajo dandocuatro o cinco golpes graves y fue a parar al arroyo.

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El sol había pasado ya por el cénit; serían la una o las dosde la tarde.

En el año 1976, la sala de control de la sociedad anónimaVorarlberger Illwerke disponía de unos paneles instalados a laaltura de las mesas de trabajo y equipados con unas manecillasincrustadas. Una parte de los tableros de mando funcionabade forma automática, pero cuestiones importantes, como el ni-vel del agua de los cinco embalses del curso superior del Ill, seregulaban aún manualmente.

El interior tendría una apariencia sobria si no fuera por elmonumental relieve del macizo de la Silvretta y los valles ane-xos que cubría una de las paredes. La obra podría calificarsede mapa tridimensional, o de maqueta, aunque en realidad sehallaba a caballo entre ambos. Cinco discos de plexiglás alum-brados por una luz azulada marcaban los pantanos adminis-trados por la empresa, en tanto que las turbinas de los gene-radores de corriente estaban indicadas mediante puntitosluminosos. El Ill serpenteaba y se ramificaba como una venaazul. Antes de Sankt Gallenkirch, justo donde el valle presentaun recodo, se erigía una pequeña señal formada por dos cor-chetes dándose la espalda el uno al otro: el puente que con-ducía a Gargellen. Waldcamping Batmund no aparecía, peroestaba la torre de alta tensión de Illwerke que se elevaba sobrelas tiendas de campaña y las caravanas.

El 23 de julio de 1976, el ingeniero de turno observó el equi-librio hidrológico del embalse de Silvretta con preocupación.El depósito de treinta y ocho millones de metros cúbicos se re-tenía de modo artificial tras un muro de hormigón con una al-tura de ochenta metros y un grosor de treinta y ocho metrosen la base. Habida cuenta de la capacidad de almacenamien-to, el balance (diferencia entre aportación y evacuación) no te-nía por qué ser siempre igual.

Sin embargo, a raíz de la persistente climatología veraniega,el lago recibía desde hacía semanas una cantidad de agua dedeshielo superior a la media, por lo que se estaba alcanzando

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el nivel máximo permitido. Si no había intervención humana, elembalse se desbordaría entre las ocho y las nueve de la tarde.Por lo general, el excedente de agua se vertía por la noche,pero al ingeniero de servicio se le antojaba una falta de res-ponsabilidad esperar por más tiempo. A la una y media de latarde tiró de dos manivelas para abrir las correspondientes es-clusas de mariposa que se ubicaban al pie del lago de Silvretta.

Nada más inaugurar la presa, empezamos a buscar leña. Re-cuerdo haber cogido de paso unas fresas silvestres en el sauce-dal de la ribera y haberlas guardado en el bolsillo delantero demi pantalón corto. Tambaleándome por medio de las piedrasamontonadas, me dirigí a la isla del Ill con los brazos cargadosde ramas. Saqué las fresas aplastadas con aspecto de mermela-da de mi bolsillo y las dejé encima de una roca extraordinaria-mente lisa. Después contemplé, sentado en cuclillas, cómo losmaestros de obras preparaban el terreno para hacer un fuego.

Mi hermana fue con otras chicas del camping al supermer-cado a aprovisionarse de patatas, papel de aluminio, harina,levadura, sal, leche, Coca-Cola y, a poder ser, una botella deron austríaco para mezclar. Imaginé cómo esa tarde asaríamospatatas envueltas en papel de plata y tostaríamos barras depan pinchadas en varas de sauce. Nuestros padres, que aún es-taban leyendo bajo el toldo de la tienda de campaña, prontovendrían a vernos. Sabía lo que iba a pasar: mi madre no osa-ría atravesar las piedras sueltas de la barrera, pero, por suerte,mi padre sí.

Así, con las yemas de los dedos sumergidas en el agua quecorría a mi lado, me quedé cavilando un buen rato. Me llamóla atención que, una vez dentro del arroyo, el tono apagado delos guijarros y los cantos rodados se tornase naranja o verde orojo, como si se transformaran en piedras preciosas.

En atención al creciente turismo, Illwerke AG había coloca-do señales de advertencia a lo largo del Ill. Unas grandes letrasnegras decían LEBENSGEFAHR! (¡PELIGRO DE MUERTE!)

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con todo tipo de explicaciones debajo. No eran letreros ano-dinos, sino verdaderos armatostes de metal presentes en am-bas orillas. Uno de ellos estaba atado a la torre de alta tensiónque se erigía en el linde del pequeño bosque de ribera situadodetrás de Waldcamping Batmund. En la práctica, todo el mun-do asociaba aquel aviso con descargas eléctricas mortales y laevidente prohibición de subirse al poste.

Cuando empezó a sonar a lo lejos el zumbido de un avión,estábamos entretenidos montando las lonas de color verde pá-lido de una tienda militar. Yo sujetaba una varilla telescópicade metal. Conforme el ruido se iba intensificando, todos le-vantábamos la cabeza para escudriñar el cielo por encima delas copas de los árboles. Al alzar la mirada no vi venir el chorrode agua que acabó por inundar mis pies. Di un salto. Mi pri-mer pensamiento fue la leña. Tenía que evitar que se mojara.Hasta que observé cómo la isla se cubría de agua en un únicomovimiento fluido. Desde más arriba se aproximaba por todolo ancho del cauce del arroyo una rugiente pared de espuma.No era un cilindro ni un muro vertical con cresta, sino una olade varios pisos que salpicaba a diestro y siniestro. El rompien-te propio de un temporal del noroeste.

Mientras me metía en el agua al igual que los demás, sa-cando pecho como un corredor que cruza la meta, me perca-té de cómo la corriente arrastraba la presa. Bajo mis pies, laspiedras se movían a una velocidad vertiginosa saltando en elfondo del arroyo, que, de un instante a otro, pasó a ser un río;detrás de mí, el torrente se llevaba la tienda de lona y los ha-ces de leña en dirección al puente.

Los otros alcanzaron la orilla –me dio tiempo a verlo–, peroa mí me tiraron de la cintura y me empujaron hacia abajo.

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Si apilas las sílabas de Ararat una encima de otra nace unamontaña:

ARA

RAT

Me agrada verter letras en palabras y palabras en relatos.Por el sonido, la cadencia, el significado. Y por las chispas. Alchocar dos frases entre sí se prende un fuego. El Ararat es ar-menio. El Ararat es turco.

Si todo va bien (y con el Ararat todo va bien), el relato seeleva por encima de la verdad de las oraciones sueltas. La cum-bre entendida como lo primero que se secó después del dilu-vio. Borrón y cuenta nueva. Tal arraigo tuvo el Ararat en la fede mi infancia.

La primera vez no estaba preparado para contemplar elArarat con mis propios ojos. Corría el mes de noviembre de1999, la época en que todo el mundo hablaba del «efecto2000». En Times Square, y también más cerca de casa, en la Pla-za Roja de Moscú, se veía cómo iban desapareciendo los se-gundos en luminosas pantallas digitales. Había dado comien-

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Masis

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zo la gran cuenta atrás y ello implicaba hacer las cosas con cier-to apremio, pero también con mayor intensidad. La mera ideade que un estúpido fallo informático pudiese paralizar, parcialo totalmente, la civilización terrestre confería a aquellos díasun resplandor especial. ¿Quién garantizaba que a las cero ho-ras cero minutos y un segundo del 1 de enero de 2000 –coinci-diendo con los fuegos artificiales– no abandonarían sus silosunos misiles nucleares rusos? Podíamos adoptar una actitudestoica, tomárnoslo a guasa o interpretarlo como el anunciode un apocalipsis inminente.

Por aquellas fechas emprendí un viaje a Armenia. Trabaja-ba como corresponsal en la antigua Unión Soviética y hasta en-tonces no me había desplazado hasta el límite meridional demi zona de cobertura informativa. Un Iliushin de Aeroflot ha-cía la línea regular entre Moscú y Ereván. Después de seguirdurante varias horas el mismo meridiano, el panzudo aparatodescribió una leve curva sobre el Cáucaso y sus guerras, unasextinguidas y otras en curso. No muy lejos, debajo de nosotros,centelleaban los ríos de montaña de Chechenia. Sólo nos que-daba confiar en que voláramos a una altura suficiente comopara no transformarnos en blanco aéreo.

Al llegar a Ereván se me escapó un detalle: la pasarela quecomunica la puerta del avión con el edificio del aeropuerto ab-sorbe al desprevenido visitante hacia el interior de un volcán.El arquitecto diseñó la terminal con forma de cono aplanadode cuyo centro emerge, cual columna de lava, la torre de con-trol. El pasajero no se percata de ello, entretenido como estáen localizar su equipaje, sacudirse de encima a maleteros de-saliñados y taxistas, y buscar urgentemente unos aseos.

Nada más recuperar mis bultos, entré en un microbús delaeropuerto que aguardaba bajo un viaducto de hormigón lahora de partida envuelto en una nube de humo con tufo a ga-solina. De camino a la ciudad, después de dejar atrás el hor-migueo de las llegadas y las salidas, me llamó la atención quela llanura poblada de viñas y álamos estuviera delimitada, en lalontananza, por una pared montañosa. Los cobertizos de ma-

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dera y piedra, las zanjas de irrigación y los cortavientos natu-rales, todo se hallaba al abrigo de aquella única pantalla pro-tectora. No era ningún muro, sino una trama ascendente deverdes y grises. Lo curioso era que la pared continuaba másallá de donde me alcanzaba la vista, a modo de escala de Jacob,llenando todo el marco de la ventanilla del microbús. Para ave-riguar si aquella acumulación de pedruscos y hierba termina-ba en algún momento, me vi obligado a ladear la cabeza y, encuanto me encogí un poco más, divisé una rocosa franja negracoronada por un manto de hielo. Encima atisbé, al fin, el azuldel cielo. Tenía la impresión de que el Ararat me había vistoantes a mí que yo a él.

En Ereván no puedes hacer nada sin que te vigile el Ararat.Me resultaba enervante. Apenas pude reprimir la tentación desentarme en una terraza a devolverle la mirada. «Masis» le lla-maban los armenios, o también Montaña Madre, pues lucía enuno de sus flancos un cono volcánico perfecto que, en tiemposlejanos, había brotado de su regazo, lo que provocó unas te-rribles contracciones. Quise ponerme a trabajar, pero me dis-traía el escenario de aquella montaña bicéfala. En mi cabezaretumbaba una frase que mi profesora de ruso me hacía reci-tar a modo de mantra para ejercitar la pronunciación de la r:

Na gore Araratrastiot

krupni vinograd

(En el monte Ararat crece un enorme viñedo)

Me sorprendía a mí mismo deleitándome en la articulaciónde la palabra «Ararat» (desde luego, no se prestaba al susu-rro). Cabía la posibilidad de hacer resonar las dos erres comoavalanchas de piedras en una ladera lejana.

En la ciudad, la vida seguía su curso habitual. Los quios-queros exhibían sus mercancías: flores frescas, periódicos, li-

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britos de crucigramas. Más allá, unos cambistas estaban ocu-pados en introducir las cifras del cambio del día en unos pane-les que decían We Buy/We Sell (Compramos/Vendemos) Pero lomás notable era que, conforme avanzaban las horas, la atmós-fera se tornaba más y más nebulosa, por lo que las estribacio-nes del Ararat parecían sumergirse en unas charcas de leche.Por la tarde se formó a la altura de la negra franja rocosa unmar de nubes del que, sin embargo, sobresalía el rutilantemanto blanco. El Ararat no poseía ningún saliente punzante;la cumbre se revelaba como un campo de hielo convexo y on-dulado.

Aun sin salir a la calle era imposible evadirse de él. Su efi-gie se encontraba en los billetes de banco, los sellos y como ho-lograma en las tarjetas de crédito. Incluso en los momentos enlos que no pensaba en él, mientras recorría la zona para pre-parar mi reportaje, se manifestaba en las formas más diversas ysorprendentes.

La primera vez ocurrió en la fábrica de coñac de Ereván,una fortaleza de granito construida en ese estilo imperial quetanto le gustaba a Stalin. La factoría, ubicada encima de unamole rocosa en plena ciudad, brindaba una amplia panorámi-ca de la llanura fluvial y del majestuoso volcán de dos picos(uno con manto de hielo y el otro descubierto). El coñac quese producía y embotellaba allí se conocía con el nombre de«Ararat»; la etiqueta mostraba una versión en pintura doradade la portentosa vista. En una de las paredes de la bodega enla que maduraba el aguardiente, el escritor Máximo Gorki ha-bía grabado en tiempos un aforismo:

¡CAMARADAS, RESPETAD EL PODER DEL COÑAC ARMENIO!A QUIEN BEBA MÁS DE LA CUENTA LE SERÁ MÁS FÁCIL

ASCENDER AL CIELO QUE SALIR DE ESTA CAVA.

Mi guía, un anciano armenio con traje de tres piezas llama-do Eduard, pasaba la mano por las barricas de roble y me ha-blaba de la uva ararat, que sólo crece a los pies del volcán.

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–¿Supongo que conocerá usted las Sagradas Escrituras?–me preguntó en un tono que se me antojaba más propio deuna orden o, en todo caso, de una recomendación. Luegoañadió con resolución–: Los pámpanos de los que nosotrosobtenemos nuestras uvas provienen del viñedo que Noé plan-tó por aquí.

Y así sucedió siempre. Compartí con un fotógrafo un taxi alas explotaciones salinas nacionales, una mina en la que inclu-so las instalaciones no subterráneas amenazaban con derrum-barse. Cuando se suspendieron las labores de extracción, unode los pozos fue habilitado como clínica para el tratamientodel asma.

En los antiguos vestuarios de los mineros nos pusieron uncasco y una bata blanca. Anush, una pediatra con ademanes deazafata, repasó las instrucciones de seguridad arqueando lascejas depiladas y haciendo malabarismos con una linterna delgrosor de una muñeca; sólo después nos permitió que descen-diéramos a su hospital. Entramos en un ascensor con puertacorredera enrejada y nos internamos, bamboleantes, en el in-terior de la Tierra. Anush encendió su linterna entre risas.

–La necesitaremos si nos quedamos sin corriente.Mientras jugaba con la mancha luminosa, dibujaba olas en

los estratos que iban pasando por delante de nuestros ojos. Re-conocí sedimentos arcillosos con bloques, formaciones calcá-reas y, un poco más abajo, las capas salinas.

La cabina se detuvo a una profundidad de doscientos trein-ta y cuatro metros. Una cruz roja de neón coronaba la puertaque daba acceso a una galería excavada en la sal, cuyas pare-des lucían el estucado más basto que uno se pueda imaginar.A causa del contacto con el aliento y la transpiración de los mi-neros y, más tarde, de los pacientes y las enfermeras, los murosy el techo se habían derretido, lo que había dado lugar a unasuerte de gruta de estalactitas y estalagmitas. Detrás de unascortinas colgadas de una estructura de barras, se encontrabanvarios niños de húmedos ojos negros que en condiciones nor-males, al aire libre, apenas podrían respirar.

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Se nos invitó a tomar asiento en unas mesas encima de lascuales había unos recipientes tipo escudillas con los que se su-ministraba tres veces al día un «cóctel de oxígeno» a los pe-queños enfermos. Las máscaras correspondientes, con boqui-lla y tubo a juego, pendían de un perchero cercano, cada cualcon el nombre de su destinatario. Por si nos hubiéramos que-dado poco impresionados, la doctora Anush agregó:

–La capa salina en la que nos hallamos ahora se depositó in-mediatamente después del diluvio, nada más retirarse el agua.

Por disparatada que pudiese sonar aquella observación, lasal no dejaba lugar a dudas: la llanura situada a los pies delArarat fue en su día un mar o un mar interior que se secó pos-teriormente como un cuenco de sopa. Surgía, no obstante,una pregunta: ¿cuántos años hacía que aquella costra se habíaasentado en ese lugar?

Los armenios a los que interrogué al respecto no querían sa-ber nada de dataciones por carbono 14 o potasio-argón. A ellosles importaba una única verdad: poblaban la tierra de Noé, acuyo cielo se había asomado por vez primera el arco iris. Creían,según el texto de la Biblia, que había existido un arca de unosciento cincuenta metros de largo, veinticinco de ancho y quincede alto, un arca salvadora calafateada en la que el hombre y losanimales habían sobrevivido a la inundación de todo el globoterráqueo. Tanto era así que los armenios se sentían capaces deseñalar al visitante la tumba de la esposa de Noé: unas ruinasde pizarra en lo alto de una colina. Y mantenían que más allá,junto a la sombra triangular que se perfilaba en el flanco sep-tentrional del Ararat, Noé había levantado el ara donde sacrificó«animales puros y aves puras de todas las especies». Al levantarla mirada hacia el omnipresente Masis, los armenios veían nosólo el eje de su propio mundo sino también el del universo.

Eran más creyentes que nadie, a pesar del «ateísmo cientí-fico» (o tal vez gracias a él) que habían profesado con la bocapequeña durante los setenta años de dominio soviético.

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En Armenia, en vísperas del cambio de milenio, me volvie-ron a la memoria las imágenes largo tiempo olvidadas de miBiblia infantil: un Noé barbudo que oraba postrado ante el al-tar; la paloma con la ramita de olivo en el pico; los animales sa-liendo del arca por parejas, llamados a «llenar la Tierra, crecery multiplicarse sobre ella». Ya de niño era consciente de quehabía sido una operación pausada, pasito a pasito, sin grandessobresaltos. Las jirafas y las cebras habían abandonado el arcatanteando el terreno con sus frágiles patas delanteras, rígidasy tiesas tras la prolongada falta de movimiento.

Por supuesto, no creía que el arca hubiera quedado emba-rrancada allí –para mí se trataba en primer lugar de un rela-to–, pero aun así el hecho de poder decir «allí» apuntando conel dedo a un sitio concreto no me dejaba indiferente. Jamásme había parado a pensar que los lugares bíblicos se pudieranvisitar. El mito del arca se enganchaba en la realidad pura ydura de una montaña existente, con un nombre, una alturaprecisa (5165 metros) y unas coordenadas inquebrantables se-gún los criterios humanos (39° 42? latitud norte, 44° 17? longi-tud este).

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En una de las primeras fotografías que me hicieron de pe-queño llevo un vestido blanco con un faldón de seda artificialque mide al menos medio metro más que mis inquietas pier-nas de bebé. «Bautizo, 24 de enero de 1965», dice la letra cali-gráfica de mi padre.

Volví a verme junto a un oso polar en el parque zoológicode Emmen, a bordo de un barco que servía para transportarturba en la región de Barger-Compascuum, y en una fiesta deesquileo en Exloo: «5 de junio 1967». Mis padres tenían unahistoria para cada retrato, en tanto que yo no guardaba re-cuerdo alguno de aquel mundo en blanco y negro.

Estábamos sentados a la mesa del salón de la casa donde mehabía criado, con los codos apoyados en el kilim verde musgo.Mi madre extrajo del aparador un joyero sobre cuya felpa ya-cía un diente de leche mío. Había también un sobre con el pri-mer mechón que me habían cortado tiempo atrás. Blanco an-gelical, como acostumbraba a decir ella.

–¡Mira! –exclamó mi padre–. Tu primer número circense.Agarrado de la mano de mi progenitor, trataba de mante-

ner el equilibrio mientras avanzaba por un oleoducto junto aun arroyo. En la hoja siguiente aparecía cogiendo moras, conun pequeño cubo en la mano, y al fondo los tanques de alma-cenamiento de la terminal de carga de petróleo crudo.

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El comienzo (t = 0)

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No había nada que reconociera, tal vez a excepción de lasbombas de balancín que se ocultaban entre los bastidores demi infancia. De entre todas las instalaciones petroleras que mehabían rodeado de niño, aquéllas eran las que despidían elolor más penetrante.

Pregunté a mis padres por la torre de perforación ‘t Ha-antje. ¿De veras no guardaban ninguna fotografía de aquellaconstrucción, preferentemente una en la que la silueta se re-cortase contra el cielo vespertino, para averiguar si en el mo-mento de la toma la torre se inclinaba ya unos grados hacia unlado?

En nuestra familia, la torre de perforación ‘t Haantje es unconcepto de dimensiones míticas. Cuando sale a relucir en al-guna conversación, a mis padres y a mi hermana les bastan dospalabras para recomponer la historia entre los tres o asentircon la cabeza mientras yo lo ignoro todo. Tan pronto comoabordan el tema, percibo en sus voces un leve estremecimien-to mitigado por el paso del tiempo y sofocado por la bravura:que nos hallábamos justo debajo, que entonces la torre estabaya tan inclinada como la de Pisa, que nos libramos por los pe-los del accidente.

Ese «entonces» remitía al domingo 28 de noviembre de1965; exactamente dos semanas después de mi primer cumple-años. De aquella época sólo se conservaba una imagen en laque, incorporándome en la trona, estiro el brazo hacia una tar-ta con una única vela.

Era Semana Santa de 2002. Habían transcurrido dos años ymedio desde mi visita a Ereván. Mi renuncia a la corresponsa-lía y, con ello, a la residencia en Moscú me había alejado aúnmás del Ararat (en línea recta unos mil kilómetros).

Los contornos del volcán bicéfalo colgaban de mis pensa-mientos cual finos hilos. Repasé el fragmento sobre el Araraten la Biblia. «El día diecisiete del mes séptimo, el arca se posósobre los montes de Ararat», dice el Génesis 8,4. Me lo figurabacomo un suave aterrizaje, de vuelta al planeta Tierra. Sin em-

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bargo, no todos los versículos precedentes auguraban seme-jante desenlace feliz. Una lectura atenta del texto daba a en-tender que Dios debió de olvidarse durante un tiempo de laembarcación de Noé: «La Tierra estuvo inundada duranteciento cincuenta días. Entonces, Dios se acordó de Noé y de to-dos los animales que estaban con él en el arca».

Era una historia que, ya de pequeño, me había impactado.En mi infancia, aquello me producía un sentimiento de am-paro y protección comparable al que se apoderaba de mí cuan-do cantábamos en el colegio He’s got the whole world in His handla mañana del lunes para inaugurar la semana. Sentados jun-tos en el suelo de linóleo del salón de actos, los alumnos de losseis cursos, con edades comprendidas entre los seis y los doceaños, hacíamos brotar de nuestras gargantas ese estribillo degóspel, una y otra vez, en un vaivén que transformaba los al-féizares en la borda de un barco.

La contemplación del Ararat había despertado en mí el sen-timiento de seguridad y salvación de antaño. Además, en 1999,durante mi estancia en Armenia, me asaltó el deseo de escalarel Ararat de la Biblia y pisar sus campos de hielo. Experimen-té algo similar a lo que en tiempos había vivido Osip Man-delshtam, el poeta que en los años treinta escribía desde Ar-menia: «He cultivado un sexto sentido, el sentido Ararat: lasensación de ser atraído por una montaña».

De regreso a los Países Bajos no encontré el momento. Notenía la cabeza para pensar en viajes lejanos, y menos en as-cender volcanes. Quizá ello no sea de extrañar si se tiene encuenta que acababa de ser padre. Nuestra hija Vera vino almundo el 6 de marzo de 2002, a las tres menos tres de la tarde,sin problemas, aunque con cesárea.

¿Qué cosas se hacen cuando nace el primogénito?Para empezar, retorné a mi tierra natal. Si alguien me lo hu-

biera vaticinado habría apostado a que sucedería todo lo con-trario («Ya verás, de aquí a un año vivimos en Estambul»). Sinembargo, la paternidad le lleva a uno por derroteros inespera-dos. Conforme vas creciendo, amplías progresivamente tu ra-

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dio de acción, cambias el jardín por la calle, la calle por la ciu-dad, y antes de darte cuenta te ves en el Hellas-Express condestino a Salónica. Sin embargo, una vez puesto en marcha elproceso de reproducción, aquella antena de recepción mun-dial se repliega segmento por segmento, con lo que se da co-mienzo a un sentimental «viaje a casa».

Acudíamos más que nunca a Drenthe, mi ciudad natal. Laropa de cama de la habitación de invitados de casa de mis pa-dres y las coníferas del jardín olían igual que antes. Las veci-nas, ya entradas en años, enseguida nos sacaban el parecido:Vera era tan rubia como yo de pequeño, sus ojos también de-lataban curiosidad, tenía mi boca. En cambio, a mí me llamóla atención otro paralelismo: me parecía cada vez más a la per-sona que unos treinta y cinco años atrás me había guiado de lamano por aquel oleoducto. Faltaba poco para que yo camina-ra como él, ofreciendo idéntico apoyo con el brazo, adoptan-do esa misma postura ligeramente encorvada. La vertiginosavelocidad de rotación de las generaciones me angustiaba.

Vera dormía en el capazo. Movió la nariz, pero no llegó adespertarse. Tenía ocho semanas y no estaba bautizada.

Mis padres no hablaban de ello, pero, de habérselo pre-guntado de forma explícita, mi madre habría respondido des-de lo más hondo de su corazón: «Lástima». Y mi padre habríaalentado con una señal de la cabeza a su portavoz en cuestio-nes delicadas.

Entre los atributos que se exhibían en la mesa no podíanfaltar las medallas obtenidas durante nuestras excursiones desenderismo por Austria ni los sellos de los refugios alpinos enlos que habíamos pernoctado: Lindauer Hütte, Totalp Hütte,Saarbrücker Hütte. Los años setenta estaban impresos en tec-nicolor.

Abrí el álbum de vacaciones que llevaba por título «Vorarl-berg, 1976» e incluso antes de llegar a las fotografías de Wald-camping Batmund y del Ill me vino a la mente la imagen deaquel muchacho de once años. Tuve la impresión de que mis

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labios saboreaban de nuevo el agua del arroyo. Se impuso conasombrosa nitidez el momento en que la corriente se adueñóde mí. Mitad dentro y mitad fuera del agua fui arrastrado has-ta el puente que conducía a Gargellen, donde el Ill se apretu-jaba entre una roca y un pilar de hormigón. Justo delante deesa boca de embudo, el torrente fue propulsado hacia arriba.Una burbuja ascendente me levantó y me arrojó a un lado, ha-cia una cala de escasa profundidad, donde logré agarrarme aunas piedras. Junto a mí, la borboteante masa de agua se des-plomó y se precipitó por el agujero debajo del puente.

Acto seguido afloró en mi memoria un recuerdo que guar-daba relación con aquello: tras el verano de 1976 había co-menzado a orar de manera distinta, con mayor intensidad, en-trelazando los dedos hasta que los nudillos se me tornabanblancos. Hasta entonces había rezado por costumbre antes ydespués de la comida. Mi hermana y yo solíamos recitar unaserie de nombres de localidades holandesas, «Eelde, Zeegse,Peize, amén», con una velocidad tal que resultasen ininteligi-bles y terminasen confundiéndose con la frase «Here, zegen dezespijze, amen» («Señor, bendice estos alimentos, amén»). Sinembargo, el incidente del Ill hizo que me aferrase a la ora-ción. Rezaba dando las gracias a Dios Padre, quien había es-cuchado mis gritos de socorro por encima del rugido delagua. Él me salvó, sujetándome de la muñeca y del tobillo. Esofue lo que sucedió.

Con gran extrañeza me acordé de mí mismo como aquelchico en pijama que se había dirigido al «Padre Nuestro queestás en los cielos». ¿Era yo? Caí en la cuenta de que no habíavuelto a rezar en veinte años. Es más, ya ni siquiera sabía ha-cerlo. No se había consumado ninguna ruptura radical ni mehabía pronunciado expresamente. Sólo que con el tiempo co-mencé a considerar la religión en cualquiera de sus manifesta-ciones como un teatro, una sesión continua concebida y esce-nificada por el hombre.

Para mi asombro, mis padres no eran conscientes de quehubiera estado a punto de ahogarme.

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–Lo que sí recuerdo –dijo mi madre al poco rato– es que undía el arroyo se convirtió en un río.

–En una corriente torrencial de color herrumbroso –mati-zó mi padre.

Al parecer, había ocultado mi vivencia más inquietante amis progenitores al haberla compartido únicamente con Dios.

Mi madre, asustada por su propia ignorancia, empezó a pre-ocuparse a posteriori; mi padre estableció el vínculo con la to-rre de perforación ‘t Haantje.

–Entonces pudimos morir los cuatro.Comprendí que el episodio de ‘t Haantje revistió para mis

padres la misma importancia que para mí la experiencia en elIll. Según la leyenda familiar, en aquella ocasión «la Tierra sehabía vuelto del revés como en Sodoma y Gomorra». Nos li-bramos por poco, al igual que Lot. Sin embargo, para mí ‘t Ha-antje era terra incognita y ello comenzó a molestarme.

Pregunté a mis padres qué había ocurrido precisamenteaquel 28 de noviembre de 1965. En lugar de volver a escucharel mito, deseaba conocer los hechos.

Entre los dos reconstruyeron los acontecimientos. Mi pa-dre, que entre semana trabajaba en la sala de dibujo de la NAM,la Sociedad Petrolera de los Países Bajos, había leído en el bo-letín de la empresa que sus compañeros estaban sondeandolos alrededores del canal de Orange en busca de gas.

–¡Eh, familia, eso está al lado de Emmen! –había exclama-do–. Por qué no vamos a verlo.

Mi madre recordaba que mi hermana y ella no habían mos-trado demasiado entusiasmo. Comparada con una bomba debalancín, que al menos recibe al espectador con unas reveren-cias elegantes, una torre de perforación es un trasto aburridoy estático. Un poste de electricidad sin brazos ni cables.

–¡Querrás decir una réplica de la torre Eiffel!Mi padre, con su particular facilidad para la magnificación,

ganó la batalla. Como yo no tenía voz ni voto por aquellas fe-chas, me colocaron en la cuna de viaje y me instalaron en elasiento trasero del Renault Dauphine, nuestro primer auto-

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móvil. Salimos de Emmen en dirección a Sleen y a partir deahí seguimos el canal de Orange hasta llegar al caserío ‘t Ha-antje. La torre de perforación se erigía en medio de una pra-dera junto a un camino sin salida. El terreno, una superficie deasfalto del tamaño de dos campos de fútbol, estaba cercadopor una zanja de hormigón y una valla rematada con volutasde alambre de espino. De la barrera cerrada colgaba un carteldel Servicio de Minas: PROHIBIDO FUMAR.

Mi hermana, que pronto cumpliría seis años, llamó la aten-ción sobre el extraño color de las placas de matrícula de losvehículos que se hallaban estacionados en el lugar.

–Vienen de Francia –explicó mi padre–. Ya os dije que aquíestán trabajando los constructores de la torre Eiffel.

El escenario en el que se desarrollaban las obras de perfo-ración, con todo cuanto ello implicaba, era quizá lo más simi-lar a un campamento de gitanos, tanto en lo que respectaba alemplazamiento (apartado, en el caso concreto de ‘t Haantje acien metros de la última granja) como desde el punto de vistade la organización (desordenada y con montones de chatarraentre los carromatos). Había algunas caravanas semicilíndri-cas. Por lo demás: silos de cemento de Halliburton, un anda-mio con tubos, varios generadores diésel humeantes y tres ca-setas para comer que en el inglés petrolero de mi padre seconocían como doghouses.

Los gitanos resultaban ser unos franceses tostados por el sol,miembros de un equipo itinerante de Forex, una empresa deperforación de la ciudad de Pau, situada al pie de los Pirineos.

El único automóvil con matrícula neerlandesa, un escara-bajo negro de la NAM, pertenecía a Jan Servaas, un compañe-ro de mi padre que había sido incorporado al grupo en cali-dad de mudboy. Mi hermana quiso saber qué significaba esapalabra. ¿Trabajaba Servaas de veras con lodo como sosteníami padre?

No pudieron preguntárselo porque aquella tarde nadie seasomó a la verja. No nos quedó más remedio que espiar a lacuadrilla, todos con casco, desde la distancia. Calzaban botas

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de punta redonda y vestían mugrientos delantales de plásticoencima de sus ropajes. Uno de ellos se hallaba en una peque-ña plataforma a media altura de la torre.

–Ése es el derrickman –nos explicó mi padre, conmigo enbrazos–. Es el encargado de montar los tubos de perforación.

Doghouse, mudboy, derrickman: aquéllas fueron las primerasvoces inglesas que penetraron en mi familia.

Para lo que había sucedido después de que abandonáramosel lugar tenía que conformarme con información de segundamano. Mi padre fue a buscar una carpeta cuyo rótulo decía«Finance & Planning». En ella había ido guardando recortes deperiódico memorables, entre los cuales figuraba la portada delNoord-Ooster del jueves 2 de diciembre de 1965:

LA TORRE DE PERFORACIÓN ‘T HAANTJE HA QUE-DADO TOTALMENTE DESTRUIDA

Gran parte de la instalación ha desaparecido en las entra-ñas de la Tierra.

Ha sido como si una mano invisible desgarrara el suelo.La torre de perforación se tambaleó y se derrumbó entre

crujidos.Las máquinas y los materiales de perforación se adentraron

cada vez más en el cráter ocasionado por la explosión. Se de-sató un infierno peor que un bombardeo.

Mi padre me sugirió que si quería conocer los detalles mepusiera en contacto con Jan Servaas, el mudboy de ‘t Haantje.Antes de jubilarse habían coincidido varios años en el Depar-tamento de Planificación.

–Un tipo piadoso de ideas fijas –me advirtió mi padre–. Muycabezota. Cuando le incordiaba el ruido se ponía a trabajar enel suelo debajo del escritorio.

Jan Servaas figuraba tal cual en la guía de teléfonos. Mar-qué el número y reconocí de inmediato su forma de hablar:pura jerga de la Sociedad Petrolera. El mudboy de ‘t Haantjehablaba un neerlandés sin acento regional particular pero

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salpicado de términos ingleses del estilo de toolpusher o wellengineer.

Le pregunté si podía contarme, en tanto que profesional ytestigo ocular, qué había fallado en 1965 en la perforación lla-mada «Sleen II».

–¡Ajá, ‘t Haantje! –exclamó–. Allí se produjo una portento-sa salvación.

¡Portentosa salvación! Aquello sonaba arcaico, como unacita tomada de la versión neerlandesa de la Biblia del siglo XVIII,la que leía mi abuelo. Se me ocurrió que Servaas quizá tomarala catástrofe por una señal de Dios y decidí citarme con él.

Lo que me atraía en la historia de la torre de perforaciónera el motivo del «borrón y cuenta nueva». Con el diluvio, Dioshabía pretendido borrar y regenerar Su Creación. En peque-ño formato –casi podría decirse a escala de laboratorio–, esomismo había sucedido en ‘t Haantje. Las capas geológicas másprofundas se habían revolucionado y mezclado hasta formaruna masa atemporal. Justo en el lugar donde los ingenieros dela NAM habían realizado una proeza técnica, el 2 de diciembrede 1965, día de la catástrofe, equivalía a t = 0.

Me acordé de mi abuelo materno, de su inalterable fe en laPalabra. Año tras año compraba cada lunes en el mercado deganado de Róterdam una vaca y un cerdo, a los que conducíaa pie al matadero, donde los sacrificaba de un tiro de pistolade carnicero. Poco antes de su muerte, el colegio que habíafrecuentado de pequeño lo recibió a bombo y platillo como exalumno de mayor edad (bien entrado en los noventa años). Es-taban los medios de comunicación, el alcalde, el director. Enun momento dado, la conversación derivó hacia el tema de lavejez. El director de la escuela aprovechó la oportunidad paramostrar al antiguo alumno un fósil del Cretácico.

–He aquí un amonites petrificado que vivió en la Tierrahace cien millones de años.

Mi abuelo posó sus manos de carnicero sobre el puño de subastón.

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–¿Cien millones? ¡Menudo disparate! ¡Si la Tierra no tienemás de seis mil años! Para comprobarlo basta con revisar lasgenealogías desde Adán.

Pues bien, así era mi abuelo, nacido en 1903.Por no decir nada de su hija, mi madre, que nació 1934. Un

día me mandaron hacer un trabajo sobre «la agresión humanay animal». Cuando se lo enseñé, lleno de orgullo, se quedó deuna pieza en la butaca, debajo de la lámpara de pie. «Si bienel hombre desciende del mono...» Ni siquiera terminó de leerla primera frase.

Y yo, nacido en 1964, ¿dónde me situaba? No quise cargar ami hija de entrada con mi incapacidad para creer, aunque notenía claro qué deseaba inculcarle.

Dos semanas más tarde me reuní con Jan Servaas en la ta-berna El Escudo de Sleen. Pedimos un revuelto campestrecon pan.

–Puedes tutearme –propuso Servaas.Movió los cubiertos en el mantelito individual que se ex-

tendía delante de él. En el centro del estampado a cuadros ro-jos y blancos se recreaba una escena rural en la que se repre-sentaban diversos oficios tradicionales.

–El Escudo de Sleen me trae gratos recuerdos –prosiguió y,con un gesto de la cabeza a la patrona que se hallaba detrás dela barra, añadió–: Su madre se encargaba de dar de comer atodo nuestro equipo. Nos llevaba bocadillos de salami en sufurgoneta de reparto, y carne guisada o escalopes con puré depatatas para cenar.

Drenthe había cambiado desde 1965, El Escudo de Sleenno. Nada de kitsch para turistas, sino simples pensamientos enel alféizar. Cortinas de ganchillo. Máquinas tragaperras, unadiana, una cornamenta.

En cuanto la patrona le puso un plato con tres yemas dehuevo dentro de una corona de sinuosas tiras de beicon, Jancerró los ojos.

–Buen provecho –dije.

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–Amén –replicó.Por un momento su respuesta me desconcertó, aunque mi

padre me había comentado que Servaas era miembro de lasIglesias Reformadas Liberadas. Para mí, la fe había sido una vi-vencia íntima de la que no convenía alardear. Los años en losque imploraba la bendición de Dios antes de ponerme a comeren un restaurante pertenecían a un pasado lejano. Siempre quemi familia y yo rezábamos sentía vergüenza ante los camareros.

Jan se dispuso a anudarse la servilleta a modo de babero,pero primero deseaba esclarecer un supuesto malentendido.Según me explicó, el mudboy no es el bobo del equipo de per-foración. Si le corresponde manipular plomo o solución cáus-tica viste delantal de lona y máscara de plexiglás. El mudboy mez-cla. Gasóleo, cloruro de magnesio, baritina, arcilla. Se encargade preparar en un depósito abierto una masa con una viscosi-dad y un peso específico determinados. Esa masa –o fluido– sebombea dentro del pozo de sondeo: una columna de líquidodestinada a ofrecer resistencia a la burbuja de gas o de petróleoque intenta salir a la superficie con una fuerza explosiva.

–Logramos contener la operación de Blijham con polvo deplomo. Nocivo para el medio ambiente, lo admito, pero sipierdes el control los daños son incalculables.

Jan Servaas se quitó las gafas. Se frotó la cara para borrar losrecuerdos. Tenía las cejas de un hombre de sesenta y siete años:blancas y ralas. Encima de ellas, arrugas de tanto fruncir el ceño,imposibles de alisar, por mucho que se masajease la frente.

Jan Servaas comenzó a trabajar en la NAM en 1958 –dosaños más tarde que mi padre– en una época en la que la pro-ducción del campo de Schoonebeek alcanzaba cifras récord.Gracias a sus conocimientos lingüísticos fue a parar al Depar-tamento de Prensa y Relaciones Públicas.

Organizaba visitas a la zona para potenciales empleados nodemasiado convencidos de que la solitaria región turbera deDrenthe fuese un buen sitio para vivir. Acompañaba asimismoa delegaciones de altos cargos de las empresas Shell y Esso –am-

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bas accionistas de la Sociedad Petrolera–, que llegaban en untren fletado especialmente para ellos.

–Los recibía en el Hotel Grimme, donde les ofrecíamoscafé y pasteles.

Después de darles la bienvenida, Jan proyectaba la películaDiep Nederland (Los Países Bajos profundos). El mensaje no de-jaba lugar a dudas: tras siglos dedicados a la laboriosa explota-ción de la turba (igual a pobreza) se había pasado a la extrac-ción de los minerales subyacentes del Carbonífero (igual ariqueza). A continuación estaba programado un viaje en auto-car a la terminal de carga de petróleo crudo, la estación de cla-sificación desde la cual los vagones cisterna partían cargadoshasta los topes hacia la refinería de Pernis. En el camino, Ser-vaas pedía reiteradamente al conductor que se detuviera fren-te a los grupos de bombas de balancín, que irradiaban paz yhospitalidad. Estaban tan intrínsecamente ligadas al paisajecomo la cruz de san Andrés a los pasos a nivel, hasta tal puntoque los habitantes de Schoonebeek echaban en falta su sono-ro zumbido cuando permanecían apagadas durante las revi-siones periódicas.

La excursión llegaba a su clímax en De Boo, el centro de re-creo de apariencia futurista que la NAM había mandado le-vantar en el linde del pueblo. Se trataba de un club selecto concanchas de tenis y pistas de bolos para uso exclusivo de los em-pleados de la Sociedad Petrolera. A juicio de los pastores pro-testantes del lugar, la piscina climatizada era un pozo de per-dición en el que los visitantes flotaban sin recato alguno en eldía del Señor y, para colmo de males, sin separación de sexos.Aunque Servaas siempre se había mantenido fiel a la doctrinade las Iglesias Reformadas Liberadas, De Boo resultó ser suprincipal baza: al final del trayecto, sentados en la terraza, suséquito elogiaba invariablemente las sorprendentes instalacio-nes de la empresa.

Mis padres vieron Diep Nederland en el Cineac de Róterdam.Ellos no pertenecían a esa categoría de indecisos que necesi-

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taran apuntarse a una excursión para convencerse. Como pa-reja de novios les interesaba ante todo la perspectiva de poderoptar a una vivienda de alquiler. El trabajo de mi padre, ex-perto en dibujo y construcción de vagones de tren, corría pe-ligro, por lo que en 1956 presentó su candidatura para un pues-to en la Royal Shell de La Haya. Lo contrataron con la idea deenviarle directamente a Venezuela. Mi padre se asustó; no abri-gaba la intención de marcharse tan lejos. La cosa tenía fácil so-lución: podía empezar en Schoonebeek. Desde luego ese des-tino se ubicaba irrefutablemente en los Países Bajos.

Mis padres rebosaban felicidad; no les quedaba otra opción.Aun así, en aquel entonces, el traslado desde un pueblo situadobajo el humo de Róterdam hasta el sureste de Drenthe se per-cibía como una auténtica emigración. Los novios buscaron sufuturo lugar de residencia en el mapa. Mientras recorrían conel dedo el trayecto hasta Emmen se topaban con topónimos ne-erlandeses sugerentes que remitían a latitudes lejanas: Moscou(Moscú), De Krim (Crimea), De Nieuwe Krim y Ballast.

La casa que les asignó la Sociedad Petrolera se hallaba en laWalstraat, una amplia avenida con árboles majestuosos, al ladodel parque zoológico. Entre los vecinos había geólogos, maes-tros de perforación, agrimensores. Jóvenes parejas que se reu-nían los sábados por la noche para jugar al bridge. Había die-ciocho casas de la NAM, agrupadas de tres en tres, todas contecho de paja. Llamaba la atención la media docena de esca-rabajos negros, los automóviles que la empresa ponía a dispo-sición de quienes se desplazaban a diario de pozo en pozo.Igual de curiosa era la uniformidad de los pequeños jardinesdelanteros (seto, césped y arriate de flores), de cuyo manteni-miento se ocupaba un jardinero de la compañía. La calle de-sempeñaba una función modélica en los recorridos organiza-dos por el responsable de Prensa y Relaciones Públicas.

–Cuando la atravesábamos, afirmaba sin más comentarios:«Así es como viven nuestros empleados».

El propio Servaas alquiló un apartamento en el barrio deEmmermeer, entre los obreros de la turbera.

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–La Walstraat era lo que se dice una close colony. Si uno delos vecinos compraba una nevera, esa misma semana se vendí-an otras tres.

Tras ocuparse unos años de las visitas guiadas y exhibir unay otra vez el documental sobre los Países Bajos profundos, Janlogró una plaza en el curso de Técnicas Generales de Perfora-ción. Después se especializó en mud-engineering, una rama quele llevó a donde quería llegar: al verdadero trabajo en los po-zos de perforación.

Jan Servaas seguía conduciendo un Volkswagen. Después deabandonar Sleen a la velocidad de crucero de un autocar de tu-ristas entregados a contemplar el paisaje, cruzamos las suavescolinas del Hondsrug. Un cartel azul y blanco indicaba la sali-da al Centro de Relajación Continental, pero continuamos defrente. Sobre el asiento trasero yacían dos archivadores con losinformes diarios de Sleen II, listos para ser consultados.

Servaas paró el motor en un camino junto al canal de Oran-ge, entre una empresa de alquiler de piraguas y un pescadorsolitario. Resultó ser el paraje desde el cual había visto desa-parecer la torre de perforación. Al contemplar el espectáculo,tan impresionante como conmovedor, se le habían saltado laslágrimas.

–Luchamos dos largas semanas por salvar la instalación,pero se nos fue al corazón de la Tierra.

Servaas depositó uno de los archivadores sobre el volante ylo abrió.

–Aquí está –señaló–. El 18 de noviembre de 1965 dimos conuna reserva de gas, a una profundidad de mil ochocientos cua-renta y ocho metros.

El manómetro indicaba doscientos noventa bares, casi el do-ble de la presión esperada. El pozo se desbordó enseguida. Enotras palabras, el fluido de perforación, cuyo peso específico as-cendía entonces a un kilo y doscientos gramos por litro, ema-naba a raudales del orificio. En colaboración con sus compa-ñeros franceses, Servaas recargó la masa de lodo con baritina

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(espato pesado en polvo de Chipre). Cuando el valor se elevó aun kilo y setecientos gramos por litro, el pozo por fin «murió».

Schlumberger, otra compañía gala, se personó en el lugarcon un vehículo abarrotado de instrumentos de medición alobjeto de recabar datos sobre el yacimiento de gas: la porosi-dad, la permeabilidad y otras propiedades de la roca. Los téc-nicos introdujeron un núcleo radioactivo, colocaron electro-dos y midieron las curvas de potencial.

Debido a la inestabilidad de Sleen II, la dirección de laNAM dio orden de que los expertos cuya ayuda fuese impres-cindible permanecieran en la zona de obras hasta nuevo aviso.

–Nos facilitaron un saco de dormir, una parka militar y un parde guantes de reserva, y con eso teníamos que conformarnos.

Después el equipo sufrió nuevos reveses. Al subir la barrenade perforación, que había de ser reemplazada, las paredes delpozo se hundieron. A un kilómetro de profundidad, en el ni-vel del Cretácico, se originó una obstrucción que impidió elpaso a la vieja barrena. Servaas registró las primeras pérdidasde fluido, indicadoras de la formación de una capa inestablede lodo y gas. La columna de líquido, cuya función consistíaen hacer de tapón para la bolsa de gas, se filtró en la piedra ca-liza circundante. Para conjurar la amenaza de una catástrofehabía que instalar sin demora un blow-out preventer, una tapa ro-tatoria de acero que se coloca bajo la plataforma de trabajocon el fin de cerrar el pozo mientras se baja y se sube la barre-na. El artilugio no estaba disponible en todo el país, por lo quetuvo que ser encargado con urgencia en el extranjero.

De no atornillar aquella cubierta sería imposible contenerla salida violenta del gas.

–Éramos conscientes de que todo reventaría –aseguró Jan.El domingo 28 de noviembre, el equipo se entretuvo en ins-

talar las válvulas de seguridad llegadas de Alemania.Aquella tarde, mis padres, mi hermana y yo contemplamos

las maniobras desde la verja. Nos habíamos dirigido a la ba-rrera por una angosta calzada de asfalto. Sin darnos cuenta seestaba abriendo bajo nuestros pies una fosa de unos dos kiló-

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metros de profundidad que setenta y dos horas después engu-lliría el terreno de obras, incluidas la carretera de asfalto y labarrera. Ésa, ni más ni menos, fue la coyuntura en la que noshallamos mi familia y yo.

–Era un trabajo infame y exasperante –recordó Servaas–.Los franceses juraban como carreteros.

Y leyó con las gafas en la punta de la nariz:–«Lunes, 29 de noviembre. Herramienta introducida hasta

novecientos veintisiete metros mediante arrastre y rotación.Pérdida de fluido: cuatro metros cúbicos. Rotating blow-out pre-venter gotea». Era una mala señal. Nos dijimos unos a otros: ¡oja-lá consigamos mantener la situación bajo control! En cuantocomenzaran a borbotear chorros de gas y fluido por los latera-les del encofrado, sería demasiado tarde. «Martes, 30 de no-viembre. Disminución de la contrapresión de veintitrés a cuatrokilogramos por centímetro cuadrado. Pérdida de fluido: seten-ta y cuatro metros cúbicos». Tres depósitos enteros en veinti-cuatro horas; nos preguntamos dónde se metía tanta materia.

Esa misma tarde se asomó a la verja la esposa de Servaas, Ri-neke. Se había acercado en bicicleta desde el barrio de Em-mermeer con sus dos hijos, la pequeña en el sillín delantero yel mayor atrás. La visita no pasó de un encuentro fugaz al ladode la barrera. Rineke traía una cesta con jabón de afeitar, cal-cetines limpios y ropa interior, pero también venía a ver a sumarido para transmitirle su preocupación.

–Nosotros no podemos con ello, tendremos que entregarlo–le había confesado Servaas.

Me sorprendió el uso de la palabra «entregar», persuadidocomo estaba de que sólo mi madre la utilizaba con el sentidode «poner en manos de Dios». Aparentemente, la familia Ser-vaas se diferenciaba menos de la mía de lo que estaba dispues-to a reconocer.

Tan pronto como se marcharon Rineke y los hijos, empezóa granizar. No dejó de caer granizo en toda la noche, por loque al día siguiente los prados amanecieron cubiertos por unablanca corteza.

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Miércoles, 1 de diciembre. El deshielo y las desapacibles rá-fagas de viento no mejoraron el humor del equipo. La situa-ción en el pozo se tornó tan crítica que Servaas debía vigilarininterrumpidamente el manómetro.

–Cada vez que silbaba, Kwant, nuestro toolpusher, mirabapor encima de la barandilla de la plataforma de perforaciónque se situaba unos metros más arriba. Con un breve movi-miento de la cabeza me preguntaba qué ocurría. Entonces yogritaba: «¡La presión sube!».

A mucha mayor altura, casi en la cumbre de la torre, se en-contraba Jean, el derrickman.

El informe de aquel día estaba incompleto. Servaas extrajola última hoja del clasificador y la examinó con ojo clínico.

Entre las 12.10 y las 13.40 horas el maestro de perforaciónhabía dejado caer la barrena de mil once a mil sesenta y cincometros, una medida equivalente a seis tubos de nueve metroscada uno. En el séptimo tubo, la resistencia disminuía: la obs-trucción había quedado eliminada, de modo que el pozo sehallaba de nuevo en contacto con la reserva de gas situada amil ochocientos cincuenta metros bajo tierra. Servaas espera-ba que la presión volviera a aumentar, pero observó que la ma-necilla del manómetro retrocedía aproximándose cada vezmás al cero.

–Aquello no auguraba nada bueno. En algún punto, la rocasubterránea había comenzado a agrietarse. El gas y el fluidodesaparecían en toda suerte de resquicios y hendiduras.

Servaas silbó. Kwant miró hacia abajo. ¿Qué sucedía? En esaocasión, el rostro del toolpusher no expresaba curiosidad ni irri-tación, sino desconcierto. El hombre veía cómo se levantaba elasfalto en el lugar en el que se hallaba el mudboy. Eran las 15.10horas. Bajo los pies de Jan, el suelo ondeaba. Surgían toperaspor doquier.

–Bueno, cómo te lo explicaría. Fui levantado por unos mon-tículos de tierra que se abrían paso a través del asfalto. Volcanesen miniatura.

El mudboy dio un saltó atrás, medio tambaleándose. Pero, a

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sus espaldas, el terreno también se alzaba chirriante. Alguienvociferó: «¡Fuera de aquí!».

Kwant expulsó a sus hombres de la plataforma de perfora-ción. Jean descendía de la torre, pero aún estaba zigzaguean-do entre el cielo y la Tierra cuando estalló el blow-out preventer.El metal se desintegró en medio de un descomunal traqueteo;los chasquidos se transformaron en silbidos y un olor a meta-no invadió el lugar. Entonces fue cuando, a cincuenta metrosdel comedor, la Tierra se desgarró. Del suelo emergió un vi-goroso chorro de fango de al menos quince metros de alto.

–¡Y vaya estruendo! Como si nos encontrásemos al lado deun avión a reacción en fase de arranque.

Los franceses se subieron a sus automóviles y partieron a todaprisa. El conductor de la carretilla elevadora, de Hoogeveen, semarchó en su vehículo de trabajo. Kwant se quedó, Servaas sequedó. El mudboy apagó el generador auxiliar para los tanquesde fluido, agarró los resúmenes de las labores de perforación ylos dejó en su coche. A continuación llamó por teléfono a Bor,el ingeniero jefe, que se encontraba en Oldenzaal. «Aquí SleenII. Se ha producido una explosión. ¿Qué hacemos?»

Pero Bor no le entendió.A falta de instrucciones, Servaas inspeccionó una vez más el

terreno. A pesar de sus conocimientos teóricos sobre el alcan-ce que podía llegar a tener una erupción de esas característi-cas y las fuerzas que liberaba, el mudboy no era consciente deque, debajo de él, se estaba generando un orificio circular quepronto alcanzaría la superficie. Aun así entró dos veces en lacaseta para anotar algo en el registro.

El informe rezaba: «Hacia las 15.45 horas, la torre comien-za a inclinarse. Los tubos de perforación se mueven. En un ra-dio de aproximadamente trescientos metros brotan pequeñossurtidores de alrededor de un metro de altura. Del cráter gran-de salen chorros de unos cinco metros. Los silos de Hallibur-ton se tuercen. La subestructura se hunde. A lo largo de la va-lla occidental nacen cráteres que escupen lodo. El entramadode tubos se derrumba».

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Y a modo de broche final, con la frialdad de un talón ban-cario: «El terreno se abandonó a las 16.02 horas».

Servaas siguió al Ford Cortina de Kwant hacia el dique delcanal de Orange. Ambos se apearon de sus vehículos y con-templaron en silencio la explanada reconvertida en parquecon fuentes. Ante sus ojos, decenas de surtidores ponían delrevés los prados limítrofes.

A las 16.27 horas, la torre de perforación de ‘t Haantje echóa andar, como un gigantesco robot que da, todavía inseguro,sus primeros pasos. Pero no estaba hecho para ello: la cons-trucción cuadrúpeda se desmoronó y desapareció a sacudidasen el interior de la Tierra.

Los dos motores Baudouin que propulsaban la maquinariade perforación corrieron idéntica suerte. El agujero sencilla-mente los devoró, tirando de los tornos. Al poco rato fue el tur-no de los silos de Halliburton, las tres casetas, los tanques dealmacenamiento de fluido, los generadores diésel, el depósitode aguas residuales y centenares de tubos de perforación denueve metros cada uno.

Sólo permanecieron en pie, situadas en las esquinas del te-rreno, las lámparas de vapor de sodio que, por la noche, ba-ñaban el conjunto en un resplandor naranja. Las caravanas delos vigilantes tampoco fueron engullidas, pero marcharon a laderiva. Flotaban sobre las olas de fango como embarcacionesde recreo en un huracán.

Nos calzamos las botas apoyando primero un pie y luego elotro en el maletero abierto. A lo lejos, junto al camino per-pendicular al canal, se divisaba lo que llaman bosquecillo delcráter. Jan no había vuelto al lugar desde entonces. Quise sa-ber por qué se había quedado merodeando por el pozo du-rante tanto tiempo, aun a sabiendas de que la situación era ex-tremadamente peligrosa.

–Sentido del deber –afirmó con resolución–. Por entoncesel miedo no importaba. No existía tratamiento del estrés pos-traumático. Uno hacía su trabajo y punto.

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Tal vez tan estricto concepto tuviera sus raíces en la fe.–Efectivamente, las Sagradas Escrituras dicen: «Con el su-

dor de tu frente comerás el pan, hasta que vuelvas a la tierra».Pasamos por delante de una reserva de forraje ensilado, cu-

bierta con plástico agrícola. Más allá se alzaba una verja depuntas afiladas y, detrás, un poste de la empresa de telecomu-nicaciones KPN.

Servaas estaba acongojado; revivir aquello se le hacía difícil.–No hubo muertos ni heridos. Cada uno de nosotros logró

salvar su coche. El castigo se quedó en un aviso.Pregunté si reconocía en el accidente la mano de Dios.–Lo considero como una reprimenda. Una advertencia con-

tra la arrogancia humana y la soberbia de la ciencia. Por más quelos empleados de la NAM nos creamos capaces de muchas cosas,por ejemplo, de perforar pozos a gran profundidad para obte-ner gas, no somos todopoderosos. Omnipotente sólo hay Uno.

Pero entonces cuál era la lección: ¿dejar de realizar perfo-raciones? ¿Renunciar a los combustibles fósiles y retornar a laera de los constructores de dólmenes?

No le había comprendido. Jan sacó de su bolsillo un pa-quete de tabaco negro de liar de la marca Tobacco Farm:

–Lo importante es el Juicio Final. La lección es que debe-mos estar preparados para ello en todo momento –explicó an-tes de citar «el discurso sobre el fin del mundo» de San Mateo,donde el evangelista vaticina que el final de los tiempos iráprecedido por grandes catástrofes–. Habrá terremotos y ham-brunas, unas veces más lejos y otras más cerca... y eso no serámás que el comienzo.

Con una patilla de las gafas ajustó la picadura de tabaco me-tódicamente dentro del cigarrillo que acababa de liar. Acto se-guido citó otro versículo:

–«Cuando venga el Hijo del hombre sucederá lo mismo queen tiempos de Noé. Entonces, de dos que haya en el campo,uno será tomado y otro dejado».

Examiné a Jan Servaas de perfil; los surcos de su rostro sehabían endurecido. Por mucho que quisiera tomarle en serio

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no podía. La mera sugerencia de que tuviera que resignarmea la existencia de un Dios tan sumamente cruel me enojaba.La siempre recurrente explicación, cimentada en la moral deldiluvio, según la cual las catástrofes naturales son un castigodel Ser Supremo me resultaba indignante. Así fue como losdevotos zelandeses, temerosos de Dios, habían interpretadolas inundaciones de 1953, manifestando una reacción que seproducía también en otros lugares del mundo asolados pormortíferos huracanes, terremotos o erupciones volcánicas,con independencia de la religión de la zona afectada. Habíaquien profesaba que esas calamidades advertían a los supervi-vientes de que se habían apartado del Señor, lo cual justifica-ba de entrada el correspondiente dolor: el castigo conllevabala penitencia.

Al parecer, el sufrimiento debía tener necesariamente unsentido –de lo contrario la vida sería insoportable– y, para ello,la existencia del Creador de Sentido –Dios–, se imponía comouna condición absoluta.

Creí reconocer un patrón fijo: quien sentía durante untiempo prolongado la tierra firme bajo sus pies comenzaba aconfiar en sí mismo, en el hombre, pero nada más comprobarcómo el suelo se hundía recuperaba la fe en el Señor. Me pre-gunté si yo mismo llegaría a invocar algún día una fuerza su-perior, quizá cuando me viera enfrentado con el destino. A pri-mera vista se me antojó improbable que eso sucediese, pero, alpensarlo mejor, tuve que confesar que no estaba tan seguro. Adecir verdad, no tenía idea, aunque en el fondo sentía curiosi-dad por saberlo.

En la senda que daba acceso al bosquecillo del cráter habíaun panel informativo de la Administración Forestal del Estado.Bajo el encabezamiento «1965: UN SUCESO EXCEPCIONAL»se explicaba en términos concisos que ahí se había producidouna explosión, una catástrofe en la que el pozo se transformóen un cráter efervescente con un diámetro de doscientos me-tros. Durante meses fueron arrojadas al aire grandes cantida-

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des de fango. Jan Servaas leyó en voz alta la nota titulada UNANATURALEZA EXCEPCIONAL:

Semillas que han permanecido a lo largo de muchos siglosen lo más hondo de la tierra pueden germinar tras salir a la su-perficie. Resulta interesante examinar qué fauna y flora pue-den asentarse en este «paisaje lunar».

Por lo que parecía, los paleontólogos consideraban aquellacicatriz de la corteza terrestre como un laboratorio para la re-cuperación de la flora prehistórica. Traté de comprender el al-cance de esa pretensión. Mientras nos internábamos en el bos-que pasando por delante de una charca con patos, endirección a la zona despejada donde se hallaba el socavón, meimaginaba cómo en tiempos inmemoriales, antes de la últimaglaciación, las tierras ubicadas en esta latitud debían de estarcubiertas por magnolias y cipreses de los pantanos. Despuésfueron invadidas por las lenguas glaciares de Escandinavia,que dejaron en ellas aristas y algún bloque errático. Luego apa-recieron seres humanos enfundados en pieles de animales quejuntaron aquellos bloques para crear dólmenes. Sus descen-dientes construyeron una superficie de asfalto y perforaron elsuelo, pero algo falló y los viejos estratos terrestres irrumpie-ron con fuerza. Aquella erupción truncó la ambición humana,la sofocó en el fango y la lanzó atrás en el tiempo con unaenérgica brazada. Desde entonces habían pasado casi cuaren-ta años. Y a raíz de ello ¿volvería a brotar la vegetación de laera prehistórica?

A mí la idea de que la naturaleza hubiera vuelto a empezardesde cero me intrigaba, pero a Servaas le dejaba indiferente.

–Qué quieres que te diga. Cada organismo tiene un come-tido que le fue confiado durante la creación –afirmó–. Es loúnico que me consta.

Fui consciente de la abismal distancia que separaba su cos-movisión de la mía. ¿Cometido? ¿Creación? Saltaba a la vistaque Servaas se tomaba al pie de la letra el texto del Génesis 1.

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Yo me había criado con las Sagradas Escrituras, al igual que él,pero jamás había conseguido que ellas prevalecieran sobre larazón. No me cabía en la cabeza cómo precisamente el mudboydel pozo de perforación, máximo experto en calcular presio-nes y contrapresiones, podía ver la mano de Dios en una ca-tástrofe provocada por el hombre.

En un intento por hablar su mismo idioma observé:–A mí me recuerda más bien al Eclesiastés.–¿El Eclesiastés?–Sí, en el sentido de que, al final, el esfuerzo humano no

conduce a nada, de que «todo es vanidad» y «un querer atra-par el viento».

–No olvides que las palabras del Eclesiastés también llevanal Señor –replicó Jan.

Era cierto. No había especificado que al referirme a él hacíaabstracción de Dios, pues me ceñía a la impiedad con la que eserey de Jerusalén analizaba todas las aspiraciones humanas paraluego reventarlas una a una con un golpecito de la uña.

Enfilamos el sendero forestal. A cada paso, nuestros zapatosse hundían un poco más en el suelo esponjoso, de modo quenos vimos obligados a pisar matas de hierba y ramas sueltas paraseguir avanzando. Al cabo de unos minutos salimos del bosquey alcanzamos un claro. Justo donde esperaba encontrarme unacavidad se extendía una lengua de arcilla invadida por el mus-go. Por lo que se veía, la tierra había quedado exhausta.

Jan Servaas se apoyó en el tronco de un árbol con la bolsade tabaco de liar en la mano; yo seguí caminando. No teníaque temer hoyos ni agujeros, pues el conducto del cráter esta-ba atiborrado de fango hasta la superficie. De pronto se abrióa un lado una vereda abandonada y fea. Se me hacía extrañopisar una torre de perforación que había desaparecido en lasentrañas de la Tierra sin dejar rastro.

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El hecho de que, en la ciudad de Delft, el Instituto de Mi-nería se situase en una calle del mismo nombre lo decía todo.En casa, «Delft» era sinónimo de «formación de geólogos convistas a la explotación de yacimientos de petróleo y gas». Debíasu prestigio a la ingeniería minera más que a la cerámica azulo a las tumbas reales de la Iglesia Nueva. En Delft, la Mineríaera toda una institución y el nombre de la calle se había de ple-gar a ello.

Yo jamás había visitado aquel santuario de las Ciencias de laTierra, ni siquiera en las anuales jornadas de puertas abiertaspara alumnos de bachillerato, pese a la insistencia de mi padrey al compromiso de la Royal Shell de conceder becas y contra-tar a los hijos de los empleados de la NAM que se decidieran aestudiar ingeniería de minas. Al no haber estado nunca antesen Delft podía dejarme llevar tranquilamente por el asombroque me causaba la brusca transición del casco antiguo a la pla-za de la Antracita y el camino de la Bauxita, dos zonas separa-das nítidamente por un canal. Pasé por delante de la sede deuna asociación de estudiantes católicos a cuyas ventanas se aso-maban, como en una caricatura, futuros ingenieros en cami-seta. VIGILATE DEO CONFIDENTES, rezaba la lápida que ha-bía en la fachada encima de sus cabezas. Me indicaron elcamino con el cuello de sus botellas de cerveza.

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Ceniza y lava

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Era un templado día de junio. La calle de la Minería re-sultó ser más larga de lo que pensaba. En el número 120, en-tre otras construcciones de tipo conventual, se erigía el edifi-cio que buscaba. Se caracterizaba por un campanario propio,la techumbre de pizarra con reminiscencias alemanas y elleón balanceándose en lo alto del tejado. Las letras cincela-das en el frontón de la entrada, INSTITUTO DE MINERÍA,llamaban menos la atención que la placa de acero inoxidablejunto a la puerta que decía CIENCIAS TÉCNICAS DE LATIERRA.

Entré en el vestíbulo: acudía a una cita con mi antiguo pro-fesor de Geología, Salomon Kroonenberg. Poco antes, el cate-drático y yo habíamos pasado a hablarnos de tú a tú, lo cual im-plicaba que no debía llamarle Salomon sino simplementeSalle. En el curso de nuestra correspondencia previa le habíapreguntado si estaría dispuesto a iniciarme, desde un punto devista geológico, en los secretos del Ararat. Le conté sin rodeosque albergaba la intención de escribir un libro sobre «la fe y elconocimiento, la religión y la ciencia, con el Ararat como ejecentral». Deseaba contemplar el monte sagrado con idea deescalarlo luego, resuelto a tomar en consideración tanto elmito como la realidad. Dicho de otra forma, pretendía em-prender una suerte de peregrinación; eso sí, la peregrinaciónde un infiel.

Para ello necesitaba conocer primero las señas de identidaddel Ararat, a saber, edad, composición, origen.

Salle Kroonenberg era geólogo de formación. Había obte-nido el grado de doctor gracias a una investigación llevada acabo en la región interior de Surinam. Jamás se puso al servi-cio de las grandes multinacionales para rastrear la tierra enbusca de minerales que se pudieran explotar o de capas pe-trolíferas. Se lo impedían su interés y su curiosidad insaciables.Con treinta y cinco años, el generalista con enorme vocaciónde saber de todo ocupó la cátedra de Geología General en laUniversidad Agrícola de Wageningen, donde me matriculécomo estudiante al año siguiente, en 1983. A veces, los ciento

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cincuenta estudiantes de primer curso asistíamos en grupo asus clases, que no dejaron en mí una impronta perdurable.

Más tarde, nuestros caminos volvieron a cruzarse en la asig-natura optativa Geología II, en un entorno menos masificado.Aquello sí me marcó. Nuestro profesor de geología llevabauna media melena que le cubría las orejas, lo que le conferíaun aire monacal. Siempre se le revolvían dos o tres mechonesen la coronilla, como si estuviera expuesto a la brisa marina,incluso cuando se paseaba de un lado a otro ante la pantallade diapositivas mientras lanzaba su verborrea. En más de unaocasión nos habló del flujo de lodo que en noviembre de 1985transformó la ciudad colombiana de Armero en una necrópo-lis, enterrando en vida a sus treinta mil habitantes. Según nosexplicó el profesor Kroonenberg, nadie reparó en los indiciosque presagiaban una inminente erupción del Nevado delRuiz, causante de la catástrofe. Comentó algo así como que lasvacas morían al inhalar partículas volcánicas de cristal. Y tam-bién aludió a los concursos de belleza que se celebraban cadaaño en un hotel de la estación de esquí. Se conservaban foto-grafías de las chicas más bellas de Armero, posando con pren-das demasiado leves para aquellas latitudes en unas laderas ne-vadas ya no inmaculadamente blancas sino parduscas por laceniza.

El quid de sus reflexiones se resumía siempre de la mismamanera: el hombre tiene mala memoria y no aprende; las fuer-zas telúricas actúan por su cuenta con absoluta indiferencia yvencerán una y otra vez al ser humano.

La puerta del despacho 225 estaba entornada. Aunque elcartelito que había debajo de «Prof. dr. S. B. Kroonenberg»daba a entender que el catedrático se hallaba «presente», no via nadie. En los pasillos del Instituto de Minería había vitrinascon muestras de gneis, esquisto y feldespato, así como cristalesen bruto, algunos transparentes como la mica, otros citrinos yocres. A la luz vespertina semejaban flores venenosas.

–Adelante.

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Reconocí la voz de Salle sin saber de dónde procedía. En sudespacho colgaba un mapa del continente primitivo Pangea,la gran masa terrestre anterior a los procesos de fragmenta-ción y a la deriva de las placas tectónicas.

–Ya voy. He dejado información en la mesita redonda. Miraa ver si encuentras algo que te interese.

Frente al escritorio había algunas sillas de los años cin-cuenta distribuidas en torno a una mesa de salón sepultadabajo una avalancha de mapas, hojas impresas y libros abiertos.Tomé asiento y justo cuando me disponía a retirar la primeracapa de documentos apareció Salle Kroonenberg en mangasde camisa. Me estrechó la mano, se disculpó y comenzó a atar-se los cordones.

–Me llamaron inesperadamente para hacer de suplente enuna entrega de diplomas.

El profesor apartó el biombo tras el que se había cambiadojunto a una pila y un microscopio. Dobló rápidamente su togacon golilla blanca y la guardó en una pequeña maleta a cuadros.

Después se puso a hablar, sentado en el extremo de una delas sillas.

–Acostumbro a consultar en primer lugar Volcanoes of theWorld, una publicación del Instituto Smithsonian de Washing-ton.

La obra de referencia mostraba el artículo dedicado al Ara-rat. En la clasificación del Smithsonian, el monte figurabacomo el volcán número 0103-04. País: Turquía. Altitud: 5165metros. Tipo: estratovolcán.

–¿Es decir?–Está formado por ceniza y lava dispuestas en capas. Tiene

el aspecto de un milhojas. Los estratovolcanes son los más fre-cuentes. El Etna es uno de ellos y el Vesuvio también. Suelenaparecer ahí donde dos placas tectónicas entran en colisión.

El profesor llevó el dedo a la rúbrica «Estado», que daba aelegir entre tres posibilidades: Extinguido/Durmiente/Activo.En el caso del Ararat, la opción «Activo» estaba marcada conuna cruz.

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–¿Se trata pues de un volcán que, el día menos pensado,puede volver a arrojar ceniza y lava?

–En principio sí, pero no me preocuparía demasiado porello. En esta clasificación, «Activo» significa «habiendo sufridoal menos una erupción en el Holoceno», en otras palabras,desde la última glaciación.

Le confesé que no recordaba cuánto tiempo había transcu-rrido desde entonces.

–Diez mil años –contestó, afortunadamente sin modular lavoz en señal de desprecio por mi ignorancia.

La siguiente publicación llevaba por título B????????A???????? CCP. Era una edición soviética de 1971 que, a juzgarpor la contracubierta, había costado noventa y cuatro kopeks.

Por un instante sospeché que fanfarroneaba, que no sabíadescifrar complejos textos redactados en ruso, hasta que mevino a la memoria una frase muy significativa de su páginaweb: «Excelente dominio del inglés, español, francés, ruso,alemán e italiano (comprensión oral y escrita/expresión oraly escrita); sólidos conocimientos del portugués, finés y suri-namés». A sus espaldas, algunos compañeros de profesión lellamaban «el poeta de los geólogos», un término no necesa-riamente elogioso.

Sabía de primera mano que Salle Kroonenberg se hacía almenos entender en ruso. Poco después de mi regreso de Mos-cú nos habíamos visto en un pequeño cine de Ámsterdam conmotivo de la proyección de una vieja cinta soviética. Pese a quela sala estaba envuelta en una luz amortiguada, divisé ensegui-da a mi antiguo profesor de geología, sentado en primera fila.Terminada la sesión, él y yo comentamos la película con algu-nos espectadores rusos. Salle se presentó y les explicó en suidioma que, como miembro de un grupo de expertos, le traíade cabeza el inconstante nivel del mar Caspio. Yo, por mi par-te, dije que había sido profesor mío, que nos contaba en clasecómo tiempo atrás había visitado en un Peugeot 504 (aparecíainvariablemente en sus diapositivas) la capa de «fango hormi-gonado» bajo la cual quedó sepultada la ciudad de Armero y

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que, según sus palabras, los continentes se desplazaban «a unavelocidad idéntica al ritmo de crecimiento de las uñas».

Salle Kroonenberg se llevó una sorpresa, una grata sorpre-sa, aunque por más que se estrujase la memoria no se acorda-ba de mí. Intercambiamos direcciones. Antes de entregarmesu tarjeta de visita garabateó «Salle» entre su título y sus ini-ciales.

–Esta obra contiene todo cuanto uno necesita saber acercade las líneas de falla de la cuenca del Ararat en Armenia –ob-servó mientras limpiaba la cubierta del libro ruso con el puñode la camisa–. Hay que tener en cuenta que es ahí donde laplaca árabe choca contra la eurasiática y que antiguamenteexistía entre ambas un océano.

Había llegado el momento de examinar un mapa. Salle ex-trajo de debajo de los libros una hoja a la que se refería comomapa de piloto. Era un documento cartográfico cien por cienfiable por el que se guiaba nada menos que la OTAN. En la es-quina superior derecha de la hoja G-4b, donde confluían losterritorios de Turquía, Armenia, Azerbaiyán e Irán, destacabaen una mancha de tonalidades marrones un único punto blan-co con forma de estrella, como un escaramujo en un trozo demadera traído por el mar: AGRI DAGI (MT. ARARAT).

Las curvas de nivel permitían calcular la distancia alcanza-da por el flujo de lava. Salle estudió el mapa con ojo experto y,valiéndose de la escala, estimó la extensión del Ararat en almenos quinientos kilómetros cuadrados.

–Amo los volcanes con glaciares –afirmó adoptando por pri-mera vez un tono nada académico–. Me atraen.

Yo vi algo distinto. A través de las gafas de un comandantede avión recorrí con la mirada la superficie terrestre que sedesplegaba debajo de mí. Me pregunté cuánto tiempo tardaríaun F-16 en volar desde las instalaciones petroleras del norte deIraq (en el extremo meridional del mapa) hasta el monte vol-cánico. ¿Cuarenta y cinco minutos? ¿Una hora? ¿Y en qué mo-mento avistaría la solitaria capa de hielo y el cono puntiagudodel Pequeño Ararat? Aquello era el paisaje del Antiguo Testa-

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mento. En el centro se ubicaban los manantiales del Éufratesy el Tigris y, en el sur, se conservaban las ruinas de la ciudad deNínive, señaladas con el signo «.·.». Pese a su fama de preci-sión, los mapas de piloto mostraban zonas en blanco en las quepodían leerse advertencias del tipo: PELIGRO DE DISPAROSNO ANUNCIADOS CONTRA AVIONES. Los mensajes, im-presos en unas viñetas con borde negro, se sucedían a lo largode la línea de demarcación con la URSS, enemigo antiguo, si-guiendo el pie septentrional del Ararat hasta coincidir con lafrontera entre Turquía y Armenia. La hoja G-4b, en su ediciónde 1985, despedía olor a Guerra Fría.

Desde nuestro reencuentro en la sala de cine, la relaciónvertical entre maestro y discípulo había comenzado a bascular.En sus primeros mensajes de correo electrónico, Salle Kroo-nenberg me informó del resultado de sus nuevas averiguacio-nes acerca de la dilatación y la contracción del volumen delmar Caspio. Pronto quedó de manifiesto que estaba elaboran-do una disertación sobre el tema con idea de convertirla en elgermen de un vasto manuscrito sobre el estado general de lasciencias de la tierra. Acordamos que leería el libro en ciernesy que le haría llegar mis comentarios.

«No seas indulgente», decía el paquete que Salle Kroonen-berg había introducido con sus propias manos en el buzón decasa. «Tú eres la segunda persona a la que doy a leer el texto,después de mi esposa Corrie.» Y: «Espero tus impresiones conintranquilidad. No creas que los nervios se atemperan con laedad». Tenía cincuenta y ocho años, dieciocho más que yo.

Ayer hoy era mañana rezaba el título provisional, cuajado defugacidad. Durante la lectura afloraron recuerdos que se ha-llaban dormidos en lo más hondo de mi memoria: la estadísti-ca de extremos de Gumbel para el cálculo de probabilidadesaplicadas a la ruptura de diques, las consideraciones de Séne-ca a raíz del terremoto que asoló Pompeya diez años antes dela destrucción definitiva de la ciudad: «Contemplamos la na-turaleza con los ojos y no con la razón». Me deleité con las nu-

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merosas alusiones a la literatura universal. La obra recogía ci-tas de García Márquez, Nabokov, Borges, Barnes.

Para marcar el tono, el libro se abría con un fragmento deMemorias de mis putas tristes: «Me dijo: El mundo avanza. Sí, ledije, avanza, pero dando vueltas alrededor del sol».

A mí, esos préstamos de la biblioteca literaria (o, por decir-lo en términos de Borges, del único universo verdadero) nome sonaban a coqueteo. Salomon Kroonenberg creaba cade-nas de hechos y relaciones para configurar con ellas una Teo-ría del Todo de índole geológica. El razonamiento se me anto-jaba brillante, aunque no estaba seguro de haberloaprehendido en su totalidad.

Le escribí: «En lo que se refiere al grado de dificultad,quien no sea de ciencias no pasa del prólogo».

«Qué se le va a hacer», me respondió a vuelta de correo.«No puedo tener en cuenta a los lectores que cierran el librotan pronto como se topan con la palabra logaritmo.»

Deseaba plantearle otra objeción –la insipidez de sus apun-tes humorísticos–, pero no sabía muy bien cómo expresarla. Alfinal se me ocurrió una fórmula alentadora: «En el aula seagradece un toque de frivolidad».

«Aprecio tu sutil franqueza», recibí a modo de respuesta enmi buzón de correo electrónico.

¿Pero era una reacción del todo sincera? Mientras estába-mos ahí sentados el uno frente al otro con los antebrazos apo-yados en las rodillas, surgió automáticamente la cuestión delmanuscrito.

–En efecto, hay veces que escribo parlando –admitió–. Comosi estuviera impartiendo clase.

A punto ya de confirmar sus palabras decidí no pronun-ciarme a fin de no mostrarme demasiado ansioso por llevar larazón. Durante el silencio que después se instauró, cual ban-co de niebla, entre nosotros me vino a la mente una idea ab-surda: pensé que lo mismo podríamos echar un pulso. Sólofaltaba que uno retara al otro plantando el codo sobre lamesa.

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En lugar de ello pregunté a Salle qué era lo que le impelíaa dar a conocer aquella lección maratoniana.

–Quiero poner de manifiesto la nimiedad del ser humano–contestó sin reservas-–. Evidenciar que el hombre no es sinouna diminuta pieza en el engranaje global. Un factor poco me-nos que insignificante.

Asentí con la cabeza; el mensaje había llegado. Salle Kroo-nenberg se incorporó para ir a buscar una botella de agua mi-neral.

–Ahora te toca a ti –dijo mientras me servía–. O sea, que pre-tendes escribir un libro sobre la religión y la ciencia.

Mi interlocutor se acomodó en su silla, dispuesto a escu-charme, inclinado hacia atrás y con dos dedos apoyados con-tra la sien. Vacilé.

–Me educaron en la fe.Tratando de encontrar los términos adecuados comencé a

hablar de la iglesia, la iglesia adventista ubicada al otro lado dela vía férrea, en la localidad de Assen, adonde nos desplazába-mos cada domingo. No suponía ninguna obligación; no eramolesto. Describí la arquitectura del edificio: una caracolablanca sobre una extensión de césped junto a un hospital psi-quiátrico. Mi madre salía en bicicleta un cuarto de hora antesque nosotros para empujar como voluntaria las sillas de ruedasde los enfermos, todos ellos con babero y el mentón sobre elpecho. Ya de pequeño me habían enseñado que se trataba de«los pobres de espíritu» de las Bienaventuranzas. Tenían suer-te, «porque de ellos era el reino de los cielos», por definición,aunque alteraban el oficio profiriendo gritos desaforados. Ob-viamente no podían remediarlo, pero me avergonzaba de sutorpeza. Y, además, había algo que no comprendía: ¿por quétomarse la molestia de ayudarles a entrar y salir de la iglesia side todos modos iban a vivir eternamente? Un buen día –ten-dría unos diez años– creí entender la lógica del asunto: se tras-ladaba en masa a los apáticos internos del centro Hendrik vanBoeijenoord para disimular el escaso grado de ocupación delos bancos del templo. Nada más pensarlo supe que había co-

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metido un pecado. Empecé a temblar. Me pasé toda la oraciónen silencio implorando perdón, al borde de irrumpir en sollo-zos, pues yo también deseaba ir al cielo. Al abrir los ojos se des-plegó ante mí a través de una nube de lágrimas la inmensa vi-driera de la iglesia. Para mi alivio divisé en aquella marabuntade colores la paloma que se me acercaba con una ramita deolivo en el pico.

Si bien no compartí cada una de esas impresiones con SalleKroonenberg, le hice partícipe del desenlace, confesándoleque mi fe de antaño se había extinguido.

–La tuve, pero ya no la encuentro. No puedo recuperarla–dije para añadir de inmediato–: Y a decir verdad no sé si mepierdo algo.

Salle me escuchó sin inmutarse, atendiendo a mis elucu-braciones cada vez más prolijas. Para evitar cualquier malen-tendido precisé que no sentía ninguna necesidad de saldarcuentas con la Iglesia, sino que tan sólo ansiaba comprendercómo la religiosidad se había esfumado de mi existencia.

Comenté a Salle que su manuscrito me había dado unapista.

–Explícate –me animó.–Me refiero a lo que escribes acerca de los patriarcas de la

geología y, en concreto, acerca de su forcejeo con la Biblia. Re-conozco en ello mi propia lucha.

En Ayer hoy era mañana Salle Kroonenberg dedicaba un ca-pítulo a los fundadores de las ciencias geológicas. Curiosa-mente, abundaban los escoceses y también había algunos sui-zos. Por lo general, tipos oriundos de regiones inhóspitasdonde las capas terrestres salen a la superficie en forma de ca-prichosas estructuras (montañosas).

Uno de ellos era Charles Lyell, un escocés miope que consus Elementos de geología, una obra en tres tomos terminada en1833, había escrito el primer «manual de geología moderna»,refutando las verdades inquebrantables de la época con lasque, por otra parte, él mismo se había criado:

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–La Tierra no tiene ni seis mil años. (Según los cálculos delanglicano irlandés James Usscher, la creación comenzó el do-mingo 22 de octubre del año 4004 antes de Cristo, una fechaque figuraba en la portada de numerosas ediciones bíblicas.)

–Dios tardó seis días en separar el día de la noche, en sepa-rar la tierra de los mares y en crear las plantas, los animales yel primer hombre. El séptimo día descansó.

–Mil seiscientos cincuenta y seis años después envió el de-vastador diluvio que todo lo anegó.

-El 5 de mayo del año 2348 antes de Cristo, un miércoles, elarca encalló en el Ararat.

En otras palabras, ésos y no otros eran los antecedentes delvasto abanico de paisajes, desde las marismas hasta los desier-tos, pasando por las cuevas calizas y los lagos de montaña, endefinitiva, de la Tierra en todas sus apariencias. Hasta bien en-trado el siglo XIX, los minerales, las rocas y los fósiles se estu-diaron desde semejante perspectiva. Con compasión y empa-tía, Salle desmenuzaba los desaciertos de pensadores comoThomas Burnet, quien en su Sacred History of the Earth (La his-toria sagrada de la Tierra), de 1684, había dilucidado la proce-dencia de tan inconmensurable cantidad de aguas diluviales(según sus estimaciones, «ocho océanos»): a juicio de Burnet,en origen la Tierra fue creada como un huevo repleto de agua,pero Dios acabó rompiendo la cáscara, enfurecido por la de-pravación del hombre.

A partir de entonces fue aumentando la conciencia de quelos diferentes estratos terrestres eran las páginas de piedra deun libro que revelaba la historia de la Tierra. Más tarde se com-prendió que esa historia debió de iniciarse mucho antes de laaparición del hombre. El interés de Salle se centraba en las es-calas de tiempo geológico, tan abismalmente «profundas» quela división en antes y después de Cristo se volvía inútil. Descri-bía la sucesión de descubrimientos que condujeron a la cons-tatación actual (juzgada infalible) de que la Tierra tiene cua-tro mil quinientos cincuenta millones de años.

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El caso era que el trayecto recorrido por los geólogos refle-jaba ciertas etapas de mi propio desarrollo. Antes, en el cole-gio, ya me había percatado de que algunos profesores hacíanmalabarismos a la Burnet para cerciorarse de que cuadrasenlos versículos de la Biblia. Al leer el manuscrito de Salle recor-dé cómo nuestro profesor de religión atribuía una serie de fe-nómenos naturales del Éxodo (las persistentes tinieblas, la «co-lumna de fuego» nocturna, las aguas envenenadas) a laerupción del Santorini en el siglo XVI antes de Cristo, que élidentificaba con el tiempo de Moisés.

Tales explicaciones se me antojaban fantásticas porque con-ferían a la epopeya del éxodo de Egipto un sello de autentici-dad. Sin embargo, al someterlas a una reflexión más detenidasurgía un sinfín de preguntas: ¿qué es el maná? y ¿cómo eraposible que cayera del cielo?

En la sinopsis de Salle Kroonenberg leí que los patriarcasde la geología también habían llegado a la conclusión de queuna interpretación excesivamente literal de la divina Palabraconducía a un punto muerto. Para poder dar cabida a sus nue-vos hallazgos se vieron obligados a ampliar la exégesis de laBiblia. Los siete días de la creación imponían una lectura ale-górica que los equiparase a siete eras y quizá el diluvio no afec-tara a todo el globo terráqueo (no había tanta agua) sino tansólo al mundo habitado en tiempos de Noé. El esfuerzo por mode-lar y comprimir los conocimientos científicos de tal forma quese ajustasen al molde del Antiguo Testamento se convirtió enuna misión cada vez más desesperada, hasta que cristalizó laidea de que la Tierra debió de sufrir una glaciación. En torno a1840, un joven investigador suizo experto en glaciares logrópersuadir a los geólogos diluvianos más tenaces del planeta–los llamados diluvionistas– de que el hielo de los glaciares per-mitía ofrecer una explicación mucho más convincente de losfenómenos paisajísticos que las aguas del diluvio. Los arañazosencontrados en los bloques erráticos eran vestigios del desliza-miento de las masas de hielo, y los dólmenes del norte de losPaíses Bajos no habían sido depositados por remolinos de

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agua salidos de las esclusas celestiales del Señor, sino que ha-bían sido arrastrados por glaciares escandinavos. El conceptode glaciación significó el final de los diluvionistas y la renunciaa la Biblia como manual de geología.

Comenté a Salle que había experimentado algo parecido alasimilar los conocimientos del siglo XX que me habían ido in-culcando sucesivamente en el colegio. Aunque en mi caso elproceso se culminara a un ritmo acelerado, el resultado fue elmismo: los conocimientos que me inyectaron con mi plenoconsentimiento actuaron como un suero contra la fe.

Llegado a ese punto me detuve. Pensé que a pesar de todono era ateísta, pero no lo dije en voz alta. A mí no me oiríanafirmar que Dios no existe. La no existencia de un Ser Supre-mo resultaba imposible de probar y, aunque no se podía pedira nadie que mostrase lo que no hay, la afirmación categóricadel ateo me resultaba sospechosa. ¿En qué se diferenciaba dela de un creyente?

Salle Kroonenberg cambió de postura.–Vaya. Todo lo que acabas de contar me es ajeno. Yo soy ate-

ísta. Me viene de familia. Cuando todavía era un niño me paróen la calle una pandilla de jóvenes. Me preguntaron: «¿Eres ca-tólico o protestante?». Estaba consternado, porque no tenía lamenor idea de lo que debía contestar. No conocía esas pala-bras. Jamás las había escuchado.

El único proverbio bíblico que acataba sin reservas, y que élmismo profería una y otra vez, rezaba: «Polvo eres y en polvote convertirás».

–¿De modo que el destino del hombre se reduce nada másque a eso?

–Yo diría que sí. A la naturaleza no le importa el dolor hu-mano, pero no hay casi nadie que se atreva a afrontar esa rea-lidad.

La minería se hallaba en fase de extinción. Salle me dejó ellibro sobre la volcanología soviética-rusa, así como una lista im-presa de centenares de artículos científicos cuyo título contenía

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el término «Ararat»: bastaba que yo marcase con una cruz lasobras que fueran de mi interés y él se encargaría de conseguir-las. El profesor empuñó su maletín a cuadros y me invitó a darun paseo: iríamos primero a su casa, donde tenía más libros so-bre el Ararat, y luego seguiríamos hasta un buen restaurante.

De camino a la salida pasamos por delante de la réplica deuna torre de perforación construida a escala 1:5 en la caja deuna de las escaleras, ahí donde cualquiera se esperaría encon-trar un busto.

Afuera, en la calle, Salle echó a andar a zancadas con la ca-beza inclinada sobre el tronco mientras me hablaba de su pa-dre judío, antaño oculista en Zelanda, y de su madre, neerlan-desa y protestante, también médico de formación.

–Se encontraron en las reuniones de la Alianza Humanista.En esa organización lo importante no era creer en Dios sinoen el hombre.

Recorrimos una ruta turística que nos llevaba por debajo deuna puerta medieval y junto a unos canales con nenúfares. Enla casa de los Kroonenberg la religión no ocupaba un lugar pri-mordial. El padre de Salle ejerció de médico del ejército en laIndia sin apenas ser consciente de su condición judía. Era blan-co; lo demás no tenía importancia. Ello cambió –muy a su pe-sar– cuando regresó a los Países Bajos en los años treinta. Mien-tras que en Alemania los judíos fueron objeto de unas accionesde acoso y rechazo cada vez más violentas, a él le encomenda-ron la dirección del Hospital Israelita de los Países Bajos enÁmsterdam. El desempeño de ese cargo le obligó a adoptar unaactitud más «judía» de lo que quisiera, hasta el punto de que fi-nalmente mandó circuncidar a sus tres hijos.

–Mi padre me contó que ya no volvió a llevar un lápiz en elbolsillo de la chaqueta los sábados. No se podía trabajar y, portanto, tampoco escribir.

Al principio, durante los primeros años de la Ocupación, elabuelo de Salle no comprendió o no quiso comprender que sufamilia corría peligro. Ni siquiera cuando comenzaron a de-portar a los judíos de Ámsterdam barajó la posibilidad de pa-

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sar a la clandestinidad. El hospital se fue vaciando, sala trassala, pero el médico-director Kroonenberg siguió cuidando asus pacientes mientras pudo. El 8 de agosto de 1943, cuando yatodos se habían marchado o vivían escondidos, fueron a bus-carle a él y a su familia: serían deportados a Westerbork y deahí a Terezín.

–Mi padre y uno de sus hermanos se encontraban en casa.Lograron huir a través del ventanuco del sótano. Sin embargo,al hermano pequeño, que llegaba en ese mismo momento, ledetuvieron en el descansillo de la escalera. Le separaron de suspadres y se lo llevaron a Bergen-Belsen.

Cruzamos una calle comercial. Una dependienta teñida derubio bajaba el cierre metálico de la droguería donde trabaja-ba. Se acercó un taxi. El chófer tocó tres veces la bocina comopara celebrar la victoria de su equipo de fútbol. Salle le hizo se-ñas con su maletín.

–Es un buen chico. Un muchacho indio de Surinam. Co-nocí a su padre cuando llevé a cabo algunas investigacionespara mi tesis doctoral en el río Corantijn.

Di por sentado que ninguno de los familiares de Salle habíaregresado.

–En efecto, mis bisabuelas no volvieron. Terminaron enAuschwitz. En cambio, mi tío y mis abuelos sobrevivieron mi-lagrosamente.

En Terezín, el abuelo Kroonenberg ejerció primero de fo-gonero y después de médico en el pequeño hospital infantil.Uno de los barracones estaba reservado a los tíficos. Ningúnalemán osaba entrar en él. Los enfermos eran transportados asu destino en carretillas, como si de cadáveres vivos se tratase.

–De una manera u otra, tanto él como su mujer lograron re-sistir hasta la llegada de los rusos –Salle aminoró la marcha yme lanzó una mirada triunfante–. Ésa es la razón por la que ha-blo ruso: mi abuelo sentía tal respeto por los soviéticos queaprendió su idioma. Al cabo de la guerra se suscribió a la re-vista Ogoniok, el «Fuego» socialista. Me contagió.

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Los días de diario Salle vivía solo en Delft; el fin de semanase reunía con su esposa en Wageningen. Su segunda residen-cia era un verdadero piso de soltero, situado encima de unatienda de ropa para bebés, cochecitos, hamacas y demás.Cuando me encontraba de pie ante el escaparate, mientras Sa-lle buscaba la llave, me vino a la memoria un detalle de lasprácticas de reconocimiento de minerales y rocas. En esa asig-natura, el profesor mandaba a sus alumnos una vez al año a losestablecimientos más selectos de la zona comercial, mayorita-riamente joyerías y boutiques de señoras. Entonces se veía juntoa las fachadas a grupos de dos o tres estudiantes, apostados noante los escaparates sino frente a las columnas de mármol oarrodillados en las baldosas de granito. Colocaban sus lupas so-bre la piedra o la rayaban con piezas de cuarzo traídas para laocasión a fin de determinar la dureza en la escala de Mohs.

Salle guardaba su bicicleta en el pasillo. En la planta supe-rior había un rellano, una cocina y una habitación estrechacuyo espacio quedaba aún más reducido por las dos libreríasque se erigían a ambos lados. Con una cerveza bien fría en lamano ladeé la cabeza para leer los títulos impresos en los lo-mos de una hilera de libros: de arriba abajo en el caso de lasobras anglosajonas y neerlandesas, de abajo arriba para las edi-ciones alemanas, francesas, españolas y rusas. Aunque no erala primera vez que reparaba en ello, saqué a colación ese datoaparentemente baladí, manifestando mi extrañeza por la cu-riosa línea divisoria entre las distintas tradiciones impresoraseuropeas. Compartíamos la capacidad de sorprendernos anteunos hechos a primera vista insignificantes. A Salle le bastabaun trozo de lápiz para maravillarse; le evocaba imágenes de mi-nas de grafito y cedro del Líbano. Descubrimos que, además,sentíamos una debilidad común por los topónimos singulares.

–Gzhel –dijo–. Fue durante años mi contraseña para acce-der al ordenador. Está en Rusia y es conocido por su porcela-na azul, similar a la de Delft.

–Uagadugú –repliqué yo.–Krk –siguió él.

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–Kommerzijl.Salle frunció los labios.–Bah, ése es regular nada más.En general, los nombres neerlandeses le parecían insulsos.–¿Prefieres Aracataca?–Sí, o Chiquinquirá, que rebota como un quijo sobre el agua.–Ararat –dije.–Ararat está bien –admitió–. ¡Brindemos por él!En la ciudad hacía un calor sofocante. Bebimos con ansia

para saciar nuestra sed. La noción de que yo fuera el discípu-lo y él fuera el maestro se había desvanecido. Deduje que, ajuzgar por la biblioteca, teníamos hasta gustos literarios muyafines. Había un estante dedicado íntegramente al autor Wi-llem Frederik Hermans donde se alineaban diversas edicionesde la novela Nooit meer slapen (No volver a dormir jamás) e in-cluso aparecía un ejemplar de Erosie (Erosión), tan difícil deencontrar.

Retomamos el hilo de nuestra conversación citando aforis-mos del literato neerlandés.

–«Un héroe es alguien que ha cometido una imprudenciasin ser castigado por ello» –declamé yo.

–«El hombre es un cadáver envenenado con vida» –respon-dió él.

Salle se sentía próximo al ideario nihilista del escritor.Observé que quizá habría podido creer en semejante uni-

verso si tanta frialdad no fuese incompatible con los dones cre-ativos de un autor de la talla de Willem Frederik Hermans.

Mientras tomaba asiento en el alféizar y contemplaba lahora punta de Delft, caí en la cuenta de que la jovialidad de Sa-lle formaba un extraño contraste con su sardónica visión delmundo. Al parecer, una palabra hermosa o una máxima acer-tada podían ser para él motivo de embeleso, lo cual me sor-prendía. Me interesé por su capacidad de exaltación. ¿De dón-de surgía?

Tras reflexionar un momento, Salle comenzó a hablar delamor, y me aseguró que era de gran utilidad. En cualquiera de

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sus manifestaciones, ya fuese refinado o más bien rudimenta-rio, servía para garantizar la preservación de la especie.

–Pondré un ejemplo. Soy absolutamente consciente de queme fijo más en las morenas que en las rubias. Por lo visto hayen mí un instinto que me incita a encontrar una pareja ajenaa mis propios genes. No me preguntes cómo se hace, pero locierto es que funciona.

Quise formular una objeción, pero Salle aún no había ter-minado.

–¿Cuándo nace el amor entre dos personas? Cuando el azarlas une felizmente en un momento y un lugar precisos. Imagí-nate que mi padre no hubiera logrado huir a tiempo por laventana del sótano. O que después de la guerra se hubiera ena-morado de él una mujer distinta a mi madre. El hecho de queexistiese y de que fuese él y no otra persona era una lotería.

Noté que me alejaba del curso de la conversación.–Es decir, en el supuesto de que Dios exista, es un jugador

de dados –tanteé–. Un ludópata.–Déjame que te cuente el caso de nuestro gato –dijo Salle–.

Convive con nosotros desde hace diecisiete años. Al observarde cerca sus manías y su conducta felina he llegado a pregun-tarme en más de una ocasión si Corrie y yo somos realmentetan diferentes a él.

Yo soy alérgico a los gatos.–Vosotros sois conscientes de que existís –repliqué–. Vues-

tro gato no.–Puede ser. Es verdad que a la especie humana se le atribu-

ye una conciencia, y también una libre voluntad. Ahora bien,¿conoces el estudio estadounidense de Jacksonville? Ha que-dado demostrado que en esa ciudad el número de recién na-cidos llamados Jack y Jackie es significativamente superior alque se registra en otras localidades. Cualquiera creería queello se debe a que los habitantes de Jacksonville se sienten or-gullosos de su tierra. Parecería hasta lógico. Sin embargo, alpreguntar a los padres por los motivos de su elección quedópatente que la mayoría de ellos habían puesto inconsciente-

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mente el nombre de Jack o Jackie a sus hijos. Su reacción era:«¡Caramba, ahora que lo pienso...!».

–Pero tú y yo somos individuos que actúan a conciencia. Noirás a decirme que tu hijo se llama Salomón por casualidad.

–Bueno, vale, nuestro gato no se reconoce a sí mismo en elespejo. En eso nos distinguimos de él. Pero ¿hasta qué puntose trata de un rasgo exclusivamente humano? Según parece,los delfines también se reconocen a sí mismos en el espejo.

No logró convencerme. El hombre era capaz de clonar ga-tos y de calcular la masa del universo. Los delfines no.

Salle me dio la razón, puntualizando que aun así la biologíamostraba que las diferencias entre el hombre y los animaleseran mínimas. No había que olvidar que el genoma del ratónse asemeja al del homo sapiens. Cuanto más profundizaba laciencia en una materia determinada, tanto más sencillos se re-velaban su estructura y su funcionamiento. Salle observó sinpestañear:

–Creo que al final conseguiremos solventar el enigma de lavida.

Aquello se me antojó excesivo. Me recordaba la actitud pre-potente con la que algunos físicos teóricos declaraban estar encondiciones de descifrar los códigos secretos del cosmos si seles daba un poco de tiempo, convencidos como estaban deque el universo tenía una explicación lógica susceptible de serresumida en una única fórmula matemática. ¿En virtud de quéargumento podía alguien dar por descontado que existía talpiedra filosofal?

Salle se amparaba en los sucesivos hallazgos y el patrón sub-yacente. Cada tanto tiempo se alcanzaba un hito, un avance deproporciones revolucionarias, como era el caso de la teoría dela evolución de Darwin o el descubrimiento de la estructuracon forma de cuerda enrollada del ADN, la denominada doblehélice de Watson y Crick.

–Naturalmente queda aún mucho por explicar, empezandopor el comportamiento de las células madre. Uno se preguntacómo es posible que puedan desarrollarse hasta dar lugar a di-

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ferentes células especializadas. Aquí nos hallamos ante ungran misterio. Ahora bien, el que ve en ello la mano del SumoHacedor cierra de entrada todas las puertas, cortándole elpaso a la ciencia. Yo propongo que esperemos unos años. Enese plazo, los biólogos adquirirán sin duda nuevos conoci-mientos que permitirán desentrañar incluso el funcionamien-to de las células madre. Siempre ha ido así.

En realidad, a juicio de Salle no había más que un escollo:la religión. Es decir, una doctrina de fe lo suficientemente do-minante para cercenar la libertad y la independencia de la in-vestigación científica, como le había sucedido a la geología aconsecuencia del dogma bíblico del diluvio.

Salle Kroonenberg citó al pionero Charles Lyell, el primeroen comprender que el fenómeno llamado erosión podía ge-nerar algo como el Gran Cañón y que el viento y el agua ha-bían necesitado para ello millones de años. Lyell calculó cuán-to tiempo –«al menos dos siglos y medio»– habían malgastadosus antecesores por aferrarse a la ilusión de que todos los fósi-les y bloques erráticos eran testigos directos de la gran inun-dación ocurrida en la época de Noé. Salle resaltó que todavíaexistían focos de resistencia religiosa contra los logros consoli-dados de la geología. Aún había escuelas de pseudocientíficosque se dedicaban a lo que ellos llamaban «geología del dilu-vio» y «teoría de la Tierra joven»: tentativas de demostrar quetodo había acontecido tal y como se describía en el Génesis. Sibien podía parecer una batalla en la retaguardia, los comba-tientes no se rendían. Según los modelos matemáticos de los«creacionistas de la Tierra joven», el Gran Cañón no se habíaexcavado grano a grano: la mayor de todas las gargantas no fuesino un canal de derivación originado por el efecto de lasaguas del diluvio.

–Espera –dijo Salle–. Te voy a mostrar un ejemplo muy elo-cuente de esta tendencia.

Se encaminó al estante de obras menores y sacó The Flood:In the Light of the Bible, Geology, and Archaeology (El diluvio: a laluz de la Biblia, la geología y la arqueología), escrito por el

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profesor Alfred Rehwinkel, un teólogo con conocimientos degeología. Al sopesar el libro me percaté de que se trataba deuna edición de 1971 para los centros de enseñanza protestante.

Pasé de la portada al prefacio, donde el autor hablaba del«brutal choque que supone para el joven alumno de bachille-rato entrar en el aula y descubrir que sus profesores, de reco-nocida sabiduría y autoridad, no creen lo que le han inculca-do de niño». Recité: «Comenzará a dudar de la infalibilidad dela Biblia en el terreno de la geología, pero eso no es todo. Sur-girán otras dificultades y, al cabo de muy poco tiempo, el es-cepticismo y la incredulidad habrán desbancado a la fe de lainfancia».

Era evidente que el libro estaba dirigido a mí. La versión ne-erlandesa había sido publicada cinco años antes de que yo meincorporase a la enseñanza secundaria protestante.

–¿Lo has leído? –quise saber.–¿Por quién me tomas? –contestó Salle, argumentando que

eso era lo que salía de las fanáticas mentes religiosas que obs-taculizaban la ciencia–. Por favor, llévatelo.

Introduje la obra cuidadosamente en mi cartera como sifuera un botín de gran valor.

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Todas las personas cercanas a mí poseían información sobreel Ararat o se sentían atraídas por él. No había hecho más quesondear un poco y ya me veía abrumado por una batería deconsejos y sugerencias. Alguien me vino con una pila de tebeosflamencos sobre el Caballero Rojo, recomendándome muy en-carecidamente el número en el que el heroico protagonista en-cuentra el arca de Noé. Una amiga alpinista familiarizada conel Himalaya me dio un blíster de Diamox, un diurético que porlo general se recetaba a pacientes con glaucoma. «Tratamientodel mal de altura: un comprimido de 250 mg (y bajar de inme-diato). Se aconseja beber abundantemente. Puede adminis-trarse otro comprimido después de 6 horas mínimo. No se de-ben ingerir más de 2 comprimidos (500 mg) en 24 horas.»

Mi editor me trajo algo de Londres.–Toma –me dijo–. Pero quiero que me prometas algo...Me regaló una guía de ascenso al monte Ararat, en forma-

to bolsillo: un mapa plegable con el itinerario. Los dibujos apluma de pastores kurdos y minaretes en medio de un paisajemajestuoso conferían a la edición una apariencia anticuada,pero curiosamente databa de 2004.

–¿A saber?–Que a mitad de tu texto no saques a relucir al Señor con

mayúscula.

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El undécimo mandamiento

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Levanté los ojos de la guía.–¿Y si no puedo remediarlo?Mi editor cruzó los brazos y aumentó la apuesta:–Pues en ese caso no lo publicaré.A mi esposa, en cambio, le daba igual lo que escribiese,

siempre y cuando no descendiera del Ararat como un conver-so. Le horrorizaba la idea de tener que compartir de súbito elresto de su vida con una persona distinta.

Pese a la ligereza con la que se hablaba del tema, en mi en-torno la religiosidad permanecía oculta bajo una gruesa capade plomo. A mi juicio, no existía ningún «riesgo» de que meconvirtiera a cualquier fe. No era ésa mi intención. Sólo de-seaba iniciar mi viaje sin demasiados prejuicios.

El grado de dificultad del Ararat era mayor de lo que po-día esperarse en razón de la pendiente o el peligro de aludes.Para la mayoría de los escaladores, el principal criterio disua-sorio no era la expedición de tres o cuatro días como tal ni lanecesidad de usar crampones, cuerdas y piquetas. Les desani-maba sobre todo el tableteo de las ametralladoras que reso-naba de cuando en cuando por la región. Fiel al siempre co-medido discurso británico, la guía notificaba que la montañase hallaba en una «zona políticamente sensible». Ésa situa-ción no era nueva y no cambiaría mientras el Ararat se situa-se en la línea de fractura entre el cristianismo y el islam. Bajolos símbolos de la cruz, en un lado, y de la media luna, en elotro, numerosos ejércitos habían entablado largas y ferocesbatallas sobre el terreno. El resultado fue que Masis/AgriDagi/Kuh-i-Nuh perteneció de modo alterno a los imperiosruso, turco y persa, ubicándose invariablemente en los confi-nes del reino que lo acogía, como un guardián macizo. Cuan-do las armas callaban por un momento, acudían al monte deNoé viajeros de tierras lejanas, entre ellos ermitaños que seasentaban en las cuevas de las laderas a fin de estar lo más cer-ca posible de la «cuna de la humanidad». Creían que en elmismo lugar en el que Dios selló la alianza con Noé y sus des-

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cendientes (todos nosotros) se abrirían las puertas del cielo alos elegidos.

Tanto los peregrinos como los aventureros daban fe de lasarraigadas creencias populares sobre la invencibilidad del Ara-rat. «En el corazón de la Gran Armenia se erige un monte muyalto, con forma de cubo, en el que, según dicen, se halla elarca de Noé», había anotado Marco Polo ya en 1271 durante suviaje a China. «Es tan grande y tan ancho que hacen falta dosdías para circundarlo por la base. En la cumbre hay nieve, tan-ta que nadie puede escalarlo.»

La invencibilidad del Ararat era un dogma oficial de la Igle-sia armenia. Las pendientes que se encontraban más allá del lí-mite de las nieves perpetuas eran vigiladas por ángeles con es-padas luminosas y no podían ser transitadas por los mortales.Leí que el primer hombre que, a pesar de esto, afirmó haberpisado la cima del Ararat había cargado durante el resto de suvida con el peso del mito de la invencibilidad. En septiembrede 1829, el doctor Friedrich Parrot, un alemán al servicio delzar, abandonó eufórico las laderas nevadas sintiéndose «próxi-mo al patriarca Noé». Lanzó los cohetes que le había facilita-do un capitán de artillería de las fuerzas armadas rusas y diogracias a Dios. Juraba haber alcanzado la cumbre, en la que de-cía haber plantado una cruz hecha con su bastón. Sin embar-go, la cruz era demasiado pequeña como para ser avistada des-de el valle, de manera que nadie le creyó.

El informe de Parrot, Reise zum Ararat (Viaje al Ararat), cuyaautenticidad también se cuestionó en Europa, había sido pu-blicado en su día en alemán y en inglés y aún figuraba en loscatálogos de anticuario. Encargué ambas versiones.

Mi guía proporcionaba una somera descripción de los as-censos posteriores al de Parrot. A lo largo del siglo XIX se lle-varon a cabo veintiocho expediciones en total. Después llega-ron las guerras locales, regionales y mundiales, que sesucedieron a un ritmo vertiginoso. Durante la mayor parte delsiglo XX, el Ararat fue terreno vedado, con excepción del perí-odo entre 1982 y 1989, cuando el ejército turco abrió una de las

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rutas tras eliminar a la guerrilla kurda activa en la zona. Se tra-taba de la ruta sur, que partía de Do?ubayazit, una pequeña ciu-dad tomada por los militares, cuyo nombre se pronunciaba doyu (oriental) ba ya zit. Amén del castillo de hadas del antiguopachá, el visitante no debía esperar encontrar el decorado delas mil y una noches. Barracones del ejército y carros de com-bate estacionados ostentosamente en las calles determinaban laapariencia de la ciudad y el cercano paso fronterizo con Irán.

El otro lado del Ararat, la vertiente septentrional, desde laque se veían las descoloridas construcciones de hormigón deEreván, fue zona prohibida durante la Guerra Fría, pues esta-blecía la demarcación entre Turquía y la OTAN, de una parte,y Armenia y la Unión Soviética, de otra. La caída y el desmo-ronamiento del imperio soviético no promovieron ningúncambio. Todo lo contrario, aquella parte del telón de acero,los trescientos kilómetros que separaban Turquía de Armenia,no fue demolida, sino reforzada con prismáticos infrarrojos ynuevos rollos de alambre de espino.

En el momento de la impresión de la guía, a principios de2004, sólo podían ascender al Ararat quienes se hallaran en po-sesión de un «permiso militar». «Le advertimos que únicamen-te está abierta la ruta sur (que pasa por el pueblo de Eli). Losmontañeros que se desvían de ella corren el riesgo de ser aba-tidos por disparos de las patrullas militares sin previo aviso.»

¿Cómo obtener esa autorización militar?El procedimiento se describía en el epígrafe «Normas y res-

tricciones». En primer lugar, los extranjeros tenían que pre-sentar una solicitud de visado en una embajada turca con unmínimo de tres meses de antelación, preferentemente cuatro.Concedido el visado, había que contratar un guía de la Fede-ración Turca de Alpinismo, cuyos gastos de viaje y alojamientocorrían a cargo del escalador.

«Atención: no salga sin que su pasaporte lleve el visado espe-cial para el Ararat porque sin él no podrá acceder a la montaña.»

La advertencia iba seguida de una nota de última hora quese había añadido de forma apresurada: el alto el fuego entre el

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grupo separatista kurdo PKK y las autoridades turcas se rom-pió el 1 de septiembre de 2003.

La contracubierta, elaborada con optimismo y astucia, lucíaun anuncio de Executive Wilderness Programs, una agencia de via-jes que se jactaba de tener veinte años de experiencia en lapreparación de escaladas en zonas conflictivas.

OFRECEMOS EXCURSIONES ORGANIZADAS AL ARARAT

Un dato importante es que el visado para montañeros esta-ba incluido en el precio (mil trescientos ochenta euros). Mesentí tentado, pero al final decidí solicitar el visado para el Ara-rat por mi cuenta, ya que prefería viajar por libre.

Friedrich Parrot dio su nombre al árbol de hierro, de ori-gen persa (Parrotia persica). Y también a una cumbre de los Al-pes, la Parrotspitze, situada en la frontera suizo-italiana. El eru-dito alemán pasó a la historia como el padre de la «escaladacientífica», al tiempo que fue uno de los pioneros del alpinis-mo, si bien, a diferencia de los montañeros de épocas poste-riores, a él no le motivaba la escalada como tal. El interés deParrot por la alta montaña estuvo en todo momento «al servi-cio de la investigación de los fenómenos naturales», como de-cía el epílogo del informe de viaje Reise zum Ararat, de 1831,que fue reeditado con sumo esmero en Leipzig en 1985, aúnen tiempos de la República Democrática Alemana.

Antes de obcecarse con el Ararat, Parrot ya había subido ados cumbres pirenaicas hasta entonces inexploradas. Una vezarriba, calculó la altura de ambas montañas (3355 y 3404 me-tros) a partir de unas mediciones barométricas. Con anterio-ridad había participado como estudiante en una expedicióncartográfica al Cáucaso durante la cual se aventuró sobre elKazbek, que, de acuerdo con el método de la triangulación, su-peraba los 5000 metros. Era, por tanto, más alto que el MontBlanc, del que se rumoreaba que por poco alcanzaba las re-giones atmosféricas desde las cuales se avistaban las estrellas a

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plena luz del día. Según se creía, el azul del cielo se volvía másintenso y oscuro conforme se iba subiendo a capas de aire cadavez más enrarecidas. Para registrar ese proceso se había dise-ñado el cianómetro, un abanico que recogía todas las tonali-dades posibles del firmamento, incluido el azul de la noche.Era la época –los albores del siglo XIX– en la que el Chimbora-zo ecuatoriano (6310 metros) estaba catalogado como la mon-taña más alta del mundo. Alexander von Humboldt, compa-triota de Parrot, lo había escalado hasta llegar a los 5880metros y se preciaba de tener el récord de altura. No cabe lamenor duda de que, incluso en tiempos de Parrot, la altura, elafán por batir récords y la búsqueda de la fama eran factoresimportantes, por mucho que las expediciones se envolvieranen un halo de rigor científico.

El propio Parrot atribuía su fascinación por el Ararat a unaferviente devoción cristiana. «¿Qué creyente no sucumbe alhechizo cuando dirige la mirada a ese monte sagrado que pre-senció no sólo uno de los acontecimientos más destacados dela historia universal sino la intervención directa de Dios en lapreservación de la especie humana?»

Por eso mismo, como bien comprendió Parrot, conquistarel Ararat tenía un mérito extraordinario. Me pregunté si de ve-ras se había dejado guiar por motivos religiosos o si, pese atodo, prevalecieron los intereses seculares. ¿Qué fue lo que leinspiró? ¿Qué buscaba?

El esbozo biográfico de Parrot que aparecía en el epílogode la edición publicada en la República Democrática Alemanacontenía algunas pistas. Leí que el padre de Friedrich, GeorgParrot, hijo de un obrero del gran ducado de Württemberg,había llegado nada menos que a rector de la germanófonaUniversidad Imperial de Dorpat (ahora Tartu, en Estonia). Elcalificativo «imperial» aludía al zar de Rusia, quien había ane-xionado la región costera como «provincia del mar Báltico».Deduje del deslumbrante retrato de Friedrich, el hijo menorde Georg, que debió de ser enormemente atractivo, una belle-za no germana, con rizos negros y sin un solo gramo de más

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bajo la barbilla. Después de estudiar medicina y física en Dor-pat y tras cumplir el servicio militar como médico del bandoruso en la lucha contra Napoleón, tomó el relevo de su padreen el cargo de rector.

En 1828, cuando los rusos lograron desplazar la fronterameridional de su imperio a expensas de los persas y los turcos,Parrot aprovechó la nueva situación. «Ahora que el monte sa-grado ha entrado en el ámbito del cristianismo», comienza elinforme de su viaje, «ha llegado el momento de culminar undeseo largamente reprimido». Menos de un año después de lafirma de la Paz de Turkmanchai, Parrot, que por entonces te-nía treinta y ocho años, se pone en camino. Su séquito está in-tegrado por un mineralogista, un astrónomo, dos estudiantesy un feldjäger (guardaespaldas armado) designado por el zar.

El emperador Nicolás I le adelanta mil seiscientos rublos deplata para la compra de instrumentos científicos. Manda ano-tar: «La iniciativa goza de mi pleno apoyo. Ordeno nombrar aun feldjäger de probada fiabilidad que acompañe a los viajerosy les brinde asistencia hasta su regreso».

En el relato de su periplo, Parrot se presenta a sí mismocomo un hombre tenaz, ardiente de curiosidad. Queda de ma-nifiesto que es un contemplador, con una gran empatía, unhombre lleno de bondad que, llegado al mar Caspio, se inte-resa por el budismo de los calmucos, movido por unas impe-riosas ansias de saber. («No distinguen entre el domingo y losdemás días de la semana», apunta.) No siente ningún afán pro-selitista. Cuando considera la posibilidad de contratar a unniño calmuco huérfano de padre advierte a la madre y a lostíos que en ese caso el muchacho no podrá ser educado en ladoctrina budista. A medida que iba leyendo, la mentalidad li-beral y abierta de Parrot me maravillaba cada vez más.

Al cabo de tres meses, después de cruzar el Cáucaso y dis-frutar de una estancia regada con vino en Georgia, Parrot y lossuyos vislumbran por fin el Ararat. La vista de la montaña loscolma de un «sentimiento de deferencia hacia las grandesobras del Creador». En primer plano se perfila la silueta del

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monasterio armenio de Echmiadzin. Mientras la pequeña ca-ravana de carros tirados por caballos se adentra en la llanuradel río Araks, el cielo se tiñe de amarillo y verde, dando pasoa una tormenta de arena. Los campesinos se alejan a toda pri-sa, pero Parrot no piensa en refugiarse, ni siquiera cuando losrayos atraviesan las nubes a intervalos cada vez más breves. Hallegado hasta aquí para ver este espectáculo, una experienciaque describe con la voz de un peregrino: «¿Acaso no me ha-llaba al pie del Ararat, el monte sagrado que lleva las marcasde las aguas que en su día recibieron orden de apartarse a finde crear un lugar de reposo para los supervivientes de la hu-manidad? ¿Acaso no me hallaba ante los muros de Echmiad-zin, tras los cuales la fe cristiana persistía desde los mismos si-glos en que comenzó a propagarse?».

Echmiadzin era (y continúa siendo) el Vaticano de la vetus-ta e independiente Iglesia cristiana armenia, fundada en elaño 301. Si bien Parrot y sus compañeros de viaje obtuvieronpermiso para quedarse a dormir algunas noches en el conven-to, el recibimiento fue tan frío como los claustros y las capillasde piedra. El katolikos, el líder espiritual de la comunidad, re-sulta ser un espectro de noventa y tres años que se niega a apa-recer en público. Los monjes hablan ruso con dificultad y, paradisgusto de Parrot, no dominan el griego ni el latín. Sus salmos«no suenan en absoluto melodiosos y carecen de fervor y ar-monía». Por más que Echmiadzin, amurallado y emplazado so-bre una colina, se crea en pie de igualdad con la Ciudad delVaticano, la conducta del katolikos no es ni mucho menos dig-na de un pontífice. Cuando días más tarde el príncipe de laIglesia concede inesperadamente una audiencia a los viajeros,se limita a «proferir unos gritos apáticos y estridentes» en res-puesta a su propósito de escalar el Ararat.

Parrot da a entender que el anciano delira. Se niega a in-terpretar su reacción como una muestra de disconformidad oprotesta y no hace mención alguna al artículo de fe por el queel Ararat se declara «inaccesible». ¿Desconoce Parrot ese de-creto eclesiástico o simplemente lo ignora? En el último mo-

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mento, el katolikos le presta, con evidente desgana, uno de susintérpretes: un diácono de veinte años llamado Abovian. ¿Lequedaba otra opción al padre de la Iglesia armenia? ¿Cómo ibaa denegar ayuda a una expedición que contaba con el bene-plácito del zar?

«A Armenia le hace falta un buen seminario», deja caer Pa-rrot al abandonar el monasterio.

Una jornada de marcha después, la irritación de Parrot seha disipado. Conduce sus bueyes y sus caballos a través de lasburbujeantes aguas del Araks. La llanura arcillosa cede el pasoa las estribaciones basálticas solidificadas y erosionadas del Ara-rat. Cuando llega el momento de elegir una base de operacio-nes adecuada, el líder de la expedición duda entre Do?ubaya-zit («una ciudad musulmana en el lado sur») y Arguri («unpueblo cristiano en la ladera septentrional»). Finalmente, optapor Arguri, la única aldea situada cerca de un glaciar, en el ex-tremo del único barranco. La noticia de la llegada de los fo-rasteros ha corrido como la pólvora, de modo que hicieron lasúltimas millas en compañía de una pandilla de niños pastoresexultantes y vocingleros. En Arguri se les brinda una acogidacalurosa, con vino y solemnes palabras de bienvenida, aunquetambién perciben cierto recelo, como si la multitud congrega-da en la calle los sometiera a una inspección. Enseguida sur-gen comentarios burlones sobre la viabilidad de su proyecto:es imposible que prospere, pues el reluciente cono cubierto dehielo que se alza en la lontananza es inaccesible. Las aproxi-madamente ciento setenta y cinco familias que viven en Argu-ri están convencidas de que Dios cubrió el Ararat a concienciacon una corona de hielo después del gran desembarco de hu-manos y animales. Quien se aventure por encima del límite delas nieves eternas resbalará y morirá.

Una vez en Arguri, Parrot debió de comprender que elmito de la invencibilidad era algo más que una recomenda-ción de seguridad bienintencionada. No cabía interpretarlocomo un aviso contra la temeridad. No pretendía evitar queel montañero arriesgase su vida, sino prohibir el acceso al

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Ararat. Dicho de otro modo, existía un undécimo manda-miento:

Super Masis nullus debet ascendere quia est mater mundi.(Nadie debe ascender a Masis, porque es la madre del mundo.)

Los cristianos armenios no eran los únicos que conocíanesa regla; ya la formuló el franciscano flamenco Willem vanRuysbroeck en el siglo XIII, además en los mismos términos. Afin de cuentas, el hombre tampoco podía internarse de nuevoen el útero del que había salido.

A mí me intrigaba tanto secretismo. ¿Por qué había que cor-tarle las alas a la curiosidad humana tan pronto como entrabaen escena la religión? Cada credo, por primitivo que fuese, te-nía algún altar, tabernáculo o cualquier otra cosa que nadie po-día ver ni tocar. Siempre había algún círculo en el cual no sedebía bailar o un árbol del que no se podía comer. ¡No miresatrás! Quien vuelve la cabeza se convierte en estatua de sal. Pa-recía imprescindible que hubiese algún secreto; de hecho, eraun rasgo inherente a todas las religiones. El misterio tenía queseguir siendo misterio, más que nada para poder creer en él.La explicación debía de ir en ese sentido. Aun así no pude evi-tar preguntarme qué era lo que merecía ser tratado con tal si-gilo. ¿Qué había que ocultar a los ojos humanos? En realidad,daba la impresión de que la escrupulosidad con que los sacer-dotes protegían sus lugares sagrados no podía estar basada másque en un único temor: el miedo a que no hubiera nada.

Un día de primavera del año 2005 llamé por teléfono a laembajada turca en La Haya. Me remitieron al consulado deRóterdam.

–¿Qué desea filmar?Contesté que no deseaba filmar nada. Que quería escalar.–Mount Ararat.–¡Ajá!, el Agri Dagi. Pues necesita un visado de montañero.

Para ello debe ponerse en contacto con la embajada.

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Marqué de nuevo el número de La Haya.–¿Un visado de montañero para el Agri Dagi? Ha de solici-

tarlo en nuestro departamento de asuntos consulares. En Ró-terdam.

Aprendí a decir Agri Dagi sin articular las ges y pronun-ciando las ies de manera apenas audibles, de modo que elnombre se quedaba en casi nada. Aa ri da. Literalmente: laMontaña del Dolor.

Tras insistir un poco, logré hablar con la persona adecuada.Más tarde me enteraría de que ocupaba el rango de tercera se-cretaria de la embajada y de que se llamaba Beliz. Aunque no lle-gamos a vernos, en los meses en que hablamos prácticamente adiario por teléfono se fue creando entre nosotros un vínculo.

–Es un placer escuchar su voz –me repetía Beliz una y otravez en un tono encantador.

Durante nuestra primera conversación, me pidió que le en-viara una solicitud por escrito, acompañada de toda la infor-mación relevante.

–Ésa será la base sobre la que iniciaremos nuestra corres-pondencia.

–De acuerdo –respondí–. Pero ¿qué entiende usted por «in-formación relevante»?

–Cuestiones como los aparatos que pretende importar, losnombres de los miembros de la expedición, la fecha, la dura-ción de su estancia...

En ese momento la interrumpí para preguntarle si cabía laposibilidad de presentar una solicitud individual.

Era posible, pero en ese caso había que adjuntar sin falta uncurrículum vítae.

Quise saber si, por ejemplo, debía mencionar que era inge-niero agrícola de formación. ¿Se refería a ese tipo de datos?

–Sí, pero también esperamos recibir un resumen de sus pu-blicaciones más recientes, así como una breve descripción delo que pretende redactar sobre el Agri Dagi.

Contuve el aliento. ¿Cómo sabía ella que era ése mi propó-sito, o incluso que me dedicaba a escribir?

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–Bueno, mándenos esa carta y ya veremos –la oí decir, y ahíterminó nuestra primera conversación.

En el guión de mi ascenso al Ararat, previsto para el vera-no de 2005, no había tomado en consideración la eventualpresencia de obstáculos insuperables previos al viaje. Sólo lostemporales de nieve y los chubascos tormentosos, o el mal dealtura, podrían impedirme alcanzar la cima. Desde luego nodescartaba esa clase de adversidades. Sin embargo, no habíacontado con problemas de visado. 2005 no era 2004. Al con-trario, era el año del abrazo –aunque tímido– entre Turquíay la Unión Europea, lo cual significaba que tenía el clima po-lítico a mi favor. El día en que Turquía ingresara efectiva-mente en la Unión Europea, el Ararat pasaría a ser su mon-taña más alta. Entonces los libros de texto de toda Europadeberían revisarse: el Mont Blanc (4810) no podría competircon un cinco mil de verdad y quedaría relegado automática-mente al segundo plano. Hasta sabía qué iba a contestar encaso de que la embajada turca me sometiera a preguntas: porlo pronto deseo explorar «la futura cumbre más alta de laUnión Europea».

Sin embargo, todo ello ya no me valía. Mi solicitud no seríaevaluada en La Haya, sino en Ankara. Beliz reexpediría los do-cumentos a las «autoridades competentes», y con ello aludía alos ministerios del Interior y de Defensa.

Por precaución, a fin de no cometer ninguna estupidez, lla-mé a Ahmet Olgun, periodista de ascendencia turca del perió-dico para el que yo había trabajado de corresponsal.

–¡Que la decisión está en manos de Defensa! –exclamó Ah-met incrédulo–. ¿De veras te han dicho eso?

En cambio, no le extrañaba demasiado que la embajada tu-viese conocimiento de mi trayectoria. No debía olvidar que en-tre los diplomáticos siempre había algunos que se pasaban eldía recortando artículos de prensa y elaborando expedientes.Ahmet me recomendó encarecidamente que pusiera las cartassobre la mesa. Si alegaba motivos falsos poco convincentes co-rría el riesgo de que los utilizaran contra mí.

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–Piensa que los montañeros son bien recibidos. La únicaduda es si acogen de buen grado a montañeros que escriben...

Pregunté a Ahmet cuál era el punto más sensible.Se echó a reír y después respondió con la seriedad propia

de un político:–Uno: la cuestión armenia. Dos: la cuestión armenia. Y tres:

la cuestión armenia.Para hacerme una idea del grado de sensibilidad de esa

«cuestión» sólo tenía que atender al flujo de noticias sobre Or-han Pamuk. El revuelo en torno al escritor afincado en Estam-bul se había desencadenado unas semanas antes a raíz de suafirmación –publicada en un diario suizo– de que en Turquíanadie osaba hablar de «la masacre de treinta mil kurdos y unmillón de armenios».

Turquía se abalanzó en masa sobre él, tanto oficial como ex-traoficialmente. Se incoaron tres procesos por difamación y ca-lumnia. Un parlamentario declaró que Pamuk «no era dignodel aire que respiraba», y un gobernador del centro del paísordenó eliminar todas las obras del autor de las bibliotecas desu distrito.

Pero, bueno, mientras no tocase el asunto armenio, Ahmetno veía cuál podía ser el problema. Hasta que se interrumpióa sí mismo:

–¿No habrás escrito sobre Armenia en tu época de corres-ponsal?

Me habría gustado contestar que no, pero la respuesta eraafirmativa. Habían salido publicados reportajes míos sobre laindustria armenia del coñac y otros temas inocentes.

–¡Pero si de eso hace años!Mi antiguo compañero de trabajo observó que daba igual.

Si había escrito sobre Armenia, la memoria turca podía reve-larse más perdurable y más selectiva de lo que yo quisiera. Mi-rándolo bien, tal vez fuera mejor que me incorporase a una ex-pedición regular, como un participante más.

No sacamos nada en claro, de modo que decidí tirar por elcamino del medio: escribí a Beliz que deseaba escalar el Ararat

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con la intención de publicar después un informe de viaje parauna editorial llamada Atlas.

Comenzamos a intercambiar correspondencia. Ella me en-vió una «Solicitud de autorización para la realización de exca-vaciones arqueológicas y la grabación de películas en Turquía»y yo se la devolví por quintuplicado, cumplimentada según mileal saber y entender y acompañada de cinco fotografías re-cientes tamaño carné.

Corría el 10 de abril de 2005. Había indicado los tres nom-bres de pila de mi madre: mi solicitud estaba lista para ser des-pachada a Ankara.

Mientras Friedrich Parrot se instala en Arguri, aprende queel nombre del pueblo está compuesto por dos palabras: argh(él plantó) y urri (pámpanos). Todo el grupo, reforzado condos soldados fronterizos rusos, es alojado en el monasterio deSan Jacobo, de muy reducidas dimensiones, montaña arriba, auna hora escasa de las chozas de adobe de Arguri. Justo detrásde los jardines del convento se levantan unos conos de deyec-ción cuyas rocas mantienen un inestable equilibrio. Las molesse recolocan unas pocas veces al día con pavoroso estruendo,tan pronto como se despega un canto nuevo. Por momentos,el fragor de esos aludes en miniatura adquiere tal intensidadque supera el ruido del torrente glacial que borbotea por el va-lle hasta llegar al monasterio, donde se amansa en dos peque-ñas zanjas de irrigación.

A los huéspedes se les invita a pan tierno cocido en hornode barro. Se trata de tortas finas y blandas, hechas de masa deharina, de las que Parrot dice que sirven también como «cu-chara y servilleta».

Después del almuerzo de bienvenida, los monjes, enfunda-dos en sarga azul hasta los tobillos, muestran a Parrot el planode la capilla central, que tiene forma de cruz. En el punto deintersección yace una piedra plana: el altar en el que Noé ofre-ció sacrificios a Dios en señal de gratitud. El «suave olor» quede ellos se desprendía complació al Señor, y obtuvieron de él

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la promesa descrita en el Génesis 8,21: «No maldeciré más la tie-rra por causa del hombre, porque los proyectos del hombreson perversos desde su juventud; jamás volveré a castigar a losseres vivientes como lo he hecho».

Los monjes de Arguri también le juraron y perjuraron queel Ararat era inaccesible. Comencé a preguntarme si el tesóncon el que todos insistían en la inviabilidad de su misión no ha-bía terminado por enervar a Parrot.

Para mi sorpresa, descubrí que la traducción inglesa de suinforme de viaje estaba salpicada de anotaciones introducidasa posteriori. Reise zum Ararat (1831) era una muestra de ecua-nimidad. Journey to Ararat (1846) estaba lleno de rencor.

El editor inglés había creído menester precisar que a Parrot«le movía el amor a la verdad». El lector debía ser conscientede que sostenía en las manos el relato sincero –y no otra cosa–del primer ascenso exitoso al Ararat. El autor, que ya no podíasalir en defensa propia (Parrot falleció en 1841), no merecíaser objeto de calumnias que ponían en tela de juicio su ascen-sión al monte de Noé. Del prefacio de Journey to Ararat se des-prendía que la reputación de Parrot ya estaba en juego con an-terioridad a su viaje al Ararat. Martin Heinrich Klaproth, elquímico y farmacéutico de Berlín que descubrió entre otrascosas el uranio, había calificado de «imposible» su subida alKazbek de 1811. Un joven estudiante tachado de fanfarrón porun prestigioso académico. Parrot recordó, terriblemente de-cepcionado, que jamás dijo haber pisado la cima del Kazbek,pero ello bien poco le ayudó a rehabilitar su nombre.

Journey to Ararat resultó ser una versión ampliamente re-mendada del manuscrito original alemán. Tal y como había su-cedido antes con el doctor Klaproth, apareció un erudito dis-puesto a «lanzar la primera piedra», esta vez en la revistaCrónica de Tiflis, año 1831, número 11, donde se argumentabacon gran lujo de detalles que las paredes de hielo del Ararateran demasiado empinadas y resbaladizas como para ser tran-sitadas por el hombre, por mucho que el «profesor Parrot» sos-tuviera lo contrario.

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El vilipendiado escalador, que esperaba ser recibido con elo-gios y vítores, se sintió «ultrajado», «dolido», «atacado por la es-palda». Dado que la era del duelo a vida o muerte tocaba a sufin, Parrot defendió su honor con una réplica racional. Se diri-gió al patrocinador de su expedición, el zar de Rusia, con elruego de que le hiciera llegar unos testimonios certificados delos ayudantes que habían estado con él en el Ararat. Acto se-guido, el gabinete del príncipe Von Lieven, ministro en San Pe-tersburgo, envió la instrucción pertinente al comandante de lasprovincias transcaucásicas, que a su vez encargó a un generalde división la localización y el interrogatorio de los escaladoresdel Ararat. Se trataba de dos campesinos de Arguri (armenios)y dos soldados del 41 Regimiento de Cazadores (rusos). El ge-neral no buscó o no encontró al quinto acompañante, el diá-cono Abovian del monasterio de Echmiadzin, pero a cambiotanteó al jefe del pueblo de Arguri, aunque no había participa-do en la ascensión. Parrot recibió cinco declaraciones juradas,que figuraban íntegramente en la edición inglesa de su relato.

Al leer los documentos me invadió un sentimiento de cons-ternación. Los tres testigos de Arguri, los campesinos y el jefedel pueblo, habían declarado con la mano sobre la Biblia queni ellos ni Parrot coronaron la cima del Ararat.

Aunque los dos soldados rusos no recordaban la fecha exac-ta, confirmaron que habían conquistado la cumbre del Araraten septiembre de 1829 en compañía del profesor Parrot.

Ello arrojaba un resultado de tres contra tres si se incluía ladeclaración de Parrot. O de dos contra dos si sólo se tenía encuenta a los testigos oculares directos de las actividades delprofesor. ¿Situación de empate? No, a juicio de Parrot. Estabaplenamente convencido de que el peso de la verdad inclinabala balanza a favor de los rusos, pues los armenios eran genteiletrada y simple que se hallaba atrapada entre las garras de lasuperstición.

La puesta en duda de la fiabilidad del relato de Parrot hizoque leyera con profundo recelo el informe de la ascensión pro-

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piamente dicha. ¿Se prestó Parrot al juego de la mistificacióno, al contrario, se empeñó en desenmascarar mitos?

Según escribe, durante la estancia de varias semanas en Ar-guri, realiza tres salidas, decidido a conquistar la cima. La pri-mera vez se queda en el intento, limitándose a explorar el lí-mite de las nieves eternas (que fija en 3800 metros a partir delcálculo de la presión atmosférica). Ese día echa a caminar alalba, sin porteadores, acompañado de Karl Schliemann, unode los dos estudiantes de Dorpat. Buscando apoyo con sus bas-tones atraviesan un campo de nieve con una pendiente de«apenas treinta grados», y a las tres de la tarde, después de cer-ciorarse de que la ruta elegida está libre de barreras insalva-bles, dan media vuelta. Entonces, mientras cruzan la ladera he-lada, las cosas se tuercen. «Si bien bajar es más complicado quesubir, uno se siente tentado a cometer imprudencias», aleccio-na Parrot. «Mi joven amigo, de naturaleza vivaz, no supo resis-tirse.» Schliemann da un traspié y resbala. Su profesor estira elbrazo y le agarra al vuelo, pero también se desliza, de modoque ambos caen al suelo rodando varias decenas de metros ha-cia abajo. Parrot corre peor suerte que su alumno: choca con-tra un peñasco y se le rompe el tubo de uno de los barómetros.Para mayor desgracia, del cristal de su reloj no quedan másque pedazos y la esfera está bañada en sangre.

De regreso al monasterio de San Jacobo, Parrot se obstinaen ocultar la caída, pese al dolor que siente en las costillas. ASchliemann le prohíbe hablar del asunto en público: el líderde la expedición se niega a consentir que los monjes vean con-firmado su mezquino argumento de que en lo alto de la mon-taña intervienen fuerzas distintas a la de la gravedad de New-ton. Sin embargo, da las gracias al Señor por haberles salvadola vida a él y a su discípulo.

En los días de descanso que necesita para recuperarse físi-camente, Parrot escucha a los frailes tocados con capirote. Porla noche, mientras cenan lentejas, cuentan historias de los ini-cios de la Iglesia armenia, de san Jacobo, el monje que dio sunombre al monasterio. San Jacobo se propuso salir en busca

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de los restos de la nave de Noé para acallar de una vez por to-das las disputas sobre la credibilidad de las Sagradas Escrituras.Pertrechado nada más que con su báculo y una bolsa de alba-ricoques secos comenzó a subir el Ararat. Tan pronto como sehizo de noche se acostó al abrigo de una roca. Sin embargo,cuando a la mañana siguiente despertó, se hallaba de nuevo alpie de la montaña. Eso mismo le volvió a pasar una y otra vez,hasta que un ángel le explicó en un sueño por qué todos susintentos estaban abocados al fracaso: las eternas nieves del Ara-rat eran terreno vedado para los mortales. De todos modos, enrecompensa por sus esfuerzos y a fin de satisfacer la curiosidadde los seres humanos, el ángel le había traído un fragmentodel arca de Noé. Al despertar, san Jacobo lo encontró junto asu báculo y la bolsa de albaricoques.

Parrot observa con cierto escepticismo: «Esta historia cuen-ta con el beneplácito de la Iglesia armenia». En el monasteriode Echmiadzin ya le habían mostrado la reliquia: un trozo demadera del tamaño de una mano, de color marrón rojizo, in-crustado en un icono de plata con piedras preciosas. Atesorabaasimismo un molde en plata de las yemas de los dedos de SanJacobo, que había sido el primero en tocar la madera del arca.

Durante su estancia en el Ararat, Parrot no manifiesta nin-gún interés por hallar restos del arca. Aun cuando estima plau-sible que el pecio se conservara «cual mamut siberiano» en elglaciar, no pretende encontrar la prueba de la existencia deDios en forma de una tabla de madera resinosa. Su meta es co-ronar la cima del Ararat. En cuanto recobra fuerzas, Parrotemprende una segunda incursión «en el dominio del inviernoperpetuo». Promete a sus porteadores que les pagará un rublode plata, o un ducado de oro si continúan con él hasta el final.

Por causa de diversos contratiempos, la segunda ascensiónse frustra en un punto algo inferior a la altitud del Mont Blanc.Parrot aprende la lección para su tercer y último intento. Pasala noche lo más cerca posible del límite de las nieves perpe-tuas. «No comas cordero ni otros alimentos difíciles de digerir.Lo mejor es tomar sopa de cebolla con pan y, de postre, unos

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sorbos de ron. Ponte en camino a primerísima hora y ten cui-dado con las rachas de viento y las grietas.»

El 27 de septiembre de 1829, las condiciones climatológicasson óptimas. Uno de los campesinos armenios se queda en elcampamento, a 3900 metros, víctima del mal de altura. Otrosdos ayudantes abandonan en el primer descanso, pero el restosigue. Tan sólo son las diez de la mañana cuando Parrot y suscinco acompañantes pasan por delante de la cruz que levanta-ron en la subida anterior. Resultó ser demasiado grande y pe-sada; el porteador que la llevaba a cuestas casi se desplomó.Para evitar que se repitieran escenas propias del Gólgota, enesta nueva ocasión Parrot opta por un modelo más manejable,dos listones de pino de los cuales puede utilizar el más largocomo bastón en el camino de ascenso. La nieve caída unos díasantes se ha convertido en hielo compacto, de manera que elequipo se ve obligado a excavar peldaños en el glaciar. El airese enrarece y, tras muchas horas de dura faena, el barómetroindica que se elevan por encima de la altura del Mont Blanc.Aunque el cielo está despejado no se avistan estrellas. Justo porencima de la frontera de los cinco mil metros les aguarda untramo peligroso: una escarpada pared de hielo. Vencida esatraba, los seis se encuentran expuestos a una tormenta huraca-nada que les corta el aliento y les mete el frío en los huesos. Sinembargo, el azote del viento no les importa, pues frente a ellosse extiende ya sólo un campo de hielo levemente ondulado.

«¡Ante mis ojos, colmados de júbilo, se hallaba el punto másalto... y a las tres y cuarto CONQUISTAMOS LA CUMBREDEL ARARAT!»

Así se leía en Journey to Ararat.En Reise zum Ararat faltaban las mayúsculas, manteniéndose

únicamente el signo de exclamación.Una vez arriba, Friedrich Parrot siente euforia, sin renun-

ciar a su actitud calculadora y racional. No tarda en empuñarsu barómetro para determinar la altitud del Ararat: 5155 me-tros. La colocación de la cruz la deja en manos del diácono deEchmiadzin, que ha culminado la ascensión vestido con el há-

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bito de monje. El propio Parrot disfruta de la vista panorámi-ca sobre la lejana cordillera del Cáucaso, aunque en ningúnmomento permite que se debilite su capacidad de percepción.Constata que el Ararat es un volcán sin cráter, o al menos sincráter visible. Después plantea otra observación todavía másimportante: mientras iba subiendo estudiaba la distribuciónde las rocas sueltas, y llegó a la conclusión de que parecían es-tar clasificados por tamaños. Atribuye ese hecho a la retiradade ingentes cantidades de agua que, en su día, debieron defluir por la zona, incluso a gran altura. Aun estando al tanto delas dudas de los geólogos acerca del carácter universal del di-luvio, Parrot considera que «las pruebas físicas de la exactitudde aquella historia difícilmente pueden dejarse de lado». Conindependencia de lo que sostengan los escépticos o los incré-dulos existe una «gran verdad, nacida de fuentes puras».

Los escaladores permanecen tres cuartos de hora en lacumbre. Antes de iniciar el descenso, el diácono llena una bo-tella con hielo del Ararat y Parrot tributa una libación de vinoal patriarca Noé.

Durante los últimos años de su vida, Friedrich Parrot, de as-pecto escuálido y amargado, decía a todo el que quisiera oírlo:«Pon a un armenio en la cima del Ararat y seguirá aferrado ala idea de la invencibilidad de la montaña». Sin embargo, elque «el europeo docto» no diera crédito a su proeza le ator-mentaba aún más. Pese a su poder de persuasión, Parrot nopudo con el mito, que resultó ser más fuerte y más tenaz queél. Ya sólo eso daba que pensar, pues decía mucho sobre la ne-cesidad humana de rodearse de misterios y el correspondien-te afán por no desenredarlos sino mantenerlos. Al parecer, lafe y el ansia de saber se excluían mutuamente.

A pesar del progresivo deterioro de su estado de salud, Pa-rrot acarició hasta el último momento el plan de retornar alArarat y mostrar la ruta seguida por él a una delegación de in-crédulos. Sin embargo, su propósito se desbarató para siempreen el verano de 1840 –un año antes de su muerte– cuando la

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huella que había dejado en el Ararat quedó borrada de formaradical e irrevocable. La montaña se había puesto en movi-miento. El 2 de julio, media hora antes de que saliera el sol, re-tumbó un trueno subterráneo. Después la tierra se estremeciódurante varios minutos. Al poco rato se oyó un ruido grave enlo alto del barranco; adquirió cada vez más fuerza hasta con-vertirse en un estruendo descomunal. Los pastores vieroncómo se formaba a lo lejos una columna de polvo o de humo,de tonos grises y rojos, una nube que se precipitó hacia abajocomo si un gigante descendiese del monte con una antorchaen llamas en la mano. Visto desde Echmiadzin, en la llanuradel río Araks, el Ararat parecía «hervir» por dentro; los testigosoculares aseguraron que de las grietas laterales salía «vapor».Los monjes del monasterio de San Jacobo y los habitantes deArguri, alarmados por semejante manifestación del poder dela naturaleza, se encontraron tan sólo en unos instantes cara acara con el gorgoteante torrente de lodo, hasta que fueronarrastrados y sepultados bajo el fango.

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Todas las cartas que me enviaba mi antiguo profesor de ma-temáticas irradiaban cierto paternalismo. La primera me llegópor sorpresa en 1995, doce años después de mi examen final. Elencabezamiento era el de un jugador de ajedrez. «A veces metoca en suerte un trabajo de grado, o una tesis doctoral, perocuando un ex alumno mío escribe un libro me lo compro».

El doctor W. Knol, entre nosotros «don Matemáticas», porla aparente convergencia entre su persona y la asignatura queimpartía, actuó con el mismo rigor de siempre. Revisó mi ópe-ra prima con mirada de corrector, «con tiempo y esmero, delmismo modo que leo la Biblia y los escritos matemáticos».Cuanto más exactas eran mis formulaciones, más elogiososeran sus comentarios. En cambio, el menor descuido me cos-taba una reprimenda. «La página treinta y ocho contiene unatautología. Una plaza es por definición una superficie. Has re-cibido bastantes clases de matemáticas como para saber que espreferible escribir: “Vukovar poseía cuatro plazas, cuya exten-sión total ascendía a sesenta mil metros cuadrados”.»

Don Matemáticas constató que había hecho de la historio-grafía mi profesión. Observaba: «La historia es una materiacompleja, más compleja que las matemáticas, aunque éstasprofundizan más». Dispuesto a demostrar sin demora el acier-to de ese planteamiento, había desempolvado de su archivo

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una prueba escrita realizada por mí que incluía como anexo.La hoja con las preguntas impresas y las respuestas redactadasa mano despertó en mí un atisbo de reconocimiento que pron-to se transformó en extrañeza. La mayoría de los problemas,del estilo de «Dibuja en el plano complejo el conjunto de pun-tos correspondientes a |z – 1 + 3i| = |2z + 1 – 3i|», estaban re-sueltos correctamente. Según parecía, había existido alguiencon mi nombre capaz de comprender semejantes ecuaciones.Es más, el 11 de febrero de 1983, esa persona había entregadoseis folios de ejercicios de matemáticas, lo cual había sido re-compensado con un 8,8.

Aún estás a tiempo de doctorarte.

Con todo mi respeto, un cordial saludo,W. Knol

Don Matemáticas era el terror del instituto. Sólo cuando te-níamos la absoluta certeza de que no podía oírnos, nos atreví-amos a imitar, con acento de Groninga, sus monsergas.

–¿Qué pasa, muchacho? ¿No sabes trazar márgenes?No podían faltar de ninguna de las maneras; porque en

ellos el profesor anotaba sus correcciones. Todo el que se olvi-daba de trazar un margen amplio en los exámenes perdía deentrada un punto entero, una broma de mal gusto cuando deello dependía si el afectado pasaba al curso siguiente o repetía.

Mientras yo acudía aún al colegio encontré un día a mi her-mana –cuatro años mayor– sollozando en el sofá, agazapadabajo los cojines. Su amiga Trudy y ella se habían aprendido aconciencia las «reglas rojas» del manual de matemáticas, sen-tadas en el comedor, con la ayuda de mi padre. Sin embargo,en el examen las dos se habían quedado en blanco.

–¿Por qué no estudias un poco? –le había reprochado donMatemáticas al repartirle el enésimo suspenso.

Mi hermana se negó a comer, pero mis padres la obligarona sentarse a la mesa. Mi padre aclaró la voz y comenzó a rezar

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el padrenuestro. Cuando sonó el versículo «líbranos del Ma-ligno» miré de reojo a mi hermana en un gesto de solidaridad.Tenía los ojos abiertos y no oraba con nosotros.

Una tarde de domingo, en Ámsterdam, mientras paseába-mos por Prinseneiland, hablé a mi hermana de mi correspon-dencia con nuestro antiguo profesor de matemáticas. Se cele-braba una Jornada de Talleres Artesanos Abiertos; entramosen una empresa de serigrafía.

–¿Le llamabais «don Matemáticas»? Nosotros le decíamos«Raíz Cuadrada», «míster Cálculo»,...

Resultaba que mi hermana disponía de todo un arsenal desobrenombres. Después de tanto tiempo, el que yo me cartea-se con él todavía significaba para ella una suerte de traición.

Mientras íbamos de taller en taller, visitando desvanes y só-tanos, con un ojo puesto ora en hileras de soldaditos de plo-mo, ora en maniquíes pintados, seguimos evocando tiempospasados. Sobre todo nos vinieron a la memoria recuerdos decasa, donde habíamos compartido más momentos que en la es-cuela. Pese a la diferencia de edad, nos acordábamos con idén-tica nitidez de aquella vez que nos permitieron ver la televisiónen pijama en medio de la noche. Nos despertó nuestra madre,ansiosa por contemplar las imágenes. Bajamos la escalera depuntillas, hasta llegar al salón, donde nuestro progenitor ya es-taba ajustando la antena para garantizar una recepción ópti-ma. Más tarde, al repasar la carpeta de recortes memorables demi padre, me topé con el artículo que correspondía a aquelacontecimiento. Se trataba de la portada del diario AlgemeenDagblad, del 22 de julio de 1969, cuyo titular rezaba: EL HOM-BRE LLEGA A LA LUNA. Yo tenía cuatro años y medio. Loscomentaristas debieron de describir el evento con voz exalta-da y sin duda se pronunciaron palabras históricas, pero yo sólonos veía a mi hermana y a mí, sentados juntos en la alfombra,ante una pantalla destellante.

–¿Sabías que por entonces mamá sentía debilidad por losastronautas?

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No tenía idea de ello; los hermanos pequeños no se fijan enesas cosas.

–Eran sus héroes, aunque, por otra parte, los cosmonautasrusos le inspiraban lástima.

Daba la impresión de que mi hermana se encargase de sub-titular las borrosas imágenes de archivo de mi infancia.

–¿Lástima?–Sí, porque afirmaban haber estado en el espacio y no ha-

ber encontrado a Dios. Entonces mamá comentaba: «Pobregente, qué van a decir, si sostienen lo contrario los internan enun campo de concentración».

Se me abrieron los ojos. Siempre estuvo claro de qué ladose ponía mi madre en asuntos de Guerra Fría, pero, como bienindicaba mi hermana, su contumaz aversión hacia los rusos es-taba indisolublemente unida a la impiedad y la falta de fe queimperaban en aquel país.

Me vino a la mente el concurso sobre navegación espacialde la revista Kijk, cuyo primer premio era un telescopio lo su-ficientemente potente como para distinguir con él los anillosde Saturno. Soñaba con tenerlo en casa, junto a la ventana dela buhardilla, pero, por desgracia, no sabía cómo se llamaba elprimer hombre que se aventuró en el espacio. ¿John Glenn?¿O fue Yuri Gagarin?

–John Glenn –dijo mi madre.Mientras tanto, mi hermana y yo habíamos llegado a una

plaza, donde dos artistas lanzaban por el aire un «caballo muer-to» desde una catapulta gigantesca. A mi hermana, también ar-tista, le consolaba la idea de que aquella pareja producía, aligual que ella, un arte imposible de vender. Además de su con-sulta de dietista tenía un taller donde creaba esculturas efíme-ras de mantequilla (una mesa de comedor con cuatro sillas) yde azúcar (esparcido por el suelo a modo de colcha de gan-chillo o caramelizado en forma de selva de lianas).

Nos pedimos un Nestea en una terraza. Le conté que esta-ba rebobinando la película de mi memoria en busca de mo-mentos específicos en los que había comenzado a dudar de la

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Biblia como Palabra Divina y de la existencia de Dios. En mipropia percepción, mi fe se había desmoronado paulatina-mente, de manera más o menos desapercibida.

Aunque era un tema del que jamás habíamos hablado, mihermana captó a la perfección lo que quería decir.

–En mi caso, el primer choque tuvo lugar en una clase dehistoria sobre el marxismo –confesó–. El profesor se refirió,entre otras cuestiones, al papel de la religión y a lo que opina-ba Marx al respecto.

Había explicado por qué Marx calificaba la religión de opiodel pueblo y cómo defendía que Dios fue creado por el hom-bre, y no al revés. A mi hermana aquello se le antojaba incon-cebible: había quien consideraba la fe como una creación delser humano.

Yo me había perdido las explicaciones sobre el concepto di-vino de Karl Marx, pues tan pronto como me fue posible dejéde lado la historia, del mismo modo que mi hermana renun-ció a las matemáticas.

Aunque en mis tiempos de instituto jamás lo habría reco-nocido, don Matemáticas me caía simpático. Para empezar, yoprefería las ciencias exactas a las materias más vagas y, como yaestaba avisado, una vez en el aula me puse a trazar márgenessin que Knol tuviera que recordármelo. Cierto que tenía unascejas tipo Breznev, espesas y unidas sobre el puente de la nariz.Al alumno que sacaba un suspenso tras otro le espetaba: «Si nolo comprendes, admíralo». En cambio, bastaba con que de-mostraras cierto dominio del álgebra o de la geometría paraque se ocupase de ti, planteándote problemas de ajedrez –«lasblancas juegan y dan mate en tres jugadas»– o facilitándote da-tos de interés sobre el decapitado rey Luis XVI, cuya sentenciaa muerte, ejecutada en 1793, posiblemente saliera adelante de-bido a un error de cálculo: a juicio de Knol, se había cometidouna equivocación con desenlace fatal en el recuento de los vo-tos en la Asamblea francesa.

En clase corría el rumor de que el nombre de pila de Knol

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era Wouter, o Wout, pero yo averigüé que se llamaba Wolter.Lo descubrí en la biblioteca del instituto, donde su tesis doc-toral se hallaba intacta en el estante EXACT. En la ficha depréstamo que aparecía nada más abrir el libro no figuraba niun solo sello con fecha. Me lo llevé, por compasión, y tambiénpor curiosidad. El problema no era que estuviera redactado eninglés, sino que apenas había texto. Las páginas estaban llenasde series aritméticas, seguidas de signos matemáticos que, a suvez, daban paso a más cifras. Con ello, Wolter Knol había ob-tenido el título de doctor.

Al final, de las tres clases paralelas, cada una de ellas deveinticinco alumnos, siete estudiantes eligieron libremente laasignatura Matemáticas II, también conocida como «matemá-ticas para fanáticos». Aunque yo era uno de ellos, hacía todolo posible para que no me tacharan de adicto a los números.El principio de que las buenas notas menguaban la populari-dad se aplicaba desde el primer curso de la enseñanza secun-daria. Había una única excepción a esa regla: Harro «el Alqui-mista», un chico enjuto que, pese a sacar nueves y dieces,infundía respeto con sus recetas para la fabricación de bombasde humo y sus demostraciones de explosiones subacuáticas enel estanque frente al instituto. Me uní a él, y me hice cómplicede sus proezas, de modo que yo también acabé participandode su prestigio. Nuestra reputación ya era de sobra conocidacuando, recién llegados al 3.º B, nos tocó nuestra primera cla-se de química. Ambos conseguimos un asiento en la tan codi-ciada última fila, lo cual no hacía más que acrecentar nuestranotoriedad. Estar sentado atrás del todo no nos producía enningún otro local un sentimiento tan poderoso como en elaula de química, una sala escalonada con grifos, pilas y me-cheros de gas en cada nivel.

Fue allí donde el señor Beltman me acercó de una manerapoco ortodoxa al Génesis. La irritabilidad de Beltman, un pro-fesor que se tomaba muy en serio su oficio, se dirigió desde laprimera lección contra Harro y contra mí. Nos miraba con in-sistencia mientras describía las consecuencias de una manipu-

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lación inopinada de las sustancias químicas. Nos habló de lassalpicaduras de ácido clorhídrico en los ojos, del contacto en-tre la cal viva y la piel y del riesgo de morir en caso de padeceruna intoxicación por mercurio. Advirtió que en su local reina-ban unas normas de seguridad extraordinarias difícilmentecompatibles con una conducta pueril. Quien se creyera conpermiso para gastar bromas se equivocaba de todo punto.

Antes de abrir el mueble donde se guardaban las sustanciaspeligrosas, Beltman se puso unas gafas cuadradas de plexiglásque acentuaban su afilada barbilla. Se enfundó una bata man-chada, nos mostró un recipiente con ácido nítrico fumante yllamó nuestra atención sobre una cadena con asidero que col-gaba junto a la pizarra. Tirando de ella se activaba una duchaenorme: en ese instante empezaría a caer del techo un torren-te de agua capaz de salvar la vida de una persona en llamas oempapada de peróxido.

Beltman se quitó las gafas protectoras.–Cualquier mal uso será castigado –sentenció mientras

abría la puerta con el fin de enseñarnos adónde fluiría el agua:por todo el pasillo, pasando por delante del pequeño gabine-te del ayudante de laboratorio, hasta el laboratorio de física–.Sólo yo sé cómo detener la ducha. Ahora bien, si hacéis uso deella sin motivo os prometo que no cortaré el agua hasta que elpasillo esté anegado de aquí al aula de biología. Y, por supues-to, corresponderá al culpable limpiarlo todo en solitario.

Cada falta llevaba aparejada una sanción-Beltman destinadaal caso y los primeros en ser castigados, incluso antes de las va-caciones de Navidad, fuimos nosotros.

«Frank W., Harro K.», garrapateó en un panel lateral delencerado (aún no sabíamos que Beltman acostumbraba a in-fligir sus castigos en público, en señal de escarmiento). «Vol-ver esta tarde. Copiar: Génesis 1-10.»

¿A qué venía eso? Harro y yo considerábamos que no ha-bíamos infringido ninguna regla. Aquel día, durante la medi-tación matinal, Beltman se había enojado con nosotros sin mo-tivo. Por la mañana, las clases se inauguraban con un ritual

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fijo: a las ocho y cuarto se dedicaban diez minutos a la lecturade la Biblia y la oración. No había más remedio que asistir. Laúnica manera de fingir indiferencia pasaba por tratar la Bibliacon el mayor descuido posible. Quien poseía un ejemplar im-pecable era excluido del grupo. En la Biblia de Harro abun-daban las manchas de tinta y la mía carecía de lomo, por loque las hojas sólo permanecían unidas gracias al efecto de losrestos de pegamento y el lino deshilachado. Beltman se perca-tó de nuestros ejemplares maltratados cuando esa mañana memandó leer el fragmento de turno; en cuatro o cinco saltos sepuso a nuestro lado, en la parte superior del aula.

Génesis 1-10 no parece mucho texto. Ocho páginas, desde lacreación hasta la construcción de la torre de Babel, es decir, lashistorias de Adán y Eva (la caída), Caín y Abel (el fratricidio)y Noé (el diluvio).

–No hace falta que copiéis los registros genealógicos –nosdijo Beltman esa tarde a modo de concesión, tras lo cual co-menzó a llenar frascos de sustancias químicas en un laborato-rio donde, aparte de él y nosotros, no había nadie más.

Leer y copiar son dos formas diferentes de registrar infor-mación. Nunca antes había interiorizado un texto bíblico contal detenimiento. Tanto era así que las historias que pensabasaber de memoria se me antojaban más enigmáticas, más os-curas. Ignoraba, por ejemplo, que Dios había creado al hom-bre dos veces, la primera en Génesis 1 y la segunda en Génesis 2(y no de cualquier modo, sino «soplando en su nariz un hálitode vida»). Los versículos iniciales del relato del diluvio alber-gaban una nota no menos discordante: de súbito entraban enescena «los hijos de Dios». O sea, en plural, mientras era de to-dos sabido que Dios envió al mundo a Su Hijo Único para re-dimirnos. Sin embargo, ahí estaba escrito negro sobre blancoque Jesucristo tenía hermanos mayores. Ellos también vivieronen la tierra y no adoptaron precisamente una actitud de san-tos: «Los hijos de Dios vieron que las hijas de los hombres eranhermosas y tomaron para sí como mujeres las que más les gus-

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taron». Para mi asombro, leí que «antaño», en el período pre-vio al diluvio, había «gigantes» en la tierra, y también «hé-roes», en alusión a los descendientes de los hijos de Dios y lashijas de los hombres. El Señor, disgustado por tanto libertina-je, se arrepintió de Su Creación.

Entonces el diluvio borró la vida de la faz del planeta.Aun conociendo el desenlace resultaba ser un relato extre-

madamente fascinante. Para mí, lo más bello era la ciega con-fianza de Noé, decidido a construir el arca de acuerdo con lasinstrucciones divinas, por mucho que los demás se burlaran deél. Su capacidad de perseverar hasta el final. También me cau-tivaba la afluencia de los animales, alineándose por parejas(macho, hembra) con absoluta sumisión. Ya estaba diluviando,ya se habían abierto «las compuertas del cielo», cuando los ani-males, la esposa de Noé, sus tres hijos y sus tres nueras y, en úl-timo lugar, el propio Noé (ocho personas en total) por fin su-bieron a bordo.

«Y el Señor cerró la puerta por fuera.» Ésa no era una frasenormal; al leerla se percibía, por así decirlo, la vibración origi-nada por el portazo.

«Las aguas iban creciendo y levantaron en alto el arca porencima de la Tierra.» Yo lo veía literalmente como una ascen-sión, similar a la de los cohetes espaciales cuando, liberadosde las pasarelas ya retiradas, se despegan a cámara lenta de laplataforma de lanzamiento. Al igual que ellos, el arca planea-ba por el espacio vacío, no ingrávida por encima de la atmós-fera, sino flotando sobre una envolvente masa de agua. «En-tonces perecieron todos los animales que se movían por laTierra: aves, ganados, bestias salvajes, reptiles terrestres y to-dos los hombres. Perecieron todos los seres vivos que habita-ban la tierra firme.» Transcurrieron nada menos que cientocincuenta días hasta que Dios se determinó a cerrar las com-puertas del cielo. Acto seguido, las aguas comenzaron a bajar,de modo que el arca pudo arribar sin problema... sobre elArarat.

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El instituto al que habíamos acudido mi hermana y yo, elCentro de Enseñanza Cristiana de Assen, tenía fama de regir-se por la Biblia y de aferrarse a unos principios inquebranta-bles. Sin embargo, esa postura no afectaba a la evolución ni alorigen del universo. Las clases de biología eran el reino deDarwin y, en las de física, el big bang se presentaba como el«principio» fáctico de todo. Aun así, aquellas teorías eran con-sideradas meros «modelos explicativos», no necesariamenteconcluyentes ni garantes de la salvación del hombre.

La única controversia de orden religioso que dio lugar a undebate acalorado fue el dilema moral de si uno, en tanto quecristiano, había de oponerse o no a la carrera armamentista.Por entonces, a comienzos de la década de los años ochenta,los norteamericanos se proponían instalar misiles de cruceroen los Países Bajos como contrapeso a los SS-20 rusos. Los con-sejeros parroquiales y los profesores del instituto estaban divi-didos en dos bandos. Unos y otros se amparaban en el NuevoTestamento. Los enemigos de la escalada armamentista invo-caban el Sermón de la Montaña pronunciado por Jesucristo(«Habéis oído que se dijo: “Ojo por ojo y diente por diente”.Pero yo os digo que no os enfrentéis al que os hace mal; al con-trario, a quien te abofetea en la mejilla derecha, preséntaletambién la otra»), en tanto que los partidarios citaban la Cartaa los Romanos, de San Pablo («Pues pórtate bien, y la autori-dad te aprobará porque está al servicio de Dios para tu bien.Pero si te portas mal, entonces sí debes tenerle miedo; porqueno en vano la autoridad lleva la espada, ya que está al serviciode Dios para dar su merecido al que hace lo malo»). Recorda-ba la rabia que se había apoderado de mí al comprender quelos últimos hacían prevalecer las palabras de un apóstol sobrelas de Jesucristo. «Menuda comunidad de hipócritas», anoté enmi cuaderno de papel reciclado en referencia a los feligresesde los que sabía positivamente que justificaban la política deRonald Reagan, más conocida como la Guerra de las Galaxias.

Mi antipatía hacia Estados Unidos y mi opinión acerca delos misiles de crucero estaban inspiradas en mi hermana, a

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quien tomé como ejemplo en esos asuntos. De su dormitoriosalían canciones de Bob Dylan y John Lennon. El día despuésde Navidad, ella y sus amigas participaron en la anual mani-festación por la paz. Pasaron por delante de la base militar deHavelterberg, donde se almacenaban cabezas atómicas nortea-mericanas, a tan sólo cuarenta kilómetros en línea recta denuestra casa. En esa misma época, yo tenía un sueño recu-rrente: los búnkeres de Havelterberg volaban por los aires conun halo de luz, y por encima de los apartamentos de la calleSpeenkruidstraat crecía un hongo nuclear que oscurecía elsol. Después se acercaba una ola de fuego que carbonizaba atodos los que observaban el espectáculo desde la calle, dejan-do nada más que una marca de hollín en la acera.

Un día, mi hermana encontró en uno de los armarios de lacocina una lata herrumbrosa sin marca, disimulada detrás delas cacerolas.

–¡Ah, si son unas galletas cubanas! –exclamó nuestra ma-dre, a la que habíamos avisado enseguida.

A nosotros el bote nos resultaba sospechoso. La etiqueta de-cía «BB Emmen».

Según nos explicó nuestro padre, BB eran las siglas del Ser-vicio de Protección Civil. Curioso por conocer el contenido dela lata, desapareció en el garaje, en busca de herramientas.

En el ínterin, mi hermana y yo volvimos a explorar el ar-mario. Dimos con una cajita de pastillas de yodo que, segúnel prospecto adjunto, debían suministrarse en caso de «fa-llout, o lluvia radioactiva». Encontramos también un folleto ti-tulado «Recomendaciones de seguridad para usted y su fami-lia», sobre cómo proceder cuando se es víctima de un ataquenuclear.

«Las explosiones atómicas se distinguen por un intensorayo luminoso.» De producirse alguna, todos los miembros dela familia debían refugiarse «debajo de la mesa, cama, banco oafín» sin dejar de escuchar la radio.

Los consejos habían sido distribuidos en el otoño de 1961 yun año más tarde, en el punto álgido de la crisis cubana, mis

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padres habían ido a recoger la lata y las pastillas a la oficina lo-cal del Servicio de Protección Civil.

Nuestro padre colocó la lata en su mesa de trabajo y, de dosgolpes, la partió. Por mucho que las galletas supieran a cartónno se habían estropeado en veinte años.

Desde luego uno podía tomarse con filosofía la cuestión delos alimentos de emergencia y el tratamiento preventivo contrael cáncer de tiroides y, de hecho, eso fue lo que hicimos. Sinembargo, de niño, yo pensaba que jamás llegaría a cumplir losdieciocho años, convencido como estaba de que íbamos a mo-rir en cualquier momento. Vivimos los años más gélidos de laGuerra Fría. El temor a la bomba atómica se había acomodadoen nosotros como un ratón sobre el hombro de un punki: muyde vez en cuando nos olvidábamos de él por un breve instante.

El único profesor que comprendía nuestras angustias era eldoctor (llámame «Niek») Govaerts. Como físico nuclear reacioa la energía atómica estaba de nuestro lado. Además de con-tarnos anécdotas apasionantes de su época de estudiante, Go-vaerts compartía la postura de los alumnos, contraria a la de-mencial bomba de neutrones. Cultivaba una barba ralatotalmente acorde con su apariencia juvenil. «La mitad de losfísicos acaban tarde o temprano en la industria del armamen-to», contestó a nuestra duda de por qué, siendo doctor, traba-jaba en la enseñanza (al igual que don Matemáticas, aunque aél no se le preguntaban esas cosas).

Niek Govaerts exhibía películas que la mayoría de los alum-nos de secundaria no tenían oportunidad de ver. Nos mostró,por ejemplo, la grabación de unos ensayos nucleares llevadosa cabo a cielo abierto en el desierto de Nevada, donde unoscerdos recluidos en un terreno vallado eran radiados y tosta-dos entre chillidos. Quería que fuéramos capaces de hablarcon conocimiento de causa (léase: racionalidad) sobre el peli-gro de radiación, insensibles a cualquier discurso manipula-dor. La radioactividad era un fenómeno natural. Bastaba consujetar un contador Geiger sobre un par de rocas de basalto

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para que comenzara a pitar insistentemente. Mientras uno ac-tuase con cautela y no se expusiese a dosis extremas durantedemasiado tiempo no existía ningún riesgo.

En esencia, Niek Govaerts pretendía conseguir que afron-táramos la naturaleza sin pavor, con la audacia necesaria paraacercarnos a ella mirándole a los ojos. «¿Hay vida en Marte?»,escribió en la pizarra como tema semanal. Esa incógnita fue elpunto de arranque de una serie de clases sobre los descubri-mientos de las sondas espaciales Viking I y II. Equipadas con unbrazo robótico articulado, habían recogido muestras del suelodel planeta rojo que posteriormente fueron analizadas a bordo.De todas maneras, en el caso hipotético de haber encontradoalgo, sólo se trataría de microbios, pero aun así, suponiendoque existiera de veras una vida extraterrestre inteligente, ¿noharía ello tambalear peligrosamente nuestras ideas y convic-ciones? ¿Debíamos, en ese caso, seguir considerando al hom-bre como la cumbre de la creación? De ésas y otras cuestioneshablamos durante aquella semana.

Recuerdo que, en otro momento, Govaerts nos inició enuna materia nueva con una digresión sobre un genio francésdel siglo XVII llamado Blaise Pascal. Según nos explicó, esa ce-lebridad, desconocida para nosotros, era matemático ademásde teólogo y había reflexionado mucho acerca de la infinituddel universo. A juicio de Pascal, el hombre no era sino un serinsignificante frente a la inmensidad y la incomprensibilidaddel cosmos. Ni siquiera su poder imaginativo, por amplio quefuese, alcanzaba para desvelar los secretos más profundos de lacreación. Jamás lograría aprehenderlo todo. Pascal ilustrabaese planteamiento con un ejemplo: la imposibilidad de cono-cer la materia de la que están hechas las estrellas. En ningúnmomento la humanidad sería capaz de ponerle nombre, por-que nada ni nadie se hallaba en condiciones de tomar unamuestra de ella. Se me antojaba un razonamiento coherente,así que debí asentir con la cabeza.

Pues bien, ese relato resultó ser el preludio de unas prácti-cas en las que Govaerts repartía tiras de negativos en los que la

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luz de las estrellas, al pasarla por un prisma, se abría en un aba-nico de espectros de colores, atravesados a su vez por líneas ne-gras, unas más gruesas y otras más finas. Aprendimos que cadatrazo carente de luz se correspondía con el elemento específi-co del que estaba constituida la estrella en cuestión. Armadoscon un manual, conseguimos desentrañar en dos clases de cin-cuenta minutos aquello que para Pascal formaba parte del mis-terio divino: determinar la composición de las estrellas a par-tir de su código de barras. Ahí se había manifestado el triunfode la ciencia; me parecía magnífico, así que debí de resoplarde orgullo.

Visto en perspectiva, creo que las ciencias exactas fueron lasque más me hicieron dudar. La biología, la física y la químicaprivaban al mundo de gran parte de su misterio. Los conoci-mientos absorbidos me ofrecían un punto de apoyo y reforza-ban la confianza en mí mismo, lo cual contribuyó a que mecostase cada vez más rezar con entrega. «¿Dónde estaba Dios?»Debatí esa pregunta con cuatro o cinco compañeros de ideasen la cafetería del instituto, instalada en el escenario del salónde actos. Uno de nosotros había visto un programa de televi-sión en el que un profesor estadounidense aventuraba la hi-pótesis de que los agujeros negros abrían la puerta a otra di-mensión. Sabíamos que no emitían información ni energía yque no reflejaban ni irradiaban nada. Quizá fueran unos ojosde buey que facilitasen acceso al dominio de Dios, ¿por qué no?

En el cuaderno de papel reciclado al que confiaba mis pen-samientos hallé unos apuntes bajo el solemne encabezamien-to «Acotaciones a la historia de la creación». En uno de ellosanalicé la posibilidad de que Dios hubiera creado un «aradode la lógica», para que Adán y Eva pudiesen labrar la tierra delparaíso. «Pero el arado de la lógica se rompió al chocar contraun objeto duro, por lo que sus descendientes estaban conde-nados a vivir en el miedo y la incertidumbre. Aquello que de-bería haberse convertido en el Reino de la Razón ha dado pasoa la hegemonía de la religión.»

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Aun así estaba absolutamente seguro de que por entoncesno renegaba de Dios ni de la fe. En nuestro curso, sólo Jaco-liene Dop osaba afirmar en voz alta que Dios no existía. En lu-gar de ser enterrada, deseaba ser incinerada, porque sabía desobra cómo iba a ser cuando se muriera.

–¿Cómo? –le había preguntado con avidez.–Pues como era antes de haber nacido.Aquella observación me dejó perplejo. Sentí tan sólo frío y

repulsión. Sin embargo, había veces que yo trataba con idénti-ca falta de tacto al grupo de chicas con cola de caballo y bolsi-to de lino estampado con un arco iris y las palabras HAY ES-PERANZA. No estaban abiertas a la duda. Cada vez que seplanteaba una cuestión espinosa decían: «Dios es amor».

–Sí –contestó Harro un día–. Y el amor es ciego.Yo, por mi parte, no sabía qué pensar de la muerte y el más

allá, hasta que mi hermana, que por aquellas fechas estudiabadietética en Groninga, me regaló un libro con las cartas deVincent van Gogh. Leí un fragmento a mis compañeros en unrincón de la cafetería escolar:

¿Se nos muestra la vida en su totalidad o conocemos tansólo uno de sus hemisferios antes de morir? [...] Reconozco notener la respuesta a esa pregunta, pero la visión de las estrellassiempre me hace soñar, del mismo modo que me hacen soñarlos puntos negros con los que en el mapa se indican las ciuda-des y los pueblos. Y entonces me digo a mí mismo, ¿por qué se-rían los puntos luminosos del firmamento menos accesiblesque los puntos negros del mapa de Francia?

Tal y como nos subimos al tren para desplazarnos a Taras-cón o Ruán, nos servimos de la muerte para marcharnos a unaestrella [...]. En fin, no descarto que el cólera, los cálculos re-nales, la tisis y el cáncer sean medios de transporte celestiales,al igual que los barcos de vapor, los ómnibus y los trenes lo sonen la tierra.

Morir tranquilamente, de vejez, significaría ir andando.

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–Absurdo –opinaron mis amigos.Pese a ello, me había empeñado en que esa idea también

podía ser cierta, pues existía algo así como la verdad «poética».

El que pese a todo continuara creyendo en Dios durante mipaso por el instituto tenía que ver con las matemáticas. Se meantojaban distintas a la biología, la física y la química. Más pu-ras. Autónomas. Las matemáticas aplicadas (quien sabía calcu-lar la parábola de una bala de cañón podía alcanzar al enemi-go) no me interesaban. En cambio, la vertiente abstracta mefascinaba enormemente. Tanto que quedé cautivado por el nú-mero ?. Durante un tiempo me dediqué a buscar toda la in-formación disponible en la biblioteca del instituto. En la natu-raleza, ? estaba omnipresente (en el cáliz de una flor, en laforma de la luna). Equivalía sencillamente a la circunferenciade un círculo dividida por el diámetro. ? existía, aunque (o ala par que) era incognoscible, pues rebasaba los límites de lacapacidad intelectual. Dos siglos antes de Cristo, Arquímedestrató de calcularlo; obtuvo un valor de 3,14. En la pantalla dela calculadora aparecían ocho decimales: 3,14159265. Sin em-bargo, ya había ordenadores capaces de aproximarse a ? conuna exactitud de millones de cifras después de la coma. Aunasí no daban con él. Jamás darían con él.

Las matemáticas proporcionaban un universo lógico al tiem-po que dejaban constancia de lo insondable (y no de la apa-rente incognoscibilidad de la composición de las estrellas). Meencantaba ver cómo don Matemáticas demostraba en un dospor tres el teorema de Pitágoras (a? + b? = c?). Quien supierahacer juegos malabares con los números, sin renunciar a la ló-gica, podía explorar terrenos ignotos. A eso nos dedicábamosen la asignatura Matemáticas II. Lo que en Matemáticas I resul-taba imposible tenía solución en Matemáticas II. No había for-ma de extraer raíces de números negativos. Ni con la mejor vo-luntad del mundo. Sin embargo, nosotros, los siete alumnos deMatemáticas II, teníamos el privilegio de que don Matemáticasnos introdujera en el universo de los «números imaginarios»,

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cuyo éxito dependía del acuerdo según el cual la raíz de –1equivalía a i. Aun a sabiendas de que el número imaginario isencillamente no podía existir, se postulaba el razonamiento:«Muy bien, es imposible, pero imaginémonos que sí puede ser».Entonces resultaba que a partir de ahí se podía seguir calculan-do ilimitadamente, y lo más asombroso de todo era que los re-sultados de esos cálculos volvían a ser aplicables en la práctica.

Para mí, eso rayaba en lo divino. Al parecer, las matemáti-cas permitían crear mundos no existentes que, pese a ello, en-lazaban con la realidad. ¿Acaso no era ésa la prueba por exce-lencia de que había algo más que la realidad mensurable?

La carta más reciente de don Matemáticas, aún sin contes-tar, yacía encima de mi escritorio. Como era habitual, mi anti-guo profesor lanzaba en ella una amonestación –relacionadacon mi libro anterior– que reclamaba un urgente mea culpa:«La página ocho me ha hecho fruncir el ceño. Tu definicióndel índice craneal dice: anchura dividida por longitud, multi-plicado por cien. Eso es ambiguo. Lo correcto sería: anchuramultiplicada por cien dividida por longitud. Transformar fór-mulas en palabras requiere una enorme precisión. ¿Quién memandaría a mí impartir semejante asignatura?».

En mi respuesta le prometí que en la próxima tirada defi-niría el índice craneal con más exactitud. Después de ésa yotras formalidades, le planteé algunas cuestiones que deseabacomentar con él desde tiempo atrás: «En la obra que estoy es-cribiendo ahora me aventuro en la zona de sombra entre la fey el saber, en parte por la fascinación que ejerció sobre mícuando hace unos veinticinco años cursaba la enseñanza se-cundaria. Las nociones y conocimientos adquiridos entoncesactuaron como un arma de doble filo: me ayudaban a com-prender mejor el mundo a mi alrededor, al tiempo que incre-mentaban el misterio».

En concreto, quería que mi antiguo profesor de matemáti-cas me explicase cómo la fe y el saber se relacionaban en su ca-beza. ¿Había veces que entraban en cortocircuito?

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Le sugerí que tal vez la relación entre la ciencia y la religiónfuese comparable con la que existía entre las matemáticas y ellenguaje: exacto y repetible el primer elemento de cada pare-ja, abierto e inaprensible el segundo. A mí modo de ver, ambospolos encarnaban dos formas radicalmente diferentes de in-terpretar la realidad.

Dos meses más tarde llegó la contestación. Don Matemáti-cas me envió una epístola de cuatro folios, acompañada de di-versos apéndices guardados en carpetillas de plástico.

Estimado Frank,

Tu carta con fecha de 28/07/2005 aborda una serie de pun-tos en torno a los cuales quisiera hilvanar algunas reflexiones,pese a mi ignorancia al respecto.

Don Matemáticas desechaba mi propuesta de establecer unparalelismo entre los campos de tensión ciencia–religión y ma-temáticas–lenguaje. «El campo de tensión entre la ciencia y lareligión es incomparable con aquello (exactitud de las mate-máticas, inexactitud de la lengua), pues la religión está por en-cima de todo.»

«Vaya», pensé, «menuda lección me acaba de dar».No era, sin embargo, una carta repleta de dogmas. El tono

se revelaba distinto al del escrito anterior. «De niño me sor-prendía que las descripciones de la resurrección de Jesucristorecogidas en los cuatro evangelios se contradijeran entre sí(queda perfectamente claro si haces un esquema)». Tuve quehabituarme a la idea de que una autoridad de la talla de donMatemáticas también había sido niño alguna vez. «Recuerdoque, más tarde, en el instituto cristiano de Leeuwarden, el pro-fesor de religión, que era pastor, nos mandó estudiar cincopruebas de la existencia de Dios. Como si a nosotros, alumnosde ciencias, no nos hubiera bastado con una única demostra-ción. Ése fue el primer roce».

Aparentemente, Knol había experimentado en su juventud

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las mismas dudas que yo. Si bien en mis tiempos ya no tocabaaprender demostraciones de la existencia divina me podíaimaginar el escepticismo con el que debieron de acoger aque-lla tarea. ¡Cinco!

Sin embargo, según deduje de la carta, las cuestiones de fehabían quedado relegadas a un segundo plano tan prontocomo Knol se convirtió en docente. «Lo que pasaba por lamente de los profesores se comentaba tal vez en casa o en uncírculo reducido, pero ciertamente no en la sala de profesores.La única discusión acalorada que me viene a la memoria gira-ba alrededor de los misiles de crucero.»

No cabían dudas acerca de la postura que Niek Govaertsadoptaba por entonces, pero don Matemáticas no era de losque se comprometían, ni siquiera años después.

Se acordaba de que, en el curso de la entrevista de trabajo,el director le había facilitado una «directiva sobre la actituddel Centro de Enseñanza ante cuestiones controvertidas». Unode los anexos incluía copia de aquellas dos hojas mecanogra-fiadas.

«La ciencia ya no está supeditada a la teología», recalcaba eldocumento de 1961. Leí que los alumnos –yo, entre ellos, añosmás tarde– debían ser instruidos en los conocimientos moder-nos sobre «la edad de la Tierra y la evolución de los seres vi-vos». La enseñanza cristiana no podía ignorar tal tendencia,«habida cuenta de la avalancha de libros divulgativos existentessobre la materia». Sin embargo, la visión marxista era tabú: «Eneste sentido cabe subrayar de forma explícita el carácter con-denable y anticristiano de la teoría marxista surgida en el sigloXIX [...]. Por supuesto», los profesores gozaban de plena liber-tad para expresar su convencimiento de que «Génesis 1 ofreceun informe objetivo y cronológico de la creación de Dios enseis días, tal y como Él la llevó a cabo hace ahora seis mil años».Con una condición: ¡debían señalar al mismo tiempo que esaconvicción estaba reñida con el estado de la ciencia!

Curiosamente, la ambivalencia del documento me recon-fortaba. Inducía a creer que, como alumno, no había estado

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solo en mi lucha interior entre la fe y el saber; los profesoresque se habían encargado de mi formación tampoco tenían laclave.

Don Matemáticas no se detuvo en cuestiones de geología nibiología, sino que se limitó a las matemáticas. Después de al-gunas consideraciones acerca de la relación entre éstas y lascreencias religiosas, concluyó su carta con una sorprendenteprofesión de fe:

Matemáticas, oficio de la máxima exactitud y precisión.Matemáticas, creación autónoma de la mente humana en

opinión de quienes las practican.Aquí surge un problema: ¿Qué es la mente humana?¿Funciona «independientemente» [...] de la masa de seña-

les del cerebro?

¿Y qué es la fe? ¿Creer en una de las cinco pruebas de laexistencia de Dios que me enseñaron en la escuela? ¿«Pensar»que entre ellas debe de haber alguna que valga?

¿Es la fe una proyección? «¿De qué, desde dónde, haciadónde y de qué tipo?», se pregunta enseguida el matemático.

Confío en que, algún día, la FUENTE nos desvelará estas in-cógnitas.

Saludos cordiales,

W. Knol

P.D. No subestimes el arca de Noé. La niebla del pasadoserá muy densa.

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Los microbuses de la línea 26, con destino a la santa sede dela Iglesia apostólica armenia, parten de un lugar cercano a lafábrica de coñac de Ereván. Aún se conocen con el nombre demarshrutki en todo el antiguo imperio ruso-soviético, un voca-blo por el que resuena el ritmo de la marcha de los cosacos ensu camino hacia tierras remotas.

El primer microbús en efectuar su salida estaba todavía me-dio vacío, de modo que me quedaba tiempo para ir a compraralgo con que completar el desayuno del hotel en un quioscode la avenida, envuelta en un lento despertar. Un cuarto dehora después sólo había entrado un pasajero más, por lo vistode nacionalidad japonesa.

La ruta 26 al monasterio de Echmiadzin no parecía ser untrayecto demasiado concurrido, ni siquiera en domingo. Elconductor aceleró con brusquedad y, pasada la planta de co-ñac, enfiló una carretera principal. El Ararat no se dejaba ver,lo cual era insólito dada la época del año. Si bien la primaveraestaba ya muy adelantada, el valle del Araks permanecía ocul-to bajo un manto de nubes en el que el sol encendía de cuan-do en cuando pálidas manchas de luz.

Una vez fuera del centro de la ciudad atravesamos un pue-blo donde sólo había casinos, alineados a ambos lados de lacalzada. GLORIA. FORTUNE. CHICAGO. Ante mis ojos se des-

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La vertiente septentrional

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lizaban fachadas pintadas con bailarinas agarradas a una barra,playas con palmeras y bólidos de Fórmula 1.

–First time to Armenia?Esa pregunta, articulada por un compañero de viaje con un

maletín sobre las rodillas, iba dirigida a mí y al japonés queocupaba el asiento junto al mío.

El japonés asintió con la cabeza.En las aceras de los salones de juegos se hallaban estacio-

nados vehículos de mafiosos con aspecto de furgones blinda-dos.

–Yo estuve por aquí en 1999, pero entonces no vi nada deesto –dije consciente de que, al venir a visitar Armenia comoun país ubicado a la sombra del Ararat, me fijaba en otras co-sas que entonces.

–Por aquellas fechas, este Las Vegas en miniatura aún noexistía. Como podéis comprobar, en Armenia las cosas van bien.

El hombre nos contó que, en origen, la tinta verde especialde los billetes de dólar fue desarrollada por un armenio, undato que se amoldaba con manifiesta comodidad al decoradolocal. El camino al monasterio de Echmiadzin estaba flanque-ado por dos filas de columnas de neón que anunciaban SAU-NA, MASSAGE y PRIVATE DANCE CABINS. Pensé en FriedrichParrot, quien en 1829 se había expuesto allí mismo a una te-rrible tormenta, ansioso por contemplar, al fin, la largamenteesperada panorámica: Echmiadzin y, al fondo, el Ararat.

A derecha e izquierda debería de haberse extendido un pai-saje lujuriante, de un verde intenso, con albaricoqueros y re-bosantes zanjas de irrigación, pero no había más que desola-doras torres de viviendas soviéticas y paradas de autobús conforma de pez vaciado por dentro. Sin previo aviso, el marshrut-ka se detuvo ante el muro del convento de Echmiadzin. El ja-ponés y yo pasamos por delante de tenderetes donde se vendíaincienso, estampas religiosas y frascos de tierra y agua de Ar-menia. Tras intercambiar unas pocas miradas inquisitivas nosconfesamos el uno al otro que veníamos por lo mismo: el tro-zo de madera del arca de Noé.

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Yun Yamashita lucía unos rizos negros que le bailaban en lafrente, hasta el punto de meterse por debajo de la montura desus gafas. Trabajaba para la filial de Panasonic en Pekín, un ja-ponés en China, y se había tomado unos días libres para reali-zar un viaje sin apenas escalas intermedias a Echmiadzin.

Formábamos una pareja singular: dos hombres adultos,oriundos de latitudes contrarias, dispuestos a recorrer miles dekilómetros para contemplar una pieza de madera. Ello permi-tía concluir que el relato del diluvio poseía un poder de atrac-ción universal, capaz de persuadir por igual a un japonés y aun neerlandés de la conveniencia de desplazarse, sin necesi-dad de creer en los mitos, al lugar de conservación de la reli-quia palpable de una historia primigenia. Si queríamos quenos mostrasen el vestigio petrificado del arca de Noé haríamosbien en aunar nuestras fuerzas, pues el tesoro de Echmiadzinsolía permanecer cerrado a los profanos.

¿Era Yun creyente o sentía tan sólo curiosidad? Me costóadivinar sus intenciones. Al parecer, estaba interesado en unamaciza escultura de hormigón conmemorativa de la visita delpapa en 2001. En cambio, a mí me cautivaba el seminario don-de Parrot había pernoctado casi dos siglos antes y donde se ha-bía formado el diácono Abovian, el joven monje que le acom-pañó a la cumbre del Ararat y que, más tarde, se convertiría enel escritor decimonónico más renombrado de Armenia. En loalto del edificio, de piedra gris, destacaba la madera finamen-te tallada de la cornisa. Había leído que durante la PrimeraGuerra Mundial, de tan trágicas consecuencias para los arme-nios, el seminario de Echmiadzin estuvo abarrotado de refu-giados, lo que obligó a interrumpir la labor de formación. Unavez aplacada la violencia, los nuevos gobernantes soviéticos nose dieron prisa en reabrir el seminario.

A ojos de la mayoría de la población, los rusos eran, si noamigos y libertadores, al menos protectores. Aunque existía unmundo de diferencia entre los de antes de 1917 (cristianoscomo ellos en la lucha contra los mahometanos) y los rojos dedespués (ateos), el pueblo armenio, situado en el extremo de

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la placa terrestre europeo-cristiana, rozando terreno islamita,jamás dejó de considerar a los rusos como un respaldo, con in-dependencia de que sirvieran al zar o al secretario general delPartido Comunista.

Llevaba conmigo un libro de reportajes de una periodistaarmenio-estadounidense que había visitado la República So-cialista Soviética de Armenia en 1930. Como si fuera una son-da humana bajó de Leningrado al golfo de Finlandia, hasta Le-ninakan, junto a la frontera turco-armenia.

«¿Se puede ser una persona moral sin religión?», se pre-guntaba la reportera. En el compartimento del tren coincidiócon unas chicas del Komsomol, el movimiento juvenil comu-nista, que se maravillaron ante la vista de una presa cuya cons-trucción había costado «once millones de rublos». Sin embar-go, no mostraron ningún interés por los monasterios antiguos,cubiertos de musgo, ni «las demás reminiscencias del pasado».

Del balcón de su hotel en Leninakan, segunda ciudad deArmenia, colgaba una bandera roja con letras blancas:

LA RELIGIÓN ES ENEMIGA DEL PLAN QUINQUENAL.¡ABAJO LOS DÍAS FESTIVOS RELIGIOSOS!¡SÚMATE A LOS ATEÍSTAS COMBATIENTES!TODAS LAS RELIGIONES SON DESTRUCTIVAS Y OBSTRUYENEL PROGRESO DE LA CONSTRUCCIÓN SOCIALISTA.

Así lo dictaron los tiempos. De acuerdo con el espíritu delateísmo científico y la cosmología comunista, los templos deDios fueron transformados en planetarios. Los pintores se su-bieron a las bóvedas para tapar con soles radiantes el Ojo queTodo lo Ve. En domingo, los estudiantes acudían ataviados conun brazalete rojo, resueltos a reivindicar que la Tierra es unaesfera iluminada por el Sol que gira sobre su eje en veinticua-tro horas y que gira alrededor del Sol en un año: en ello no ha-bía nada de misterioso.

«La furia del activismo soviético antirreligioso se muestramás implacable con la Iglesia ruso-ortodoxa que con la arme-

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nia», se informaba a los lectores de la revista The Christian Scien-ce Monitor. «Ningún sacerdote es asesinado a tiros a la luz delalba ni es desterrado a Siberia “por su condición de sacerdote”,sino porque se le tacha de kulak o de contrarrevolucionario».

Al llegar a Echmiadzin, la periodista tuvo conocimiento deque el katolikos había fallecido poco antes, después de vivir ais-lado durante muchos años. El máximo representante de laIglesia se encerró en su despacho para no tener que comuni-carse con los bolcheviques, en los que había reconocido a losángeles del anticristo. Dado que Stalin «colectivizó» las viñas yel molino de grano de Echmiadzin, los monjes dependían delas limosnas para su sustento. Sin embargo, la Comisaría Po-pular de Educación y Cultura, consciente del valor de los ma-nuscritos antiguos (entre ellos el «Evangelio apócrifo de Láza-ro», del año 887), ordenó reencuadernarlos en tapas de cuero,adornados con el emblema de la hoz y el martillo. También es-caparon a la iconoclastia de los camaradas las reliquias de laMayr Tachar, la catedral Madre, entre ellas la punta de la lan-za con la que un soldado hirió a Jesucristo en la cruz y el tro-zo de madera del arca.

¿Sabía que algunos monjes armenios rezaban a diario conla cabeza orientada hacia el Ararat?

«Masis es su punto de referencia espiritual», me había ex-plicado el doctor Petrozian antes de que iniciara mi viaje. Eraun hombre esmirriado de baja estatura, vestido con un chale-co de fotógrafo con múltiples bolsillos. Canoso, a excepciónde las cejas, de setenta y dos años, y sismólogo de profesión.Desde su experiencia como autor de un «catálogo histórico deterremotos ocurridos en Armenia», Petrozian me contó quelos constructores de iglesias del país siempre habían tenido encuenta el riesgo de fuertes seísmos. Diseñaron torres y cúpulassólidas no demasiado afiladas y las colocaron cubriendo unanave central cruciforme. Un círculo sobre un cuadrado, locual, en palabras de Petrozian, supuso una revolución en la ar-quitectura. Averiguando qué templos se habían desmoronado

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y cuáles no, había conseguido determinar los rasgos caracte-rísticos de dos legendarios terremotos registrados en los siglosX y XVII.

El catálogo, aparecido en 1997, era, de momento, su últimapublicación. En el otoño de 1999, Petrozian huyó de Armeniaen compañía de su esposa y sus dos hijos en edad militar. Re-cogieron los bártulos y cambiaron su piso en Ereván (con vis-tas al Ararat) por un cubículo en un centro prefabricado parasolicitantes de asilo en un pólder de la provincia de Holandadel Sur, cuatro metros por debajo del nivel del mar.

–Hendrik-Ido-Ambacht –dijo–. Imposible de pronunciar...Y ahí estaban, soberanamente aburridos, rodeados de kur-

dos, somalíes e iraquíes no menos hastiados. ¿Cómo iba a sa-ber él que en los Países Bajos los refugiados no podían traba-jar mientras se hallase en tramitación su «estatuto»? A sumujer, que aún no había cumplido sesenta y cinco años, la lla-maron para asistir a clases de neerlandés, de modo que él seencontraba solo en «casa». Era el mundo al revés.

–Los hombres no deben estar en casa. Es el reino de las mu-jeres. Sé que aquí es distinto, pero en el Cáucaso la norma es ésa.

Entre las pertenencias traídas de Armenia había un obsole-to calendario con imágenes del Ararat, fotografiado doce vecesdesde territorio armenio, en cada uno de los meses del año.

–Lo hemos hecho por nuestros hijos –declaró Petrozian–.Tienen que estudiar, no luchar.

Refugiados armenios: aparentemente, era un fenómeno detodos los tiempos. Ya los conocía de antes, de cuando aún vivíacon mis padres en Assen. Eran familias con hijos morenos depelo corto que venían a por el papel viejo. Cuando la situaciónse ponía muy difícil se les concedía asilo eclesiástico. Lo curio-so era que no provenían de Armenia, sino de Turquía. Se lla-maban «cristiano-turcos» o «turcos cristianos», pero cuandonos referíamos a ellos con ese nombre exclamaban enojados:«¡No somos turcos!».

Se produjeron incluso reacciones más drásticas, pues poraquellas fechas, en los años setenta y ochenta, algunos de ellos

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atentaron contra la oficina de Turkish Airlines en Ámsterdam,el cónsul turco en Róterdam y el hijo pequeño del embajadorturco en La Haya. Ese tipo de actos de terror fueron reivindi-cados por los denominados Justicieros del Genocidio Arme-nio. Aunque por entonces ignoraba por qué había que hacerjusticia, notaba que su causa despertaba simpatía. Las iglesiasorganizaron oficios especiales por solidaridad con los arme-nios en los que nosotros, los escolares, encendíamos velas; pormomentos, el sentimiento de unión adquirió tal fuerza quecasi se podía tocar.

El que los refugiados armenios fueran mejor recibidos quesus compañeros de infortunio no cristianos se me antojaba unhecho lógico que jamás había sometido a reflexión. Sin em-bargo, conversando con Petrozian, comprendí que esa buenadisposición se remontaba a las cruzadas: los armenios de Tur-quía habían dispensado apoyo moral y material a los caballe-ros en sus viajes a Jerusalén, recibiendo a las comitivas en loorde multitudes a su paso por los pueblos, arrojándoles víveres oincluso sumándose al cortejo.

Petrozian me enseñó mi primera palabra en armenio: ba-ron. Era una reminiscencia de la época de las cruzadas cuyaacepción original se había ido debilitando hasta cobrar el sig-nificado más general de «señor».

La segunda palabra, yergrashar, no tenía nada que ver conlas guerras de religión, sino con el día a día de un sismólogo.Significaba terremoto.

–Yer-gra-shar –ensayé, articulando tres sílabas que ya se sacu-dían y se empujaban entre ellas nada más salir de la boca.

En Armenia, Petrozian era considerado el sismólogo másdestacado del país. Fue él quien, en tiempos soviéticos, exa-minó la sensibilidad sísmica del emplazamiento de la únicacentral nuclear de Armenia. Si en su vida creyó en algo, fueen el progreso. La campaña de descristianización que reco-rrió la Unión Soviética, unida a la alfabetización, había dadosus frutos.

–Mis padres aún eran niños cuando Lenin ocupó el poder.

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Ellos ya recibieron una educación laica y yo, por supuesto,también.

Las cuatro torres de refrigeración que dominaban la llanu-ra del Araks aparecían como los templos del siglo XX socialis-ta. (Y los cosmonautas y los proletarios esculpidos en granitodel metro de Ereván eran sus imágenes de santos.)

Para Armen Petrozian ni siquiera el Ararat tenía una con-notación cristiana, pues se había criado desde el punto de vis-ta soviético oficial, según el cual la historia del arca de Noé noera sino «un mito que obstaculizó por mucho tiempo el avan-ce de la ciencia».

Le pregunté, con un ojo puesto en el viejo calendario,cómo veía, pues, el Ararat: ¿cómo un referente nacional?

–En efecto, aunque debo admitir que, durante los años so-viéticos, lo primero que se me ocurría al contemplarlo era: quévigía más perfecto tiene la OTAN... ¿Sabías que durante la Gue-rra Fría la vertiente norte se llenó de aparatos de espionaje?

Petrozian se sentía orgulloso de haber contribuido a laconstrucción de la única central nuclear de Armenia, que en-traba, además, dentro del campo de visión del enemigo. Des-pués de llevar a cabo los estudios sísmicos de rigor, se decidióque los dos reactores tipo Chernóbil se instalarían en un ex-tremo del volcán Aragats, el monte más alto (4090 metros) deArmenia. En las postrimerías de la década de los sesenta, elequipo del doctor Armen Petrozian determinó que la centralestaba preparada para resistir sacudidas de una intensidad de7,0 grados en la escala MSK.

La descripción de un terremoto de esas características de-cía textualmente: «7,0: Pánico. Daños en numerosos edificios.Caída de chimeneas. Formación de olas en estanques. Tañidode campanas».

En la mañana del 7 de diciembre de 1988, el suelo armeniose movió con una intensidad de 6,9 en la escala MSK, pero elseísmo no se atuvo a la descripción impresa: en un radio detreinta kilómetros en torno al epicentro no quedó en pie niuna sola casa.

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Me interesé por las 11.41 horas de aquel 7 de diciembre.¿Dónde se hallaba Petrozian en ese momento?

–Estaba conduciendo –contestó con las manos apoyadas enel filo de la mesa–, y lo asombroso es que no noté nada.

Sin embargo, vio cómo la gente salía corriendo de sus ofi-cinas en mangas de camisa y, al llegar al instituto de investiga-ción, se encontró a sus colegas fuera, en el aparcamiento.

–Bajé la ventanilla para preguntar qué sucedía. Ellos merespondieron al unísono: «¡Pues anda, si no lo sabes tú!» Unahora después expliqué ante las cámaras de televisión que Ar-menia había sufrido uno de los mayores terremotos de nuestrahistoria.

A algo más de cien kilómetros de la capital, en Leninakan,junto a la frontera con Turquía, todos los edificios de aparta-mentos soviéticos levantados con posterioridad a 1960 se ha-bían desplomado, enterrando bajo sus ruinas a los habitantes.Barrios populares enteros se derrumbaron al mismo ritmopausado que las destartaladas naves industriales voladas con di-namita. Sólo en Leninakan yacían veinte mil cuerpos bajo losescombros.

La central nuclear, próxima a Ereván, dejó de funcionarpor el efecto de la sacudida, pero no se agrietó. 6,9 no era 7,0.

A raíz del seísmo, la Armenia soviética se sumió en el caos;faltaban cámaras frigoríficas, féretros, sepultureros. Simultá-neamente, los nuevos aires traídos por la glasnost y la perestroi-ka hacían crujir la Unión Soviética por todas partes. Mientrasel muro de Berlín caía silenciosamente, el Cáucaso era esce-nario de graves conflictos bélicos, entre ellos la guerra entrearmenios y azerbaiyanos por el enclave de Karabaj, una zonade mayoría armenia que Stalin había incluido en el vecinoAzerbaiyán por razones administrativas. Los dos pueblos her-manos socialistas se enzarzaron en una lucha despiadada. Bajoel grito de «¡muerte a los musulmanes!» y con una cruz tatua-da en el antebrazo, los combatientes armenios expulsaron al«invasor» azerbaiyano de la región montañosa de Karabaj enuna guerra que se cobró treinta mil vidas.

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A comienzos de los años noventa, las sacudidas geológicas ygeopolíticas generaron caudalosos flujos de refugiados arme-nios, pero Petrozian no estuvo entre ellos. Todo lo contrario,por entonces su especialidad le permitió hacer carrera comoinvestigador en el recién fundado Servicio de Protección Sís-mica, que incluso disponía de fondos para realizar incursionesen la paleosismología: el estudio de los terremotos ocurridosen la Antigüedad.

Saqué a relucir el yergrashar de 1840, que sepultó la aldea deArguri, en el Ararat, bajo una avalancha de lodo.

–Fue muy violento –observó el sismólogo–. Según nuestrasestimaciones, alcanzó una intensidad de 7,4 en la escala MSK.

Le mostré unos artículos científicos que había conseguidoa través de Salle Kroonenberg. Llevaban la firma de un geólo-go armenio de nombre ruso: Arkadi Karachanian.

–¡Ajá, Arkadi! –exclamó Petrozian–. Le conozco muy bien.Fue ayudante mío.

Le comenté que, en opinión de ese tal Arkadi, el terremo-to de 1840 había ido acompañado de una erupción volcánicaen lo alto del barranco de Arguri, lo cual le llevaba a afirmarque la ciencia tomaba al Ararat injustificadamente por un vol-cán extinguido e inofensivo.

–Masis está muerto y bien muerto –me interrumpió Petro-zian.

–Según este estudio, ésa es una convicción errónea.Añadí que se trataba de una publicación reciente, de 2002,

y que el autor, o sea Karachanian, percibía peligrosas similitu-des entre el Ararat y el monte Santa Elena de Estados Unidos,que había estallado en 1980 liberando un caudal energéticoequivalente a veintisiete mil bombas como la de Hiroshima.

–De modo que el día menos pensado saldrá volando lacumbre del Ararat...

Involuntariamente acudí en defensa de aquel científico alque no conocía, pero que aportaba pruebas debidamente or-denadas por categorías, de las cuales se desprendía que el Ara-rat había entrado en erupción el 2 de julio de 1840 y que Ar-

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guri no sólo había quedado sepultado bajo un alud, sino tam-bién bajo un flujo de lodo volcánico, un «lahar». Señalé con eldedo los términos «erupción», «origen volcánico» y «emisiónde dióxido de azufre», pero Petrozian había girado la cabeza.Miraba por la ventana.

Fuera, en un prado cercano, rumiaba una vaca, enmarcadapor las jambas de la ventana.

–Si ves a Arkadi en Ereván, transmítele mis saludos más cor-diales y dile que escribe disparates sobre el Ararat.

Asentí con la cabeza, recogí mis papeles y me despedí dePetrozian sin saber muy bien por qué había abandonado Ar-menia, pues en 1999 ya habían transcurrido cinco años desdela guerra contra los azerbaiyanos.

El interior de la iglesia Madre de Echmiadzin irradiaba se-renidad. La catedral más importante de la Iglesia apostólica ar-menia no era un derroche de esplendor, sino más bien unejemplo de mesura. Los ornamentos consistían mayoritaria-mente en unos frescos pintados en tonos otoñales que repre-sentaban escenas de la Biblia tan familiares como dramáticas.El bautismo de Jesús en el río Jordán, la última cena, los piesde Cristo sobresaliendo de una nube en el momento de la as-censión.

El espacio, libre de bancos y sillas, olía a cera derretida.Algo se avecinaba, los monjes iban y venían, algunos llevabanen la cabeza un capirote cuyo extremo les llegaba hasta la ra-badilla. La primera docena de visitantes de aquella mañana dedomingo andaba de un lado a otro entre carraspeos y toses.

Yun y yo hicimos lo que todo el mundo: compramos un ma-nojo de velas y las plantamos en una caja con arena en una delas naves laterales. Mientras tanto, no dejamos de vigilar lapuerta situada a la derecha del altar, pues sabíamos que con-ducía a la sacristía y a la cámara de reliquias anexa.

Vimos entrar a monjes vestidos de negro que al rato salíanengalanados con trajes rojos y azules.

Abordé a uno de los rojos.

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–Hovannes –se presentó el joven sonrosado, con cara deluna llena y barba escasa, que hablaba inglés con acento ame-ricano.

Hovannes nos comentó en susurros que él era novicio y queaún le quedaba un año en el seminario para convertirse en diá-cono.

–Los que van de azul ya son diáconos. Hoy se celebra su or-denación como apeghas.

Según nos explicó Hovannes, el apegha era un sacerdoteque vivía en celibato. Los cuatro hombres vestidos de azul es-taban a punto de hacer voto de castidad. Yun y yo manifesta-mos tal interés que Hovannes decidió llevarnos en una visitaguiada.

Para empezar, nos desveló el significado de Ech-mia-dzin:«luz del Hijo Unigénito». Esa luz había descendido a la Tierra,y en concreto al lugar donde nos hallábamos, en el año 301,cuando san Gregorio convirtió al cristianismo al rey armenioTiridates III.

El novicio nos empujó con el codo hacia una escalera quedaba acceso a una gruta ubicada bajo el suelo de la iglesia. En-cendió un tubo de neón y nos mostró las ruinas de un ara defuego pagano. Detrás de un murete se divisaban unos pocospucheros de barro sobre una pila de cascotes. Hovannes ob-servó que, a raíz de la edificación de la catedral Madre, los pri-mitivos dioses prehistóricos habían sido expulsados por elÚnico Verdadero de la Biblia. A instancias del novicio, apoya-mos nuestras manos contra unos bloques de granito colocadosunos encima de otros diecisiete siglos atrás; en palabras de Ho-vannes «el fundamento de la Iglesia cristiana por antonomasiadel planeta».

Continuó explicando que los armenios descendían de Jafet,hijo de Noé, cuyo clan se había asentado en la llanura delAraks tras la fallida construcción de la torre de Babel. Mientrasescuchaba a Hovannes me pareció lógico que el cristianismohubiese ascendido por primera vez al rango de religión oficialen ese lugar, al abrigo del Ararat, en un escenario tan propio

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del Antiguo Testamento. El novicio nos habló del período ini-ciado en el siglo IV, cuando Echmiadzin floreció como capitalde una Gran Armenia que se extendía en todas las direccionesdesde el Ararat. En contra de lo habitual, la «hazaña» más me-morable mencionada por Hovannes no era una devastadorabatalla, sino la creación, en el año 404, de un alfabeto exclusi-vo de la lengua armenia. Después de muchos años de arduotrabajo, el obispo Mesrop, de Echmiadzin, presentó un pro-yecto formado por cuatro filas de nueve letras cada una, trein-ta y seis en total. Aunque a mí los signos me recordaban a cá-lices y candelabros, Hovannes tachó esa asociación desinsentido. En cambio, nos enseñó que la primera letra, la «?»,coincidía con la primera letra de la palabra Dios en armenio,y la antepenúltima, la «?», con la inicial de Jesucristo.

–Dios Padre y Su Hijo son los guardianes de nuestro alfa-beto –dijo orgulloso.

En mis lecturas previas ya me había topado con ese entre-lazamiento entre la fe y la lengua, entre las Sagradas Escriturasy la escritura sin más. La comunidad armenia que aterrizó enÁmsterdam en el siglo XVII construyó de entrada una impren-ta y luego, en 1668, imprimió en ella una Biblia en armenio. Aligual que el pan, la Biblia en lengua nativa se revelaba comouna necesidad vital. De hecho, los armenios de la diáspora(más numerosos que los tres millones de almas que habitan lapropia Armenia) seguían citando la Iglesia apostólica y la es-critura armenia como portadoras de la esencia armenia.

Hovannes me lo confirmó. Hacía tan sólo unos pocos añosque él mismo había regresado del exilio. Según nos comentó,en Los Ángeles, donde vivió hasta los diecinueve años, jamás sehabía integrado en el proverbial crisol de razas y culturas, gra-cias a la fe y la lengua de sus padres.

¿Y nosotros? Hovannes deseaba saber qué nos traía a Ech-miadzin.

–¿No habréis venido a bautizaros?Lanzó la pregunta con la cabeza echada hacia atrás, como

dándonos margen para tomárnosla a la ligera. Sin embargo, el

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silencio en el que se sumió después no dejó lugar a dudas: nosestaba retando.

–Ya estoy bautizado –me oí decir.–Yo también –dijo Yun–. Soy baptista.Hovannes torció la boca en una mueca entre agria y son-

riente y nos acompañó hasta arriba.El ambiente estaba mucho más animado. En uno de los ni-

chos se había instalado un coro de mujeres tocadas con un pa-ñuelo blanco y verde. Me sentí cobarde a causa de mi evasivo«ya estoy bautizado». ¿Acaso significaba eso algo para mí?

Hovannes se disculpó; tenía compromisos ineludibles. Jus-to le iba a estrechar la mano cuando Yun se interpuso entrenosotros. Con el brazo extendido hacia la puerta al fondo a laderecha preguntó si podíamos visitar también el gabinete dereliquias.

–Quizá después de la ceremonia de ordenación –contestóHovannes–. Ahora es el vestuario.

Se nos exigieron dos horas de paciencia, pero en ningúnmomento percibí la espera como un suplicio. ¿Cuánto tiempohacía que no presenciaba un oficio religioso? ¿Quince años?¿Veinte? El canto de las voces femeninas sonaba delicado y ar-monioso, como si entre todas hilaran una malla de hilos deseda. En cuanto inundaron el espacio los tonos graves delchantre, comenzó a entrar el cortejo de los monjes. A Hovan-nes, muy ocupado en agitar el incensario, le delataba el ruborde sus mejillas. Un sacerdote anciano llamó, medio hablandomedio cantando, a los cuatro diáconos de atuendo azul. Quizádeba considerarme afortunado por no haber comprendido laspalabras. Descubrí, además, que estar de pie era preferible apermanecer sentado. Mientras mecía el peso del cuerpo deuna pierna a la otra, me pregunté qué se me había perdidoahí. O por decirlo con la expresión de Hovannes: ¿qué me ha-bía traído a Echmiadzin?

Desde luego, la madera del arca era una mera excusa. Sabíaque en mi movimiento envolvente hacia el Ararat no sólo per-

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seguía el conocimiento. En una de mis libretas de notas habíamanifestado mi intención de convertirme en un «Job a la in-versa», sometiéndome a una prueba similar a la que se impusoa aquel hombre. El piadoso y acomodado Job de la Biblia fuesujeto de un experimento en una apuesta entre Dios y Satanás.El diablo tenía permiso para enviarle toda suerte de adversi-dades, desde la indigencia más absoluta hasta las peores afec-ciones cutáneas (el pobre Job terminó por rascarse las llagascon un cascote), con el único motivo de comprobar si algúndía ello le llevaría a maldecir a Dios. ¿Y qué pensaba hacer yo?Poner a prueba la firmeza de mi convicción de no creyente.Pretendía visitar lugares y vivir situaciones como la que estabaviviendo en ese momento para averiguar si la fe me afectaba ono. Al verme ahí (con el codo apoyado en la mano y el puñoen la boca) me reí para mis adentros, consciente de la inge-nuidad de semejante propósito. El caso era que no me habíasometido a ninguna prueba, sino que había buscado un en-torno absolutamente familiar. Cómo me iba a alterar ese servi-cio religioso. Era un disparate pensar que estaba «limpio»: lainmersión había sido tal que por mis venas seguía corriendosangre cristiana.

Aquella reflexión me trajo a la memoria una tarde con mieditor; estábamos cenando en un restaurante llamado «El cie-no celestial», corría el vino, y la conversación derivó haciaDios. De súbito, el ateísta empedernido cedió un milímetro desu universo impío.

–En ocasiones muy contadas puedo llegar a sentir el impul-so de dar las gracias a algo superior a mí, pero eso sólo ocurrecuando estoy feliz.

Animado por el vino, corroboré esa confesión.–Sé de lo que hablas. Es lo que yo llamo sentimiento de

eternidad.Le detallé las circunstancias en las que solía invadirme

aquella sensación: cuando estaba solo, lejos de casa, y lo quemás me apetecía era moverme a una velocidad constante porun paisaje desconocido; de joven, sentado en la elevada cabi-

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na de un camión tras hacer autostop en Francia; más tarde,mientras sobrevolaba en helicóptero el humeante volcán bau-tizado Iván el Terrible en las islas Kuriles. En esas condicionestendía a entrar en un estado de total felicidad en el que, porun instante, todo estaba bien.

–Por eso me gusta viajar –completó mi editor–. Fuera decasa se es mucho más receptivo.

Pues yo me hallaba de viaje. Apostado bajo la cúpula de laiglesia Madre, con la nariz llena de olor a incienso, creí perci-bir que mis sentidos religiosos aún no extinguidos se excitabanlevemente.

Pero ahí se acabó. La excitación no se mantuvo: no teníaninguna posibilidad de perdurar ni de sobrevivir. Todo lo con-trario, tan pronto como los cuatro hombres de azul se postra-ron a los pies del sacerdote sentí repulsa. Consentían que lespasara la mano por la cabeza. ¿Por qué se equiparaba la en-trega con la sumisión? ¿O incluso con la humillación? De ro-dillas, reptando como serpientes, daban la vuelta al altar, conel rostro desencajado por el dolor.

Miré a Yun para sondear su reacción, pero estaba grabandola escena sin inmutarse mientras sostenía su cámara con el bra-zo extendido.

Después de la ceremonia, Hovannes nos acompañó a la sa-cristía. Tras sortear varias filas de zapatos dejados en el suelo nosdirigimos a las vitrinas que albergaban los tesoros eclesiásticos.A la altura del pecho había una pieza de hierro forjado con for-ma romboidal: la punta de la lanza con la que se había heridoa Jesucristo en la cruz («Pero uno de los soldados le abrió el cos-tado con una lanza y, al punto, brotó de su costado sangre yagua», Juan 19,34). Mientras Yun y yo ya recorríamos con la mi-rada los estantes en busca del fragmento del arca de Noé, notéque Hovannes se demoraba más de la cuenta ante la punta dela lanza. Dio un paso atrás señalando la reliquia con un gesto dela cabeza. Después nos mostró el aparador en el que se conser-vaba el molde en plata de la mano de san Jacobo, el monje que

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había realizado infructuosos esfuerzos por ascender al Ararat yencontrar el arca. Y ahí estaba el problema: faltaba el trozo demadera que le había dejado el ángel de Dios mientras dormía.El soporte de plexiglás y el cartelito explicativo seguían en su si-tio, pero el objeto en sí «se había cedido en préstamo».

–¿Cedido en préstamo? –preguntó Yun.Hovannes se disculpó encogiéndose de hombros.–Sí, al Museo del Hermitage.

El Ararat permaneció oculto durante toda mi visita a Arme-nia. Ello se me hacía tanto más extraño cuanto que en casa es-taba habituado a espiarlo no menos de tres veces al día a tra-vés del «Ararat-webcam» instalado por una compañía armeniade telecomunicaciones. En días claros se podía contemplar através de ese ojo estático, montado sobre un edificio de apar-tamentos de Ereván, cómo la cumbre cambiaba de color alamanecer, pasando de azul a rosa. Horas más tarde se levanta-ba una espesa niebla que despegaba el manto de hielo delGran Ararat del suelo, como un objeto flotante en un cuadrode Magritte.

En otra página web, www.ourararat.com, se invitaba al ar-menio de a pie a expresar su pasión por el Ararat:

Queridos todos, me siento orgullosa de ser armenia y osprometo en nombre de todos los armenios de Irán que jamásnos rendiremos. Llegará el día en que recuperemos nuestroArarat.

Lala, Teherán.

A mis hermanos y hermanas en Armenia. No abandonéis.En un futuro no demasiado lejano se abrirá la frontera turco-armenia y, en ese momento, todos los armenios podrán abra-zar el Ararat. El Ararat fue, es y seguirá siendo nuestro.

Saludo a las almas de las víctimas del genocidio armenio.Hagob, Vancouver.

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Para mí: Ararat = Armenia. Amo el Ararat. Lo veo todos losdías (me refiero al Ararat como Él con mayúscula) y me en-cantaría abrazarLo cada día, pero no es posible... ¡Odio a Tur-quía! El Ararat es MÍO, y nadie podrá separarnos!

Seda, Ereván.

A ojos de los armenios, el Ararat era más que la montaña deNoé. Desde su perspectiva se había sumado a los significadosinherentes a la historia del diluvio (la cuna de la civilización/elborrón y cuenta nueva/la alianza de Dios con la humanidad)un elemento más urgente: desde hacía poco menos de un si-glo veían el Ararat ante todo como el símbolo de la tierra pro-metida.

Ya llevaban noventa años observando cómo la ruta que Frie-drich Parrot había recorrido de Echmiadzin al Ararat moría enla frontera. La línea férrea y la autopista que enlazaban Arme-nia con la ciudad turca de Kars estaban cerradas, obstruidascon defensas de hierro y un área de peaje en la que aún esta-ban estacionados soldados fronterizos rusos. Si bien en tiem-pos soviéticos el puesto de Leninakan era una de las pocaspuertas en el Telón de Acero por la que la clase privilegiada via-jaba de Ereván a Estambul en el Do?u-Express, a principios delos años noventa se procedió al cierre hermético de ese Check-point Charlie turco-armenio. De los campos de trigo sobresalíantorres de vigilancia que parecían navegar por entre la nieblacircundante; las amapolas se cimbreaban en las cunetas.

El volcán de dos picos que emergía de la llanura estaba tancerca y, al mismo tiempo, tan lejos que los armenios se pre-guntaban con razón si no era un espejismo, o una gigantescapantalla de cine colgada por los turcos.

En los periódicos armenios había quien aseveraba que, paraun armenio, la única forma lícita de cruzar la frontera con Tur-quía era atravesarla a mano armada, con el fin de reconquistarel Ararat. Ensalzaban el aislamiento de Armenia llamándolo«la cruz con la que hemos de cargar queramos o no», por loque la dolorosa situación de los armenios, condenados a con-

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templar día a día cómo su monte continuaba ocupado por elenemigo ancestral, no mejoraba ni un ápice. Tomé concienciade que su anhelo del Ararat había pasado a ser un ritual paramantener vivo el recuerdo de la funesta expulsión, en los al-bores del siglo XX, del pueblo armenio de la Turquía Oriental(«¡Armenia Occidental!»). En Armenia, «Ararat» equivalía a«genocidio armenio».

De entrada me había propuesto no ahondar en las inson-dables atrocidades y el triste e inútil juego de afirmaciones y re-futaciones de una tragedia mal documentada, pero al final nome quedó más remedio que claudicar. A cada paso que dabaen dirección al Ararat, la «cuestión armenia» resonaba en unsegundo plano. Incluso la resolución favorable de mi solicitudde visado, aún pendiente del visto bueno de «Ankara», parecíadepender de ella. Justamente a causa de la aproximación en-tre Turquía y Europa, que encontraba mucha resistencia enambos bandos, aquel crimen perpetrado hacía menos de un si-glo volvía a estar en el candelero.

Tanto era así que un diario alemán dedicaba una página en-tera a una alocución elaborada cien años antes bajo el título de«Llamamiento a la conciencia de Europa». Después de leer, aduras penas, ese documento, ya no pude dar marcha atrás. Setrataba de un discurso vehemente pronunciado en 1903 enBerlín por un filósofo y crítico literario danés sobre la perse-cución de los armenios en los tiempos del ocaso del imperiootomano. El orador explicó a sus oyentes que, entre 1800 y1900, el sultán había masacrado a trescientos mil armenios.

«Ahora bien, decir que se sacrificaron trescientas mil vidashumanas impacta más bien poco; es un dato que no apela a laimaginación.»

Según precisaba el conferenciante, quien desease dejar unaimpronta indeleble habría de profundizar en el dolor particu-lar y personal, y así hizo.

«Una mujer cayó de rodillas implorando a los soldados quele salvaran la vida o, en realidad, dos vidas. “¿Es niño o niña?”,le preguntaron los soldados a la vez que apostaban siete medji-

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dié a que fuera niño. “¡Veamos!” Y acto seguido le rajaron elvientre.

Seguía todo un muestrario de crueldades: personas a lasque les habían sacado los ojos o cortado las orejas, clérigos cru-cificados, madres e hijos pequeños encerrados en iglesias yquemados vivos. Me costó continuar; desde que era padre nosoportaba leer descripciones de niños sufriendo.

«Lo sé y lo he captado perfectamente: ustedes me han es-cuchado con desgana. Han tenido que hacer grandes esfuer-zos para no gritar: “¡Basta ya!”. No me ha pasado desapercibi-do que muchas señoras han abandonado la sala... Piensen, sinembargo, que el dolor experimentado por los armenios fuecien mil veces mayor. Piensen también que esto ha sucedidoen nuestra era, en el decenio pasado, a cuatro o cinco días deviaje de aquí. Hemos dejado que ocurra; no hemos hechonada para detenerlo.»

Visto en perspectiva, el texto se volvía más amargo aún,pues el llamamiento se emitió sólo unos años antes del «pri-mer genocidio del siglo XX».

En 1908, tres jóvenes oficiales, Enver, Talat y Djemal, depu-sieron al sultán tras un golpe de Estado, para alegría de la mi-noría armenia. No obstante, menos de un año después del es-tallido de la Primera Guerra Mundial, las cosas se torcieron:Turquía, que se había aliado con Alemania, fue atacada por laespalda por la Rusia zarista. Los armenios cristianos, oprimi-dos por los terratenientes islamitas, acogieron a los rusos orto-doxo-cristianos como libertadores, hasta el punto de que mu-chos se unieron a ellos. Para el triunvirato turco, la poblaciónarmenia era una quinta columna. El 24 de abril de 1915, los di-rigentes militares ordenaron ahorcar en las plazas de Estambula unos ochocientos armenios ilustres, acusándoles de conni-vencia con el enemigo. Simultáneamente, Talat Pasha, el mi-nistro de Asuntos Exteriores, mandó deportar de su país a to-dos los armenios. Corría el verano de 1915 cuando cientos demiles (¿o incluso más de un millón?) de armenios murieron dehambre, deshidratación y desesperanza durante las marchas

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forzadas hacia lugares de abandono convertidos en cemente-rios en los desiertos de Siria e Iraq, «acompañados» por cua-drillas de ladrones kurdos y soldados mal pagados.

La por entonces recién fundada Sociedad de Naciones Uni-das manifestó su indignación y se dispuso a intervenir, pero en1920, antes de que pudiera pasar de las palabras a los hechos,el imperio soviético anexionó lo que más tarde sería el territo-rio de Armenia, dejando fuera el Ararat.

«Tsavut danem», se dicen los armenios aún a diario a modode saludo. Significa: déjame cargar con tu dolor. Ya había sali-do de Echmiadzin cuando comprendí que, para armenioscomo Hovannes, la punta de la lanza que atravesó el costadodel Cordero de Dios era una reliquia más importante que lapieza de madera del arca.

Arkadi Karachanian me dio a elegir entre café armenio (conposos) y americano (sin ellos). Despejó una mesa y abrió su or-denador portátil inalámbrico mientras sus colaboradores fingí-an seguir trabajando en sus escritorios. El atuendo informal deArkadi –polo y vaqueros–, sumado a la presencia de su foxte-rrier, indicaba que era el director. Su compañía de peritaje, GE-ORISK, ocupaba tres o cuatro estancias majestuosas de un co-loso estalinista con vistas al Parlamento armenio. Arkadi mecontó que tenía bajo su responsabilidad a diez geólogos y sis-mólogos de élite, procedentes de la Academia de las Ciencias,tan prestigiosa en su día, y del Servicio de Protección Sísmica.

–Yo también empecé ahí.–Bajo la dirección del doctor Petrozian... –adiviné.–Ésa quizá no sea la expresión más adecuada –sugirió Ar-

kadi con cautela–. Me superaba en edad, pero no en cargo.Le transmití los saludos de su antiguo compañero sin men-

cionar que, a juicio de Petrozian, «escribía disparates sobre elArarat», pues esos supuestos dislates eran precisamente el mo-tivo de mi visita.

Arkadi me preguntó por las gracias y desgracias de la fami-lia Petrozian, ya fuera por educación o interés.

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–La última publicación suya de la que tenemos noticia es sucatálogo de terremotos históricos. A decir verdad, jamás he en-tendido por qué se marchó.

Le dije cuanto sabía: que Armen y su esposa tenían dos hi-jos en edad militar.

–La mujer de Armen es azerbaiyana –observó uno de los co-laboradores inmiscuyéndose en la conversación–. Esos mucha-chos son medio armenios y medio azerbaiyanos. Se vieron enuna situación insostenible.

–Desconocía ese dato –admitió Arkadi.Se impuso el silencio. El foxterrier, enroscado alrededor de

la pata de la mesa, cambió de postura.El director se levantó para preparar dos cafés armenios. De

vuelta a la mesa retomó el hilo mientras giraba su ordenador ha-cia mí. La pantalla se llenó con la fotografía de un volcán neva-do. El monte revestía el perfil del Ararat, terminaba en conocomo él, pero una de las vertientes había sido arrastrada, demodo que, en línea horizontal, quedaba a la vista un valle-cráter.

–El monte Santa Elena.A continuación Arkadi me mostró una fotografía del Gran

Ararat, con una perspectiva idéntica, aunque más cerrada, delbarranco de Arguri.

–¿Llamativo, verdad?Había venido a buscar información sobre el Ararat como fe-

nómeno geológico y enseguida me la facilitaron. Según apren-dí, el parecido externo no era más que el primer paso, pues alos volcanes les sucedía como a las modelos: su apariencia nopermitía conocer sus emociones más profundas. Por eso, Ar-kadi y sus colaboradores habían interpretado asimismo foto-grafías de satélite y habían consultado fuentes escritas sobre elflujo de lodo que borró a Arguri del mapa: antiguos informesde Friedrich Parrot y otros naturalistas, pero también declara-ciones de testigos oculares anotadas en los anales de la Iglesiaapostólica armenia.

Arkadi acercó una pila de documentos y comenzó a leer envoz alta el relato de un campesino armenio de Arguri: «Estaba

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labrando la tierra con mi mujer y mis hijos, a unas pocas vers-tas de Arguri. Justo cuando nos preparábamos para volver acasa sonó un terrible trueno. El suelo se movió tanto que noscaímos. Sentimos pánico, y luego vino el huracán».

–Ves –dijo el analista–. La alusión al huracán aporta un ele-mento interesante para nosotros.

Arkadi había reunido todas las señales aparentemente indi-cadoras de una erupción volcánica. Poco después de la prime-ra sacudida se había registrado sobre el barranco de Arguriuna columna de humo en la que varios pastores habían divisa-do chispas rojas y azules. Percibieron un olor a huevos podri-dos, oyeron «cañonazos» y observaron cómo el monte escupíapiedras (denominadas ballistic ejecta en la jerga de los vulcanó-logos: fragmentos de hasta quinientos kilogramos que reco-rrieron tres o cuatro kilómetros). La columna subió hasta lacumbre del Ararat y, esa misma noche, se transformó en unanube que descargó sobre la llanura. Los charcos de lluvia erande un color azul vitriolo y apestaban a azufre; hasta los monjesde Echmiadzin se percataron del hedor.

Mientras Arkadi seguía aduciendo más pruebas comprendíde pronto que su relato chocaba frontalmente con la imagendel Ararat como monte de la alianza de Dios con la humani-dad. Los creyentes veían en el arco iris que se elevaba sobre laaromática ofrenda de Noé la promesa del Creador de no vol-ver a infligirles jamás un castigo tan severo como el diluvio.Cada cual era libre de creerlo o no. Sin embargo, la ciencia do-cumentaba lo contrario: la zona donde Noé ubicó supues-tamente su altar había sido devastada por una fuerza naturalfuriosa e implacable, irrespetuosa incluso con toda una comu-nidad de monjes devotos. ¿Qué teólogo tenía una explicaciónpara eso?

Tomando en consideración el conjunto de datos recogidos,Arkadi y su equipo habían diseñado la siguiente reconstruc-ción. En la tarde del 2 de julio de 1840 se produjo un seísmo,probablemente de una intensidad de 7,4 en la escala MSK(hasta ese punto su interpretación coincidía con el catálogo de

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Petrozian). El terremoto originó, además de una avalancha delodo, una erupción del Ararat. El flujo de fango se precipitóhacia abajo, hasta llegar a los barracones del ejército ruso em-plazados a orillas del Araks; entretanto, el extremo superior,arriba en el barranco, fue cubierto por un lahar volcánico. Ellahar aún se apreciaba en las fotografías de satélite. Su volu-men se estimaba en trescientos millones de metros cúbicos.

La erupción del Ararat era del tipo Bandai, en el sentido deque semejaba el estallido protagonizado por el volcán japonésBandai en 1888.

Con esos resultados, Arkadi logró convencer a la InstituciónSmithsoniana: en las ediciones más recientes del prestigioso Vol-canoes of the World podía leerse bajo el número 0103-40 (Ararat):

Última erupción registrada: 1840 (Karachanian et al., 2002).

Con toda mi inocencia le pregunté:–¿De modo que ahora ya es un hecho indiscutible?–No –respondió Arkadi–. Algunos colegas mayores sostie-

nen que lo que nosotros tomamos por un lahar es en realidaduna morrena.

Entendí que se refería, entre otros, a Petrozian, pero que–por alguna razón– no deseaba mencionar su nombre.

Con un clic del ratón, Arkadi pasó a otra fotografía de saté-lite sobre la cual había proyectado un mapa del siglo XIX.

–Lo que está en juego es esta lengua –precisó mientras gol-peaba con la parte trasera de su lápiz una rayita gris claro(equivalente a cuatro kilómetros a escala real) en el fondo delbarranco de Arguri. La raya salía del denominado glaciar deAbich y se detenía unos centenares de metros más allá del de-saparecido monasterio de San Jacobo. Los adversarios de Ar-kadi, persuadidos de que se equivocaba de punta a punta, de-fendían una hipótesis completamente distinta: en 1840 sólo seprodujo un terremoto, que destruyó Arguri y el convento. Lafranja gris en lo alto del barranco no estaba compuesta de ma-terial eyectado por un cráter, sino de los restos dejados por el

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glaciar de Abich. En otras palabras: era una morrena. Su plan-teamiento consiste en que el glaciar de Abich ha encogido cua-tro kilómetros en siglo y medio; la lengua es un indicador alar-mante de la velocidad con que se calienta la tierra y se eleva elnivel del mar.

–Esa postura enlaza con un tema de candente actualidad–observó Arkadi–. En regiones costeras como las vuestras, enlos Países Bajos, la subida del nivel del mar debe de ser unacuestión acuciante.

Moví la cabeza en señal de asentimiento a la vez que vis-lumbraba la ironía de aquella controversia académica: demos-traba que la reputación del Ararat como monte misterioso se-guía en pie. Las certezas eran un bien escaso, por lo vistotambién en el terreno de las ciencias de la Tierra.

–Si lo he entendido bien –expuse a Arkadi–, el material de-positado en el fondo del barranco de Arguri es o bien una ad-vertencia del peligro del Ararat en tanto que volcán activo obien una indicación del riesgo de inundación de las zonas cos-teras de todo el planeta en lo que sería un diluvio a largo plazo.

–Efectivamente, así se podría resumir la situación.–Y ahora ¿qué? –quise saber.–Pues el Journal of Volcanological and Geothermal Research ha

invitado a ambas partes a demostrar que están en lo cierto.Ése era el estado de las cosas.Con todo, se me antojaba inconcebible que un doctor en

geología no fuera capaz de distinguir una morrena de un la-har. Hasta que comprendí que Arkadi no podía ir a compro-barlo. ¡Era un experto en el Ararat sin haber pisado la monta-ña! No existía ni la más remota posibilidad de que él o susadversarios científicos obtuvieran un visado de investigaciónturco.

¿Era ése el problema?Arkadi separó los dedos de las manos en ademán afirmativo.–Ahora bien, si tú piensas ir –dijo–, te agradecería que to-

maras algunas fotografías del barranco de Arguri.

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La Haya, 10 de junio de 2005

La solicitud de permiso que usted ha cumplimentado parael ascenso al Agri Dagi ha sido enviada con la debida antela-ción a nuestras autoridades de Ankara competentes en la ma-teria. Sin embargo, dichas autoridades han comunicado a laembajada que usted debería haber indicado un plazo más ra-zonable. La duración habitual de la escalada oscila entre cincoy diez días (usted ha solicitado tres meses).

En este sentido le rogamos notifique a la Embajada a la ma-yor brevedad posible el período en el que desea subir al AgriDagi.

Atentamente,

Beliz Celasin,Tercera Secretaria, Embajada de la República de Turquía.

Cogí el archivador en el que guardaba mi correspondenciay examiné la copia de mi solicitud de visado. En el apartado 16(«fecha propuesta para la realización del viaje») había indica-do, en efecto, «entre el 1 de julio y el 15 de septiembre de2005», es decir, toda la temporada de ascenso. Con ello había

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Homo diluvii testis

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pretendido dar muestras de máxima flexibilidad, pero, al pa-recer, mi gesto no fue bien recibido. Semanas antes Beliz yame había instado a no abusar del teléfono, alegando que suembajada sólo hacía las veces de intermediaria.

–El procedimiento dura entre dos y tres meses –me dijo en-tonces, hablándome por primera vez en tono irascible–. Encaso de resolución positiva damos orden al consulado paraque expida el visado. Ahí terminan nuestras competencias.

–¿Y si mi solicitud es denegada? ¿Recibe la embajada tam-bién notificación de las decisiones negativas?

–¿Por qué iba a ser denegada? –preguntó Beliz elevando lavoz, con aire de indignación o tal vez de recelo.

Y, después de aquello, el mensaje.Salí a correr para reflexionar. Desde que me sometía a un

estricto plan de entrenamiento había aprendido a pensar alcompás de mi respiración. Fue para mí una gran revelacióncomprobar cómo en plena carrera el cuerpo y la mente entra-ban en simbiosis: cuanto más duro el esfuerzo, tanto mayor laagilidad con la que el cerebro parecía resolver los problemas.

Siempre había algo que invitaba a la reflexión. Por ejemplo,las letras de color verde fluorescente, trazadas sobre un conte-nedor, de camino al parque: STOP READING HOLY BOOKS. Yoestaba empezando a leerlos... Dos calles más lejos, frente al cir-co Elleboog, alguien había pintado en un muro FUCK ALLAH.Trataba de ubicar esos aforismos al ritmo de mis zancadas, locual me resultaba más fácil conforme mi cuerpo iba produ-ciendo una mayor cantidad de endorfinas, sustancias suscepti-bles de masajear los pensamientos convirtiéndolos en visionesde autosuperación (¡récords mundiales, multitudes que esta-llan en vítores!) que luego, al incrementarse la dosis, se disol-vían en una nada deliciosa. Y después, mientras regresaba acasa en bicicleta, manaba un dictamen o una decisión.

Durante aquella sesión de footing hice cálculos: era el 10 dejunio, debía prever otros dos meses para la tramitación de mispapeles por parte de las autoridades turcas, de modo que nopodía solicitar una fecha anterior a mediados de agosto. Deci-

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dí emplear los diez días de que disponía hacia el final de latemporada. Un ascenso tardío tenía como ventaja que el lími-te de las nieves perpetuas se hallase a una altura más elevada,por encima de los cuatro mil metros; el inconveniente era lafalta de margen: a veces el tiempo cambiaba ya en la segundao tercera semana de septiembre y, en ese caso, habría que es-perar hasta el verano siguiente.

Nada más llegar a casa, incluso antes de ducharme, contes-té a Beliz: «Muchas gracias por su mensaje. Querría ascenderal Agri Dagi entre el 1 y el 10 de septiembre de 2005».

Una mañana que mi hija no tenía que ir a la guardería mela llevé al Museo Teylers de Haarlem.

–Ven, vamos al museo de las conchas –le dije. Otro día deesa misma semana habíamos tomado el tren hasta la playa pararecoger caracolas–. También tienen piedras muy especiales. Sellaman fósiles.

Después de sopesar un momento mis palabras, Vera, a pun-to de cumplir tres años y medio, me preguntó:

–¿Qué son fósiles?Salimos de la estación y, después de un rato, comencé a bor-

dear el río Spaarne con Vera subida a hombros. Ya había gri-tado tres veces: «¡No me tapes los ojos con las manitas!», a loque ella me las colocaba debajo de la barbilla como la correade un casco, riéndose a carcajadas.

Tenía la intención de ver un fósil muy concreto que ya seconservaba desde hacía dos siglos en el museo. La pieza, co-nocida mundialmente con el nombre de «homo diluvii testis »(el hombre que fue testigo del diluvio), había sido descubier-ta en 1725 por el suizo Johann Jakob Scheuchzer.

–Un fósil es la huella de una planta o un animal en una pie-dra –me escuché decir–. Es parecido a la que deja tu pie en laarena.

Aunque esa definición abría la puerta a nuevas preguntas,por el momento Vera guardaba silencio. Estrictamente ha-blando, el «hombre del diluvio» no era una huella, sino un es-

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queleto petrificado. Su descubridor, Johann Jakob Scheuchzer,trabajaba de médico en Zúrich. A la pregunta «¿Qué son fósi-les?», habría contestado: signos de la omnipotencia de Dios. Oen términos más factuales: vestigios del diluvio grabados en laroca. ¿Cómo se explicaba si no la presencia de conchas, am-monites y artemias salinas en las laderas del Jungfrau o delMatterhorn?

Scheuchzer, hijo de dentista, se crió en las postrimerías delsiglo XVII en un entorno protestante en el que el teatro y ladanza eran tachados de culto a Satanás. Cursó sus estudios uni-versitarios en la ciudad no tan ortodoxa de Núremberg, don-de entró en contacto con las polémicas ideas de Espinoza. Elfilósofo neerlandés aseveraba que Dios no era un juez de pazque obrase a conciencia, sino una entidad que coincidía conSu Creación. A su juicio, Dios se revelaba únicamente en la na-turaleza, Él era la naturaleza, ni más ni menos. Scheuchzer, re-acio a tanta modernidad, creía que todo conocimiento de lanaturaleza contribuía al conocimiento y a la aceptación delDios de la Biblia y que esa aceptación había de ser la meta fi-nal de la ciencia. Con ese convencimiento partió a Utrecht en1694 para enseñar medicina, pero pronto regresaría a los Al-pes, atormentado por la añoranza.

Fiel a su vocación de naturalista al servicio de Dios, Scheuch-zer consagró su vida a tratar de dilucidar sistemáticamente to-dos y cada uno de los fenómenos físicos mencionados en la Bi-blia, siendo el más importante la subida de las aguas en épocade Noé. En tiempos de Scheuchzer parecía faltar tan sólo uneslabón a la prueba de que el diluvio se había desarrollado se-gún la letra del Génesis: un esqueleto humano petrificado. Enninguna gruta o pared rocosa se había hallado el fósil de unapersona muerta por ahogo. La explicación teológica de ese va-cío era que Dios ni siquiera había admitido que los pecadoressobrevivieran fosilizados, pero Scheuchzer no se conformócon esa teoría. En su opinión, debían existir estratos repletosde seres humanos ahogados y solidificados en el lodo. Em-prendió una expedición tras otra hasta que, finalmente, en-

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contró su homo diluvii testis en una cantera de pizarra cercanaal lago de Constanza. Se trataba de una osamenta frágil queScheuchzer presentó con autoridad (y éxito) como la pruebadefinitiva del diluvio.

En Physica sacra, su opus magnum, le dedicó la siguiente des-cripción: «No cabe la menor duda de que esta pizarra contie-ne la mitad –o casi la mitad– del esqueleto de un ser humanoy que la osamenta y también la carne y las partes aún más blan-das se han fundido con esta piedra. En resumen: éste es unode los vestigios excepcionales de aquella raza maldita que que-dó sepultada bajo las aguas».

Vera y yo entramos en el museo más antiguo del país. Pasa-mos de la primera a la segunda sala de fósiles haciendo crujirel parqué. La aupé para mostrarle un ammonite gigante. Sibien las vitrinas estaban llenas de hermosas conchas y cristales,su atención se desvió hacia un galápago petrificado. Mi hijaadoraba las tortugas. Eran los animales que más le gustaban detodos los que había en Artis, el parque zoológico de Ámster-dam. Le encantaba imitar la forma en que se movían: se apo-yaba en los codos y acercaba la cabeza al suelo.

–¿Está muerto?Desde luego no me bastaba con el relato de la huella del

pie. Le contesté que sí, agregando que sin duda había cumpli-do cien años. Según me aseguró Vera, ésa era la edad a la quellegaban los abuelos y las abuelas.

La pregunta siguiente –la veía venir– era si los animalestambién van al cielo.

Mi mujer y yo habíamos introducido el asunto poco antes,pese a nuestra inicial reticencia, después de que Vera nos con-tara con gran entusiasmo que el abuelo de una amiga suya aca-baba de irse allí.

Así las cosas, ¿por qué no admitir también a los animales?Entonces Vera dijo espontáneamente que ella sabía cómo

era el cielo:–Ahí ya no puedes vivir.–¿Ah no? ¿Y cómo es eso de no poder vivir?

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–Pues ya no te puedes mover. ¡Mira, así! –exclamó mientrassacudía y giraba el torso con las piernas separadas y los brazoselásticos–. Vivir es moverte.

Al fondo de la segunda sala de fósiles, a mano izquierda, metopé con «el hombre que fue testigo del diluvio» de Scheuch-zer. La pieza de inventario 8432 resultó ser una piedra de colorverde mar con huesos amarillentos: un cráneo con enormesórbitas vacías sobre una espina dorsal de la que colgaban unosbrazos mínimos e indefensos.

«Lugar de encuentro: Öhningen.Adquisición: Objeto comprado, tras arduas negociaciones,

por catorce luises de oro al profesor Van Marum en 1802.Leyenda original de Scheuchzer: Triste osamenta de un vie-

jo pecador, ahogado en el diluvio.»

Vera ya se había dirigido a la sala de los instrumentos, perovolvió sobre sus pasos queriendo saber qué miraba.

–Una salamandra –expliqué y, después de cogerla en bra-zos, le comenté–: Mira, ¿ves esas dos patitas delanteras? Ésas leservían para arrastrarse por el suelo.

Durante casi noventa años, para ser precisos hasta 1811, elvestigio del diluvio estuvo clasificado como «hombre». Tras lamuerte de Scheuchzer afloraron las primeras dudas. ¿No se se-mejaba el esqueleto al de un siluro o un lagarto gigante? Al fi-nal, fue el anatomista Georges Cuvier quien desenmascaró pú-blicamente al «hombre del diluvio». Ese genio francés, unprotestante no menos devoto que Scheuchzer, ya había de-mostrado durante una clase magistral en París que los «ele-fantes» peludos hallados en el hielo de la tundra siberiana noeran elefantes arrastrados por el diluvio, sino miembros deotra especie extinguida: el mamut. Durante una visita al MuseoTeylers de Haarlem emuló aquella proeza esculpiendo unpoco más el fósil del hombre diluviano. Se había traído el di-bujo de un esqueleto de salamandra y vaticinó a los presentesdónde aparecerían las patas delanteras.

Su previsión se cumplió a rajatabla y, desde entonces, las ór-

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bitas vacías del fósil reflejaban la obcecación religiosa de eru-ditos como Johann Jakob Scheuchzer, un hombre de cienciacuya fe en Dios le llevó a confundir un anfibio con un ser hu-mano.

En el restaurante del museo había una campana de cristalcon tartaletas de frutas cubiertas por una fina capa de maza-pán. Vera eligió una de frambuesas. Tomamos asiento en unamesa junto a la ventana y, después de tres sorbos de zumo demanzana, brotó una nueva pregunta.

–¿Papá, sabes qué es la felicidad?Retiré la espuma de mi capuchino con la cucharilla. «Este

momento», quise decir, pero dije:–¿A ver?Con la mente en otra parte, Vera sacó la pajita de su vaso,

salpicando cuanto la rodeaba de gotas de zumo.–La felicidad es... ¡estar en la guardería, querer la taza rosa

y que te la den!

Mi mujer y yo habíamos decidido que ella no me acompa-ñaría al Ararat. Nos reímos juntos del título de una obra quehabía encargado en una librería de viejo: Mit Weib und Kindzum Ararat (Con mujer e hijo al Ararat). No funcionaría: ennuestro caso, semejante planteamiento (hombre con misión,esposa e hija como meros apéndices) sólo tendría por resulta-do que acabáramos irritados los dos. De modo que emprende-ría los viajes a Armenia y Turquía en solitario, aunque mi mu-jer deseaba implicarse directamente en todo lo demás.

–Leeré tu manuscrito –me anunció–. Quiero saber lo queescribes.

Eso podía entenderlo. Sin embargo, no lograba compren-der por qué se empeñaba en venir conmigo a vadear las tierrasfangosas del mar de los Wadden.

La intención de caminar por el fango en marea baja hastauna de las islas frisias se enmarcaba en mi programa de entre-namiento. El vadeo se definía como «montañismo en llano»: elbarro del fondo del mar tiraba tanto de las suelas de los zapa-

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tos como la fuerza de la gravedad de una pierna levantada. Va-dear un canal o surcar un campo nevado son actividades querequieren un esfuerzo similar.

–Pero si tampoco vienes a correr.A ella no le gustaba el agua, ni las rachas de viento, ni el fan-

go maloliente. Aun así no había quien la hiciera desistir de supropósito.

–De acuerdo –consentí–, pero...No me dio tiempo a formular ni una sola objeción.–Por supuesto no oirás salir de mi boca ninguna queja so-

bre el frío, el cansancio o lo que sea.–Bien, caminaremos a Rottumeroog –le comuniqué con el

tono más aséptico del que fui capaz–. Está a trece kilómetrosde la costa. Salimos a las siete y cuarto de la mañana desde eldique.

Le mostré la descripción de la ruta en la pantalla del orde-nador en el supuesto de que, al leerla, se echaría atrás.

«... Al final del terreno ganado al mar comienza el vadeopropiamente dicho. Se recorre una zona fangosa de dos kiló-metros en la que hay que atravesar el Ra, un canal de navega-ción delimitado con postes. [...] El nivel del agua varía: puedellegar a la altura de la rodilla cuando el viento sopla del este ya la del pecho cuando sopla del oeste...»

–¿Qué quieres saber? ¿Si me da miedo?–No, quiero saber por qué insistes en ir.Y entonces se confesó: deseaba tomar el pulso de mis in-

quietudes y anhelos, comprender lo que pensaba y lo que sen-tía, para evitar que enfilase derroteros espirituales en solitario,marchándome a la deriva, sin que ella se diera cuenta.

No se le había escapado que, para mí, el vadeo era muchomás que un simple ejercicio de entrenamiento.

–Buscas el simbolismo –observó con razón–. Pretendes de-safiar el agua. Te lo pide tu libro.

Me conocía, y sabía que era incapaz de disociar el vadeo porel canal del paso del pueblo israelita por el mar de las Cañas.No en vano había tenido que escuchar mil veces la anécdota

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vinculada a ese relato bíblico. La protagonizaba mi profesor dereligión de la escuela de secundaria.

De todos los profesores, el reverendo Van Woerkom reves-tía la apariencia física (cabellera plateada, manos curtidas)que mejor se ajustaba a la materia que impartía. Era sabidoque, como misionero protestante, había sido expulsado de In-donesia, el mayor país musulmán del planeta. Al comienzo decada clase, la encorvada figura dibujaba en el encerado el ma-pamundi del Antiguo Testamento: en el centro, Palestina e Is-rael; al este, Mesopotamia con el Tigris y el Éufrates; y al oes-te, el desierto del Sinaí, Egipto y el Nilo.

Proclamaba fervientemente que la Biblia, a diferencia delCorán, no era un dictado. En un dictado importaban la orto-grafía, las comas, los puntos; no había margen para la inter-pretación. La Biblia, en cambio, debía verse como una redac-ción, un libro con lecciones vitales que no había que leer al piede la letra. Todo lo contrario. Si, por ejemplo, interpretásemosliteralmente la afirmación de Jesucristo «Le es más fácil a uncamello pasar por el ojo de una aguja que a un rico entrar enel reino de Dios», ¿quién iría al cielo? Nuestro profesor de re-ligión esbozaba en la pizarra la puerta de una ciudad amura-llada, que podía ser Jericó o Jerusalén, y dentro de ella otrapuerta minúscula. Según nos explicaba, esa portezuela de usonocturno se llamaba antiguamente «ojo de aguja»: con unpoco de esfuerzo, los camellos entraban por ella si se poníande rodillas y avanzaban despacio.

Ahí estaba el secreto: las historias de la Biblia eran ciertas,pero se precisaban conocimientos de fondo para compren-derlas. Un buen día, Van Woerkom trazó, mediante una líneade puntos, la partida del pueblo israelita del exilio egipcio.Nada más ponerse en marcha el cortejo, se levantó en el hori-zonte una polvareda originada por los carros de guerra del fa-raón que se aproximaban a gran velocidad. ¿Cómo consiguie-ron escapar los israelitas? El pastor Van Woerkom sostenía queMoisés no había guiado a su pueblo por el «mar Rojo». Ése eraun error de traducción. Lo correcto era «mar de las Cañas»,

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como figuraba en los ejemplares de la Biblia que utilizábamosen el instituto. El nombre aludía a los haces de caña cortada yaportaba un dato importante, pues la caña crecía por defini-ción en aguas poco profundas. De hecho, en las biblias ingle-sas, «Red Sea» había sido sustituido sistemáticamente por «ReedSea» o mar de las Cañas. Aunque sólo había una letra de dife-rencia, ese cambio tenía enormes consecuencias para nuestrainterpretación de aquella huida por el fondo del mar. Los is-raelitas no pasaron por entre «murallas de agua» (como las delimponente dibujo de mi Biblia infantil) ni sus perseguidoresfueron engullidos por ellas. No, había que verlo de otra ma-nera. «¿Habéis vadeado alguna vez el mar de los Wadden? Puesel pueblo israelita hizo algo parecido.» Nuestro profesor de re-ligión se sentía orgulloso de su propio hallazgo. Convirtió aMoisés en el primer guía de vadeo. Quien se ponía en caminocon bajamar era arrastrado por la marea ascendente. Ésa fuela suerte que corrió el ejército del faraón.

–Escucha, en Alemania ya cruzaban las marismas en carros ti-rados por caballos con anterioridad a la guerra –comentó mimujer antes de citar un fragmento de un librito sobre los pione-ros del vadeo–: «En el trayecto balizado de doce kilómetros queune Nordsee-Heilbad Cuxhaven con la pequeña isla de Neuwerkse practica, además del vadeo a pie, la travesía en carro...».

Nos hospedábamos en el hotel Het Gemeentehuis, a escasadistancia del dique a partir del cual nos adentraríamos en elmar a la mañana siguiente. Revisé por última vez nuestro equi-pamiento: zapatillas de baloncesto baratas de caña alta, panta-lones de chándal, jerséis, anoraks, gorras, gafas de sol, termospara té azucarado, barritas de cereales, tabletas de chocolate ybolsas de plástico con una muda para el barco de vuelta.

–Incluso el pastor de Ameland fue a caminar por el lodo–prosiguió mi mujer desde la cama ubicada bajo el tragaluz. Yal poco rato añadió–: ¿Sabías que la diferencia entre el nivel deagua más bajo y la marejada en caso de marea viva es de sietemetros?

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Mientras yo preparaba nuestras mochilas, ella hojeaba losrecortes y folletos que había ido acumulando sobre el tema alo largo de mis pesquisas. Algunos párrafos estaban marcadoscon un signo de exclamación, entre ellos las palabras de bien-venida pronunciadas por el oficial de naufragios de Rottume-roog cuando en 1939 vio salir del agua a tres estudiantes:«¡Vaya, ahí vienen los israelitas del mar Rojo!» En otro textoaparecían subrayadas la expresión «pasar la pleamar en el tra-yecto» y la descripción de esa técnica de vadeo utilizada paralargas distancias: cuando subía el agua, los excursionistas in-flaban un bote neumático y lo ataban a cuatro estacas; aguar-daban la siguiente bajamar dentro de él, jugando a ser Noé.También estaba señalada mi cita preferida, tal y como la for-muló uno de los primeros practicantes del vadeo al compararsus recorridos con los ascensos al monte Everest de Mallory eIrvine. La desaparición de los montañeros en 1924 en torno alos ocho mil metros no fue en vano, pues «sólo viven en baldequienes dejan morir en su alma todo afán de edificante explo-ración y sublime aventura. Ellos jamás penetrarán en la forta-leza de la naturaleza y el espíritu».

En casa guardaba unos pocos artículos de prensa que no ha-bía traído deliberadamente. Sus titulares rezaban «Sorprendi-dos por la marea creciente», «El fuerte viento y la pleamar tie-nen fatales consecuencias», «Atrapados tras un cambio bruscoen las condiciones meteorológicas». En ellos se reconstruía elfallido intento por guiar, en junio de 1980, a una docena de es-tudiantes procedentes del Tercer Mundo a través del mar delos Wadden. La historia me fascinaba por la experiencia dilu-viana que habían vivido sus protagonistas.

Los participantes, oriundos de África, Asia y Oriente Medio,acababan de llegar a los Países Bajos para recibir un curso degeografía aplicada. Una de las primeras clases estaba dedicadaa la génesis del mar de los Wadden, a modo de preparaciónpara la caminata. Se les explicó que el mar, de escasa profun-didad, se había formado en tiempos más bien recientes, conposterioridad a la última glaciación, cuando el nivel de las

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aguas comenzó a subir a escala mundial y el mar del Norte sellenó como una bañera. Siete mil años atrás se desarrollaronuna serie de bajíos e islas de dunas. Así nació una semibarrerapor la que el agua entraba en pleamar originando un paisajede aguas salinas poco profundas: el mar de los Wadden.

La mayoría de los visitantes pasaban a las islas en transbor-dador, pero en los meses de verano también se podía cruzar apie: una ruta marcada por los movimientos de flujo y reflujoque dictan el Sol y la Luna con una regularidad absoluta.

El plan era que los estudiantes –a fin de conocerse mejor–marcharan hasta el otro lado por el fondo fangoso. «No ten-dréis que nadar en ningún momento», les habían asegurado.No era complicado ni peligroso; hasta el rey consorte habíaido andando hasta la barrera arenosa.

De pie en un espigón emplazado más allá del dique, bajoun aguacero torrencial, el jefe de la expedición lo repitió unavez más: «no need to swim». Ameland, el destino de la caminata,ni se intuía. Por la superficie de agua que se desplegaba anteellos se sucedían olas cortas pero impetuosas de cresta blancahasta donde alcanzaba la vista.

A posteriori, el ayudante del guía principal, un jugador dewaterpolo bien entrenado, descartó que hubieran malinter-pretado la tabla de mareas. «Iniciamos la marcha como es de-bido, con marea descendente. Lo habitual es que el agua sevaya retirando de modo que, al cabo de un rato, los bajíos que-dan a la vista, pero en aquella ocasión eso no sucedió en todoel día. No dejamos de chapotear en el agua.» Recordaba cómounos empleados del Servicio Estatal de Administración deAguas interrumpían su trabajo en el embarcadero del trans-bordador para seguir con la mirada al grupo.

Tras vadear el primer canal de navegación, el camaradaTang, de la República Popular de China, se sintió exhausto.Como no pesaba casi nada, los guías se turnaron para cargarcon él a la espalda. Aunque no sobresalía del agua ni un solobanco de mejillones, los excursionistas prosiguieron su cami-no. Al cabo de unas horas, cuando ya tenían las mandíbulas

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agarrotadas por el frío, se tropezaron con el obstáculo más di-fícil: un cauce en el que el agua normalmente no llegaba másallá de la cintura. El guía principal introdujo su bastón de dosmetros, pero no encontró resistencia. El viento, que por en-tonces soplaba del noroeste con fuerza siete, empujaba el aguadel mar del Norte hacia los bajíos haciendo frente al reflujo.Algunos estudiantes retrocedieron asustados, decididos a darla vuelta inmediatamente; otros se quedaron inmóviles, tem-blando y tiritando. Los guías señalaron las dunas que se ex-tendían frente a ellos, ahí estaba la salvación, no en el diqueque había desaparecido desde hacía tiempo de su campo de vi-sión. Gritaron a quienes se disponían a regresar que moriríanahogados, pero los afectados lo veían de otra manera: no sa-bían nadar.

«Apenas logramos mantener unido al grupo», declaró elwaterpolista a la vuelta. Había sido el primero en lanzarse alagua, con Tang a cuestas. Alcanzaron el otro lado en veinteenérgicas brazadas. «Crucé el cauce infinidad de veces. Paraempezar volví a por Hilda, de Zimbabue. Después rescaté aotro estudiante al que literalmente vi hundirse. Luego ya nome dio tiempo a mirar a mi alrededor, pero el último mucha-cho al que agarré exclamó: “¡He soltado a Mustafá! ¡He solta-do a Mustafá!”.»

Mustafá, un chico iraquí de veintiocho años, procedía deuna pequeña ciudad del desierto donde el agua escaseaba tan-to que era conducida a las palmeras de dátiles a través de unostubitos de plástico.

Los guías no llevaban radio ni cohetes de señales. Una vezpasado el canal, ellos también cayeron presa de la desespera-ción. El jugador de waterpolo sufrió un calambre, por lo quese vio obligado a poner en el suelo al joven chino por poco quepesara. En ese mismo instante se derrumbó Hilda, la zimba-buense. Con los labios amoratados del frío musitó lo que pa-recía ser una oración. «Seguid», dijo un par de veces. «Dejad-me aquí.» Aquel tono de resignación asustó al waterpolista.Mientras la animaba («¡Venga! ¡Ya no falta nada! ¡Lo conse-

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guiremos!») comprendió que Mustafá no sería el único al queperderían en el camino. Se hallaban en plena mar y no avan-zaban ni un ápice. El agua les llegaba a la entrepierna y pron-to subiría hasta el ombligo.

«¡Mirad! ¡Un barco!», exclamó alguien. Los caminantes es-tiraron el cuello como cormoranes, pero por el efecto de lacurvatura de la Tierra sólo divisaron en la lontananza un obje-to triangular que se balanceaba en el agua. «Una boya», pensóel jugador de waterpolo. «Una maldita boya meciéndose en elhorizonte.» Para su asombro, vio cómo aquello se aproximaba.«Era una lancha del Servicio de Administración de Aguas en laque iban los hombres que por la mañana se nos habían que-dado mirando incrédulos.»

Una vez izados a bordo se refugiaron, ateridos, en el cama-rote, a excepción de Tang, que permaneció tendido en cu-bierta. Le llevaron al puente de mando, pero al cabo de diezminutos dejó de reaccionar a los masajes cardíacos y la respi-ración boca a boca.

Los Países Bajos no serían los Países Bajos si después de esatragedia no se hubieran creado comisiones nacionales encar-gadas de extender licencias y prescribir reglamentos. Habíaimpreso la lista de «horas límite de salida» establecida por lasautoridades de acuerdo con la tabla de mareas.

–¿Sabes que para cruzar a Rottumeroog no se puede salirmás tarde de una hora y cincuenta minutos antes de la bajamar?

Me estaba enjuagando la boca tras cepillarme los dientes.–Sí –contesté–, y en una hora se llega al último lugar desde

el cual se puede volver sin peligro.Mi esposa me miró con los ojos semicerrados: debía com-

prender que desde luego ella no pensaba dar media vuelta.

Al día siguiente, a las seis de la mañana, desayunamos en si-lencio. El comedor del hotel estaba lleno; todo el mundo lle-vaba zapatillas de deporte de caña alta. Matrimonios maduros,alemanes de avanzada edad con pinta de exploradores, fami-lias con hijos (mayores de doce años), nosotros.

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El silencio se mantuvo incluso después de que los cinco guí-as, unos tipos barbudos pertrechados con bastones rojiblan-cos, se unieran a nosotros en el autocar.

Fuera, al abrigo del talud del dique, el jefe del equipo sepresentó como Jannes, un hombre altísimo que nos mostró suarsenal de material de navegación y alarma, desde bengalashasta un localizador por satélite. Seguiríamos la franja de are-na que generalmente más tardaba en inundarse. Según nos ex-plicó Jannes, en ella confluirían horas más tarde los dos flujosque rodeaban la isla de Rottumeroog, uno por el oeste y elotro por el este.

Flanqueados por guardianes con báculos nos adentramosen el mar; las ovejas pastaban en el dique sin inmutarse.

La visibilidad era extraordinariamente buena: las dunas dealgunas islas se iluminaban a la luz del sol, en la rada de Em-den había un buque contenedor y hasta se vislumbraba el farode la isla alemana de Borkum.

Mientras aún íbamos por tierras secas me vino a la memo-ria que en mis sueños de niño era capaz de caminar sobre elagua. Por lo que tenía entendido entonces, bastaba con creerfirmemente en ello para poder hacer lo propio en la vida real,como Jesucristo sobre el lago Tiberíades. Un día probé suerteen un estanque cercano a casa. Llegué rápidamente a la con-clusión de que mi fe no se hallaba a la altura de las circuns-tancias.

–Está saliendo otro grupo de Pieterburen –fue lo primeroque se dijo.

Varios tramos de dique más allá, en dirección oeste, apare-cían unos puntos en la reluciente arena del bajío.

–Llegarán junto a nosotros –observó Jannes–. Compartire-mos con ellos el barco que va a buscarnos esta tarde.

En el cielo de agosto planeaban algunas nubes. En los mo-mentos de sombra se notaba cómo arreciaba el viento y des-cendía la temperatura. Se avecinaba un frente frío procedentede las islas Shetland, pero no alcanzaría el mar de los Waddenhasta la noche.

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Avanzábamos con dificultad. Nos hundíamos hasta las pan-torrillas en el fango que se extendía a lo largo de las pequeñasbarreras de estacas y, al revolver el lodo, no sólo salían a la su-perficie los berberechos y los gusanos y la lechuga de mar, sinotambién el nauseabundo hedor a descomposición. Me llamó laatención que los cinco guías, cada uno de ellos armado con unvistoso bastón, llevaran todos las piernas al aire, en tanto quenosotros, su rebaño de treinta cabezas, vestíamos pantaloneslargos, más cálidos, pero también más pesados.

Al cabo de tres cuartos de hora alcanzamos el canal de na-vegación llamado Ra. Dentro flotaban algunas boyas señaliza-doras; de lo contrario, el elevado nivel del agua habría impe-dido discernir el comienzo y el final de la hondonada. Una vezreunido el grupo, dos de los guías entraron de un salto en elagua y se sumergieron hasta la cintura. Después de tambalear-se por un instante treparon a la otra orilla. Seguimos todos en-cerrados en un mutismo absoluto. Mi esposa y yo nos cogimosde la mano y nos lanzamos al agujero invisible. Nuestros pies,o al menos los míos, patinaron, me caí de espaldas y no logréincorporarme hasta que mi vestimenta estuvo empapada deagua helada. Mantenía los ojos clavados en uno de los guíasque se hallaba frente a mí. De repente percibí que se espanta-ba. Cuando miré a un lado vi cómo el rostro de mi mujer sedesencajaba en una mueca de pavor inhumano. Había tragadoagua y trataba de gritar desgarradamente, aunque sin emitirningún ruido.

Al poco tiempo nos detuvimos en un bajío seco. Mientrasdescansábamos Jannes preguntó:

–¿Hay alguien que desee volver?–¿Atravesar otra vez ese canal? –oí decir a mi esposa–. ¡Ni

hablar!Llevábamos hora y cuarto andando y aún nos quedaban en-

tre dos horas y media y tres. Nadie regresó. El terreno se tornómás arenoso, más seco, más duro. En adelante la expedición seconvirtió en una carrera de resistencia interrumpida de vez encuando por algún tramo blando donde los mejillones filtraban

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el plancton presente en el barro. El grupo se desintegró for-mando una cinta alargada. Al principio nos hallábamos haciala mitad, pero fuimos perdiendo posiciones hasta pasar a serlos últimos de la fila. Habíamos acordado que nos mostraría-mos solidarios en todo momento: ella no se desharía en la-mentaciones y yo me adaptaría sin comentarios a su ritmo. Alfinal, caminábamos a la misma altura que el primer ayudantede Jannes, responsable de cerrar la marcha.

Le acribillé a preguntas. ¿Qué hacía falta para poder traba-jar de guía? ¿Había quien terminaba dando la vuelta? ¿Se viví-an situaciones comprometidas? Ese tipo de asuntos.

Me percaté de que le agradaba hablar de su experienciacomo guía de vadeo. Sin embargo, existía un código que res-petaba escrupulosamente: no aludir bajo ningún concepto aaccidentes o casi accidentes. Lo que contaba era mera teoría.

–Cuando hay una tormenta es preferible no estar por aquí.Entonces la gente se mira de soslayo: ¿quién es el más alto...?

¿Pero le había sorprendido alguna vez un temporal en ple-na caminata?

–Bah...Cambié de estrategia. ¿Se había visto en alguna ocasión en

apuros durante la travesía?–No. Bueno, salvo aquella vez en 1981...Le comenté que sólo tenía conocimiento de lo ocurrido en

1980, de la tragedia sufrida por los estudiantes del TercerMundo.

–Nosotros llevábamos a un grupo de escolares.El jefe de la expedición tomó el faro de Borkum por el ob-

servatorio de aves de Rottum, perdieron el rumbo y ya no pu-dieron dar un solo paso, ni adelante ni atrás. Por fortuna, losciento cincuenta caminantes fueron rescatados. Eso era lo másimportante. Los recogió un buque iglesia-hospital que navega-ba casualmente por el río Eems.

–¿Un buque iglesia-hospital?–Yo hasta entonces tampoco lo sabía, pero es un barco que

acompaña a los pescadores de arenques en sus salidas al mar

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del Norte. Los domingos celebran servicios religiosos que seemiten en la frecuencia marítima.

El azar se había presentado bajo el disfraz de la providencia.–¿De modo que todos cayeron de rodillas en aquella iglesia

flotante?El guía se encogió de hombros y lanzó una ojeada a su re-

loj de buceo.Aparté la vista de los surcos en la arena por donde pisaban

mis pies. Dondequiera que mirase, ya fuera hacia el norte o ha-cia el sur, hacia el este o hacia el oeste, veía la misma desnudez;me hallaba en el centro del círculo del horizonte más vastoque uno se pudiera imaginar. La historia del templo marítimome recordaba a uno de los pastores protestantes de antaño,muy dado a equiparar la iglesia con el arca de Noé: quien en-traba en ella se salvaba; en cambio, quien se quedaba fuera seahogaría. Debíamos tener muy claro que cada iglesia era unbote salvavidas en tierra firme preparado para rescatar a loscreyentes de las aguas.

Hacía años que yo había abandonado ese barco. Tanto queen ese mismo instante marchaba por el fondo del mar, mo-mentáneamente seco, confiando en la meteorología y los ins-trumentos de navegación de Jannes. Me pregunté si estaba aco-metiendo un acto de soberbia o, por el contrario, de sensatez.

Al girar la cabeza me di cuenta de que mi mujer se movíacomo un robot. Andaba agachada, recluida en sí misma.

–Tienes que comer algo –le dije con rotundidad, pero se li-mitó a taparse los ojos con las gafas de sol.

El guía, tan preocupado como yo, se apostó delante de ella.–Escucha –ordenó–. De veras tienes que comer algo.Ausente y con un aire de indiferencia, mi mujer probó un

poco de chocolate. Luego bebió, también mecánicamente,unos sorbos de té. Al recomendarle que descansara cinco mi-nutos comenzó a caminar a pasos agigantados.

Eso era absurdo. Yo me había entrenado, ella no. En cuan-to la alcancé le puse la mano en el brazo, pero se soltó con ve-hemencia.

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–Ésta es mi última gota de energía –me aseguró–. Si meparo no llego.

–Es mejor que te lo tomes con calma.En lugar de hacerme caso incrementó aún más el ritmo de

su marcha desesperada, como queriendo alejarse de mí.Pedí auxilio al guía con la mirada.–No digas nada y quédate con ella –me aconsejó–. Quizá

haya sufrido un bajón de azúcar. En ese caso se recuperará en-seguida.

Caminamos a su lado manteniendo la misma velocidad fre-nética. Me esperaba que se desplomara en cualquier momen-to. Temía que tuviéramos que sacarla del lodo y que el guía seviera obligado a cargar con ella a la espalda. Como le había su-cedido al estudiante Tang.

Al cabo de un cuarto de hora o más, sus mejillas recobraronel color. Bajó el ritmo y volvió en sí.

–Lo siento –se disculpó–, pero por un momento mi mundose redujo a la mínima expresión.

Le pregunté si su malestar había sido provocado por la his-toria de los niños.

–¿Qué niños?No había oído nada. Sus sentidos dejaron de funcionar du-

rante un buen rato. En su percepción habíamos atravesado untúnel.

Media hora más tarde alcanzamos un bajío próximo a Rot-tumeroog. Estaba prohibido acceder a la isla, pues era domi-nio exclusivo de las aves que anidaban en la zona. No habíaembarcadero ni puerto. La franja de arena de apariencia oblon-ga describía una curva que se separaba de la isla y se acercabaal paso entre el mar de los Wadden y el mar del Norte. Tras se-guir la curva llegamos al extremo del bajío, con forma de me-dia luna: era el punto final de nuestro trayecto. Ahí nos reco-gería una barcaza de Noordpolderzijl, que permanecía a laespera en el canal. Arrojamos nuestras mochilas al suelo, nosquitamos las zapatillas e, invadidos por un sentimiento de sa-

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tisfacción, nos reclinamos contra el saliente de arena. Mediotumbados como una colonia de focas perezosas contemplamosel rompiente del mar del Norte.

Las olas se abrían en abanico sobre la arena, pero no retro-cedían. En cambio, iban superponiéndose unas sobre otras,sin cesar, por lo que la línea de la marea se aproximaba depri-sa. No tuvimos más remedio que renunciar a nuestro descansoreparador. Había que recoger el calzado y las mochilas antesde que los engullera el mar. Instintivamente, el grupo se apiñóen la menguante isla de arena. Sin embargo, al poco rato, laprimera ola bañó el punto más alto del bajío. Con nuestraspertenencias en la mano observamos cómo el agua se arremo-linaba en torno a los tobillos para luego ir subiendo por la ti-bia y la rodilla.

–En las próximas horas, el mar de los Wadden recibirá cua-tro mil millones de metros cúbicos de agua –explicó uno de losguías.

Había que esperar hasta que el agua alcanzara el nivel ne-cesario para que la barcaza se pusiera a flote y pudiera acer-carse. Las dunas de Rottumeroog se hallaban a kilómetro y me-dio de donde nos encontrábamos nosotros; ya no se podíallegar a ellas. Nadie nos había advertido que seríamos rescata-dos como náufragos, en el momento en que el barquero deNoordpolderzijl lograra arrimarse al bajío. La embarcaciónavanzó metro a metro, entre rugidos, con la popa moviéndoseatropelladamente a izquierda y derecha.

Al fin, el barco entró en aguas profundas y se deslizó hacianosotros balanceándose entre las olas. Al rato salió a cubiertala mujer del barquero; sus trenzas se agitaban el viento. Cami-nó hacia la proa y, una vez ahí, colocó una escalerilla de alu-minio en la borda.

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En ninguna guía turística de Turquía faltaba una panorá-mica del Agri Dagi. Aparentemente, todos los fotógrafos se ha-bían situado en el mismo lugar para efectuar la toma, pues to-das las instantáneas turcas del Ararat se parecían entre sí. Aljuntarlas con la imagen estándar armenia, captada desde elnorte, daba la impresión de que el Ararat sólo poseía una ver-tiente delantera y otra trasera. Las vistas laterales brillaban porsu ausencia. Era cara o cruz.

Como a finales de julio aún no me habían llegado noticiasacerca de mi visado, decidí mover ficha: volé a Estambul conun billete de fin de semana extraordinariamente barato. Sen-tía curiosidad por saber cómo veían los turcos el Ararat.¿Qué significado o simbolismo conferían al pico más elevadodel país?

Después de registrarme en el hotel di un paseo por IstiklalCaddesi, la avenida de la Independencia, cuyas tiendas demoda y pastelerías podrían estar perfectamente en Viena oBruselas. Me abrí paso entre la multitud de muchachas turcasque desfilaban por la calle con el ombligo al aire y conseguí lo-calizar el escaparate de Robinson Crusoe, una librería con unamplio surtido en títulos ingleses. Entré a buscar un cuento in-fantil de la serie Goodnight Stories from the Quran (Cuentos paradormir del Corán), que encontré en un expositor giratorio

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Canto XI

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frente a la caja. Entre los libros ilustrados figuraban relatos delestilo de El mejor amigo de Alá y Ama a tus padres. En la cubiertade La historia de un pez reconocí la imagen de una ballena queexpulsaba agua; al parecer, acababa de regurgitar al profeta Jo-nás. Retiré del estante El arca de Nuh –el tomo que me intere-saba– y comencé a hojearlo. El esquema se repetía: animalesrepresentados por parejas. Elefantes, jirafas, monos, serpien-tes, hipopótamos. Sin embargo, del mismo modo que Jonás noaparecía en el dibujo de la ballena, Nuh faltaba en la cubiertadel arca. Ni él ni sus hijos estaban retratados en ninguna de laspáginas; a juzgar por las imágenes, el arca había sido construi-da sin intervención del hombre.

El arca de Nuh me trajo a la memoria uno de los libros deVera: dos tapas duras de las que, al abrirlas, emergía como porarte de magia una réplica del arca. En un sobre adjunto veníanparejas de animales plegables y ocho figuritas de personas:Noé y sus tres hijos, acompañados de sus respectivas esposas.La tradición islámica prohibía la representación humana; porlo demás, a simple vista todo era idéntico.

Compré El arca de Nuh para Vera y también para mí, impa-ciente como estaba por comprobar si mi hija echaría de menosa Noé.

Si el Ararat se consideraba una montaña de doble rostro,Noé pertenecía a la vertiente septentrional, y Nuh a la meri-dional.

¿Era pertinente establecer semejante diferencia? Desde lue-go el arca del Antiguo Testamento (y la de la Tora) debió deser igual de sólida que la del Corán. Aunque la versión islámi-ca del relato del diluvio se revelaba algo más concisa y disper-sa que el informe recogido en el Génesis, Alá también ordenóal honrado Nuh que construyera una embarcación para sus pa-rientes y los animales: «Carga en ella a una pareja de cada es-pecie, y a tu familia».

El Corán no dedicaba muchas palabras a la suerte de los de-más seres vivos: «Van a ser anegados».

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A diferencia de los hijos de Noé, uno de los descendientesde Nuh se negó, de forma dramática, a subir a bordo. La sura11 decía al respecto:

Y [el arca] navegó con ellosentre olas como montañas.Nuh llamó a su hijo, que se había quedado aparte:«¡Hijo mío!¡Sube con nosotros,no te quedes con los infieles!». [...]Se interpusieron entre ambos las olasy fue de los que se ahogaron.

Conforme iba leyendo y comparando se me antojaba que elCorán se mostraba más parco en detalles que la Biblia.

Y se dijo:«¡Traga, tierra, tu agua!¡Escampa, cielo!».Y el agua fue absorbida,se cumplió la ordeny se posó [la nave] en al-Gudı.

El lugar donde, según los libros sagrados, encalló el arca noera unívoco. El término árabe al-Gudı significa «las alturas»,por lo que podía referirse a cualquier montaña, incluido elArarat. Aunque el Génesis hablaba de «los montes de Ararat»,la palabra Ararat era una deformación de Urartu, Armenia enasirio, un imperio que en la Antigüedad se extendía hasta elsureste de la actual Turquía.

A juicio de los exégetas del Corán, el arca del profeta Nuhvaró con toda probabilidad en la Turquía Oriental. Si bienlos musulmanes de Iraq, Irán y Arabia Saudí conocían todosun monte al-Gudı local enclavado en sus respectivos países,tanto suníes como chiíes reconocían que la Turquía Orientalllevaba las de ganar, con el Ararat en el norte y el monte Cudi

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(ortografía turca del ??d? árabe, pronunciada como Yudi) enel sur.

Las autoridades turcas, empezando por los militares, ha-brían preferido unos emplazamientos menos sensibles. Aligual que el Ararat, el Cudi, cubierto por matorrales, ocupa unlugar estratégico: junto a la confluencia entre Turquía, Siria eIraq. La cumbre rocosa ofrecía una portentosa vista panorá-mica sobre el curso del Tigris, que justo en ese punto abando-na Turquía en dirección a las ruinas de Nínive, situadas a unoscien kilómetros de distancia. El Cudi no se singularizaba porsu altura (2114 metros), sino por la vieja costumbre que man-tenían los vecinos musulmanes y cristianos de conmemorarcada año el diluvio en una fiesta común celebrada en la cimade la montaña.

Siglos antes se había edificado en el Cudi una capilla deno-minada Sabinat Nebi Nuh, la nave del profeta Nuh. De aquelsantuario sólo se conservaba una fotografía tomada en mayode 1909 por la arqueóloga británica Gertrude Bell. En la ima-gen aparecía un refugio como los que acostumbran a construirlos pastores: unos muros de piedra cubiertos con ramas. Segúncontaron a la arqueóloga, «en un determinado día del verano»los cristianos asirios de los pueblos encaramados en las laderasdel Cudi se reunían con los musulmanes turcos y kurdos enuna pradera sembrada de tulipanes para presentar sus ofren-das a Noé/Nuh.

La celebración de la fiesta del profeta Nuh continúa siendouna tradición muy arraigada en Turquía, Irán e Iraq, así comoentre los turcos y kurdos de la Europa Occidental. En memo-ria de la bendición que Alá impartió a Nuh y su descendenciase prepara un empalagoso dulce de doce ingredientes –entreellos nueces, granadas, miel, almendras y albaricoques– llama-do a?ure, que se comparte con los vecinos.

Allí, entre los tulipanes del monte Cudi, el almuerzo y el re-parto de a?ure adquirían un sentido más pleno que en cual-quier otra parte; sin embargo, las celebraciones terminaron deforma fulminante en 1915. En el verano de ese año, los asirios

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(miembros de la Iglesia asiria nestoriana) corrieron la mismasuerte que los cristianos armenios; cayeron víctimas de pogro-mos, deportaciones y marchas letales. Los supervivientes se re-tiraron a unas pocas aldeas de las que serían expulsados en laspostrimerías del siglo XX, en 1993, «por razones de seguridad»:el ejército dinamitó sus casas para evitar que sirvieran de basede operaciones a los separatistas kurdos. Sin embargo, ni si-quiera después de ahuyentar a los cristianos asirios, que seasentaron en bloque en la ciudad belga de Malinas, el Cudiquedó «vacío». Los militares que se instalaron en tan magnífi-co vigía recibieron la visita de peregrinos y arqueólogos delmundo entero movidos por un afán religioso, todos ellos enbusca de los restos del arca. Habida cuenta de que ese irritan-te problema se producía asimismo en el Ararat, las autoridadesturcas idearon una solución que les obligó a renunciar poruna vez a sus principios seculares: designaron un tercer lugar,mejor situado, como emplazamiento «oficial» del arca deNoé/Nuh.

Ello se originaba en el hallazgo de un relieve con forma denave en una colina cercana al Agri Dagi, bautizada acto segui-do como Cudi. El lugar, junto al Ararat, tenía a su favor que nocontradecía la Biblia ni el Corán. Con un poco de buena vo-luntad incluso se podían discernir los contornos de un barcoen la morfología del paisaje. La estructura geológica habíasido registrada por primera vez en 1959 por un coronel delejército del aire turco ocupado en interpretar unas fotografíasaéreas. Dicho de otro modo: el descubridor era natural de Tur-quía. Ese detalle, sumado a las demás consideraciones, resultódecisivo para que, a mediados de la década de los noventa, lasautoridades turcas reconocieran la formación arcillosa comola «huella fósil del arca». Mandaron construir un centro de vi-sitantes con un cartel en inglés que rezaba: NOAH’S ARK VI-SITORS CENTRE.

El mensaje subliminal podía resumirse en una única frase:ésta es la huella del arca, no tiene sentido seguir buscando.

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En la hora punta matutina de Estambul tomé el transbor-dador a la otra ribera del Bósforo. Como la mayoría de los pa-sajeros miré fijamente la estela trazada por el barco: una V es-pumosa entre ambas orillas. Justo detrás de nosotros navegabaun carguero ucraniano, con matrícula de Sebastopol, sólido yapresurado, para confusión de las gaviotas: ¿cuál de los dos ras-tros seguir? El muelle se fue empequeñeciendo y, en algúnpunto hacia la mitad del trayecto, la vista del Estambul euro-peo se amplió dando cabida a la famosa silueta de colinas sal-picadas de afilados perfiles de minaretes.

Me dirigía a la parte asiática de Estambul sintiéndome unomás en esa marea humana que acudía al trabajo al otro ladode la ciudad. Decenas de miles de personas cruzaban a diarioel Bósforo en embarcaciones jadeantes. Según escribe OrhanPamuk, cuando sopla una brisa determinada, el humo de laschimeneas se sostiene sobre el agua como una «escritura ára-be». De pie junto a la borda compré un bote de yogur saladoa un camarero que recorría la cubierta con una bandeja enci-ma de la cabeza. Cada vez que se le terminaba la mercancía seacercaba al mostrador a por un nuevo cargamento. Atatürkcontemplaba la escena desde un marco colgado en el revesti-miento de madera de la pared. Su hosca mirada y nariz agui-leña comenzaban a resultarme familiares, pues su retrato apa-recía por doquier, en los museos, en los restaurantes, encualquier lado. Me llamó la atención que del Padre de los Tur-cos –lo mismo que del Agri Dagi– circulase una sola imagen.Lo atribuí a una maniobra política: ambas celebridades recibí-an un tratamiento intemporal en tanto que iconos de la esen-cia turca.

El único lugar en el que había visto retratos distintos de Ata-türk fue en mi hotel, lo cual quizá no fuera de extrañar habi-da cuenta de que el Pera Palas Oteli albergaba un museo enminiatura del dirigente turco. El hotel en sí, construido a fi-nales del siglo XIX como término del Orient Express, era sinó-nimo de grandeur francesa, con suplemento de nostalgia. Enlos pasillos, las alfombras y el papel pintado acusaban el paso

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del tiempo, pero a mí me agradaban esos lugares impregnadosde reminiscencias históricas. En los años posteriores a la Pri-mera Guerra Mundial, Mustafa Kemal «el Perfeccionista»,quien más tarde se arrogaría el nombre de Atatürk, había di-señado en la habitación 101 las bases de la Turquía moderna(secular).

La habitación 101 no se alquilaba. Había sido transforma-da en un relicario en el que sólo se podía entrar a echar unaojeada.

«Aquí germinó la semilla de la República de Turquía», su-brayaba el texto explicativo.

Había tenedores, cuchillos, cucharas, una escudilla abolla-da, un cepillo de dientes junto a un frasco de polvo dentífrico,unos prismáticos militares y un par de gafas de lectura: «trein-ta y seis objetos personales» que en su día pertenecieron al jo-ven general Mustafa Kemal.

Lo que más me intrigaba era el siguiente paralelismo: en lamisma época en la que Lenin acabó con «el vicario de Dios enla tierra», el zar, y trató de convertir al ateísmo científico a loscreyentes de todo el imperio soviético, Atatürk implantó supropia campaña antirreligiosa. Al igual que la Unión Soviética,Turquía fue secularizada con mano dura. En 1922, Atatürk lo-gró expulsar de forma definitiva «la Sombra de Dios en la tie-rra», el sultán. Mientras Lenin denigraba el cristianismo, Ata-türk doblegaba al islam. En 1923 abolió el califato, la autoridadespiritual que había guiado al país durante cinco siglos. Ata-türk se propuso sustituir la religión por «el conocimiento y laciencia». «¡Eso es lo que meteremos en la cabeza de cada in-dividuo!» Le indignaban el fez y el velo, a los que tachó de sím-bolos del atraso religioso. Llevar velo o pañuelo quedó prohi-bido por ley para todas las mujeres que trabajaban en laadministración pública. El fez sufrió incluso un destino peor:para incredulidad de sus súbditos, Atatürk lanzó en 1925 unanatema contra la popular prenda. Cuando el presidente secruzaba con algún campesino tocado con semejante gorra defieltro se la arrancaba personalmente. A quienes se empecina-

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ban en salir a la calle con el fez calado sobre la frente les aguar-daba el pelotón de fusilamiento.

«Como yo no tengo fe», afirmó Atatürk poco antes de sumuerte en 1938, «a veces me gustaría que todos los creyentesyacieran en el fondo del mar».

La Turquía tal y como se manifestaba en 2005 aún lucía lasiniciales de Atatürk en cada uno de sus pliegues y dobleces, aligual que el cubrecama de la habitación 101.

Por mucho que el islam hubiera sido relegado al margen dela sociedad, en los últimos tiempos avanzaba lento pero segu-ro hacia el centro del poder. El legado de Atatürk se hallaba enpeligro. Lo mismo que en países como Rusia y Armenia, don-de la caída del comunismo había generado un fuerte resurgi-miento religioso, también en Turquía se apreciaba un auge dela religión. Aunque el presidente y los generales defendían elcarácter estrictamente secular del Estado por encima de todo,el primer ministro era musulmán y su esposa llevaba pañuelo(por lo que no estaba autorizada a asistir a los banquetes ofi-ciales).

Del mismo modo, en la Turquía de Atatürk habría sido in-concebible que saltara a la fama Harun Yahya, un estambulíexégeta del Corán obstinado en rebatir «las mentiras de la cien-cia». Ese tal Yahya, un arquitecto de interiores cuyo verdaderonombre era Adnan Otkar, dirigía un colectivo virtual que pu-blicaba libros y DVD en más de cuarenta idiomas. A través detextos y documentales difundidos gratuitamente a través de In-ternet, el movimiento de Yahya predicaba el mensaje de queDarwin era un embustero y un estafador de primera, y asegua-raba que tan sólo el Corán contenía la verdad literal obligada-mente divina. Se rumoreaba que de la obra El engaño del evolu-cionismo, admirada incluso por algunos estudiantes musulmanesmatriculados en universidades europeas, se habían divulgadomás de un millón de ejemplares.

Uno de los textos de Yahya versaba sobre el diluvio. A su jui-cio, y a diferencia de lo que quería hacer creer la geología, las

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aguas inundaron la tierra hacía cuatro o cinco mil años. Elarca de Nuh no dejó ninguna «huella fósil», y mucho menosen el lugar indicado por las autoridades turcas, sino que fuearrojada a una colina próxima a la desembocadura del Éufra-tes y el Tigris. Allí, en el sur de Iraq, era donde el musulmáncreyente podía esperar encontrar el más renombrado de todoslos pecios. A título ilustrativo, el autor acompañaba su exposi-ción con la reproducción de una pintura contemporánea delarca encallada, obviamente sin Nuh ni su familia.

Muy a mi pesar, me fui habituando a la noción de que Noéno era el personaje exclusivo de la Biblia al que yo había co-nocido de niño. Además de en el Corán, aparecía también enla tradición judía, donde los rabinos adornaron la historia deldiluvio con toda clase de particularidades. Hasta se sabían elnombre de la esposa de Noé: Na’ama. La heroica figura deNoé/Nuh ni siquiera era privativa de las tres grandes religio-nes monoteístas. El prototipo del patriarca superviviente deuna inundación enviada por Dios (o los dioses) se presentababajo las formas más diversas. En distintas tradiciones mitológi-cas, Noé/Nuh se denominaba Atrahasis, Xisutros, Utnapish-tim, Ziusudra y los masái de Kenya le llamaban Tumbainot.

Uno de tales relatos lleva la firma de Ovidio, coetáneo de Je-sucristo. El poeta romano introduce la temática del diluvio enlas primeras escenas de sus Metamorfosis. Cuando la asambleade los dioses presidida por Júpiter decide exterminar al géne-ro humano, Eolo, el dios del viento, expele al Noto («el rostroterrible envuelto en negra bruma y la barba cargada de nu-bes») con el fin de provocar una devastadora inundación. Sóloquedan dos supervivientes: Deucalión y su esposa Pirra, pro-genitores de la nueva humanidad. Al ser varios siglos posterioral Antiguo Testamento, la saga de Ovidio no podía entrañarsino una variación sobre un tema común, como también era elcaso del mito africano acerca del piadoso bígamo Tambainot,quien había obtenido autorización para llevar consigo en elarca a sus dos mujeres, junto con las parejas de animales.

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Sin embargo, en el siglo XIX fueron descubiertas algunasversiones de la leyenda del diluvio que databan de antes de laBiblia. La revelación hecha pública en Londres en 1872 de queexistía un precursor del relato del arca de Noé causó un terre-moto teológico del que –a mi modo de ver– los exégetas jamásse recuperaron.

En los años previos a aquel descubrimiento, un colaboradordel Museo Británico se esmeró en analizar la escritura cunei-forme grabada en un lote de tabletas de arcilla. Las piezas, frá-giles y parcialmente deterioradas, del tamaño de un libro debolsillo y escritas por ambas caras, habían sido excavadas en1853 en las ruinas de la ciudad-Estado de Nínive. Desde en-tonces habían permanecido sin descifrar en el Museo Británi-co como una suerte de bomba de relojería.

Irónicamente, aquel tesoro fue fruto de la arqueología bí-blica, una disciplina que contaba con la bendición de la Igle-sia. Las excavaciones realizadas en Oriente Medio a lo largodel siglo XIX arrojaron cada vez más indicios que parecían co-rroborar la historicidad de la Biblia, en el preciso momento enque el Antiguo Testamento era desechado como texto fuentepor los geólogos. Sobre todo los expertos británicos en asirio-logía, la arqueología de las civilizaciones clásicas del Éufrates ydel Tigris, cosecharon un éxito tras otro. Hallaron objetos dearte tales como altorrelieves y jarrones decorados cuyas esce-nas se correspondían con las batallas descritas en el SegundoLibro de los Reyes. Y Nimrod, el gran cazador, existió de ver-dad, al igual que la ciudad de Ur, de la que en su día partióAbraham por indicación de Dios.

El flujo de descubrimientos surtía un efecto tranquilizador:por más que los naturalistas (con Darwin a la cabeza) rebatie-sen algunas verdades bíblicas, había investigadores capaces deacreditar la autenticidad de la Palabra Divina. Todo apuntabaa que la arqueología era una disciplina benévola con Dios, has-ta que puso al descubierto el texto de la tablilla XI del poemade Gilgamesh.

La mayoría de las traducciones modernas de esa epopeya

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compuesta por doce «cantos» comenzaba por la detectivesca na-rración del desciframiento de la escritura cuneiforme. La bio-grafía de quien consiguió desentrañar el enigma contaba por sísola con todos los elementos de una tragedia clásica. El mucha-cho tenía un nombre común y corriente: George Smith, hijo deobreros nacido en 1840 en un barrio humilde de Chelsea. Concatorce años se vio obligado a abandonar la escuela para ganar-se la vida como aprendiz de grabador en la imprenta de papelmoneda de Messrs. Bradburg & Evans. En su tiempo libre acu-día al cercano Museo Británico, donde se había acondicionadoun ala nueva para las piezas maestras de Nínive. Los reyes de lasciudades-Estado del Éufrates y el Tigris empleaban a escribanosencargados de anotar las crónicas en escritura cuneiforme (sir-viéndose de un instrumento parecido a una espátula) sobre ta-bletas de arcilla húmeda. Además de la narración de innumera-bles hechos áridos, aquella historiografía atesoraba apasionantesobras literarias, entre ellas la grandiosa epopeya del rey Gilga-mesh, de Babilonia, ansioso por obtener para sí la inmortalidadde los dioses. Sin embargo, no se supo de su existencia hasta quelas huellas de «patas de gallo» cobraron sentido. Incluso cuandolos primeros traductores empezaban a ver claro en los signos for-mados por rayas y puntos, la interpretación de las tablillas de Ní-nive se revelaba como una tarea ímproba: contando las esquir-las, sumaban más de veinte mil fragmentos.

George Smith, apasionado por los códigos secretos de losbilletes de banco, consiguió llamar la atención de Rawlinson,uno de los dos arqueólogos que habían desenterrado las rui-nas del palacio de Nínive. Sir Henry Creswicke Rawlinson pusoa su disposición un cuartucho donde podía entregarse al estu-dio de la escritura cuneiforme. Smith se pasó horas y horasexaminando las tablillas, lamentándose de la falta de luz endías nebulosos. Según contaba la tradición, realizó copias enpapel maché con el fin de proseguir su labor de desciframien-to por la noche en casa. En 1867, el museo le contrató comoayudante en la sección de asiriología en virtud de sus excep-cionales logros y su inestimable dedicación.

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Cinco años más tarde, en una mañana de 1872, GeorgeSmith unió dos fragmentos de una tablilla de arcilla, viendoaparecer en la tercera columna de texto algunos versos segui-dos. Hablaban de una nave atestada de animales que, tras re-sistir una terrible inundación, varó en «la cima de una monta-ña», y de una paloma que, «como no había encontrado dóndeposarse», regresó al poco tiempo de ser soltada con la misiónde reconocer el terreno. No podía sino tratarse de la paloma deNoé, que también retornó por no hallar «dónde posarse» des-pués de ser puesta en libertad con el mismo fin. Existían de-masiadas similitudes entre el «relato babilónico del diluvio» y laBiblia como para barajar la tesis de una coincidencia fortuita.

Al parecer, George Smith exclamó: «¡Soy el primero en leerestas palabras tras dos mil años de olvido!» En los anales, porlo demás nada frívolos del Museo Británico, constaba que, actoseguido, había echado a bailar como un poseso en torno a lospedazos de arcilla. «Y para estupor de los presentes comenzó adesvestirse.»

Antes de que finalizara el año, el autodidacta treintañeropresentó ante el primer ministro William Gladstone y un se-lecto grupo de dignatarios su traducción del incompleto poe-ma de Gilgamesh, haciendo especial hincapié en los sensacio-nales versos de la tablilla XI. Del contexto de los demás cantos,o de lo que quedaba de ellos, había deducido que la historiadel diluvio descubierta por él era, a su vez, una adaptación oversión nueva de documentos aún más antiguos. La epopeya seremontaba al siglo VII antes de Cristo, pero aludía a fuentes es-critas mil años atrás. Según explicó el descifrador a su audien-cia, el verdadero texto original del diluvio debió de registrarseentre dos mil y mil quinientos años antes de Cristo en el cursoinferior del Éufrates y el Tigris.

Después de su sonada disertación, la vida de Smith dio ungiro. Los propietarios del Daily Telegraph le ofrecieron la nadadesdeñable cantidad de mil guineas para que dirigiera una ex-pedición destinada a localizar los fragmentos que faltaban dela tablilla XI. Después de atravesar Turquía y perder varias se-

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manas, pendiente de recibir la autorización del sultán paraefectuar excavaciones arqueológicas, encontró lo que buscabaentre los escombros de Nínive. En la noche del quinto día deexploración telegrafió al periódico que había hallado una pie-za «perteneciente a la primera columna de la tablilla XI cuyocontenido versaba sobre las instrucciones de cómo construir elarca y embarcar en ella a los hombres y los animales».

Hombre de Shuruppak, hijo de Ubar-Tutu,destruye tu casa, construye un barco,abandona las riquezas, busca la Vida que salva. [...]¡Embarca en la nave todas las especies vivas!

En Londres, George Smith era aplaudido como héroe de laciencia y denostado por socavar con sus desnudas y obrerasmanos la autoridad de la Iglesia de Inglaterra. Se le reprocha-ba que, en su calidad de arqueólogo, «embadurnase la Biblia»,en un momento en que la teoría de la evolución de CharlesDarwin, con la publicación en 1859 de El origen de las especies,atacaba la historia de la creación desde otro frente. Darwin ha-bía desarrollado una nueva visión del origen de la vida en laque ya no tenía cabida el Creador, a no ser que se le atribuye-se el papel de Gran Impulsor o Iniciador. Los versos traducidospor Smith demostraban que la Palabra de Dios no era original,sino que estaba tomada en parte de fuentes paganas.

Lejos de los debates que se dirimían en Londres, GeorgeSmith siguió cavando hasta encontrar una cronología grabadaen arcilla de los reyes de las civilizaciones babilonias, por loque dispuso de buenas a primeras de una tabla cronológica.Más espectacular aún: los datos enumerados se dividían en rei-nos anteriores y posteriores al diluvio. Con toda probabilidad,la inundación, de dimensiones suficientes como para marcaruna cesura en la «lista de los reyes», tuvo lugar alrededor delaño 2900 antes de Cristo.

Entre el material recabado por Smith había asimismo alu-siones a textos anteriores elaborados en el delta del Éufrates

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y el Tigris, situado a unos mil kilómetros de Nínive. En aque-llas llanuras fértiles e irrigables habían nacido las primeras ci-vilizaciones humanas, siendo Babilonia su ciudad más renom-brada. Smith se preguntó si no cabía la posibilidad de que,tras un invierno de abundantes nevadas, el Éufrates y el Tigrisse desbordaran hasta el punto de anegar el llano junto al gol-fo Pérsico.

George Smith, el hombre que había desenmascarado la Bi-blia poniendo de manifiesto su origen humano, abrigaba laambición de dilucidar la procedencia de todos los pasajes cla-ve del Génesis, pero murió de disentería a una edad temprana,abandonado a su suerte en el desierto sirio.

La conjetura levantada por Smith se confirmó de formapóstuma: durante la excavación, hacia 1900, de un complejode templos emplazados entre Bagdad y Basra salió a la super-ficie el relato del diluvio más antiguo del que se tiene noticia.En una tablilla de arcilla del siglo XVII antes de Cristo se hacíamención a un Noé llamado «Ziusudra», un nombre que en lalista de Smith aparecía como el último rey anterior al diluvio.

Ziusudra sobrevive a una inundación de «siete días y siete no-ches» enviada por el dios Enlil al objeto de ahogar al género hu-mano y de ese modo poner fin a su exasperante vocerío. Sin em-bargo, Enki, el dios de las aguas, insinuó al protagonista de lanarración que construyera una nave y la cubriese con pez (Gé-nesis 6,14: «... calafatéala con brea por dentro y por fuera»). Des-pués del diluvio, cuando Ziusudra (al igual que Noé) presentauna ofrenda a los dioses, éstos acuden atraídos por el aroma y leacogen en su panteón; Ziusudra y su esposa ya no son mortales.

Precisamente esa vida eterna, otorgada a Ziusudra y su mu-jer, es el secreto de los dioses que más tarde perseguirá el reyGilgamesh. Tras un largo periplo, el soberano da con los su-pervivientes del diluvio. Gilgamesh («Su estatura alcanzaba losonce codos de altura, su pecho medía nueve palmos de an-chura») escucha con interés el relato de la inundación y reci-be la planta de la eterna juventud. Sin embargo, de camino acasa, mientras se baña, ¡se la roba una «serpiente»!

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«Gilgamesh permaneció aquel día postrado, llorando»,reza el pasaje final. El rey comprende que el recuerdo de supersona y su reinado sólo pervivirá en una obra especialmentesólida que mandó construir tiempo atrás: la muralla de «ladri-llo cocido» de Uruk, su ciudad-Estado (de hecho, aún existeen la actualidad).

«Ésta es la epopeya por antonomasia del temor a la muer-te», aclamaba el prefacio de mi versión neerlandesa del poemade Gilgamesh. Al mismo tiempo anunciaba que el lector mo-derno quedaría abrumado por la belleza de tan «primitivopoema, narración primigenia de toda literatura».

Leí el texto por primera vez con veinte años. Hacía poco quehabía alquilado una habitación para mí solo. Seguía en contac-to con una amiga del instituto que estudiaba historia del arte.Cuando salíamos a tomar algo acostumbrábamos a intercam-biarnos libros con un mesiánico «Tienes que leerlo». Yo le dabaobras del estilo de Special branch, de Stefan Themerson, tradu-cido al neerlandés como «El inspector jefe y la máquina ul-trainteligente» y, un día, ella me pasó el poema de Gilgamesh.

Cuando lo terminé sentí sobre todo rabia. ¿Por qué no melo había contado nadie, si no en la escuela, por lo menos en lacatequesis? Me habían ocultado información esencial para evi-tar que me apartase del cándido rebaño de fieles. Me imaginéa mí mismo restregando el libro con brusquedad por las nari-ces de mi antiguo pastor, los dedos hirviendo de adrenalina. Afin de cuentas, la catequización no era sino sinónimo de estu-dio bíblico. En una salita fuertemente iluminada de la iglesiaadventista, nosotros, los jóvenes de dieciséis y diecisiete añosde Assen, habíamos sido preparados para la profesión de fe.En concreto, se nos invitaba a buscar remedio a nuestras du-das –bajo la tutoría pastoral de un sacerdote protestante– enel Libro que tiene respuesta para todo. La idea era que du-rante dos años nos reuniéramos los jueves por la tarde para re-flexionar y debatir acerca de la fe, con franqueza y sin imposi-ciones dogmáticas, antes de cantar durante el oficio religioso,

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una vez cumplidos los dieciocho años, al lento compás del ór-gano:

Creo en Dios, Padre todopoderoso, Creador del cielo y de la tierra.Creo en Jesucristo, su único Hijo, nuestro Señor,que fue concebido por obra y gracia del Espíritu Santo,nació de Santa María Virgen,padeció bajo el poder de Poncio Pilato,fue crucificado, muerto y sepultado,descendió a los infiernos,al tercer día resucitó de entre los muertossubió a los cielosy está sentado a la derecha de Dios, Padre Todopoderoso.Desde allí ha de venir a juzgar a vivos y a muertos.Creo en el Espíritu Santo,la santa Iglesia Católica,la comunión de los santos,el perdón de los pecados,la resurrección de la carney la vida eterna. Amén.

El hecho de que yo hubiera renunciado al proyecto antesde tiempo no atemperaba mi enojo. ¿En qué habíamosempleado nuestras sesiones de catequización? En hablar se-manalmente de temas como «el perdón», «el pecado» o «elerotismo», clasificados en una carpeta de anillas. Una tardediscutimos sobre la fotografía de un chico al que se le hacía laboca agua mientras miraba un cartel colgado en la pared: te-nía los ojos clavados en los pechos de una modelo que lucíaunas areolas –aún lo recuerdo– tan grandes como medallas.

¿Estaba permitida semejante conducta?Pero si de lo que se trataba era de ayudarnos a profesar

nuestra fe a conciencia, ¿por qué no se nos había explicado deentrada que la Biblia era puro plagio?

En cambio, tuvimos que escuchar que «las curvas del cuer-po de una mujer eran hermosas como hermosa era la natura-

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leza por el mero hecho de ser creada por Dios». Sin embargo,estaba prohibido deleitarse con ello y desearlo, como por otraparte bien decían las Tablas de la Ley recibidas por Moisés.

Después de leer la epopeya de Gilgamesh habría queridoexigirle cuentas al pastor con efectos retroactivos. En realidad,tenía una única pregunta: ¿qué autoridad ejercía la Palabra deDios si resultaba ser una adaptación de textos paganos?

Además de furioso estaba decepcionado. Me habían roba-do. Al parecer, saber más podía implicar perder algo y, en micaso, ese «algo» probablemente fuera el embeleso que siempreme había provocado la Biblia.

Aproximadamente un año después encontré en el buzónde mi piso de estudiante una carta de la Iglesia reformada delos Países Bajos en la que se me convidaba a cambiar la comu-nidad religiosa de Assen por la de Wageningen. Aproveché laocasión para pedir que me dieran de baja en el registro a vuel-ta de correo.

Mi destino en la orilla asiática del Bósforo era una agenciade senderismo llamada Da? Keçisi, La cabra montés. Tenía unacita con la directora, una mujer que vivía del Ararat. Yildiz As-lan, nacida en 1978, guía de montaña.

Desde la escalera que daba a su despacho la saludé con unestudiado «merhaba».

–Hello –contestó en un lenguaje más universal.A excepción de sus zapatillas de deporte, Yildiz vestía como

una montañera: llevaba un pantalón desmontable de alpinista,un chaleco cortavientos y una cinta en su melena rizada. Todoello de azul celeste, de modo que me la figuré fundida con elfirmamento en una elevada pared de hielo.

Yildiz me había escrito por correo electrónico que organi-zaba una expedición al Ararat del 2 al 9 de septiembre, justoen el período solicitado por mí. Podía unirme a su grupo des-pués de mostrarle mi visado. En casa había leído en summit-post.org, un foro de Internet para montañeros, que en la prác-tica resultaba más fácil obtener un visado individual para el

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Ararat si se contaba con la ayuda de un intermediario turco, depreferencia un guía de una agencia de viajes reconocida. Enmi búsqueda de un candidato apropiado llegué a través deAnatolian Adventures («Tramitamos su visado en SEIS sema-nas») a La cabra montés, fundada por un puñado de estu-diantes de ecología. Pregunté a Yildiz si podía hacer algo pormí. «Déjalo en nuestras manos», fue su respuesta.

Una vez en su despacho me dijo:–Conozco al gobernador de la provincia de I?dir. Y si eso no

da resultado siempre puedo recurrir a mis contactos en el ejér-cito.

Su padre era coronel retirado, lo cual suponía una induda-ble ventaja. Mientras Yildiz pasaba mi pasaporte por el escánercon manifiesta habilidad me comentó que se había criado endiferentes cuarteles repartidos por Anatolia. Me explicó que elejército defendía el Estado secular («el ideario kemalista»)como un perro guardián y que los oficiales a los que se enco-mendaba con esa misión de élite formaban automáticamenteuna red de por vida.

Mencionó de pasada que el Ararat había sido declarado«parque natural», por lo que se cobraba una entrada de cin-cuenta euros. Yildiz me mostró la normativa en la que, su-puestamente, se detallaban esas condiciones. Pagué por ade-lantado.

Sólo entonces supe que los miembros de la expedición alArarat eran lituanos experimentados, que además tenían in-tención de escalar antes el pico más alto de Irán. Se encontra-rían con Yildiz en el Hotel Isfahan en la pequeña ciudad fron-teriza de Do?ubayazit el 1 de septiembre. Quedaban cincosemanas.

–¿Te reservo una habitación?Respondí que quizá no conviniese adelantar acontecimien-

tos, pero Yildiz restó importancia a mi objeción. A su juicio,sólo había un pequeño inconveniente: llevaría a los lituanospor la ruta noroeste, siguiendo el eje longitudinal del glaciarde Parrot.

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–Una escalada por el norte resulta siempre un poco másdura que por el sur.

–¿Siempre?–Bueno, al menos en el hemisferio norte –puntualizó Yildiz

mientras tomó asiento en su escritorio. Con un clic del ratónconsultó su correo–. En la vertiente septentrional, la nieve esmás persistente. Nosotros pisaremos hielo a partir de los cua-tro mil doscientos metros, mientras que en el sur la cota se ele-va a cuatro mil ochocientos.

Adivinó mis reparos.–Vamos encordados y con crampones.Aún no había valorado el alcance de ese nuevo escollo

cuando Yildiz me anunció el obstáculo siguiente. Habida cuen-ta de que en esa temporada la ruta noroeste se abría por pri-mera vez a los extranjeros, ignoraba si lograría conmutar misolicitud en curso (por defecto para el sur) por un visado queincluyera también el norte. El problema era que, desde el pun-to de vista administrativo, el Agri Dagi se hallaba en dos pro-vincias distintas.

No sabía si quería oír lo que me estaba diciendo.Con las piernas encogidas sobre la silla, Yildiz me explicó

por qué el Ararat había permanecido «cerrado» durante dece-nios.

–¿Se te ocurre algún motivo?–El PKK –sugerí–. Los combates entre el ejército y los sepa-

ratistas kurdos. Eso es al menos lo que se lee en todas partes.–Puede que la lucha armada fuera un factor de peso hacia

mediados de los años ochenta.Sin embargo, para una mayor comprensión debía estar dis-

puesto a «mirar debajo de las alfombras». Yildiz me agasajócon una lección sobre Atatürk y «la cuestión kurda». El diri-gente había pretendido resolver el problema transformandosencillamente a los kurdos en turcos. Prohibió la enseñanza yla impresión de periódicos en lengua kurda. Impuso una asi-milación forzosa bajo la férrea vigilancia del ejército, con granostentación de fuerza. En los cuarteles donde servía el padre

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de Yildiz era inconcebible que alguien nombrase a los kurdos.Se los llamaba turcos de montaña, un calificativo inventadopor Atatürk. En Turquía vivían turcos y turcos de montaña.

–Nada más llegar a Do?ubayazit percibirás por ti mismo laomnipresencia del ejército. Es una localidad cien por cienkurda.

Si bien hacía años que no se libraba ningún combate en tor-no al Ararat, la zona continuaba en «guerra». Al pronunciaresa palabra, Yildiz dibujó comillas en el aire con los dedos ín-dices.

–La gente se pelea por turistas como tú. Si todo va bien nite enterarás, pero es una lucha sin cuartel. La ruta sur atravie-sa un pueblo kurdo donde los guías turcos corren peligro.

Yildiz me relató que en 1990 algunos colegas suyos de Es-tambul habían tratado de montar una expedición por sucuenta.

–Pero si eso se viene haciendo con frecuencia en los últimosaños –la interrumpí.

Yildiz negó con la cabeza, dando a entender que no habíacomprendido nada.

–Te llevan a Do?ubayazit. Ahí te facilitan una tienda kurda,mulas kurdas, guías kurdos... En Do?ubayazit hay dos familiasenfrentadas entre sí que tienen el monopolio del Ararat. Di-gamos que son los subcontratistas.

Yildiz retomó el hilo de la historia iniciada con anteriori-dad. Hacía alrededor de quince años, unos guías turcos se ha-bían atrevido a sortear ese eslabón. Recibieron disparos y fue-ron despojados de sus pertenencias. Incluso hubo un muerto.

–Y hala, ¿qué hace el ejército? Va y cierra el Ararat. ¡Por unperíodo de diez años! ¡Y, cómo no, con el pretexto del «PKK»!

Aunque en esa media hora había sacado mucho en claro,me quedaba una duda:

–¿Y cómo es que tú, siendo turca, organizas una expediciónsin «ayuda» ni intervención de los kurdos?

–Nosotros vamos por la nueva ruta. En el trayecto que dis-curre por el noroeste no se cruza por el camino ningún kurdo.

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Partimos de la altiplanicie de Korhan y ahí sólo hay una basemilitar.

Al salir de la agencia me senté en una terraza con vistas a ladesembocadura del Bósforo. Al otro lado: Europa. Se distin-guían los contornos azulados de Santa Sofía. Desde la con-quista islámica en 1453, la que en tiempos fuera la mayor de to-das las iglesias cristianas se hallaba abruptamente flanqueadapor cuatro minaretes esbeltos, «bayonetas del islam». Atatürkhabía tenido la feliz idea de recuperar los frescos de Jesucristoy los arcángeles, ocultos bajo una capa de yeso, y de convertirSanta Sofía en un museo.

Pedí una cerveza local llamada Efes, aunque sólo fuera porla alusión a Éfeso: uno de los primeros asentamientos cristia-nos del planeta.

–Lo siento –se disculpó el camarero.Le miré a la cara. Era una respuesta insólita. La hospitali-

dad turca (o el espíritu comercial) revestía tal grado de per-fección que cualquier cosa que no hubiera se buscaba con ce-leridad y discreción, de modo que, al final, siempre sesatisfacía el deseo del cliente.

El camarero me señaló un cartel que decía NO ALCOHOL,excusándose de nuevo.

Decidí probar suerte en uno de los quioscos junto a la orilla.En el muelle, algunos pescadores estaban sentados sobre el pa-vimento, acurrucados a modo de pájaros. Mientras recorría elagua con la mirada, sosteniendo en la mano una Efes tibia sali-da de la nevera portátil de un vendedor ambulante, el Bósforose me apareció por primera vez como un abismo. Al atravesar-lo se cruzaba una frontera. Por la mañana, apoyado en la bor-da del barco, no me había percatado de ello, pero horas mástarde las diferencias saltaban a la vista. En el Estambul asiáticolas muchachas no llevaban el ombligo al aire y el alcohol nofluía con la misma naturalidad. Se respiraba otro ambiente.

En la ribera europea había tenido que abrirme paso a tra-vés de una concentración de jóvenes. En la plaza situada fren-

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te al embarcadero se erigía un escenario. Un pinchadiscos ins-tigaba a un grupo de adolescentes a desfogarse con la tiza y allenar el entorno de dibujos callejeros. En mi camino hacia lataquilla del servicio de transbordador había pasado por delan-te de gigantescos retratos de la Mona Lisa y Drácula.

Por la tarde, en el malecón de la parte asiática, me encon-tré una subcultura radicalmente distinta. Los chicos vestían va-queros, las chicas faldas hasta el tobillo y pañuelos de muchoscolores. También allí había micrófonos y equipos de sonido;los jóvenes se hallaban de pie tras unos expositores repletos defotografías de torturas tomadas en la prisión de Abu Ghraib.

–Recogemos firmas contra la cruzada de Bush júnior –de-cían.

Añadí mi nombre a la lista. Al fin y al cabo, la guerra con-tra Iraq, el País de los Dos Ríos de la Biblia, no dejaba de seruna cruzada.

Movido por ese mismo sentimiento de rebeldía inconcreta,mezclado con curiosidad, entré en una mezquita. Aunque po-día haberlo hecho cerca de casa, en Ámsterdam, lo hice en Es-tambul.

Unos escalones desgastados conducían a un patio con fuen-te, en la que algunos hombres se estaban lavando las manos ylos pies. Bajo el árbol de Judas, cuyas vainas susurraban al vien-to, el alboroto de la cercana plaza, más propio de un zoco, seescuchaba en sordina. Y cuando cerré la puerta de la mezqui-ta, el ruido de la ciudad calló por completo. Coloqué mis za-patos en un estante junto a otros pares y caminé en calcetineshasta una galería elevada con vistas a la sala de oración. Deba-jo de mí, las alfombras se iban ocupando poco a poco; habíapadres e hijos. Cada vez llegaba más gente. Al rato, el muecínentonó un prolongado «Allah akbar», «Alá es grande», seguido,como dicta la tradición, por la profesión de fe, deformada porlos altavoces, «No hay más dios que Alá y Mahoma es su profeta».

Los hombres se arrodillaban, apoyaban la frente en el sue-lo y se levantaban de forma rítmica, como si de un ejercicio degimnasia se tratase: llevaban a cabo un acto común más que in-

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dividual. Fascinante, pero nada más. Aquella sumisión colecti-va despertaba en mí la misma indignación que la postraciónindividual de los sacerdotes en el convento armenio de Ech-miadzin.

Aunque no era la primera vez que veía una mezquita pordentro, al estar más atento que en ocasiones anteriores me lla-mó la atención la extraordinaria sobriedad. La sencillez y el so-siego contrastaban con la opulencia de las catedrales más cé-lebres del mundo. En lugar de imágenes de santos, vírgenesbañadas en lágrimas y portales de Belén, el interior estabaadornado con azulejos blancos y azules cuyos patrones se re-petían hasta el infinito. Me encontraba en un espacio domi-nado por la geometría y el álgebra. La prohibición islamita deretratar a los mortales –por temor a que fueran idolatrados enlugar de Él– debió de ser una bendición encubierta para losdecoradores del templo.

Estaba habituado a los templos sobrios; la Reforma no ha-bía iniciado en vano un movimiento iconoclasta. En las igle-sias protestantes que conocía aquello había dado lugar a unosinteriores desnudos con un mínimo de ornamentos. Sin em-bargo, quien renunciaba a las imágenes no estaba necesaria-mente condenado a rezar entre paredes blancas, como biendemostraban los diseñadores de las mezquitas: al vacío de lasiglesias protestantes y la mano del Creador pintada por Mi-guel Ángel en la Capilla Sixtina contraponían las matemáti-cas. Aparte de que esa opción me resultaba familiar, com-prendí que entrañaba una visión diferente de lo divino. Enuna mezquita, al menos en la que me hallaba yo, era posiblepasear la mirada por unas figuras geométricas que, despuésde recorrer paredes y columnas, desaparecían finalmente enel punto más alto de la cúpula. Los artistas y los artesanos delislam aplicaban principios como el reflejo y la multiplicación,con los que creaban una inquietante sensación de infinitud.

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El bochornoso calor de verano causaba la impresión de queel mes de agosto transcurría con lentitud. Reacio a esperar debrazos cruzados compré un billete Ámsterdam-Ankara-Karspara el día treinta, cuarenta y ocho horas antes de que entraseen vigor mi visado. En el supuesto de que me lo concedieran.¿Acaso tenía alternativa? Las preguntas de mis amigos me re-sultaban cada día más embarazosas: «¿Todavía sigues por aquí?»o «¡Cuéntame! ¿Has alcanzado la cima?»

La alpinista que me había proporcionado los comprimidosde Diamox contra el mal de altura me ayudó a preparar miequipamiento. En el desván de su casa, entre arcones abarro-tados de mountain gear (el término que yo utilizaba, «atuendode montañero», además de obsoleto, le recordaba a san ber-nardos con pequeños barriles de coñac), me vistió lo mejorque pudo. Con un poco de dificultad logró sacar de una bolade nailon del tamaño de una pelota de tenis una prenda acol-chada de color naranja que me colgó sobre los hombros comoun chaleco salvavidas. Luego me dio unas gafas de nieve quehabían ido al Aconcagua y me colocó una linterna de mineroen la frente.

–Una «frontal» –me corrigió–. ¿O acaso piensas entrar enuna gruta?

Con un rotulador indeleble al agua en la mano repasó su

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La roca del Génesis

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lista de viaje para expediciones por encima de los cinco milmetros. Detrás de los objetos que no podían prestarse o noeran de mi talla escribió: «¡comprar!». Después me envió almejor establecimiento de montañismo (el más caro) de Áms-terdam.

En realidad era partidario de aplazar aquellas comprasunos días más, por la conciencia calvinista de que no conveníagastar cientos de euros en algo de lo que no se sabía a cienciacierta si se iba a utilizar o no; pero como sólo me quedaba unasemana, adopté la actitud de un jugador de ruleta convencidode que se puede atraer a la suerte deliberadamente.

Entregué la lista a la dependienta de la tienda, que me fuemostrando por sistema dos modelos de cada prenda: dos pan-talones, dos chaquetas cortavientos... Mientras los sostenía si-multáneamente en alto decía sacudiendo el perchero de turno:

–Esto es lo mínimo que se necesita por encima de los cincokilómetros y esto es lo que todo el mundo preferiría llevar enesas circunstancias.

Unas veces me decidía por la opción más costosa (guantes deciento cuarenta euros), otras por la básica (un saco de dormirque conservaba el calor en temperaturas de hasta diez gradosbajo cero). En materia de botas tenía poco margen: precisabade un calzado apto para crampones con una suela rígida, demodo que debía ceñirme a la clase más pesada, la categoría D.

Compré dos juegos de ropa interior térmica, un pantalóndesmontable, tres pares de calcetines y también, muy profe-sional, un camel bag: una bolsa de agua provista de un tubo quese colgaba a la espalda con el fin de mantener óptimo el nivelde hidratación.

La adversidad me hace perseverar en el empeño, de mane-ra que comencé a prepararme para una escalada ilegal. Habíaleído que más de un buscador del arca viajaba a la TurquíaOriental con un visado de turista para luego unirse, eludiendolos puestos de control, a los pastores kurdos que en veranomontaban sus tiendas de campaña en el pliegue entre el Gran

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Ararat y el Pequeño Ararat. A cambio de una compensacióndiaria en dólares, tal asentamiento incluso podía utilizarsecomo campamento base. Algunos de esos expedicionariosaventureros eran detectados por las patrullas del ejército tur-co, que los bajaban del monte y los recluían dos o tres nochesen el calabozo. Se les devolvía la libertad siempre y cuando fir-masen una declaración de no haber sufrido torturas, un docu-mento con el que Turquía intentaba lavar su imagen de cara aun posible ingreso en la Unión Europa.

En el peor de los casos, los detenidos eran expulsados, al-gunos de ellos en condición de persona non grata, pero la ma-yoría de las veces sólo se les confiscaba el material fotográficoy de grabación sin más consecuencias.

Eso fue lo que le sucedió a Jim Irwin, el más famoso de to-dos los buscadores del arca. En 1986, su esposa Mary y él fue-ron retenidos alrededor de ocho horas en una suite del GrandHotel Erzurum. El que el estadounidense Irwin fuese un as-tronauta que en 1971 se había paseado por la Luna no venía acuento. Se le acusaba a él y a los miembros de su expedición,incluido un equipo televisivo neerlandés de la emisora evan-gélica, de espionaje. Habían filmado el Ararat desde una avio-neta Cessna alquilada en busca de vestigios del arca, pero a jui-cio de los mandatarios turcos se escudaban en tan burdopretexto para ocultar su verdadera misión: cartografiar las po-siciones militares a lo largo de la frontera con la Armenia so-viética. ¿Cómo iban a creer las autoridades turcas que Jim Ir-win, coronel retirado de las fuerzas armadas estadounidenses,había venido a buscar un pecio en una región fronteriza alta-mente sensible a cinco mil metros por encima del nivel delmar? La mañana siguiente al vuelo con la Cessna, el Grand Ho-tel Erzurum fue cercado por una veintena de soldados. Un co-misario de policía levantó de la cama a todos los participantesen la misión de Irwin, denominada High Flight ’86 mientrasagentes vestidos de civil registraron las habitaciones en bús-queda de películas fotográficas. Jim obedeció con aparentecalma, pero Mary, en pleno ataque de nervios, descendió al

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vestíbulo del hotel, donde comenzó a orar a voz en grito sin-tonizando en su receptor universal una emisora de góspel nor-teamericana.

En una de sus anteriores expediciones al Ararat, Irwin ha-bía tenido que justificar, en medio de un gran revuelo, la pre-sencia en su equipaje de un pedrusco de aspecto poco común.Declaró con la mano en el corazón que era una réplica de la«roca del Génesis», una piedra que había recogido personal-mente del Spur-Crater durante su visita a la Luna. El originalse conservaba en la Universidad de Nueva York. Después de ad-vertirle que esas historias sólo servían para socavar aún más suya exigua credibilidad, el funcionario de turno de la policía ju-dicial turca instruyó un atestado por tentativa (frustrada) deexpoliación de un «artefacto arqueológico» procedente delAgri Dagi.

Al igual que en 1986, en aquella ocasión las asperezas se li-maron tras un frenético intercambio de llamadas telefónicasentre embajadas y ministerios de Ankara. Por la noche, Jim yMary Irwin y los suyos celebraron el desenlace feliz entonandoun himno de combate: «¡Estad por Cristo firmes, soldados dela cruz!».

Los buscadores del arca despertaban mi interés a la vez queme producían irritación. Me había hecho con sus libros, dese-oso por conocer los móviles de sus pesquisas. A diferencia de loque creía, no pretendían hallar una prueba de la existencia deDios. Entre ellos no había quien, como santo Tomás, sólo die-ra crédito a sus propios ojos. La mayoría de los buscadores eranpredicadores libres de duda y posiblemente también de senti-do del humor. Emprendían sus viajes al Ararat con el conven-cimiento de que de ello dependía la vida de los demás. Tantoera así que aprovechaban la menor oportunidad para bautizara sus ayudantes kurdos en las cercanas fuentes del Éufrates.

La lectura de sus publicaciones (libros, DVD y «salvapanta-llas del diluvio» con o sin sentencias bíblicas) no me ayudó asacar en claro por qué proseguían su búsqueda si ya habían en-

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contrado a Dios. Aparentemente, ninguno de ellos se hacía esapregunta en voz alta. Algunos proclamaban que Dios revelaríael arca a la humanidad para anunciar la inminente llegada delDía del Juicio Final. Desde esa perspectiva, su búsqueda ad-quiría carácter de misión: por cada metro del Ararat que re-volvían, el Reino de Dios se acercaba un paso más. Además, elmanejo de las palas, picos y demás herramientas arrastradashasta lo alto de la montaña les permitía recordar a los paganosque ya no debían seguir caminando «en la oscuridad», puesquedaba poco para el fin de los tiempos.

La búsqueda del arca en tanto que actividad colectiva y or-ganizada atraía año tras año a decenas de individuos cuyo nú-mero, lejos de decrecer, parecía ir en aumento. La tradiciónfue instaurada en los albores del siglo XX por los cosacos ruso-ortodoxos. Si bien algunos ermitaños y niños pastores se jacta-ron con anterioridad a esa fecha de haber encontrado los res-tos del arca, sus supuestos hallazgos no dieron lugar a grandesexpediciones. Esto cambió en el verano de 1916, cuando unosexploradores del 19 Regimiento de Petropavlovski comunica-ron haber avistado un fragmento de la nave en la vertiente sep-tentrional del Ararat. Vieron sobresalir un bauprés de un pe-queño lago de cráter situado por debajo de ellos, pero noconsiguieron aproximarse a él. La noticia del impactante des-cubrimiento llegó a oídos del zar Nicolás II, que envió cientocincuenta efectivos del cuerpo de ingenieros encargados deexaminar la zona. Según se contaba, la unidad logró estudiar,medir y cartografiar los restos del arca presentes en el lago,pero, por desgracia, los documentos probatorios se perdieronen el caos de la Revolución Rusa.

Hubo que esperar a la conclusión de la Segunda GuerraMundial, cuando el Ararat pasó a situarse en el interior de lasfronteras de la OTAN, para que retomaran el hilo los francesesy los norteamericanos. Uno de los pioneros de la búsqueda delarca en la posguerra fue Fernand Navarra, hombre de nego-cios de origen francés. Un día descubrió en una tienda de an-tigüedades de Burdeos un grabado en cobre de Noé, arrodi-

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llado ante una montaña llamada «Ararat». «El nombre me de-cía poco, hasta que lo comparé con el mío: Na-var-ra, A-ra-rat.¡El mismo número de sílabas y todas ellas con la misma vocal!»Razón de sobra para creerse elegido y salir en busca del arca.El último día de su estancia en el Ararat, en 1952, da con ella.Hacia el final de su libro de aventuras titulado L’Expédition auMont Ararat, su camarada y él vislumbran al atardecer una moleoscura en el hielo del glaciar justo por debajo de ellos. «No ca-bía duda: el contorno era el de la popa de un barco...» Sus ojosarden de convicción. «Unos decímetros escasos de hielo nos se-paraban del extraordinario descubrimiento que el mundo yadaba por imposible: ¡Habíamos encontrado el arca!»

Al lector no le quedaba más remedio que creer en la pala-bra de Navarra, porque el buscador galo no había podidoaproximarse a su hallazgo. Para mayor infortunio, le había fa-llado la fotografía; el inoportuno reflejo del flas sobre la su-perficie de hielo veló las imágenes.

Finalmente, la primera instantánea del arca, o de lo que setomaba por ella, apareció en la revista Life en septiembre de1960: la fotografía aérea en la que el coronel del ejército turcohabía detectado el relieve paisajístico con forma de nave. Lapublicación llevó un nuevo flujo de curiosos a Turquía. Unavez ahí, la vista del relieve no satisfizo sus expectativas, por loque se animaron a iniciar sus propias búsquedas. «Arcálogos»se llamaban a sí mismos. Cada verano esos hombres, en su ma-yoría de mediana edad y originarios de Arizona, de la Suiza ita-liana y de Nueva Zelanda, se arrastraban cual hormigas por elArarat en busca de restos de madera petrificada.

Extrañamente, los buscadores del arca no procedían de paí-ses profundamente religiosos. Ningún jeque saudí había in-vertido dinero en expediciones destinadas a encontrar el arcade Nuh. Los expedicionarios provenían todos, sin excepción,de regiones donde la Iglesia y el Estado estaban separados ydonde la fe en la razón había ganado mucho terreno en los úl-timos cien años. De zonas desarrolladas. Destacaba la veloci-dad con que crecía la representación de países asiáticos como

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Corea del Sur y Taiwán. Cuanto más próspero era un país ymás acusada la apostasía de sus habitantes, mayor era el nú-mero de «arcálogos» que producía.

Uno de ellos, un comerciante católico de lavadoras para ho-teles, afincado en Honolulu, acababa de aparecer en los pe-riódicos. Durante una rueda de prensa celebrada en Washing-ton en abril de 2004, mostró unas fotografías por satélite delArarat que había encargado y pagado de su propio bolsillo enel verano extremadamente caluroso del año anterior. En lasimágenes se atisbaban, bajo el hielo del glaciar de Parrot, dosmanchitas negras en las que, con no poca imaginación, se po-dían reconocer la popa y la proa de una nave.

«Si Dios quiere, ahí está el arca», rezaba su comentario. Deverse confirmada su conjetura, el mundo se hallaría ante «elacontecimiento más importante desde la resurrección de Jesu-cristo». El comerciante, al que en Hawái también se le conocíapor su ferviente oposición al aborto, anunció que mandaríaexcavar el yacimiento. Ya había gastado ciento sesenta mil dó-lares en las fotografías por satélite y en la contratación de unequipo de trabajo integrado por treinta investigadores «judíos,cristianos y musulmanes». La temporada avanzaba, pero la mi-sión no terminaba de arrancar. Al percatarse de que la trami-tación de la solicitud de visado tardaba más de lo previsto, elhawaiano concertó una entrevista con el embajador turco enWashington. El diplomático prometió hacer cuanto estuviera asu alcance. Sin embargo, a mediados de agosto llegó el vere-dicto: se denegaba el acceso a todo el equipo. «Razones de se-guridad», alegó Ankara, y eso fue todo.

En un principio me sorprendió que la tradición de la bús-queda del arca sólo tuviera cien años, hasta que caí en la cuen-ta de que antes apenas había infieles y, por tanto, nadie sentíala necesidad de tratar de encontrarla. En 1829, Friedrich Pa-rrot estaba tan convencido de que el arca yacía bajo el hielodel Ararat que ni siquiera se había molestado en comprobarlo.En cambio, en el año 2005, se organizaban expediciones de

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alta tecnología con fines evangelizadores, como la de los bap-tistas de Hong Kong, cuya cadena llamada Creation TV se di-rigía exclusivamente a la China ateísta.

Uno de los compañeros de Jim Irwin, un piloto de Denvercon conocimientos de geología, había escrito dos libros en losque dejaba entrever sus móviles más profundos: «Me enseña-ron que mi existencia se rige por el azar y la selección natural,que la vida es en esencia un accidente. Semejante explicaciónno me cabía en la cabeza. La “casualidad” no es mi Dios». Aesas palabras seguía una argumentación que había sido alzadapor primera vez en contra de las ciencias naturales en el sigloXVIII a iniciativa de un teólogo británico. «Cuando miramosnuestro reloj comprendemos que en él ha intervenido un re-lojero. Aunque no lo conozcamos en persona creemos en suexistencia al contemplar su creación.»

El símil del relojero gozaba de gran popularidad entre loscristianos. Los islamitas, entre ellos Harun Yahya, preferían lametáfora del castillo de arena: «Cuando vemos un castillo dearena sabemos con certeza que ha sido construido por al-guien. Al ser la naturaleza aún mucho más hermosa y comple-ja no cabe duda de que es obra de un “creador”». Ambas pa-rábolas enlazaban entre ellas como los versos de un duetodando paso a un único estribillo: «Es más difícil creer en la teo-ría de la evolución que en la de la creación. Nosotros, seres hu-manos, hemos sido creados con un fin especial por un Dise-ñador Inteligente».

La alusión al Diseñador Inteligente se revelaba como unamanera moderna, cada vez más extendida, de profesar la fe enDios. Los adeptos más sagaces de ese movimiento, el diseño in-teligente, no buscaban más explicación que ésa. Su razona-miento parecía irrefutable: cualquiera estaría dispuesto a creeren la existencia de una primigenia intención intrínsecamentebondadosa. Yo también. La idea de que la naturaleza campabaa sus anchas sin reparar en nada ni nadie resultaba insoporta-ble. La falta de sentido y de finalidad iba en contra del senti-miento de uno y, aparentemente, era incompatible con el ins-

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tinto de supervivencia. Pero ¿cuál podía ser ese fin? Después detantos siglos, la Iglesia católica no había encontrado mejor res-puesta a la pregunta «¿Para qué estamos en la Tierra?» que unsofismo carente de fundamentos: «Estamos en la Tierra paraservir a Dios y ser felices (aquí) y en el más allá». Para colmo,el término «aquí» había sido añadido en el siglo XX. No habíapor dónde cogerlo, ése era el problema, y si le dabas demasia-das vueltas te volvías loco. Dios es amor. Dios existe. O, en pa-labras de Nietzsche: Dios ha muerto.

A mi juicio, quienes cuestionaban los eslabones más débilesdel evolucionismo darwiniano daban muestras de una curiosi-dad sana y científica. Sin embargo, la mayoría de los defenso-res del diseño inteligente no estaban por la labor. Al igual queel papa en el Compendio del Catecismo («Es Dios mismo quien daal hombre tanto la luz de la razón como la fe») se empeñabanen negar que la fe estuviera reñida con la ciencia. Eso sí, muyprudentemente, nadie mencionaba cómo casar la resurrec-ción de Jesucristo con los logros de la medicina.

Se mirase por donde se mirase, el creacionismo, tambiénen la versión del diseño inteligente, era una cuestión de fe, nouna teoría científica. Aun así surgían por todas partes voces degobernantes –desde el presidente George W. Bush hasta el mi-nistro de Educación de los Países Bajos– partidarios de rein-troducir al Diseñador Inteligente en las clases de biologíacomo temible rival de Darwin.

A lo que parecía, la religión vivía un auge generalizado. Másde una vez, cuando hablaba del Ararat, mis amigos me pre-guntaban: «Oye, ¿no irás a coquetear tú también con la reli-gión?». Y no lo decían con sorna.

Los incrédulos estaban a la defensiva. Se publicaron estu-dios del calibre de The twilight of atheism (El ocaso del ateísmo),acerca del resurgimiento en América y Europa de una religio-sidad que hasta hacía poco se daba por muerta. No sólo en lospaíses del antiguo bloque del Este, sino también en Occiden-te, se produjo un despertar religioso, más claramente visibleen las manifestaciones cristianas e islámicas fundamentalistas.

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Para disgusto de su padre, el hijo mayor de Armen Petrozianse había dejado bautizar y creía «incluso en esa falacia absolu-ta» de que los rusos habrían encontrado el arca de Noé en1916. Al parecer, en los tiempos que corrían, los hijos podíanafligir a sus padres abrazando la fe. Apenas un cuarto de sigloantes, el ateísmo aún fue, al menos para mí, el fruto prohibidodel que no había osado comer de niño. Veinticinco años des-pués, ese papel le correspondía más bien a la religión. En mientorno secular existía el temor no expresado de que algunade nuestras hijas se anudara un pañuelo a la cabeza; entoncesla perderíamos, de la misma forma en que en su día nuestrospadres temían perdernos si nos convertíamos en okupas opunkis.

Los buscadores del arca, conscientes de que soplaban vien-tos favorables, se creían en la vanguardia del emergente fren-te religioso conservador. Reacios a las medias tintas, esperabantaparle la boca a la diabólica trinidad de «darwinistas, huma-nistas y marxistas» con fragmentos de madera del Ararat. Al to-marse las Sagradas Escrituras al pie de la letra, el pensamientodel diseño inteligente se les antojaba demasiado abstracto ypoco comprometido. Combatían ferozmente los avances cien-tíficos más evidentes, amparándose en la pseudociencia. Susescritos obedecían a un patrón que yo ya conocía de The Flood:In the Light of the Bible, Geology, and Archaeology, el manual parala enseñanza protestante que había tomado prestado de SalleKroonenberg. Los planteamientos de los buscadores del arcaresultaban tan hilarantes como lastimosos.

¿Los lagos salados de Utah? Restos aún no evaporados delas aguas del diluvio.

¿Los yacimientos de petróleo? Vestigios de cuerpos, cadáve-res y sustancias vegetales arrastrados y podridos a consecuen-cia de la «gran catástrofe universal descrita en el Génesis».

Desde el principio anduve cavilando sobre la posibilidad delocalizar un campamento de buscadores del arca y presentar-me en él. Por la noche, mientras calentásemos una cacerola desopa de cebolla en el quemador de gas los atosigaría a pre-

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guntas. Pero ¿qué ganaría con ello? Esos tipos, con sus bigotesy sus pantalones subidos por encima de la cintura, se compor-taban como epígonos del siglo XXI de aquel suizo obnubiladopor la fe que había confundido el esqueleto de una salaman-dra con el de un ser humano. Yo me negaba a regresar a aque-llos tiempos tenebrosos. Si creer implicaba apagar de formavoluntaria el botón del intelecto no me quedaba otra opciónque desistir y renunciar.

Jim Irwin no se dejó disuadir. Cruzó del terreno de la cien-cia al de la fe. Cual estandarte humano del ingenio técnico fuelanzado a la Luna a bordo de un cohete espacial, y después, devuelta a la Tierra, se sometió como buscador del arca a unacreencia religiosa estricta y arcaica. Por lo visto, el conoci-miento que le había sido inyectado durante su formación deastronauta no le inmunizó contra la fe. Jim Irwin recorrió untrayecto excepcional. En su afán por rebasar límites y cultivarde forma coherente el saber, llegó a Dios.

¿Qué le había pasado? Si él había roto la barrera del cono-cimiento adentrándose en el campo de la fe, en teoría cual-quiera podría correr idéntica suerte. Incluso yo. Pero ¿qué ha-cía falta para que eso ocurriera?

James Irwin, nacido en 1930 en Pittsburgh, fue la octava per-sona en viajar a la Luna. Y la primera en conducir por su su-perficie (en un vehículo de última generación). Enterró en elpolvo lunar unas placas de plata con las huellas digitales de suesposa y sus hijos. Se presentó ante el mundo haciendo el sa-ludo militar, junto a una bandera de barras y estrellas inmóvil,almidonada para darle forma.

En 1971, con siete años, debí de ver a Irwin en blanco y ne-gro. O al menos los reflejos en el cristal de su casco. Segura-mente también pasara por mis manos alguna medalla con suefigie: monedas con los rostros de los miembros de las tripula-ciones de los Apollo que traía mi padre de la gasolinera.

Además de haber sido un superhéroe durante siete días,Jim Irwin existió antes de su partida y después de su regreso.

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Tenía cuarenta y un años en el momento del blast-off (el des-pegue desde el Centro Espacial Kennedy) y vivió veinte añosmás después del splashdown (el amerizaje en las cercanías deHawái). Me podía imaginar que un viaje a otro cuerpo celeste,tan alejado de la Tierra y sus habitantes, dejaba secuelas. Delos doce astronautas que visitaron la Luna, más de la mitad su-frió trastornos psicológicos a la vuelta: uno de ellos se refugióen la bebida, otro quiso suicidarse, dos recibieron un trata-miento antidepresivo de larga duración y los demás ingresaronen sectas religiosas.

A los cosmonautas de la arreligiosa Unión Soviética les su-cedió otro tanto. Yuri Gagarin se volvió adicto al alcohol y semató –a conciencia o no– cuando pilotaba un MIG. ¿Qué lequedaba a uno después de alcanzar la meta última y más alta ala que pueda aspirar el ser humano?

En 1997, durante mi estancia como corresponsal en Moscú,planteé esa cuestión al primer hombre que «caminó» por el es-pacio, el astronauta Alexei Leonov. Su momento de gloria, enmarzo de 1965, duró doce minutos y nueve segundos, el tiem-po en que salió de la cápsula Voskhod 2 a través de una angostaesclusa de aire y planeó por el universo colgado de un cordónumbilical. Aunque no se conservaban más que algunas imáge-nes granulosas y unas pocas bandas sonoras, ello bastaba paracaptar la envergadura de aquel acontecimiento. El Kremlinemitió una nota radiofónica comunicando que el coronel Le-onov «había tenido la valentía de abrir la puerta al cosmos», entanto que la televisión conmovió a todos invitando al estudio aViktoria, la hija del astronauta, que por entonces tenía cuatroaños. «¿Dónde está tu papá?», le preguntaron. Y ella contestócomo una muñeca ventrílocua: «Mi papá flota en el espacioabierto».

Sólo los responsables del centro de control ubicado en unbarrio periférico de acceso restringido al este de Moscú sabíanque en ese momento el padre de la niña luchaba por su vida.Leonov había atravesado sin problemas la doble escotilla de laesclusa, pero al lanzarse al vacío su traje espacial se infló más

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de lo previsto, hasta el punto de que el cosmonauta se convir-tió en un hombre Michelin. Sus manos ya no rozaban los guan-tes y su envoltura excesivamente ancha y rígida le impedía vol-ver a internarse en la esclusa.

Alexei Leonov trató de abrirse paso con los codos. Sin re-sultado. Luego lo intentó con los pies. Tampoco funcionó. Loscontroladores del vuelo observaron, impotentes, cómo el co-razón del cosmonauta subía a ciento sesenta y cinco latidospor minuto.

Durante una treintena de años, Leonov guardó esa historiapara sí como un secreto de Estado. Una vez superada la Gue-rra Fría, cuando el Ejército Rojo ya no existía y Leonov, Héroedel Trabajo Socialista distinguido en dos ocasiones con la Or-den de Lenin, se dedicaba a publicitar la marca Omega, porfin pudo contar sin miedo cómo había logrado ponerse a sal-vo: infringió las normas de seguridad abriendo una válvulapara desinflar su traje y, de ese modo, poder embutirse en lacámara.

Por aquellas fechas, el fracaso no era opción. En el imagi-nario combate espacial entre Estados Unidos y Rusia, del queYuri Gagarin y John Glenn habían dirimido el primer asalto,Leonov desempeñó el papel de primer «caminante espacial».

Quise saber si en alguna ocasión, de acuerdo con el espíri-tu de la doctrina comunista, había proclamado: «Dios no exis-te porque no Lo he visto».

–Por supuesto –respondió Leonov–. Formaba parte deljuego.

Como no profundizó en el tema le pregunté si, volviendo lamirada atrás, ello le seguía pareciendo igual de evidente.

Entonces Leonov se levantó para mostrarme un calendariocon reproducciones de cuadros pintados por él. Me confióque siempre llevaba encima un cuaderno de dibujo por si le to-caba esperar, por ejemplo, en los aeropuertos. Aprovechabaesos momentos muertos para trazar a lápiz formaciones de nu-bes con gaviotas o paracaidistas. En casa, en la Ciudad de lasEstrellas, cerca de Moscú, pasaba días enteros ante su caballe-

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te. Según me confesó, necesitaba introducir esos intervalos detranquilidad en su vida a modo de contrapeso. En ese instantevi de repente lo que pintaba: cohetes e iglesias. Cohetes rusose iglesias ruso-ortodoxas. En las hojas del almanaque, el res-plandor dorado de las cúpulas de los templos brillaba con lamisma intensidad que el reflejo de la luz del sol sobre las na-ves espaciales.

Le pregunté si, como cosmonauta del ateísmo científico,había empezado a creer en Dios.

–No en un hombre barbudo sentado encima de una nube–contestó–. Sin embargo, entre el cielo y la Tierra hay algo delo que nosotros, los humanos, no somos conscientes.

El giro protagonizado por Jim Irwin fue más sonoro. El as-tronauta estadounidense, un tipo apuesto de rostro afilado,mandó plasmar por escrito la historia de su conversión. Las re-ferencias a su matrimonio se leían como un guión trasnocha-do: hijo de fontanero llegado a piloto de pruebas deja emba-razada, en la tercera cita, a adventista del séptimo día candidataa Miss California. «Pues casémonos», propuso él. Sin embargo,a los padres de ella no les agradaba la idea de un «matrimoniomixto» con un baptista. La pareja no hizo caso y decidió con-traer nupcias sin el consentimiento paterno, pero antes Jimdio a entender a su futura esposa que, de tener hijas, podríallevarlas con ella a su iglesia si así lo deseaba, siempre y cuan-do los varones se educaran en la doctrina baptista.

Mary también contrató a alguien para que redactara susmemorias. Al comparar las dos biografías, sonaba en estéreo elinsondable vacío que subyacía a su vida en común. Confinadosen un asentamiento vallado gris y monótono, en medio del de-sierto, junto a la base aérea Edwards, la familia cada vez másnumerosa sufre la antiheroica realidad de la Guerra Fría. Marylanguidece mientras Jim se juega la vida pilotando aviones se-cretos supersónicos. Él desea volar, más alto y más rápido; ellaquiere morir precipitándose en un barranco. ¿Será mejor quese divorcien? En cualquiera de los casos, la burbuja estallará y

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Jim será apartado del proyecto Apollo, pues se supone que a losastronautas seleccionados para realizar misiones a la Luna losaguarda en casa una esposa encantadora.

Los relatos de Jim y Mary pertenecían al género de las «con-fesiones» del que me quería proteger mi editor: presentabanun punto de inflexión tras el cual aparecía en escena un Él conmayúscula y todo cambiaba para bien. La conversión de Marytenía lugar en la página 100 de The Moon is not Enough, an as-tronaut’s wife finds peace with God and herself (La Luna no es sufi-ciente. Cómo la esposa de un astronauta consigue estar en pazcon Dios y consigo misma). Una tarde de domingo, después dela enésima disputa, Mary se marcha de la cocina dando un por-tazo, sube al coche e inicia un viaje sin rumbo. Se apea en unlugar cualquiera, entre botellas vacías y restos de madera, ymientras contempla tanto desecho le pasa por la cabeza:«¡Dios mío, mi vida se parece a este basurero!». Faltan tres me-ses para que Jim parta a la Luna; un sólo acto irreflexivo bastapara arruinar la carrera de su marido. Mary no puede más; sesiente desganada y hueca por dentro. Entonces sucede algo ex-traño: «En mi mente vi aparecer a dos luchadores, como enuna gigantesca pantalla de televisión. Comprendí enseguidaque el uno era Satanás y el otro Jesucristo. Luchaban por mialma. Los observé con la mirada vuelta hacia dentro durante almenos un cuarto de hora. Al final de la contienda, Jesucristoalzó los brazos. En ese instante supe que la batalla por mi almaestaba ganada».

El caso de Jim era más complejo. Su biógrafo quería hacercreer que el astronauta había visto la luz en la Luna. Sin em-bargo, en el centro de control de Houston no notaron ningu-na diferencia en él, y cuando un periodista le preguntó si elviaje a la Luna le había cambiado, Jim se miró los brazos y lasmanos para llegar a la conclusión de que se sentía el mismoque antes, en sus propias palabras: «pretty much the same guy».

Mary no se apercibió del cambio experimentado por su ma-rido hasta el día del gran homenaje, en el que fueron pasea-

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dos en limusina descubierta por la ciudad de Nueva York, ge-neralmente tan escéptica. En la Quinta Avenida ondeaba unapancarta que decía SOIS LOS SERVIDORES DEL MUNDO, locual despertó en Jim la conciencia de que, como elegido, le co-rrespondía rendir cuentas. Para asombro de Mary, en sus dis-cursos aparecía una y otra vez la misma frase: él, Jim Irwin, ha-bía estado en la Luna en nombre de toda la humanidad. Elhecho de haber sido elegido para aquella misión (de los cua-tro mil millones de terrícolas por entonces, sólo doce fueron ala Luna) se le antojaba tan singular que se sentía llamado a dartestimonio, aunque sin saber muy bien de qué. Si bien duran-te las actuaciones en público se mostraba más comunicativo,en casa se reconcentraba en sí mismo.

Mary, que rezaba por él cuando se dirigía a Dios, temía quesu esposo no tuviera salvación. «Después de muchos años de ab-negado esfuerzo, la trayectoria profesional de Jim ha tocado te-cho», escribía acerca de aquellos días de 1971. «Todo ha termi-nado, y sólo tiene cuarenta y un años.» El camino jalonado porla NASA conducía a una trampa ineludible. De momento,mientras durase, Jim podía deleitarse en el éxito, pero en cuan-to reanudara su trabajo de piloto de pruebas correría el riesgode que su existencia se derrumbase. Mary intuyó y presintióque Jim «no lograría encontrar un nuevo reto en su vida».

Como superestrella cuya fotografía acaparaba la portada detodas las revistas, a Jim le irritaba la recuperada religiosidad desu esposa, que la había llevado a renunciar al maquillaje y a de-jar de comer carne. Aunque Mary sabía fingir muy bien, puesofrecía una imagen de matrimonio feliz, habría preferido queno le acompañase en su obligado periplo por Europa, con es-calas en Bruselas (recepción del rey Balduino) y Roma (au-diencia del papa) entre otras ciudades. Sin embargo, el papelde Mary estaba determinado por el protocolo de la NASA, porlo que la señora Irwin asistía indefectiblemente a los banquetesultramarinos. En calidad de «esposa de un astronauta que ha-bía caminado sobre la Luna» comprobó con extrañeza cómoJim fue modificando progresivamente su versión de los hechos,

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restando cada vez más importancia a sus propios logros y capa-cidades. Cualquiera se sentiría tentado de recargar las tintas,pero Jim eliminó de su relato todo rastro de heroísmo.

«En la Luna hubo muchos momentos en los que confié másen Dios que en Houston», le escuchó decir durante una de lasentrevistas. Esa confesión se extendió como un reguero de pól-vora, tanto que, de vuelta a los Estados Unidos, la pareja en-contró entre el correo una avalancha de cartas en las que se in-vitaba a Jim a participar en toda suerte de encuentrosreligiosos. Una vez finalizadas las giras oficiales y llegado el díade retomar los entrenamientos como astronauta de reserva,Jim optó por dirigirse en el Astrodomo de Houston a una mul-titud de cincuenta mil baptistas.

«¡Qué emoción oír hablar a mi marido libremente de sufe!», escribía Mary. «Sobre todo teniendo en cuenta que en losúltimos años jamás ha sido capaz de expresarse sobre cuestio-nes espirituales.»

La autobiografía de Jim situaba el punto de inflexión retro-activamente en la experiencia divina vivida en el espacio. Se-gún indicaba, el astronauta percibió «la proximidad de Dios»nada más salir de la atmósfera. Cuando surcaba, aparente-mente sin moverse, el universo por espacio de trescientosochenta mil kilómetros, observando cómo la Tierra se alejabapor un ojo de buey y la Luna se acercaba por el otro, le inva-dió un sentimiento de irrealidad. Contemplando el orto delplaneta Tierra mientras recorría la superficie de la Luna en elRover Lunar le embargó, de súbito, la sensación de «estar vien-do la Tierra a través de los ojos de Dios».

En cambio, la impresión que de él tenía la población detodo el mundo, al poder seguir gran parte de las actividades dela tripulación del Apollo XV en blanco y negro, era la de unhombre resuelto, nada proclive a los ensueños ni a la intros-pección. Junto con su colega Dave Scott llevó a cabo ante lacámara el denominado experimento de Galileo: dejaron caersimultáneamente la pluma de un halcón y un martillo de geó-logo con el fin de demostrar que, al no haber resistencia del

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aire, ambos alcanzaban la superficie lunar en el mismo instan-te. La ejecución de esa prueba marcó un hito en la historia dela ciencia. Implicaba la rehabilitación, deliberada o no, de Ga-lileo Galilei, quien en 1633 había sido condenado y tachado dehereje por el Vaticano al sostener que la Tierra giraba en tor-no al Sol (la rehabilitación oficial, concedida por el papa JuanPablo II, no se produjo hasta 1996). Irwin y su compañero cum-plieron una misión científica, no religiosa. Con la recogida deuna piedra lunar blanca en el borde de un cráter contribuye-ron de forma sustancial al conocimiento de la edad de nuestrosistema solar. Del posterior análisis realizado en un laboratoriode Nueva York se dedujo que la roca tenía cuatro mil cientocincuenta millones de años. «Con un margen de error de másmenos doscientos cincuenta millones de años», agregaba Jimuna y otra vez dándose aires de académico.

Si bien la religiosidad que brotó en él con posterioridad tar-dó un tiempo en manifestarse, su efecto fue total. A los pocosmeses de regresar a la Tierra, Jim Irwin profesó su fe en la igle-sia baptista Bay Baptist Church, de Nassau. Presentó su dimi-sión en la NASA y fundó la High Flight Foundation, una orga-nización evangelizadora que dirigía de preferencia desde subicicleta estática en Colorado Springs. Después de llegar a loslímites de la exploración humana, se aferró el resto de su vidaa la letra de la Biblia. En casos como el mío, saber más llevabaa creer menos, pero en el de Irwin el proceso se había desa-rrollado a la inversa. Daba la impresión de que su confianza enel cálculo matemático y la técnica (gracias a los cuales pudoaterrizar infaliblemente en la Luna) le hubiera permitido atis-bar el futuro y que, de resultas, hubiera retornado a la épocade los diluvionistas y los creacionistas.

La piedra lunar que Dios puso en sus manos acabó convir-tiéndose en su baza más convincente. Mandó hacer una réplicaa la que se refería invariablemente como la «roca del Génesis».Durante sus visitas a reyes y presidentes movía la piedra, tan vie-ja como el pedrusco más antiguo de la Tierra, cual pieza de aje-drez por la mesa. Presentaba su hallazgo como prueba de la

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creación simultánea de la Tierra y la Luna, tal y como se des-cribía en Génesis 1, prescindiendo del detalle de la datación.

Haciendo un uso selectivo de la caja del mecano que le ha-bía sido facilitado durante su formación como astronauta, JimIrwin construyó una visión obsoleta del mundo. El naveganteespacial, que posteriormente escaló una y otra vez las laderasdel Ararat, seis en total, negaba que su piedra tuviese más decuatro mil millones de años. Cada vez que se le llamaba laatención sobre alguna incongruencia, recurría a una frase in-geniosa, apropiada para la ocasión: «Creo sinceramente que,con el consentimiento de Dios, terminaré por encontrar en laTierra un elemento del libro bíblico del Génesis incluso másimportante que la roca del mismo nombre».

No fue así. Jim Irwin falleció en 1991 de un ataque al cora-zón, con sesenta y un años, sin que sus expediciones al Araratpusieran al descubierto el arca de Noé.

Menos de una semana antes de mi partida hablé por telé-fono con Yildiz.

–¿Qué opinas? –le pregunté–. ¿Queda alguna posibilidad?Tenía un billete de avión para el martes siguiente, de modo

que el lunes era el último día en que podía acudir al consula-do de Turquía a recoger el sello de visado.

Yildiz no comprendía muy bien por qué seguía sin tener no-ticias. Quiso saber si deseaba anular mi reserva de hotel.

–No –contesté–. Iré en cualquier caso.Después marqué el número de la embajada turca en La

Haya. No conseguí hablar con Beliz; se escudaba en una tele-fonista.

–Está en ello –me aseguró la mujer en un neerlandés sinacento–. Un momento, por favor, me comentan algo...

Se oían murmullos de fondo.–Hello mister? –dijo de repente una voz masculina pertene-

ciente nada menos que al segundo secretario. Su inglés sona-ba más formal que el de Beliz–. Lamentamos profundamenteno haber podido informarle en un plazo más razonable, pero

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sepa usted que estamos muy pendientes de su caso. Le ruegotenga un poco más de paciencia.

Traté de explicarle que se agotaba el tiempo.–Veré lo que puedo hacer –me interrumpió el segundo se-

cretario–. Vuelva a llamarme mañana si le parece.Con la sensación de no tener nada que perder me puse de

nuevo en contacto con el segundo secretario el viernes por lamañana.

–Estamos trabajando celosamente en su solicitud –le oí de-cir, y también–: Hemos preparado un télex para Ankara. Encuanto el embajador tenga un momento le pediré que lo firme.

¡Un télex! ¿Aún existía ese artilugio?Salí a comprar lo poco que me faltaba de mi lista: pastillas

purificadoras, parches antiampollas, protector de labios y «ten-tempiés reconfortantes» («aquello que más necesitas cuandotienes la moral por los suelos»).

Al llegar a casa a última hora de la tarde vi parpadear la lam-parita de mi contestador automático.

Hola. Este mensaje tiene que ver con su visado de deportis-ta para el Agri Dagi. Puede recogerlo el próximo día laborableen nuestro consulado de Róterdam. Tenga en cuenta que losasuntos consulares se despachan exclusivamente entre las nue-ve y las doce horas de la mañana. Gracias.

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Una vez de viaje, con un peso superior a un kilo en cadapie, me llevaron aparte en tres ocasiones, tratándome como aalguien sospechoso. En Ámsterdam, en Ankara y también en elaeropuerto de Kars, en la Turquía Oriental. Por mucho quedejara las monedas, el reloj, el teléfono móvil y el cinturón enla cinta transportadora, la luz roja del arco detector seguía en-cendiéndose, hasta que los aduaneros me obligaron a quitar-me el calzado y pasarlo por el escáner.

Tan pronto como mis botas de montaña aparecieron en lapantalla, el responsable del aparato de rayos X congeló la ima-gen apretando un botón. Las botas tenían veintiocho hebillasmetálicas, catorce por pieza.

Entré en Anatolia en calcetines. WELCOME, BIENVENUE,WILLKOMMEN, BIENVENIDO, WELKOM, leí en un carteladornado con las estrellas europeas. Kars se encontraba a cien-to veinte kilómetros del Ararat en línea recta. Introduje lospies en las rígidas cañas de mis botas, recogí mi mochila y mimaleta con ruedas y me encaminé a la parada de taxis con loscordones sueltos.

Se me hacía extraño cargar al calor del mediodía, de pie enuna superficie de asfalto reblandecido, con un calzado diseña-do para condiciones polares. Envié un mensaje: HE LLEGA-DO A K. TODO OK.

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La palabra

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Después de negarme firmemente durante mucho tiempo,al fin había abrazado el servicio de mensajes cortos como unmedio placentero; desmontaba el lenguaje en un balbuceogutural de signos y abreviaturas, horrible, aunque al mismotiempo acababa con lo superfluo. Los mensajes cortos, teclea-dos primitivamente con los dedos pulgares, se reducían a laesencia.

Me subí en un Mercedes desvencijado con olor a ambienta-dor de coche. En el camino del aeropuerto al centro urbanode Kars, unos agentes motorizados vestidos con traje de cueroregulaban el tráfico. En medio de un paisaje de onduladas ras-trojeras, un camión con remolque había quedado atravesadoen la carretera. Alguien estaba limpiando con una pala las car-nosas manchas rojas con forma de estrella que salpicaban lacalzada. Llegados a la altura del camión me percaté de que elremolque transportaba sandías; una buena parte de ellas habíasalido rodando por debajo de la lona para luego reventar so-bre el asfalto.

Comenzó a vibrar mi teléfono. PERFECTO. V. PREGUNTASI YA VES LA NIEVE.

Las colinas circundantes lucían un aspecto pedregoso, sinárboles, y despedían el apagado brillo del mercurio. NO.PARA V.: NIEVE EN TURCO = KAR. BESOS. PAPÁ.

Desde el principio del verano, Vera se interesaba por pala-bras como yes y sí y da, y por la existencia de diferentes idiomascomo tal.

–¿Su mujer? –me preguntó el taxista en alemán.–Sí –contesté con la espalda curvada, ocupado en volver a

introducir el móvil en el bolsillo de mi pantalón–. O, mejor di-cho, mis dos mujeres.

El conductor expresó su aprecio sin decir palabra, movien-do brevemente la cabeza y enarcando una ceja, una reacciónque ayudó a distender un poco el ambiente enrarecido queflotaba entre nosotros. Justo antes del embotellamiento, el ta-xista se había mostrado reticente a llevarme a la dirección in-dicada. En un vocabulario alemán de apenas cien palabras tra-

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tó de persuadirme para que me alojara en un hotel. Podía re-comendarme, por ejemplo, el Karaba?. ¡Muy bueno!

Yo quería que me dejara en la estación de dolmu?.Al entrar en la ciudad, pasamos por delante de un vertede-

ro, un taller de cantería especializado en lápidas y un almacénde muebles. No tuve oportunidad de asimilar el entorno por-que el taxista seguía insistiendo en que hiciera noche en Kars.

Le dije que ya tenía hotel, en Do?ubayazit.–También muy bueno.El hombre, sentado a mi lado, soltó el volante y apartó la

mirada en un gesto que rayaba en lo teatral. Al parecer, no so-portaba que un forastero venido de tan lejos ignorase su ciu-dad. Eso supuse.

Después de cruzar una zona ferroviaria me condujo, en me-dio de un silencio sepulcral, hacia una pequeña plaza de mer-cado donde se hallaban las oficinas de la mayoría de los ope-radores de dolmu?. Los destinos y los precios se anunciaban enlas ventanas con grandes letras autoadhesivas. El taxista meacompañó al único mostrador que ofrecía DO?UBAYAZIT yencargó ostentosamente un billete. Acto seguido se giró haciamí con idéntica ostentación para notificarme que el últimodolmu? había efectuado su salida poco antes.

–Ya se lo dije yo –sentenció con una leve genuflexión y laspalmas de las manos vueltas hacia arriba en un tono que, másque a triunfo, sonaba a confirmación definitiva.

De pronto comprendí lo que había querido decirme du-rante todo ese tiempo: a falta de transporte no tendría más re-medio que pasar la noche en Kars. Me di por vencido; nos re-conciliamos con unas palmaditas en el hombro.

El taxista se llamaba Celil, pronunciado como Yeliel. Antesde reanudar la marcha apagó el taxímetro.

La ciudad de Kars estaba parcelada en una trama de callesperpendiculares –herencia rusa del siglo XIX– flanqueadas porun gran número de árboles y aún más semáforos. Dejamosaparcado el taxi con dos ruedas subidas a la acera frente a unestablecimiento de neumáticos para tractores y comederos

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para animales. Al otro lado de la calle se erigía un edificio encuya fachada de hormigón y vidrio se leía de arriba abajo: HO-TEL KARABA?**. Celil sorteó el tráfico con mi mochila enbrazos como si portase un bebé. Una vez en el vestíbulo, dedeslucido parqué, y entre butacas y paragüeros, me dio su tar-jeta de visita. Después de señalar con el dedo un número ma-nuscrito golpeó el teléfono que guardaba en el bolsillo de lachaqueta, por si deseaba volver a hacer uso de sus servicios.

Intenté autoconvencerme de la conveniencia de tomar unrespiro tras un viaje en avión. ¿Acaso no sostenían los indiosmapuches que el descanso del cuerpo era necesario para dartiempo a llegar al espíritu? Al sacrificar uno de mis diez días deescalada me sentí como un saltador de altura que en una com-petición desaprovecha su primera oportunidad, por confianzaen sí mismo o por osadía.

Consciente de que estaba obligado a permanecer en Kars,mi inesperada visita a la ciudad comenzó a antojárseme un ob-sequio de bienvenida. El malentendido entre Celil y yo, occi-dental incomprensivo, parecía recién salido de un libro de Or-han Pamuk, tan aficionado a enfrentar a sus protagonistas conel doble fondo de la Turquía profunda. Las novelas del escri-tor turco estaban sobrerrepresentadas entre las lecturas queme habían iniciado en la realidad de Anatolia, por no decirque su ficción me servía de pauta.

Nada más cambiar mis botas de montaña por un calzadomás ligero, abandoné mi habitación sin ventanas para explorarla Turquía escenificada por Pamuk, curioso por pisar las callesde Kars, en las que se desarrollaba Nieve, la novela más recien-te del autor. Además de servir de decorado, la ciudad (aisladadel mundo exterior por la nieve durante todo el relato) se con-vertía ella misma en una suerte de personaje novelado en vir-tud de su decadencia y tosco provincianismo. Al leer el librome asaltó la impresión de que Pamuk aportaba una llave paraacceder a la Turquía oculta: había llegado el momento decomprobar si entraba en la cerradura de Kars.

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El propio Pamuk advertía contra ese procedimiento, po-niendo en boca de uno de sus personajes que no tenía sentidobuscar el país allende las palabras fuera del texto o del libro.Aun así decidí salir a la calle para comprar la edición turca deNieve (Kar) y preguntar al vendedor por la persona de OrhanPamuk.

El recepcionista, apostado detrás del mostrador de mármolrojo, no supo indicarme ninguna librería, de modo que partísin rumbo fijo. Pasé por delante de cafeterías, cibercafés, salasde billar, restaurantes de kebab y una asombrosa cantidad dequeserías, todas ellas repletas de quesos pálidos. Ante la entra-da de emergencia de un hospital me acosaron unos niños conuna báscula bajo el brazo; por un puñado de liras desvelabana uno su verdadero peso. En las esquinas y los rincones de Karsse hallaban un sinfín de carros de mano colmados de mercan-cías que, juntos, formaban un bazar sobre ruedas a la luz deneón de las tiendas convencionales.

Caminaba tras los pasos del poeta Ka, el protagonista tur-co de Nieve. Ka tenía cuarenta y dos años, dos más que yo. Sehabía occidentalizado a raíz de su emigración a Fráncfort.«Ateísta supersticioso» e inconfundible forastero (bajo sugrueso abrigo de color ceniza), Ka acude a Kars para infor-mar de la oleada de suicidios perpetrados por muchachas re-acias a quitarse el pañuelo en la escuela. También desea re-encontrarse con el amor de su juventud, ?pek, de la que haoído decir que está divorciada y que vive con su padre y suhermana en el hotel Nieve Palace. Además de quedar atrapa-do por la nieve, Ka se ve enredado en intrigas personales y po-lítico-religiosas.

Si bien las reseñas presentaban Nieve como una novela so-bre «el choque entre el islam y el secularismo forzoso», una te-mática de elevada carga política, en mi mente de lector pre-dispuesto la historia giraba en torno a la búsqueda de laespiritualidad por parte de Ka. Había contenido el alientoante observaciones del estilo de: «Mi incredulidad tiene unaparte de orgullo».

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Localicé una papelería ubicada entre una verdulería y unbanco cuyo escaparate estaba decorado con guirnaldas de ale-gres fundas de plástico para teléfonos móviles. A las dos de-pendientas se les escapó una risita ahogada al escuchar elnombre de Pamuk, pero me dijeron que no vendían libros.

Ka recupera en Kars su religiosidad perdida, aunque porbreve tiempo. Ello está relacionado con la inspiración que lelleva a idear diecinueve poemas susceptibles de ser ordenadosde tal manera que adopten la forma perfecta de un cristal denieve. Sentí sorpresa a la vez que fascinación ante la incipien-te disposición de Ka a creer en un Dios «atento a la simetríaoculta del mundo». En cambio, a mi juicio, el supuesto de queese mismo Dios «pudiera hacer al hombre más civilizado y másrefinado» no era sino un sueño, demasiado candoroso para re-sultar creíble.

Después de recorrer las calles del centro seguí el muro deun cuartel en dirección a una de las salidas de la ciudad. Al-cancé un cruce en el que se anunciaba el negocio de ÖZGÜNÖDÜL quien, al parecer, comerciaba con todo lo comerciable.Al fondo de la tienda, bajo los animales de peluche que colga-ban del techo, divisé un pequeño escritorio detrás del cual es-taba sentado un hombre de pelo ralo. A las palabras «Pamuk»y «Kar» contestó «yes» y «sure». Se levantó de un salto y me acer-có un volumen cuya cubierta representaba tres veces al poetaKa embutido en su largo abrigo, tres veces visto desde atrás, enun Kars desierto.

Pregunté con el dinero en la mano:–¿Qué le parece este libro?–No me gusta en absoluto –respondió el vendedor después

de entregarme la vuelta–. He leído unas pocas páginas y no hesido capaz de terminarlo.

–¿Por qué?En lugar de contestarme arrimó otra silla y tomó su teléfo-

no móvil para pasar un encargo.–Siéntese, por favor.Extrajo de un cajón de su escritorio el Langenscheidt Uni-

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versal Turkish Dictionary, un diccionario del tamaño de la Bi-blia de mi infancia. Nada más tomar asiento entró por la puer-ta un niño que traía una bandeja de cobre con vasos de té yuna tetera.

La cita de Orhan Pamuk que más me inquietaba no proce-día de sus libros, sino de una entrevista que le habían hecho.Conversando con un periodista alemán afirmó: «El protago-nista de Nieve abriga un sincero anhelo de vivir experiencias re-ligiosas, pero posee una visión de Dios de corte occidental. As-pira a una vivencia individual, rechazando la expresión comúnde la fe encerrada en el islam». Esas palabras hablaban de mí;yo consideraba la fe como un asunto privado en el que impor-taba la contemplación, no la búsqueda de consuelo entre co-rreligionarios.

Al volver a hojear mi ejemplar de Nieve me topé con todaclase de referencias a las limitaciones consustanciales a aque-lla concepción religiosa «occidental». En la página 76 se de-cía: «Ka sabía desde el primer momento que creer en Dios enTurquía no significaba que uno fuera en solitario al encuen-tro de la más sublime idea [...], sino, ante todo, pertenecer auna comunidad, a un círculo». Desde esa perspectiva, yo era,al igual que Ka, no apto para religiones de marcado caráctercolectivo, un rasgo inherente a casi todas ellas. Las procesio-nes, las oraciones públicas y las inmersiones en el Ganges de-bían su atractivo a la presencia masiva de devotos. Cuanto másfuerte era la sensación de pertenencia a una comunidad reli-giosa mayor repulsa me inspiraba. El bullicio y la exuberanciade la Semana Santa de Sevilla, protagonizada por fervorososcreyentes encapuchados, me horrorizaban. Fiel a mis oríge-nes protestantes me llamaba más la soledad. De preferenciame mantenía al margen y, si alguna vez corría el riesgo de serarrastrado por la vorágine de la masa, me oponía con todasmis fuerzas. En mi caso era la razón la que llevaba las riendas,salvo quizá en arrebatos amorosos o mientras escuchaba lassinfonías de Shostakóvich.

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Pero ¿había adoptado esa actitud por voluntad propia –ac-tuando a conciencia y con autonomía– o era rehén de mis an-tecedentes? Si no me equivocaba, Pamuk trataba de enseñar-me que yo, con mi sagrada individualidad, también era unmero producto de la Reforma o una corriente cualquiera. Yesa idea me quitaba el sueño.

¿Por qué recelaba de los rituales? ¿De veras creía que des-viaban la atención de la esencia más profunda? ¿O me lo habíainsinuado Calvino?

«La fe empieza donde uno deja de hacer preguntas. Y esoes algo que no va contigo», me decía mi esposa. Ella había na-cido en el seno de una familia católica; tenía un tío obispo yuna tía misionera. Bajo el árbol de Navidad de sus padres des-filaba toda una colección de figuras de cerámica: los pastores,los reyes de Oriente, un pesebre con el Niño, varias ovejas y uncamello. La típica parafernalia que a nosotros, protestantes,nos merecía tanto desprecio. En mi casa, en cambio, prevale-cía la Palabra y el vínculo que se establecía con Dios durante laoración.

Esa diferencia de fondo se hacía notar de una forma asom-brosa. ¿El arca de Noé? ¿En el Ararat? Mi mujer no había oídohablar de ello en su vida. ¿Los peregrinos de Emaús? ¿El buensamaritano? Si le sonaban de algo era de los grabados y los cua-dros de Rembrandt.

En las iglesias católicas, el centro es el altar; en las protes-tantes, el púlpito. Tal distinción se remonta a Calvino y Lute-ro, quienes elevaron la Escritura por encima de todo calificán-dola de Palabra infalible de Dios. Contrariamente a loscatólicos, dejaron de considerar la naturaleza como una mani-festación de la omnipotencia divina en la que Dios se revelaseal hombre (reservando ese privilegio única y exclusivamente ala Palabra). Jamás me había parado a pensar que aquella rup-tura redundó en beneficio de la ciencia, pues a partir de en-tonces el investigador protestante tenía vía libre para ver en lanaturaleza un objeto de estudio y análisis sin sentirse cohibidopor un profundo respeto religioso.

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Con toda probabilidad, mi propia fascinación por la Bibliatenía su origen en la Reforma, pero no por ello era menos au-téntica. Esaú, que vendía su primogenitura a cambio de unplato de lentejas («Por favor, dame un poco de ese guiso rojoque tienes ahí»); la zarza, que ardía sin consumirse; el agua,que se convertía en vino en las bodas de Caná... Me había cria-do con esas narraciones y les tenía afecto. En la catequesis pro-fundizábamos progresivamente en la maraña de textos bíbli-cos con ayuda del criptograma semanal: un problemaplanteado por el pastor («Sirvo a mi amo con lealtad y sólo ha-blo con palabras de dos letras, salvo en aquella ocasión...») quedebíamos resolver en casa (el asna de Balaán a la que Dios lle-va a hablar).

Los más versados en la lectura y la exégesis de la Biblia po-dían aferrarse a los dos primeros versículos de san Juan: «Alprincipio ya existía la Palabra. La Palabra estaba junto a Dios,y la Palabra era Dios. Y al principio Ella estaba junto a Dios».

De poder tomarme la confesión a mí mismo reconoceríaque ya no buscaba refugio en la Palabra con mayúscula, sinoen la palabra con minúscula, habiendo sustituido la una por laotra. En tiempos aprendí en biología que la vida se deja des-menuzar en secuencias de ADN o, para ser precisos, en confi-guraciones de las cuatro bases A, C, G y T. Era así de simple. Laquímica, por su parte, se basa en moléculas compuestas porelementos, ordenados de forma lógica, del sistema periódicode Mendeléiev. En la física, las partículas más pequeñas solíandenominarse átomos (de atomos, indivisible), hasta que el des-cubrimiento de la fisión fragmentó la realidad en quarks, neu-trinos, antimateria y conjeturas con final abierto. Cada vez quela incógnita se esclarecía un poco más, el misterio se desplaza-ba o se fraccionaba. Ese dato parecía indicar que las cienciasexactas jamás lograrían aprehender el enigma de la vida. Des-pués de llegar a esa conclusión comprendí por fin cuáles eranpara mí las piezas elementales: las letras y los signos de pun-tuación. También a veces las palabras o las frases, los diálogoso las secuencias narrativas. En resumen: el lenguaje.

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A mi modo de ver, toda vida humana está construida poruna cadena dramática provista de una cabeza (nacimiento) yuna cola (muerte). Con independencia de que la historia lle-gue a expresarse o no, sus rasgos esenciales se hallan presentesen cada trayectoria vital. A la inversa, cabe la posibilidad de darvida a un acontecimiento, verídico o ficticio, describiéndolocon palabras.

Podía identificarme con San Juan 1,3 si prescindía de la Pmayúscula: «Todo fue hecho por la Palabra y sin ella no se hizonada de cuanto llegó a existir».

En el paraíso, Adán fue poniendo nombre «a todos los ga-nados, a todas las aves del cielo y a todas las bestias salvajes»:eso formaba parte del relato de la creación. Nombrar era cre-ar. Re-nombrar, re-crear.

Desde que me dedicaba a la escritura, sentía un profundorespeto hacia las palabras. Antes de decidirme por ellas valo-raba su peso y su sonoridad. Las saboreaba, las mascaba hastaque adquirían el color oportuno y, finalmente, las enlazabacreando abalorios. Pese a elegirlas y ordenarlas yo, las palabrasjamás se amoldaban por completo a mi voluntad. A veces no-taba cómo cambiaban súbitamente de tono o de significado alverse incrustadas en una frase. Eso era lo milagroso.

Escuché maravillado las primeras palabras balbuceadas pormi hija. Del mismo modo que otros padres graban o fotografí-an a sus vástagos, yo registraba la evolución lingüística de Veraen el «gran cuaderno de las palabras» a fin de acercarme al ori-gen de las mismas.

Por mucho que se tratase de un fenómeno que se había ve-nido repitiendo miles de millones de veces, a mí se me antoja-ba arte de magia. Al principio, Vera articulaba sonidos próxi-mos a «mamá» y «papá», seguidos de voces de animales como«¡mu!» y «¡guau, guau!». Pronto empezó a poner nombres alas cosas, irrevocables en algunas ocasiones, poblando conellos su creciente universo.

Un «mío-mío» era un chupete, los bloques de construccióncon forma triangular eran «gorritos», y el 26 de septiembre de

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2004 decidió que la bendición a la mesa en casa de mis padresse llamaba «mirar plato». Finalizada la oración preguntó:«¿Abuelo, abuela, miramos plato otra vez?».

El mundo de Vera estaba habitado por «bubis» y «mumus».Asignaba números a los colores. «Amarillo es dos», invariable-mente.

El 14 de enero de 2005, a punto de cumplir tres años, me co-mentó:

–Pienso que esta tarde vamos a hacer galletas.–¿Qué es pensar?–Hablar en voz baja.Cuando volví a plantearle la misma pregunta un año des-

pués contestó: «Hum... pensar es simplemente pensar... Si al-guien no sabe una cosa no la puede explicar».

A raíz de unas vacaciones en el extranjero tomó concienciade que las cosas podían nombrarse de diferentes maneras.«”Dajkuk” es “no” en ruso», me aseguró con tres años y pico.«¿Lo sabías?»

Algo después me la llevé al Camino de las Estrellas, un ser-penteante sendero educativo bajo los alerces de Drenthe quehabía sido acondicionado en mi infancia. El itinerario, de trescuartos de hora de duración, discurría por un sistema solar enminiatura, desde Plutón, no más que una cabeza de alfiler, has-ta el Sol, una bola pintada de llamas amarillas en el linde deun terreno sobre el cual se alzaban los radiotelescopios del Ob-servatorio Astronómico de Westerbork. Cuando yo era peque-ño, acostumbrábamos a dar un paseo al salir de misa y enton-ces el Camino de las Estrellas era mi trayecto favorito. «¿Vamosal bosque de los susurros?», solía preguntar en alusión a las se-ñales que instaban a apagar el motor de los automóviles y lasmotocicletas.

–¡Mira, otro planeta! –exclamó Vera dejando atrás Neptunoy viendo aparecer Urano en la siguiente curva.

Revoloteó a saltitos desde las estanterías de madera en lasque se exhibían las pesas susceptibles de ser levantadas por losvisitantes («diez litros de agua en la Luna», «diez litros de agua

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en Júpiter») hacia dos «conchas parlantes», colocadas unafrente a la otra. Como en una representación del llamado efec-to Droste, cuyas imágenes recurrentes se van empequeñecien-do y multiplicando una dentro de otra, me vi a mí mismo deniño corriendo por delante de mi padre. La senda por la quecaminábamos estaba hecha a escala, de modo que cada metroque recorríamos nos acercaba dos millones y medio de kiló-metros al sol.

Alcanzamos los catorce radiotelescopios alineados en fila.Definí las antenas parabólicas como «oídos» encargados de es-cuchar si las estrellas emitían algún ruido para comprobar siestábamos solos en el universo o no. Vera se puso a escucharcon la mano detrás de la oreja.

Como mi hija no presentaba el menor signo de cansancio,seguimos hasta los vestigios de la antigua vía férrea: un tope yunos raíles herrumbrosos que, treinta metros más allá, se cur-vaban alzándose en el aire. Era un monumento en memoriadel campo de agrupamiento de Westerbork. Ciento dos mil ju-díos, entre ellos los familiares de Salomon Kroonenberg, ha-bían sido deportados desde ese mismo punto; cada martes aprimera hora salía un vagón de ganado cargado de personasen dirección a Auschwitz, Sobibor, Terezín.

Junto a un ramo de flores marchitas envueltas en plástico,un grupo de colegiales atendían, consternados, a su maestro.

Vera me preguntó sorprendida:–¿Por qué están rotos los raíles?No tuve palabras para explicárselo.

Mi fijación por la palabra me hizo incluso retornar a la Biblia.Su lectura me impactó lo mismo o incluso más que antes, conuna diferencia: releía el Texto Sagrado como si de literatura setratase. Había comprendido lo que san Juan quería decir con «laPalabra se hizo carne». Las paredes de agua del mar de la Bibliapasaron a ser para mí una metáfora de la omnipotencia de Dios.Cualquier explicación racional de aquella travesía por el fondodel mar mellaba su carácter milagroso (y majestuoso).

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Al volver a leer la historia del diluvio descubrí una simetríaoculta que hasta entonces se me había escapado. Los versícu-los mostraban una estructura bien meditada, como el hastialescalonado de las casas señoriales de los canales de Ámster-dam. Al principio, Noé recibe la instrucción de construir elarca. Sigue el anuncio del diluvio. Una vez almacenados los ví-veres, Dios da orden de entrar en el arca. Comienza la espera:dos veces siete días. En cuanto Noé y su familia se hallan den-tro de la nave, Dios cierra la puerta. Diluvia durante cuarentadías y cuarenta noches. Toda la tierra, incluida la cima másalta, queda anegada bajo las aguas, una situación que se pro-longa por espacio de ciento cincuenta días.

Llega el clímax: Dios «se acuerda» de Noé y los animales.Tras este punto de inflexión, la película se rebobina. Las

aguas descienden a lo largo de ciento cincuenta días, se reti-ran de las cumbres más elevadas, el arca se posa sobre los mon-tes de Ararat. Cuarenta días después, Noé abre un portillo.Suelta un cuervo y una paloma, pero aún es pronto, aguardados veces siete días hasta que recibe la orden de abandonar elarca. Hay alimentos. Dios establece una alianza con la huma-nidad. El lector ha regresado a la situación inicial y, sin em-bargo, todo es distinto.

Pese a la estremecedora moral (el pecado del hombre, lairracional crueldad de Dios), disfrutaba leyendo esos pasajesdel Génesis. Se me antojaba una historia sólida y creíble.

El lenguaje no es un instrumento apropiado para escarbaren las entrañas del misterio. Más que a un bisturí, la pluma sesemeja a una varita mágica. La escritura permite sobrepasarcon gran facilidad los límites del conocimiento humano asícomo las leyes de Newton. Escribiendo se puede amplificar elenigma o cultivar el respeto hacia él.

Los escribas de la corte de Nínive aprovecharon al máximoesa posibilidad al plasmar la historia de la vida del legendariorey Gilgamesh en una epopeya. Veinte años atrás, el poema deGilgamesh me había desconcertado porque el Canto XI poníade manifiesto que el relato del diluvio era anterior a la Biblia.

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Nada más retomar el libro, me cautivó su fuerza narrativa. Leíaacerca del tirano Gilgamesh, rey de Uruk, quien, pese a su de-bilidad por las mujeres, resiste a las proposiciones de Ishtar, ladiosa de la fertilidad: «¡Sé tú mi amante, ofréceme como rega-lo tu fruto!». Gilgamesh está tan apesadumbrado cuando suamigo, el salvaje Enkidu, cae presa del «destino de la humani-dad» tras una lacerante enfermedad, que por temor a su pro-pia muerte sale en busca de la vida eterna. En la fantasía de loscronistas, el rey se aventura más allá de las Aguas de la Muertecon el objeto de encontrar a las únicas personas, un hombre yuna mujer, que han sobrevivido al diluvio y que han alcanzadola inmortalidad. Sin embargo, no consigue que le revelen susecreto.

Gilgamesh continúa siendo mortal. Toma la mano del bar-quero que le ha ayudado a atravesar las Aguas de la Muerte:«¿Para quién de los míos han penado tanto mis brazos? ¿Paraquién de los míos se ha derramado la sangre de mi corazón?».

El texto tiene veintisiete siglos de antigüedad. Es atemporal.El héroe Gilgamesh, dotado de rasgos universalmente huma-nos, reaparece una y otra vez en la literatura, también en lapersona del poeta Ka.

El dependiente de la tienda de Kars hojeó su diccionario ycomenzó a formular una opinión.

–Mister Pamuk is... –giró la obra de consulta hacia mí con eldedo en la palabra justa– layik.

Leí: deserving, worthy. Merecedor, digno.–Exacto –confirmó el vendedor–. Justo lo que no es.Fui a coger mi vaso de té, pero estaba hirviendo. Era cons-

ciente de que, muy a su pesar, Orhan Pamuk había sido noti-cia durante todo el verano a causa de sus referencias a los kur-dos («treinta mil») y los armenios («un millón») asesinados aprincipios del siglo pasado en Turquía. Le acusaban de haberincurrido en un delito de «difamación de la identidad nacio-nal turca». La ironía quiso que la denuncia estuviera basada enel nuevo Código Penal del país, reformado poco antes para fa-

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cilitar la adhesión a la Unión Europea. Anhelo y rechazo haciaOccidente, ésa era precisamente la esquizofrenia turca tanpresente en la obra de Pamuk.

–Kars es una ciudad moderna –manifestó el vendedor.Me explicó que las mujeres de Kars no se cubrían la cabeza,

siendo por tanto imposible que se suicidaran por motivo delpañuelo. Al pronunciar la palabra «suicidarse» movió el brazopor encima de la mesa en un movimiento envolvente que ter-minaba en el estiramiento de una soga (un gesto brusco haciaarriba).

–Pero Nieve es una novela –objeté.–Un momento –después de buscar un rato, el vendedor me

mostró el verbo to abuse–. Pamuk se ha aprovechado de noso-tros.

Al apercibirse de que la conversación entre nosotros se ha-cía difícil, llamó por teléfono a un sobrino, que hablaba in-glés con fluidez. Al parecer, se hallaba en el coche en el cen-tro de la ciudad, pero no tenía inconveniente en pasarse porla tienda.

Esperaba ver a una persona joven, quizá un estudiante localde magisterio; para mi sorpresa, apareció un tipo fornido deunos cuarenta años, asiduo del gimnasio y aficionado a la lo-ción para después del afeitado. Detrás de él entró un ancianocojo.

–Alí Baba –se presentó el sobrino, renuente a dar a conocersu verdadero nombre.

–Es el propietario de la tienda –añadió el vendedor, sin queninguno de los dos se molestase en presentar al hombre lisia-do de perilla encanecida.

Repetí lo que ya había dicho y pregunté al sobrino qué le pa-recía el libro que acababa de comprar en su establecimiento.

–Bazofia.–¿Lo ha leído?–Por supuesto. Pero incluso antes de que se escribiera ya sa-

bía que no valdría para nada. Ese Pamuk es un embustero.–Sin embargo, usted vende sus obras.

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–Soy un hombre de negocios. Tengo una responsabilidadcon mis empleados. Ahora bien, cuando casualmente estoyaquí nadie se atreve a comprar un libro de Pamuk.

–Alí es una persona muy respetada en Kars –puntualizó elvendedor.

El sobrino cruzó los brazos sobre el pecho e hizo sonar unpar de veces las llaves de su automóvil cual castañuelas.

–Hace cinco años, Pamuk vino a la ciudad para prepararese bodrio suyo. Se hospedó en el Hotel Karaba?. ¡Nada menosque tres semanas! Estaba deseando enfrentarme a él. Un díame avisaron de que estaba almorzando en un restaurante demi propiedad. Fui enseguida para allá. Exclamé: «¡Yo a ti te co-nozco!». Y él replicó: «Yo a usted no» –relataba mientras el ven-dedor le servía un vaso de té. Alí se reclinó, soltó los brazosenérgicamente y guardó silencio por un momento–. Mis pro-pios camareros tuvieron que retenerme. Me reprimí y le espe-té: «Acaba tu plato y lárgate».

Después de otra pausa, el sobrino concluyó su arenga conel reproche de que Pamuk no era kemalista.

Como nadie decía nada, el vendedor explicó que los kema-listas se caracterizaban por un pensamiento «moderno y obje-tivo».

Observé que en la multitud de críticas que acababan de ver-ter contra el más célebre escritor de Turquía aparentementeno entraban sus desautorizadas declaraciones acerca de la ma-sacre de los armenios y los kurdos.

–Sí, sí, eso también –ratificaron el vendedor y el sobrino alunísono.

Ello dio pie a que Alí iniciara un discurso sobre la Prime-ra Guerra Mundial. Según dijo, los rusos habían repartido ar-mas entre la población armenia tan pronto como compren-dieron que iban a ser derrotados por los turcos en la TurquíaOriental.

–Entonces los armenios comenzaron a asesinar a sus veci-nos turcos. Ése es el genocidio. Sin embargo, vosotros, extran-jeros, dais crédito a la propaganda del genocidio inverso.

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Alí me contó en tono confidencial que, durante unos años,había estado casado con una inglesa de Brighton, por lo queestaba de sobra familiarizado con el razonamiento de Occi-dente: los occidentales consideraban a los turcos como unpueblo de limpiadoras y autores de crímenes de honor. Unamarioneta como Pamuk se prestaba impunemente a reforzaresa imagen.

–Kars es una ciudad moderna –prosiguió–. Somos todos ke-malistas. En el centro no se ve a nadie con pañuelo...

Me vino a la memoria una cita de Nieve en la que una acti-vista islámica le echaba en cara al poeta Ka: «Aquí [en Kars] larebeldía no consiste en quitarse el velo sino en ponérselo».

–¿De modo que el islam político no desempeña aquí papelalguno?

–No –contestó Ali–. ¡Hasta nuestros imanes son kemalistas!Mira, ahí tienes uno: ese hombre es a la vez imán y kemalista.Reza por nuestra familia, nuestros padres, nuestros abuelos ynuestro negocio.

El anciano, que se había quedado en un rincón, alzó la mi-rada, asustado, como si se hubiera perdido algo (lo cual eracierto).

A petición mía, Alí preguntó al imán si había leído Kar.–Evet! –respondió, radiante de satisfacción–. Good book!El vendedor y su sobrino no tardaron en intervenir. Am-

bos se esforzaron arduamente en persuadir al imán. En vanotraté de interponerme rogándoles que le dejaran hablar.Cuando por fin nos sosegamos todos, el imán había com-prendido qué se esperaba de él. Recapituló y dijo: It’s a goodbook, for Kars.

A su juicio, Pamuk había situado la ciudad en el mapa. Elhombre demostró tener conocimiento de las estadísticas: cadaaño diez millones de turistas visitaban Turquía y, de ellos, sólodiez mil se desviaban a Kars. Un uno por mil. Sin embargo,desde la publicación de Nieve y el revuelo causado por las afir-maciones del autor, el número había ido en aumento.

–Por vez primera acuden también en invierno –subrayó el

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imán–. Gente como usted. Y eso es importante, porque Kars esuna ciudad extremadamente pobre.

La mole de hormigón llamada Hotel Karaba? no tenía nipunto de comparación con la fachada del Nieve Palace quenovela Pamuk («una de esas elegantes construcciones rusas,con su arquitectura báltica»). Tampoco había un arco «cons-truido ciento diez años antes y bastante alto como para que loscoches de caballos pudieran pasar con comodidad», pero en elvestíbulo y en el restaurante de la primera planta creí recono-cer el ambiente en el que se habían vuelto a encontrar Ka e?pek.

Cuando dije el número de mi habitación, el recepcionistame entregó, además de la llave, una nota enrollada.

Tomorrow 8 am. Kars – Do?ubayazit. In my taxi. 100 lira. OK?Celil.

Como el detective de una serie televisiva mostré al emplea-do el libro que sujetaba en la mano.

–¿Es cierto que Orhan Pamuk se alojó en este hotel?El muchacho llevaba una camisa abotonada hasta arriba de

la que emergía un cuello granujiento. Asintió con la cabeza.–Sí, estuvo en la habitación 210. Justo enfrente de la suya

–explicó para luego señalarme con el dedo dos sillones apar-tados–. Ahí solía leer el periódico mientras esperaba a las per-sonas con las que se citaba.

Miré a mi alrededor registrando todos los detalles. Del re-vestimiento de madera de la pared colgaba a la altura de loshombros un estante cargado de libros polvorientos, pero loque buscaba era el ficticio interior del hotel Nieve Palace.Como no detecté nada particular seguí hasta el pasillo del as-censor, pasando por delante de una fila de relojes que indica-ban la hora en Tokio, Bombay, Nueva York y Kars.

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Todo cuanto en su día me había causado una honda im-presión se revelaba más pequeño e insignificante al volver averlo tiempo después. El peral junto al matadero de mi abue-lo, la pecera de los vecinos... En el momento del reencuentro,la imaginación se disolvía y los objetos recobraban sus propor-ciones reales. Con una excepción: el Ararat superó el recuer-do que tenía de él.

No había visto Büyük Agri Dagi –la Gran Montaña del Do-lor– de perfil con anterioridad, ni siquiera en fotografía. Laperspectiva lateral no se parecía a la persistente imagen de lavertiente norte (icono armenio-cristiano) o sur (icono turco-is-lámico). Contemplada desde el oeste, la Montaña Madre tapa-ba por completo a su hijo, el Pequeño Monte del Dolor. Contodo, habría que matizar que ahí, envuelto por el refrescanteaire matutino, junto a una gasolinera en plena meseta deDo?ubayazit, me dejaba impresionar con facilidad. MientrasCelil llenaba el depósito me pregunté a qué se debía esa pre-disposición. ¿Tenía su origen en mí mismo, en mi estado deánimo, en mi grado de expectación? ¿O en la Montaña Madre?

La flagrante ausencia de otros montes hacía que domina-ra el paisaje por sí sola. Su dilatado cuerpo le confería un as-pecto de pitonisa repantigada en la llanura con una pose dearrogante inaccesibilidad. De su cintura pendía una falda pli-

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Buzda g

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sada totalmente raída de zanjas provocadas por la erosión.No había ni un solo árbol ni una mancha de maleza queaportase una nota decorativa. Los flancos del Ararat tampocoestaban tapizados de construcciones humanas; las escasas al-deas y pequeñas concentraciones de tiendas nómadas (ma-rrones para las ovejas, blancas para los pastores) se ubicabanal pie de la montaña, en los confines de las praderas de hier-ba fresca.

El espectáculo resultaba demasiado desolador como parapoder sumirme en un estado lírico. La mayoría de los viajerosque habían admirado el Ararat desde cerca se deshacían en su-perlativos hacia él, entre ellos, Fernand Navarra, de Burdeos,que en 1952 afirmaba ver ante sus ojos un «dibujo al pastel ja-ponés», «¡casi irreal, olímpico!». A su juicio, ninguna otramontaña «creaba con tal fuerza la ilusión de ascender al cie-lo». Sin embargo, dos siglos y medio antes, en 1707, el botáni-co Joseph Pitton de Tournefort –por casualidad otro francés–dejaba constancia de una impresión radicalmente distinta: «ElArarat es uno de los lugares más lóbregos y desagradables queexisten sobre la faz de la tierra».

Al parecer, lo que se veía no sólo dependía del ángulo des-de el cual se miraba, sino también de la propia personalidad yde los tiempos que corrían. Comprendí que esa ley también seaplicaba a los conocimientos y las experiencias que yo preten-día adquirir sobre el terreno. Mientras contemplaba el Araratse fue forjando dentro de mí una pregunta: ¿por dónde em-pezar? Me sentía como un ratón de campo que olisquea unmendrugo de pan sin decidir dónde hincar el diente.

Llegué justo a tiempo al Hotel Isfahan, el punto de en-cuentro de los montañeros lituanos en Do?ubayazit. Yildiz es-taba de pie en el vestíbulo con el teléfono móvil al oído. Sequedó observando mi lucha con el equipaje y la puerta del ho-tel. Nada más reconocerme levantó un dedo sin dejar de ha-blar animadamente. Su gesto tenía un doble sentido: «Me ale-gro de que hayas venido» y «Un momento».

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El suelo enlosado de lo que se suponía era el hall estabasembrado de cuerdas con hebillas metálicas, hachas para elhielo, radios, cascos, crampones, martillos y una polea con ar-nés destinada a sacar a quien se cayese en una grieta de glaciar.No cabía duda de que ésa era la impedimenta con la que los li-tuanos habían escalado la semana anterior los cinco mil seis-cientos setenta y un metros del Damavand, en Irán. De nuevoestaba todo preparado para el ascenso al Ararat por la vertien-te noroeste. No se me había olvidado lo que comentó Yildiz enEstambul («Irás encordado»), pero ¿a qué venían los cascos ylos martillos? Me imaginaba a mí mismo en una escena en laque los lituanos no tuvieran más remedio que llevarme a cues-tas en mitad del glaciar de Parrot.

–¿Qué ha pasado al final? –preguntó Yildiz, a modo de sa-ludo.

Deposité mi pasaporte en su mano con un gesto triunfal.–¡Lo has conseguido! –exclamó, y buscó rápidamente el se-

llo del visado.

Türkiye/Turkey.Giri? Vizesi/Entry Visa.

Amaç/Purpose:SportA?riDa?i/MountAra.

Yildiz, media cabeza más baja que yo, llevaba su cabellerasujeta por una cinta naranja adornada con diminutas cabrasnegras. Intuyó mis reparos respecto a la dificultad de su expe-dición.

–En cuanto te acostumbras a los crampones se te hace máscómodo caminar sobre hielo que sobre piedras sueltas –measeguró. Esa misma tarde tenía que personarse con la lista departicipantes en el puesto de la gendarmería–. Tú decides. Siquieres venir con nosotros necesito que me entregues tu pasa-porte después de comer.

En la hora que me restaba el tiempo pareció condensarseen un nudo. Me registré, subí mis bártulos a rastras por la es-

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calera y me eché agua a la cara. Cuando llegué abajo, se le-vantó de uno de los sofás un hombre de constitución atlética.Vino hacia mí. Pensé que era uno de los lituanos, pero resultóser austríaco.

–Me presento. Soy Martin Hochhauser.Mi interlocutor, alto y de pelo corto, había deducido de mi

conversación con Yildiz que pretendía escalar el Ararat. Con elsosiego de quien no obra por interés propio me dijo que, siquería, podía incorporarme dos días más tarde a otra expedi-ción.

Su oferta desató en mí una cascada de preguntas.¿Quien organizaba el viaje? Un kurdo llamado Mehmet.¿Se recorría la ruta sur? Sí.¿Quiénes participan? Él mismo y, según creía, un grupo de

eslovenos.¿No era seguro que fueran eslovenos? Martin no descartaba

que fueran checos; Mehmet no había sido claro sobre el ori-gen de los escaladores, pero si quería podíamos pasar a verle,dirigía una agencia de viajes muy cerca del hotel.

Do?ubayazit –apenas había podido hacerme una idea dellugar donde me encontraba– estaba formado por una únicacalle de cierta envergadura, a la que se hallaban adosados va-rios barrios periféricos, cuarteles, naves, baños turcos. Habíallovido; el basalto del pavimento brillaba con la misma intensi-dad que el betún de los limpiabotas. La mayoría de los hoteles,con nombres tales como Urartu, Ararat y Nuh, se situaban enla calle principal. En las aceras de las tiendas y los restaurantesse erigían pequeños generadores accionados por un motor degasolina, listos para ponerse en marcha en caso de que se fue-ra la electricidad. Había mucha gente, y en medio de ese her-videro se veían militares aburridos tumbados ociosamente enla cubierta de sus carros blindados.

Mehmet –grandes y húmedos ojos de perro encima de untraje de confección– tomó mis manos entre las suyas como sifuera su hijo y nos invitó a tomar asiento bajo los destinos tro-picales de Turkish Airlines.

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–¡Té! –ordenó a su ayudante.Chasqueando los dedos, el chico llamó a un vendedor am-

bulante desde el vano de la puerta.Mehmet se dirigió a mí.–¿Alemán? ¿Amigo de Martin?En lugar de ceder al impulso de asentir dos veces con la ca-

beza le informé de que venía de los Países Bajos. Acto seguidome moví hacia el extremo de la silla, resuelto a ir al grano sinretrasarme en más formalidades.

–Tengo un visado para el Agri Dagi –expliqué–. Y me gus-taría usarlo.

Los surcos abiertos en abanico a lo largo de las patillas deMehmet se contraían en una risa socarrona, lo que resaltabasus primeras canas.

–Mehmet no se fija en los sellos turcos –observó con des-parpajo–. Su amigo tampoco los tiene. Le he dicho lo mismoque le voy a decir a usted ahora: ¡Bienvenido al Kurdistán libre!

Su hospitalidad me supo mal. ¿Había sido innecesario el su-frimiento de los cinco largos meses de espera? Reprimí esepensamiento, en cualquier caso inútil, y cerré un trato «todoincluido» por doscientos setenta dólares (menos de la mitadde lo que habría tenido que pagar a Yildiz). El importe com-prendía el alquiler de crampones y de una tienda de campañapara una persona, los gastos compartidos derivados de la con-tratación de unas cuantas mulas de carga y dos guías, ademásdel transporte en la caja de un camión hasta el pueblo de Eli,donde terminaba la carretera y se iniciaba la ruta sur. Al igualque el austríaco, había sido integrado en la expedición al Ara-rat de un grupo de amigos de Praga que, incluso antes de lle-gar a Do?ubayazit, ya debían aceptar a dos intrusos.

–Posiblemente éste sea el último ascenso de la temporada–anunció Mehmet mientras calentaba de nuevo mis manos en-tre las suyas.

Después de darme de baja en la expedición de Yildiz, quese conformó con mi decisión sin mostrarse decepcionada,

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Martin y yo fuimos a comer chuletas de cordero en la calleprincipal.

Nos conocíamos hacía apenas una hora. El hombre que seencontraba sentado frente a mí lucía unas mejillas prominen-tes bien afeitadas y un rostro tostado por el sol. Podría ser per-fectamente dentista. Cuando se limpió la boca con la serville-ta me llamó la atención que llevase un reloj en cada muñeca.No pude evitar preguntarle por la utilidad de semejante hábito.

–Esto es un altímetro –aclaró Martin mientras desabrocha-ba uno de los aparatos y me lo deslizaba por encima de la mesapara que comprobase que nos hallábamos a mil quinientos no-venta metros por encima del nivel del mar–. Quizá sea un de-fecto de los que vivimos en los Alpes, pero llevo siempre un al-tímetro.

Era natural de Innsbruck, en el Tirol, pero pasaba la mayorparte del tiempo en el extranjero. Como colaborador de Cári-tas, organización caritativa de la Iglesia católica, lo enviaban porbreves temporadas a zonas de emergencia. No hacía mucho ha-bía estado en Sri Lanka, con motivo del tsunami. Después pusoen marcha en el sur de Rusia un proyecto de abastecimiento deagua potable para los refugiados de Chechenia. Finalizado esecontrato cruzó el Cáucaso en su Ford Transit reconvertida enautocaravana con la intención de ascender el Ararat, en esperadel siguiente terremoto o la siguiente erupción volcánica. Porla mañana había entrado en el Hotel Isfahan por pura casuali-dad; al ver que la televisión del vestíbulo estaba sintonizada enla CNN había entrado con un café en la mano.

Le puse en conocimiento de la advertencia de Yildiz: no lle-garía muy lejos sin visado, sería desenmascarado en el primercontrol de la gendarmería.

Martin se encogió de hombros. Sabía por experiencia quecasi todo tenía solución de un modo u otro.

–Mehmet me ha cobrado cincuenta dólares de más, supues-tamente para arreglar mis papeles. No pienso preocuparme.

Los dos estábamos familiarizados con los usos y costumbresde Rusia, donde una botella de coñac francés podía hacer mi-

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lagros. Sin embargo, sospechaba que los militares de un paísde la OTAN adoptarían una conducta más estricta, más disci-plinada, aunque tal vez fuese un prejuicio mío.

–Ya veremos –dijo Martin lacónicamente, atajando de for-ma simpática mi obsesión por el cálculo de probabilidades.

Sentía curiosidad por saber qué impelía a un hombre cria-do en los Alpes y entregado a una organización católica a su-bir justamente el monte Ararat.

La respuesta daba de nuevo prueba de una desarmante sen-satez: Martin siempre escalaba en regiones azotadas por el des-tino y ya había conquistado el Elbrus y el Kazbek, las cumbresmás renombradas del Cáucaso.

Su visión práctica y sencilla de las cosas contrastaba con lacomplejidad de las incógnitas que subyacían a mi viaje al Ara-rat. En opinión de Martin, las catástrofes naturales no eranGötterdämmerung, ocaso de los dioses. Lo único que, según él,se podía decir acerca de ellas era que había que prestar ayudaa las víctimas.

El problema de «por dónde empezar» se resolvió en partegracias al empuje del austríaco.

Cuando me preguntó qué se me había perdido a mí poresas latitudes empecé por informarle únicamente del compo-nente palpable de mi historia a fin de no causar la impresiónde estar viviendo en las nubes. Le conté que había visto el Ara-rat en 1999 desde Ereván, como periodista, y que desde enton-ces había buscado una oportunidad para escalarlo. A ese afáninicial se unió luego una misión concreta surgida de una dis-puta académica entre dos geólogos armenios: fotografiar el ba-rranco de Arguri, al que ellos mismos no tenían acceso porcausa de su nacionalidad. En concreto debía sacar imágenesde un cono de deyección ubicado en el fondo del valle. A jui-cio de uno de los expertos se trataba de un lahar y la confir-mación de esa hipótesis fundamentaría su aseveración de queel Ararat era un volcán activo, tan peligroso como el monteSanta Elena. Sin embargo, su oponente sostenía que la zonade derrubios constituía la morrena de un glaciar derretido en

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el curso de unos pocos decenios, lo cual la convertiría en elenésimo indicio alarmante del calentamiento global y consi-guiente subida del nivel del mar a escala mundial.

–El próximo diluvio –añadí.Martin captó la ironía.–¿Se llega en coche al barranco? –quiso saber.Con el mapa por delante le expliqué que debíamos circun-

dar el Ararat hasta la mitad. Le advertí que quizá no lograría-mos nuestro propósito: el barranco de Arguri se hallaba enuna «zona de seguridad» sombreada en la representación car-tográfica y vedada a los extranjeros.

Martin no era de esas personas que se dejan desanimar confacilidad. Acordamos que me recogería a la mañana siguienteen el Hotel Isfahan.

Para el criterio turco, el interior de su Ford Transit resulta-ba sospechosamente distinto a lo normal: albergaba una coci-na empotrada, una mesa y una cama plegable. En cambio, elexterior pasaba desapercibido, con excepción de las placas dematrícula austríacas. Por la mayoría de las líneas de dolmu? cir-culaban furgonetas como la nuestra: blancas, y con una carac-terística funda negra sobre el capó. Martin también habíamandado instalar una lona, por lo que disponíamos, sin ha-bérnoslo propuesto, de un camuflaje ideal.

Pudimos cruzar libremente el puesto de policía de la roton-da de salida de Do?ubayazit. El control a la altura de Karabulak,sede de importantes guarniciones militares, tampoco planteóningún problema, pese a que en ese punto se detenía a todoslos vehículos. Mientras un soldado abría la puerta corredera yrevolvía los armarios de la cocina, otro examinaba la documen-tación de la furgoneta. Anotó la matrícula y comparó la foto-grafía del permiso de conducir con el semblante del conductor.

–¿Hacia dónde se dirigen? –preguntó.–En última instancia a Austria –contestó Martin, y con ello

el asunto quedó zanjado: el militar nos devolvió la documen-tación y nos saludó con un golpecito en la gorra.

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El asfalto trepaba hasta la meseta de Korhan, una tierra depastos aparentemente pantanosa desde la que partía la rutanoroeste. Esperaba divisar en lo alto de la vertiente las mulasde carga alquiladas por Yildiz, seguidas de una hilera de li-tuanos, pero no vimos a nadie, ni siquiera a un pastor de ove-jas. Antes de lo previsto alcanzamos el collado de Korhan que,a juzgar por el mapa, se hallaba a dos mil ciento diez metros(y según el altímetro de Martin a dos mil ciento uno). Entre-vimos un primer atisbo de la vasta panorámica que se aden-traba profundamente en Armenia, pero antes de poder con-templarla en todo su esplendor habíamos de pasar una paredmontañosa salpicada de búnkers y nidos de tiradores. A travésde los prismáticos de Martin avisté, además, una columna devehículos blindados alineados detrás de unos parapetos pro-tectores con forma de u. Por mucho que el Ararat fuese unamontaña sagrada era a la par una colosal fortaleza de laOTAN.

Más allá, la carretera 975 comenzó a descender en un tor-bellino de curvas hacia el Araks, cuya llanura, compartida porTurquía y Armenia, se desplegaba ante nosotros. Desde arriba,el paisaje podía leerse como el mapa de usos del suelo de cual-quier atlas. Los rectángulos verde oscuro eran las plantacionesfrutales, las parcelitas verde claro debían de ser los huertos ytodo cuanto revestía un tono pardo o amarillo se encontrabafuera del sistema de irrigación. El curso del Araks distribuía lasmanchas verdes como el nervio de una hoja.

Tan exuberante como aparecía el valle, así de pedrosas ymortecinas se me antojaban las pendientes del Ararat. Pese asu proverbial femineidad, la montaña tenía desde siemprefama de estéril. No proporcionaba ni una sola gota de aguaporque, según se decía, en sus entrañas moraban «sedientosdragones con lenguas de fuego». Ya en el siglo V, el cronistaMovses Chorenatsi, apodado el Heródoto armenio, registró di-versas elegías sobre la inclemencia del Ararat: «Quien parta decacería al noble Masis será apresado por los espíritus y arras-trado hacia sus antros».

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En el Ararat no nacía ningún arroyo, de modo que la mon-taña no resultaba adecuada como lugar de residencia perma-nente. La única excepción era el manantial del barranco deArguri, que había abastecido de agua al monasterio de San Ja-cobo y a los aldeanos armenios hasta que en julio de 1840 pe-recieron víctimas de la devastadora fuerza de la naturaleza. Elprimer erudito que, en 1843, vino a investigar la causa de aque-lla catástrofe, un mineralogista llamado Moritz Wagner, con-cedía suma importancia a la crónica escasez del preciado ele-mento. Por todas partes, salvo en el barranco de Arguri, elagua del deshielo y de la lluvia era absorbida de inmediato porla roca porosa, lo que llevó a Moritz Wagner a postular la exis-tencia de grutas y ríos subterráneos. Sospechaba que las filtra-ciones habían penetrado en las cámaras magmáticas del Ara-rat. En su opinión, el contacto entre el agua y el ardientemagma («las lenguas de fuego» de las crónicas) causó una ex-plosiva erupción volcánica que acabó con Arguri y el convento.

Dos años después, en 1845, apareció en escena el profesorHermann Abich, compañero y amigo del por entonces reciénfallecido Friedrich Parrot. En su calidad de catedrático de Mi-neralogía de la Universidad de Dorpat, gozaba de gran presti-gio en el terreno de las ciencias de la Tierra. El doctor Abichtrazó el mapa del Ararat. En homenaje al antiguo rector bau-tizó el glaciar mayor con el nombre de Parrot y el más peque-ño con el suyo propio. Si bien Hermann Abich hacía mencióna la presencia de grutas que emitían dióxido de azufre en elbarranco de Arguri, concluyó que los monjes y los vecinos dela aldea yacían enterrados bajo un ordinario alud provocadopor un movimiento telúrico. Utilizaba el término Bergssturz, re-firiéndose al derrumbe de uno de los flancos del Ararat; ahí es-taba la explicación, completamente ajena al volcanismo activo.El juicio de Abich marcó la tónica durante ciento cincuentaaños, hasta que en 2002 Arkadi Karachanian resucitó la teoríaoriginal de Wagner.

Sobre la capa de fango compactado y seco que cubría elpueblo armenio-cristiano de Arguri se alzó en el siglo XX un

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asentamiento kurdo-islámico que en nuestro mapa figurabacomo Yenido?an. Hacia él nos dirigíamos.

Una vez en el valle, bordeamos la ribera sur del Araks, en-tre plantaciones de tomates y berenjenas. Era una ruta muytransitada por tractores con remolques repletos de frutas yhortalizas a los que sorteábamos zigzagueando, con el agra-vante de que la propia carretera presentaba numerosas curvas.Aquí y allá se vislumbraba por entre los setos de álamos una to-rre de vigilancia, así como una valla coronada por afiladas pun-tas a la que se hallaba atada cada tantos metros una farola.

Me parecía irreal que poco antes hubiera estado en el otrolado. A quince kilómetros en línea recta, como en un planetainalcanzable, se encontraba el monasterio de Echmiadzin.Igual de cerca, Arkadi escribía sus artículos científicos en eledificio de la Academia de Ereván, de estilo estalinista tardío.Sin embargo, entre nosotros se elevaba un muro de separaciónpintado de color verde claro contra el que rebotaban inexora-blemente las líneas de dolmu? y marshrutki. Me hallaba en unlugar en el que dos mundos chocaban entre sí, tanto en la su-perficie (donde ello se manifestaba en un puesto fronterizo in-franqueable y una ostentosa presencia militar), como en elfondo (donde entraban en colisión las placas continentales eu-rasiática y arábiga).

En nuestro trayecto, que corría paralelo a los últimos vesti-gios del telón de acero, la densidad de puestos de policía eramayor que en otras partes. Aun así pudimos avanzar sin inte-rrupción, incluso cuando, llegados a la altura de un cuartel,enfilamos un camino de gravilla en dirección a Yenido?an. Vol-ví la mirada, receloso de que nos siguiera un coche de la jan-darma, pero sólo vi una enorme polvareda.

–¡Mira! –exclamó Martin, con el brazo extendido hacia de-lante.

El Gran Ararat se alzaba como un cuadro en el marco delparabrisas. En primer plano aparecía la boca de embudo delbarranco de Arguri, la única incisión lo suficientemente pro-

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funda para que dentro de ella se proyectasen unas sombras os-curas. En el punto más alto llameaba un penacho horizontal ytransparente: un rastro de nieve en polvo aspirada por los vien-tos huracanados que soplaban a cinco mil metros de altura.

La Ford Transit encaró la ladera entre gruñidos. A medidaque íbamos subiendo crecía mi exaltación. Me percaté de quese me habían agudizado todos los sentidos. Encima del ba-rranco, en el lado izquierdo, reconocí el saliente triangularque entre los buscadores del arca se conocía como roca delÁngel. En los años ochenta, Jim Irwin había subido a la for-mación rocosa tras creer ver en ella la proa petrificada delarca.

Para mi alivio, por el momento sólo tenía que ocuparme dela geología del Ararat, no de la mitología. Las fotografías quevenía a hacer contribuirían a la investigación de los hechos yquizá salieran publicadas algún día en la revista Journal of Vol-canology and Geothermal Research. Me pasó por la cabeza que lostextos científicos posiblemente fueran más valiosos que las le-yendas, pues no jugaban con la realidad ni procuraban sustra-erse a ella como las fábulas. Dicho de otro modo: de súbito yano se me ocurría nada serio que pudiera buscarse en el Ararat,a excepción de algo tan tangible como el origen de un conode deyección en el fondo de un barranco.

Lahar o morrena: la morfología del fondo del valle podíasuministrar importante información. Antes de partir de viaje,Salle Kroonenberg me había explicado en un bar de Ámster-dam en qué debía fijarme. Mi antiguo profesor de geologíajuntó dos mesas y, mientras tomábamos una jarra de vino, di-bujó una serie de posibles secciones del cono de derrubios.

–El lahar es volcánico por naturaleza –dijo, dando comien-zo a la clase particular.

Era un vocablo malayo que se había generalizado entre losvulcanólogos a raíz de una erupción del Merapi, en Indonesia.Según me contó Salle, los lahares se forman cuando el aguaentra en contacto con el magma dando lugar a una reacción

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explosiva en la que se generan partículas de cristal, lo cualpuede provocar una erupción. Algunos lahares se hallan en es-tado incandescente.

Salle se quitó las gafas de lectura, que quedaron colgandode un cordoncillo sobre su jersey de cuello vuelto.

–¿Hay fuentes térmicas cerca?Hasta donde yo sabía no.Me recomendó que averiguara ese detalle y que prestase

atención al desplazamiento del límite de las nieves perpetuasasí como a la velocidad con que se retiraba el hielo. Esos datospodían obtenerse, entre otros factores, de las huellas de arras-tre de los glaciares parcialmente derretidos; él mismo había te-nido oportunidad de observar muestras antológicas de ese fe-nómeno en el Cáucaso, donde desde hacía algunos años unglaciar de grandes dimensiones iba dejando al descubierto loscadáveres de soldados de la Wehrmacht desaparecidos en lasgrietas durante la Segunda Guerra Mundial.

Me extrañaba que abordase ese tema. Si alguien proclama-ba con autoridad que el calentamiento de la Tierra no cobrabaproporciones catastróficas era él. El profesor Kroonenberg de-fendía públicamente la tesis de que el efecto invernadero eramenor de lo que se creía, y con ella cimentó su prestigio cien-tífico. En sus clases y en su manuscrito trataba de demostrarque el ascenso de la temperatura media de la Tierra se mante-nía con holgura dentro del intervalo de las oscilaciones natu-rales. A largo plazo, el aumento de la emisión de gases comodióxido de carbono y metano, es decir, la influencia humana,resultaría insignificante. Salle se había erigido en pensador an-ticatastrofista y desmontador de profecías aciagas. En su opi-nión, quienes aseveraban que la Tierra marchaba al encuentrode una catástrofe escenificada por el hombre tenían la vistamuy corta. En el manuscrito que me había dado a leer amable-mente atribuía ese fallo a la tendencia intuitiva del ser humanoa arredrarse ante el hondo abismo del tiempo geológico.

Al interiorizar esas palabras pensé: lo mismo que él se arre-dra ante sus reflexiones más profundas.

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Pero Salle se refería a algo distinto. Primero se cerciorabade que el lector diera unos cuantos pasos atrás, como un pin-tor que trabaja en un lienzo de enorme tamaño. Era la únicamanera de apercibirse de los grandes ciclos, entre ellos la iday venida de las glaciaciones. Quien osara desprenderse de lamedida humana, cambiándola por la de la naturaleza, com-probaría que la progresiva subida del nivel del mar no eranada excepcional. Ese razonamiento levantó en mí una obje-ción que no dudé en plantearle («Sí, pero ¿qué ganan con esolas generaciones futuras?»). Salle escuchó mis protestas con re-signación y luego las rebatió con el argumento de que preci-samente para él una generación más o menos no hacía la di-ferencia.

A primera vista, su modo de ver el mundo, en escalas tem-porales de millones de años, reducía la existencia de cada cuala algo inapreciable. El hombre no era sino una luciérnaga y nisiquiera la furia colectiva de toda la humanidad podría provo-car una alteración mensurable a nivel cósmico. Ante el inmi-nente impacto de un asteroide, el hombre quizá se mostrasecapaz de preservar el germen de la vida en bancos de genes re-frigerados bajo la tierra de Spitsbergen o en un frozen ark –unarca de Noé congelada– en la Luna, opción barajada por laNASA. Pero ¿con qué fin?

Tal vez el propio hombre terminase por destruir la vida enla Tierra. ¿Y qué? ¿Quién lloraría su desaparición?

Esos pensamientos podían llegar a ser decepcionantes o in-soportables para quien esperaba algo más de la vida. Perder lamirada en un pozo sin fondo y sin eco producía una vertigi-nosa sensación de nimiedad, aunque a la vez tenía algo de he-roico por el mero hecho de existir en medio de un cosmos tanapabullante. El que pudiera divagar sin límites en torno a to-das esas cuestiones me servía de paracaídas.

Salle acabó haciendo de una visión comprehensiva y pano-rámica su sello de calidad. A su juicio, quien miraba por enci-ma de los bordes de la realidad cotidiana adquiría a la fuerzanuevos conocimientos. Incluso sobre el diluvio.

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Salle participaba a su manera (con una teoría personal) enel debate entre geólogos, avivado una decena de años antespor iniciativa de dos oceanógrafos estadounidenses. En un do-cumental de la BBC, de 1996, titulado Noah’s Flood (El diluviode Noé), William Ryan y Walter Pitman se esforzaban por re-conciliar la Biblia con las ciencias naturales, justamente en elpunto –el dogma del diluvio– en que la geología y la teologíahabían entrado en conflicto en el siglo XIX. Su teoría del dilu-vio se basaba en el descubrimiento de que el Bósforo debió dehaberse creado abruptamente hacia el año 5600 antes de Cris-to. Por aquellas fechas, el mar de Mármara inundó los alrede-dores de lo que más tarde sería Estambul, abriéndose paso has-ta las tierras más bajas del interior como cuando se rompe undique. Según los cálculos de Ryan y Pitman, una cascada equi-valente a doscientas cataratas del Niágara llenó el mar Negrorápidamente de agua salada. A su modo de ver, aquella inun-dación, que al parecer anegó todos los asentamientos costeros,era el terrible diluvio al que aludían el poema de Gilgamesh,la Biblia, el Corán y las Metamorfosis de Ovidio.

«NUH ERA TURCO», anunciaba a bombo y platillo el dia-rio turco Cumhuriyet.

–Original, pero incorrecto –juzgó Salle Kroonenberg.Citó nuevos estudios que matizaban la teoría del Bósforo: la

grieta se abrió de forma no tan abrupta y con menos fuerza.Le comenté que la explicación de George Smith me seguía

pareciendo la más lógica: el Éufrates y el Tigris se habían des-bordado simultáneamente y entre los dos habían ocasionadola legendaria inundación. En el fondo no me cabía en la ca-beza que alguien pretendiera situar el nacimiento del relatodel diluvio lejos de las tierras cenagosas del sur de Iraq en elgolfo Pérsico.

Salle no estaba de acuerdo. Era partidario de la amplitud demiras también en este caso, lo cual permitía tomar concienciade que numerosos pueblos de diversos continentes atesorabanleyendas diluvianas: los baltos, los celtas, toda una serie de tri-bus indias desde Alaska hasta Tierra del Fuego (manejando

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criterios no demasiado restrictivos, varios centenares en total).Además, la mayoría de las historias no quedaban reducidas alsur de Iraq.

–Crees en el diluvio universal –observé.–No necesariamente, pero quizá exista una explicación glo-

bal y general para todas esas narraciones.Sin embargo, hasta nuevo aviso, sólo había un relato plausi-

ble: el derretimiento de las masas de hielo continentales en laspostrimerías de la última glaciación, diez mil años atrás, y elconsiguiente aumento del nivel del mar en más de cien metros.

Volví a llenar nuestras copas.–Reconozco que a esta teoría también se le pueden oponer

algunas objeciones –admitió Salle–. Pero desde luego quienbusca la solución en el Ararat no ha comprendido nada. Sedeja engañar por un cuento de misioneros.

Era tiempo de siega. Muchachos en camisas desabotonadasrecogían el último heno de la temporada en los campos rastri-llados. Camiones repletos hasta los topes, cuya cabina apenasse vislumbraba, venían a nuestro encuentro con paso tambale-ante. A través de las ventanillas abiertas nos llegaba el densoolor a hierba. Era significativo que las praderas de Yenido?anse extendiesen en abanico bajo la entrada al barranco; nos ha-llábamos en la fecunda capa de fango que en julio de 1840 ha-bía enterrado a Arguri y sus habitantes.

Dispersas por el campo, sin orden aparente, había rocassueltas, como lápidas en un cementerio abandonado. Pensé enlos ballistic ejecta, las piedras catapultadas desde el cráter delArarat; si bien era consciente de que lo mismo podían habersido arrastradas por una avalancha.

Cuando me apeé para fotografiarlas divisé más arriba en laladera un bosquecillo gris de antenas dispares. Martin sacó susprismáticos de la guantera y descubrió que los esbeltos troncosde metal eran un puesto de escucha de la OTAN.

–Ten por seguro que nuestra conversación ya ha quedadograbada –dijo.

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Me daba la sensación de que más valía no demorarse dema-siado. Propuse que reanudáramos enseguida la marcha. Los ni-ños de Yenido?an vinieron corriendo hacia la furgoneta en tro-pel y nos acompañaron un buen trecho. Pasamos por delantede casas de piedra y hormigón, algunas estucadas y todas ellascon un depósito de agua en la azotea, eucaliptos y un nido decigüeña montado sobre una llanta en lo alto de un poste. Enuna plazuela de tierra apisonada se alzaba la mezquita del pue-blo, con un minarete cuyo tejado semejaba un fez.

La casa más elevada de Yenido?an se encontraba en el cododel embudo; a partir de ahí la carretera se transformaba enuna rodada que abandonaba el valle, en dirección oeste, des-cribiendo dos o tres curvas cerradas en pendiente. Como no-sotros queríamos internarnos en el barranco de Arguri, apar-camos la Ford Transit y bordeamos a pie una borboteanteacequia, corriente arriba. No habíamos hablado con nadie, ynadie nos había dicho que parásemos.

El primer cuarto de hora caminamos por bancales medioderruidos festoneados por rosales. Desde las matas de hierbase abalanzaban sobre nosotros los saltamontes, algunos de loscuales brincaban hasta nuestra cintura. Era como si, a cada pi-sada, Salle Kroonenberg mirase por encima de nuestros hom-bros. Se tomaba tan a pecho mi trabajo de campo que me ha-bía enviado por correo electrónico unas imágenes de GoogleEarth. Las había impreso en la agencia de viajes de Mehmetentre dos cortes de electricidad. Gracias a ello llevaba en elbolsillo una fotografía de satélite de la que se deducía que elextremo del lahar o morrena se hallaba a tres kilómetros de lazona parcelada de Yenido?an en línea ascendente.

La ladera se tornaba más pedregosa y más escarpada, hastaque alcanzamos una roca lisa que bloqueaba el valle. Justo de-bajo de ella, en una franja de hierba, había varios grupos deovejas tan próximas las unas a las otras que causaban la impre-sión de estar debatiendo algo. La zanja de irrigación se halla-ba reforzada con un pequeño muro en el aliviadero. Más alláde la reluciente roca húmeda se detenía toda intervención

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agraria en el paisaje. No tardamos mucho en comprender porqué: las guijarrosas pendientes a ambos lados del valle resulta-ban inestables. El cono de deyección no podía estar lejos, a losumo faltaba un kilómetro, pero el problema era que a cadarato sonaba un estremecedor traqueteo, unas veces más lejos,otras más cerca. En algunos casos, no siempre, pudimos ver elrastro dejado por el deslizamiento de las piedras. El altímetrode Martin marcaba dos mil cuatrocientos cuarenta y seis me-tros. Su experiencia de alpinista le decía que seguir por mástiempo el eje del barranco no era una buena opción, de modoque me guió en zigzag por la pared occidental. Media horamás tarde llegamos jadeando a una ventosa cresta: dos mil se-tecientos cuatro metros.

Detrás o, mejor dicho, debajo de nosotros, el barranco deArguri se desplegaba en toda su longitud. En el fondo del va-lle se apreciaba el cono de derrubios. Más lejos y más arribaaparecía la pardusca masa de hielo del glaciar de Abich. Toméfotografías, algunas con un gran angular, para captar bien laubicación y la forma, otras con un objetivo de ciento veinte mi-límetros, más apropiado para registrar las texturas. El lahar omorrena se veía arenoso, desnudo y deteriorado, carente detoda vegetación.

Continuamos por la cresta, en pos de una ladera estable porla que pudiéramos descender al barranco. Sin embargo, pesea nuestros reiterados intentos, la pendiente resultaba o biendemasiado pedregosa o bien excesivamente empinada. Cuan-do, pasado el mediodía, comenzaron a formarse nubes en tor-no al límite de las nieves eternas, lo que impedía la vista delglaciar de Abich, mis esperanzas se desvanecieron. Hice algu-nas fotografías más, consciente de que serían las últimas: noconseguiría acercarme al cono de deyección. El viento hacíatremolar las perneras de nuestros pantalones. Mientras mirabahacia abajo pensé en el ara en la que Noé había presentado suofrenda. En el supuesto de que existiera, reposaba, junto conlos muros allanados del monasterio de San Jacobo, bajo aque-llos derrubios, a muchos metros de profundidad.

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Decidimos regresar por otro camino. Nos desviamos del ba-rranco de Arguri en dirección a una cuesta sembrada de sen-das de cabra. Bajo la marquesina de nubes congregadas alre-dedor de la cumbre del Ararat contemplamos buena parte deArmenia en una suerte de espejismo que se diluía en el hori-zonte. Era como si nos encontráramos en el graderío más altode un estadio deportivo. A lo lejos, la luz del sol se reflejaba enlos edificios de apartamentos de Ereván. El obelisco partidodel monumento al genocidio se distinguía a simple vista, lomismo que la estatua de la Madre Armenia en la colina opues-ta y el volcán en miniatura del aeropuerto. Más hacia el oeste,al pie del Aragats, en cuya cima ya no había nieve a finales delverano, divisé también las cuatro majestuosas torres de refri-geración de la única central nuclear de Armenia.

En el último momento, a punto ya de iniciar el descenso,surgió un obstáculo: dos perros que echaron a ladrar simultá-neamente. Uno de ellos, de pelo negro, parecía ser un cruceentre un bulldog y un pastor belga. El otro –amarillo pálido,menos robusto pero más furioso– se precipitó hacia nosotros.

Martin empuñó una piedra.–Sigue caminando tranquilamente –me aconsejó–. Es fácil

mantener a raya a un perro siempre y cuando no tenga rabia.Ignoraba si debía interpretar sus palabras como una obser-

vación reconfortante o todo lo contrario. De cualquier mane-ra, antes de vernos obligados a tener que pasar la prueba de larabia aparecieron unos niños pastores seguidos de un adulto.A la voz de mando el perro descolorido se tumbó en el suelocon la cabeza entre las patas delanteras. Alzamos las manos enseñal de saludo (o como gesto de rendición). A medida quenos íbamos aproximando alcanzamos a ver el campamento es-tival de unas familias de pastores kurdos, resguardado en unacuenca verde. Nos condujeron, de nada hubiera valido decirque no, a un lugar abrigado junto a un horno casero. Acudióa recibirnos toda la familia de un hombre con botas llamadoSüleyman. Después de tender unas alfombras en el suelo, las

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niñas y las mujeres se encargaron de la comida. De una tiendade campaña asentada en una docena de palos hincados saca-ron un sinfín de bandejas y fuentes con yogur, pasas, albarico-ques secos y té con azúcar. El pan, aún caliente, salía directa-mente del horno: un agujero en la tierra con forma de tambor,en cuyo fondo ardía estiércol seco de vaca. Dos mujeres arro-dilladas extendían la masa, la pegaban en la pared de piedradel cilindro y la extraían en cuanto estaba dorada y crujiente.

–Eat, eat! –nos ordenaron.Todos los varones tomaron asiento. Arrancaban trozos de

pan y los hundían en el yogur. Se desarrolló una tentativa decomunicación, primero sobre la calidad de los alimentos y des-pués sobre los niños y el ganado. Inglés, alemán, turco, unaspocas palabras de cada idioma, con ello habíamos de confor-marnos.

Uno de ellos había avistado una Ford Transit blanca. Asen-timos con la cabeza, sí, era nuestra.

Süleyman, con el abrigo echado sobre los hombros a modode capa, nos comentó con la ayuda de un joven que, de haberseguido por la carretera, hubiéramos llegado a su campamen-to. Alguien esbozó un plano en una hoja de mi libreta de no-tas, trazando unas cuantas curvas cerradas entre Yenido?an ylas tiendas de campaña de Süleyman. Marqué con una cruz ellugar donde habíamos dejado la autocaravana y dibujé unahorquilla. Sin saber muy bien por qué acometí un torpe in-tento por explicar que en Holanda aquellas curvas se denomi-naban «curvas de horquilla». Para diversión de las mujeres se-ñalé las horquillas que adornaban el cabello de una muchachaque pasaba a mi lado. Nadie entendió nada, hasta que el di-bujante del plano tuvo la feliz ocurrencia de trazar una herra-dura junto a mi horquilla. Dijo algo en kurdo que no podía sig-nificar otra cosa que: «Nosotros las llamamos curvas deherradura».

Una joven mujer, con la cabeza cubierta, nos trajo dos latasde Cola Turka que colocó ante nosotros en la alfombra con lamirada baja. Me embargó la incómoda sensación de que te-

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níamos que corresponderles, pero ¿cómo? En la mochila quellevaba conmigo sólo había una cámara de fotos, un frasco decrema solar factor cuarenta, un chubasquero y unos cuantosbolígrafos. Saqué una caja con doce bolígrafos de reserva. Unopara cada hijo de Süleyman: el número coincidía exactamente.Después pregunté al patriarca si tenía inconveniente en que to-mara unas fotografías. Con un amplio gesto del brazo me diovía libre para fotografiar lo que me viniera en gana. El resulta-do fue que nos mostraron la cocina, el redil donde pasaban lanoche las ovejas, los montones de estiércol de vaca secado alsol y el abrevadero del ganado. Había un tractor que llevabaenganchado un remolque con un depósito de agua. Sorpren-dido por tanta modernidad inesperada golpeé el recipiente deplástico. Enseguida todos comenzaron a gesticular y a mover lacabeza dando a entender que lo había adivinado: un poco an-tes alguien había ido a buscar agua a Yenido?an y en el caminode regreso se había cruzado con nuestra furgoneta.

La conversación, si se podía llamar así, derivó hacia el aguay, más en concreto, hacia la escasez de ese bien preciado. Noscontaron que el arroyo del barranco de Arguri a veces se seca-ba, y también que antes existía otro «manantial». Nos condu-jeron hasta un lugar donde antaño supuestamente se conser-vaba el agua, pero, al parecer, habíamos comprendido mal,porque en lugar de un depósito nos enseñaron un cobertizode adobe con aspecto de silo.

–Buz –sugirió alguien. Dentro solía haber buz–. Turkish: buz.–¡Hielo! –exclamó Martin.Fue el primero en tomar conciencia de que se trataba de un

pozo de nieve caído en desuso. Nos interesamos por la proce-dencia del hielo que se acostumbraba a conservar ahí. Martinseñaló hacia arriba, pero los pastores apuntaron hacia abajo, albarranco de Arguri. El dibujante de antes bocetó en una nue-va hoja de mi cuaderno de notas los contornos del valle. Trazólas líneas de la zanja de irrigación, el aliviadero junto a la rocay, sin lugar a confusión, el extremo cónico del lahar o morre-na. «Buzdag», anotó. ¡Montaña de Hielo!

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¿Qué significaba eso? ¿Acaso estaba el lahar o morrena for-mado por hielo? Sólo se me ocurrió pensar que el glaciar deAbich yacía intacto bajo la capa de derrubios. De ser así, elcono de deyección no era lahar ni morrena y las dos teorías sehacían añicos.

Pero el boceto aún no estaba terminado: aparecía una figu-ra similar a la de la típica señal de «Obras», un monigote dan-do hachazos en la zona de derrubios. Al lado, el dibujante es-bozó unos bloques que sombreó con trazos firmes y enérgicos.«Buz. Ice», repetía una y otra vez. A partir de ese momento, lahistoria tomó un cariz inesperado, pues no se trataba de unamasa de hielo compacta, sino de fragmentos sueltos. Al prin-cipio dudé de si mi interpretación era correcta, pero al obser-var que los hombres indicaban con los brazos formatos comoel de un tractor, y mayores, comprendí que no había malen-tendido alguno. El monigote se ocupaba en poner al descu-bierto fragmentos de un glaciar. «Aquí se acaba la teoría de lamorrena», pensé. El glaciar de Abich debió de haber salido vo-lando bajo el efecto de una espectacular demostración de fuer-za de la naturaleza, desde dentro, como consecuencia de unaviolenta erupción del Ararat. En 1840, el volcán arrojó un laharde fango y cenizas volcánicas, mezclado con bloques de hielo,a lo largo de una distancia de cuatro kilómetros: ésa era la ex-plicación.

Según nos comentaron, en aquella cantera los bloques dehielo se partían en trozos más pequeños y luego se transporta-ban a lomos de caballerías al cobertizo.

–Ahora ya no se hace así, ¿verdad? –concluí señalando eldepósito de agua.

Di por descontado que el progreso aportado por la meca-nización había vuelto innecesario el transporte de hielo, peroestaba en un error. Aún no habíamos llegado al final del rela-to; faltaba otro dato importante. Los bloques de hielo, cuyo ta-maño había ido menguando año tras año, terminaron derri-tiéndose por completo. Los hombres nos indicaron con señasque buzda? era una mina agotada, por mucho que se excavase.

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Inhalé el aire puro y seco de la montaña, como un fumador.Curiosamente, el lahar ocultaba un indicio del amenazante ca-lentamiento global. Quizá pasase por alto algún detalle y estu-viera equivocado pese a todo, pero en aquel instante, en elcampamento del pastor kurdo Süleyman, creí haber dilucida-do una minúscula pieza de la geología del Ararat.

De vuelta a las alfombras que había junto al horno, las mu-jeres se dispusieron, para nuestra consternación, a sacar másbandejas, esa vez cargadas de arroz y cordero. Süleyman cortólos trozos más suculentos y nos los acercó en la punta de su cu-chillo.

Durante la comida, nuestros anfitriones nos acribillaron apreguntas y observaciones, insinuando que ciertamente no es-tábamos ahí por el agua. Debíamos ser buscadores del arca (enese contexto, la palabra clave era «Nuh»); ellos no se dejabanengañar.

No conseguí aclarar que yo no buscaba el arca, sino a losbuscadores del arca. Ese matiz resultó imposible de explicar y,aun habiendo podido expresarme con propiedad, probable-mente me hubieran metido en el mismo saco.

Éramos buscadores del arca y, por tanto, figuras trágicas.Para hilaridad de los suyos, el dibujante intentó hacernos verque nos habíamos confundido de montaña: no teníamos quebuscar en el Agri Dagi, sino en el Cudi Da?.

Se aprestó a trazar otro mapa, pero no hacía falta, yo sabíadónde se hallaba el Cudi.

Los pastores se rieron a carcajadas, dándonos palmaditas enel hombro. No había que preocuparse. Ese desvío de varioscentenares de kilómetros no era nada grave. Cualquiera podíatener un fallo.

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Mi partida de bautismo decía en letras de imprenta con as-pecto de haber sido esculpidas: «Sus servidores llevarán sunombre escrito en la frente».

Mi madre me la había enviado por correo certificado trassacarla del cajón en el que conservaba, además, los boletinesde notas y los diplomas de natación y de educación vial míos yde mi hermana.

Acababa de extraerla cuidadosamente del sobre, con lasmanos limpias. No recordaba haber visto mi partida de bautis-mo con anterioridad a ese momento. El anverso lucía una pa-loma con las alas extendidas, una sobria cruz y una ola regularcon el pez que simbolizaba a Jesucristo. El documento se abríacomo un menú.

El Sacramento del Santo Bautismo ha sido administrado a:Frank Martin Westerman (escrito a mano con pluma estilográfica)

el domingo: 24 de enero de 1965por el pastor: Tj. Alkemaen la iglesia reformada de los Países Bajos de: Emmen.Lectura: Isaías 43,1-2

Mi primera impresión fue que me hallaba ante una curiosi-dad de una época de la que me había tocado vivir los últimos

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Tendrás un hijo

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coletazos. No conocía a nadie de mi generación que bautizaraa sus hijos.

Sin embargo, no quería que el certificado continuase encasa de mis padres. Mi madre habría preferido quedarse conél, convencida como estaba de que, tarde o temprano, mi bau-tizo me salvaría, si no en esta vida, al menos en la siguiente.Aun así me lo hizo llegar sin comentarios, junto con la liturgiade la ceremonia del domingo. Cuando por la noche le di lasgracias por teléfono me habló del sermón de despedida deuno de los pastores que, para la ocasión, había mandado colo-car una pasarela sobre la escalinata de acceso a la iglesia. Se in-vitaba a los miembros de la comunidad adventista a cruzar lapuerta de dos en dos, y los niños que asistían a la misa infantilentraban ataviados de mariposas, mariquitas y caracolas, tam-bién por parejas. «¿Por qué nadie de vosotros acude disfraza-do de pez?», había preguntado el reverendo desde el púlpito.

De modo que todo ello seguía existiendo. Sin embargo, yoya no sentía Su nombre en mi frente. Aun así noté cómo se metensaban los músculos conforme iba leyendo Isaías 43,1-2.

Te he llamado por tu nombre y eres mío.Si atraviesas las aguas, yo estaré contigo;los ríos no te anegarán.

Aquellas palabras me afectaron profundamente. Mi cere-bro impidió que pasara a creer en la Providencia en ese mismoinstante. El que no me hubiera engullido entre sus aguas el ríoIll era debido a un mero golpe del azar. Para mi tranquilidad,el sentido común me indicaba que Isaías 43,1-2 se recitaba congran frecuencia en los bautizos. Además, no todos los niñoscristianados con esa cita bíblica habían sido rescatados de unamuerte por ahogo y, si invertíamos la perspectiva, la mayoríade las víctimas del Titanic seguro que habían sido bautizadas.Al preparar mi documentación para el Ararat había apartadomi fe de bautismo; no la necesitaba para mi viaje.

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De regreso en Yenido?an, Martin y yo vimos a dos hombrescon mochila sentados en un murete junto a la Ford Transit.Auténticos buscadores del arca, de ello no cabía duda.

–Ésos también vienen del barranco de Arguri –le comentéa Martin.

Mehmet nos había contado que por esas fechas vagabanpor el monte un grupo de buscadores estadounidenses y unospocos baptistas de Taiwán.

Al acercarnos, los hombres, que desde lejos nos habían pa-recido rubios, resultaron ser unos ancianos de cabello canoso.No tenían aspecto de asiáticos. Debían de ser norteamerica-nos, evangelistas tenaces empeñados en rastrear el Ararat añotras año a la buena de Dios. Tipos con nombres del estilo deBill, Dick o John, maestros jubilados, siempre varones.

Los dos nos dieron la bienvenida con las manos en alto y un«God bless you» ininteligible, deformado por un fuerte acento.

Desde luego, esos hombres con camisa de leñador no po-dían ser estadounidenses. Creí haber atinado su procedencia,por lo que articulé un saludo en ruso, seguido de la preguntade si querían que los lleváramos.

El mayor de los dos, de densa barba patriarcal, contestó,también en ruso:

–Habéis sido enviados por Dios.Habíamos ido a dar con unos buscadores del arca –Igor y

Volodia– criados en el ateísmo científico. Rusos. Casi cien añosantes, los rusos tomaron la iniciativa de explorar el Ararat, lue-go tuvieron que cederla forzosamente a los norteamericanos,pero ya la estaban recuperando.

–Anoche oré con devoción –dijo Igor–. Dios me ha oído.Martin instaló a los dos ancianos fibrosos junto a la peque-

ña cocina, acomodándolos encima de sus mochilas. Serían lascinco de la tarde; el calor sofocante había remitido. Me incli-né a medias sobre el respaldo de mi asiento para poder hacer-me cargo de mi labor de intérprete e intercambiar informa-ción con nuestros huéspedes.

Igor resultó ser un monje del monasterio de Daniilovski, en

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Moscú. Su compañero Volodia, un sexagenario con un planosemblante marcado por surcos, era su guía y asistente. Salvosus mugrientos ropajes y el azul del iris de sus ojos, tenían pocoen común.

Comenté que había vivido cinco años en los alrededores delconvento de Daniilovski.

–¿Dónde exactamente? –quiso saber Igor.–Junto a la parada de metro de Proletarskaia –respondí–,

en la línea morada.Aclamados por los niños del pueblo, dimos la vuelta y aban-

donamos Yenido?an.–Nuestro monasterio se halla en Tulskaia, en la gris –mani-

festó el monje.Observé que nuestro encuentro era una afortunada coinci-

dencia, pero Igor replicó con mirada fulgurante y en un tonopoco menos que reprobatorio:

–El azar no existe, joven.Esbocé una sonrisa benevolente, tal vez compasiva. No me

entraba en la cabeza: rusos en el Ararat. Me sentía más próxi-mo a ellos que a los estadounidenses. La nostalgia sin duda te-nía algo que ver en eso. Ya sólo las estaciones de metro crea-ban un vínculo de unión; eran las balizas por las que seorientaba todo moscovita.

Volodia, el guía, nos alcanzó la petaca que sostenía entre lasrodillas.

–Tomad, es agua del barranco de Arguri.–Agua sagrada –precisó Igor.Provenía del único manantial del Ararat. Nuestros compa-

ñeros de viaje demostraron poseer buenos conocimientos dela geografía del valle. En una carpetilla de cuero que llevaba alcuello con un cordón, Volodia conservaba un viejo mapa rusoen el que incluso se indicaba, con una cruz, la antigua ubica-ción del monasterio de San Jacobo.

Habían acampado cinco días seguidos en lo que podría lla-marse el eje del barranco de Arguri, desentendiéndose del pe-ligro de aludes. Por tercer año consecutivo.

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Tenía curiosidad por saber si disponían de un propusk, un vi-sado para montañeros o tal vez para arqueólogos.

–¿Nosotros? ¿Un visado? –profirió Volodia. Mientras señala-ba las rozadas puntas de sus botas de montaña y los desgasta-dos aparejos de sus mochilas nos aseguró que nadie se intere-saba por unos pobretones como ellos. No habían sidoarrestados ni una sola vez; detenían en exclusiva a los nortea-mericanos–. El año pasado mismamente. Ese hombre con lacámara de televisión... ¿Cómo se llamaba?

Tiró de la manga de la camisa de Igor, que sugirió:–Ron o Roy.Según Volodia, los estadounidenses no tenían más remedio

que entregar cada año todo cuanto llevaban encima para com-prar su libertad.

–A Igor no le sucede eso, ¿verdad? –prosiguió–. Los turcossaben muy bien que un monje ruso no tiene nada que ofre-cerles.

–Financio este viaje con las limosnas de los creyentes –afir-mó Igor con resolución, como queriendo dotar de dignidad suinnegable condición de mendicante–. Dios recompensará sudadivosidad.

Al llegar a la carretera que corre paralela al Araks nos des-viamos al oeste. Martin y yo bajamos al mismo tiempo el para-sol; nos dirigíamos al punto del horizonte hacia el que se mo-vía también el sol descendente.

–¿Ya sabemos adónde van? –me preguntó Martin.Los buscadores del arca nos dijeron que esperaban llegar al

Camping Murat, en las afueras de Do?ubayazit, antes de quecayese la noche.

A primera vista parecía tratarse de una nueva casualidad:era ahí donde Martin alquilaba una parcela para su autocara-vana. Sin embargo, en realidad el huerto de albaricoqueros deMurat, al pie de los muros del palacio de Ishak Pachá cons-truido en el siglo XVII, se presentaba como una opción eviden-te. El pequeño camping servía de base de operaciones a la ma-yoría de las expediciones de bajo presupuesto con destino al

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Ararat. Según me había contado Martin, en el restaurante ane-xo actuaba de vez en cuando una bailarina que ejecutaba ladanza del vientre.

Tan pronto como abandonamos el camino de grava, y des-pués de dejar atrás el molesto tableteo, pregunté a Igor si yaera monje en la época soviética antirreligiosa.

El fraile se pasó la mano por la barba como un orador quese abotona la chaqueta antes de comenzar a hablar. Relató quehasta 1970 había creído en el comunismo. Tanto era así que,con trece años, lloró desconsoladamente la muerte del cama-rada Stalin. Cursó estudios técnicos y, en cuanto pudo, se afi-lió a las brigadas juveniles del Komsomol.

–Trabajé de voluntario en Novokuznetsk, en Siberia –narróIgor agarrándose al borde del fregadero en las curvas–. Por en-tonces Novokuznetsk se llamaba aún Stalinsk. Había un altohorno y nosotros construimos una planta de laminación allado.

Supuse que Igor no había sido bautizado de niño, pero noacerté.

En 1942, durante la Gran Guerra Patriótica, cuando Stalindio carta blanca a la iglesia ruso-ortodoxa, su madre le llevó alpope de la iglesia de la esquina, junto a la parada de metro deBaumanskaia. En su casa jamás se abordó el tema de la fe.

–Sin embargo, con treinta años volví a entrar en aquellaiglesia. Me puse de rodillas por primera vez y aquello cambiómi vida.

Aunque Igor no nos hizo partícipes de los detalles de suconversión, contó que desde entonces había dejado crecer subarba y que en los años ochenta había ingresado en el monas-terio de Daniilovski.

Consciente de que ahí residía el patriarca, se me pasó porla cabeza que quizá buscara el arca de Noé en nombre de laIglesia ruso-ortodoxa, en calidad de enviado. Igor confirmó misuposición con un despacioso movimiento de la cabeza: de-sempeñaba su trabajo con la bendición de Su Santidad el pa-triarca.

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Como clérigo había ahondado en las antiguas tradiciones,abolidas violentamente por los bolcheviques en 1917. Una deellas era la búsqueda del arca de Noé, cuyo apogeo coincidiócon la gran expedición enviada al Ararat en el verano de 1917por orden del zar Nicolás II. Ciento cincuenta miembros delcuerpo de ingenieros encontraron el arca medio oculta bajo elhielo de un lago de cráter e incluso llegaron a entrar en ella.

–No todos –le interrumpió Volodia.–Que sí...–Es imposible que un grupo tan grande subiese hasta tal al-

tura. No olvides que estamos hablando de tropas del cuerpode ingenieros, amigo mío. Montaron primero un campamen-to base y desde ahí algunos ascendieron.

Aun así, Igor se empeñaba en que todos habían entrado enel arca «con la ayuda de Dios». El coloso de madera contabacon tres cubiertas y tenía la forma de una caja, tal y como sedescribe en el Génesis. Por desgracia, el informe de las tropasjamás alcanzó San Petersburgo porque, en el ínterin, el zar ha-bía sido destronado y desterrado a los Urales junto con su fa-milia en espera de ser ejecutados. El expediente del arca cayóen manos de Trotski, quien lo destruyó tachándolo de materialsubversivo contrarrevolucionario.

Volodia asintió con la cabeza. Añadió que, además, Trotskimandó localizar y fusilar a todos los testigos.

Igor relató cómo un día se había dirigido al patriarca conuna pregunta trascendental: «Reverendo padre, ¿cuál es la ac-titud de la Iglesia acerca de la búsqueda de los restos del arcade Noé?»

El patriarca le explicó que el arca era uno de los santuariosno revelados más importantes del cristianismo. Si bien aprobóque Igor reanudase las pesquisas, le advirtió que el momentode la revelación no lo decidía el hombre, sino Dios.

Pregunté a Volodia, de mentalidad visiblemente más secu-lar, si compartía esa postura.

–¿Yo? Soy secretario general –contestó no sin cierto efec-tismo. A modo de prueba nos entregó su tarjeta de visita; en

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ella se leía que él, Vladimir Shataiev, era secretary-general de laFederación de Montañeros Rusos–. Es una organización esta-tal. Soy funcionario y me pagan por establecer récords demontaña.

Había conquistado el Everest sin oxígeno y el gélido monteMcKinley de Alaska sobre esquís. En total tenía en su haberseis de las siete cumbres (la de mayor altitud de cada conti-nente) que los alpinistas más fanáticos trataban de coronar enlos últimos años a falta de otras hazañas deportivas dignas demención. Ya sólo le quedaba el pico más alto de la Antártida,aunque se le antojaba poco probable que algún día lograse es-calarlo.

–Una expedición a esa zona cuesta treinta mil dólares porcabeza.

Sentía curiosidad por saber si había sido enviado al Araraten misión de trabajo, dicho de otro modo, si el Estado rusocontribuía a la financiación de la búsqueda del arca. Volodiatorció el gesto: su federación no disponía de un kopek desdehacía años; su único «patrocinador» estaba sentado a su lado.Agregó, hablando muy en serio, que suponía para él un enor-me alivio haber encontrado un nuevo reto en el Ararat. Aligual que Igor, renunció a la ilusión soviética y pasó a engrosarlas filas de los «posateístas». Estaba convencido de que algúndía Dios revelaría el arca a fin de abrirle los ojos a la incrédu-la humanidad. A Volodia le parecía una tarea hermosa y hu-milde ir preparando el terreno para ese evento.

En el extremo oriental del cielo aparecían justo las prime-ras estrellas cuando los dos rusos extendían su tienda de cam-paña en el huerto del Camping Murat. Martin y yo ayudamosa clavar los palos y las estacas y les dijimos que en cuanto estu-vieran listos los invitaríamos a cenar en el restaurante adya-cente, iluminado con farolillos y focos de discoteca. Mediahora después se presentaron en nuestra mesa, Igor con la bar-ba peinada y Volodia con una gran botella de aguardiente dela marca H??? K????? (Arca de Noé) bajo el brazo. Era un pro-

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ducto georgiano que, según la etiqueta, se destilaba exclusiva-mente para el insaciable mercado del alcohol ruso.

Brindamos por el encuentro, brindamos por el Ararat y,cuando el encargado del Camping Murat se sentó un mo-mento con nosotros, brindamos igualmente por la amistadentre los pueblos. A nadie se le escapaba que Hakan llevabalas riendas con firmeza. Vestido con un vaquero y una estri-dente camisa de Hugo Boss abierta hasta la mitad dirigía a suscamareros, que atendían a la clientela a galope. Nada más en-trar había dado por supuesto que debía ser el Murat del cam-ping y restaurante del mismo nombre, pero Martin me infor-mó de que ese hombre aficionado a las prendas de marca erahermano del dueño. El propio Murat se hallaba en la cárcelpor asesinato. Al cabo de dos brindis, Hakan nos preguntó aMartin y a mí qué diablos se nos había perdido en el barran-co de Arguri.

Estaba al corriente de nuestra visita a Yenido?an. Además dehaberle ofendido, Martin había cometido una idiotez al no co-mentarle por la mañana adónde iba. Habíamos caído de pla-no en una trampa militar. Hacia el mediodía, Hakan había re-cibido una llamada telefónica de un comandante del puestode Yenido?an con la pregunta –interpretada en tono teatralpor nuestro interlocutor–: «Oye, tengo aquí a dos extranjerosen una Ford Transit de matrícula austríaca. ¿Son tuyos?».

Hakan tomó una aceituna de una bandeja y prosiguió mas-ticando:

–Yo le respondí: «Sí, son míos, vuelven hoy, porque mañanase van conmigo al Ararat».

Traté de seguirle. Consideraba improbable que, al día si-guiente, Hakan también condujera a un grupo al Ararat. Y,además, ¿qué interés tenía en guardarnos las espaldas?

–Tenemos un trato con Mehmet –observé.–¿Con Mehmet? –exclamó fingiendo indignación–. Meh-

met no pinta nada. Cuida de mi agencia de viajes en el centrode la ciudad.

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Mientras Hakan se levantaba para ir a saludar a los comen-sales de otra mesa, los rusos repartieron las últimas gotas deaguardiente.

–¡Por el arca! –propuso Volodia.Me oí a mí mismo brindar por el arca de Noé.Aunque estaba bueno, el aguardiente tenía un regusto acei-

toso que nos quitamos bebiendo agua.Martin me dio con el codo:–¿Ya han contado si han localizado la nave?De todas las preguntas imaginables que se pudieran lanzar

a un buscador del arca, ésa era la más evidente. No había nique pensar cómo formularla. Tan pronto como alguien afir-maba estar buscando el arca de Noé bastaba un simple «¿Y?».Sin embargo, a mí sencillamente no se me había ocurrido in-teresarme por el resultado de sus esfuerzos. Lo hice a peticiónde Martin, pero en lugar de escuchar la respuesta me estrujéla cabeza en un intento por averiguar el porqué de semejante«olvido».

Al otro lado de la mesa, Igor comenzó a explicar con gestosy aspavientos cómo una tarde las nubes se habían recolocadoponiendo al descubierto un alargado objeto blanco que con-trastaba con la roca.

Me dejaba indiferente o, peor aún, me desagradaba quecontinuara hablando del tema.

–Todos nuestros antecesores estuvieron al acecho de algonegro sobre un fondo blanco, pero nosotros avistamos algoblanco sobre una superficie negra.

Intenté hacer oídos sordos a sus palabras. Igor tardaríapoco en escudarse en uno de los pretextos estándares: no con-siguieron acercarse, se levantó una densa niebla o las fotogra-fías se veían demasiado borrosas. No quise escuchar nada si-milar de su boca. ¿Por qué no? Porque me caía simpático. YVolodía también. Me negaba a que los dos hombres hicieran elridículo ante nosotros dos.

Eso de entrada. Ahora bien, si era sincero conmigo mismo,debía admitir que había otro factor de peso: una sensación de

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reconocimiento que habría preferido obviar. Igor y Volodiaeran buscadores del arca, una categoría de personas hacia lascuales había desarrollado cierto desprecio. Hasta ese momentosiempre había puesto más énfasis en la segunda parte de la de-finición, es decir, en el vocablo «arca». Era imposible de en-contrar, probablemente no hubiera existido nunca y, en lo quea mi respectaba, se manifestaba como algo inmaterial, una me-táfora. Quedaba, pues, el término «buscadores». Comprendíque la frágil visión del mundo del buscador del arca se susten-taba en la imposibilidad de hallar la nave. La meta había depermanecer fuera de su alcance, aunque por poco. Eso era loque le mantenía en pie y dotaba de sentido a su vida. La singu-laridad del buscador del arca no radicaba en el arca, sino en elhecho de que no cesaba de buscar. Y ése también era mi caso.

Una vez servido el plato principal, kebab con pan y salsa deyogur, se apagaron los tubos de neón, por lo que se intensificóel efecto de las luces de discoteca. En el centro del local col-gaba una bola giratoria reflectante que dibujaba pececitos enmovimiento sobre el suelo y los manteles. El acuario del quetambién formábamos parte nosotros irrumpió en aplausoscuando un hombre embutido en cuero se sentó ante un tecla-do electrónico y entonó la canción «Habibi», «Amada» en ára-be, según nos comentó Volodia. A los pocos compases entróen escena una bailarina con unos cabellos negros –suyos o talvez postizos– que le llegaban a la cadera. «Dahlia» –su nombrede artista– se contoneaba por entre las mesas describiendo si-nuosos movimientos con los brazos.

Nos hallábamos en la antítesis del arca. Ello no escandali-zaba a nadie, ni siquiera al monje Igor. Los rusos, como habíatenido oportunidad de comprobar, no eran ascetas. Mientrasnos deleitábamos en el ambiente relajado y terrenal germinóun sentimiento de fraternidad que me recordaba a las bacana-les moscovitas en las que generales y hombres de negocios seabrazaban entre lágrimas. Comenzamos a preguntarnos pornuestros seres más queridos. Volodia tenía familia e incluso

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nietos, Igor vivía en celibato y Martin resultó ser un lobo este-pario en cuya opinión existía ya bastante sufrimiento en elmundo como para exponer a ello a sus propios descendientes.

Cuando llegó mi turno de contar algo sobre mi esposa y mihija, Igor preguntó:

–¿Cuántos años tiene tu niña?–Tres –contesté–. Tres y medio para ser exactos.–No esperes demasiado a tener otro –me recomendó.Me eché a reír y le dije que no estábamos esperando a nadie.Igor me dedicó una mirada paternal llena de preocupación.–Es una lástima que no viváis en Moscú ahora –observó–.

Tenemos un manantial que sin duda os ayudaría.

Eso era lo que recordaba de la víspera del ascenso al Ararat.A la mañana siguiente tomé un taxi del hotel al Camping Mu-rat, con los músculos rígidos y un pesado dolor de cabeza quehabía logrado aplacar con dos aspirinas. A la luz del día des-cubrí que en el terreno de acampada había asimismo un co-bertizo donde Murat alquilaba tiendas de campaña, piquetas,gafas de nieve y otros accesorios de montaña. Entre las tiendasunipersonales no había ni una sola que estuviese entera, demodo que para completar la mía me vi obligado a despojar desus mástiles a algunas otras. Mientras intentaba dilucidar quétalla de crampones se ajustaba a mis botas, vi acercarse a Igor.Se sentó a mi lado en la acera, al sol. Arriba relucían las cúpu-las y los muros del palacio de Ishak Pachá. Extrajo de una fun-da unos prismáticos extensibles de fabricación soviética, unTurist 4 de diez aumentos. Contemplé a través de ellos la loca-lidad de Do?ubayazit, situada más abajo, y quedé asombradopor la claridad de la lente.

–Me faltan cuarenta dólares para el viaje de regreso –con-fesó Igor–. Me harías un gran favor si me los quisieras comprarpor ese dinero.

Entre los dos protagonizamos una torpe escena marcadapor la buena educación. Fui a darle cincuenta dólares sin más,pero se opuso: él insistía en que me llevase los gemelos y yo me

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empeñaba en que guardara el billete incondicionalmente ensu cartera.

–Pero si el año que viene los necesitarás –le dije.Sólo cuando le expliqué que debía considerar ese dinero

como una donación a sus pesquisas de parte mía y de mi es-posa pareció convencerse. Dobló el billete –nuevo y sin usar–con sumo esmero y lo deslizó en un compartimento abierto enla parte interior de su cinturón. Después cogió una abultadaagenda de bolsillo que hacía de libreta de direcciones. Dentrode ella conservaba multitud de tarjetas sueltas. Las recorriócon los dedos como si fueran naipes.

Encontró lo que buscaba: una estampita de Nicolás el Mag-no, el santo del siglo XIV.

Después de besar el pequeño icono me lo entregó con laspalabras:

–Tendrás un hijo.Lo guardé entre las hojas de mi pasaporte. En cualquier

otra circunstancia habría soltado una risa.

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Llevaba agujas clavadas en los tendones de Aquiles. En elbarranco de Arguri no había experimentado ninguna moles-tia, pero en la mañana del ascenso al Ararat sentí un fuerte es-cozor. Al no albergar la más mínima intención de sometermea algo tan primitivo como la autoflagelación saqué de mi mo-chila unos parches para uso deportivo (con lo que puse enpráctica los consejos de la escaladora del Himalaya) a fin deprotegerme los talones.

Los cuidados corporales surtían un efecto tranquilizante:entretenían a quien los realizaba. Estaba sentado a la sombrade un nogal. Un poco más adelante se hallaba aparcado un ca-mión de la marca Kamaz que nos acercaría al punto de parti-da de la ruta sur. Estaba preparado para ello.

Para matar el tiempo, Martin y yo subimos la escarpada sen-da que conducía al palacio del pachá. Mezclándonos con los pri-meros turistas del día exploramos las galerías en torno al patio,la mezquita que había estado en uso hasta los años ochenta y lasestancias privadas (baños y dormitorios) que juntos conforma-ban el harén. Echamos en falta la célebre puerta revestida depan de oro; para verla había que acudir al Museo del Hermitage.

Cuando nos disponíamos a entrar en el comedor, oímos vo-ces que provenían del camping, más abajo. Habían llegado loschecos en dos furgonetas, acompañados de Mehmet.

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La Montaña del Dolor

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Nos los encontramos rodeados de botellas de Coca-Cola yagua mineral en la acera del Restaurante Murat: diecisietehombres y una mujer que, después de aterrizar en Van, habíanpasado la noche en un hotel a orillas del lago homónimo. Ves-tían todos sudaderas de color rojo chillón que llevaban escrito«Ararat 2005».

Mehmet, enfundado en un traje ancho, nos tomó a Martíny a mí del brazo para presentarnos a un hombre con gorra decazador y voz de pito. Se llamaba Tomá? y era el jefe de los es-caladores de Praga. Le encantaba practicar el poco alemánque sabía, en tanto que detestaba hablar ruso. Creí escucharque los otros le llamaban «doctor». Sin consultar a los demásnos admitió en su expedición al Ararat.

Tomá? empezó a batir palmas.–¡No perdamos más tiempo!Hakan no se dejó ver y Mehmet retornó a la agencia de via-

jes. Recogimos nuestras cosas y subimos a la caja del Kamazcon las mochilas. Envié un mensaje a mi mujer avisándola deque los siguientes cuatro días y noches estaría sin cobertura.

COMIENZO. AMPOLLAS, RESTO OK. BESOS, TB. PARA V.De pie sobre nuestras mochilas nos asomamos cual suricatas

por encima del borde, tan alto como nosotros, de la caja delvehículo. Los guías que nos habían prometido no aparecieron,pero sí acudió a la cita un conductor que hizo gruñir el camióncon un sonido bronco al conducirlo en primera por un ser-penteante camino medio en obras hacia la meseta de Do?uba-yazit. Desde ahí seguimos la E-80 en dirección a la frontera conIrán. El cono sin nieve del Pequeño Ararat se recortaba con ab-soluta nitidez contra el cielo azul, mientras que alrededor delmanto blanco del Gran Ararat se había ido formando, a lo lar-go de la mañana, la habitual corona de nubes.

En la autopista, la creciente concentración de vallas publi-citarias anunciaba el complejo aduanero del paso fronterizocon Irán, que un cuarto de hora más tarde se perfiló en el ho-rizonte.

CUÍDATE. BESOS DE TUS CHICAS.

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Nuestro conductor enfiló la última salida antes de la fron-tera, sorprendentemente hacia la derecha, es decir, en sentidocontrario al Ararat. Al percatarse de nuestro asombro, Tomá?nos explicó que haríamos una parada en el centro de visitan-tes donde se conservaba la huella fósil del arca. Para los che-cos, el desvío al relieve con forma de nave no era ninguna pe-regrinación sino una simple visita incluida en el programa.

–Hoy sólo tenemos por delante tres horas de marcha –co-mentó Tomá? elevando la voz por encima del zumbido del mo-tor–. Y es mejor hacerlo pasado el mediodía, cuando ya nohace tanto calor.

El camino volvió a subir, por lo que pudimos contemplar entoda su extensión la meseta sin árboles que se adentraba pro-fundamente en Irán. Después de atravesar una aldea y pasarpor delante del enésimo barracón militar, alcanzamos un edi-ficio hexagonal, la sala donde se recibía a quienes venían a ad-mirar el arca de Noé.

Pese a ser los únicos turistas, el anciano vigilante se obstinóen dar instrucciones, indicando al conductor dónde había dedejar el camión. Previo pago nos autorizó a salir a la terrazadesde la cual se avistaba la silueta del arca de Noé/Nuh. Pro-clamó –por iniciativa propia y con el bastón en alto– que enese punto la Biblia, la Tora y el Corán no se contradecían. Allía lo lejos se erigía la montaña que los cristianos y los judíos co-nocían con el nombre de Ararat y un poco más cerca se alza-ban las colinas que el islam denominaba al-Gudı; sólo existíaun arca y esa arca se hallaba delante de nosotros.

La vista era, en efecto, portentosa: una suave pendiente quea todo lo largo presentaba una cicatriz formada por dos sa-lientes desmigajados por el paso del tiempo que primero se se-paraban para luego volver a unirse en la otra punta (la proa).Era como si el contorno de la nave se hubiera deslizado haciaabajo.

En el extremo de la terraza colgaba una cadena decorativacon carteles de PROHIBIDO EL PASO. Sin embargo, a cambiode una propina pudimos atravesar al otro lado, tal vez buscan-

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do un convencimiento, aunque sin saber exactamente acercade qué.

El relieve de arcilla se notaba húmedo al tacto y estaba sem-brado de piedras. Algunos lo bordeamos, intentando encon-trar la puerta por la que supuestamente embarcaron las pare-jas de animales. No localizamos entrada alguna y cuandoascendimos al terraplén y nos metimos en el arca el vigilantesilbó entre dientes. De vuelta a la sala de recepción nos lanzóuna mirada fulminante. La atribuí a la infracción en la queacabábamos de incurrir, pero el hombre señaló con sus ojos lasvitrinas de una pequeña exposición, instándonos a prestar unpoco más de atención. Detrás de los cristales se exhibían algu-nas conchas y piedras marrones y grises cuya leyenda, en in-glés, rezaba «madera petrificada» y «coral fosilizado». No ha-bía ni una sola palabra en turco. Por lo demás, se exponíandiversos recortes de prensa de la revista Life (septiembre de1960, la célebre fotografía aérea) e incluso un número recien-te de un boletín evangelista estadounidense cuya portada de-cía: «El Gobierno confirma que ésta es el arca de Noé».

Junto al retrato de Atatürk había un pupitre sobre el quereposaba un libro abierto. No resultó ser una obra religiosa,como supuse en un primer momento, sino un libro de firmas.Anoté mi nombre y la fecha, pero no se me ocurrió ningunafrase ingeniosa. Para mí la huella del arca era como el rostrode sombras fotografiado por el Viking I. Curioso, pero nadamás.

Al hojear el libro descubrí que el grueso de los visitantes nocompartía esa opinión.

Material probatorio que impone una confesión. Afirmo: «Sícreo».

Scott & Jean Michael, Maine, Estados Unidos.

De veras, Dios ha dejado la prueba de que está vivo.Andes Poh, Singapur.

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sas revelaciones estaban escritas con pulso firme e irradia-ban convicción y franqueza. También había textos con inten-ción claramente burlesca cuya letra aparecía mucho menoscuidada. Alguien de Haifa había dibujado dos jirafas en la si-lueta del arca y un vecino de San Francisco había garabateadocon rotulador: «Entonces dijo Dios a Noé: harás del arca unaatracción turística». Me llamaba la atención que todos los tes-timonios a favor llevaran firma, en tanto que los autores de laschanzas guardaban el anonimato.

l cabo de una hora, el Kamaz partió para el Ararat. Cruza-mos la E-80 y encaramos –sin ser detenidos en ningún puestode control– la vertiente sur. Vimos desfilar las granjas de la al-dea de Eli y una mezquita destartalada con tejado de zinc. Tem-blando hasta el último tornillo, el camión continuó subiendo,más allá del pueblo, hasta llegar a un entrante de tierra com-pactada que marcaba el final de la carretera. Tan pronto cómose bajó el portón trasero saltamos cual pulgas al suelo. Nos re-cibieron los dos hermanos Ferhat y Avdel. Junto a ellos aguar-daba una decena de mulas, inmóviles, con las orejas gachas.

El altímetro de Martin indicaba dos mil cuatrocientos trein-ta y cinco metros.

Si hacía abstracción de mis pies, el panorama se presentabahalagüeño; hasta donde me alcanzaba la vista, el camino entredonde nos encontrábamos y la cumbre del Ararat estaba des-pejado.

Nuestro almuerzo estaba esperando sobre el capó de un to-doterreno blanco en cuyas puertas figuraban las palabrasCAMPING MURAT. Había tortas de pan finas como el papel(lavash), tomates en rodajas, queso persa salado (brinza) y ta-rros de miel. Mientras envolvíamos el queso y el tomate rocia-do con miel en las láminas de pan, los hermanos cargaron lasmochilas en las mulas. Ferhat, el jefe de la expedición, ajustólas correas debajo de las panzas de los animales con un LuckyStrike encendido en la comisura de los labios. Vestía una cha-queta polar y pantalón de chándal y llevaba una gorra de béis-

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bol calada en la cabeza; su hermano Avdel calzaba unos zapa-tos de caña baja desgastados por el uso.

Éramos un grupo más bien adusto, formado para la oca-sión, entre cuyos miembros se instauraban silencios largos yreiterados, quizá también por causa de la enormidad de lamontaña que se elevaba ante nosotros. Estábamos, por decirlode alguna manera, «sentados sobre nuestro equipaje»: una ex-presión que alude a la costumbre rusa de meditar, justo antesde partir, sobre las implicaciones inmateriales del viaje, entreellas la despedida o los obstáculos que habrá que vencer. Eracierto que el inminente trayecto se volvía automáticamentemenos problemático si te parabas a pensar en él. Esa tarde sólomarcharíamos por las sendas de cabras que conducían al cam-pamento base, situado a tres mil doscientos metros. Para el díasiguiente (segunda jornada) estaba previsto el ascenso al cam-pamento de altura, ubicado a cuatro mil cien metros, desde elcual intentaríamos coronar la cumbre. Permaneceríamos vein-ticuatro horas en él para aclimatarnos. A primera hora de lamadrugada de la cuarta jornada emprenderíamos el camino ala cima. El plan era conquistar los cinco mil ciento sesenta ycinco metros a la salida del sol. Llevaba conmigo analgésicos yantiinflamatorios, así como los comprimidos para el trata-miento del glaucoma que me permitirían aguantar medio díamás en caso de sufrir dolor de cabeza, náuseas y falta de apeti-to (los síntomas del mal de altura). Me hallaba en buena for-ma física, estaba preparado.

Al apercibirme de que mi teléfono móvil aún tenía cober-tura envié otro mensaje a casa. Escribí que nos acompañabaun potro, precisando que por supuesto no iba cargado. La in-mediata respuesta sonaba eufórica: mi mujer se sentía grata-mente sorprendida por el contacto y Vera, cautivada por el po-trillo, deseaba saber cómo se llamaba y si todavía bebía lechede la madre.

El trayecto hasta el campamento base no requería ningúnesfuerzo especial. Con sandalias lo habría hecho silbando,pero calzaba botas de montaña de «categoría D» con suelas rí-

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gidas y unas hormas que aún no se habían amoldado a mispies. Mientras seguíamos a Avdel y sus mulas noté cómo la pielde mis talones y mis tobillos se ablandaba y se desprendía.Constituíamos una fila extensa y poco cerrada; los checos co-menzaron a ponerse, uno a uno, una prenda de abrigo encimade la sudadera, de modo que el rojo chillón fue dando paso aun número cada vez mayor de colores variados conforme íba-mos subiendo. Me sobrepuse al dolor, jurándome a mí mismoque resistiría hasta el final.

En una pradera al pie de una sólida masa de rocas montamosel primer campamento. Aunque iban emergiendo tiendas pordoquier, yo primero desenrollé mi esterilla para cuidarme lospies. No hacía falta que pinchase las ampollas con una aguja,pues ya estaban abiertas. Después de disolver dos aspirinas en elté que Avdel había preparado en un hervidor ennegrecido porel humo, armé mi iglú plateado (tipo Estrella Polar). Una vez lis-to me serví un plato de arroz con trozos de cordero en la im-provisada cocina de Avdel y me senté en una piedra junto aTomá? y Ferhat. Sólo entonces me percaté de la masiva presen-cia de gorriones. Iban y venían a saltitos por la seca hierba.

No hacía viento. La noche aparecía iluminada por un granglobo anaranjado lo suficientemente luminoso como para te-ñir de marrón rojizo el Pequeño Ararat. Las laderas que se ex-tendían por debajo de nosotros estaban salpicadas de conosvolcánicos en miniatura cuyos cráteres, ya en sombra, semeja-ban tapas de cazuelas.

Tan pronto como saqué a relucir la abundancia de gorrio-nes, Ferhat empezó a contar que, después de convivir duranteveintiuna temporadas con él como guía del Ararat, los pájarossabían a la perfección dónde y cuándo podían hacerse conunos granos de arroz. Ferhat llevaba el pelo de punta y era tanescuálido como las vacas que se paseaban por Eli. Nada másterminar de comer sacó un paquete de tabaco. Tomá? y yo nosabstuvimos de fumar, Ferhat encendió un cigarrillo. Reclinadohacia atrás con los codos apoyados en el suelo nos relató queantes, cuando aún no era guía, también ascendía todos los ve-

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ranos al monte a pastorear el ganado. La única diferencia, yllegado a ese punto rió mostrando sus dientes negros y amari-llentos, era que Avdel y él ya no se ocupaban de un rebaño deovejas sino de expediciones de montañeros.

–Y subís más arriba –añadió Tomá?.–Y subimos más arriba –repitió Ferhat.Sus padres y abuelos jamás habían superado los tres mil dos-

cientos metros, pues por encima de esa altura ya no crecía lahierba.

Le pregunté si también trabajaba para buscadores del arca.–¡Y tanto! Para Bob, Dave, Bill... –me contestó Ferhat. La

mayoría de ellos poseían ingentes cantidades de dinero. Bob,por ejemplo, podía gastarse fácilmente quince mil dólares enuna semana, pero era tan exigente que a veces rayaba en loirracional–. Bob lo quiere todo a la voz de «ya», y tal y como éllo ha pensado. Si yo digo: «Por ahí hay peligro de aludes», eldice: «¿Y qué?».

Hablaba inglés al estilo de los norteamericanos, con rotun-didad pero sin llegar a ser grosero, un tono heredado de susclientes que ahí, ante nosotros, acentuaba para verter su opi-nión sobre ellos. Narró la historia de un buscador veterano,John McIntosh, que dos semanas antes había sufrido una caí-da en la vertiente oriental del Ararat. El obeso estadouniden-se, que pesaba más de cien kilos, se rompió el tobillo y ya nologró ponerse en pie.

–Vino a rescatarle un helicóptero del ejército.Me interesaba saber qué opinaba acerca de su misión.–¿A qué te refieres?–El arca... –precisé.–¡Venga ya! Eso les importa un bledo.Esa vez el sorprendido era yo. Iba a preguntar «¿A qué te re-

fieres?», pero Ferhat no precisó de estímulos. Comenzó a ex-plicar que los había acompañado bastante a menudo paracomprender que el relato del arca no era sino una excusa. Anuestra izquierda, bañada por la luz oblicua, se desplegabaIrán y detrás de nosotros Armenia. La montaña se erigía como

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un bastión estratégico en medio de un juego geopolítico. Conla punta de su Lucky Strike al rojo vivo, Ferhat comenzó a ha-blarnos de los años ochenta, cuando todo giraba en torno a laUnión Soviética. No en vano Jim Irwin, aquel astronauta quecaminó por la Luna, sintió debilidad por la roca del Ángel quese elevaba sobre el barranco de Arguri: era la que mejor vistatenía sobre el telón de acero. Sin embargo, nada más desmo-ronarse la Unión Soviética los buscadores del arca dieron la es-palda al flanco armenio.

–La mayoría de ellos no regresaron en años.–Querían venir, pero no los dejaron –repliqué–. El Ararat

permaneció «cerrado» de 1990 a 1999.A juicio de Ferhat, ese dato no desbarataba su argumenta-

ción. Desde los atentados contra las Torres Gemelas volvierona concederse visados a la mayor parte de las expediciones, locual le parecía lógico habida cuenta de que a raíz de la guerrade Estados Unidos contra el terrorismo la zona fronteriza al-rededor del Ararat pasó a ser de nuevo terreno estratégico.Los estadounidenses abrieron un frente en Afganistán, des-pués en Iraq y en breve sería el turno de Irán.

–En cuanto tengan las manos libres ya veréis cómo aprove-chan el conflicto con la central nuclear de Isfahan para inva-dir el país.

Tomá? preguntó por qué estaba tan seguro de ello.–Ya os lo he dicho. Sólo hay que vigilar los movimientos de

los buscadores del arca.Ferhat observaba a los evangelistas como los campesinos ob-

servan las golondrinas. De sus maniobras creía poder deducircon total certeza cuál era el estado de la situación. Desde ha-cía poco, todos los expedicionarios se empeñaban en dirigirseal este, de preferencia al Pequeño Ararat, en la frontera conIrán, supuestamente porque allí aún no había buscado nadie.El año pasado, uno de ellos, Robert Cornuke, incluso mani-festó su intención de proseguir sus pesquisas nada menos queen el interior de Irán. A Ferhat esa nueva tendencia no le ex-trañaba en absoluto; ya había asistido a un fenómeno similar

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en la época en que Sadam Husein expulsó a los kurdos delnorte de Iraq. Por entonces decenas de miles de ellos atrave-saron las montañas con destino a Turquía, afrontando la lluviay la niebla. En el momento de mayor tensión de aquella crisis,los buscadores del arca de súbito sintieron necesidad de visitarel monte Cudi, situado en plena zona de conflicto.

–¿De modo que todos ellos son agentes secretos? –aventuré.–Volvamos al ejemplo de John, el gordo ese que se cayó

hace unas semanas... ¿De veras creéis que si yo me rompo untobillo me viene a recoger un helicóptero militar?

Ferhat arrojó la colilla, atrayendo con ello a los gorriones.Nuestras sombras, y también las de las rocas circundantes, seestiraban alargadas y estrechas sobre las tiendas de campaña.

Pese a todo, nuestro guía no profesaba antipatía a los Esta-dos Unidos.

–Muchos de mis amigos sólo saben decir yankee go home –ob-servó–. No quieren entender que los norteamericanos son losaliados de los kurdos.

A su modo de ver, sólo los Estados Unidos, y nadie más, seencargarían de que naciera un Kurdistán independiente,como Estado tampón contra los árabes.

Ferhat abrió su navaja para trazar en una superficie de are-na sin hierba la inminente reorganización del mapa. Segúnnos indicó, el futuro Kurdistán ocuparía, además del surestede Turquía, zonas de Irán e Iraq.

–Habremos de tener paciencia. Nelson Mandela pasó casitreinta años en la cárcel antes de asumir la presidencia de supaís. A Abdulá Ocalan le sucederá otro tanto –dijo Ferhat sinbajar la voz. Habló en tono alto, aunque sin exaltarse, sobre eldirigente del PKK que desde 1999 se hallaba preso, como már-tir de la causa kurda, en una isla prisión en el mar de Márma-ra. Nuestros gobiernos occidentales intentaban evitar por to-dos los medios que se le aplicara la pena de muerte. ¿Por qué?¿Por humanismo o por oportunismo? ¿Qué creíamos?

–Todavía necesitan a Ocalan –aseguró Ferhat– Así que yame diréis cuál es la respuesta a mi pregunta.

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Quizá tuviera razón, quizá no. De cualquier modo compro-bé con fascinación cómo una convicción aparentemente oxida-da e inamovible podía dar una vuelta de tuerca hasta transfor-mar mi visión del mundo. La rueda de engranaje dentro de micabeza se había puesto en marcha entre chirridos al escuchar el«¡Bienvenido al Kurdistán libre!» que Mehmet había pronun-ciado sin ambages en Do?ubayazit, y aún no se había detenido.

–Tendremos que ceder el Ararat a Armenia –sentenciócomo si esa decisión dependiera de él.

El asunto de Armenia y la ineludible cuestión armenia re-clamaban otro cigarrillo. Ferhat aludió a «crímenes» de losque debían avergonzarse no sólo los turcos sino también loskurdos, que fueron quienes en tiempos «acompañaron» a losdeportados. Preguntó:

–¿Os habéis fijado en las excavadoras que hay en la carrete-ra que va al palacio de Ishak Pachá?

De hecho, en un par de ocasiones el conductor del Kamazhabía tenido que parar ante unos hombres enfundados enchalecos reflectantes. Por lo que contó nuestro guía, durantelas labores de ensanchamiento de la calzada los obreros se to-paron con una fosa que con toda probabilidad se remontaba a1915. Era un secreto a voces que allí yacían víctimas armenias,pero en Turquía ese tema era tabú.

Llegado a esa altura de la historia, Ferhat sí bajó el tono. Se-gún dijo, las autoridades simplemente ordenaron asfaltar lazona. Así era como funcionaban las cosas en Turquía. Sin em-bargo, grandes potencias de la talla de Francia o Estados Uni-dos, que contaban con una fuerte representación de inmi-grantes armenios, compensarían a Armenia en cuanto sereajustaran las fronteras. Haciendo un balance lógico se ob-tendría, en opinión de Ferhat, el siguiente resultado: un Kur-distán independiente para los kurdos, el Ararat para los arme-nios y una Turquía que permanecería intacta del tronco a lacabeza, desde Ankara hasta Estambul.

Tomá? observó que en tal caso perdería su trabajo comoguía del Ararat.

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Ferhat se rió de oreja a oreja.–Ya tengo claro que entonces me iré al Cudi –concluyó.

El frío que emanaba del suelo del Ararat nos desterró anuestras tiendas. Después de cepillarme los dientes me arropécon ochocientos gramos de plumón de pato. Antes de dormir,anoté en palabras clave, alumbrándome con la linterna fron-tal, todo cuanto acababa de escuchar, bajo el título de «Ser-món de la Montaña de Ferhat».

En vez de guardar mi libreta de notas leí mis apuntes de losdías anteriores. Si bien había registrado minuciosamente losdatos objetivos, entre ellos los de la geología del valle de Ar-guri, aún no había escrito palabra sobre mis impresiones per-sonales. Al tomar bruscamente conciencia de ello me obliguéa mí mismo a afrontar una serie de preguntas. ¿Qué buscabaen el Ararat? ¿Por qué deseaba tanto coronar la cima? ¿Quépretendía demostrar?

Apoyado en el antebrazo, con la linterna en la frente, com-prendí que la idea con la que había iniciado el viaje se revela-ba falsa. No era un escéptico que con cuarenta años ascendía auna montaña sagrada para averiguar si en última instancia la fede su infancia no albergaba algo verídico o valioso. Estaba enjuego otra cosa bien distinta: la conquista del Ararat se presen-taba como una prueba a la que me sometía con el fin de des-cubrir si era capaz de desprenderme de aquella herencia. Y side veras deseaba deshacerme de ella. Tenía propensión a cre-er en el conocimiento y la ciencia, porque existían de verdad.En cambio, detrás del antipendio del tabernáculo no habíanada y junto al límite de las nieves eternas del Ararat no apa-recían ángeles con espadas luminosas. Al conquistar la cimame cercioraría de que, a la hora de la verdad, confiaba en la ra-zón; no me tropezaría con un fragmento de madera del arca.

La segunda jornada se estrenó con una deslumbrante sali-da del sol. El manto de hielo del Ararat contrastaba vivamentecon el cielo sin nubes. A través de los prismáticos se divisaba en

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la lontananza un minúsculo saliente rocoso, justo por debajodel límite de las nieves perpetuas: el lugar donde montaríamosnuestro segundo y último campamento.

A lo largo de la mañana, durante el ascenso, se fueron le-vantando jirones de niebla que se encaramaron con premura alas pedregosas laderas; en ese mismo intervalo de tiempo se apo-deró de mí la sensación de que el dolor de mis talones iba su-biendo dentro de mi organismo, a martillazos, para acumularseen el seno frontal. Una escalada como ésa, de algo menos de milmetros, hacía mella en las rodillas, en los muslos, el bazo y lospulmones, y causaba interferencias en las facultades percepti-vas. Beber té azucarado reducía los estragos. Era consciente deque, además, debía comer algo, pero no era capaz de tragar.

El cielo se encapotó y la temperatura comenzó a descender.Según la regla empírica se pierde un grado centígrado porcada ciento cincuenta metros de subida. De hecho, al alcanzarlos cuatro mil cien metros previstos para ese día no quedaba nirastro del tórrido calor estival. Faltaba poco para que helase.Todos llevábamos guantes y gorros de esquí, a excepción deAvdel, que, sin inmutarse, se había puesto a hervir arroz en uninfiernillo.

Llegado el caso, en el campamento base habríamos podidojugar un partido de fútbol, pero ahí arriba había escasez de es-pacio. Esparcidas por una elevación con forma de hombro en-juto, se habían tallado quince parcelas en las que apenas cabíauna tienda de campaña. Encontré para mi Estrella Polar un lu-gar abrigado entre las rocas, a pocos pasos de un precipicio. Aderecha e izquierda, las escabrosas pendientes de toba y basal-to proseguían su curso hasta el infinito. Sobre nosotros, loscampos de nieve asomaban por debajo del cinturón de nubescomo si se tratara de parduscas telas deshilachadas. Todo re-vestía una apariencia gris y negra. Nos hallábamos en las esfe-ras de la naturaleza de las que se habían borrado todos los co-lores. Adjetivos como «bello» o «limpio» ya no valían; lahostilidad del entorno se saboreaba en la aspereza del viento,que se depositaba sobre los labios y los brisaba.

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No me apetecía probar el arroz de Avdel. Por tomar algome serví un mendrugo de pan y un poco de queso brinza gra-nuloso. Cuando fui a echarle miel, me di cuenta de que la sus-tancia viscosa por naturaleza se había solidificado por com-pleto.

Aunque sólo eran las cuatro de la tarde, los propios guíasapenas se tomaron el tiempo de comer. Ferhat incitó a todo elmundo a atiborrarse y a acostarse acto seguido con el estóma-go lleno. «Comer y dormir», rezaba la consigna. No com-prendí a qué venía tanta prisa si íbamos a permanecer veinti-cuatro horas en el lugar. Cuando se lo comenté a Tomá?,resultó que Ferhat y él habían decidido modificar los planes.Me repitió lo que acababa de explicar en checo a sus compa-triotas: se avecinaba una borrasca procedente del mar Caspio.A fin de adelantarnos a ese cambio meteorológico nos saltarí-amos el día de aclimatación. El pausado programa inicial,concebido para maximizar nuestras posibilidades de coronarla cumbre, había sido sustituido por un plan de ataque. Ellosignificaba que iniciaríamos nuestro ascenso a la cima a lasdos de la madrugada: cinco horas para subir, diez minutosarriba, dos horas para bajar.

–¿Te has traído una linterna, verdad?–Sí –confirmé–. Lo que más me preocupa es el mal de altura.–Con un poco de suerte te anticipas a él – dijo Tomá? gui-

ñándome el ojo con ánimo de reconfortarme. Para mi tranqui-lidad añadió que era médico, en concreto internista, por másque se viera obligado a ejercer en un menesteroso hospital delEstado–. El organismo tarda unas horas en desarrollar el malde altura y quizá para entonces ya estemos descendiendo.

Cuando, a las cuatro y media, entré en mi tienda de cam-paña pensé: «Me voy a comer el Ararat». Las etapas más fácileshabían quedado atrás; aquella noche emprenderíamos la mar-cha decisiva.

A resguardo en mi iglú, bajo las varillas inclinadas, volví acubrir mis talones con parches solubles denominados «segun-

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da piel» y esparadrapo. Después encendí mi móvil. Antes ha-bía oído a Ferhat hablar por teléfono para informarse del últi-mo parte del servicio de meteorología. En la pantalla aún par-padeaba una de las cinco barras verdes, lo cual quería decirque me hallaba en el extremo absoluto de la zona de cobertu-ra. Para no desperdiciar la oportunidad tecleé letra por letraun nuevo mensaje.

CAMP. 2, 4.100 M. NIEVE Y NUBES CERCA. SI NO SUFROMAL DE ALTURA: MAÑANA CUMBRE. BESOS F.

El aparato trató de establecer una conexión, pero al cabode un rato leí: EL MENSAJE NO HA SIDO ENVIADO/SE HAGUARDADO EN LA CARPETA «NO ENVIADOS». Pulsé unay otra vez la tecla de repetición, sin resultado. Seguí intentán-dolo, cada vez con mayor ensañamiento, hasta que a la mediahora se iluminó de súbito la palabra ENVIADO.

Aguardé la respuesta con expectación, pero, en cambio, co-menzó a granizar.

La caída del pedrisco sobre la lona de mi tienda sonabacomo un aplauso lejano que se iba amplificando hasta conver-tirse en el estruendo de un camión descargando gravilla. Esono era normal, y el ruido no paraba de crecer. Me tumbé bocaarriba para poder registrar la menor variación de tono e in-tensidad. Se escuchaba cómo cambiaba el tamaño de las bolasy el ángulo de las ráfagas de aire que las arrojaban contra latienda de campaña. Retumbó un trueno, seguido de los vagosgruñidos de una tormenta que merodeaba por una de las la-deras. Esperaba relámpagos, pero no se produjeron. A cada ra-cha de viento tensaba los músculos aguardando ese único mo-vimiento brusco, como de prestidigitador, que se llevaría elnailon. Sin embargo, mi iglú no se rasgó ni se vino abajo. Alcabo de un tiempo (¿quince minutos, una hora?) comenzó aoscurecer y logré conformarme con mi suerte.

Al encender la pantalla de mi teléfono móvil me percaté deque la habitual barrita verde había quedado reducida a unpunto estático.

«Muy bien», me dije a mí mismo, «una granizada».

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Lo irritante era que en principio no había contado con laposibilidad de intercambiar más mensajes con mi mujer y mihija, pero al tomar conciencia de que en el universo flotabauna respuesta suya deseaba captarla como fuese. Se me anto-jaba surrealista: estaba tumbado en una nube a cuatro mil cienmetros de altura, bajo una cúpula gris, con un teléfono muer-to en la mano.

Comencé a imaginarme las dudas que Vera podía haber for-mulado en el mensaje.

«¿Cómo son las nubes? ¿Duras o blandas?» (Las nubes sonsuaves como el terciopelo, pero el granizo que descargan esduro como una bala.)

O: «¿Dónde duerme el potrillo?». (Pues...)Tres años y medio atrás había cortado su cordón umbilical.

A partir de ese instante, fue explorando y ampliando progresi-vamente el mundo que la rodeaba, desde hacía unos mesescon ayuda de unas preguntas cada vez más enjundiosas. Unanoche que no lograba conciliar el sueño me senté a su lado yle expliqué que le daría un poco de «pomada para dormir».

–Cierra los ojitos y deja caer los brazos sobre la sábana –lesugerí–. Y ahora respira hondo.

–Papá... –dijo al rato, con los ojos cerrados–, ¿de qué vien-tre salió el primer niño?

Me pregunté cuál era la vida media o período de desinte-gración de la pureza. ¿Podría ser generada por el hombre pormedio de un ensayo? Y, en caso afirmativo, ¿durante cuántotiempo se mantendría estable?

No me apercibí de que el granizo había dado paso a la nie-ve hasta que la lona lateral de mi Estrella Polar comenzó a darde sí, lo cual me obligó a golpearla suavemente para removerlos copos.

Dormir parecía imposible. Mi vejiga se estaba inflando degotas de té, pero salir afuera a orinar era una operación queprefería no llevar a cabo. Sin embargo, la incómoda sensaciónde estar aguantando me mantenía en vela, por lo que mi men-te entró en un círculo vicioso. Transcurrió una eternidad antes

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de que a la una de la madrugada por fin sonase la voz de Fer-hat. Nos concedió tres cuartos de hora para que nos prepará-semos; ese tiempo, en cambio, pasó volando. Costaba trabajoponerse el equipo de montaña dentro de tan angosta cápsula.Sólo en la cabeza llevaba nada menos que un gorro, una ca-pucha, unas gafas de esquí y una linterna frontal. Ante mi bocacolgaba la boquilla de mi camel bag, que había cargado a mi es-palda después de llenar el recipiente con té. Dentro de los bol-sillos iban barritas de cereales y tabletas de chocolate. Duranteel ascenso había que beber más que comer, pues la ingesta delíquidos ayuda a combatir el mal de altura.

Me deslicé hacia fuera empujando las botas con los pies.Aunque era de noche, el suelo nevado irradiaba un resplandorblanquecino. La densa niebla causaba la impresión de que porencima de mi tienda iglú se hubiera colocado otra cúpula gris.Continuaba nevando; yo era una de las figuras de una bola decristal con nieve recién sacudida.

El frío glacial envolvía mi boca y mi nariz, dificultándome larespiración. Subí hasta la tienda de campaña de Ferhat y Avdelpara sumarme a la concentración de espectros con haces deluz. Nadie dijo nada, hasta que Ferhat anunció que partiría-mos una hora más tarde a causa de la niebla. Los rayos lumi-nosos que lanzábamos sobre las piedras y la nieve cual palillosde Mikado se diseminaron y desaparecieron en las tiendas dis-persas. De regreso a mi Estrella Polar fui a dar a una pendien-te vertiginosa. Como ya no divisaba a nadie volví sobre mis pa-sos. Treinta o, a lo sumo, cincuenta metros. Entonces me vi derepente ante otra pared abismal sin haberme cruzado con nin-gún iglú. Empecé a tener calor y a hablar conmigo mismo. Ba-rajé la posibilidad de pegar un grito, pero ¿qué iba a gritar?¿Que me había perdido a diez pasos de mi tienda? Pensé que,en último caso, podría esperar una hora fuera. Era una op-ción. Mientras seguía algunas huellas elegidas al azar me topécon una tienda de campaña tipo túnel que se situaba justo porencima de mi Estrella Polar. Después de deslizarme unos me-tros hacia abajo fui a parar junto al toldo de mi iglú.

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Una vez dentro, me tumbé en la esterilla con la ropa pues-ta, aún temblando de frío, y me entretuve escuchando mi pro-pia respiración, hasta que a las tres de la mañana resonó unavoz por todo el campamento: «La salida queda aplazada hastalas cinco».

Debí de quedarme dormido, porque en un momento de-terminado me despertó la luz. Eran las ocho menos cuarto dela mañana del lunes 5 de septiembre de 2005. Al no oír a miscompañeros pensé que se habían marchado sin mí. Sin em-bargo, cuando conseguí salir de mi iglú avisté para mi aliviouna silueta que se difuminaba en la niebla.

Las precipitaciones habían cesado. La nieve crujía bajo lassuelas de mis botas. Un poco más arriba encontré a Ferhat yTomá? con un tazón de té en la mano. Hablaban del tiempo:en verano la corona de nubes del Ararat solía disolverse por lanoche. En condiciones normales, el cielo ya estaba despejadocon anterioridad a la medianoche y continuaba limpio hastaaproximadamente las ocho de la mañana. La pasada madru-gada constituía una excepción, al parecer porque la borrascaalcanzó el flanco armenio del Ararat antes de lo previsto. El re-sultado era que, al final, permaneceríamos veinticuatro horasen el campamento.

–Así recuperamos nuestro día de aclimatación –observóTomá?.

En realidad, no perdíamos nada con ello, sino que simple-mente retomábamos el plan original. Pero ¿cuántas veces po-día uno recargar las baterías para emprender una prueba defuerza?

De vuelta a mi tienda de campaña me quité primero losguantes y luego me desembaracé de varias capas de abrigo:anorak, chaqueta cortavientos y chaleco acolchado. A mis piesno les venía mal el intervalo de descanso. Después de atacarmis provisiones me quedé de nuevo dormido hasta que dos ho-ras más tarde desperté sobresaltado por unos gritos, esta vez encheco. Reconocí la estridente voz de Tomás, acompañada deinsistentes palmas de guantes. Las palabras articuladas por él

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sonaban como ecos deformados de los términos rusos «vamos»y «veinte minutos».

Eran las once menos cuarto de la mañana cuando, al fin,iniciamos el ascenso a la cumbre. Teníamos la fortuna de quela niebla se había disipado de pronto, con lo que se abrió unapanorámica de centenares de metros por encima de las blan-cas laderas. Además de Martin y yo se apuntaron dieciochochecos. Cuatro se quedaron en el campamento con dolor decabeza y náuseas. Ferhat encabezaba la expedición, Avdel la ce-rraba.

No había senda, ni tampoco rastro; nosotros mismos nosencargamos de marcarlo pisando la nieve. No tardamos enadentrarnos en una nube que nos envolvió en un frío impla-cable. Al rato comenzó a nevar, al principio tímidamente.Como mantuve un paso constante, conseguí llevar una caden-cia que aplacaba el dolor de mis talones. Ni siquiera me ente-ré de que dos de los checos dieron marcha atrás a la mediahora. Después de guiarlos hasta el campamento, Avdel volvió aunirse a nosotros.

Vista desde la distancia, nuestra marcha podía parecer unejercicio de grupo, pero en realidad no lo era. Cada cual de-pendía de sí mismo. El truco estaba en saber acoplar movi-miento y respiración. Cualquier alteración (un pie que se des-lizaba, una roca a la que había que encaramarse) minaba lasfuerzas. Y, si encima iba acompañada de un improperio, el or-ganismo perdía otro chorro de energía.

La culpa la tenía la exigua densidad del aire. La falta de oxí-geno se acentuaba conforme se iba subiendo.

Trepamos cual cadena humana por un túnel de grisáceaniebla en el que los copos de nieve azotaban el rostro como sifuesen esquirlas. En uno de los descansos para beber percibíque la sotabarba y el bigote de Tomá? estaban llenos de escar-cha. Al detener la marcha, el frío gélido se hacía notar muchomás; si por mí fuera habríamos recorrido el trayecto de un ti-rón. Me costaba cada vez más recuperar el ritmo. Me puse apensar en números para aligerar el paso. Recitaba las tablas de

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multiplicación y resolvía problemas matemáticos, aunque alcabo de un tiempo comenzaron a brotar imágenes y pensa-mientos. Me acordé de Fernand Navarra, el francés que alacercarse a los cinco mil metros había visto ante sus ojos el víacrucis de la catedral de Padua. Comparó el Ararat con el Gól-gota, y a sí mismo con Jesucristo. Otros montañeros ascendie-ron con el retrato de Noé grabado en la retina, fascinados porla deliciosa sensación de estar siguiendo su estela. Hasta Frie-drich Parrot, siempre tan sensato, afirmó con el debido respe-to haber sido el primero en conquistar el Ararat «desde Noé».Entre mis ilustres antecesores había uno que sobresalía: sir Ja-mes Bryce. En 1876, ese diplomático británico encontró muypor encima del límite del arbolado un erosionado fragmentode madera en la grieta de un glaciar. Medía un metro y veintecentímetros, y no cabía duda de que estaba labrado por un serhumano. Bryce se arrodilló impresionado ante el hallazgo. Re-sultó ser el bastón que Parrot había dejado medio siglo antesen la cima del Ararat como parte de la cruz que aseguró haberplantado sobre el terreno.

¿Y yo? ¿Qué experimentaba yo? No me embargó ningúnsentimiento de euforia ni se me ocurrieron ideas sublimes; ne-cesitaba invertir toda mi energía en la escalada.

Junto a una roca saliente en la que grandes letras pintadasanunciaban 4810 M – MONT BLANC descansamos cinco mi-nutos. Por mucho que sorbiera no salía ni una sola gota de mibolsa de té. El líquido dentro del tubo se había helado. Loschecos usaban cantimploras; sin embargo, a mí no me queda-ba más remedio que sacar mi recipiente profesional de la mo-chila y desenroscarlo. Tan pronto como me quité los guantes,sentí cómo se me agarrotaban los dedos. ¿Qué era más impor-tante: tomar unos tragos de té o proteger mis manos de unatemperatura de quince grados bajo cero? Con las prisas se mecayó un guante que enseguida se alejó unos metros resbalan-do por la nieve. Maldiciendo la bolsa de camello me apresuréhacia él y mientras lo recogía del suelo me vino a la memoriael consejo de la dependienta de la tienda de montañismo.

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«Átalos con una cuerdecilla a las mangas del anorak como sehace con los de los niños pequeños. A cinco mil metros, la pér-dida de un guante puede tener consecuencias fatales», me ha-bía dicho.

«No te agobies por algo que no has perdido», me inculquéa mí mismo. Era absolutamente necesario que consiguiese res-tablecer el equilibrio dentro de mi cabeza. Aún teníamos unahora por delante, con dos travesías difíciles. La primera deellas pasaba por el denominado foso de los bueyes, un barran-co que había que bordear paso a paso describiendo mediocírculo. En la segunda había que vencer una empinada paredde hielo, en algunos puntos casi vertical, justo por debajo delos cinco mil cien metros; en realidad se trataba del lateral delglaciar de Parrot. Una vez superado ese escollo se llegaba auna altiplanicie ondulada y entonces lo peor habría pasado.

Sobrepasamos la altura del Mont Blanc. Además del esfuer-zo que me suponía reanudar la marcha, tanto mental como fí-sicamente, comenzó a hacer mella la enloquecedora falta deoxígeno. Mis jadeos se intensificaron, andaba más encorvado yempecé a oír zumbidos. Para poder avanzar repetí una y otravez los números primos y las diez primeras cifras detrás de lacoma de π. Ello me permitió reencontrar el ritmo. Se volvió aabrir ante mí un abanico de pensamientos, que en un mo-mento dado se quedaron flotando alrededor de mi hija. Al re-memorar que ella no decía «cifras» sino «letras para contar»pensé en cómo me enseñaba a redescubrir el lenguaje. Verame daba a saborear nuevas palabras, bautizadas en la mismaesencia de la que emergían. «Letras para contar», una magní-fica definición salida de su boca, ésa era la maravilla hecha rea-lidad ante la cual yo estaba dispuesto a caer de rodillas. Pala-bras acuñadas por mi hija, salidas de la nada. Vocablos queexistían de verdad y que, además, revestían un significado pro-pio, pues yo me apoyaba en ellas.

Para mí todo eso se situaba más allá de lo inteligible. Habíacuestiones que no se prestaban a ser «explicadas», que eran in-munes al desciframiento o la dilucidación. «Así de simple»,

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concluí. Me alegraba de poder admitir la existencia de seme-jante dimensión. A mi juicio, la religión facilitaba pautas paracomprender lo inexplicable, pero sus sugerencias eran arbi-trarias. Yo prefería guiarme por mi propia imaginación.

Ferhat nos aguardaba a cuatro mil novecientos cincuentametros de altura, junto al foso de los bueyes, una zanja que seprecipitaba hacia el abismo como un tobogán de inclinaciónpoco menos que vertical. Teníamos que recorrer el semicírcu-lo de uno en uno. Según dijo nuestro guía, no teníamos porqué perder el equilibrio si mirábamos hacia delante. Él pasóprimero para aplastar la nieve. Le siguió Martin, luego Tomá?,y después dos checos. Avdel me indicó con la cabeza que habíallegado mi turno. En cuanto eché a andar supe que, pese a su-frir vértigo, lanzaría una ojeada sobre el foso de los bueyes.Aun así no me tambaleé. Al cabo de unos cincuenta metros, elresbaladizo trayecto desembocó en una neblina suave comouna red de protección.

Más allá del foso de los bueyes entré en un trance en el quese disolvían el dolor de cabeza y el escozor de mis pies. La pen-diente se incrementó, nuestros pasos menguaron. Nos aventu-ramos sobre el hielo, aunque sin necesidad de ponernos cram-pones; la reciente capa de nieve ofrecía suficiente agarre y,además, no paraba de nevar. Caí en la cuenta de que ya sólo lo-graba contar. Renuncié a las series numéricas, a los problemasmatemáticos, refugiándome en el 1, 2, 3, 4...

El lateral del glaciar de Parrot se me antojó menos escarpa-do de lo que me había figurado. Y ni siquiera hacía falta esca-larlo en línea recta; podíamos atravesarlo en diagonal, hacien-do uso de una suerte de escalera. Ferhat se encargaba deexcavar los peldaños en el hielo a hachazos. Me movía muydespacio, tras cada paso descansaba un instante con las manossobre una rodilla, inhalaba tres veces y subía un escalón más.Después de recorrer tres cuartas partes de aquella escala lade-ada sentí cierta confusión. Primero vi con el rabillo del ojo queun grupo de cuatro se fue quedando atrás y luego escuché unvocerío por encima de mí. A falta de unos pocos metros me

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percaté de que quienes ya habían llegado a la meseta se incli-naban hacia adelante de una forma extraña. O mejor dicho:estaban esperando con el tronco doblado.

Nada más asomarme por encima del saliente de hielo se mecortó la respiración. La nieve me latigueaba la cara y me viobligado a reptar para encumbrarme al techo del Ararat. Cadavez que trataba de incorporarme, el aire me arrojaba haciaatrás. Aquello me traía a la memoria una pesadilla que me ha-bía perseguido de niño: abandonado en el tejado de hormi-gón de nuestro edificio de apartamentos en la calle Speen-kruidstraat, en la undécima planta, el viento cada vez másrecio me iba empujando hacia el precipicio.

Me apercibí de que Ferhat gesticulaba como si estuvieraguiando a un avión recién aterrizado. «Se acabó», decían susbrazos sin dejar de agitarse. «Damos la vuelta.»

Los checos se opusieron. La ondulada altiplanicie comen-zaba por debajo de los cinco mil cien metros y el punto másalto se hallaba algo así como medio campanario más arriba. Vicómo juntaron las cabezas y cómo se dirigieron luego al guía.No pensaban abandonar, y yo tampoco. De repente se alzaronvarias manos: allí, al fondo, el campo de hielo ascendía suave-mente, aquél era nuestro destino final. A pesar de la niebla, elpunzante frío y los asaltos horizontales de la nieve, nadie esta-ba dispuesto a regresar. Queríamos coronar la cumbre y ésa sesituaba a cinco mil ciento sesenta y cinco metros.

Ferhat se rindió; con el cuerpo arqueado comenzó a trazarun nuevo rastro, apartándose de la abrupta ladera por la quehabíamos subido. Las ondulaciones del campo cubierto deblanco semejaban dunas de nieve. Ora ascendíamos, ora bajá-bamos. No había quién se aclarase. Nadie llevaba brújula. Elfuerte viento que soplaba casi de frente se revelaba como laúnica boya que nos ayudaba a mantener el rumbo. Al cabo deun cuarto de hora, Ferhat se giró hacia nosotros. El viento ti-raba de la capucha de su anorak, medio tapándole la cara. Re-clinado hacia atrás como un practicante de vela anunció:

–Hemos llegado.

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Nuestro guía se dispuso a iniciar el descenso, pero Martinnos mostró su altímetro: cinco mil ciento cinco metros. Aúnno habíamos alcanzado nuestra meta final.

La cumbre se hallaba sesenta metros más allá, al alcance dela mano. Los checos volvieron a protestar. Bastaba con conti-nuar un poco por el blanco campo ligeramente inclinado,pero Ferhat se negó a dar un solo paso más. Señaló nuestrostrazos: media hora después no quedaría nada de esas huellasen las que uno se hundía hasta la rodilla y estaríamos abocadosa vagar sin rumbo.

Al ver que Tomá? intentó convencer a sus compatriotascomprendí que se había terminado, también para mí.

Aparté la cabeza y contemplé durante un largo minuto elespectáculo de la ventisca, empeñada en borrar mis pisadas.Los hoyos se llenaban de polvo blanco a un ritmo desenfrena-do y, de una enérgica ráfaga, eran alisados con el resto delcampo de hielo.

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En el curso de la redacción de este libro acabé considerandola historia del diluvio como un vasto tapiz que aún se halla enproceso de elaboración. Comenzaron a tejerlo los poetas épicosde Mesopotamia, quienes lo adornaron con diversas figurasmulticolores. Siglos más tarde retomaron el hilo los sacerdotesdel monoteísmo. Añadieron las marcas negras del pecado hu-mano y redujeron el abanico de dioses a uno Único, solitario.

Desde entonces se han producido en la literatura y las artesplásticas un sinfín de variaciones sobre el mismo tema. En úl-tima instancia, esta obra es una de ellas, pues yo también hetratado de contribuir a la confección de un tejido que supues-tamente durará más que yo.

De las numerosas fuentes que he consultado a tal fin sólouna pequeña parte se menciona en el cuerpo del texto, a me-nudo sin indicación de procedencia y demás datos bibliográfi-cos. En las páginas que siguen pretendo colmar esa laguna.

La Biblia se ha revelado como una fuente primaria y unaobra de referencia absolutamente indispensable. Para la ver-sión española de Ararat se han tenido en cuenta La Biblia cul-tural (SM-PPC, Madrid 1998) y La Biblia, Dios habla hoy, edicióninterconfesional (Edibesa, Madrid 2004). Los fragmentos delCorán han sido tomados de la traducción de Julio Cortés (Her-der, Barcelona 1999).

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Fuentes y agradecimientos

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Por lo que respecta al Poema de Gilgamesh, se ha manejado laedición preparada por Federico Lara Peinado (Tecnos, Ma-drid 2001). En la misma línea, cabe hacer referencia a AssyrianDiscoveries, de George Smith, el descubridor de la epopeya deGilgamesh (Londres 1875). Para más información acerca delos hallazgos arqueológicos de Smith, es imprescindible estu-diar las siguientes dos publicaciones del Museo Británico: TheBabylonian Story of the Deluge and the Epic of Gilgamesh (Londres1929) y The Babylonian Legend of the Flood (Londres 1961). La le-yenda del diluvio, tal y como la describe Ovidio, se encuentraen el Libro Primero de las Metamorfosis (Austral Poesía, Madrid2006, trad. de Ely Leonetti Jungl).

Hay una serie de obras sobre el mito diluviano que consi-dero especialmente importantes: Noah’s Ark and the ZiusudraEpic, de Robert M. Best (Enlil Press, Fort Myers 1999); Noah, thePerson and the Story in History and Tradition, de Lloyd R. Bailey(University of South Carolina Press, Columbia 1989); Noah’sFlood, the Genesis Story in Western Thought, de Norman Cohn(Yale University Press, New Haven 1996); y When the Great AbyssOpened, Classic and Contemporary Readings of Noah’s Flood, de J.David Pleins (Oxford University Press, Nueva York 2003).

De las novelas en torno al tema del diluvio universal que mehan inspirado a la hora de escribir el presente libro, son deobligada mención Una historia del mundo en diez capítulos y me-dio, de Julian Barnes (Anagrama, Barcelona 1997); y Het levenvan Pi, de Yann Martels (Prometheus, Ámsterdam 2003). Tam-bién he quedado cautivado por Passage to Ararat, de Michael J.Arlen (Nueva York 1975), una obra de índole autobiográficaque invita a la reflexión. En el capítulo «Buzda?» he introdu-cido una observación formulada por Willem Jan Otten enSpecht en zoon (Van Oorschot, Ámsterdam 2004), según la cuallos seres humanos tienden a arredrarse ante sus meditacionesmás profundas.

El libro de Salomon Kroonenberg, cuyo manuscrito se citaen el texto con el título provisional de Gisteren was vandaagmorgen, ha sido publicado como De menselijke maat, de aarde over

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tienduizend jaar (Atlas, Ámsterdam 2006) y ha cosechado gran-des elogios. Del mismo autor he leído Stop de continenten! (Lin-gua Terrae, Ámsterdam 1996), una colección de meditacionesy columnas periodísticas.

Las dos ediciones del relato del viaje de Friedrich Parrotque se comparan y comentan en este libro son Reise zum Ara-rat (Brockhaus, Leipzig 1985) y una impresión facsímil deJourney to Ararat (Nueva York 1855). Los datos biográficos so-bre Friedrich Parrot provienen del epílogo de Reise zum Ara-rat, redactado por Marianne y Werner Stams, y de Der DorpaterProfessor Georg Friedrich Parrot und Kaiser Alexander I, de Frie-drich Bienemann (Reval 1902). La información sobre la tra-yectoria vital de Hermann Abich, coetáneo de Parrot, la heencontrado en el artículo «Hermann Wilhelm Abich im Kau-kasus: Zum zweihundertsten Geburtstag», de Ilse y Eugen Sei-bold, publicado en International Journal of Earth Sciences (2006,págs. 1087-1100).

De los informes de viaje del siglo XX, me han sido de inesti-mable ayuda Journey to Armenia, de Osip Mandelsjtam (con pre-facio de Bruce Chatwin, Londres 1980); The Red Flag at Ararat,de A. Y. Yeghenian (Nueva York 1932); y Kapoot, the Narrative ofa Journey from Leningrad to Mount Ararat in Search of Noah’s Ark,de Carveth Wells (Nueva York 1933). Los libros de Fernand Na-varra, que datan de los años cincuenta, giran alrededor de susesfuerzos por hallar el arca; en concreto, me he basado en latraducción inglesa The Forbidden Mountain (Londres 1956, títu-lo original: L’Expédition au Mont Ararat) y en la versión alema-na Ich fand die Arche Noah, mit Weib und Kind zum Ararat (Darms-tadt 1957, título original: J’ai trouvé l’Arche de Noé).

He consultado varias otras obras sobre los buscadores delarca perdida y la búsqueda del arca en general: The Quest forNoah’s Ark, de John Warwick Montgomery (Minneapolis 1972);The Lost Ship of Noah, de Charles Berlitz (Nueva York 1987); TheExplorers of Ararat, compilado por B. J. Corbin (Long Beach1999); The Ark, a Reality? (Nueva York 1984) y Quest for Discovery(Green Forest 2001), ambos de la mano de Richard C. Bright.

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El ideario del astronauta y buscador del arca perdida Jim Ir-win se desentraña en las siguientes publicaciones: To Rule theNight, the discovery voyage of astronaut Jim Irwin, redactado con lacolaboración de William A. Emerson (Filadelfia 1973); Morethan Earthlings, an astronaut’s thoughts on Christ-centered living,publicado bajo la autoría de Irwin (Nashville 1983); y More thanan Ark on Ararat, elaborado con la ayuda de Monte Unger(Nashville 1985). La autobiografía de su esposa Mary Irwin, re-dactada por Madelene Harris, lleva por título The Moon is notEnough, an astronaut’s wife finds peace with God and herself (GrandRapids 1978).

La versión neerlandesa de The Flood: In the Light of the Bible,Geology, and Archaeology, una obra de Alfred Rehwinkel que semenciona de forma expresa en el texto, ha sido editada porBuijten & Schipperheijn en colaboración con la Fundaciónpara la Edición de Obras Protestantes (De zondvloed, in het lichtvan de Bijbel, de geologie en de archeologie, Ámsterdam 1971). Másrecientemente han aparecido otros dos volúmenes acerca dela hipótesis del «diseño inteligente»: En God beschikte een worm;over schepping en evolutie (Ten Have, Kampen 2006) y el anteriorSchitterend ongeluk of sporen van een ontwerp? Over toeval en doelge-richtheid in de evolutie (Ten Have, Kampen 2005), ambos compi-lados por Cees Dekker, entre otros.

La teoría acerca del Bósforo se expone en Noah’s Flood, theNew Scientific Discoveries about the Event that Changed History, deWilliam Ryan y Walter Pitman (Nueva York 1988). Ali Aksu ysus colegas desmontan el razonamiento de Ryan y Pitman enun estudio en contra muy crítico cuyo título reza «Statisticalanalysis y re-interpretation of the early Holocene Noah’s Floodhypothesis», publicado en Review of Palaeobotany and Palynology(Elsevier, tomo 128, Ámsterdam 2004).

La disputa científica entre el equipo de Arkadi Karachaniany sus oponentes, encabezados por Rouben Haroutiunian, hasido tratada ampliamente en «Historical Volcanoes of Armeniaand adjacent areas revisited», aparecido en Journal of Volcano-logy and Geothermal Research (Elsevier, tomo 155, Ámsterdam

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2006). He utilizado asimismo algunas obras anteriores de Ar-kadi Karachanian: «Volcanic Hazards in the region of the Ar-menian Nuclear Power Plant», en Journal of Volcanology and Ge-othermal Research (Elsevier, tomo 126, Ámsterdam 2003), y«Active faulting and natural hazards in Armenia, eastern Tur-key and northwestern Iran», en Tectonophysics (Elsevier, tomo380, Ámsterdam 2004). Otra fuente importante, aunque menosactual, sobre la geología del Ararat es «Die gegenwärtige Ver-gletscherung des Ararat», de N. A. van Arkel, en Zeitschrift fürGletscherkunde und Glazialgeologie (Salzburgo 1973).

La aludida tesis doctoral de mi antiguo profesor de mate-máticas Wolter Knol se titula Generalizations of Two Relations inBessel Function Theory (Groninga 1970).

He recabado información de fondo sobre la región del Ara-rat en Black Sea, the Birthplace of Civilization and Barbarism, deNeal Ascherson (Londres 1995); El imperio, de Ryszard Kapus-cinski (Anagrama, Barcelona 2004); y Ararat, de Sen Hovhan-nisyan (Ereván 2004). August Thiry y su libro Mechelen aan deTigris (Malinas 2001) me han puesto en antecedentes sobre lasconmemoraciones en torno a la figura de Noé que se celebra-ban antiguamente en el monte Cudi, en el sureste de Turquía,tal y como las describe la arqueóloga británica Gertrude Bellen Amurath to Amurath (Londres 1911).

Mis conocimientos sobre la historia de los armenios derivanen buena parte de la lectura de Armenië, de Philip Marsden(Atlas, Ámsterdam 2006); Armenia, de Gevorg Oganesian, unopúsculo propagandístico de la serie Socialist Republics of the So-viet Union (Moscú 1987); Armenië, una de las monografías sobrepaíses del Instituto Real Neerlandés del Trópico, redactadapor Stan Termeer y Elmira Zeynalian (Ámsterdam 2000); y Metvallen en opstaan, de Armeense gemeenschap in Nederland; wat daa-raan voorafging, de Beatrice Demirdjian (Ámsterdam 1983). Lacita del cronista Movses Chorenatsi, el «Heródoto armenio»,procede de la obra History of the Armenians, traducida y co-mentada por Robert W. Thomson (Londres 1978). La confe-rencia «Appell an Europas Gewissen», pronunciada en 1903 en

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Berlín por el filósofo Georges Brandes (nacido en 1842 con elnombre de Morris Cohen en Copenhague), fue reimpresa enla edición del 2 de julio de 2005 del diario Frankfurter Allgemei-ne Zeitung. Por lo demás, he consultado diversas fuentes sobrela «cuestión armenia», entre ellas De marteling der Armeniërs inTurkije, naar berichten van ooggetuigen (Haarlem 1918), una obrapublicada en los Países Bajos a comienzos del siglo XX.

Los datos y hechos relacionados con Turquía están tomadosno sólo de una serie de obras de referencia histórica sino tam-bién de novelas tales como Retrato de una familia turca, de IrfanOrga (Casiopea, Barcelona 2001) y La furia del monte Ararat, deYasar Kemal (Punto de Lectura, Madrid 2000). Para mí, lasobras de Orhan Pamuk se sitúan en otra dimensión. Las he leí-do y releído: La vida nueva (2002), Me llamo Rojo (2003), Nieve(2005) (Alfaguara, Madrid, trad. de Rafael Carpintero) y Estam-bul (Mondadori, Barcelona 2006, trad. de Rafael Carpintero).

Entre los libros que han ampliado mis miras sobre el fenó-meno de la religión destacan Het krediet van het credo; godsdienst,ongeloof, katholicisme, de Ger Groot (Sun, Ámsterdam 2006) y TheTwilight of Ateism; the Rise and Fall of Disbelief in the Modern World,de Alister McGrath (Londres 2004). En este sentido, Recorriendola Biblia: un viaje literario, de Bruce Feiler (Ediciones del Bron-ce, Barcelona 2003), resultó asimismo muy esclarecedor.

Las montañas de la mente: historia de una fascinación, de Ro-bert Macfarlane (Alba Editorial, Barcelona 2005), se revelacomo una magnífica exploración del mundo espiritual del al-pinista. Hacia rutas salvajes, de Jon Krakauer (Ediciones B, Bar-celona 1998), logra el mismo efecto, aunque de una maneramuy distinta. La pequeña guía para montañeros que llevé con-migo al Ararat tiene por título Mount Ararat Region, Guide andMap (Reading 2004).

La escaladora que me brindó su valiosa asistencia se llamaRozemarijn Janssen. Plasmó sus impresiones sobre la ascen-sión al Aconcagua y el McKinley, entre otras montañas, en el li-bro Stappen tellen naar de top (Kosmos, Utrecht 2003). Extraje in-formación pertinente sobre el deporte de vadear el mar de los

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Wadden («montañismo en llano») de la obra Wadlopen, reco-pilada por Jan Niemeijer (Triangel, Haren 1973).

Quiero dar las gracias a Rozemarijn Janssen, siempre dis-puesta a dar consejos y ánimo, y a todas las personas que mehan ayudado entre bastidores. Jan Abrahamse y Ties Hazen-berg, por haberme iniciado en la historia del vadeo por losWadden. Bert Toxopeus, el jugador de waterpolo que me des-cribió el trágico desenlace de la fallida excursión de los estu-diantes en 1980. Yade Kara, autora del galardonado debut Se-lam Berlin (Zúrich 2003), con sus especulaciones y anécdotassobre las tradiciones turcas ligadas al diluvio. Artush Mkrchyany Tatevik Tovmasian, de Gyumri, que me llevaron a visitar lafrontera turco-armenia. Pieter Waterdrinker, escritor afincadoen Moscú, que durante mi viaje por Armenia en 1999 llamó miatención sobre unas realidades que, de lo contrario, se me ha-brían escapado. Robert Brinkman, que me dejó prestado su«archivo diluviano» personal. Patricia Kaersenhout, que memandó un fragmento acerca de la historia del diluvio de losmasái, tomado del libro Zonen van Cham, de Paul Julien (Schel-tens & Giltay, Ámsterdam 1950). Los rusos Vladimir Shataiev eIgor Yakovlev, que pusieron a mi disposición el informe inédi-to de su viaje en pos del arca perdida. El buscador neerlandésGerrit Aalten, con el que hablé largo y tendido al pie del Ara-rat y del que desde entonces he recibido una mina de infor-mación. Tomá? Petrák, que me propuso, en un gesto de enco-miable generosidad, que le acompañara en la expedición«Ararat 2005» organizada por él. Antheunis Janse, el directordel Centro de Enseñanza Cristiana Vincent van Gogh de As-sen, que consiguió localizar la directiva sobre «cuestiones con-trovertidas» de 1961, diseñada para los profesores de entonces.

Además, quiero manifestar mi sincera gratitud a todos losque figuran en este libro con nombre y apellido. Un pequeñonúmero de estas personas aparece, por petición propia, conuna identidad ficticia por razones de privacidad y, en algunoscasos, de seguridad. Aprecio sobremanera su ayuda, sus reco-mendaciones y sus aportaciones directas. Estoy particularmen-

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te en deuda con quienes se prestaron a escucharme cuandome surgían dudas y se tomaron la molestia de leer el manus-crito y formular comentarios agudos y críticos: Hans Bleu-mink, Salle Kroonenberg, Emile Brugman y, muy en especial,Suzanna Jansen. Siento un profundo respeto hacia mis padres,Piet y Riet Westerman, y mi hermana Moniek, a quienes heimplicado de forma innegable en este libro, no indirectame-nindirectamente, sino hasta el punto de que formen parte in-tegrante del mismo sin que ellos lo hayan buscado, imponién-doles mi visión de los hechos.

Suzanna Jansen y Vera Adinde Westerman están entrelaza-das más que nadie con esta obra y esa conciencia me llena dealegría.

Ámsterdam, 4 de enero de 2007

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