aquellos fueron los días

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de María E. Faini

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AQUELLOS FUERON LOS DÍAS

María E. Faini Adonnino

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“Las huellas de los que caminaron juntos en la vida no se borran nunca”

(Proverbio africano)

Por ello dedico lo que aquí puede leerse:

A mis padres, mis dos hermanos.A mis hijas, mis nietos y a sus hijitos.

A mis queridas compañeras de colegio.A los amigos inolvidables de mi adolescencia. Al grupo feliz de la época de estudiante.

A Marta, Olga, Haydée, Teresita, Lourdes, Julio, Jorge. A Andrés con todo mi amor.

A mis sueños, inseparables compañeros.

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“Sin drama interior no hay drama que valgay sin drama no hay verbo y si no hay verbo

no hay filosofía de la vida”Eduardo Mallea.

A María le había tocado en suerte habitar el planeta azul y se le ordenó nacer. En realidad le molestó un poco pensar en la aventura que le aguardaba. Ella no estaba muy de acuerdo con las apreciaciones de muchos que habían vuelto di-ciendo que la vida era hermosa, que era un gozo vivir-la, que se deleitaban con paisajes maravillosos y con afectos inefables. Sabía que entre tanto gozo existían dolores profundos, injusticias trágicas, y, sobre todo, ese sentimiento que lo llamaban nostalgia. Sabía que causaba honda pena y arrancaba lágrimas; también, que existía la soledad y el dolor provocado por la au-sencia de los que se amaron y regresaban dejando va-cíos oscuros, soles sin luz, lunas sin plata. Pero debía nacer en el planeta azul y, obediente como era, nació. A fin y al cabo, el azul era su color.

María se encontró corriendo en una galería poblada de gorriones en su alero y adornada con las rosas pá-

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lidas de un rosal, que trepaba como una enredadera oficiando de pared en un sector. Un rosal que albergó historias de amor y de muerte. Ya ubicada en el planeta azul observaba, aprendía, conocía. Y fue creciendo bajo paraísos impregnados de un aroma lila y dulzón, de acacias perfumadas, de moras de frutos brillantes y golosos. Desde pequeña comprendió el lenguaje de los árbo-les y dialogaba con ellos en las siestas misteriosas del verano. Historias fascinantes llenas de seres extraños, pero inofensivos, le fueron narradas por aquellos ár-boles bañados en su perfume vegetal. Ella los abraza-ba, se trepaba a sus ramas y se quedaba durante horas sentada entre el follaje. Le gustaba la tierra, la tocaba, se la llevaba a la boca. Le gustaba sentirla crujir entre sus dientes.-Esta tierra, es tierra limpia-, le dijo un día su prima. Ella estuvo de acuerdo y se intercambiaron puñaditos de color gris-pardo. Los veranos traían, juntamente con el calor, otros planos, otras dimensiones por donde ella se desplaza-ba en las horas de la siesta. Sentada sobre esa “tierra limpia “, bajo la sombra verde y refrescante de los pa-raísos, escuchaba atenta el cric-tic de los insectos, ha-blaba con las lechiguanas y con las chicharras -locas

de atar- que con su canto metálico se empeñaban en enseñarle a tocar violines de una sola cuerda.

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Pero lo que más la asombraba y fascinaba a la vez, era ver salir a los fantasmas altos y blancos, de la tapera que se levantaba en la loma.

María seguía creciendo entre dos hermanos, un perro ovejero de mirada triste y sus padres, todos para ella muy especiales. Sentía que amaba profundamente ese

lugar del planeta azul. Amaba los pájaros, las flores del campo; le encandilaba el verde brillante y epilép-tico de las lagartijas y viajaba con las nubes a lugares remotísimos. Enviaba con ellas mensajes a su abuela, a quien no conocía, que habitaba tras el Atlántico en el golfo de la Liguria italiana, convencida de que lle-garían dormidos sobre nubes blancas.Pero sobre todo, María, la pequeña María, conoció en una siesta al silencio y se enamoró de él. Le daba cuerpo en su imaginación, le inventaba ojos de colo-res cambiantes y una sonrisa de gustos frutales y sa-bor a nube. Desde aquella siesta, caminó para siempre con el si-lencio de su mano como si fuera un extraño amante. Sin embargo, aún conservaba resquemor respecto a la vida que ofrecía el planeta azul. Era muy pequeña cuando en los atardeceres la visión de los árboles en sombra, perfilados sobre el horizonte, le arrancaba sollozos. ¿De dónde provenía esa nostalgia sin otro equipaje que la angustia obligando a su alma a escapar entre la sombra de los árboles? ¿Era por estas vivencias que ella dudó en nacer? Sin embargo, fue creciendo en las mañanas que le sa-bían a gloria, cantando en rondas infantiles - somos

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los estudiantes que venimos de estudiar…. Le gusta-ba la palabra “estudiante” y cantándola a viva voz, se imaginaba con toga y sombrero. ¿Sería que ya crecía en ella el amor por los libros? Integraba siempre ron-das y juegos como la de aquel divertido mantantero lirulá o alzando los brazos para que pase la farolera enamorada de un coronel. Y, en ese lugar, en un atar-decer, María conoció la muerte. Había muerto un primo de su padre. Atardecía. Ella corrió doscientos metros, que eran los que separaban su casa de la casa de quien había muerto. Corrió casi sin respiración, en busca de su madre que se encon-traba allí. Al llegar se detuvo temerosa en el umbral y, ante ella, se abrió una escena oscura que era ape-nas cortada por el parpadeo de las luces débiles de las velas. Vio el ataúd desde la puerta y, del muerto –desde su poca altura-, la nariz recta y el bigote. Cre-yó estar en un mundo irreal y tenebroso. Lo que allí veía no podía ser el mundo que la rodeaba. ¿Dónde estaba ella en esos momentos? ¿En qué planos se en-contraba? Alguien la vio pequeña, asustada y le dijo que su mamá ya había regresado. Volvió corriendo con la noche que avanzaba a sus espaldas, había per-manecido sólo segundos parada en el umbral de un mundo desconocido, pero lo suficiente para que un

sello candente se asentara con fuerza en su cerebro. Su emoción estaba alterada. Una bandada de palomas torcazas halló refugio dentro de su pecho y emitía un monótono y misterioso gemido sin pausa. Esa noche durmió con su mamá y su hermano- todos en la cama grande- con la luz prendida.La vida comenzaba a mostrar sus desdichas. -Lo sabía, se repetía María, - lo sabía.

II

Aquel mediodía en la mesa, sus padres hablaban del eclipse de luna anunciado para la medianoche. Nunca había visto un eclipse. Su corazón se aceleró; para ella todo lo que pudiera suceder en el espacio estaba car-gado de un misterio no develado. Ellos les explicaron en pocas palabras por qué y cómo se formaba. Cuando llegó la noche y la hora, fueron a uno de los patios para poder presenciar el fenómeno. La luna se iba eclipsando de a poquito. Sus padres aprovecharon el momento para enseñarles el nombre de algunas constelaciones. -Las Tres Marías, ¿las ven? Esas tres estrellas juntas. También se llama El Puñal de los

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Troveros, añadió la mamá. Desde ese momento supo ubicar La Cruz del Sur, Las Tres Marías, Los Cabritos, Venus y Marte. La mamá le explicó que Venus era el lucero (ese lucero que tanto le encantaba mirar en algunos atardeceres). Estaba feliz, se sentía gloriosa, conocía el nombre de las estrellas. Pero cuando la luna se cubrió totalmente, un frío en las rodillas la llevó a abrazarse a la cintura de su madre. Había asistido a una clase de astronomía que no olvidaría. Conservó por siempre en la memoria el color de la noche y las siluetas en sombras del grupo familiar Algo así como un misticismo arrebató su alma. Esa noche sintió que se le teñía el corazón de azul. Mientras observaban el eclipse, vio salir detrás de la luna en sombras un carruaje de forma difusa que cru-zó en zigzag el espacio oscuro y descendió sobre el grupo, dejando caer sobre ellos pequeñísimas estre-llas, que nadie vio -excepto María-. Se encontraban entusiasmados siguiendo los pasos de sombras de la luna, pero ella guardó una pequeñita en uno de sus bolsillos. Nunca diría nada. Ahora sería dueña de una estrella. Sería su buena o mala estrella. Eso no lo sabía aún.

III

Una mañana de febrero toda la familia se trasladó a la ciudad. La mamá se había jubilado en el magiste-rio y, el papá, hacía un tiempo que trabajaba en aquel lugar. La noche anterior fueron colocadas, para dormir, unas mantas sobre el piso. Todo se encontraba emba-lado. Partirían a la mañana temprano. Como era febrero, la ventana permaneció abierta ha-cia la noche. Desde su cama improvisada contempló por última vez aquella magia nocturna compuesta por estrellas, luna, follaje, luces errantes de los tuca-pan , sonidos casi inaudibles de insectos. Todos pa-recieron acodarse en el alféizar para despedirla. Ella lloró en silencio, comprendía que dejaba a sus amigos para siempre. Esa tarde había abrazado uno a uno a sus árboles; dejó un beso en sus rugosos troncos; les habló a sus cora-zones sensibles en voz muy baja -sabía que la oían- y cortó de cada uno de ellos una pequeña ramita con las que formó tres haces; los sujetó con una cinta de raso y los guardó entre sus ropas a llevar. Salieron temprano en un buick antiguo, similar a los

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que vería unos años después en una serie televisiva, conducidos por los hampones de Chicago. El buick lo guiaba un señor vecino, oriundo de Tur-quía, llamado Abraham. Ella se sentó atrás con su hermano menor y un cachorro de pocos días, que ocuparía el lugar del viejo ovejero ya muerto. El otro pasajero de aquel automóvil, era un gatito de pelaje color caramelo que dormía en la falda de su herma-no. El hermano mayor hacía un tiempo que vivía en otra ciudad para continuar estudiando. Esta ausencia era otra de las pinceladas tristes que mojaba el alma de la pequeña María. El buick partió en la mañana por el camino grande. Se despidió en silencio, con un adiós sentido, de todo aquello que conformó su infancia. El laurel que se cu-bría de flores blancas y servía de escondite en los jue-gos, las calandrias, tacuaritas, tijeretas, los morajúes, pitogüés, benteveos, cardenales y jilgueros volaban en ronda alrededor del automóvil, pero sólo ella los veía, ella y las maripositas amarillas que le decían -adiós, en un lenguaje original del que no necesitaba traduc-ción. Conocía todo el lenguaje del reino vegetal, animal y mineral del planeta azul; lo conocía como a su propia

lengua. Solía hablar con las piedritas nacaradas, las que poseían curiosas manchas, el agua de los arroyos, las campanillas azules de las enredaderas, los insectos dorados que trepaban la corteza rugosa de los árboles. Los oía cantar mientras ascendían y, al acercarse ella, detenían su marcha para saludarla. Sus voces eran tan suaves que apoyaba el oído sobre el tronco para escu-charlos.

IV

Dejando la primera lejanía por la que todavía no poseo.

He caminado mucho, pero creo, que todavía falta para el día.

Francisco Luis Bernárdez

Una ciudad clara, limpia, de veredas anchas, con un cielo que lucía recién lavado le abrió las puertas esa mañana de febrero. El aire cargado de aroma de sau-ces corría oxigenando el cuerpo y el alma. Nadie se veía en las calles, se respiraba silencio, pero se adivinaba el movimiento canceles adentro, lo que

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podía verse por los abiertos zaguanes. La ciudad tenía un nombre claro, como sus calzadas que lucían un asfalto de color gris acero, particulari-dad que llevó a muchos cronistas a llamarla “la ciudad blanca” y, porque enclavada a cien metros en la ba-rranca sobre el río, brillaba al sol como una joyita de plata. La casa tenía una galería, pero sin gorriones, y su-plantando al rosal, un viejo jazminero de tronco grueso abría sus brazos formando una pared vegetal; brazos cargados de blancos jazmines pequeñitos, de pétalos carnosos y profundamente aromados. Contaba, también, la casa, con dos grandes patios y un aljibe colonial. Desde uno de los patios, techado por una parra, se pasaba a un terreno con árboles que terminaba en una puerta pequeña, siempre cerrada, que daba a otra calle ¿Los árboles? Eran frutales to-dos. María cerró los ojos y envió un gran abrazo a sus paraísos, a sus moras y acacias. Los visualizó allá lejos, bajo el sol del mediodía, solos, sin ella, en una espera inútil esa siesta. Tragó saliva y lloró en silencio Comenzaba una nueva etapa en su vida. Se lo de-cía a sí misma - una nueva etapa en la vida que se me ha dado. Hasta ahora, ¿cómo había sido esa vida? No podía lamentarse: le brindó paisajes, a los que

ella ingresaba para recorrer otros mundos -sabía que constituía un raro privilegio que los demás niños no poseían, por eso nunca comentaba con nadie sobre ello-, le brindó afectos y juegos. Sí, por supuesto, aún tenía pocos años, muy pocos. No había experimen-tado alegrías desbordantes ni dolores profundos, a no ser esa nostalgia por aquello que había quedado en ese pequeño pueblo de campo. Lo que no sabía es que esos recuerdos la acompañarían siempre y que ellos constituían el reflejo de un sentimiento profundo. Pero aún no tenía edad para estas lucubraciones entre psicológicas, poéticas y filosóficas. Tan profunda era esa nostalgia que los haces de las ramitas de los árboles, rodeados por una cinta de raso, permanecieron por más de quince años en el cajón de su mesa de luz donde guardaba objetos preferidos. Cada día abría el cajón y acariciaba los haces vege-tales. Durante un año consecutivo, cada noche, soñó con sus amigos, aquellos que le narraban historias de mundos mágicos en cada siesta, a la hora en que los fantasmas de la tapera salían a recorrer los caminos polvorientos.

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V

Un colegio alto, soleado, cercado con verjas claras la recibió para continuar en él sus años de estudios. Un colegio regido por hermanas religiosas con hábitos azules y acento alemán. Ellas eran dulces, suaves, si-lenciosas. Allí conoció a quienes serían sus compañeras y junto a las que seguiría hasta graduarse en el magisterio. Fueron años de transición de la niñez a la pubertad y de ésta a la adolescencia. Cada etapa llegó con sus cambios hormonales y anímicos. Los juegos frente a un mástil alto y plateado; oraciones en la capilla; ri-sas en el patio del anexo -ya en la secundaria-, donde versos de amor y nombres de chicos, pasados por de-bajo del pupitre, constituían el ritual de cada día. Con-fesiones sobre el primer beso, comentarios del primer baile…Revoloteaban mariposas transparentes dentro del aula y las bocas sabían a mieles silvestres. Veintiún corazones enamorados del amor se dieron cita cada mañana durante seis años. El grupo era heterogéneo, pero unido por el afecto que crecía a la par. No solamente el amor era el huésped cotidiano, sino también el humor -que encontraba acogida cada día-

y charlas en las que se discutían diversas posturas o dudas con la intención de buscar la verdad. Mercedes ponía en evidencia aquello que, según la poetisa Antonia A. Ferreira, “la risa es el incienso en los oficios místicos del alma”, despertando carcajadas con sus imitaciones de caciques tehuelches y de indios pampas integrantes de un malón imaginario; Ada aportaba la palabra criteriosa cuando algún tema era llevado a discusión y, así, cada una, siendo dueña de una personalidad relevante, contribuía a conformar aquel grupo en una valiosa gema de veintiún facetas. La risa, el ensueño, el humor, el estudio se cristaliza-ba en ella. María siempre llegaba tarde al colegio. Lo que nun-ca nadie supo era la causa de este comportamiento. Era muy sencillo: no dormía lo suficiente. Cada noche comenzaba un libro para cerrarlo casi al amanecer, cuando sus ojos ya no podían permanecer abiertos.Entonces, a la mañana, corría las dos cuadras que se-paraban su casa del colegio -la acompañaba su perri-to, que corría a la par-. Cuando llegaba, bebiendo los vientos, todas sus compañeras estaban en el aula de pie rezando la oración del día. Al frente, también de pie, la Hermana de turno oraba con la cabeza baja, los ojos cerrados y las manos juntas en posición de

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plegaria -no veía a María-. Ella entraba en puntillas, se deslizaba contra la pared y se colocaba al lado de su banco, continuando la oración. Su perrito se paraba en la puerta del aula, ponía una patita en el umbral, encogía la otra, miraba unos se-gundos hacia adentro y regresaba. Sólo una vez en los años de estudios logró llegar antes del timbre de entrada. Aún recuerda esa mañana con tantas colegialas en el patio dispersas, en grupos…. Creyó caminar en una nueva dimensión. Las voces le llegaban lejanas y ajenas. Veía a sus compañeras como a través de un vidrio, hasta que el timbre la ubicó, con la fuerza de un golpe, frente al mástil donde se izaba la bandera. A mitad de año, el regimiento que tenía su asiento en la ciudad, salía de maniobras. Era un regimiento de artillería montada. El grupo uniformado sobre su ca-balgadura, pasaba forzosamente por la calle del cole-gio, frente a las ventanas donde se dictaban las clases. Por encima del muro sobresalían las masculinas cabezas veinteañeras. Allí, entonces, era cuando de ambos lados se enviaban furtivos saludos. Con risas ahogadas, sacando pañuelos, las estudiantes; izando discretamente la mano, los uniformados jóvenes. Ese encuentro que sucedía una vez al año, tan furti-

vo, se apropiaba de un tiempo más prolongado en las conversaciones de las estudiantes en el horario de los recreos. En el curso había cuatro Teresitas. En realidad siem-pre se creyó que existían tres, pero María sabía que eran cuatro, porque ése era su tercer nombre. Nadie lo sabía. Sus padres habían agregado un tercero a sus otros dos. Esta larga lista de nombres cohibía su aún joven personalidad. Ella consideraba injusta esta situación y hasta dolorosa, muchas veces. ¿Era ésta otra de las in-justicias de la vida? Le habían impuesto nombres que ella no aceptaba. ¿Siempre los hechos y situaciones son así? No eliges la vida, sólo te queda vivirla. Con el pasar del tiempo se aferró a su nombre. ¿Por qué no llamarse sólo María? -María cabe en un verso y en una plegaria, se dijo. Quizás sus padres no se habían equivocado. Y comen-zó a caminar hacia el crepúsculo acompañada por su perro hasta llegar al río. Allí, sentada frente a su com-pañero de mineral líquido, como tantas veces en otras situaciones, la arropó el silencio. ¿Cómo llamaban a “las Teresitas”? ¿Cómo eran ellas? Teresita B. mesurada, amable, gentil; Teresita C. dul-ce, sonriente, cálida; Teresita K. hermosamente loca

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y feliz. Desde su banco de madera clara y brillante, ella veía a Iris que danzaba entre cintas y gasas; en tanto a Eli-da la visualizaba con trajes del renacimiento italiano semejándose a Julieta en su amor por Julio, al que vestía como al joven Montesco. Ellos constituían los eternos enamorados. A su vez, Hilda se refugiaba en un silencio pudoroso y angelical -entonces creía verla pasar como Beatriz caminando por el puente de Santa Trinidad en Florencia-; Sara abrigaba con su calidez, mientras Raquel viajaba del techo a la azotea en los dibujitos alocados de Rita en el pizarrón, porque ena-morada de Necho se buscaba la rima y el sinónimo ilustrado en cuanto vocablo español existiera. Y así, con ensueños, con aburrimiento, con entusias-mo fueron pasando los días y los años.

VI

Ese mundo azul de la adolescencia

En tanto, a la vida en su barrio la veía transcurrir entre el cálido afecto de los amigos queridos y la pla-

cidez de la vida familiar. Frente a su casa vivía Emilia, con cinco hermanos y sus padres. Se hicieron profun-damente amigas, tanto que fuera del colegio casi no se conectaban con nadie, sólo ellas. En las noches de verano caminaban tomadas del brazo cantando a viva voz, mientras el cielo lejano y cercano a la vez, volcaba sus estrellas sobre las ca-lles solitarias. Existía tanto entendimiento entre am-bas que inventaron un lenguaje únicamente por ellas comprendido. Un lenguaje que podían activar cuando iban del brazo. Se traducía en suaves presiones, con pausas más breves o menos breves; o, también, mono-sílabos emitidos de una manera tal que, ante terceros, un intercambio de éstos o poner en práctica el código de las presiones, equivalía a un largo discurso que en-cerraba preguntas, respuestas y conclusiones. A esta amistad se sumaron dos hermanos, Tomás y Raúl, con quienes cada noche se reunían en la vere-da de la esquina donde comentaban animadamente temas correspondientes a la edad. Era una amistad blanca y cálida, bendecida desde lo alto por la Cruz del Sur. El tiempo que dobla páginas con aceleración, iría separándolos hasta que sólo habrían de encontrarse a la buena de Dios, pero tan intacto se conservaría el cariño

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que convertiría en júbilo los aislados encuentros. Una tarde de finales de enero Eduardo, (el primo de Emilia), ésta y María conversaban sentados negligen-temente en la sombra del zaguán, buscando con los pies descalzos el frío del mármol que les amortiguara el intenso calor de la hora de la siesta. Las dos hojas de la cancel de grandes vidrios biselados que lucían monogramas al esmeril, quedaban abiertas dejando pasar bocanadas de aire fresco; un aire que no se sabía de dónde llegaba, si de las araucarias del jardín -refugio del sol para las pequeñas palomas- o quizás de los sauces sobre el río, trepando las barran-cas a pasos de genio de las Mil y una Noches. De allí, de más allá, de más aquí el hecho es que, de tanto en tanto, una bocanada piadosa con sabor vege-tal refrescaba la frente de los tres. En un momento, Eduardo se puso de pie, abrió su camisa buscando el beso eólico que acababa de pasar bondadoso por el zaguán. En vano, porque no vol-vería hasta dentro de un cuarto de hora. Inútil que lo llamara, que lo buscara desde distintos ángulos, abriendo los brazos, sacándose la camisa, volteando la cabeza hacia abajo como en un desmayo - a Maríase le ocurrió el Cristo surrealista suspendido en el

aire-. Ese viento ansiado, bendito, no pasaría por el zaguán. Y fue cuando Eduardo tuvo una idea no muy feliz: irían al río. Emilia y María lo miraron dudando si era una broma o acaso el intenso calor le aceleraba el cerebro lleván-dolo a decir disparates. María creyó ver al calor cayendo a chorros sobre las veredas desoladas, sobre los muros que enceguecían al mirarlos. La ciudad blanca no contaba con trans-porte urbano y los poquísimos autos de alquiler dor-mían la obligada siesta, juntamente con sus dueños, bajo parrales de hojas ásperas, anchas y verdes hasta después de las five o´clock, como decían los tres ami-gos -burlándose de las clases de inglés- al referirse a las cinco de la tarde. Ella sintió un terrible zumbido en los oídos y, a Emi-lia, le comenzaron a transpirar copiosamente las sie-nes y la frente de sólo pensar en el trayecto que los separaba del club de la costa. Debían atravesar bajo el sol la ciudad de calles em-pinadas, bajar hasta el nivel del río una escalera de cien metros de largo enclavada a pique en la barranca y, luego, caminar algo más de medio kilómetro hasta el club.

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Eduardo siempre tenía ideas propias de libros de aventuras de tiempos muy remotos, donde se podía exagerar en la medida que se quisiera, porque ya no había testigos, o de siglos por venir, donde tampoco aún habían nacido los testigos, de manera que cual-quier desopilada idea podía o no ser tomada en cuen-ta. María tuvo la extraña visión de ver caer una astilla de sol clavarse sobre la juntura de brea del asfalto, se-guida de varias astillitas más que danzaban alrededor de la astilla mayor. Fue inútil tratar de disuadir a Eduardo. Él insistía y comentó que Tomás conocía atajos que acortaban considerablemente el camino. Debían llegar hasta el regimiento -que quedaba casi a la salida de la ciudad- costear el cerco de alambrado, eludir un centinela que hacia guardia a los fondos y luego lanzarse barranca abajo y, de ese modo, llegarían justo a la entrada del club. Allí los esperaban las canoas, el río y el tomar mate entre amigos bajo la sombra de sauces y paraísos por donde corría: ¡un aire maravilloso! Cuando Eduardo calló, se miraron los tres y en un arranque de osadía, en tácita aprobación, partieron. Pasaron a buscar a Tomás y fueron cuatro aves co-

rriendo, saltando, volando camino a la aventura. Al llegar al borde de la barranca, se tomaron de la mano y comenzaron a descender entre piedras, zar-zas, chispeantes lagartijas, esquivando huecos, te-miendo por las víboras que dormitaban al sol. Pero María fue quedando atrás, sintió que las piernas se le parali-zaban. Sus amigos bajaban rápido algunos trechos; otros, lento. Se detenían, la llamaban. Sintió frío, algo helado le abrazaba las piernas y se las ataba. Buscó su propia voz dentro de su desesperación _¿Me atrevo? _¿Bajo? _Oren por mí, pequeños salta-montes, tucuras* pequeñitas, sauces, hermanos míos, extiendan sus brazos húmedos de savia. Please my dear friends –invocaba, recordando en la desespera-ción palabras de la clase de inglés. ¿Por qué de inglés? Nunca fueron buenos amigos, pero como si estuviera enajenada se encontró diciendo friends, please, help me. Allá, sobre la ruta empedrada que rodea las barran-cas y pasa por el club para salir de la ciudad y per-derse en los campos, allí, parados, los tres amigos la miraron en silencio entre temerosos y asombrados, cuando ella les dijo en alta voz:- No puedo caminar. De pronto sus músculos se descongelaron, sintió que corría calor en sus piernas y comenzó a bajar.

(*)-Tucura-insecto de la familia de la langosta

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Volvió a mirar a sus amigos desde arriba. Eran tres figuras extendiéndole las manos como si pudierantocarla y traerla con ellos. María comenzó a bajar, faltaban varios metros, cincuenta, cuarenta…Siguió avanzando. -Aún falta un siglo. No, tal vez medio siglo, se decía ella misma. Avanzaba entre espartillos secos por el sol; una co-madreja le pasó casi rozando los pies; sorpresivamen-te se encontró en el patio de un ranchito enclavado en la barranca. Alcanzó a verlo bien barrido, adornado con algunas plantas, marcado el límite con conchas del río petrificadas y pintadas de blanco. En un costa-do, una mujer joven, de pie, la miraba algo asombra-da; junto a ella, un niño. María murmuró: _Permiso. Buenas tardes y cruzó corriendo el patio de tierra y, ya, en pocos metros, se encontraba en la ruta empe-drada junto sus amigos. Aseguraba que al llegar, vio una corona de laureles descender desde lo alto y enredarse entre las ramas de un lapacho de los que adornan el camino con sus flores rosas en primavera Esa noche duerme con la ventana abierta. Arriba, un mar de estrellas encandila el espacio. El silencio pasa silbando por la calle. Siente que tiene olor a río en el cuerpo. Piensa en la aventura de la tarde, en la

causa que la motivó. Mientras se adormece murmura a Neruda: En los oscuros pinos se desenreda el viento.

Un día los padres de Emilia se mudaron a la ciudad capital de la provincia. María sintió un golpe como de cuchilla de guillotina. Otra vez, en poco tiempo, la vida le privaba de aquello donde ella acomodaba su vida y sus afectos. La casa de Emilia era grande con amplios patios y un zaguán con escalones de mármol, también anchos, que servían de improvisados y cómodos asientos. La gran puerta de madera se cerró para no abrirse por mucho tiempo y ella sufrió la ausencia en las tardes frescas y en las cálidas noches de verano. Detrás de los maderos se ahogaron los rumores de ri-sas y de juegos, la casona cerrada sólo emitía silencio. Un silencio fabricado por magos arquitectos. ¿Por qué todo era efímero? El planeta estaba ahí con sus espacios, su capelina de astros, con su luna eterna.; sí, allí estaba esa tierra que ella sabía que se pertenecían por misteriosos designios o leyes. Todo estaba ahí, cargado de milenios, pero aquello que le transmitía vida, emoción, afecto, amistad, amor ¿por qué era fugaz, dejando vacíos en su huída? Sabía que no volvería a caminar bajos los soles noc-

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turnos del verano cantando a viva voz. Por eso, mu-chas veces, llegadas las noches calurosas de enero, se acostaba sobre el piso cuadriculado de mosaicos de la galería aromada de jazmín y, así, boca arriba, miraba las estrellas y presenciaba la llegada de un ángel casi transparente, que se sentaba sobre el brocal del aljibe y comenzaba una apenas perceptible canción. Otras noches, recordaba las tardes de lluvia cuando salían con Emilia a caminar mojándose los cabellos y el ros-tro para retornar felices, empapadas del agua dulce y limpia de las nubes. A veces, una lechuza gris cruzaba el cielo de la noche, ella se ponía de pie con la mano en alto, con el deseo de hacerle exigentes interrogaciones, pero el ave agorera le replicaba -No, más adelante. Aún no me necesitas. Pero un día se abrieron las hojas de la gran puerta de madera. Los tíos de Emilia llegaron para habitar la ca-sona con cuatro hijos. El mayor, Eduardo, era un año menor que María. La amistad que ya había comenza-do tiempo antes, ahora iba a ahondarse. El zaguán se convirtió en testigo de los ensueños y divagaciones comentados en voz alta por los dos ami-gos.Cada siesta, buscaban el fresco acogedor de los már-moles para allí soñar con ojos abiertos.

Eduardo le hablaba de su último amor, de las metas casi delirantes que se proponía alcanzar; ella, de sus amores imposibles y de sus metas de alcances estelares. En cuántas tardes, el cielo límpido, azul, sin smog de la ciudad blanca, los llevaba a imaginarse astronautas y entre risas describían planetas extraños con curiosas formas de vida. Eran diálogos nacidos de una adoles-cencia que aún no se desprendía totalmente de la ni-ñez. Eran conscientes de ello y, muchas veces, cansa-dos de navegar por el espacio, salían a caminar o iban al río. Eduardo era dueño de una voz melódica para el canto, cruzaban a la isla en una piragua, remando uno en cada punta y, mientras él cantaba a viva voz, ella lo seguía en tono más bajo y desafinado. Tocaban la isla con el propósito de bajar y explorarla -intención que dejaba aflorar, nuevamente, resabios de niñez-, pero el silencio casi sepulcral que los re-cibía sobrecogía de temor a los jóvenes -niños impi-diéndoles poner pie en tierra, por lo que regresaban a la playa desde donde habían partido.La amistad con Eduardo se profundizaba y no había día que no intercambiaran confidencias.En un nuevo verano, noviembre, tal vez diciembre, el tedio se había apoderado de María y sus amigos. Conversaban desganados sobre los escalones del am-

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plio zaguán, preguntándose que harían para matar el aburrimiento. Finalmente decidieron ir a la casa de Ricardo. Ricardo era muy amigo de Eduardo y de José María, el hermano menor que le seguía a éste y, por ende, era amigo de María. Su casa, construida a principios de siglo, adornada por un gran patio, se encontraba fuera de la ciudad enclavada sobre la barranca. Poseía habitaciones amplias y cómodas. María, un primo de ella, José María y Eduardo co-menzaron a caminar despacio, pero animosos. Delante de sus ojos se abría el camino que se sepa-raba de las últimas calles de la ciudad y se perdía sin alambrados hacia el sur. Cuando llegaron era plena tarde y el aroma del río trepaba la barranca arcillosa para acomodarse bajo los árboles del patio. Ricardo y sus hermanas, Mirta y Mercedes, salieron a recibir-los. María se sentó a la sombra de un árbol y cerró los ojos. Quería disfrutar de la naturaleza y oírla. Las voces de sus amigos se le fueron borrando hasta esfu-marse. Ella se deleitaba con el hablar de los pájaros, con la voz del silencio mismo y estaba segura que oía el murmurar inequívoco del río cuando lamía la playa allá abajo. Alguien le presionó suave el hombro sacán-dola de su actitud meditativa, diciéndole:-Vamos.

Al incorporase preguntó:- ¿A dónde?-Al club del río, vamos en bote.La tarde se volvió violeta, no sabía el por qué de esta transformación. Todo era violeta, un violeta claro, casi lila; lila las nubes, lila el cielo, lila el paisaje. Acos-tumbrada a sus extrañas experiencias no se demoró en averiguar este fenómeno y comenzó a bajar la ba-rranca junto a sus amigos, hasta llegar a una playa angosta donde descansaba un bote a remo, alejado de la aventura que le tocaría vivir. Con alegría de pájaros subieron a la embarcación y comenzaron a navegar. La tarde espléndida los mira-ba azorada. Caían racimos de sol sobre sus cabezas. El espíritu del río emergió a poca distancia del bote, se desperezó extendiendo sus brazos largos, transparen-tes; abrió una boca azulada y volvió a sumergirse en las aguas tranquilas. Nadie tuvo esa visión, sólo Ma-ría, pero estaba habituada a convivir y a dialogar con seres pertenecientes a otros mundos o a visualizar el espíritu de las cosas. Acaso todas las cosas inertes o animadas tuvieran una llave secreta que ella, incons-cientemente, sabía abrir. El cielo de un imponente azul, parecía ir protegién-dolos. Cuando alzó la vista para contemplarlo se en-contró con el rostro preocupado de Ricardo. Sorpren-

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dida quiso saber la causa, a lo que él respondió: _Es que pienso que de los siete sólo dos sabemos nadar. Yo salvaré a mis hermanas.- ¿Y los demás? Ante esta declaración, la animada charla se cerró en un mutismo oscuro, pero nadie dijo: -Volvamos. La conversación que comenzó de a poco, apenas au-dible, fue subiendo de tono salpicada de risas. Los pá-jaros, allá arriba, acompañaban a los jóvenes y las nu-bes señalaban el camino en el río vestido de verano. María oía el viento que zumbaba sobre la costa cer-cana, pudo verlo sentado en las rocas con las piernas cruzadas, silbando como un muchacho travieso. El bote avanzaba sobre las aguas tranquilas, cuando una lancha apareció a lo lejos acercándose a una ve-locidad amenazadora. Los corazones comenzaron a rezar. La lancha pasó rápido dejando un oleaje que hizo subir y bajar el bote durante un tiempo que a los navegantes les pareció demasiado extenso. Cuando las aguas se serenaban ya, llegaban al club. Bajaron corriendo a la playa; se encontraron con los amigos de siempre; María subió a un columpio tratando de tocar el cielo con la punta de los pies. Transcurrido un cor-tísimo tiempo, Ricardo los reunió nervioso -Vamos. El viaje de regreso transcurrió tranquilo, sin sobre-saltos.

¿Cuál fue la mano, el guía, el ángel o la luz que los hizo llegar a destino salvos? ¿Quién protegió a los sie-te argonautas? Un naufragio hubiera sido la tumba de un ramillete de almas nimbadas de luces y de lunas.El cielo del oeste comenzaba a volcarse sobre las islas manchadas de extraños rojizos. El corazón en fiesta de María, contempla aquel ocaso.

Muchas anécdotas iban a acumularse en las origina-les hojas del álbum de su vida. Lo más preciado con-sistía en que todas ellas sucedían dentro del paisaje de la amistad. Una amistad íntegra, poblada de sueños, que sus amigos y ella fueron construyendo. Y así, con el tiempo fue creciendo y pasando la ado-lescencia.

VII

A María le gustaba el Carnaval. ¿Qué le atraía de esos días alocados? No lo sabía muy bien. De las máscaras: el antifaz. Encerraba cierto misterio, cierto toque ro-

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mántico. También le divertía “jugar al carnaval” a la hora de la siesta. Los amigos de siempre se daban cita para volcarse baldes de agua sobre el cuerpo o esquivar el inevitable baño frío sacado de los aljibes. Pero no jugaban los tres días que duraban las fechas festivas. Elegían uno o dos días, o ninguno, entonces, el juego quedaba para el año siguiente. Además, so-lían disfrazarse e ir a bailar al club. Ese martes de carnaval dos compañeras, ella, Eduar-do y José María decidieron disfrazarse e ir. Se en-contrarían en la puerta con otros chicos. Eduardo a último momento desistió del disfraz, pero sí, iría a bailar. María buscaba un disfraz “algo así” como de pescador, porque los muy cargados la ahogaban. Se puso un pantalón modelo “capri”, una remera a rayas azules horizontales, sandalias y un antifaz. No podía usar máscara completa, le faltaba el aire. José María con una peluca de cabellera de mujer, un vestido lar-go y collares se sentía cómodo, pero al llegar al club se detuvo cohibido; permaneció un tiempo mirando ha-cia la pista de baile tratando de desinhibirse y entrar, pero no lo logró y eligió volver a su casa. Las otras dos jovencitas, por alguna causa decidieron regresar, en tanto los chicos con quienes se habían citado, se en-

contraban ya adentro y les hacían señas animándolos a que pasaran. De manera que, finalmente, sólo quedaron Eduardo y ella. Ingresaron preguntándose _ ¿Qué hacemos? Él miró un instante a la gente que allí se encontraba y se alejó para regresar con un joven metido en un extra-ño disfraz. Eduardo los presentó sin nombrarlos y se acercó a María para decirle que la acompañaría hasta su casa cuando ella decidiera irse. Y se alejó dejándola sola frente a un disfrazado que no hablaba. Ella miró a su amigo pidiendo auxilio con la mirada, pero él ya daba la espalda. En ese momento la orquesta irrumpió con una músi-ca pegadiza que invitaba a bailar. El desconocido y ella se tomaron de la mano, de la cintura y comenzaron a girar, a danzar. Flotaban en el aire, se sentía llevar y comprobó que volaban. Voló, volaban formando una ronda, tomados de la cintura como si fuesen a despe-gar hacia el cielo oscuro; con la mano de él apenas presionándole la espalda y la de ella en su hombro: había muchas maneras de volar. María sintió al hacer-lo una hermosa y extraña sensación, algo así como de una borrachera de ambrosía. La orquesta desgranaba música. Ella y su descono-cido acompañante cruzaban la pista danzando y gi-

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rando. Seguían el ritmo volando. Se caían sin tocar el suelo y volvían a erguirse, siempre danzando. No hablaban. La música tenía cuerpo, color, aroma. María la veía zigzaguear en la pista a la altura de sus cabezas. Ellos flotaban en el aire, danzaban, volaban. Fue todo lo que ambos supieron del otro. Nada, nun-ca sabrían quiénes fueron, quiénes eran. En un momento ella tropezó con los ojos de su com-pañero detrás del antifaz, pero desvió su mirada en-seguida. Quería saltar con la música, bailar, girar. Se sentía libre en la pista iluminada bajo un cielo oscuro sin luna. Sentirse con alas bajo el cielo de febrero. De pronto, como obedeciendo una orden llegada des-de lejos, se detuvo. Miró a los ojos que le observaban detrás de la máscara y tomándolo de la punta de los dedos lo fue llevando a su zaga buscando a Eduardo._Me voy, le dijo María._Bien, te acompaño. Luego vuelvo. Eduardo y el disfrazado se saludaron y éste se alejó.El aire de la madrugada corría por las calles arbola-das por donde ellos regresaban. El olor perfumado de agua de carnaval, se desprendía de sus ropas._¿Te pareció agradable el muchacho? , le interrogó Eduardo.

María miró hacía arriba. Estrellitas fugaces llenaban la noche._No sé, no hablamos_¿Cómo … dos horas bailando y… _Sí, pero no hablamos._¿Ni una palabra?_No, ni una palabra.Eduardo se detuvo, echó la cabeza hacia atrás y lanzó una carcajada.María sonrió en la oscuridad y luego de un breve silencio dijo: _Tiene su encanto Los dos amigos avanzaron por dentro de la noche riendo, hablando, callando… La vida va volteando sus hojas bajo la presión de los dedos ¿de quién?, ¿del destino? Tal vez. Pero las hojas se suceden y María las siente golpear en su interior y sabe que cada roce, cada toque que percibe dentro de sí es tiempo que huye, que se esfuma y al que no puede retener.

“Toda revelación es una llamada y una misión” Martín Buber.

María atravesaba el mapa de su adolescencia constru-yendo una ciudad y un paisaje donde ella pudiera des-

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nudar sus sueños sin testigos. Imaginaba atardeceres de amatistas, mediodías de azul Sèvres y amaneceres de ópalos descabellados. A veces, sentada en los escalones de la galería casi colonial de su casa, se quedaba horas preguntándose si la vida era esa, la que ella transitaba con desgano a veces; recelosa, otras y, sin respuestas a sus preguntas las más de ellas.¿Para qué vino ella a la vida? Noviembre traía pájaros de bruma a esa hora del atar-decer que caía sobre cada jacarandá adormecido en-tre lilas y azules. Se encontraba, así, buscando respuestas a los desco-nocidos planes del universo -que había enredado su vida a él sin consultarla y en un laberinto de interro-gaciones a sí misma, cuando sus padres la invitaron a acompañarlos. Caminaban los tres las veredas claras y limpias de la ciudad, que ofrecía el aroma de jazmines abriéndose detrás de muros enjalbegados. Allí, en el jardín de la casa a la que llegaron, María lo vio por primera vez. Tenía el rostro sonriente, la voz templada, la mirada viva y profunda. Ella apenas pudo murmurar un saludo gutural y ex-tender la mano con un ademán casi mecánico. Él, sin

sospecharlo siquiera, la había invalidado. El jardín lentamente se emborrachaba con las flores de la noche. Todos cambiaban opiniones del hoy, del mañana, de la vida, de la muerte, del destino. María se hallaba en cada concepto que él emitía. Él se daba vuelta para escuchar su opinión, pero ella no habla-ba: una mudez involuntaria le cerraba los labios. Se sentía estática entre el cielo y la tierra. La noche pro-fundizaba sus sombras. Sabía que era él. No habrá otro. Estaba a su lado, él le hablaba, le sonreía; ella no podía responderle, sólo sonreírle a manera de apro-bación. Quiso escapar de allí y caminó hacía el jardín adormecido. Él, en un gesto de cortesía, se puso de pie, cortó una rosa ofreciéndosela.-Es él, es él, se dijo ella con una seguridad irrebatible. Él continuó hablando y ella respondiendo con mono-sílabos. De pronto alguien los llamaba anunciando la cena. En un gesto casi infantil ante el anuncio de un juguete esperado, él la tomó de la mano para atravesar el jardín casi corriendo. Al contacto de su mano, María se preguntó si la feli-cidad existía o era una definición, un concepto o era un sentimiento sólo personal. No lo sabría, pero en esos momentos, ella sintió la felicidad. Ya en la mesa estaba y no. Presencia y ausencia de

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cuerpo y de espíritu. Lo miraba de a ratos, lo oía ha-blar. Todo los conceptos que él emitía, ella ya lo había pensado mucho antes. “Es él,” se decía mientras lo miraba en silencio. ¿A quién contarle lo que le estaba sucediendo? María tomó el pie de la copa entre sus dedos y la hizo girar con suavidad, intentó contarle al cristal que lo había encontrado, pero alguien rió con una carcajada fresca, sonora, interrumpiendo el diá-logo que aún no había comenzado. Sus padres se estaban despidiendo. No sabía qué pa-labras pronunciar mientras lo saludaba. La noche lu-cía preciosa. Él los acompañó hasta la esquina hablan-do animadamente con su padre -ella llevaba la rosa entre sus dedos. Hablaba de sus estudios, de sus predilecciones; mien-tras hablaba se detuvo moviendo sus manos en ges-tos elocuentes y simpáticos. Comentaba que pronto se graduaría en la universidad, pero…-y allí ,María, no podía creer lo que oía -que él siempre amó las es-trellas, desde muy chico, que ese infinito lo atraía, lo subyugaba, que allí está su estrella a la que siempre mira. -Allí, aquella, dijo. María intentó mirar, pero se mareaba, su vista se nublaba, mientras se decía. -Ama las estrellas; lo sabía, es él. Ella que creía en el “encuentro”, lo había hallado esa

noche. Pero su presencia la invalidaba, le ponía un velo en su boca, le ataba las manos con seda. Él no lo sabía; ella, sí. Es él, pero por ser él, lo perdía.

Noviembre había llegado y con él el final del último año de estudio. La amistad nacida y crecida tras los muros del colegio se abraza y se despide. La alegría tiembla en los cuerpos, se acongoja en los labios. Se exalta el corazón y sueña con el mundo que se abrirá a sus ojos y a sus brazos. Cada una de las estudiantes bajó el último escalón de la puerta grande del colegio con el pensamiento puesto en lo que harían de ahora en más. María no fue la excepción, pero se dijo: En tanto, me voy de vacaciones.

De repente nos miran y decimos“Debe estar al venir la primavera”

Antonio Gala María encontraba placer y alegría en su relación con

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varios elementos del planeta azul: el aire que besaba su piel; la tierra, que disfrutaba al pisarla con sus pies descalzos; sabía que allí, a sus espaldas, corría con su cuerpo líquido ese joven río americano, su entraña-ble amigo silencioso y, era feliz; el cielo alto y azul, la bendecía; el contacto con los árboles, le daba vida. Se sabía parte de la naturaleza y la amaba. Pero María te-nía otros amigos que le brindaban placer, tenía otros grandes amores: los libros. No podía imaginarse un mundo sin libros, a un hombre sin libros, a una mujer sin ellos. Comenzó a amarlos desde muy temprano en las ma-nos de sus padres, de su hermano mayor, en la biblio-teca. Luego con aquel maravilloso “había una vez….hace mucho, mucho tiempo…” que la adentraba en mundos fascinantes y le permitieron generar una perspectiva sui-generis- su propia e íntima perspecti-va del mundo. A medida que iba creciendo en cuerpo y en edad, la rodeaban de los nortes y los sures de sus días, libros de aventuras que la llevaron a recorrer culturas extra-ñas, paisajes irreales, nombres hechizantes. Sigue su carrera el tiempo y los libros le ofrecieron, conjuntamente con detectives consagrados, la opor-tunidad de desentrañar misterios policiales.

Pasada la niñez y la pubertad, siendo ya una joven-cita, comenzaron a desprenderse las rimas de sus de-dos; su imaginación nadaba en los lagos de sus sue-ños; entrelazaba palabras…Francisco Luis Bernárdez la cautiva y creyó haber hallado la piedra filosofal con su “Estar enamorado, amigos, es encontrar el nombre justo de la vida. Es dar, al fin, con la palabra que para hacer frente a la muerte se precisa”. Para leer buscaba su árbol preferido, sentándose sobre una grama verde, recostada en el tronco murmurante del paraíso. A través de su mirada, podía verse el alma de las cosas que viven en las páginas de un libro. Las clases habían terminado, María acababa de reci-birse de maestra y se encontraba pasando el verano en una ciudad del noreste del litoral. Una ciudad de casas bajas, con verjas y jardines y plantas de hojas anchas.Ella, en su búsqueda de frescura y silencio para poder desmayarse de gozo en la lectura, eligió un coqueto banco de maderas blancas, adormecido a la sombra de un jazmín, en el patio delantero de mosaicos blan-cos y negros de la casa. Desde allí podía ver la calle solitaria a través de las verjas altas, oscuras, risueñas. Alguien había decora-do con magia azulada, jazmines, rejas, mármoles para que ella leyera con mirada perdida, el mundo conte-

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nido en el libro que sus manos aprisionaban como a un ser vivo.Él pasó con pasos rápidos mirándola al pasar a travésde las rejas. Tenía los ojos oscuros, el rostro claro, la

sonrisa callada. Cada tarde, a la misma hora, cruzaba un silencioso saludo con el muchacho del andar rápi-do, que dejaba olvidada su mirada detrás de las verjas en la tarde de febrero. Pero el verano terminaba, María debía volver a su ciudad. El tren partía a las cinco de la mañana. La sa-la de la estación se encontraba llena de jóvenes que finalizadas las vacaciones regresaban al estudio. Ella dejó su bolso de viaje en el suelo, un bolso mediano de cuero suave, color almendra. Sentía que ese bol-so estaba cargado con el contenido del alma humana. Más, mucho más, supo que en su interior llevaba el olor de los jazmines, el sol de febrero sobre las calles solitarias a la hora de la siesta y la tibieza que contenía su ensueño de creer en el encuentro. Le sonrió al bul-to almendrado y le dijo muy bajito-ya vuelvo. Se acercó a la ventanilla con la intención de comprar el pasaje para su tren. Alguien con la misma intención, se apoyó a su lado sobre la madera de roble oscuro brillante, que sobresalía de la ventanita enrejada don-de el empleado deslizaba los pasajes, la saludó sin pa-labras mientras le entregaba una tarjeta con su nom-bre. María la guardó en silencio y volvieron a cruzarse las miradas -las mismas de las tardes al pasar. Ya en el tren ocuparon asientos diferentes, llevaban

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ambos un libro entre las manos. Detrás de las venta-nillas la lluvia era un susurro.

Cuando María le hubo comentado a Eduardo que en dos meses ingresaría a la facultad, los ojos de ambos se nublaron y tomándose de los hombros se dijeron: _Te has dado cuenta que nada es para siempre. Había arribado la tercera etapa, ingresaría a la facul-tad en la segunda ciudad del país, a la que se llegabacruzando ese río que, como un designio oculto, la a-compañaba siempre.

VIII

La ciudad se levantaba a orillas del Paraná sobre el cual nació, creció y continuaba viviendo. Él le ofre-cía ocasos irreales y oía sus canciones en las tardes rumorosas de trinos. ¿Moriría en algún lugar besado por él? Mientras cruzaban sus aguas en la mañana de febrero (¿era febrero siempre el que le traía los cambios?), una rara transparencia le permitía ver en ellas fantásticas

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alucinaciones, a las que ya estaba acostumbrada. Era consciente de esta nueva etapa que se iniciaba en su vida. ¿De cuántas estaría compuesta? También, conciencia de que el tiempo pasa, que el instante huye. ¿Cuánto duraría ésta? Un personaje que lucía ropas de color rosa pálido y cabellos castaños, lacios rozándoles los hombros, la ayudó a subir al muelle y se sentó junto a ella en el automóvil de alquiler que la llevaría, juntamente con su mamá, hasta un pensionado religioso. Ya en él, ese mismo día conoció a Olga, proveniente de una provincia litoraleña, quien cursaría Filosofía en la misma facultad que María había decidido estu-diar Letras. Desde el primer momento surgió entre ambas una simpatía que dio lugar a una amistad que duraría por siempre. La facultad funcionaba en un ex colegio religioso, en el centro de la ciudad. Era un edificio alto, inmenso, austero, pero iluminado por la magia que le prodiga-ban profesores y alumnos de carreras tan peculiares como Letras y Filosofía, que hacían del establecimien-to un lugar donde la bohemia y el estudio convivían holgadamente. A María le impresionaba la gran biblioteca, que per-teneciera a la capilla, con sus ventanales y cúpula y a

la que se accedía por una amplia escalinata. En el primer día de clase, en la puerta del salón donde se dictaría la cátedra, Olga y ella conocieron a Marta, quien también llegaba del interior con el objetivo de cursar Letras. Marta era de un hablar suave y pausado, pero de mucha energía en sus convicciones. Los años no destruirían la amistad nacida en aquella tarde, aún más, se encargarían de fortalecerla. Ciertas clases tenían el poder de transportar a María a planos irreales. La pradera que atravesaba, después de oír una clase de literatura, era una combinación de verdes secos y nuevos, donde hallaba descansando bajo un árbol, a un caballero de otra época con el que dialogaba largo tiempo. Cuando conoció a Orlando Innamorato una maña-na al salir de la facultad, quedó eclipsada oyendo las palabras de éste cargadas de una cortesía enamorada que rayaba casi en lo ideal. Y lloró toda una tarde al escuchar la vida de Cervantes, narrada por un profe-sor que dominaba una virtuosa oratoria. Solía tomar café con los personajes de la literatura, en encuentros totalmente surrealistas, en los tantos bares acogedores de la ciudad. En las horas crepusculares, con Marta, leían versos de Ronsard.

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Cansadas del pensionado por su mal servicio y cha-tura, Olga y María decidieron cambiar de pensión; fue así que hallaron una que albergaba a estudiantes y en la que estuvieron de acuerdo en probar suerte. Allí había claridad, vida, movimiento. Estudiantes de varias ramas aportaban su alegría y entusiasmo. Co-noció allí a Lourdes, que investía una personalidad muy especial. Hija de árabes, poseía la verborragia y la simpatía de los hijos de aquella etnia. Esta amistad, como la de Olga y la de Marta, se prolongaría en los años por vivir. Llegada la época de exámenes, todos se reunían a la noche en un viejo comedor y, era así como la far-macología, los poemas simbolistas, la urdimbre de la histología, el existencialismo de Sartre, las fórmulas de la química, los caracteres griegos, las citas en latín de Séneca y Cicerón, los personajes de la mitología griega -de ese pueblo que regaló al mundo la palabra “idea” y descubrió la “psiquis”- se mezclaban en una extraña probeta puesta a hervir bajo las llamas del es-tudio y del ensueño. Llegada la medianoche, en ese tiempo de estudio, la ventana de la cocina que permanecía cerrada, no resistía el golpe del hombro de algún estudiante y, en-tonces, alguien saltaba sobre una mesada de mármol

para hervir litros de café azucarado, producto de un hurto a las alacenas. María, ante el recuerdo, sonríe y ve a sus compañe-ros de ayer. Ve a Hugo en pijama en el patio y lo oye cantar a viva voz los versos de una canción de moda, regalando a todos su simpatía inigualable. Ve a Silve-rio callado, amable, silencioso. Lo oye salir una ma-ñana muy temprano para tomar el transporte que lo llevaría a rendir y lo siente golpear la puerta de la habitación, donde ellas duermen, y decir con voz cal-ma: -Me falta una moneda para el tranvía y es Lour-des quien lo auxilia pasándole el centavo por entre las ranuras de la persiana. Nadie más poseía la moneda faltante. Cuántos jóvenes compartieron momentos así, cuán-tos…Blanca, Eumelia, Raúl, Rubén, Sira…Lacho… ¿Cuándo y cuánto se estudiaba? La línea era ondulan-te. Había días de holganza propios de un Sancho man-chego y, otros, de devorar libros. Pero todos, antes o después, llegaron a graduarse. Una noche calurosa a principios de diciembre, cerca-no ya los exámenes finales, sentados en el suelo bajo una parra, se repasaban los temas, utilizando cada uno el lenguaje apropiado y similar a la torre de Babel. Quien pusiera un poco de atención, podía oír: “Epi-

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curo agregó la impactante idea… que rompe la cade-na del determinismo… los alcanos son compuestos saturados formados… el epineuro es un tejido con-juntivo rico en fibroplato… aequam memento rebus in arduis… la suprema contradicción de que en ella existe el Ser y el no Ser… los dientes maxilares son estructuras capaces… el patrón oclusal…”. En plena vorágine de conceptos y palabras, alguien llega con un medio kilo de helado. Ver esa delicia en la noche calurosa, fue el resorte para que se abalanzaran sobre la crema dulce y helada. Una decena de manos intentaban alcanzarla. Pero en una chispa de travesu-ra, Emilio dio un golpe en el fondo del vaso de cartón hacia arriba, éste vuela por el aire y la crema cayó al suelo sobre el mosaico áspero del patio, logrando así, probar algunos el chocolate y la vainilla - con cierto sabor a tierra. De esta manera pasaban los días multiplicados, colo-reados por el entusiasmo de la juventud. Un día Olga y Humberto, que también habitaba allí, detuvieron sus miradas el uno en el otro y así de sen-cillo se enamoraron. Era un bello amor, pero la vida es la que tira los dados y no siempre sale generala. Hum-berto era italiano y debía regresar a su patria. Olga no reunió el coraje para acompañarlo. La separación fue

dolorosa. Estos eran los dolores a los que María temía de la vida. Los dolores que provocan los desencuentros, las presencias permanentes de las ausencias, las que nunca se van y se necesitan para seguir viviendo. Ella sabía que vendrían peores momentos. Cuántas anécdotas fueron quedando para siempre en su cuaderno de hojas frescas. Muchas noches junta-mente con Haydée leían en voz alta a Neruda en aquel Farewel “Amo el amor de los marineros que besan y se van”…”Amor que se reparte en besos, leche y pan…”. A veces, las dos escuchaban música, y era testigo de cómo Beethoven afectaba a Haydée; la sensibilidad que ella desarrollaba por esta rama del arte, le hin-chaba los labios y le aglobaba los párpados. Los días corren, y nuevamente principiaba otro año. Comen-zaron a llegar los estudiantes. En un atardecer de fines del verano, llegó Andrés. Lo incorporó al grupo, Víc-tor, un estudiante de farmacia silencioso, cortés, alto, sonriente. Andrés y María se miraron y ella supo que a su vida acababa de arribar una nueva etapa. No se había equivocado. Les esperaba un largo trayecto juntos.

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IX

Con el comienzo del nuevo año la pensión de estu-diantes no funcionaría más. Ellas se mudaron cerca de su querida facultad, “la facultad de los locos”, como la llamaban los de otras ramas. Pero ellas estaban or-gullosas de su facultad “distinta” -Aquí se piensa, les respondió un día María entre enojada y sonriente. En su nuevo hábitat conocerían a Julio y a Jorge, con quienes labrarían una amistad por siempre. Julio mi-litaba en el socialismo universitario con gran pasión, en tanto devoraba libros de medicina diez horas dia-rias mientras sorbía litros de mate amargo de una ca-labacita -a la que nadie podía ponerle un miligramo de azúcar sin ser llevado al paredón-. A su vez, Jorge alternaba sus horas de estudio con rimas que nacían entre los renglones oscuros de sus apuntes de medi-cina y logra, con el entusiasmo de todos, dar a luz su primer libro. Ese año el hermano menor de María llegaría a la ciu-dad con el propósito de estudiar en la universidad. Él se adaptó fácilmente a los amigos de María y ella esta-ba feliz de tenerlo cerca. Un atardecer, Haydée llegó de la mano de Pedro. Pe-

dro era alto, callado. Tenía la palabra amable y son-reía. Las líneas de sus cejas y de sus ojos le hermosean el rostro y le resaltaban la mirada .Emanaba confianza y seriedad. Lourdes y María lo recibieron sonriendo con la simpatía propia que brindan los años jóvenes. Comenzaron a deslizarse nuevos días, nuevos acon-tecimientos, nuevas anécdotas que ella iba anotando en su diario de recuerdos. Y así como lo habían hecho Humberto y Olga, An-drés y María, Marta y Julio, Haydée y Pedro se pro-metieron continuar juntos el camino.

Un gran misterio abre las alas para siempreFrancisco L. Bernárdez

La noche de diciembre recién comienza. Es clara y azul. El cielo es como una plegaria hecha por ángeles y todo ese paisaje de primavera que representan los años idos pareciera desvanecerse, esfumarse bajo una lluvia irreal. María se detiene en lo que piensa. Se in-terroga. ¿Acaso todo es irreal? ¿Existieron cosas que no fueron? Se siente bajo el abrazo de una melancolía cargada de

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soledad, similar a esa tristeza que irradia la luz del sol de un domingo de invierno que muere de soslayo. Aún llega a ella el perfume de otros años, recuerda la luz pasada de un tiempo. ¿Seguirá brillando esa luz en los planos que ella solía visitar? Hace mucho que no camina en los atardeceres de otros mundos. Siente te-mor. Temor de hallarlos vacíos, en soledad. El viento dibuja caminos en el aire que sólo ella ve. Se adormece y se ve llegar con veinte años, tomada de la cintura de Marta y de Lourdes. Ríen, vienen recitando un poema preferido por ellas…”yo conocí el amor…” A un lado del camino, también con veinte años, sentados en un banco de plaza, tomados de la mano, Humberto y Olga les sonríen. Ya más cerca, Julio rasguea una guitarra y alguien le alcanza un vaso de sangría.. A su lado, Jorge le lee en voz alta un poema a Haydée quien pliega el afiche de una obra que estrenará el sábado el Teatro Indepen-diente, en la que ella forma parte del elenco. María contempla la escena y siente mucha sed, en-tonces toca con sus dedos el suelo y se lleva a la boca un poco del helado que Emilio acaba de aventar por el aire. María se ve dando vuelta para escapar de la al-garabía de sus compañeros y tropieza con Andrés que la detiene con sus brazos y la ilumina con su sonrisa.

Sabe que ha llegado la hora del regreso. Un trasfondo de recuerdos más lejanos se le revelan como algo in-definido. Sabe que es ésta la última etapa, pero aún no sabe qué informe entregará sobre la vida en el planeta azul. Tiene muchas dudas. Llevará consigo alegrías, el dolor de muchas ausencias, lágrimas, soledades. Ya sabe cuál es el informe. Llora ella y la noche.

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