apartes de una noche de vergüenza y dolor

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1 Apartes De Una Noche De Vergüenza Y Dolor Me alejé avergonzado y lloré amargamente, así lo escribiría el médico Lucas en su relato acerca de la vida de Jesús; y no era para menos; recuerdo que era ya de noche cuando la guardia del templo lo condujo atado, vilmente atado, como si fuera un ladrón, hasta la casa del sumo sacerdote. En ese lugar yo viviría el momento más vergonzoso de toda mi vida; fue demasiado rápido, pero no se ha borrado de mi mente: 3 veces negué a quien fuera mi amigo y mi maestro. Y a quien más tarde reconocería como mi salvador, lo más importante de mi existencia, la razón de mi vida. Han pasado algo más de 40 años y las escenas allí vividas se contrastan con el amor que siempre recibí de Él desde el día que me llamó para unirme a su grupo junto con mi hermano Andrés. De ser pescador, Jesús me eligió para ser parte de su equipo con el que un día había proyectado impactar al mundo; me dijo con tanta convicción que no me pude resistir a seguirle: desde hoy serás pescador de hombres. Yo pensaba que esto era una invitación velada para unirme a la liberación de mi pueblo del yugo romano, por esto no vacilé en dejar a mi padre y la empresa pesquera para ir con Él; estoy seguro que cualquier judío también hubiese dejado todo para unirse a esta causa. Después de tres años, de compartir juntos tiempos de compañerismo, frustraciones, alegrías y los milagros más grandes que jamás haya visto; llegó la semana que partiría mi historia con Jesús, con ese Jesús que hasta ahora no lograba comprender y que partiría también la historia de la humanidad. Fue una semana muy intensa. Desde que llegamos a Jerusalén, el domingo, mi corazón se desbordó en emoción. Allí estaba Él, desde antes de llegar al huerto de los Olivos, siendo confirmado como mesías y nosotros a su lado listos para saltar contra el imperio. En una fiesta tan judía como la Pascua, era el tiempo y el escenario perfectos, para declarar la segunda y definitiva liberación, primero de Egipto y ahora de Roma, no habría duda. El pacto se sellaría en una cena, como siempre lo hacíamos los judíos: Los pactos siempre van acompañados de comida. Él Nos invitó a cenar la Pascua, yo pensaba que en ese escenario la sangre de los corderos se mezclaría, ahora por fin, con la de los romanos. Por eso ese domingo,

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El relato de una noche en que se traicionó al Salvador.

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Page 1: Apartes de Una Noche de Vergüenza y Dolor

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Apartes De Una Noche De Vergüenza Y Dolor Me alejé avergonzado y lloré amargamente, así lo escribiría el médico Lucas en

su relato acerca de la vida de Jesús; y no era para menos; recuerdo que era ya de

noche cuando la guardia del templo lo condujo atado, vilmente atado, como si

fuera un ladrón, hasta la casa del sumo sacerdote. En ese lugar yo viviría el

momento más vergonzoso de toda mi vida; fue demasiado rápido, pero no se ha

borrado de mi mente: 3 veces negué a quien fuera mi amigo y mi maestro.

Y a quien más tarde reconocería como mi salvador, lo más importante

de mi existencia, la razón de mi vida.

Han pasado algo más de 40 años y las escenas allí vividas se contrastan con el

amor que siempre recibí de Él desde el día que me llamó para unirme a su grupo

junto con mi hermano Andrés. De ser pescador, Jesús me eligió para ser parte de

su equipo con el que un día había proyectado impactar al mundo; me dijo con

tanta convicción que no me pude resistir a seguirle: desde hoy serás pescador

de hombres. Yo pensaba que esto era una invitación velada para unirme a la

liberación de mi pueblo del yugo romano, por esto no vacilé en dejar a mi padre y

la empresa pesquera para ir con Él; estoy seguro que cualquier judío también

hubiese dejado todo para unirse a esta causa.

Después de tres años, de compartir juntos tiempos de compañerismo,

frustraciones, alegrías y los milagros más grandes que jamás haya visto; llegó la

semana que partiría mi historia con Jesús, con ese Jesús que hasta ahora no

lograba comprender y que partiría también la historia de la humanidad.

Fue una semana muy intensa. Desde que llegamos a Jerusalén, el domingo, mi

corazón se desbordó en emoción. Allí estaba Él, desde antes de llegar al huerto

de los Olivos, siendo confirmado como mesías y nosotros a su lado listos para

saltar contra el imperio.

En una fiesta tan judía como la Pascua, era el tiempo y el escenario perfectos,

para declarar la segunda y definitiva liberación, primero de Egipto y ahora de

Roma, no habría duda.

El pacto se sellaría en una cena, como siempre lo hacíamos los judíos: Los pactos

siempre van acompañados de comida.

Él Nos invitó a cenar la Pascua, yo pensaba que en ese escenario la sangre de los

corderos se mezclaría, ahora por fin, con la de los romanos. Por eso ese domingo,

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yo también lo exalté como a un Rey, con palmas y mantos; grite a voz de cuello

con todos: “Bendito él que viene en el nombre del Señor”, nuestro Padre que nos

liberó de Egipto a través de Moisés, ahora lo haría de nuevo, a través de Jeshua.

La emoción nos superó, inclusive Juan tan apacible mostró su lado emotivo,

cantando a voz en cuello “Alzaré mis ojos a los montes…Ahora nuestro socorro ha

venido en la persona de Jesús”.

Esta semana fue particularmente ajetreada, llena de eventos y emociones. Todos

los días Jesús, siempre acompañado por nosotros, enseñó en el templo sobre el

amor, sobre la salvación y sobre la necesidad de un cordero sin mancha que

redimiese al pueblo, que salvara. Él habló de su muerte, pero ni nosotros mismos,

sus más cercanos seguidores, su sombra, pudimos comprender de qué se trataba

su mensaje de redención.

Las emociones de Jesús estaban a flor de piel y lo dejó ver no sólo una vez, sino

varias, parecía tan urgido por dar su mensaje que cualquier evento, cualquier

episodio, se hacía relevante para enseñarnos acerca de sus planes finales.

Recuerdo con impacto cuando íbamos de camino a casa de Lazaro en Betania,

amigo que nos dio posada cada noche, que con hambre maldijo a una higuera por

no dar fruto y con eso nos advirtió que quien no diera fruto moriría.

Este hombre calmado y amoroso, que hablaba con las más dulces palabras,

también se enfurecía con la hipocresía de las más altas élites religiosas y lleno de

ira, osó desafiar, cuestionar y echar del Templo a los sacerdotes que se

enriquecían a costas del pueblo, un pueblo que vivía dominado por Roma y

cautivo en su propia tradición.

De noche, con todo preparado, esperábamos de esa Pascua, ser quizás la más

importante de nuestras vidas, pero ninguno sabía la magnitud de lo que vendría, ni

la importancia de cada palabra que Él, nuestro maestro, dijo esa noche.

En su humildad, que contrastaba con la autoridad de su presencia, Jeshua tomó el

cántaro de agua y una toalla, y lavó nuestros pies, como lo haría un esclavo. Yo,

quién debió tomar ese lugar de servicio y no lo hice por orgullo, por no mostrarme

humillado frente a mis compañeros, me negué a que Él, mi mayor admiración, se

inclinara y me lavara los pies; pero Él seguía enseñándome a mí y a todos con

cada paso que daba, con cada cosa que hacía. “El Hijo del hombre no vino para

ser servido sino para servir”, dijo como invitándonos a imitarle. ¿Esta enseñanza

cabría en un momento, en el que buscábamos dejar de ser súbditos para ser

amos de nuestro destino?

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Saltaba de un tema al otro, con la ansiedad de quien partiría pronto. Fui y traje el

pan y el vino, Él los tomó y los relacionó con su propio cuerpo y su propia sangre,

como el verdadero sacrificio del único y suficiente cordero redentor; inclusive,

Jesús nos dijo que esa cena perduraría hasta el día en que juntos la tomáramos

en el Reino. ¿Pan y Vino, cuerpo y sangre? ¿Qué significado, tendría esto?

Habló de una traición, pero no comprendimos realmente a que se refería, y mandó

a Judas a que hiciera “lo que tenía que hacer”, para ser honesto, me imaginé que

se trataba de unas espadas para nuestro paso final hacía la libertad. No puedo

creer que ni siquiera imaginábamos lo que estaba por suceder.

En un momento, en la cena, Jesús me miró con ojos de misericordia, con ese

cuidado pastoral que lo caracterizaba y me hizo una advertencia que me

entristeció y hasta molestó, yo, quien lo había seguido sin peros, recibí de mi

maestro la advertencia de que le negaría tres veces esa misma noche, a lo que yo

alterado y con vehemencia respondí: “Señor, estoy dispuesto a ir contigo no sólo a

la cárcel, sino también a la muerte”. Pero Él con una convicción que me

atormentaba, me dijo pacientemente: “Pedro, te digo que el gallo, no alcanzará a

cantar tres veces antes de que tú niegues que me conoces” subestimé esas

palabras y me resistía siquiera a imaginar que traicionaría a mi maestro, a su

causa, por la que creía y había luchado desde hace tres años. Y mis amigos, con

quienes compartí esa cena y a quienes más tarde llamarían apóstoles, sabían

quién era yo, sabían que iría con Jesús hasta el final, por ello no contemplé como

posible que de mi boca saliera una negación así.

Aunque conocía mis sentimientos y mi convicción, las palabras de Jesús me

dejaron un sabor amargo, que luego serían por años como lanzas en mi corazón y

que siempre me acompañarán hasta mi muerte. Ahora recuerdo la misma

advertencia, inspirada en mi ejemplo, hecha por mi amigo el apóstol Pablo: “el que

piense estar firme, mire que no caiga”.

Terminamos la cena, recogimos los platos, y organizamos un poco el aposento.

Como era nuestra costumbre el Señor nos invitó a cantar juntos, y hoy puedo

entender porqué excepcionalmente escogió un salmo de David que reflejaba la

necesidad de ser guardado por el Padre en ese momento:

Alzaré mis ojos a los montes; ¿De dónde vendrá mi socorro?

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2 Mi socorro viene de Jehová, Que hizo los cielos y la tierra.

3 No dará tu pie al resbaladero, Ni se dormirá el que te guarda.

4 He aquí, no se adormecerá ni dormirá El que guarda a Israel.

5 Jehová es tu guardador; Jehová es tu sombra a tu mano derecha.

6 El sol no te fatigará de día, Ni la luna de noche.

7 Jehová te guardará de todo mal; El guardará tu alma.

8 Jehová guardará tu salida y tu entrada

Desde ahora y para siempre.

Se le notó una urgencia extraña por ir a Getsemaní; ese lugar, que fue de su preferencia, lo eligió para compartir nuestro último tiempo juntos.

Al llegar al huerto, Jesús, mi amigo y maestro, se mostró a nosotros abatido. Fue

un momento de suma angustia para él, contrastado con nuestra actitud

desprevenida, ¡Que ignorancia la que nos cegaba!

Jesús nos invitó, casi rogando, a que oráramos y a que intercediéramos por Él y

por nosotros mismos; pero esa tristeza que reflejaba su rostro sudado y

angustiado, nos produjo sueño, quizás por un deseo inconsciente de que todo eso

pasara rápidamente.

No puedo creer que no pude orar, ni acompañar a mi Jesús en el momento más

crítico de su humanidad. No me interesaron sus palabras angustiosas; Él sabía lo

que venía y yo no lo escuché, preferí dormir

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Todo pasó tan rápido, las emociones habían llegado al límite. En el momento

menos esperado por nosotros, pero triste y pacientemente esperado por Jesús, se

acercó una turba dirigida por Judas, mis ojos apenas creían lo que veían, nuestro

compañero y amigo se acercó para, con un beso entregar a Jesús y con Él todas

nuestras esperanzas.

Como siempre lo hacía, estuve dispuesto a defender la causa, mi causa, por la

que luché hasta ese día. Saqué mi espada e impulsivamente herí a un hombre de

la guardia, no iba a permitir que se llevaran a mi maestro; pero Él, en medio de su

propio arresto, con su mano lo sanó; quizás fue entonces cuando empecé a

comprender lo que Jesús tantas veces me explicó, mi causa no era la misma suya,

mi propósito no era su propósito; el amor era la consigna de su reino.

Jesús no se resistió, a pesar de su angustia Él estaba preparado para eso. Así no

más se llevaron a mi maestro, se llevaron mi esperanza a quien había seguido

tantos años; y yo cobardemente le seguí de lejos, el amor que le profesé, que

pensé me llevaría a darlo todo por Él, no fue suficiente, no me dio la valentía para

irme a su lado. Pero no lo pude dejar completamente, fue una lucha entre el

miedo, la conveniencia y mi amor por él.

Fue una noche fría, ya el miedo se había apoderado de mí y no tuve ningún

escrúpulo en sentarme con quienes fueron sus verdugos, con quienes me habían

arrebatado a quien pensé, en algún momento, que era la razón de mi vida.

¿Cómo pude hacer eso? ¿Cómo pude mirar a los ojos, con una aparente

tranquilidad, a quienes perseguían a Jesús con palos y espadas, como a un

ladrón?

A pesar de las insistencias de Juan en permanecer junto a los demás discípulos,

yo preferí quedarme allí. Ya mis ganas de luchar menguaban y permanecí con

ellos varias horas, compartiendo el fuego y quizás calentando también mi

conciencia devastada por la vergüenza, el dolor y el desconcierto.

Y en ese momento, sentado al lado de la hoguera, las dolorosas palabras de

advertencia que Jesús me hizo, que tanto me molestaron, se cumplieron. Tres

veces me señalaron como uno de sus seguidores y tres veces lo negué

enfáticamente, afirmé que ni siquiera lo conocía.

Tan pronto entré al patio del sumo sacerdote, por ayuda de Juan quien era

conocido por la portera, ella me preguntó si era yo uno de los discípulos de Jesús,

a lo que de inmediato contesté con un no rotundo: “Mujer, no lo conozco”

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Y en vez de alejarme de ese grupo, allí me quedé, negando a mi maestro. ¿Por

qué me seguían relacionando con Él? Pensé, a caso no fue suficiente una vez,

como para seguirme atormentando. Quise protegerme, creí que lo mejor era

esconder, ocultar mi relación con Jesús, inclusive negué conocerle frente a un

familiar del guarda a quien herí en Getsemaní, tuve el descaro de negarlo a quien

me había visto con Él. Y sin siquiera terminar mi sucia y mentirosa frase, el gallo

cantó.

Ya no había vuelta atrás, en ese momento cerca de la media noche, Jesús fue

sacado casi desnudo, le habían azotado. Nuestras miradas se cruzaron desde

lejos, lo había hecho, cómo pude caer, cómo pude negar a Jesús, a mi Jesús, a mi

maestro; si Él me había advertido.

El canto del gallo me dejó ver la miseria que me envolvía, ya nada valía la pena.

Jesús se había ido y yo lo había negado, había caído en una fosa oscura, triste y

sin salida.

Me fui de allí, me alejé, para qué seguir si mi rumbo se había diluido.

Lloré, lloré y lloré; como nunca lo había hecho antes y quizás como nunca lo haré

jamás, porque los hombres lloramos cuando nuestras miserias son tan grandes

que no se pueden resolver.

Mis entrañas se desgarraban amargamente, con un dolor profundo veía mi futuro

derrumbarse y mi pasado perdido en el olvido de la historia, todo por lo que había

luchado, todo lo que había creído ahora estaba consumido en el lodazal de mi

negación.

También me atormentaba pensar, qué sería de mi futuro, la liberación con la soñé,

entonces ¿Era Jesús el mesías?

Ya nunca más lo vi con vida, no lo acompañé a la cruz. Me alejé como el peor de

los cobardes después de haberle jurado amor eterno y estar con Él hasta la

muerte. ¿Cómo describir la tristeza de su muerte y más aún de mi muerte en vida?

Fueron los peores días de mi existencia, Jesús había muerto, se había ido y yo

nunca pude pedirle perdón.

Anhelé mirarlo a los ojos, a esos ojos que me cautivaron, que me enamoraron,

que tantas veces me infundieron fuerza a pesar de las dificultades; pero Él se

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había ido. Ya había perdido la esperanza de ver nuevamente esos ojos que me

miraron por última vez decepcionados.

Volví a ser el mismo pescador que fui antes de conocer a Jesús, volvía a mi rutina,

a ser del montón; la idea de ser un pescador de hombre apenas la recordaba.

Y entonces, cuando la ausencia de Jesús, de su esperanza, la ausencia de vida

misma dentro de mí parecía infinita, escuché por boca de Maria Magdalena, que

su cuerpo no yacía en la tumba, que había resucitado!

Recordé sus palabras, recordé cuando hablaba de su muerte y de su resurrección

y corrí a su tumba, no podía ser cierto, esa locura sería la mejor noticia de mi vida.

Ver los lienzos solos me llenó de felicidad, estaba maravillado, ¿Mi Jesús estaba

vivo?

Esa misma noche del domingo, lo vi por primera vez y luego otras más, no tantas

como hubiera querido, pero su plan en la tierra había sido consumado.

Unas pocas horas antes de partir para estar con su Padre, de donde había venido,

tuve uno de los diálogos más redentores de toda mi existencia, así como tres

veces le negué, tres veces me preguntó si lo amaba y pude responderle que sí,

que lo amaba. Siempre lo amé y aunque me equivoqué, aunque caí Él me levantó,

me redimió y me hizo un verdadero pescador de hombres.

Hoy, después de 40 años, espero que quienes lean estas notas de mi diario y le

hayan negado como yo, o estén en el camino de hacerlo, puedan comprender que

su gracia nos invita a volver a empezar, así como el salmista dijo:

23 Por Jehová son ordenados los pasos del hombre, Y él aprueba su camino.

24 Cuando el hombre cayere, no quedará postrado, Porque Jehová sostiene su mano.

Redactado por: Álvaro Fernández y Paula Fernández