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Roberto Rodriguez editor. (2016) Contrapsicología. Ed. Dado. Madrid (pp. 167-193)
CAPÍTULO 6
ANA ELÚA SAMANIEGO
Ana Elúa Samaniego (Burgos, 1981), Psicóloga Clínica en el Hospital Universitario Río Hortega
(Valladolid). Su formación como especialista en ese mismo hospital con el llamado Colectivo Villacián ha
sido decisiva para su práctica clínica centrada en una defensa de la subjetividad del malestar y para la
compresión de una salud mental comunitaria que prime el respeto de los derechos humanos de las personas
con sufrimiento psíquico. Contacto: [email protected]
La ciencia ficción de las clasificaciones diagnósticas1
1. Introducción
En la actualidad somos testigos de cómo las prevalencias de trastornos
mentales se incrementan estrepitosamente en las sociedades occidentales,
aumentado las demandas de atención psicológica y/o psiquiátrica, demandas que
conlleva un diagnóstico o etiqueta diagnóstica, así como un tratamiento, siendo el
psicofarmacológico el de primera elección en muchos de los casos. Aumento que no
parece responder tanto a una mayor incidencia real de enfermedades mentales y
aumento del sufrimiento humano, sino a la mayor intolerancia a ese sufrimiento y
sobre todo a las taxonomías actuales y los modelos psicopatológicos que las
amparan. La nosología actual propone unas categorías estancas y superficiales,
cuyos criterios diagnósticos se basan en descriptores de la conducta externa,
dejando fuera toda subjetividad en la clínica mental, el paciente seamos presenta
como alguien ajeno en su forma de enfermar, anulando su discurso particular y
negando sus posibilidades de reconducir su vida ante las adversidades.
Todo ordenamiento, clasificación o taxonomía del pathos es la conjunción
de una doctrina nosológica, una perspectiva nosográfica y una interpretación
psicopatológica. A estos aspectos se añaden otros cuyas miras sobrepasan la
circunscripción de la clínica, en especial los factores ideológicos y los destinados a
la permanente legitimación científica de la psicología clínica y la psiquiatría.
Además, desde la aparición de la psicofarmacología, las clasificaciones diagnósticas
internacionales se han visto afectadas por intereses económicos y de mercado, lo
1 Este trabajo nace y está basado en una investigación conjunta realizada con José María Álvarez y Juan
Domingo Martín, publicada en el Manual del Residente de Psicología Clínica, editado por la Asociación
Española de Neuropsiquiatría, en el capítulo titulado "Los sistemas internacionales de clasificaciones
diagnósticas: presentación crítica de la nosología actual".
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cual les otorga un enorme poder en el ámbito sanitario y judicial. De acuerdo con el
proceder del capitalismo, la ampliación del territorio de patología es la fuente de
nuevas ganancias.
Todos estos aspectos confieren a las taxonomías psiquiátricas actuales un
cariz de artificio y arbitrariedad, impresión a la que contribuye la permanente
renovación a la que están sometidas y los intereses extraclínicos que están en la
base de muchos de los trastornos descritos. Algo está fallando en estas
clasificaciones internacionales cuando las categorías propuestas, antes que estables
y homogéneas, se revelan heterogéneas e interdependientes. Buena prueba de ello
es la acción transnosológica de los medicamentos y las tasas de comorbilidad, sin
parangón en otras especialidades médicas.
Como advierte José María Álvarez (2011), a falta de una semiología clínica
consistente y de una interpretación psicopatológica inspirada en las grandes teorías
de la psicología patológica, estas clasificaciones ponen de manifiesto lo alejada de
las ciencias de la naturaleza que se halla nuestra disciplina y lo próximos que
estamos al territorio de la ficción.
2. Historia psicopatológica
El sufrimiento psíquico es inherente al ser humano; la locura y otras
manifestaciones psicopatológicas, así como su estudio y compresión ha sido una
constante en la historia de la humanidad desde la antigüedad. La descripción y
clasificación de los trastornos mentales, ha sido desde siempre una de las
inquietudes principales dentro del conocimiento psicopatológico. El resultado de
tal investigación ha sido los diferentes modelos nosológicos y nosográficos, tan
dispares entre sí y germen de vivas controversias que han caracterizado la historia
de la psicopatología, principalmente con el inicio de la psiquiatría científica.
Estos desacuerdos se inician en el mismo momento que se pretende definir
el objeto a clasificar, la enfermedad mental. Concepto ambiguo, heterogéneo y
cambiante según el momento histórico, que dificulta una definición clara,
multiplicándose los puntos de vista sobre la enfermedad mental. Las diferentes
conceptualizaciones de enfermedad mental existentes se pueden articular en dos
posicionamientos epistemológicos distintos con respecto a la sustancia, esencia o
naturaleza de la propia enfermedad mental. La enfermedad mental es una
construcción discursiva (afección del alma) o es un hecho de la naturaleza (afección
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del cuerpo). Estas dos posiciones rivales se arraigan en la tradición psicopatológica
y perduran a lo largo de la historia, estando aún presentes entre los profesionales
de lo "psi". La primera, la enfermedad como construcción discursiva, de tradición
filosófica y psicológica, antepone al sujeto a la enfermedad; la segunda, la
enfermedad como suceso de la naturaleza, que nace del discurso médico, prima la
enfermedad al enfermo en el quehacer clínico.
Las taxonomías sobre alteraciones, trastornos o enfermedades mentales se
han venido sucediendo y superponiendo sin descanso en los poco más de dos siglos
de historia de la psicopatología, cuando la locura y las afecciones del alma
empiezan a entrar bajo el dominio del discurso médico moderno, distanciándose de
la tradición filosófica. Tres han sido los cambios fundamentales que se han ido
produciendo en las diferentes clasificaciones: la transformación de la locura en
enfermedades mentales, la visión unitaria ha dado paso a la multiplicidad y por
último, el territorio de la psicopatología se ha extendido paulatinamente hasta
extremos insospechados, donde cualquier sufrimiento humano es tildado de
patológico, asignándole una etiqueta diagnóstica y un supuesto proceso morboso
de carácter crónico.
La psiquiatría como especialidad médica se inicia con el alienismo de Pinel y
Esquirol, transformando la locura en alienación mental; término del que se sirvió
para nombrar un proceso morboso único en el que se reúnen las más llamativas
alteraciones del comportamiento y del entendimiento siguiendo un orden gradual
de menor a mayor gravedad. Presenta al alienado como un extranjero de sí mismo,
conservando un núcleo inalienable, cohabitando la razón y la sinrazón. Bajo la
denominación de alienación mental se conjugaba la tradición filosófica moral (en-
fermedades del alma y las pasiones) con la tradición médica renacentista.
La transformación de la alienación mental (visión unitaria de la locura) en
múltiples enfermedades mentales, viene de la mano de Jean-Pierre Falret. El
clínico francés, basándose en la nosografía de Sydenham y su concepto de especie
morbosa (grupo característico y típico de signos articulados entre sí, cuya evolución
es tan característica como previsible, siendo idéntica de un paciente a otro, y en la
que cursos evolutivos idénticos corresponden a enfermedades idénticas e
independientes) así como en los estudios neuroanatómicos de Bayle2 y la Paralisis
2 En 1922 Antoine-Laurent-Jessé Bayle publica su tesis sobre el origen orgánico de las enfermedades
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general Progresiva, se instaura una nueva forma de observación clínica, cuya
misión consiste en aprehender y ordenar los signos de las enfermedades mentales
hasta fijar tipos estables y permanentes de cada una de las enfermedades
independientes. Así, la psiquiatría hizo suyos los ideales de la medicina del
positivismo naturalista, asumiendo que las enfermedades mentales eran hechos de
la naturaleza esperando a ser descubiertos. La psiquiatría debía basarse en una
clínica activa, detallada y rigurosa, libre de cualquier influencia, la mirada clínica
estaría puesta en el curso de la enfermedad en aras de identificar y clasificar las
diferentes enfermedades mentales. El nuevo modelo nosológico implicó el progreso
clínico-psicopatológico de la psiquiatría clásica, así como el gran desarrollo de la
semiología clínica. Pero también supuso un cambio en el trato con el enfermo, en
un esfuerzo de adecuar sus prácticas a los patrones de la práctica médica general,
en el que al sujeto le arrebatan su responsabilidad, su participación en su forma de
enfermar y sus capacidades de recuperación; el sujeto ya no cuenta más que como
paciente o como enfermo.
Las clasificaciones de las enfermedades mentales se iban desarrollando y
construyendo bajo diferentes supuestos teóricos, siendo el resultado propuestas
taxonómicas altamente contradictorias entre sí. La más influyente en la actualidad,
fue la nosografía sistemática de Emil Kraepelin. Partiendo de una visión naturalista
de los trastornos mentales (serían procesos de la naturaleza que se desarrollan al
margen de toda subjetividad y de cualquier influencia externa), dedicó su vida a
diferenciar y clasificar los fenómenos de la locura en entidades morbosas
homogéneas e independientes hasta convertirlas en enfermedades mentales (con
una etiología, unas manifestaciones específicas, un curso e histopatología propia).
Ante el desconocimiento de una etiología biológica que guiase su clasificación, sitúa
como principio rector de su nosología médica las condiciones de aparición,
evolución y terminación de las enfermedades. Logró así, establecer un panorama
completo de las supuestas enfermedades mentales independientes; si bien, su
propuesta no cumplía los supuestos que él mismo exigía para hablar propiamente
mentales; reorientándose la investigación psicopatológica hacia la neuropatología, lo que supuso una
transformación definitiva de la locura clásica en una enfermedad del cerebro, así como el inicio del periodo
anatomoclínico de las enfermedades mentales. En dicha tesis, el autor, a partir de seis observaciones, atribuye
el desencadenamiento de la alienación mental en la Parálisis General Progresiva a una meningitis crónica -
aracnitis crónica-, cuya perturbación evoluciona en tres fases: 1. Delirio monomaníaco con un estado de
exaltación más o menos considerable; 2. Delirio maniático general con agitación, logorrea, a veces furor; 3.
Demencia con inherencia y amnesia. Ver: BERCHERIE, Paul (1986). Los fundamentos de la clínica. Historia
y estructura del saber psiquiátrico. Buenos Aires: Ediciones Manantial, 51-57.
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de "enfermedades", esto es, una correlación entre la anatomía patológica, la
sintomatología, el curso y la terminación y un conocimiento de sus causas;
degradando su nosología supuestamente médica a una orientativa. La psiquiatría
positivista y su visión de la locura como enfermedad, tuvo un gran auge y
desarrollo durante el siglo xix e inicio del xx. Posteriormente se producirá una
vuelta a la subjetividad y la fenomenología de las experiencias humanas con los
estudios del austriaco Sigmund Freud y su propuesta del Psicoanálisis que ejercerá
gran influencia durante la primera mitad del siglo xx.
La historia de la psicopatología, así como las manifestaciones del malestar,
los modelos nosológicos de la locura, sus nosografías, las prácticas asistenciales
como los marcos teóricos que las sustentan son inseparables del momento histórico
en el que surgen, la negligencia de los aspectos históricos de una disciplina como la
psiquiatría puede generar la idea de que el lenguaje tal y como lo encontramos
actualmente en los manuales en uso son fruto de un progresivo refinamiento y
mejor adecuación a la realidad, quedando en la sombra los criterios, condiciones y
razones que propician la generación, el mantenimiento o el abandono de
determinados términos psicopatológicos.
La psicopatología, como campo de conocimiento, nace como búsqueda de un
sentido a los síntomas, como intento de explicación y compresión de la enfermedad
mental más allá de lo puramente observable; conjugándose la escucha y la
observación clínica con una teoría capaz de explicar las manifestaciones psíquicas,
tanto en su dimensión general (trastornos, síndromes, estructuras clínicas), como
en su dimensión particular (caso por caso, la subjetividad individual). En esta
dimensión particular nace la práctica clínica, en su intento de ayudar a un sujeto
concreto, con su individualidad y biografía propias, experiencias subjetivas que
traspasan cualquier diagnóstico o intento de clasificación. Pero la psiquiatría actual
ha renunciado a los modelos de compresión de la enfermedad mental para
priorizar la siempre decepcionante en psiquiatría investigación neurobiológica. En
un intento de alojarse en un discurso científico y positivista, pone de relieve una
visión naturalista del malestar subjetivo, que lo cosifica y desvitaliza, dando a
entender que lo que se clasifica son enfermedades mentales naturales e
independientes.3
3 La psiquiatría actual basada en la evidencia, así como sus propuestas diagnósticas y modelos etiológicos
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La reflexión clásica sobre la psicopatología, así como semiología clí¬nica ha
cedido terreno a la simplicidad de esquemas operativos, árboles de decisión y
criterios diagnósticos. El proceso psicodiagnóstico queda reducido a la ausencia o
presencia de determinados descriptores sinto¬máticos simples y superficiales, con
su posterior adjudicación de una etiqueta diagnóstica; asumiéndose, falsamente, la
etiqueta nominativa como la causa de las manifestaciones psicopatológicas,
imponiéndose la enfermedad al enfermo. Método diagnóstico que anula y borra la
subjetividad del relato del paciente. La biografía del sujeto, así como su discurso
espontáneo ante el malestar quedan reducidos a una etiología biología no
demostrada aún. La relación terapéutica, bajo el modelo médico de las
enfermedades mentales, se trasforma una relación mercantil, que consistirá en
identificar previamente la dolencia, adjetivada de trastorno, y la posterior
prescripción de estrategias y técnicas para el supuesto trastorno identificado, ya
sean intervenciones farmacológicas o psicológicas; en el que el diagnóstico parece
guiar la elección de tratamiento. La diagnosis o pseudodiagnosis ha cobrado una
gran importancia en la práctica psiquiátrica actual, no sopesando las consecuencias
negativas que puede acarrear en las personas diagnosticadas, como el estigma y la
violencia que ejerce el propio diagnóstico sobre la libertad del sujeto. Al especialista
se le confiere un saber tanto de lo que le sucede al individuo-paciente como de qué
manera tratarlo. La etiqueta diagnóstica no sólo supone un estigma del que es
difícil desprenderse, sino que condena al individuo a una identidad de enfermo, en
muchas ocasiones crónico, de incapacitado de por vida, dependiente del sistema
sanitario e impotente ante su curación, en palabras de Fernando Colina (Sobre la
locura, 2013: 116-117):
Con la diagnosis ejercemos una violencia especial que no nos ayuda a
conocer al enfermo ni a hablar con él. Cuando la clínica se confunde con la
supuestamente científicos, están siendo objeto de críticas y debates, ya que no han supuesto un avance en el
entendimiento del malestar psíquico, sino un empobrecimiento psicopatológico. Federico Menéndez Osorio, a este respecto dice: "Este deslumbramiento cientificista ha llevado a que perdamos el rigor y la riqueza de la
sutileza y finura de la semiología clásica, de la observación y la anamnesis, de la escucha y la mirada clínica,
de la creatividad, como modo de conocimiento -tachados ahora de métodos obsoletos y periclitados- para
quedarnos reducidos a la mirada escópica de los aparatos y las pruebas, o a los cuestionarios, escalas, guías,
test, etc., etc:'. El autor nos alerta de cómo el conocimiento psicopatológico actual desestima el saber clínico
como fuente de conocimiento, siendo fundamental rescatar la importancia del relato, la patografía, la mirada y
la escucha clínica, así como lo subjetivo, singular y específico del caso concreto. Ver: MENÉNDEZ, Federico
(2012). "La historia clínica y la anamnesis en la psicopatología actual. De la biografía a la biología. De la
escucha y mirada clínica a la escucha y mirada por aparatos. ¿Qué es la evidencia en salud mental?". Revista
de la Asociación Española de Neuropsiquiatría, 32(115), 547-566
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nosología imponemos un estigma bajo la mano de la violencia del nombre y del
sello de la enfermedad. Confirmamos nuestra facilidad para elevar cualquier
malestar a categoría aunque sacrifiquemos a la persona en nuestro esfuerzo. El
gesto inquisidor del dictamen supone para el paciente pasar de ser loco a estarlo.
De ser esquizofrénico a tener esquizofrenia. Pero el ser es propiedad de uno,
mientras que el tener es una asignación ajena que el psiquiatra impone con
dudosa soltura.
El último cambio dentro del discurso psicopatológico, ha supuesto un
aumento desproporcionado de los trastornos mentales, difuminándose los límites
entre lo normal y lo patológico, aunque en ocasiones se dé a entender una
normalización de lo patológico, lo cierto es que, de esta multiplicación de los
trastornos se derivan consecuencias preocupantes: aumento del malestar subjetivo
y la cronificación progresiva de los trastornos mentales y, en consecuencia, un
incremento de los costes socioeconómicos objetivos, mayor dependencia de las
servicios socio-sanitarios y por el contrario, una disminución de la autonomía, res-
ponsabilidad y albedrío del sujeto. Para entender las transformaciones producidas
en el saber y quehacer clínico actuales, nos vemos obligados a realizar una revisión
de cómo se han ido construyendo las últimas clasificaciones diagnósticas utilizadas
en la práctica actual, la CIE y la DSM. Clasificaciones, que a pesar de ser de
obligado estudio en la formación de psiquiatras y psicólogos, no suponen ni un
modelo nosológico ni una nosografía psicopatológica; no aportando un
enriquecimiento al conocimiento y comprensión del pathos, constatándose un
empobrecimiento tanto semiológico como nosográfico. Siendo lo esencial la
entidad morbosa que justifica el sufrimiento del sujeto y no el compromiso que
tiene este último con su malestar; apareciendo una amnesia de lo que ha sido la
historia de la locura así como su vinculación histórica con ideas y nociones que
provienen del resto de las ciencias humanas (psicoanálisis, antropología,
lingüística, literatura o filosofía). Nos centraremos en las clasificaciones
psicopatológicas actuales (CIE y DSM) desde una visión crítica, las cuales lejos de
estar amparadas por la evidencia científica y mucho menos por la clínica, están
construidas a partir de criterios extra-clínicos de carácter político, social y
farmacológico-económico.
3. La CIE y el DSM
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Los dos principales sistemas internaciones de clasificaciones diagnósticas
actualmente son la CIE (Clasificación Internacional de Enfermedades, en inglés
International Classification of Diseases, ICD) y el DSM (Diagnostic and Statistical
Manual of Mental Disorders).
La primera, editada por la Organización Mundial de la Salud (OMS), vio la
luz en 1893 de la mano de Jacques Bertillon, director de estadística de París. En sus
primeras ediciones sólo recogía las enfermedades que eran causa de defunción e
invalidez. Es a partir de la sexta edición, publicada en 1948, cuando incorpora
también un capítulo específico para las enfermedades mentales (capítulo V), cuya
estructura se mantuvo hasta la novena revisión y estaba organizada en tres
secciones: a) psicosis; b) desórdenes psiconeuróticos, y c) trastornos de carácter,
del comportamiento y de la inteligencia. Sin embargo, hasta la octava edición, la
CIE tuvo escasa aceptación internacional como clasificación nosológica, pues su
propuesta se limitaba a meras nomenclaturas sin ofrecer criterios diagnósticos que
definiesen los cuadros; su objetivo era que cualquier país adoptase la nomenclatura
propuesta, de ahí su marcado carácter consensual, con el fin de proporcionar
índices de morbilidad y mortalidad comparables trasnacionalmente. En su última
edición de 1992 (CIE-10), la estructura es muy similar a las últimas ediciones del
DSM; además, adopta la noción de trastorno, borrando las diferencias tradicionales
entre psicosis y neurosis, e incorpora un sistema multiaxial formado por tres ejes
(Eje I: Diagnósticos clínicos, Eje II: Discapacidades y Eje III: Factores
contextuales).
El DSM, clasificación elaborada por la American Psychiatric Association
(APA), es el sistema de codificación psiquiátrica oficial utilizado en los Estados
Unidos. Se creó en 1952 como alternativa a la CIE-6. Por entonces, la mayoría de
los psiquiatras norteamericanos se hallaban en una situación confusa y caótica,
añadiéndose la diversidad de etiquetas diagnósticas y criterios valorativos
necesarios para emitir juicios clínicos que orientasen tanto la práctica psiquiátrica
como la de otras disciplinas relacionadas, en especial la medicina forense y la
selección de candidatos a las fuerzas armadas. Existían diferentes escuelas
(psicoanalítica, fenomenológica, psiquiatría clásica, etc.) que, o bien utilizaban
lenguajes psicopatológicos diferentes, o bien empleaban las misma etiquetas
diagnósticas aunque con criterios de asignación propios de la teoría de cada
especialista. Los problemas ligados a la práctica clínica, la investigación, la
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comunicación entre profesionales o la divulgación didáctica eran evidentes.
El DSM-I, preparado por George Reines, proponía una taxonomía basada
especialmente en el funcionalismo de Adolf Meyer, articulándose la tradición
psiquiátrica y el psicoanálisis mediante el concepto de "reacción"; promoviendo
una concepción de las patologías mentales como formas de reacción de la
personalidad ante distintos factores (psicológicos, sociales, orgánicos, genéticos,
etc.). La influencia psicoanalítica, dominante por entonces en Estados Unidos, se
puso de manifiesto con la utilización frecuente de conceptos como neurosis,
mecanismos de defensa o conflicto neurótico. La noción de "reacción" fue
abandonada en el DSM-II (1968), que por lo demás mantuvo una estructura similar
a la de su predecesor. Este sistema de clasificación motivó, no obstante, numerosas
críticas: se le consideraba excesivamente teórico-dependiente de una escuela
psicopatológica determinada y de postergar otros enfoques que ganaban prestigio
con el auge del empirismo experimental de los años 1970; además, se acusaba a los
diagnósticos psicoanalíticos clásicos (la oposición entre neurosis y psicosis) de
escasa fiabilidad y precisión por la vaguedad en la definición de las categorías
propuestas.
4. El DSM-III y cambio de paradigma: recuperación del modelo
biomédico
A principios de la década de 1970 fueron publicados dos artículos que
amenazaban la legitimidad de la psiquiatría como especialidad médica; en uno de
los artículos se publicaba un estudio plurinacional británico-estadounidense en el
que concluían cómo los diagnósticos de ambos países diferían radicalmente,
incluso cuando se evaluaban a los mismos pacientes mediante cintas de vídeo; en el
otro, basado en el famoso experimento de Rosenhan sobre la validez del
diagnóstico psiquiátrico, se evidenció lo fácil que era hacer que los psiquiatras no
sólo emitieran diagnósticos erróneos, sino que también aplicaran tratamientos
absolutamente inadecuados.
En 1980 se publicó el DSM-III, dotado de una apariencia científica, bajo la
dirección del psiquiatra Robert Spitzer. La nueva versión recuperaba el modelo
nosológico médico, del que derivaba la clasificación diagnóstica de las
enfermedades mentales cuyo objetivo principal era acabar con la anarquía
diagnosticadora, centrando su atención en una diagnosis cuidadosa como
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prerrequisito necesario para seleccionar un tratamiento más preciso y específico,
como en el resto de especialidades médicas; y a su vez, representaría el puente
necesario entre la investigación clínica y la psiquiatría clínica. Esta versión del
DSM culminaba los trabajos del Departamento de Psiquiatría de la Washington
University of Saint Louis desarrollados previamente por los llamados "neo-kraepe-
linianos": Robins, Guze, Winokur, Feighner. Quienes, más interesados por la
química cerebral, la investigación biológica y la clasificación científica,
cuestionaban la fiabilidad y validez de las taxonomías hasta entonces utilizadas.
Con el objetivo de aumentar la fiabilidad interjueces, los mencionados
investigadores propusieron un esquema clasificatorio más preciso y objetivo, los
denominados "criterios Feighner ", consistentes en una serie de reglas operativas
muy precisas que señalan qué síntomas son necesarios y cuántos bastan para
efectuar el diagnóstico de una categoría dada. Inspirándose en estos criterios,
Spitzer y su equipo de trabajo desarrollaron los Criterios Diagnósticos de
Investigación (RCD).
La confusión reinante entre las distintas escuelas y orientaciones teóricas
relativa a las causas, cursos, pronósticos y tratamientos impulsó la creación de una
taxonomía descriptiva y ateórica, evitando entrar en explicaciones etiológicas,
como si fuera posible en nuestro ámbito profesional una descripción de los
procesos morbosos ajena a una perspectiva teórica. Tras los calificativos de
clasificación descriptiva y ateórica se pretendía legitimar la reducción de la
psicopatología clínica a una mera enumeración de signos y síntomas, con la
consiguiente adjudicación de una etiqueta diagnóstica en aras de construir un
discurso más biomédico4. Pero pronto se pondría de manifiesto, cómo el nuevo
modelo supuestamente científico era un ataque frontal a la orientación
psicoanalítica y una defensa implícita de la perspectiva biológica; erradicando la
subjetividad de la clínica mental, desposeyendo al sujeto de la participación en el
malestar que le aqueja. Conforme a esta ideología implícita, entidades clásicas 4 A este respecto, el psiquiatra Allen Frances, quien fuera presidente del grupo de trabajo del DSM-IV y parte
del equipo directivo del DSM-III nos advierte: "El DSM-III fue anunciado como ateórico en cuanto a
etiología e igualmente aplicable a los modelos de tratamiento biológico, psicológico y social. Esto era cierto
sobre el papel, pero no en realidad. Era cierto en cuanto a que los grupos de criterios estaban basados en
síntomas superficiales y no decían nada sobre las causas o tratamientos. Sin embargo, el método de los
síntomas superficiales encajaba perfectamente con un modelo de trastorno mental biológico y médico y lo
fomentaba enormemente. El rechazo de conceptos psicológicos más deductivos y al contexto social colocaban
en clara desventaja a estos modelos y ponían una especie de camisa de fuerza reduccionista a la psiquiatría".
Ver: FRANCES, Allen (2014). ¿Somos todos enfermos mentales? Manifiestos contra los abusos de la
Psiquiatría. Barcelona: Editorial Planeta, 88
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como neurosis, psicosis, histeria, paranoia o melancolía se desdibujaron o
simplemente desaparecieron.
Con el DSM-III se difundió también el término "trastorno mental" (mental
disorder), eufemismo que pasa por alto el problemático concepto de enfermedad
en referencia a las afecciones psíquicas, contribuyendo a silenciar el tradicional
debate acerca del pathos como defensa, el síntoma como función y, en el fondo, la
implicación del trastornado en su trastorno. Bajo una supuesta metodología
estadística5 y una enumeración de criterios diagnósticos a veces insustanciales, la
perspectiva ontológica adoptada por el DSM-III sugiere que los trastornos
mentales son objetos naturales que sobrevienen sin mediación subjetiva, lo que se
traduce en una defensa de la irresponsabilidad respecto al malestar y en anteponer
la enfermedad al enfermo, dejando al sujeto en una pasividad permanente con
respecto a su malestar.
Por lo demás, la mayor innovación del DSM-III, el diagnóstico multiaxial,
pretendía abarcar la totalidad de la persona bajo el denominado enfoque
"biopsicosocial". Si bien, el modelo biopsicosocial nace de la perspectiva
psicobiológica de Adolf Meyer y como fruto de la práctica de la psiquiatría de
enlace, en la que se atienden los aspectos psicológicos de los pacientes
diagnosticados de alguna enfermedad somática, convirtiéndose el modelo
biopsicosocial en un modelo estándar en la psiquiatría contemporánea. Para ello se
propusieron cinco ejes, de los cuales contarán obligatoriamente para el diagnóstico
sólo los dos primeros:
5 La taxonomía propuesta por el DSM-III y las sucesivas revisiones, ante la ausencia de pruebas científicas
(de neuroimagen, genéticas) sobre los distintos diagnósticos que pudieran servir de guía en las decisiones
sobre qué categorías incluir y qué criterios conformarían dichas categorías, nace del consenso entre expertos y
no de estudios estadísticos. Vuelve a ser A. Frances, quién nos explica cómo se llevó tan arduo trabajo: "El
proceso no era bonito de ver; parecía más bien una interpretación virtuosa que un debate científico. Todas las
reuniones seguían un patrón bastante uniforme.
Un grupo formado por ocho o diez expertos se encerraba prácticamente en una sala y no salía hasta llegar a un
acuerdo. Las mañanas eran ruidosas e indisciplinadas, con expertos gritando los que consideraban mejores
síntomas, discrepando frecuentemente a voz en grito unos con otros. Sus opiniones apasionadas eran defendidas con la feroz determinación fruto de la experiencia, no de datos científicos, y no parecía una forma
racional de elegir entre sus discrepantes propuestas. Bob (en referencia Robert Spitzer) permanecía la mayor
parte del tiempo en silencio, escribiendo furiosamente a máquina en un rincón para tomar nota de todo. Tras
unas cuantas horas anárquicas, llegaba una tremenda bandeja de fiambres. Los expertos se tranquilizaban por
fin mientras trabajaban rodeados de bocadillos, ensalada, pepinillos y refrescos de vainilla. Bob continuaba
escribiendo con frenesí, absolutamente concentrado y al parecer ajeno a la comida. Milagrosamente, al final
del almuerzo, Bob había asimilado el caos matinal y lo había transformado en un borrador de los conjuntos de
criterios, condensando cuidadosamente las propuestas discordantes en una definición coherente". FRANCES,
Allen (2014). ¿Somos todos enfermos mentales? Manifiestos contra los abusos de la Psiquiatría, op. cit., 87-
88.
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- Eje I: Síndrome Clínico.
-Eje II: Trastornos de la Personalidad y Retraso Mental.
-Eje III: Enfermedades y Condiciones Físicas.
-Eje IV: Problemas Psicosociales y Ambientales.
-Eje V: Valoración Global de Funcionamiento.
5. Revisiones del DSM-III: DSM-III-R, DSM-IV y DSM-IV-TR
En un movimiento de permanente renovación, se intentó subsanar las
posibles inconsistencias, confusiones y discordancias del DSM-III con la
publicación, en 1987, del DSM-III-R. Sin variar el formato, en esta revisión se
depuraron algunos de los criterios diagnósticos que habían motivado críticas. Poco
después, en 1994, aparece el DSM-IV, en el que los autores afirman priorizar, antes
que cualquier otro criterio, los resultados de las investigaciones, intentando
introducir rigor, objetividad y transparencia en la toma de decisiones, realizando
las correcciones pertinentes tras una revisión de la biografía científica, la
realización de un meta-análisis de datos disponibles y tras estudios de campo. Lo
más llamativo de cada revisión publicada, sin embargo, radicaba en el aumento
desproporcionado del número de trastornos, en total 297 categorías diagnósticas.
Al respecto y con razón, Edward Shorter se preguntó: "¿Puede la naturaleza
dividirse verdaderamente en 297?".6
De acuerdo con esta tendencia a la multiplicación, se han ido diversificado
enormemente los trastornos de ansiedad (pánico, con o sin agorafobia,
generalizada, todo tipo de fobias, combinaciones de obsesiones y compulsiones,
6 Edward Shorter, con el cambio de paradigma con la publicación del DSM-III, señala cómo este proyecto
pretendidamente científico queda cues¬tionado con cada revisión del manual diagnóstico: "Más que
adentrarse en el mundo feliz de la ciencia, la psiquiatría al estilo DSM parecía de algún modo dirigirse al
desierto. Por la consiguiente cuestión, con cada sucesiva revisión edición de las series del DSM, el número de
trastornos distintos seguía creciendo. El DSM-III enumeraba 265 trastornos diferentes, subió un tercio de los
180 del DSM-II. El DSM-III-R tenía 292 y el DSM-IV, publicado en 1994, 297 trastornos. ¿Podía la naturaleza dividirse verdaderamente en 297 partes? A pesar de todo, los encargados del documento dieron la
es¬palda a la etiqueta kraepeliniana de 'enfermedad', identificando distintos `trastornos' que se referían a
diferentes entidades clínicas. Uno no esperaría encontrar tantas enfermedades distintas en nefrología y en
cardiología. Por supuesto, el cerebro es más complejo, pero aun así, Pinel había conseguido reducir el número
de trastornos psiquiátricos de un 'número indefinido de variedades' a cuatro. La psiquiatría tiene una tradición
de comprensión, de unir más que de separar. Uno de los redactores del DSM-III justificaba la inclusión
amplia basándose en el deseo de 'abarcar tantas condiciones como las que ven los clínicos en su ejercicio
profesional', para permitir que los futuros investigadores juzguen la validez de estas condiciones como una
entidad sindrómica válida". Ver: SHORTER, Edward (1999). Historia de la Psiquiatría. Desde la época del
manicomio a la era de la fluoxetina. Barcelona: J & C Ediciones Médicas: 303.
Roberto Rodriguez editor. (2016) Contrapsicología. Ed. Dado. Madrid (pp. 167-193)
estrés agudo y postraumático, adaptativos, etc.), los del estado de ánimo (bipolares,
depresiones, distimias, ciclotimia, etc.), los trastornos somatomorfos, de la
personalidad, etc. Ciertamente, según esta clasificación hay y habrá cada vez más
trastornos, muchos de los cuales aumentarán su distribución y frecuencia
(especialmente los bipolares y depresivos).
Los estudios clínicos que suscitan nuevas revisiones de los manuales no
hacen sino amplificar más estos diagnósticos parciales. Aparecen las nuevas
entidades de las comorbilidades y las patologías duales, de modo que los mismos
pacientes que antes padecían un trastorno pasan ahora a pertenecer a varias
categorías diagnósticas a la vez, es decir, a estar más enfermos y a necesitar varios
tratamientos simultáneos. De esta manera, sin pretenderlo, se cuestiona
abiertamente el principio según el cual las categorías son, por definición,
mutuamente excluyentes, pauta esencial en las clasificaciones inspiradas en el
modelo médico. La investigación epidemiológica puso de relieve cómo la
comorbilidad de dos o más trastornos en la misma persona, es un fenómeno
frecuentemente observado en la clínica, comprobándose cómo la coexistencia de
dos o más categorías diagnósticas del DSM en la misma persona es la regla y no la
excepción, cuestionándose uno de los principios que inspira la organización de la
taxonomía, el principio de parsimonia. El principio de parsimonia hace referencia a
la conveniencia de buscar un único diagnóstico que sea el más simple, económico y
eficiente y que pueda explicar todos los datos disponibles; el especialista debe
buscar un único diagnóstico que fuese suficiente para abarcar la realidad clínica de
un paciente. Pero la taxonomía americana en lugar de simplificar la realidad de la
enfermedad o del trastorno mental, nos sitúa ante una complejidad nosológica que
incumple uno de los fundamentos del DSM-III, el de aumentar la fiabilidad
interjueces; ya que no existen estudios concluyentes que hayan podido demostrar
una mejoría sustancial de la fiabilidad ante la diversidad de entidades diagnósticas
pobremente delimitadas.
Tanto el DSM-IV como su versión revisada (DSM-IV-TR, publicado en
2000) destacan por la descripción ampliada de cada trastorno con una serie de
epígrafes: características diagnósticas, características y trastornos asociados,
características relacionadas con una determinada edad, cultura o género,
prevalencia, incidencia y riesgo, evolución, complicaciones, factores
predisponentes, patrón familiar y diagnóstico diferencial. Únicamente faltaría una
Roberto Rodriguez editor. (2016) Contrapsicología. Ed. Dado. Madrid (pp. 167-193)
referencia a la etiología de origen biológico, ausente, pero implícita en la
taxonomía, aunque se renueva el anhelo de convertirla en principio organizador de
una futura clasificación de los trastornos mentales. Es llamativo cómo uno de los
cambios que se realizaron en el DSM-IV, es la transformación nominativa de la
categoría de trastornos orgánicos, que hasta entonces se diferenciaban del resto de
trastornos mentales, en trastornos cognitivos, que incluye los diagnósticos de
delirium, demencia, trastornos amnésicos y otros trastornos cognitivos. Lo que
refuerza la ideología implícita del DSM: que todos los trastornos serían
enfermedades reales y naturales, de las cuales en algunas se conocen sus bases
orgánicas morbosas y en otras no, aunque en la esperanza de descubrirlas más
pronto que tarde. La psiquiatría actual seducida por el importante desarrollo de las
neurociencias, los hallazgos genéticos, moleculares, estructurales y funcionales del
sistema nervioso, se olvida de la realidad clínica y asistencial. Su afán de encontrar
una explicación puramente biológica, como forma de legitimar el modelo médico
en la práctica psiquiátrica, está siendo cuestionado por los propios
neurocientíficos, al intentar reducir y simplificar la complejidad del
funcionamiento psíquico a hipótesis genetistas o de los sistemas de
neurotransmisores. Ejemplo de ello son las declaraciones que realizó el genetista y
autoridad en ese campo, Craig Venter, ante la pregunta de si la conducta humana
está determinada genéticamente en una entrevista publicada en El País (2000):
La mayoría de los científicos que trabajan en este campo no creen en el
determinismo genético, excepto en un número muy limitado de casos, cuando se
trata de enfermedades muy poco corrientes y con fuerte componente genético. La
biología, en general, no actúa de esa manera. Y, desde luego, no lo hace en el caso
de la inteligencia y el comportamiento. A muchas personas les gustaría eximirse
de responsabilidades y echarle la culpa al código genético (los fumadores o los
drogadictos, por ejemplo). Pues van a sufrir una desilusión. El código genético no
va a absolver a los seres humanos de sus decisiones individuales ni de su
responsabilidad personal. Nadie podrá esconderse detrás de sus genes.
Con cada revisión del DSM se constata la tendencia a alejarse de la
psicopatología clásica y psicoanalítica, así como el cuestionamiento y reflexión
continua sobre el malestar psíquico. Mediante el desplazamiento del foco de
observación clínica, pese a mantener antiguos criterios de clasificación, se destacan
otros nuevos y con ello se modifica completamente la comprensión del trastorno. A
Roberto Rodriguez editor. (2016) Contrapsicología. Ed. Dado. Madrid (pp. 167-193)
este respecto, el ejemplo más destacado lo constituye el auge del trastorno bipolar,
en el cual coinciden la semiología del pensamiento y la afectiva. Pero, a diferencia
del planteamiento tradicional donde el peso sustantivo del diagnóstico se basaba en
la primera, lo que contribuía al diagnóstico de psicosis, en la actualidad se funda
sobre la semiología de los afectos, el humor y el estado de ánimo, de manera que
los síntomas psicóticos se convierten en simples calificativos del trastorno bipolar,
despareciendo las categorías clásicas de melancolía o psicosis maniaco-depresiva.
Otro tanto sucede con la histeria y su proteica sintomatología, la cual se halla
dispersa entre los trastornos depresivos, distímicos, bipolares o los trastornos de la
personalidad; ya los alienistas alertaban sobre la dificultad de aprehender la
histeria en una entidad nosológica, célebres son las palabras de E. Laségue (1878):
La definición de la histeria jamás ha sido dada y nunca lo será. Los síntomas no
son ni tan constantes ni tan uniformes, ni tan iguales en duración e intensidad
para que un tipo descriptivo pueda comprender todas las variedades.
En la taxonomía americana se produce un desplazamiento de la semiología
de los trastornos del lenguaje y del pensamiento hacia alteraciones de los afectos y
la conducta, que aunque parezca ingenuo, favorece el descentramiento del sujeto,
en cuanto a lo que dice y piensa sobre lo que le pasa, y a su vez, promueve la
orientación de la terapia a los componentes neuroquímicos del organismo enfermo,
lo que respalda el uso generalizado de psicofármacos antidepresivos, ansiolíticos y
estabilizadores del humor.
6. Invención de los trastornos: criterios extraclínicos de las
clasificaciones
La transformación de la terminología y la inclusión de nuevas categorías
específicas que supuso la publicación del DSM-III, más que a una metodología
supuestamente más científica, obedecieron a cambios y presiones sociopolíticas de
la historia norteamericana, cuyos ecos se extendieron sin tardanza a otras partes
del mundo, así como a otros intereses ajenos a la práctica clínica y más cercanos a
la mercantilización del malestar psíquico que supuso el desarrollo la terapia
psicofarmacológica.
E. Shorter señala cómo a pesar de que los redactores de los diferentes DSM,
tras su tercera edición, luchaban por aferrarse a los datos objetivos para sus
propuestas categoriales, sus aspiraciones fueron combatidas por presiones
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ideológicas y se vieron forzados a hacer una serie de concesiones en las
clasificaciones. La homosexualidad constituye un ejemplo de ello, considerada
trastorno hasta 1972, pero que, merced a la presión del lobby americano
homosexual, desapareció del campo de la patología mental, en concreto del
epígrafe de las parafilias. Otro ejemplo de cómo una propuesta diagnóstica no
surge de la práctica clínica, y a menudo citado en la literatura especializada, es la
invención del trastorno por estrés postraumático. Surgido como consecuencia
directa de las reclamaciones económicas de los soldados excombatientes en
Vietnam, afectados de secuelas psicológicas contraídas durante la guerra. Conver-
tido en entidad nosológica en el DSM-III, el TEPT fue generalizándose a otros
territorios del pathos y sus criterios diagnósticos se ampliaron a nuevos factores
desencadenantes (familiares, sociales, laborales) cada vez más difusos, lo que
contribuyó a mermar el terreno de la normalidad saludable. El DSM y sus
posteriores revisiones, con los cambios experimentados en sus diagnósticos, más
que el resultado de una validación taxonómica, representa diferentes momentos de
la cultura estadounidense; los elementos clasificados cambian con el tiempo, en
gran medida debido a diferencias ideológicas y políticas, y no como consecuencia
del descubrimiento de enfermedades universales que tienen lugar de manera
natural y que hasta entonces eran desconocidas.
Nuevos trastornos ganados al territorio de la normalidad son la fobia social
(hasta entonces la timidez no se consideraba patológica), la depresión, que durante
el siglo XIX no se consideraba una categoría principal, y la multiplicación de los
trastornos de ansiedad en paralelo a la investigación farmacológica de las
aplicaciones de determinados fármacos ansiolíticos, amplificación de la que resultó
la escisión de los ataques de pánico como una entidad nosológica propia. La fobia
social es el ejemplo más claro de cómo un problema normal de la vida cotidiana se
eleva a trastorno psiquiátrico. La timidez deja de ser un rasgo humano y pasa a ser
inscrita en un discurso médico, cambiando su categorización y experiencia, incluso
con pretensiones de base biológica en cuanto a su etiología. La fobia social
ejemplifica el paradigma del modelo biocomercial en la construcción nosológica, de
cómo la solución médica, psicofarmacológica principalmente, antecede a la entidad
nosológica, en el que para promover un medicamento, en este caso la paroxetina, se
ha promovido la creación de un trastorno. La depresión se ha convertido en una
epidemia con el lanzamiento de los antidepresivos conocidos como "inhibidores
Roberto Rodriguez editor. (2016) Contrapsicología. Ed. Dado. Madrid (pp. 167-193)
selectivos de la recaptación de la serotonina", en el que la tristeza, como emoción
esperable y adaptativa ante circunstancias personales, familiares o sociales, se vive
en la actualidad como un desarreglo bioquímico, constatándose en las sociedades
desarrolladas una sensibilización e intolerancia para todo aquello que suponga bajo
humor y tristeza, como señala Marino Pérez (2008): "como si la condición natural
fuera la `euforia permanente'. De hecho, el término depresión capitaliza
clínicamente lo que de otra manera serían experiencias normales de la vida con un
curso natural". Cuando la industria farmacéutica irrumpió en la práctica
psiquiátrica con sus preparados psicofarmacéuticos, el sentido del diagnóstico se
empezó a deformar.
El supuesto ateoricismo invocado por el DSM-III queda en entredicho
cuando se observa hasta qué punto el vocabulario nosotáxico y nosológico se ha
acomodado paulatinamente a los principales grupos de psicofármacos (ansiolíticos,
antidepresivos, estabilizadores del ánimo, antipsicóticos). El argumento biomédico
que pretende justificar la adopción sistemática de fármacos para tratar síntomas
que hasta no hace mucho curaban con el paso del tiempo y la elaboración personal,
merman la madurez, la responsabilidad y la capacidad de elección del sujeto. De
hecho, esta orientación cientificista y la imprecisión descriptiva de los trastornos
mentales, facilita el fenómeno de la profecía autocumplida: allí donde más se ha
desarrollado la psicología clínica y la psiquiatría, mayor es la cronicidad de los
trastornos mentales y menor la tasa de curaciones espontáneas o adaptaciones a la
autonomía personal; consecuencia de la intervención de estas disciplinas ante
cualquier evento vital displacentero, siendo la medicación el tratamiento de
elección ante la concepción actual de enfermedad mental, de supuesta base
biológica y por tanto con tendencia a la cronificación.
Mientras antes abundaban las alteraciones reactivas, agudas y breves, ahora,
con el modelo de enfermedad implícito (los trastornos se deben a un desajuste de
algún neurotransmisor), se destacan los trastornos de la larga evolución, lo que
implica un tratamiento farmacológico muy duradero (a veces también psicológico);
de manera que aumenta tanto el coste como los efectos secundarios y acumulativos
tóxicos. El ejemplo por excelencia es de nuevo el trastorno bipolar. Hoy en día se
tiende a considerar patológicos ciertos altibajos y variaciones del ánimo, los cuales,
una vez diagnosticados siguiendo criterios internacionales, son tratados con
fármacos, de dudosa efectividad, ya que se ha comprobado que el nombre de
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estabilizadores del humor más que al mecanismo de acción del fármaco, se debe a
un eslogan de la propia industria farmacéutica7. A fin de reforzar la raigambre
enfermiza de ese revoltijo fenomenológico que da cuerpo al trastorno bipolar, se le
aporta un plus de gravedad puesto que en el listado de síntomas se mezclan unos
leves con otros severos, unos breves con otros tenaces, mientras que el tiempo de
espera para diagnosticar esa patología se reduce a pocos días (4 en el bipolar I, 7 en
el bipolar II), o a pocos meses (6) en el caso de la esquizofrenia.
El itinerario de este proceso favorece el estigma, es decir, la marca que
soporta un sujeto diagnosticado de enfermedad mental, lo que en muchos casos le
subyugará de por vida a tratamientos médico-psicológicos. Al amparo de las nuevas
taxonomías, algunos especialistas orientan sus pesquisas hacia la búsqueda de los
falsos negativos, es decir, los enfermos mentales que no han sido diagnosticados
hasta ese momento. De resultas de esta búsqueda, en los servicios de la salud
mental han comenzado a proliferar los falsos positivos, esto es, los pacientes que
reciben diagnósticos y tratamientos cuando realmente no lo necesitan. La
proliferación de diagnósticos, con la ampliación de los límites de la patología,
desdibujando la normalidad en la psiquiatría clínica, se ha intentado justificar con
el modelo de prevención y detección precoz utilizado en otras especialidades
médicas. El argumento consiste en que al identificar y tratar a quienes padecen
trastornos psiquiátricos menores, permitirá evitar que sean en el futuro enfermos
mentales graves. Si bien, la práctica clinica ha demostrado que la detección precoz
más que beneficios, suponen efectos iatrogénicos al basarse en un modelo médico,
con la prescripción de tratamientos farmacológico, así como una serie de prácticas
asistenciales que promueven la identificación del sujeto con su supuesta
enfermedad y así su cronificación y dependencia de los servicios sanitarios.
7. El polémico DSM-5
7 Marino Pérez y colaboradores, señalan cómo los mayores avances de la psiquiatría actual son producto de
eslóganes comerciales de la industria farmacéutica, uno de cuyos ejemplos lo representa el trastorno bipolar: Con todo y en base a todo ello, la era y la epidemia bipolar se debe a un 'avance' psiquiátrico servido por la
psicofarmacología. ¿Cómo es así, sabido que no hubo ninguna innovación psicofarmacológica en los últimos
treinta años? (Fibiger, 2012; Hyman, 2012). Se refiere al lanzamiento de conceptos que, sin suponer ningún
hallazgo farmacológico, funcionan como poderosos eslóganes en la práctica, como si fueran hallazgos
científicos. Ejemplos ya se encuentran en las denominaciones de preparados, dando a entender que son
específicos como `antipsicótico' y 'antidepresivo' cuando, en realidad no son específicos, ni etiológicamente,
porque de hecho no se conocen los mecanismos específicos de estos trastornos, ni siquiera sintomáticamente,
puesto que se utilizan para una variedad de síntomas distintos a los indicados.
Ver: PÉREZ, Marino; GARCÍA, Fernando y GONZÁLEZ, Héctor (2015). Volviendo a la normalidad. La
invención del TDAH y del trastorno bipolar infantil. Madrid: Alianza Editorial: 235.
Roberto Rodriguez editor. (2016) Contrapsicología. Ed. Dado. Madrid (pp. 167-193)
El 18 de mayo del 2013, la Asociación Psiquiátrica Americana publicó el
Manual de Diagnóstico Psiquiátrico (DSM-5), resultado de más de una década de
investigación, con 13 grupos de trabajo, 6 grupos de estudio y más de 500
profesionales participando en cada uno de los mismos. La culminación nosográfica
de un proceso de 14 años, esta vez bajo la dirección de David Kupfer, ha sido objeto
de críticas y polémicas, generado un gran debate en el cuerpo psiquiátrico, incluso
antes de su publicación.
La nueva clasificación nosología, con una pretensión de reflejar el estado
actual de la ciencia clínica, siguiendo el discurso positivista de la psiquiatría
biológica, ha supuesto el rechazo absoluto de una clínica subjetiva y contextual, así
como una patologización de la población al ampliar los límites de la psiquiatría
clínica a campos inimaginables, minimizando los umbrales diagnósticos y dejando
entrever más claramente que en las anteriores ediciones los intereses
mercantilistas de la psiquiatría.
El cambio más radical y polémico es la desaparición de los ejes diagnósticos,
no contemplándose una evaluación del contexto social e interpersonal del paciente,
reduciéndose el proceso diagnóstico al cumplimiento o no de una serie de criterios
operativos, pobremente formulados y sujetos a la interpretación tanto del paciente
como del especialista, lo que favorece una lectura errónea y la trivialización del
diagnóstico psiquiátrico. El ámbito psicosocial ha desaparecido del paradigma
"biop-sicosocial", tan importante en las anteriores versiones, reforzándose con ello
el núcleo "bio". El ideal de fundamentar la clasificación sobre una base genética y
un sustrato neurológico como el principio organizador de la nosotaxia parece
posponerse de nuevo, una vez más por falta de resultados consistentes.
La organización de los capítulos ha sido modificada con el fin de reflejar un
enfoque del ciclo vital, con los trastornos más frecuentemente diagnosticados en la
infancia al comienzo del manual. El primer capítulo es el dedicado a los trastornos
del neurodesarrollo y al final del manual se encuentran los trastornos más
frecuentes en las personas de edad avanzada, tales como los trastornos
neurocognitivos. No obstante esta nueva organización, conlleva, salvo en raras
ocasiones específicas, que cualquier trastorno se pueda diagnosticar en cualquier
tramo de edad. Un ejemplo de cómo los trastornos de comienzo habitual en la
infancia y adolescencia dejan de tener sentido, lo representa el TDAH (Trastorno
Roberto Rodriguez editor. (2016) Contrapsicología. Ed. Dado. Madrid (pp. 167-193)
de Déficit de Atención con Hiperactividad), diagnóstico de escasa validez como han
demostrado los estudios, el cual podrá ser diagnosticado en población adulta; en
este caso el diagnóstico se basa en síntomas subjetivos, basados en
autopercepciones falibles de falta de concentración y de ineficacia, más relacionado
con la sociedad acelerada y exigente en la que vivimos, que a una enfermedad
mental con una supuesta etiología cerebral. Otro cambio es como el TDAH ha
dejado de formar parte de los trastornos de conducta para englobarse dentro de los
"trastornos del neurodesarrollo", aceptando la hipótesis de la inmadurez cerebral y
la disfunción ejecutiva como verdadera, cuando las investigaciones siguen sin
confirmarla y la literatura científica existente en la actualidad no permite establecer
de forma concluyente la pretendida naturaleza neurobiológica de este diagnóstico.
No hace falta decir que la posibilidad de diagnosticar el TDAH en el adulto, no hace
sino replicar el éxito de venta de psicoestimulantes en población infantil y
ampliarla a otros focos de población, convirtiéndose, como anuncian los expertos,
en epidemia como ya lo está siendo el TDAH en población infantil. Como señala
Marino Pérez (2015): "Este diagnóstico invita ahora a que los adultos insatisfechos
con sus vidas, o con una parte de ellas, o que simplemente quieran ser eficaces en
sus quehaceres, busquen una respuesta farmacológica, como el metilfenidato, las
anfetaminas puras o antidepresivos, que hagan más llevaderas sus vidas".
Entre las críticas a las anteriores ediciones estaba las altas tasas de
comorbilidad entre diagnósticos, así como el uso masivo y extendido de los
diagnósticos "no especificados", limitaciones que ponían en evidencia la necesidad
de buscar una mejor nosología psiquiátrica. En vez de subsanarse estas
limitaciones, la nueva clasificación no excluye la comorbilidad entre varios
trastornos, lo que fomenta una pérdida de la visión holística del sujeto a favor de
una visión fragmentada por grupos de síntomas (ansiosos, depresivos, psicóticos,
autísticos), mezclándose síntomas con las consecuencias o vivencias de los mismos.
Pensar que un niño con el diagnóstico de trastorno del espectro autista está
desatento debido a que a su vez padece un TDAH, ignora las dificultades de
vinculación y angustias que supone una patología de tal índole. Polémico ha sido el
capítulo de los Trastornos Depresivos, como el duelo ante la pérdida de un ser
querido que no excluye el diagnóstico de depresión, desdibujándose
completamente los límites entre lo normal y lo patológico, lo que se justifica
mediante la sugerente pero falsa premisa: si hay sufrimiento, es porque existe un
Roberto Rodriguez editor. (2016) Contrapsicología. Ed. Dado. Madrid (pp. 167-193)
trastorno mental. Este cambio conceptual supondrá la medicalización innecesaria
de una de las experiencias más comúnmente vividas por los seres humanos,
aduciendo que los tratamientos médicos y psicosociales en el fondo son los mismos
que para la depresión mayor.
Como en sus predecesoras, el DSM-5 ha incorporado nuevos trastornos, los
cuales no dejan de ser polémicos, algunos porque son antiguos síntomas
transformados en entidades diagnósticas, como el trastorno por atracón. Allen
Frances advierte cómo esta nueva categoría se presenta como respuesta de la
psiquiatría a la epidemia de obesidad en la población, señalando los perjuicios que
supondrá esta falsa etiqueta como el tratamiento farmacológico ineficaz, con los
efectos secundarios de los psicofármacos, obviándose que la obesidad supone un
problema cultural y de los hábitos de vida del primer mundo, no un problema que
la psiquiatría deba solucionar. La expansión del pathos mental y su intromisión en
el terreno hasta ahora normalizado también se observa en trastornos de reciente
creación como el trastorno neurocognitivo menor, cuya pretensión es detectar e
intervenir precozmente para prevenir o retardar la progresión de una demencia
incipiente. Cuando dicho trastorno sigue siendo inexacto y confuso, pudiendo
abarcar a muchas personas que debido a un envejecimiento normal padecen una
pérdida de capacidades, presuponiéndoles una enfermedad crónica e incapacitante.
Otra de las incorporaciones que ha generado controversia es el trastorno disfórico
premenstrual en el capítulo de trastornos depresivos por el posible manejo
farmacológico que implica un nuevo diagnóstico explicado probablemente por
cambios hormonales fisiológicamente normales.
Esta nueva taxonomía y la difusión de sus criterios, no sólo a los espe-
cialistas, sino a los médicos de atención primaria, a grupos de defensa del
consumidor, medios de comunicación, Internet y redes sociales, se traducirá en
una inflación diagnóstica de la población normal ante la arbitrariedad nosológica y
tendrá efectos iatrogénicos en la forma de percibirse y percibir a los demás. Siendo
la población infantil la más perjudicada con la nueva clasificación, en el que
comportamientos normales, como las rabietas evolutivamente esperables, pasan a
denominarse y categorizarse trastorno de desregulación perturbador del estado de
ánimo. Este trastorno se incorpora para solventar la epidemia existente en EE.UU.
del trastorno bipolar infantil, trastorno que implica una supuesta enfermedad
crónica y legitima el uso de psicofármacos en edades cada vez más tempranas. La
Roberto Rodriguez editor. (2016) Contrapsicología. Ed. Dado. Madrid (pp. 167-193)
nueva etiqueta diagnóstica de trastorno de desregulación perturbador del estado de
ánimo, en principio, no conlleva la iatrogenia del trastorno bipolar en el niño, pero
supone una valoración patológica de las reacciones y comportamientos del infante
ante situaciones frustrantes; reacciones emocionales esperables en determinadas
etapas evolutivas, aunque molestas y desagradables para el entorno. Estando el
diagnóstico en función de la tolerancia del especialista, la familia o el grupo de
pertenencia a los descontroles emocionales del niño; legitimándose la
farmacoterapia en niños y adolescentes ante comportamientos fastidiosos o
incómodos para los adultos, pero normales desde una perspectiva evolutiva.
Confirmándose con la creación de las nuevas entidades nosológicas el modelo
biocomercial sobre el que se fundamenta la nueva edición diagnóstica de la APA,
olvidándose de comprender el malestar psíquico, así como de la mejora de la
asistencia clínica.
8. A modo de conclusión
La concepción naturalista y organicista de la patología mental actual, más
interesada en diferenciar y clasificar los fenómenos morbosos en entidades
homogéneas e independientes, se muestra insuficiente cuando el criterio para la
construcción de la taxonomías es puramente observacional y simplista, cuyo
resultado es la proliferación de diagnósticos y la incorporación de síntomas leves y
confusos, expandiendo los límites de la patología a situaciones insospechadas,
desdibujándose la frontera entre la normalidad y la enfermedad mental. Así, tanto
esta multiplicación de los trastornos mentales como la patologización de la vida
cotidiana, más que responder al avance científico y clínico de la especialidad, se
fundamenta en intereses extraclínicos: aumento de la cuota de mercado de la
industria farmacéutica, legitimización de la psiquiatría y la psicología clínica dentro
de las ciencias de la salud, así como ampliar sus dominios profesionales a una gran
variedad de demandas; añadiéndose los propios intereses de la población que ha
preferido ser "enferma" a ser infeliz8. En la población general, múltiples situaciones
injustas son planteadas como patologías del individuo y etiquetadas como tales, lo
8 Fernando Colina explica cómo la expresión social de la enfermedad es también fruto de los cambios
culturales: "Hemos aprendido que la sociedad de consumo indujo unas estrategias del deseo exigentes e
insaciables, cuya primera consecuencia es la inestabilidad psicológica, la ansiedad y esa intolerancia al duelo,
la depresión y la frustración que tan acertadamente nos caracteriza. Una vez instaurado el derecho a la
felicidad como exigencia irreemplazable, cualquier fallo, lentitud o tropiezo del deseo nos vuelve pacientes de
la psiquiatría con excesiva facilidad". Ver: COLINA, Fernando (2008). "Prólogo: Psiquiatría y cultura". En
José María ÁLVAREZ, La invención de las enfermedades mentales (13). Madrid: Gredos.
Roberto Rodriguez editor. (2016) Contrapsicología. Ed. Dado. Madrid (pp. 167-193)
que fomenta la irresponsabilidad del sujeto y de la sociedad ante las mismas.
El discurso reduccionista de la psiquiatría actual reduce al sujeto a un
objeto, a una realidad estable, fija e inmutable, queriendo hacerla mensurable,
contradiciendo la propia realidad de cada sujeto, que es multiforme e
intransferible. Ante el riesgo de que la salud mental se convierta en una máquina
instauradora de diagnósticos y tratamientos, bajo la falsa ilusión de un
cientificismo que ni desestigmatiza ni devuelve el lugar a la persona diagnosticada
en la sociedad urge la necesidad de replantear una psicopatología que vaya más allá
de la semiología o las propuestas taxonómicas actuales, así como la necesidad de
contar con una interpretación teórica en la que tenga cabida la subjetividad del
paciente, su dignidad como persona, su autonomía y responsabilidad ante su vida.
La psicopatología no es una ciencia exacta, como las matemáticas, ni puede basarse
en ella. La solidez y firmeza de los modelos de psicología patológica reside en su
potencial interpretativo y principalmente, resolutivo para el paciente; conocimiento
que surge de la experiencia clínica y de la escucha del relato subjetivo y particular
de la persona que busca ayuda. "Hay una verdad del hombre que está en su interior
que no es la verdad de las ciencias en su formulación moderna, ni la verdad
teológica o transcendental; y que nace de un ejercicio de indagación biográfica"
(Menéndez, 2011).
9. Bibliografía básica
ÁLVAREZ, José María (2008). La invención de las enfermedades mentales.
Madrid: Gredos.
ÁLVAREZ, José María, ELÚA, Ana y MARTÍN, Juan Domingo (2012). "Los
sistemas internacionales de clasificaciones diagnósticas: presentación crítica de la
nosología actual". En Manual del residente en psicología clínica (111-120). Madrid:
Asociación Española de Neuropsiquiatría.
ÁLVAREZ, José María, ESTEBAN, Ramón y SAUVAGNAT, François (2004).
Fundamentos de psicopatología psicoanalítica. Madrid: Síntesis. A.P.A. (1995).
DSM-IV Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales. Barcelona:
Masson.
A.P.A. (2013). Guía de consulta de los criterios diagnósticos del DSM-5.
Madrid. Editorial Médica Panamericana.
Roberto Rodriguez editor. (2016) Contrapsicología. Ed. Dado. Madrid (pp. 167-193)
GÓNZALEZ, Héctor y PÉREZ, Marino (2008). La invención de los
trastornos mentales. Madrid: Alianza Editorial.
O.M.S. CIE-10 (1992). Trastornos mentales y del comportamiento.
Descripciones clínicas y pautas para el diagnóstico. Madrid: Meditor. Shorter,
Edward (1998). Historia de la Psiquiatría. Desde la época del manicomio a la era de
la fluoxetina. Barcelona: J & C Ediciones Médicas.
10. Bibliografía complementaria
ÁLVAREZ, José María y COLINA, Fernando (2012). "Sustancia y fornteras
de la enfermedad mental". En Manuel DESVIAT y Ana MORENO (eds.), Acciones
de salud mental en la comunidad (138-149). Madrid: Asociación Española de
Neuropsiquiatría.
BERCHERIE, Paul (1980). Los fundamentos de la clínica. Historia y
estructura del saber psiquiátrico. Buenos Aires: Ediciones Manantial.
COLINA, Fernando (2013). Sobre la locura. Madrid: Cuatro Ediciones.
DESVIAT, Manuel y MORENO, Ana (2012). "Razón de ser de la
psicopatología". En Manuel DESVIAT y Ana MORENO (eds.), Acciones de salud
mental en la comunidad (175-184). Madrid: Asociación Española de
Neuropsiquiatría.
FRANCES, Allen (2014). ¿Somos todos enfermos mentales? Manifiesto
contra los abusos de la psiquiatría. Barcelona: Ariel.
GARCÍA, Fernando, GONZÁLEZ, Héctor y PÉREZ, Marino (2014).
Volviendo a la normalidad. La invención del TDAH y del trastorno bipolar infantil.
Madrid: Alianza Editorial.
MENÉNDEZ, Federico (2012). "La historia clínica y la anamnesis en la
psicopatología actual. De la biografía a la biología. De la escucha y mirada clínica a
la escucha y mirada por aparatos. ¿Qué es la evidencia en salud mental?". Revista
de la Asociación Española de Neuropsiquiatría, 32(115), 547-566.
MOLINS, Ferrán y LÓPEZ-SANTÍN, José Manuel (2015). "La simplificación
neopositivista del lenguaje de la psicopatología desde una perspectiva post-
wittgensteiniana". Revista de la Asociación Española de Neuropsiquiatría, 35 (125),
135-145.
Roberto Rodriguez editor. (2016) Contrapsicología. Ed. Dado. Madrid (pp. 167-193)
MUÑOZ, Luis Fernando y JARAMILLO, Luis Eduardo (2015). "DSM.5:
¿Cambios significativos?". Revista de la Asociación Española de Neuropsiquiatría,
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