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El Silencio, Luis Gruss, (capítulo “Ecos de Oriente”)
ECOS DE ORIENTE
“El valle es oscuro y hueco…
Pero hace crecer todas las cosas”.
François Cheng
Vacío y plenitud. ¿No has visto que el silencio
se adueña del paisaje cuando el viento se
retira y deja de sacudir las ramas? La
observación, que podría ser leída como
poema o aforismo, figura en uno de los
diálogos pedagógicos de Zhuangzi, nombre
probable del más importante filósofo de la
antigüedad china. Vivió a mediados del siglo
IV antes de nuestra era en una época de
inestabilidad política e intensa vida
intelectual. El libro que lleva su nombre
consta de 33 capítulos, de los cuales la crítica
moderna ha dejado establecido que se le
pueden atribuir con seguridad los siete
primeros. En casi todos ellos, compuestos
como parábolas muchas veces herméticas,
sobrevuela una doctrina central (wu-wei) que
predica la revulsiva idea de no actuar, obrar
con desapego y de acuerdo al curso cambiante de la naturaleza. Hacia el año 300 Guo
Xiang, en su comentario del Zhuangzi, aclaró el punto: “Inacción no significa no hacer
nada y permanecer callados; es permitir que todo haga lo que naturalmente hace, de
modo que satisfaga su condición”.
Zhuangzi (o Chuangtsé como lo anota Octavio Paz) abordó la interacción dialéctica de
términos opuestos. Lo explicó así: “No hay nada que no sea esto. No hay nada que no
sea aquello. Esto vive en función de aquello. Tal es la doctrina de la interdependencia
de esto y aquello. La vida es vida frente a la muerte. Y viceversa. La afirmación lo es
frente a la negación. Y viceversa. Por tanto si uno se apoya en esto, tendría que negar
aquello. Esto posee su afirmación y su negación y también engendra su esto y su
aquello. Por tanto el verdadero sabio desecha el esto y el aquello y se refugia en el
Tao…”.
La crítica del lenguaje formulada por Zhuangzi no alcanza a la imagen dado que ella no
cumple, en sentido estricto, una función verbal. El sabio predica una doctrina sin
palabras. Su enseñanza no recurre al ejemplo sino a la verdad. Los significados
primitivos se vuelven inoperantes, cree que la experiencia de regresar a lo que somos
originariamente es entrar en la jaula de los pájaros sin ponerlos a cantar. Fan es jaula y
regreso; ming es canto y nombres**
. Así la frase puede leerse como retornar allá
donde los nombres salen sobrando. Al silencio. Al mudo palacio de lo evidente.
El Silencio, Luis Gruss, (capítulo “Ecos de Oriente”)
Taoísmo y budismo zen avanzarán más en esa línea. La meta es provocar en el
discípulo el estado de satori o iluminación, el instante que es todos los instantes. Los
maestros acudirán a las paradojas, al absurdo, al contrasentido y a aquellas figuras que
tienden a destruir la lógica, la perspectiva normal y limitada. El satori consiste en
penetrar la hondura del ser y aceptar la irrealidad del yo que tiende a diluirse por
distintos medios. Pero el estado de iluminación no puede ser compartido. La doctrina
de la verdad incomunicable está por encima de los nombres y las formas. Las verdades
de la ciencia son transmisibles. La iluminación trascendental es personal y se vive
únicamente como experiencia silenciosa. De aquí que uno de los términos sánscritos
para aludir al sabio sea muni (el silencioso): el último punto de la doctrina budista
permanece escondido y es necesariamente críptico.
Estos procedimientos pueden sonar extraños en una lectura solitaria, iniciática y
realizada fuera de contexto. Empieza a adquirir sentido si se añaden los conceptos
centrales de Laozi, o Libro del Tao, otra obra canónica y fundamental del pensamiento
chino antiguo junto al Libro de la perfecta vacuidad. De alguna manera emparentados
con el anarquismo moderno (o con el pensamiento presocrático de la antigüedad
griega) los taoístas fueron considerados disolventes y antisociales. Su defensa del
hombre concreto (a diferencia de la figura abstracta imaginada por Confucio) permite
identificarlos filosóficamente con los cínicos, los estoicos y aún los escépticos. Octavio
Paz los compara también con la visión orgullosamente marginal de Henry David
Thoreau, el hombre que fue a los bosques para encontrarse con su ser más secreto y
primitivoi.
La trilogía clásica del taoísmo resulta de enorme importancia para aproximarse a las
nociones de vacío y plenitud que presiden el abordaje del silencio -visto siempre como
elemento estructurante y no como algo inexistente o vago- en la pintura, la poesía, la
música, la narrativa, la caligrafía, el teatro y aún disciplinas físicas o medicinales como
la acupuntura o el yoga. ¿No has visto que el silencio se adueña del paisaje cuando el
viento se retira y deja de sacudir las ramas? Zhuangtzi propone imágenes visuales, casi
pictóricas como la que resume la observación precedente, y, de paso, subraya el
interés por las transiciones: el gradual pasaje de una situación de viento a otra de
calma donde las ramas dejan de sacudirse.
La filosofía china subraya el cambio de estados (la mutación) como un punto central
de su cosmogonía. Lo dado no importa tanto como el pasaje entre los diversos
momentos de la materia. Esto vale para la consideración del tiempo, del arte, del
amor, de la pintura y la poesía, de la vida en todas sus manifestaciones. La fuente de
estos conceptos es Laozi (nombre del libro o del autor) un probable contemporáneo de
Confucio que vivió entre los años 700 y 400 antes de nuestra era. Su vida y sus
enseñanzas están colmadas de leyendas y parábolas donde domina la prescindencia
como recurso de salvación.
Confucio era seguidor ortodoxo del rito y las formalidades. Laozi se movía como un
carruaje empujado por el viento. Se cuenta que una vez ambos maestros se cruzaron
en un camino. El pensador taoísta atacó primero. “El hombre virtuoso, dotado de
grandes prendas, parece un estúpido –disparó-. Suprimid vuestra arrogancia y
ambición, vuestro formalismo y lascivia: todo ello no favorece a vuestra persona. Esto
El Silencio, Luis Gruss, (capítulo “Ecos de Oriente”)
es todo lo que tengo que decir sobre los ritos”ii. Tras oír esto Confucio se alejó y le
habló a sus discípulos sumido en un transe de estupor:
Sé que el pájaro vuela, que un pez nada, que un animal anda: para lo que anda
puedo hacer trampas, para lo que nada puedo hacer sedales, para lo que vuela
puedo fabricar flechas y arcos. En cuanto al dragón, sin embargo, escapa a mi
inteligencia de qué manera se eleva hasta el cielo montado en el viento y las
nubes. Después de haberlo visto hoy, pienso si Laozi no será como un dragón.
Laozi basó su doctrina en vivir sin renombre, casi borrado. Se instaló por un largo
tiempo en la localidad de Zhou, pero al ver la decadencia en que se sumía el Estado
se marchó. Cuando llegó al paso fronterizo de Guan, el encargado de la defensa lo
detuvo. “Ya que vas a abandonar el mundo –le rogó- escribe un libro para mi
provecho”. Así fue que el filósofo compuso el Libro del Tao, cuyo comienzo es
enigmático: el Tao (metáfora posible de camino) está oculto, no se le puede asignar
nombre alguno, no puede expresarse; si alguien lo nombra no lo conoce, si lo
conoce no puede decirlo; el que actúa fracasará, el que se aferra a algo lo perderá.
En el capítulo once puede leerse (según la reconocida traducción de Elorduy) la
explicación del vacío como elemento organizador que deviene del soplo o aliento
primordial, otra clave para entender la visión de los antiguos chinos. Treinta radios
tiene la rueda de un carro; lo útil para el carro es la nada en torno a la cual esos
radios se sitúan. Con arcilla se fabrican las vasijas; en ellas lo útil es la oquedad. Se
incluyen puertas y ventanas para hacer una casa; los huecos le dan vida. En el ser
anida el interés inmediato. Pero el no ser (lo invisible) encierra la verdadera utilidad
de todas las cosas.
En Occidente el vacío fue negado por Aristóteles, opinión que fue aceptada por
consenso hasta la Modernidad, al punto de acuñarse la fórmula del horror vacui; según
esta noción extrema la naturaleza aborrece el vacío y no lo tolera como componente
posible de lo real. El siglo XVII –con Torricelli, Pascal y Guericke- consintió por primera
vez, luego de arduas polémicas, incorporar la noción de no presencia como
contrapunto necesario a la inmanencia. La pregunta principal de la metafísica es: ¿por
qué hay algo y no más bien nada? Hay otra interrogación igualmente aguda: ¿la
historia de la nada no se configura ante todo como la historia de lo denegado que sin
embargo relampaguea aquí y allá de manera episódica?iii
Resulta en principio imposible pensar que la nada sea algo. Si fuese esto o aquello
dejaría de ser lo que la define. Preguntar entonces qué es la vacuidad resulta por lo
menos insensato. La única respuesta admisible sería el silencio, es decir, la no-
respuesta. Cuando se presume que Dios ya no está entre nosotros algunos optan por
seguir creyendo y otros se resignan a admitir, con Heráclito, que el universo es un
fuego que se enciende y apaga siguiendo una alternancia mensurable. ¿Puede
extraerse una imagen artística de la metamorfosis que va de la nada hacia la totalidad?
En la pintura china el espacio no utilizado ocupa la mayor parte de la tela: la idea
consiste en lograr que por ese desfiladero pueda pasar cómodamente una tropilla de
caballos. El blanco es funcional y está cargado de intenciones implícitas. No por
casualidad uno de los pinceles que todavía usan los artistas de Oriente (conocido como
El Silencio, Luis Gruss, (capítulo “Ecos de Oriente”)
feibai o blanco volador) tiene sus pelos separados de tal modo que, a la hora del trazo
o pincelada, imprima en la tela espacios vacíos. Ellos representan la unión de poder y
levedad. Es como si la pincelada estuviera nimbada del aliento primordial. “Si pintas
bien la rama –ahondó el pintor Chin Ning- el viento tendrá voz”.
El papel virgen que recibe el trazo del pincel es concebido como un recipiente o sostén
originario. La íntima unión de ambos elementos alude por elevación a la fusión sexual
que engendra las diez mil cosas del mundo. En China se considera obra maestra a
aquella que se vuelve capaz de restituir las relaciones secretas entre los diversos
elementos. En esa cosmogonía la tinta representa una sustancia generosa. “Gracias al
pincel se recrea el inmenso cuerpo del vacío”, precisó Wang Wei, poeta y pintor
supremo de la dinastía Tang.
Las dicotomías vacío/lleno, presencia/ausencia, sombra/luz, cerca/lejos, son guías
fundamentales para el arte de Oriente. Tanto en poesía como en pintura la estética
china recomienda no escindir lo exterior y lo interior de la emoción y el paisaje: la
figura debe nacer de la interacción entre esos factores.
En el ajedrez chino y en un cuadro –como en toda persona- deben existir puntos
disponibles. Cuantos más existan más posibilidades habrá de ganar el juego. Lo más
difícil es hallar la proporción justa. La escasez crea dispersión. La sobreabundancia
satura y obstruye. La conciencia del blanco del papel y la contención del negro de la
tinta sería entonces la única vía para acceder al misterio y al instante que es todos los
instantes. Esto podría resumirse provisoriamente no a través de un postulado fijo sino
como una tendencia hacia lo indeterminado. El verdadero ser es un salto hacia el ser,
la verdadera existencia se revela en el acto mismo de querer existir. El silencio precede
y habilita el movimiento en todas las instancias.
II
No hay que imitar la vida.
Hay que trabajar como ella.
Proverbio chino
La pintura. La gran imagen no tiene forma, dice el libro del Tao. La idea sirve de título a
un conocido ensayo del sinólogo François Jullien y nos pone en camino hacia el enigma
y su evidencia. La forma se acomoda a la materia y a lo indiferenciado sin abandonar
por ello la ambición estética de representación o, para decirlo en términos más
estrictos, de presentación. Lo real tiende a diluirse y es atravesado por la ausencia. El
artista capta las formas y las cosas que surgen a la vez que se disuelven. La pintura
china no tiende únicamente a hacer visible algo o a tornarlo aún más evidente. Procura
también ocultar. O cubre al tiempo que muestra, como sucede en el erotismo artístico,
existencial y literario.
El Silencio, Luis Gruss, (capítulo “Ecos de Oriente”)
Jullien echa mano a una imagen mítica, muy significativa para los chinos. Un dragón
del que pudiéramos ver de la cabeza a los pies no tendría definitivamente ningún
encanto. Si en cambio su cuerpo permanece oculto entre nubes, si no se percibe de él
más que un trozo de escama o la mitad de su cola, resultará cautivante. O, también, la
hermosa mujer que antes de exhibir sus encantos deja percibir la mitad de su rostro en
un espejo o permite que la veamos, soñadora, lánguidamente apoyada en la baranda
de un balcón. Es esa presencia que se contiene en lugar de mostrar. La que se
constituye en el ocultamiento y que en lugar de imponerse se despliega, aunque
esporádicamente, mediante una señal evasiva.
Si la gran imagen adopta una forma (concreta e individualizada) dejará de ser: grande
es lo que permanece abierto tanto a lo uno como a lo otro, lo apenas esbozado, lo
sutil, aquello que logra expresar, de una presencia, lo evanescente de ella. La
imperfección es la cima, es conciencia de la fragilidad y precariedad de lo existente.
Por eso en los artistas chinos lo inacabado es un gesto voluntario. Para ellos la clave
está en presentar las cosas como si estuvieran distantes y al mismo tiempo cercanas.
Una obra hecha no está necesariamente finalizada. La creación está siempre
anticipándose y nunca termina de ser. De igual modo la fiesta se instala antes de la
fiesta y no cabe esperar la culminación en lo que sería o será la meta realizada.
El concepto de no copiar la vida es fundamental para toda creación. El arte es un
esfuerzo incesante por competir con la belleza de las flores –decía Marc Chagall-. Pero
en ese impulso no triunfa jamás. En China, desde hace por lo menos dos mil años, la
idea viene presidiendo la producción de las bellas artes y la poesía con la estatura de
un mandato supremo. A los artistas les basta un pequeño pincel y unas pocas gotas de
tinta para presentar los diez mil seres. Trabajando como la naturaleza y no imitándola
los pintores se basan en la unión indisoluble de elementos antitéticos como el Yin
(principio femenino, sombra, luna) y el Yang (principio masculino, luz, sol) que, luego,
como la nube y la lluvia, se unen a la vez que se alejan en el ritual de una secreta
cópula. Animada por el soplo vital, la pintura china de hoy y de siempre no se satisface
con reproducir el aspecto externo de las cosas sino que intenta captar su hálito interno
y las relaciones invisibles que subyacen detrás de la evidencia. Corresponde al artista,
si elige un paisaje rocoso, abrir la piedra a su dimensión invisible. Si lo hace debe lograr
que lo físico y lo material consigan decantarse hasta convertirse, ya no en rocas, sino,
como especifican los libros canónicos, en raíces de nube.
Mientras en Occidente la presencia suele oponerse a lo ausente (y lo real gobierna
sobre el silencio que lo envuelve) los chinos se interesan, como se ha subrayado, por
pintar los cambios de estado; impregnan sus cuadros de niebla y difuminaciones, al
tiempo que rechazan todo artificio en beneficio de la naturalidad y la verdad. Para
entender mejor estos procedimientos resulta útil descubrir cómo ha venido
funcionando el vacío en la pintura china antigua y contemporánea.
La ya aludida noción pincel/tinta (emparentada con la unión sexual al igual que la
dupla nube/lluvia) resulta distintiva. Sólo el pincel puede dar vida, engendrar sustancia
y forma. Sólo la tinta fija la luz y el color. El pintor capta esa visión con trazos
discontinuos o quebrados. Pero el gesto está precedido y atravesado por el vacío: no
debe asfixiar o saturar el soplo que le da origen. Inscribir un punto es trazar una
El Silencio, Luis Gruss, (capítulo “Ecos de Oriente”)
semilla que debe transformarse como todo lo que existe. “Antes de pintar un bambú
éste debe crecer en el interior del artista”, dictamina el maestro Su Dongpo. Dos
tercios de lleno y un tercio de vacío: tal es el esquema que preside el ejercicio de la
pintura china. El vacío es un abismo con borde o, también, la nada vibrante. En los
tiempos modernos la pintura de oriente ha cambiado. Dejó de ser un arte de frescos
en las paredes de los templos o los palacios y abandonó el propósito meramente
ornamental. Ahora se convirtió en una pintura reducida a los márgenes de la seda o el
papel, un lugar disponible (como los puntos del ajedrez chino) donde el pintor
improvisa en función de su inspiración, de su goce, tanto cuando pinta como cuando
escribe. Los frescos chinos exudan la misma cautelosa intensidad que se desprende de
la poesía.
El taoísmo preside la pintura como buena parte de las producciones filosóficas y
literarias de Oriente. Laozi aborda la existencia como un camino sinuoso y jamás como
una meta o carrera hacia el poder. Cien años después de la caída de los Han* el arte
amplía su visión y las fantasías surgidas en la meditación igualan a la naturaleza sin
copiarla. Los rollos pintados originariamente permiten al observador realizar un viaje
por un paisaje de ensueño creado según las reglas del universo: lo que se ve es
infinitamente más perfecto que cualquier paisaje real. La vida imita al arte una vez
más.
A diferencia de muchos artistas occidentales los pintores de China desechan las
vanguardias, las rupturas, los movimientos que se proponen enterrar el pasado de una
sola pincelada. Por el contrario privilegian la herencia y la filiación, reproducen en sus
trazos las grietas y el relieve conservados en un muro en ruinas o en el incesante fluir
del agua; los más díscolos renuncian al pincel en su ebriedad como lo hizo el artista
Wang Mo. Ríen y cantan con sus cabelleras al viento, salpicando alegremente de tinta
la superficie de seda. La pintura china no concibe la obra sin el vacío y el lleno. Su
mirada es abstracta aún para dar lugar a la obra figurativa. El creador trabaja sin
esclavizarse a lo anecdótico de la forma sino a la sugerencia, a lo que está abierto
tanto a lo uno cuanto a lo otro, sin excluir nada y, a la vez, excluyendo todo.
Pintura y escritura comparten un mismo origen donde los métodos o procedimientos
básicos también confluyen a través de opuestos complementarios: visible/invisible,
continuo/discontinuo, pleno/quebrado. Desde esta perspectiva la pintura sería un
poema muerto (silencioso) y la versificación un poema parlante (sonoro). Los antiguos
letrados dejaron indicaciones precisas para los artistas que los continuaron. El experto
Tang Zhiqi sugirió por ejemplo que si se desea pintar nubes (aunque éstas se
encuentren encadenadas o concentradas, dispersas o amontonadas) será preciso
lograr un movimiento de fluidez y no de obstrucción: como si las nubes quisieran volar.
Si se quiere presentar la lluvia será necesario conseguir que los bosques se hundan tras
las nubes y contengan el viento y la bruma –el cielo y la tierra habrán de desaparecer-
obteniendo una suerte de empapamiento generalizado, una imagen sin forma cuya
tensión básica se resuelve en el querer gotear de todas las cosas. No se trata de
describir ni representar. Lo que se busca es una imagen que circule en el borroso límite
de lo que se ve y lo que se oculta. Lo invisible que interesa a los chinos es lo todavía no
* La dinastía Han precedió el período de los Tres Reinos en China, desde el 202 a.C hasta el 220.
El Silencio, Luis Gruss, (capítulo “Ecos de Oriente”)
visible; los estadios de lo inicial y lo ínfimo permiten alcanzar el mundo de la transición.
Si lo que se quiere es pintar el viento (¿es eso posible?) habrá que dar con un
estremecimiento silencioso que recorra la tela en toda su extensión.
Pintores, calígrafos y poetas recurren a la técnica del blanco volante mediante la cual,
con un movimiento rápido del pincel, se dejan huecos en el trazo. El espacio que
aparece a través de la forma es por donde lo físico se vacía, se decanta y se vuelve
alusivo a la dimensión de espíritu que lo hace vibrar. El artista maduro no se deja
atrapar por la inmanencia. Por el contrario: debe prestar atención a la disolución del
mundo o a su reabsorción en la mirada. Este rechazo del artificio en beneficio de la
naturalidad y la verdad lleva a indagar, aún ligeramente, en la idea del tiempo que
ostenta la filosofía china. Para esa cosmovisión el pasado ya no es y el futuro aún no
es. El tiempo es eso que tiende a no ser ya, un lugar enigmático donde no importa
tanto lo eterno como lo constante que es acción y no eternidad muerta. Los clásicos no
hablan ni de comienzo ni fin, sino de fin/comienzo. ¿Cómo vivir en el presente si éste,
según su propia definición física, es tan solo un punto sin extensión, un instante sin
ahora posible que busca unirse pronto con lo que no es ni será?
Cheng considera que para la pintura el arte sería un producto esencialmente espacial.
Observó que para los artistas chinos de la antigüedad las nociones de vacío y devenir
en relación al tiempo constituían el centro de las preocupaciones estéticas. Son vagas
intuiciones que plasman el afán del artista por mantener las figuras pintadas en su
proceso existencial de evolución, en su metamorfosis, de modo tal que el cuadro
adquiera un valor autónomo y traduzca de la mejor manera posible la sensación
mutante.
El objetivo sería hacer sentir que el agua puede virtualmente evaporarse bajo la forma
de una nube y ésta puede retomar la forma de agua. O que las montañas son capaces
de transformarse en olas y éstas de alzarse en montañas. La operación debería hacerse
sin miedo a lo no resuelto. Por el contrario lo demasiado acabado debería rechazarse
de plano: una obra cumpliría su cometido al dejar zonas de respiración, al dar lugar a
lo discontinuo, al evitar las cristalizaciones.
El arte de la ejecución se basa de este modo en el uso de intervalos, en las sugestiones
fragmentarias. El pintor y teórico Li Rihua*
resume estos procedimientos con la expresión saber dejar, es decir, no tentarse nunca
por lo lleno. Una montaña puede tener partes no pintadas y un árbol mostrarse
parcialmente privado de su ramaje, de tal suerte que todo permanezca en un estado
de devenir entre el ser y el no ser. En el siglo XVIII el gran artista Zheng Banqiao
inscribió lo siguiente en uno de sus cuadros de bambúes:
La obra se encuentra limitada por el papel y, sin embargo, se desborda casi hasta
el infinito. En el cuadro se ven los tallos más que las hojas. No obstante se
adivina más allá del papel la presencia duradera de las hojas invisibles,
temblorosas de viento y lluvia, o cargadas de bruma y rocíoiv.
Es necesario advertir que la inclinación por lo incompleto en la pintura no es
monopolio de Oriente. Bastaría, a modo de ejemplo, darle una mirada a la intensa y
* Li Ruhua (1565-1635). Tomado de El paseante, 20-22, segunda época.
El Silencio, Luis Gruss, (capítulo “Ecos de Oriente”)
desesperada obra del pintor austríaco Egon Schiele (1890-1918) para descubrir en sus
cuadros brazos y piernas que no se resuelven, rostros apenas esbozados, paisajes en
devenir, ambientes cargados también de bruma, lluvia, rocío o viento previo a la
tempestad. Es sólo un nombre y un concepto que podría extenderse a otras obras del
arte occidental.
III
En el atardecer de la vida me gusta el silencio
No me importan ya los asuntos del mundo
He medido sus límites,
Y sólo deseo volver a mi viejo bosque.
La brisa que sopla en los pinos hace flotar mi cinta
En la montaña toco el laúd a la luz de la luna
¿Quieren saber dónde reside la suprema verdad?
En el canto del pescador que se acerca a la orilla.
Wang Wei
Escritura poética. Ezra Pound tenía la idea errada de que los ideogramas chinos
pueden ser representados como una sucesión de pequeños dibujos naturalistas. Se
ocuparon de desmentirlo Octavio Paz y especialmente François Cheng, estrecho
colaborador de Lacan. Pound (dijeron) conocía poco y mal la lengua china. La idea que
se había forjado de sus mecanismos era técnicamente falsa. Algunos sinólogos
contemporáneos admiten que, aún así, el poeta y traductor observó correctamente
que el poema chino no se articula en torno a un hilo discursivo y se proyecta, a la
manera de fotogramas, en una serie de imágenes comparables en cierto modo a los
planos sucesivos de una película. Pound se equivocó cuando creyó poder atribuir las
virtudes del lenguaje poético a la naturaleza pretendidamente pictográfica de la
escritura china. De todos modos cabe la indulgencia con él y con cualquiera que se le
haya animado a la escritura basada en ideogramas. Basta pensar un poco en el
singularísimo idioma donde un solo “dibujo” puede significar sesenta y nueve cosas
diferentes y cada palabra adornarse de cuatro o diez tonos, también distintos, que
modifican los significados. No es fácil para un occidental abrirse paso con justeza en
esta selva gobernada por un acendrado refinamiento lingüístico.
En sus comienzos la lengua china se presentó en la forma de pictogramas: hoy esas
figuras realistas o representativas componen apenas el uno por ciento del total. Muy
pronto se impusieron los caracteres abstractos (ideogramas) formados en la mayoría
El Silencio, Luis Gruss, (capítulo “Ecos de Oriente”)
de los casos como resultado de una combinatoria repartida en doscientas catorce
claves o raíces: agua, madera, hombre, luna, etcétera. Ya en esos comienzos los
caracteres chinos eliminaron lo gratuito y arbitrario del sistema semiótico. Hoy la
personalidad de cada uno de ellos conduce siempre a nuevos sentidos y de ahí su
carácter poético y misterioso. El ideograma deja de ser un sistema denotativo que
describe el mundo para pasar a convertirse en una representación que organiza las
relaciones y provoca una amplia gama de sentidos y silencios. Sin llegar a ser tan
“simple” como la china, la gramática japonesa es relativamente similar. El idioma
carece de artículos y no distingue entre las formas singulares y plurales. El vocablo
gráfico seki, por ejemplo, quiere decir barco, barcos, un barco, algunos barcos, el
barco, los barcos. El tiempo verbal futuro en japonés adopta una forma ambigua: no es
posible ser categóricos en esa lengua sobre lo que sucederá mañana. En ambos
idiomas, como en todo significante de la escritura universal, la forma arrastra al
contenido y, más aún, lo produce.
En China las artes no están separadas: poesía, caligrafía, pintura, música y mitos
forman una red compleja y unida que obedece a un similar proceso de simbolización y
a ciertas reglas de oposición fundamentales. La poesía y la caligrafía son artes
complementarias. La escritura con papel, pincel y tinta negra es un hallazgo del siglo
III, dado que antes se disponía apenas de láminas de bambú o seda. El arte caligráfico
no se ha limitado a la reproducción de simples contornos sino que despliega el
procedimiento que se aplica en las artes plásticas: contraste entre lo fino y lo grueso,
trazo discontinuo, espacios vacíos, pinceladas que entrañan volumen y luz cambiante.
Los ideogramas ostentan partes habitadas y deshabitadas; sus trazos rectos y curvos
ocultan una vez más la oposición vacío/plenitud ya observada en la pintura y en el
ideario taoísta. Los poetas chinos suelen hablar de palabras llenas (verbos y
sustantivos) y palabras vacías, que abarcan adjetivos, pronombres personales,
preposiciones, comparativos, partículas y otros nexos menores. Los maestros zen
suelen recordar un dicho habitual entre ellos: subraya las palabras vivas y no las
muertas. Las muertas son aquellas que no remiten directamente a la experiencia.
Vacío-plenitud, yin yang, cielo-tierra-hombre. Son los tres ejes en torno a los cuales se
organiza un pensamiento cosmogónico que, basándose en la noción de aliento
primordial, sostiene que el no ser es una dimensión vital del ser. Explorando los límites
de un lenguaje poblado de palabras muertas y palabras vivas, Wang Wei afirmaba que
las cosas han de estar presentes y ausentes al mismo tiempo. No ha de verse, de ellas,
más que la cima o el pie. De los almiares o cerros (recomendaba) debe observarse la
mitad; de las cabañas y pabellones apenas una pared o una cornisa.
Los espacios en blanco de la pintura, los silencios del poema o de la música constituyen
su parte activa, el factor dinámico de la obra. El poeta Tao Yuanming solía cargar
siempre un laúd sin cuerdas que utilizaba para tocar lo que denominaba melodías
silenciosas. “Me conformo con el sabor que yace en el corazón del laúd –explicó ante
el desconcierto de un viajero- ¿para qué empeñarme en oír el sonido de las cuerdas?”.
Lo que realmente cuenta es la experiencia en singular; la obra sería una consecuencia
accidental, un efecto secundario, el residuo visible (o audible), una especie de huella
dejada en la nieve sin forma ni sentido. Al estudiar el valor del zen en el arte del tiro
con arco la idea del laúd sin cuerdas se entiende mejor. Para el maestro de esa
El Silencio, Luis Gruss, (capítulo “Ecos de Oriente”)
disciplina arco y flecha son, por así decirlo, una excusa de algo, un camino, una ayuda
para dar el salto final y decisivo. Lo débil se impone a lo fuerte: el agua cede pero no es
vencida. El discípulo aprende a estirar la cuerda en forma espiritual, casi a fundirse con
el arco y también con el blanco, es decir, con todos los factores en juego. Arquero y
blanco dejan de ser opuestos para trasmutarse en realidad única. Una vez que el
arquero haya alcanzado ese estado de evolución será maestro de la vida. No necesitará
(como el pintor) de lienzo, pinceles ni colores. Tampoco de arco, flechas, blanco u
otros recursos. Se servirá de su alma, de sus miembros, de su cuerpo, cabeza, órganos,
manos. Sus manos y pies serán los pinceles. Y todo el universo es y será la tela sobre la
cual pintará su vida. El cuadro así pintado se llamará historiav.
Esta fusión casi completa entre sujeto y objeto, este contacto sin mediaciones con la
experiencia, caracteriza también al haiku, forma preciosa, particularmente sosegada y
sobria de la poesía japonesa.
IV
Ya nadie recorre
Este camino
Salvo el crepúsculo.
Matsuo Basho
El haiku. La poesía no debe significar sino ser. El valor de las palabras reside más que
todo en la sensación que provocan. Pero el sentido último se sitúa lejos de ellas. La
paradoja así enunciada ayuda a pensar el haiku, forma poética de tres versos de
cinco/siete/cinco sílabas que condensa el cosmos sin nombrarlo, deslizándose como
un pez invisible en las arrugas del lenguaje. Su propósito apunta a tratar la cosa,
subjetiva u objetiva, directamente. El conjunto se formula desde una parquedad
notable. Pudiendo contentarse con un silencio extasiado el poema se inclina al fin por
la palabra, la acepta, subrayando tres aspectos esenciales: un ambiente concreto
(dónde), un único objeto (qué) y un momento preciso en el tiempo (cuándo).
Nacido y cultivado en Japón a partir del siglo XVI, el haiku debe entenderse no sólo
como poesía escrita sino, sobre todo, experimentada. El ejemplo clásico que ilustra la
idea es un texto de Matsuo Basho* (o Basho Matsuo para la notación occidental), un
haiku ejemplar que nunca logró una traducción óptima en español.
Un viejo estanque
Salta una rana
Chapaleo.
* Reconocido poeta nacido en Ueno, Japón, en 1644. Murió en octubre de 1694.
El Silencio, Luis Gruss, (capítulo “Ecos de Oriente”)
Hay, como se ve, una enunciación de hechos prosaicos y al parecer desligados: silencio
inicial del estanque, aparición repentina de una rana, salto al agua y ruptura de la
calma. La iluminación poética es fruto del choque de dos elementos. O quizás cuatro:
agua en calma, salto de la rana, agua agitada, estanque volviendo a su estado inicial.
No está de más recordar que la imagen del agua (metáfora del tiempo) es recurrente
para el pensamiento taoísta. Por algo inunda los haikus con su música en fuga. Es
fluida, remite a un punto indeterminado del espacio, es flexible, se adapta y renueva
de manera constante; es, sobre todo, callada. La piedra es dura y el agua blanda (débil)
pero termina imponiéndose a lo sólido justamente por su falta de rigidez: no se gasta
ni se quiebra. Está en la naturaleza del agua buscar las zonas bajas, no confrontar
(eludir) y resistir desde el ocultamiento y el fluir continuos. La forma no está en ella
sino afuera: en el variable recipiente del terreno. El agua es deriva incierta que, aún
tumultuosa, recupera pronto la paz del remanso. La rana del poema cree alterar ese
equilibrio al zambullirse. Siente que ha logrado ahuecar la superficie tensa. Pero luego
del intento comprende que el agua es invencible. El viejo estanque retoma su estado
inicial.
El haiku escapa a las lecturas sentimentales. Su funcionamiento se parece al principio
que rige el montaje cinematográfico que busca el efecto sobreimprimiendo escenas,
cortándolas y pegándolas. Eisenstein tomó del haiku la idea de que la combinación de
elementos separados genera algo distinto, una cualidad de otro orden que tradujo a su
concepto revolucionario del montaje. Tarkovski, el cineasta ruso, se inspiró en el haiku
por la sutil precisión y pureza con que esa forma poética observa la vida.vi El poema se
opone al mensaje, a la sobrecarga, a la interpretación intelectual de los sucesos. Otro
texto de Basho subraya este aspecto:
Admirable
Quien ante el relámpago
No dice la vida es efímera.
Aquí se critica el lugar común (vida fugaz como el relámpago) pero además se niega la
tendencia a identificar palabra y significado. “El lenguaje tiende a dar sentido a lo que
decimos -subraya Octavio Paz- pero una de las misiones del poeta es hacer la crítica
del sentido”. La verdad de la vida no acepta conceptos rígidos que diluyan el fenómeno
en una torpe generalización. Y esa verdad se ubica afuera de las palabras que la
enuncian. Lo manifiesto en el haiku pone de relieve lo no manifestado. Y lo hace
remitiendo a una aprehensión más íntima, directa, global e intuitiva del hecho. Sin
voluntad de ir a ninguna parte el poeta no dice lo que ve sino que expresa la fusión de
su mirada y lo observado. Es el mismo espíritu que anima a la pintura de Oriente. El
renombrado artista Sengai compuso una obra en la que representa a un ciego tocando
el shamisén (instrumento de tres cuerdas similar al laúd) bajo la luz de la luna. Un
hombre lo escucha, mirándolo de cerca, y otros dos observan desde lejos. Parece que
el músico oye a la luna. O que la luna, en su quietud, está escuchando al instrumento.
En el extremo superior del cuadro Sengai escribió el siguiente haiku:
El Silencio, Luis Gruss, (capítulo “Ecos de Oriente”)
Ver o no ver
Es una cuestión del hombre
¡Pero no de la luna!
Nuestro satélite natural es en sí como todas las cosas. Un día Kyorai, discípulo
predilecto de Matsuo Basho, le mostró a su maestro el siguiente haiku:
Cima de la peña
Allí también hay otro
Huésped de la luna.
¿En qué pensaba cuando lo escribió?, le preguntó Matsuo. Kyorai respondió en su
estilo. “Una noche, mientras caminaba en la colina bajo la luna de verano tratando de
componer unos versos, descubrí en lo alto de la roca a otro hombre, probablemente
pensando también en escribir un poema”. Basho movió la cabeza. “Hubiera sido
mucho más interesante si las líneas allí también hay otro/huésped de la luna se
refirieran a usted mismo”. Quizás Basho se inspiró al decir esto en un conocido y
necesario principio zen: tú eres aquello.
Se podría extender la idea al eventual lector de haikus. Si aceptamos que esta forma
poética se estructura en torno a un silencio (el del viejo estanque agitado por la rana)
debemos admitir que el único que hace ruido con su pensamiento es el receptor del
poema. Está en su imaginación completar o no el cuadro activamente y escribir con la
mente los versos no incluidos. Tal vez la idea más precisa no sea completar sino
escribir a la par, como si el lector fuera coautor del texto. La obra compuesta se
confunde así con el objeto pero también con la mirada del observador. Lo dicho no
significa negar la justa advertencia de Barthes en el sentido de que el trabajo de
lectura que se aplica al haiku tiende a suspender el lenguaje y no a provocarlo.
Sen no Rikyu -monje budista japonés y maestro de la ceremonia del té- observa ese
aspecto. “La gente está siempre mirando afuera de sí misma, preguntándose cuándo
florecerán los cerezos en la colina o el bosque, sin comprender que los cerezos y los
arces otoñales habitan sus propios corazones”. Para un occidental el haiku puede ser
banal: no hay casi argumento, no se refieren situaciones deslumbrantes, los versos son
secos y carentes de emoción. Pero quizás los banales seamos nosotros por resistir el
depurado encanto de la experiencia poética.
Haiku es algo que está sucediendo en cierto lugar y en un momento. Sólo que tal
acontecer no es tanto el alba, un pato salvaje, una mujer dormida o la mesa de trabajo
(los temas podrían seguir hasta el infinito), sino la realización de un punto de vista: el
sitio desde donde mira un ojo humano y se transforma momentáneamente en lo
mirado. Para ello el ojo debería estar libre de telarañas. La intuición de Saussure se
realiza de manera imprevista: el punto de vista crea el objeto.
Lo observado cambia en el acto mismo de ser mirado. Esta idea desarma toda
pretensión de objetividad. El haiku abandona la descripción para tornarse mostración,
captación inmediata y fusión íntima con el objeto. De un pino aprende a ser pino,
dictamina Basho. La poesía aparece revestida de tal concisión que hasta se diría que
coquetea con el silencio. El zen, muy relacionado con las manifestaciones artísticas
El Silencio, Luis Gruss, (capítulo “Ecos de Oriente”)
chinas y japonesas, apunta en la misma dirección: se persigue no ya el
enmudecimiento completo del hablante sino, al menos, una sensible disminución de
su parloteo. Decir mucho con poco es lo conseguido, por ejemplo, en el siguiente haiku
de Shiki:
Entre tantos hombres
¡Qué calor en el cuerpo
de esa mujer!
Flor perfumada e inmóvil, el haiku se transforma en una anotación o recreación rápida
de un momento absorbido con un altísimo grado de entrega. La alusión está siempre
comprimida: una hoja alcanza para presentar al bosque, una gota de agua contiene el
mar. El autor traza en tres líneas la figura de la iluminación y, como si fuese una de
esas hierbas que florecen en forma de pequeñas estrellas de algodón, sopla en ella y la
disipa. Parece decir también que la iluminación real se produce por la no-iluminación.
En la línea marcada por Tanizaki el haiku resucita en parte el universo de sombras que
hoy pretende ser negado en nombre de la luz.
i. Octavio Paz, El arco y la lira, Fondo de Cultura Económica, pág. 56. ii. Lao-Zi, Libro del Tao, Santillana/Alfaguara, pág. 57.
iii. Sergio Givone, Historia de la nada, Adriana Hidalgo, pág. 11.
iv. François Cheng, El tiempo en la pintura china, revista El paseante. Traducción del francés de Anne-
Hélène Suárez, pág. 81. v. Eugen Herrigel, Zen en el arte del tiro con arco, Kier, pág. 12.
vi. Haiku, poesía mayor. Varios autores. Leviatán, pág. 16.
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