mercaderes en la edad media
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Isidro Ot PadillaNIU: 1358364
Grupo 2MERCATORES EN LA EDAD MEDIA
Le Goff, Jaques (2004)Mercaderes y banqueros en la Edad MediaMadrid: Alianza Editorial S.A., 170ppISBN: 978-84-206-8282-2
Mercaderes y banqueros de la Edad Media es obra del historiador francés Jaques Le Goff,
reputado medievalista especializado en los siglos XI y XII y que cuenta en su larga trayectoria con
numerosas obras, alguna de las cuales tan reconocidas como La Baja Edad Media, El Dios de la
Edad Media, La civilización del Occidente medieval o, más recientemente, el trabajo que aquí nos
ocupa.
Esta “pequeña” obra, publicada por Alianza Editorial en una cómoda versión de bolsillo, se
presenta dividida en cuatro grandes bloques en los cuales en autor irá desgranando por temáticas
muchos de los aspectos relacionados con la vida del mercader medieval, especialmente la de aquel
cuyo poderío económico le permitió representar “un papel de primera magnitud tanto en la política
(…) como en el mercado” de la época. Si bien es cierto que, esperando ganar cohesión, centra su
análisis en el ámbito de la Europa cristiana, el autor se “olvida”, premeditadamente, de la figura de
los grandes comerciantes bizantinos y musulmanes por ser estos personajes “poco conocidos e
incluso hostiles”. Sin embargo, ¿no habrá el mercader cristiano – cuya actividad resulta muy
posterior – adquirido los métodos y actitudes de estos últimos? ¿Es realmente posible entender la
mentalidad y forma de proceder de los mercaderes europeos obviando la figura de los grandes
precedentes orientales? Dejando de lado estas cuestiones, lo cierto es que la obra, aún centrándose
en la figura de los grandes comerciantes occidentales, no escamotea ni en la amplitud geográfica de
sus actividades ni en los problemas morales acarreados de sus contactos con el mundo cismático,
herético o pagano.
El comercio fue, sin duda alguna, el vehículo utilizado para conectar el mundo de la Europa
medieval. En un Occidente en constante crecimiento, la llamada “revolución comercial” de los
siglos XI y XII vería crecer en el seno de la sociedad feudal la incipiente presencia de una burguesía
dedicada exclusivamente al comercio. Salidos de la nada o de poco, e indistintamente de cual fuera
el origen de la figura de estos mercaderes, una cosa queda clara: el auge de su poderío económico
estuvo directamente relacionado con el desarrollo del mundo urbano, en el cual, establecerían su
dominio social y político desde el siglo XIII. Esta fuerte burguesía mercantil llegaría a constituir en
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la Edad Media una verdadera clase social: el patriciado, el cual, según J. Lestocquoy, estaría
compuesto tan solo de una pequeña fracción de la burguesía, a menudo “la más rica pero sobretodo
la más poderosa”.
Sin embargo, cabe apuntar, como incluso dentro del mismo ámbito geográfico y cronológico,
existiría una gran diversidad derivada de las distintas coyunturas económicas, territoriales o
culturales que darían luz a “distintos tipos de hombres de negocios”. Así, por ejemplo, el mercader
italiano no es de ningún modo el mercader hanseático al igual que no sería el mismo el mercante
que vio la luz tras la crisis del siglo XIV que el engendrado en la prosperidad del siglo XIII.
La revolución y expansión comercial urbana vivida en la Europa occidental del siglo XII,
consecuencia del fuerte crecimiento demográfico y económico iniciado ya en el siglo anterior,
transformó profundamente las estructuras comerciales de la época. Atrás quedaba la figura del
mercader errante que, a cuestas con su carretilla, deambulaba por los polvorientos caminos de la
vieja Europa o las populosas ferias de la Champagne; llegaba la hora de los mercaderes sedentarios
que, al frente de grandes asociaciones, serían capaces de controlar desde la comodidad de su
scrittoii verdaderos monopolios comerciales compuestos por extensas redes de asociados repartidos
por todo el viejo continente que hacían inútiles los desplazamientos. Adelantos en las técnicas
mercantiles tales como la creciente utilización de la letra de cambio, el desarrollo de la doble
contabilidad, los sistemas de seguros o la creación de compañías por “acciones” facilitaban las
transacciones comerciales y limitaban sus riesgos. El comercio marítimo, medio por excelencia de
las transacciones internacionales en la Edad media, fue el baluarte de los grandes mercatores. La
difusión a partir del siglo XIII de invenciones como el timón de codaste, la vela latina, la brújula o
el desarrollo de la cartografía permitieron incrementar la rapidez de las transacciones – con todo, a
mediados del siglo XV, el ciclo completo de una operación mercantil veneciana podía alargarse
durante dos años-.
El autor plantea si, efectivamente, ha sido el mercader medieval un capitalista. Según la célebre
tesis de Warner Sombart la figura del gran capitalista surgiría en la Edad Moderna. No obstante,
gracias a los conocimientos actuales, no nos es posible aceptar tal afirmación, pues, ya sea por la
concentración de los medios de producción en manos privadas que acelera la alienación del trabajo
obrero y campesino relegando a los mismos a la simple condición de asalariados o por la capacidad
especulativa y de control que sobre el mercado eran capaces de ejercer, nos es preferible considerar
la figura del mercader medieval, como mínimo, como la de un precapitalista. El autor zanja
contundentemente: “por la masa de dinero que maneja, por lo dilatado de sus horizontes geográficos
y económicos o por sus métodos comerciales y financieros, el mercader-banquero medieval es un
capitalista.”
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Es incuestionable el poderío e influencia social de la cual gozaron estos grandes mercaderes en
el ámbito urbano. Pero, ¿qué papel social jugaban?¿Cómo fueron sus las relaciones con el resto de
elementos sociales?
Los lazos entre los grandes mercaderes y los gobiernos pronto florecieron. Ya desde los inicios
de la “revolución comercial”, soberanos y señores ofrecieron su protección a los mercaderes
itinerantes extendiendo la misma a sus transacciones - ejemplo de ello son el gran éxito que
cosecharon las ferias de la Champagne que gozaron de la protección del señor de la región. El
motivo de tal interacción cabe buscarla, evidentemente, en el servicio financiero y económico que
estos mercaderes-banqueros prestaban a los poderes temporales, pues, la grandes empresas militares
y políticas requerían la movilización de grandes sumas de capitales. La concesión de beneficios
obtenidos a cambio, como la exención de impuestos o la participación en el gobierno, llevaría a la
incipiente burguesía comercial a convertirse en uno de los sectores “privilegiados” de la población,
desempeñando muy tempranamente cometidos políticos cerca de príncipes y soberanos. Sin
embargo, la cada vez más estrecha relación con las autoridades llevaría a los comerciantes a
cometer riesgos cada vez mayores. La insolvencia de algunos soberanos llevaría a no pocas familias
de mercaderes a la quiebra, y con ellas, a todos sus asociados.
Las relaciones con el estamento nobiliario fueron muy diversas. En términos generales, la
estructura estamental permitió el ascenso social de todo aquel que por riqueza o astucia pudiera
permitírselo, asimilando sin tapujos a la creciente capa de mercaderes ricos. De otra parte, la
nobleza feudal, apartada en un principio de los quehaceres mercantiles por entrañar los mismos una
pérdida de sus privilegios, buscó participar y obtener cada vez más provecho de las nuevas fuentes
de beneficios. Así, poco a poco, iría instalándose, especialmente en Italia, la figura del noble en el
marco urbano, desde donde dirigirá personalmente y con mayor facilidad sus negocios. En
cualquier caso, las relaciones entre la creciente burguesía “plebeya” y la nobleza feudal fueron
atenuándose progresivamente entre los siglos XIV y XV bajo el efecto de una doble evolución: la
primera, tendía a apartar a la rica burguesía de un cada vez más agitado popolo minuto, buscando
esta apoyo en la vieja la nobleza para asegurar su hegemonía; la segunda, como ya se ha descrito,
arrastró desde muy temprano a los ricos mercaderes a ingresar en la nobleza mediante la
adquisición de feudos o de acertadas políticas matrimoniales. Así pues, salvo el corto periodo de
lucha contra las obligaciones feudales durante la Alta Edad Media, se puede afirmar que no
existieron grandes antagonismos entre mercaderes y nobles. De hecho, fue tal el acercamiento entre
ambos sectores que más adelante podríamos hablar incluso de cierta “aculturación” recíproca.
Las relaciones con las clases populares fue talmente variada. En muchas ciudades, los
mercaderes siguieron siendo parte del “popolo”, mas no por ello debemos pensar que constituían
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una clase uniforme. Los ricos mercaderes- banqueros constituyeron en ella una categoría aparte y
dominante durante mucho tiempo. El auge de las tensiones y conflictos sociales entre el popolo
grosso y el minuto derivaron en no pocas manifestaciones violentas, tumultos y huelgas reprimidas
frecuentemente con “cruel energía”.
Pero si existió alguna institución o estamento que pudiera afectar al seno mismo de la actividad
comercial, esa fue la eclesiástica. A menudo se ha afirmado que el mercader medieval había visto
obstaculizada su actividad profesional, conllevando incluso la rebaja y condena social a su persona
por estar considerada su profesión como prohibida (illicita negocia) o deshonrosa (inhonesta
mercimonia). El principio de tal condena radicaba en la propia finalidad del comercio: el lucrum.
La práctica de la usura, condenada por la iglesia, contravenía la moral natural. Sólo los beneficios
obtenidos del trabajo manual y creador eran reconocidos como legítimos. No obstante, a la práctica,
las relaciones distaban mucho de la realidad que acabamos de describir. La Iglesia protegió a los
mercaderes desde muy temprano y sólo recurrió al uso de sus anatemas en casos excepcionales y
para satisfacer a eclesiásticos o personas relacionadas con la iglesia y en conflicto con algún
mercader. Impotente en la práctica, la iglesia tuvo que evolucionar hacia teorías más moderadas,
disfrazando la usura y camuflando el interés para no contravenir así sus propias reglas – el
desarrollo de la letra de cambio, pieza clave de la evolución mercantil, encuentra su origen en el
deseo de no contrariar a la iglesia - . Este cambio se debió esencialmente a la noción de utilidad y
necesidad del mismo mercader, “yendo a buscar a lejanas tierras unas mercancías necesarias o
agradables”. Así pues, en adelante, el comercio internacional fue una necesidad requerida por Dios,
y por ende, el mercader, personaje bienhechor y providencial, considerado como miembro esencial
de la sociedad cristiana. Es más, pronto la Iglesia participaría del mundo mercader. Abades y
obispos que poseían suficiente capitales ejercieron de prestamistas y de usureros, haciendo buena la
afirmación de Le Blas: “la usura al servicio de la Iglesia”. Del mismo modo, recordaramos el
famoso trust del alumbre que unió a la Santa Sede con los Medicis en el siglo XV o el hecho de
que, ya en el siglo XIII, los Templarios se convirtieran en uno de los mayores bancos de la
cristiandad.
Alejándose del ámbito de las relaciones sociales, Le Goff, en la parte final de su libro, se
adentrará en la importancia que, para la cultura y las mentalidades, tuvo el desarrollo de la
burguesía comercial, cumpliendo un papel esencial en la laicización de la educación. Muchas veces
se ha tenido la impresión de que en la Edad Media eran los clérigos quienes mantenían el
monopolio de la cultura, mas, esta, es una imagen que conviene corregir, pues, tal predominio sólo
fue casi total durante la Alta Edad Media. Si bien la iglesia logró conservar la enseñanza “superior”
y una parte de la “secundaria”, se vería obligada a ceder tal hegemonía en la enseñanza “primaria”.
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El desarrollo de una cultura laica, ya presente en los siglos XI yXII, vería acelerada su proceso con
la llegada del Renacimiento. El siglo de Maquiavelo exigió la separación de lo económico y lo
religioso, de lo moral y lo político - “el fin justifica los medios”. Así, y a pesar de seguir habiendo
católicos que ejercieran de mercaderes, cada vez habrían menos mercaderes católicos.
El burgués, ante la necesidad de conocimientos técnicos, desempeñó un cometido capital en el
desarrollo de esta cultura y, muy tempranamente, obtuvo derechos para abrir sus escuelas,
conocidas como scolae minores. Su influencia se dejó notar pronto sobretodo en ámbitos como la
escritura, la geografía, la aritmética o la enseñanza de las lenguas vernáculas, para la cuales se
redactaron glosarios de árabe-latín o diccionarios trilingües. Otros ámbitos sobre los cuales
ejercieron gran influencia fueron el artístico y el literario. El mecenazgo fue una de las actividades
predilectas de esta burguesía mercantil, para la cual, el encargo y compra de obras significaba,
además de símbolo de riqueza y rango social, una magnífica inversión. Su huella se dejaría ver en
la arquitectura y en la pintura, donde la clientela mercantil ejercería una profunda influencia sobre
el arte del retrato, el cual, ante la ausencia de blasones o símbolos que distinguieran su condición,
ganaría en realismo.
Vemos, pues, la importancia que para el periodo tuvo la figura del mercader, desde el más
humilde hasta, especialmente, la de aquellos grandes personajes que influyeron en la evolución de
la Europa Occidental, contribuyendo tanto económica, política como culturalmente. Si bien es
cierto que la figura de estos grandes personajes ha pasado, salvo en contadas ocasiones,
desapercibida, Le Goff insta y espera que, con esta obra, el lector tenga a bien situar algún día al
mercader entre las figuras que, como el caballero, el eclesiástico o el campesino, nos permiten
comprender los sucesos y derroteros de la cristiandad medieval, obteniendo así, según la acertada
expresión de Lucien Febvre, su “derecho a la historia”. Pues, si ellos le debieron mucho a la ciudad,
las ciudades también les debieron mucho a ellos.
En términos generales, la obra va dirigida a un público no especializado que pretenda, con la
lectura de la misma, adquirir o resolver posibles cuestiones relacionadas con la figura del mercader
medieval. Si bien es cierto que la práctica inexistencia de notas a pie de pagina, sumado al
magnífico estilo del autor francés, dotan de gran fluidez al texto, la ausencia de las mismas resta
riqueza y contenido a la lectura que podrían ser de gran utilidad al historiador experto. Con todo, Le
Goff presenta aquí un excelente análisis sobre la figura del mercader en el occidente bajo medieval
y las relaciones que mantenía con su entorno más “cercano”. Es cierto que puede achacarsele la
excesiva atención que presta sobre la figura del mercader italiano, mas, el hecho, es comprensible si
se tiene en cuenta la mayor documentación que sobre el mismo encontramos.
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Para concluir, al gran trabajo de Le Goff cabe destacar pequeños detalles como la inclusión de una
magnífica bibliografía clasificada por temáticas, la excelente estructuración del trabajo que permite
la búsqueda sobre aspectos concretos o la gran presentación editorial, sobre la cual destacamos la
exquisita elección de la portada, que convierten la obra del afamado historiador francés en una
lectura cien por cien recomendable.
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