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María Magdalena había tenido una vida de pecadora antes de conocer a Jesús. Era de una población llamada Magdala, a la orilla del lago de Tiberiades, el mismo lago donde eran pescadores Pedro y otros discípulos de Jesús.

Desde su encuentro con Jesús, cambió su vida y se dedicó a acompañarle a él y a los apóstoles durante su predicación, junto con otras mujeres, a las que se conoció como las “santas mujeres” que acompañaban a Jesús.

Pero, al contrario que los apóstoles que, a excepción de Juan, abandonaron a Jesús durante su pasión y crucifixión, María Magdalena acompañó a la Virgen a los pies de la cruz y en el momento de poner su cuerpo en el sepulcro.

Pasada la Pasión, el primer día de la semana, estas santas mujeres fueron al sepulcro de Jesús llevando perfumes para el cuerpo. La entrada estaba tapada con una inmensa piedra circular y no sabían quién se la iba a remover.

Cuando llegaron la piedra había sido movida, pero al entrar no encontraron el cuerpo de Jesús. María Magdalena estaba fuera llorando, al entrar ella vio a dos ángeles con vestiduras blancas.

“¿Mujer, por qué lloras?”, le preguntaron los ángeles. Ella estaba tan desconsolada que sólo les dijo: “Porque se han llevado a mi Señor y no sé dónde lo han puesto”.

Al volverse vio a Jesús a quien confundió con el jardinero que cuidaba los campos cercanos. Jesús le dijo: “Mujer, ¿por qué lloras? ¿A quién buscas?”. Ella le respondió: “Señor, si tú te lo has llevado, dime dónde lo has llevado, dime dónde lo has puesto y yo me lo llevaré”.

Jesús sólo le dijo una palabra: “María”. En ese momento se dio cuenta de que era el Señor. Así fue como aquella mujer que había sido tan fiel a Jesús se convirtió en la primera testigo de la resurrección.

Texto e imágenes

Revista Gesto, Nº 143

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