lectio divina enero 2011
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Lectio Divina
Mateo 16,13-20
Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo
Invocación al Espíritu Santo
Espíritu Santo, amor eterno del Padre y del Hijo, te adoro, te doy gracias, te amo y te pido perdón por las veces que te he ofendido en mi persona o en el prójimo. Desciende con al plenitud de tus dones en la ordenación de los obispos y sacerdotes, en la consagración de los religiosos y religiosas y en la confirmación de todos los fieles. Danos a todos luz, Santidad y espíritu misionero. Espíritu de verdad, te consagro la mente, la imaginación, la memoria: ilumíname. Que conozca a Cristo Maestro y asimile su evangelio
y la doctrina de la Iglesia. Acrecienta en mí el don de la sabiduría, de la ciencia, de la inteligencia y el consejo. Espíritu santificador, te consagro mi voluntad: guíame según tus deseos, ayúdame a ser fiel en la guarda de los mandamientos y las responsabilidades de mi vocación. Concédeme el don de la fortaleza y del temor de Dios. Espíritu vivificador, te consagro mi corazón: conserva y acrecienta en mí la vida divina. Concédeme el don de la piedad. Amén. (Beato Santiago Alberione)
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1. Leemos Mateo 16,13-20
En aquel tiempo, 13 llegó Jesús a la región de Cesarea de Felipe y preguntaba a sus discípulos: - ¿Quién dice la gente que es el Hijo del hombre? 14 Ellos contestaron: - Unos que Juan Bautista, otros que Elías, otros que Jeremías o uno de los profetas. 15 Él les preguntó: - Y vosotros, ¿quién decís que soy yo? 16 Simón Pedro tomó la palabra y dijo: - Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo. 17 Jesús le respondió: - ¡Dichoso tú, Simón, hijo de Jonás!, porque eso no te lo ha revelado nadie de carne y hueso, sino mi Padre que está en el cielo. 18 Ahora te digo yo: Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y el poder del infierno no la derrotará. 19 Te daré las llaves del reino de los cielos; lo que ates en la tierra quedará atado en el cielo, y lo que ates en la tierra quedará desatado en el cielo. 20 Y les mandó a los discípulos que no dijeran a nadie que él era el Mesías.
Orientaciones para la lectura
En la sección sobre el Reino de los cielos, dentro del tema eclesiológico, Mateo coloca este
texto en parte por lo menos, elaborado por el mismo evangelista desde su perspectiva
teológica, sobre una tradición anterior.
Nos hace pensar esto la lectura sinóptica de los textos paralelos de Marcos y Lucas (cf. Mc
8,27-30; Lc 9,18-21). Se ve claramente que a Mateo le interesa de manera particular
subrayar el papel “eclesial” del primero de los apóstoles.
Jesús está subiendo junto con sus discípulos a la “Jerusalén de la pasión y de la gloria”.
Llegan a Cesarea de Filipo. Todo el contexto del pasaje evangélico hace pensar en un
momento de diálogo de intimidad entre el Maestro y sus discípulos.
Jesús dirige a los suyos una pregunta, que aparece casi como un sondeo de opinión sobre
lo que piensa y dice de él la gente, aunque lo que más le importa a Jesús, como se verá en
seguida, no es su nivel de popularidad o aceptación por parte de los otros. Esta pregunta
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puede ser como un intento pedagógico por parte del Maestro para ayudar a que sus
discípulos penetren más y más en las razones de por qué siguen a Jesús.
Es así que la segunda pregunta nos dice cuál es la verdadera motivación, el interés del
Maestro: el conocimiento personal, y no sólo intelectual o teórico, que tienen de él sus
íntimos.
La gente, responden los discípulos, ve en Jesús como un nuevo Bautista, o Elías el profeta,
o Jeremías, o uno de los varios profetas enviados por Dios para anunciar la salvación de
Israel. En realidad, muchos, al ver las obras que realizaba, presienten que el Rabí de
Nazaret no es uno más, uno cualquiera, sino casi seguramente un hombre enviado por
Dios, quizás un gran profeta. Los apóstoles no saben decir más; casi se pierden entre las
tantas opiniones, de uno y otro signo, que oyen sobre su Maestro.
Jesús escucha y percibe cierta confusión en los suyos. Y ahora es cuando les dirige “la
pregunta del millón”, la que les obliga a mirarse dentro para escuchar y captar una voz,
una respuesta personal, que les compromete personalmente, sin posibilidades de evasión.
«Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?»
Pedro, “el primero de los apóstoles", amador impetuoso de Cristo, como ya otras veces,
toma la palabra y responde en nombre de los doce y del grupo de los que siguen al Señor.
En su respuesta, Mateo nos ofrece algo peculiar: mientras Marcos y Lucas se limitan al
reconocimiento de la mesianidad del Maestro, Mateo añade el de la filiación divina: «Tú
eres el Cristo, el hijo de Dios vivo».
La respuesta de Pedro suscita admiración, gozo en Jesús. Como ante la fe de la “gente
sencilla” (cf. Mt 11,25-26), el Maestro reconoce en las palabras del discípulo la iniciativa,
la obra de Dios y proclama “bienaventurado” a Pedro porque se ha dejado iluminar, se ha
abierto a la revelación del Padre, el Padre de Jesús: «...no te ha revelado esto la carne ni la
sangre – los conocimientos puramente naturales – sino mi Padre que está en los cielos». El
Padre ha puesto en labios de Pedro una respuesta, que es confesión de una fe sin
ambigüedades, ciertamente expresión clara de la fe cristológica de la comunidad
apostólica.
Esta confesión de fe firme y abierta le ofrece a Jesús la ocasión para manifestar la misión
que quiere confiar a su discípulo, a Pedro: «Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi
Iglesia».
A la proclamación de la “bienaventuranza”: «dichoso, bienaventurado tú, Simón», Jesús
añade también una promesa de seguridad para “su Iglesia”: «... las puertas del Hades – el
poder del infierno – no prevalecerán contra ella – no la derrotarán».
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Y acto seguido, el Señor confiere a Pedro la misión de “atar y desatar”, confiándole “las
llaves del Reino de los cielos”. Éstas indican ciertamente la autoridad al servicio del reino,
que es el Reino de las Bienaventuranzas (cf. Mt 5, 3-8).
En el lenguaje rabínico, el poder de “las llaves” indicaba la autoridad para “prohibir o
permitir” según la ley de Moisés. Para Pedro, según la perspectiva teológica de Mateo,
“las llaves” quizás indiquen la función de discernir, de juzgar y perdonar, según la
voluntad de Dios, revelada por Jesús, que es siempre voluntad de salvación para todos.
Sobre este poder de “atar y desatar”, sobre “las llaves” del Reino de los cielos se han
escrito muchas páginas y libros. En ellas se ha apoyado la teología del “primado” de Pedro
y de sus sucesores en la sede de Roma. También se han referido estas palabras de Jesús al
sacramento de la Reconciliación con “el poder dado a los hombres de perdonar los
pecados”.
Pedro tuvo ciertamente ocasión de realizar esta misión en muchos momentos. De algunos
de ellos nos dan testimonio los Hechos de los Apóstoles, como cuando entra en casa de
Cornelio, el centurión romano (cf. Hch 10, 23-48), o cuando de forma solemne en el
concilio de Jerusalén reconoce que no podía imponer “sobre el cuello de los discípulos un
yugo que ni nosotros ni nuestros Padres pudimos sobrellevar”. Y con la solemne profesión
de fe, “Nosotros creemos que nos salvamos por la gracia del Señor Jesús, del mismo modo
que ellos”, es decir, los gentiles, los declara libres de la obediencia a la Ley de Moisés (cf.
Hch 15).
No podemos detenernos a analizar todo el contenido de las palabras de Jesús. Reconocemos
que el “poder” de servicio que Jesús confiere a Pedro, y en él a la Iglesia, es grande, abierto
siempre a una finalidad de la salvación y liberación de los hombres.
2. Meditamos la Palabra
Si el Maestro me pregunta hoy sobre la opinión que la gente, los hombres y
mujeres de nuestro tiempo tienen sobre él, escucharía ciertamente las respuestas más
variopintas y variadas: algunos, muchos, no han oído hablar de él; a otros les ha llegado la
noticia, pero parece que no les interesa; para muchos probablemente Jesús es un
personaje histórico famoso, un líder, un idealista, un reformador, un Jesús Superstar...
También podría haber la consoladora respuesta de muchos para los que Jesús es el
Señor, el Dios de sus vidas, el tesoro escondido y precioso por el que van dando gota a
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gota su vida, la respuesta a sus interrogantes, el Maestro Camino, Verdad y Vida, la
suprema razón de su existir...
Subraya el cardenal Tomás Spidlik que “prácticamente ninguno, de la religión que sea,
habla mal de Cristo. Por el contrario, cada uno trata de acercarlo a su religión para
reafirmar lo que defiende y lo que combate”.
Pensando en todo esto, me siento en actitud orante ante el Maestro divino,
medito su Palabra y le escucho ahora la pregunta más directa y personal: ¿Quién soy yo
para ti? Tú, ¿quién dices que soy yo?
Antes de responder, le pido al Espíritu que también yo, al igual que Pedro, abra el
oído y el corazón a la revelación del Padre que susurra muy dentro la respuesta que
agrada a Jesús, respuesta de una fe no aprendida de memoria, sino vivencial: «¡Tú eres el
Cristo, el Hijo de Dios vivo!»
Siento que la respuesta viene de dentro de mi ser, que no puede ni debe ser una
simple respuesta fruto de una búsqueda racional, leída en los libros, ni tampoco una
respuesta fruto del esfuerzo de mi voluntad, “de la carne y de la sangre”. La fe es siempre
y sólo don gratuito del Padre de todo don.
La acojo con humilde y profunda actitud de alabanza y acción de gracias. Y siento
que el Maestro también recibe mi respuesta con el mismo gozo que le produjo la adhesión
de la “gente sencilla”. Y a mí, como a Pedro y a todo creyente, el Señor me llama dichosa,
bienaventurada. Sí, como a María, la Virgen Madre, también nos dice: “¡Dichosa tú que
has creído!”.
Con la conciencia y el gozo de esta bienaventuranza, en la Iglesia, edificada sobre
Pedro, yo también siento que estoy llamada a ser, por gracia, “piedra viva” (cf. 1Pe 2,5).
Y, en obediencia y comunión filial con Pedro y con sus sucesores, creo que, en
fuerza del Bautismo y de los sacramentos, yo también poseo las “llaves” de la caridad, de
la oración, del don de ser instrumento sencillo de liberación, de pacificación, de amor y
perdón para todo hermano y hermana, para las mujeres y hombres que Dios pone en mi
camino.
Pedro y sus sucesores han recibido “las llaves”, la autoridad del “primado” de la
autoridad al servicio del Reino, para la salvación de todos. En dimensión esencialmente
distinta, pero también real, todo bautizado está llamado a “atar y desatar” por el poder
que nos da el Señor Jesús a través de los Sacramentos y del don de su Espíritu. Realizamos
esta misión mediante la oración de intercesión, la caridad y el perdón de corazón hacia
todos, la entrega generosa, el servicio. Un servicio a la liberación más ambicionada:
conseguir que, en cuanto pueda depender de mí, de nosotros, todos lleguen a “la libertad
plena de los hijos de Dios”.
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3. Contemplación
• ¿Cuáles son en nuestra comunidad las opiniones que hay sobre Jesús? Estas
diferencias en la manera de vivir y expresar la fe enriquecen la comunidad o la perjudican
en su caminada?
• ¿Qué tipo de piedra es nuestra comunidad? ¿Cuál es la misión que resulta de esto para
nosotros?
4. Oramos la Palabra
1. La escucha y meditación de la Palabra me pone en estado de oración ante Jesús, la
Palabra encarnada, el Pastor, la “Piedra angular” de la Iglesia.
Me hace sentir en profunda comunión eclesial con el Papa Benedicto XVI, sucesor de
Pedro y con todos los Pastores que siguiendo las huellas de Cristo, conducen al rebaño
que el mismo Cristo Jesús les confió. Y así oro:
Señor Jesús,
Maestro y Pastor de tu Iglesia,
con fe te reconocemos y confesamos:
¡Realmente Tú eres el Hijo de Dios!
¡Tú eres el Cristo,
el Hijo del Dios vivo!
Ésta es nuestra fe,
ésta es la fe de la Iglesia
que nos gloriamos de profesar.
Te alabamos, te bendecimos y damos
gracias,
oh santa Trinidad,
porque a través de las aguas del
Bautismo
Tú has derramado sobre nosotros
el don inefable de la fe.
En el seno materno de tu Iglesia
hemos vuelto a nacer,
nos hiciste hijos en el Hijo
para gloria del Padre
en el Espíritu Santo.
Mantennos siempre en la comunión de
tu Iglesia,
y haz que ésta camine cada día
hacia la plena realización de tu
proyecto
de amor y salvación universal.
Cristo Jesús,
sé Tú el único Señor
de todos los que creemos en Ti.
Tú, la Roca firme que nos sostiene en
los desánimos.
Tú, la mano fuerte y segura
que nos agarra y levanta en nuestros
hundimientos.
Tú, el único Señor y Salvador.
Reúnenos, Señor, a todos,
según tu amorosa voluntad
en la unidad de tu Iglesia
y haz que se cumpla pronto tu gran
anhelo:
“un solo rebaño bajo un solo Pastor”.
Amén.
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