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La viuda de Palomino y Las bellezas que espantan penas.
Por: Carlos Alberto Durán Sánchez *
Emilce estaba mirando el humedal desde el patio de su casa, cuando el atardecer, que
se presagiaba lluvioso, se llenó con el ruido de una motocicleta. No se le hizo extraña la
visita del vecino hasta ver la expresión adusta y severa en su rostro, propia de las malas
noticias. No fue sino hasta que el recién llegado le dijo que debía contarle algo que había
pasado, cuando recordó la premonición onírica que había sido tema de conversación esa
mañana temprano con su marido.
—¿Mataron a Palomino?
La pregunta fue al mismo tiempo la respuesta diáfana que le llegó a su mente y que,
sin rodeos, le soltó el vecino, quien probablemente tenía preparadas algunas frases con
preámbulos e insinuaciones antes de dar la noticia. Esa tarde, apenas le aseguraron la
tragedia, los hermosos ojos color panela clara de Emilce se cerraron para buscar dentro de
su mente todas las posibles causas del asesinato. Sin embargo, todas nacían inseparables de
una cavilación principal.
* * *
La tubería que transportaba combustible no había sido invitada a entrar en los barrios
populares de Barrancabermeja. Estaba allí como si fuera parte del paisaje. Los kilómetros
de metros metálicos que conducían miles de galones de gasolina, diesel y gas pasaban
bordeando las casas y no solo servían para ser usados por los niños como improvisados
trampolines. También suministraban, como si se tratara del mismo aire, una posibilidad
para vivir y morir. Tampoco las viviendas fueron invitadas a ser construidas junto al
poliducto. Muchos barrios en las comunas de Barrancabermeja tuvieron como origen la
invasión de tierras suburbanas que fueron ocupadas a medida que la población crecía y
* Carlos Alberto Durán Sánchez nació en Bucaramanga en 1971. Comunicador Social – Periodista y
Especialista en Dirección de Empresas de la UNAB. Magíster en Historia de la UIS y candidato a PhD. en
Ciencia Política de la Universidad del Zulia, Docente UCC Barrancabermeja, UDI Bucaramanga. Artículo
publicado en: Refinando Silbido y otras crónicas de Ecopetrol y Barrancabermeja. Editorial
Aguilar, Bogotá 2012. ISBN:978-958-758-363-2
que la ciudad se convertía en receptora de desplazados, de familias campesinas, de
desempleados en busca de oportunidades en la industria petrolera, de obreros, de
delincuentes, de integrantes de grupos armados ilegales, de pescadores de atarraya y chin-
chorro, y de los que pescaban en río revuelto; junto a numerosos grupos de niños y niñas
que corrían por estas calles de Dios, descalzos, desnudos y con el destino a merced del
Espíritu Santo y no del Gobierno. Para 1998, el 63% de las viviendas en la ciudad
continuaban en situación de subnormalidad, construidas en zonas que amortiguaban las
crecientes del río Magdalena y que arrebataban constantemente habitación a las ciénagas y
humedales adyacentes.
Esta misma aparición de barrios periféricos bajo la premisa de la lucha comunal, tejió
relaciones vecinales de solidaridad y comunicación, tanto económica como política, siendo
las promesas de provisión de servicios públicos y la legalización de las viviendas un
bastión para el clientelismo de concejales, líderes y partidos políticos. La ausencia del
Estado, la miseria y las carencias también hicieron germinar la oportunidad de robarse la
riqueza que pasaba a pocos metros, por las mismas puertas de la penuria. Aún hoy, las
relaciones personales que mantienen los habitantes de Barrancabermeja, muy alejadas de
las distancias prosémicas características de las grandes ciudades, se conjugan en un exceso
de confianza ante los desconocidos, marcando una diferencia notoria en el lenguaje
hablado. La primera vez que salí a la zona comercial de la ciudad y le pregunté a un
vendedor ambulante, un negro enorme y sonriente, acerca de la ubicación de un banco, me
sentí aturdido cuando me llamó varias veces «papito» mientras me daba las indicaciones.
Acostumbrarse a que una persona vecina, vista apenas una vez, salude con un «¿toes qué
compadre, todo bien?», o a que le hablen a uno de las cosas más personales en cualquier
fila, se vuelve una delicia que uno extraña cuando se aleja de las riberas del río Magdalena.
Precisamente, la construcción de redes sociales alrededor del hurto de combustible
fue un fenómeno participativo y comunal que lo formalizaba y asemejaba a cualquier
trabajo digno y justo. La práctica ilegal de instalar válvulas en la tubería que transportaba
gasolina fue durante muchos años la fuente de ingresos de muchas familias del sector
nororiental de la ciudad, para quienes la opulencia que invadía sus vidas y sus viviendas
nada más debía ser tomada como si se tratara de un servicio público gratuito hecho a la
medida de la pobreza. Algunas de esas familias todavía recuerdan a un hombre, casi una
leyenda, apodado Cabañas, quien a finales de los años 80 le dio a la guerrilla, recién llegada
desde las ciénagas adyacentes a posi- cionarse en los barrios orientales, la idea de lucrarse
robando combustibles. Incluso políticamente fue un subterfugio perfecto, ya que se
convirtió casi en la forma directa en que la población marginal cobraba para sí misma las
regalías que el municipio le negaba en inversión social, por causas que iban desde la
corrupción hasta el abandono.
En Barrancabermeja la costumbre de llamar a los lugares por nombres imaginados es
más fuerte que cualquier intento de titularlos oficialmente. Un barranqueño —el gentilicio
correcto es barramejo, pero gusta menos quizá por la sonoridad despectiva que se asocia al
uso del sufijo ejo'— siempre seguirá llamando a la calle Cincuenta como la Diez, sin im-
portarle que la nomenclatura fuera cambiada hace muchos años; se niega a sustituir el
nombre de E1 Descabezado, para referirse al parque designado oficialmente como Camilo
Torres; y seguirá denominando «la esquina caliente» a un popular cruce de calles en el
barrio Primero de Mayo. Cuando se refiere a trabajar «adentro» o en «la empresa», el
barranqueño no tiene equívocos: se trata de Ecopetrol, y usará el novedoso verbo
«pimpinear» para significar una de las maneras de conseguir lo del mercado diario.
Sin embargo, iniciando el segundo decenio del siglo XXI, una costumbre territorial ha
cambiado notoriamente, y tiene que ver con el develo de fronteras para todos los
ciudadanos. Años atrás, la ciudad había sido dividida culturalmente, como en la canción
de Niche, «del puente para allá». Existieron dos zonas desarrolladas con enorme inequidad
a cada extremo del llamado puente elevado. Hacia un lindero se encontraban los mejores
barrios de la ciudad, el sector comercial y las zonas donde habitaban los trabajadores con
mejores cargos vinculados a la industria petrolera; y hacia el otro, una región con una
bajísima presencia del Estado, cuya fuerza pública entraba en tanques y se enfrentaba con
ráfagas de fusil a las milicias guerrilleras, conformadas a inicios de los años 90 por unos
muchachos, casi niños, que vivían en medio de familias pobres.
* * *
Cuando veo a Emilce recordar, con sus ojos lagrimosos perdidos en el verdor del
humedal mientras hace el gesto de negar con la cabeza alargando el silencio,
ademán típico de las mamas que descubren una travesura, no puedo evitar sonreír
al imaginarme la cantaleta que tuvo que aguantar Palomino la noche en que sus
peligrosas andanzas fueron descubiertas. La perorata, más que un reclamo o riña
entre esposos, fue más bien la arenga que acorta el camino desde la observación al
ruego solícito, pasando por el consejo irrefutable.
Emilce recuerda el día en que se dio cuenta de que él anclaba con «esa gente», o
«esas bellezas», eufemismos con los que prefiere llamar a los miembros de los
paramilitares que andaban por el barrio y por toda la ciudad, dándoles la misma
categoría con la que una madre llamaría a las malas amistades de sus hijos.
Argemiro Palomino tenía un nombre y un apellido melódico e inolvidable.
También su cabellera rojiza, sus pecas atenuadas a fuerza de recibir muchos soles
de trabajo diario, su carácter festivo y el ser chupador de cerveza fría eran la
combinación para que fuera recordado fácilmente por vecinos y extraños. Pero
también era un ribereño machista y tozudo, que poco contaba con la opinión de su
esposa para las decisiones importantes.
—Una noche de diciembre había mandado razón con un vecino para que el pelao
le llevara la billetera a la esquina de arriba porque allá andaba con unos amigos.
Pero como el niño estaba ya con ganas de acostarse, decidí yo misma salir a
llevársela. Cuando llegué me sorprendió que estuviera reunido hablando y
riéndose con esa gente. Yo me dije: «Aquí hay algo raro», porque cuando vio que
era yo la que venía a llevarle el encargo, se puso serio y salió a recibirme
apartándose del grupo y me preguntó que por qué había ido hasta allá, si él había
mandado la razón de que quien debía ir era el niño, que cuando eso tenía unos
ocho años. Claro, no quería que me diera cuenta de que andaba con esas bellezas.
Palomino había nacido en El Banco y conocido a Emilce en Gamarra. Me imagino
que cuando la miró no le resultó difícil enamorarse de aquella trigueña de cuerpo
felino, ojos directos y dentadura perfecta, que, como empleada en una empresa
fluvial, bregaba con su existencia junto a una hija pequeña. Enamorados
recorrieron las riberas del río Magdalena y del Cauca, vivieron además en Puerto
Wilches y Gamarra, en Nechí y Caucasia, mientras Palomino trabajaba en la pesca
o como cadenero en algunas empresas fluviales o de topografía. Precisamente,
cuando decidieron establecerse en Barrancabermeja, ya habían visto una casa en
uno de los barrios de la Comuna 5 llamado Simón Bolívar, junto a Miraflores, bas-
tión de los paramilitares que por esos años le habían ganado a la guerrilla, a sangre
y fuego, un punto estratégico denominado La punta del palo, desde donde se
podían dominar el humedal y la zona nororiental.
La empresa que lo había llevado a Barrancabermeja le dio a Palomino la tarea de
vigilar un buque que estaba siendo reparado en Puerto Galán, a pocos kilómetros
del muelle, mientras le adjudicaba otro oficio. Su esposa nunca supo a ciencia
cierta en qué momento fue abordado por los paramilitares para ofrecerle trabajo en
el llamado Cartel de la gasolina. Haciendo cálculos, Emilce piensa que fue solo
unos cuantos meses antes de su asesinato. Probablemente esa labor de celaduría le
aburrió, probablemente fue un habitante del barrio Miraflores del que se hizo
amigo, activo en el ala militar de las Auc, y conocido con el alias de Jacobo, quien
lo animó a ganarse un dinero extra sirviendo como encargado de pagarle a los
pimpineros y de llevar anotaciones sobre lo comprado y lo despachado.
Probablemente fue un prestamista del mismo barrio, quien lo alentó para que la
plata que habría de ganarse en el cartel fuera invertida en créditos cobrados gota a
gota. Probablemente esperaba reunir una plata para montar un negocio. No
obstante, cualquiera de las causas que lo impulsaron a meterse en esa actividad, o
cualquiera de las cosas que Palomino hubiera pensado hacer con la plata, nunca las
compartió con Emilce.
Las marcas de una muerte agorera y los vestigios de premoniciones sutiles solo
empiezan a ligarse después de ocurridas las tragedias. Si nada hubiese ocurrido,
seguramente las palabras que Palomino le dijo a su mujer la noche anterior a su
asesinato no hubieran tenido significado y bien podrían haber continuado en las
maletas del olvido como muchos eventos de la vida cotidiana. Esa noche, más
calurosa que de costumbre, una especie de tubo largo metálico que trancaba la
ventana del cuarto de la pareja, y que al mismo tiempo servía de sostén a la pared,
se desprendió y cayó sobre la cama, alarmado a Palomino que entre broma y susto
culpó a Emilce del suceso.
—Oiga mija: ¿Usted es que me quiete matar con esa tranca? Mire que si estoy ahí
acostado me da en la cabeza..., me dijo como presintiendo la muerte. Yo le
respondí que por qué me decía eso, que si era que estaba loco, o qué le pasaba.
Pero el presagio mas fuerte lo tuvo ella. Al otro día, en la mañana de ese domingp,
Emilce le contó a su marido que, en la madrugada, había soñado que se moría
alguien de su familia, pero no podía recordar quién era, y mientras desayunaban
casi sin hablar, recuerda que se sintió un poco triste. Casi a las nueve, Argemiro
Palomino dijo que tenía algo que hacer y se fue de la casa sin despedirse. Fue la
última vez que ella lo vio vivo.
Cuando tenía los ojos a punto de despacharse en lágrimas, Emilce me miró,
suspiró hondo y sonrió diciendo, mientras volvía su vista hacia el patio con una
mirada que consideré perdida.
—Mire qué belleza.
Me sorprendieron esas palabras. Pensé que a su memoria había llegado un
recuerdo alegre en medio de la tragedia evocada a la fuerza por mis preguntas, y
me quedé callado, esperando a que continuara con sus ideas. No entendí el
fundamento de sus ojos lacrimosos, ahora matizados con tamaña sonrisa, hasta
que dijo:
—¿No trajo una cámara?
Entonces, también giré mi cabeza para descubrir lo que sus ojos miraban, y vi una
hilera de cinco toches perfectamente alineados en el muro del patio que daba al
humedal. Parecían un ejército con uniforme negro y capuchas amarillas.
Hermosos, como los placeres ocultos. Pensé que esta señora que admiraba aquellos
pájaros era capaz de seguir adelante ante cualquier adversidad, porque lograba
hacer fundidos rápidos de las tragedias para enfocarse nuevamente en algo
positivo y novedoso. Ocuparse de vivir, de admirar o de sufrir los detalles de la
existencia se convirtió en uno de sus mejores remedios contra los malos recuerdos,
se tomó en una forma de torcerle el cuello a las penas. Esos pájaros sí que eran
unas bellezas.
Sin embargo, a pesar de su capacidad certera de adaptación, de su afianzamiento
para no perder la calma, lo que siguió fue muy difícil. Su trasegar de viuda la llevó
a recorrer las ardientes calles de Barrancabermeja, a romperse el lomo con lavadas
ajenas, a planchar ropa de patrones disímiles, a cocinar de mercados ajenos para
paladares mundanos, a hacer cubanas refrescantes que vendía en las tiendas de los
barrios aledaños, a rumiar la vida sin las ganas de saber por qué habían matado a
su marido. Tal vez si no hubiera existido la Ley de Justicia y Paz en Colombia
Emilce nunca se habría enterado de que el crimen fue cometido por envidias y
vendettas entre seres ambiciosos, ni que su muerte habría de desencadenar otra
serie de asesinatos.
No habría sabido, por ejemplo, que una vez las guerrillas fueron replegadas del
casco urbano, el negocio de robar gasolina cambió. De hecho, fueron los grupos
subversivos quienes se financiaron de esa manera peculiar y alentaron la práctica.
Cobraban un impuesto a quienes explotaban el tubo cada veinte metros, de tal
forma que prácticamente les 'arrendaron a los encargados de succionar la gasolina
de los hechimbres, nombre con el que se conocían los lugares donde se instalaban
las válvulas. En 1999 cada uno de estos pequeños tramos de tubería podría llegar a
tener más de diez personas extrayendo combustible. Para los pobladores era una
ocupación. Los jóvenes, los padres, las amas de casa, incluso los niños en edad
escolar, desayunaban y se iban a trabajar por tumos. Un jefe guerrillero encargado
de cobrar el «impuesto de guerra», como lo llamaban, lograba obtener unos dos
millones de pesos mensuales por persona, y si en el tramo trabajaban quince
personas, al mes tendrían que reportar 30 millones. Esa ganancia ilegal era
abultadísima y debía ser enviada a los comandantes. Pero claro, en estos negocios
indebidos, con un control poco adecuado y con frecuentes rencillas entre los
actores, los robos de los dineros recaudados eran enormes, y las retaliaciones entre
la misma guerrilla por el hurto de combustible también fueron mayúsculas. Los
asesinatos diarios entre los mismos guerrilleros fueron comunes durante esos años.
Las malas cuentas y los robos entre los miembros de los grupos ilegales no
cambiaron con el dominio del paramilitarismo en la ciudad, así como tampoco
hubo un cambio significativo en el control de las autoridades sobre válvulas y
tubos. Rodrigo Pérez Alzate, alias Julián Bolívar, quien fuera el comandante del
Bloque Central Bolívar (BCB) y estratega de la incursión paramilitar en la ciudad,
relató que cuando sus hombres hicieron presencia en los barrios colindantes con el
oleoducto, los tubos ya tenían poco espacio para abrirles más huecos.
—Nosotros llegamos a comunas y a barrios donde el tubo parecía una flauta. Eran
mangueras por todas partes. Desconectaban las entradas del agua de las casas y les
ponían una manguera para que de la llave saliera gasolina. Eso es increíble, pero
eso lo vivimos nosotros. Los colchones los ponían encima de las pimpinas de
gasolina, eso era una bomba de tiempo.
No obstante, el cambio significativo tuvo que ver con la organización lucrativa que
montaron los paramilitares. De los impuestos a los que robaban la gasolina, y la
poca participación en la comercialización que tenían los grupos guerrilleros, las
Auc pasaron a organizar todo el andamiaje de una empresa criminal, toda vez que
detectaron que las mayores utilidades estaban en la reventa. Entonces organizaron
un grupo que se encargaba de comprarles directamente a los habitantes las
pimpinas llenas. Fue una especie de franquicia que, con el tiempo, al establecer los
precios y las condiciones, llegaría a llamarse certeramente El cartel de la gasolina.
A pesar de ser una empresa ilegal no era objeto de deslegitimación social por parte
de la mayoría de los barranqueños pobres. La supervivencia de la economía
familiar, el acceso a un nuevo televisor, pagar lo fiado en la tienda o tener dinero
para las cervezas del fin de semana era más importante que el cambio político de
los dominantes. Por ello la mudanza del grupo que controlaba no representó sino
el traumatismo inicial debido a la nueva estructura. De hecho, cuando en el año
2001 las Auc desplazaron casi en su totalidad a la guerrilla, los llamados carteleros,
que se encargaban de venderles las pimpinas a los miembros de la organización,
empezaron una puja de precios en la que, cada vez, quedaba menos plata porque
el combustible hurtado era mucho. Entonces la clave fue vender más.
Este control social de dependencia económica significó mayores beneficios para
una cantidad enorme de la población. Desde los pescadores que «tanqueaban» los
motores de sus canoas hasta las empresas transportadoras de todo el país, que
esperaban llegar hasta las estaciones de servicio ubicadas en la troncal del
Magdalena Medio para abastecerse de combustible barato, pasando por los
trabajadores corrientes del puerto que se unían al negocio con el ánimo de hacer
dinero extra. Este fue el caso de Palomino.
—La deserción escolar en Barrancabermeja era altísima. Un niño no iba a estudiar
porque se iba a pimpinear y se ganaba 40 mil pesos. El 90% de las estaciones de
servicio de la troncal del Magdalena Medio han recibido combustible hurtado y yo
no puedo creer que esto era desconocido por parte de las autoridades. En una
estación de servicio se veían filas de camiones de hasta dos o tres cuadras
esperando para tanquear. No la estaban vendiendo al precio normal, pues si hacían
la cola y esperaban cuarenta minutos era porque el precio tenía que ser muy
inferior —comentaba Julián Bolívar.
El frente de las Auc llamado Fidel Castaño operó en Barrancabermeja cuando
ocurrió la organización del cartel, y estuvo al mando de Guillermo Hurtado
Moreno, alias Setenta. Y la organización del hurto del combustible quedó a cargo
de Argemiro Nuñez Aroca, alias Harold. Como toda organización criminal,
aceptaron antiguos miembros de grupos enemigos, siempre y cuando mostraran
una lealtad irrestricta, que en caso de ser revaluada se pagaba con la vida. Los
ejemplos sobran, especialmente si se trataba del hurto del combustible: Sergio
García, el hombre conocido como Cabanas, quien se inició con las guerrillas
taladrando la tubería y poniendo válvulas, a la llegada de los paramilitares no
vaciló en traicionar a sus antiguos aliados, a quienes incluso les llegó a robar el
contenido de tres muías de gasolina, y pasó a formar parte del cartel que recién se
reiniciaba. Finalmente terminó asesinado el 8 de enero del año 2002 por el mismo
comandante Setenta, junto a Arnulfo Arias, alias El burro, acusado de comercializar
combustible en varios tractocamiones de su propiedad sin reportar los dineros.
A finales del año 2001, con la reunificación que hiciera Julián Bolívar de los frentes
que operaron en el Magdalena Medio y Santander, Oscar Leonardo Montealegre,
alias Piraña, fue enviado a fiscalizar la parte financiera del Cartel de la gasolina.
Las primeras pesquisas dieron cuenta de nuevos robos por parte de los
encargados, e igualmente nuevas muertes. No obstante, las acusaciones y envidias
iban y venían entre los miembros.
Según las confesiones de los paramilitares, la mano derecha del comandante Harold
en el cartel de la gasolina en los años 2001 y 2002 fue un antiguo carnicero
conocido con el alias de Onofre. Debido a sus informaciones fue asesinado alias
Cabañas y junto a dos de sus colaboradores cercanos, conocidos como Tatareto y
Mondacón, cometieron algunos crímenes sin autorización del comandante del
frente. Uno de estos homicidios fue el de Argemiro Palomino, ejecutado por un
hombre conocido bajo el alias de Javier El lechero, quien era allegado y trabajaba con
él en el hechimbre. Al parecer, las causas tuvieron que ver con la negativa del
marido de Emilce a participar de los faltantes en las cuentas reportadas a los jefes.
Onofre y Tatareto ordenaron y ejecutaron su asesinato el 29 de mayo del año 2002,
aproximadamente a las 8:30 de la mañana, en un lugar cercano a la ciudad
conocido como Cuatro Bocas.
Seis meses después, el 17 de noviembre del año 2002, caería asesinado Onofre luego
de que Setenta ordenara castigarle así sus constantes desfalcos al cartel. Pero antes
de ser secuestrado en el barrio La Esperanza, para después caer ultimado a tiros
por Jacobo, Onofre debió cumplir una última orden: citar a Esteban de Jesús
Sampaio, alias Tatareto, y a Jhon Jairo Yañez, alias Mondacón, para que su
desobediencia fuera cobrada de la misma manera atroz. Efectivamente, los sicarios
de las Auc los balearon cerca a un restaurante conocido con el nombre de Bonanza,
situado a la entrada de Barrancabermeja, el 20 de noviembre del mismo año. El
lechero también había sido ultimado a bala poco tiempo atrás por los pistoleros
paramilitares.
* * *
Los toches duraron casi cinco minutos en el muro mientras los admirábamos en
silencio. Uno de ellos incluso llegó a cantar, pero el fundido del mal recuerdo fue
tan eficaz que cuando se fueron, Emilce se levantó sonriendo de la silla para
echarles arroz y esperar su regreso. Entonces me contó lo difícil que era perdonar,
que una desgracia era penosa de sepultar, y que la venganza nunca trae felicidad.
—Mire no más esta historia: El año pasado mataron a un tipo que estaba
tomándose unas cervezas en un restaurante. Eso pasó en un momento en que se
fue la luz. Dicen que ese señor había sido de los paracos y que una vez, hace
muchos años, por allá en una finca, mató a toda la familia de un niño que
sobrevivió. Resulta que ese niño creció y se vino a buscarlo acá a Barranca hasta
que lo encontró. Dicen que lo había seguido y conocía de sus pasos. Esa noche
aprovechó y le disparó, y dizque antes le dijo que él era el niño al que le había
matado la familia. Yo no sé qué pasó con ese pelao, pero si lo cogieron o lo están
buscando va a termina la vida en la cárcel; entonces, ¿n o va a poder tener una
familia? ¿Era más importante matar a ese señor que conseguir un trabajo o
estudiar? Yo creo que aprender a vivir también es ser capaz uno de decirle que no
a las cosas malas.
Para las víctimas de un crimen es tremendamente lacerante soportar los
comentarios que aseguran que la muerte de su ser querido fue ocasionada por
«deber algo». De esta manera, al parecer, ciertas personas, vecinos y conocidos se
creen con la garantía de estar a salvo por el hecho de no andar en los mismos
«malos pasos» del difunto. Decir que lo mataron porque «seguro debía algo», tuvo
en la muerte de Palomino tanto de cierto como de simplista y cruel. Solo una
esposa como Emilce sabe la lucha interna que significó tratar de convencerlo día
tras día, noche tras noche, de que se saliera de eso, de que dejaran todo, se fueran
lejos y desaparecieran un día de la ciudad. Anhelaba vivir en Caucasia porque le
había gustado el pueblo, y pensaba que se podían ganar la vida de muchas
maneras. Pero, a La viuda de Palomino, como conocen ahora a Emilce, el tiempo y la
guerra le negaron el cumplimiento de sus anhelos.
* * *
El organigrama del Cartel de la gasolina pasaba ciertamente por el nivel de
confianza que debían tener entre sus encargados, en especial de la persona más
cercana al comandante; pero la desorganización del negocio permitía que hubiera
un lucro adicional, algo así como un nivel de corrupción entre ladrones.
Wilfred Martínez, alias Gavilán, pistolero y antiguo miembro de las Auc, quien está
postulado a la Ley de Justicia y Paz, comentaba que ser miembro del Cartel
garantizaba conseguir plata rápidamente.
—Tenían una nómina, les pagaban su sueldo, aparte de lo que barbachaban. El
cartel era el que abría el hueco, el que iba a estar pendiente de recoger la plata de
los que llenaban. Ahí había mucha envidia y mucho palanqueo. Un cartelero al
principio andaba en una cicla, a los pocos días ya tenía una moto» a los tres o
cuatro meses de estar dentro del cartel ya los veía uno, mejor dicho... Setenta les
decía: «Roben, pero roben poquito».
El hurto de combustible fue más que un fenómeno social del que se aprovecharon
los actores del conflicto armado. En los barrios nororientales, como Boston, Pozo
Siete, Pablo Acuña, Antonio Nariño, San Martín y Danubio, en los años 2001 y
2002, se llegaron a contar hasta diez válvulas permanentes para hurtar
combustible. En estos años de expansión del cartel, las válvulas pudieron llegar a
producir cifras cercanas a los 250 millones de pesos diarios en ganancias. Sin este
lucro no hubiera sido posible la expansión y el afianzamiento del fenómeno
paramilitar en el Magdalena Medio. Este dinero alcanzaba para pagar a los
encargados de los hechimbres, a los miembros directos del Cartel; para repartir los
sobornos a las autoridades, e igualmente sobraba para financiar el ala militar, es
decir, a los patrulleros de la ciudad y de las zonas rurales. Era una actividad a la
que no podían renunciar y tampoco podían dejar de controlar adecuadamente.
Piraña, luego del suicidio de Harold el 22 de diciembre del 2002, y del asesinato de
Setenta el mismo año, organizó mejor el despojo a Ecopetrol.
La vida cotidiana de la comunidad se canalizó incluso a través de un fondo común,
usando los dineros que producía el saqueo. Los encargados del cartel acordaron
que, de cada quince pimpinas, una se pagara a precio comercial a los carteleros, y
ese dinero era guardado y administrado por las Auc.
—A la población civil no le cobrábamos por el hurto. Por el contrario, nosotros les
comprábamos a las personas, y también teníamos un fondo entre los pimpineros,
entre los encargados de recoger las canecas, para las fórmulas médicas porque no
tenían con que pagar los medicamentos. Las droguerías nos daban un descuento
especial a nosotros.
La plata del fondo, que podía alcanzar los 20 millones de pesos mensuales,
también era administrada para pagar entierros de algunos habitantes carentes de
recursos, para remodelar parques e incluso para financiar proyectos productivos
piscícolas. La población se vinculó tanto al hurto de combustible, que este se hizo
indispensable para la supervivencia.
Edgar Omar Bustos, un periodista que por aquellos años trasegó por
Barrancabermeja, contaba que cuando la Policía los llevaba a cubrir la incautación
de válvulas ilegales en los barrios nororientales, la gente la emprendía contra los
comunicadores a piedra e insultos. «Lo que para Ecopetrol y las autoridades era un
triunfo de las leyes, para los habitantes que se lucraban del ilícito era una desgracia
y nos culpaban a los periodistas de engrandecer estas acciones».
El frente Fidel Castaño y el Bloque Central Bolívar se desmovilizaron el 31 de
enero del 2006 en La Granja, corregimiento Buena Vista, municipio de Santa Rosa,
Bolívar, con 2.519 miembros y la entrega de 1.094 armas. El Cartel de la gasolina
quedó en manos de nuevas estructuras delincuenciales, pero el establecimiento del
Grupo de Operaciones Especiales de Hidrocarburos (GOESH) de la Policía, y las
acciones que tomó Ecopetrol, como marcar el combustible y recubrir con concreto
la tubería que pasaba por los barrios, junto con herramientas jurídicas tales como la
extinción de dominio, la no excarcelación del delito y la penalización mínima de
tres años, lograron reducir considerablemente el hurto. De la cifra record de 10.000
barriles por día, que se llegaron a robar en el mes de julio del año 2002, es decir el
6,% de lo transportado en los oleoductos, se pasó a los 900 barriles por día en el
año 2006.
* * *
Las noches de Emilce son ahora más tranquilas. Ya no lava ropa ajena, ni plancha,
ni sufre solucionando los rencores escondidos en el fondo de su alma. El dinero
recibido por la llamada reparación administrativa que el gobierno le dio como
víctima, le sirvió para reformar un poco su casa y hacerla más habitable. Le alcanzó
para enchapar la cocina con unos azulejos azules, pero no para terminar el muro
del patio, de donde hace poco se le escapó una «condenada» tortuga, y a donde
vienen los toches a hacerla sonreír. Sigue haciendo sus cubanas refrescantes y
vendiéndolas en el barrio, pero le faltan muchas cosas. Ella no sabe de leyes,
aunque sí sabe de necesidades. Quiere que Alvaro, su hijo, estudie en una
universidad; quiere ayudar a su papá, quien vive con ella, a sobrellevar mejor la
artritis; y quiere ayudar a su hija mayor y a su pequeña bebé. Lo único que no
quiere es que su hijo indague mucho sobre lo que le pasó al papá, no quiere que en
el muchacho germinen venganzas sino esperanzas.
Cuando le insisto por el rencor que siente, me reitera que casi no es capaz de llegar
a perdonar. Y es quizá la única vez que dudo de que sea cierto. Hace tiempo me
contó cómo conoció a la mamá de Javier El lechero, el mismo que asesinó a
Palomino. La señora había venido algunos meses después, precisamente al sepelio
de su hijo. Me contó que desde lejos y en silencio la vio llorar. En silencio vio
también su dolor de madre y se acordó de una frase, casi un eslogan de la
Asociación Femenina Popular, una ONG que asesora mujeres en Barrancabermeja:
«No parimos hijos para la guerra».
—A mi me dio pesar verla, porque uno también es mamá, y uno trata de que los
hijos siempre anden en buenos pasos, y cuando eso no pasa, pues uno siente como
que no hizo bien las cosas.
Yo la miro, y creo sinceramente que Emilce sí perdonó, pero no por la tranquilidad
del olvido, que podría ser su consecuencia, sino como una estrategia propia del
alma que ha sufrido, como el acto reflejo de muchos barranqueños frente a sus
tragedias, así no lo sepan a ciencia cierta.
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