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La viuda de Palomino y Las bellezas que espantan penas. Por: Carlos Alberto Durán Sánchez * Emilce estaba mirando el humedal desde el patio de su casa, cuando el atardecer, que se presagiaba lluvioso, se llenó con el ruido de una motocicleta. No se le hizo extraña la visita del vecino hasta ver la expresión adusta y severa en su rostro, propia de las malas noticias. No fue sino hasta que el recién llegado le dijo que debía contarle algo que había pasado, cuando recordó la premonición onírica que había sido tema de conversación esa mañana temprano con su marido. ¿Mataron a Palomino? La pregunta fue al mismo tiempo la respuesta diáfana que le llegó a su mente y que, sin rodeos, le soltó el vecino, quien probablemente tenía preparadas algunas frases con preámbulos e insinuaciones antes de dar la noticia. Esa tarde, apenas le aseguraron la tragedia, los hermosos ojos color panela clara de Emilce se cerraron para buscar dentro de su mente todas las posibles causas del asesinato. Sin embargo, todas nacían inseparables de una cavilación principal. * * * La tubería que transportaba combustible no había sido invitada a entrar en los barrios populares de Barrancabermeja. Estaba allí como si fuera parte del paisaje. Los kilómetros de metros metálicos que conducían miles de galones de gasolina, diesel y gas pasaban bordeando las casas y no solo servían para ser usados por los niños como improvisados trampolines. También suministraban, como si se tratara del mismo aire, una posibilidad para vivir y morir. Tampoco las viviendas fueron invitadas a ser construidas junto al poliducto. Muchos barrios en las comunas de Barrancabermeja tuvieron como origen la invasión de tierras suburbanas que fueron ocupadas a medida que la población crecía y * Carlos Alberto Durán Sánchez nació en Bucaramanga en 1971. Comunicador Social Periodista y Especialista en Dirección de Empresas de la UNAB. Magíster en Historia de la UIS y candidato a PhD. en Ciencia Política de la Universidad del Zulia, Docente UCC Barrancabermeja, UDI Bucaramanga. Artículo publicado en: Refinando Silbido y otras crónicas de Ecopetrol y Barrancabermeja. Editorial Aguilar, Bogotá 2012. ISBN:978-958-758-363-2

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La viuda de Palomino y Las bellezas que espantan penas.

Por: Carlos Alberto Durán Sánchez *

Emilce estaba mirando el humedal desde el patio de su casa, cuando el atardecer, que

se presagiaba lluvioso, se llenó con el ruido de una motocicleta. No se le hizo extraña la

visita del vecino hasta ver la expresión adusta y severa en su rostro, propia de las malas

noticias. No fue sino hasta que el recién llegado le dijo que debía contarle algo que había

pasado, cuando recordó la premonición onírica que había sido tema de conversación esa

mañana temprano con su marido.

—¿Mataron a Palomino?

La pregunta fue al mismo tiempo la respuesta diáfana que le llegó a su mente y que,

sin rodeos, le soltó el vecino, quien probablemente tenía preparadas algunas frases con

preámbulos e insinuaciones antes de dar la noticia. Esa tarde, apenas le aseguraron la

tragedia, los hermosos ojos color panela clara de Emilce se cerraron para buscar dentro de

su mente todas las posibles causas del asesinato. Sin embargo, todas nacían inseparables de

una cavilación principal.

* * *

La tubería que transportaba combustible no había sido invitada a entrar en los barrios

populares de Barrancabermeja. Estaba allí como si fuera parte del paisaje. Los kilómetros

de metros metálicos que conducían miles de galones de gasolina, diesel y gas pasaban

bordeando las casas y no solo servían para ser usados por los niños como improvisados

trampolines. También suministraban, como si se tratara del mismo aire, una posibilidad

para vivir y morir. Tampoco las viviendas fueron invitadas a ser construidas junto al

poliducto. Muchos barrios en las comunas de Barrancabermeja tuvieron como origen la

invasión de tierras suburbanas que fueron ocupadas a medida que la población crecía y

* Carlos Alberto Durán Sánchez nació en Bucaramanga en 1971. Comunicador Social – Periodista y

Especialista en Dirección de Empresas de la UNAB. Magíster en Historia de la UIS y candidato a PhD. en

Ciencia Política de la Universidad del Zulia, Docente UCC Barrancabermeja, UDI Bucaramanga. Artículo

publicado en: Refinando Silbido y otras crónicas de Ecopetrol y Barrancabermeja. Editorial

Aguilar, Bogotá 2012. ISBN:978-958-758-363-2

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que la ciudad se convertía en receptora de desplazados, de familias campesinas, de

desempleados en busca de oportunidades en la industria petrolera, de obreros, de

delincuentes, de integrantes de grupos armados ilegales, de pescadores de atarraya y chin-

chorro, y de los que pescaban en río revuelto; junto a numerosos grupos de niños y niñas

que corrían por estas calles de Dios, descalzos, desnudos y con el destino a merced del

Espíritu Santo y no del Gobierno. Para 1998, el 63% de las viviendas en la ciudad

continuaban en situación de subnormalidad, construidas en zonas que amortiguaban las

crecientes del río Magdalena y que arrebataban constantemente habitación a las ciénagas y

humedales adyacentes.

Esta misma aparición de barrios periféricos bajo la premisa de la lucha comunal, tejió

relaciones vecinales de solidaridad y comunicación, tanto económica como política, siendo

las promesas de provisión de servicios públicos y la legalización de las viviendas un

bastión para el clientelismo de concejales, líderes y partidos políticos. La ausencia del

Estado, la miseria y las carencias también hicieron germinar la oportunidad de robarse la

riqueza que pasaba a pocos metros, por las mismas puertas de la penuria. Aún hoy, las

relaciones personales que mantienen los habitantes de Barrancabermeja, muy alejadas de

las distancias prosémicas características de las grandes ciudades, se conjugan en un exceso

de confianza ante los desconocidos, marcando una diferencia notoria en el lenguaje

hablado. La primera vez que salí a la zona comercial de la ciudad y le pregunté a un

vendedor ambulante, un negro enorme y sonriente, acerca de la ubicación de un banco, me

sentí aturdido cuando me llamó varias veces «papito» mientras me daba las indicaciones.

Acostumbrarse a que una persona vecina, vista apenas una vez, salude con un «¿toes qué

compadre, todo bien?», o a que le hablen a uno de las cosas más personales en cualquier

fila, se vuelve una delicia que uno extraña cuando se aleja de las riberas del río Magdalena.

Precisamente, la construcción de redes sociales alrededor del hurto de combustible

fue un fenómeno participativo y comunal que lo formalizaba y asemejaba a cualquier

trabajo digno y justo. La práctica ilegal de instalar válvulas en la tubería que transportaba

gasolina fue durante muchos años la fuente de ingresos de muchas familias del sector

nororiental de la ciudad, para quienes la opulencia que invadía sus vidas y sus viviendas

nada más debía ser tomada como si se tratara de un servicio público gratuito hecho a la

medida de la pobreza. Algunas de esas familias todavía recuerdan a un hombre, casi una

leyenda, apodado Cabañas, quien a finales de los años 80 le dio a la guerrilla, recién llegada

desde las ciénagas adyacentes a posi- cionarse en los barrios orientales, la idea de lucrarse

robando combustibles. Incluso políticamente fue un subterfugio perfecto, ya que se

convirtió casi en la forma directa en que la población marginal cobraba para sí misma las

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regalías que el municipio le negaba en inversión social, por causas que iban desde la

corrupción hasta el abandono.

En Barrancabermeja la costumbre de llamar a los lugares por nombres imaginados es

más fuerte que cualquier intento de titularlos oficialmente. Un barranqueño —el gentilicio

correcto es barramejo, pero gusta menos quizá por la sonoridad despectiva que se asocia al

uso del sufijo ejo'— siempre seguirá llamando a la calle Cincuenta como la Diez, sin im-

portarle que la nomenclatura fuera cambiada hace muchos años; se niega a sustituir el

nombre de E1 Descabezado, para referirse al parque designado oficialmente como Camilo

Torres; y seguirá denominando «la esquina caliente» a un popular cruce de calles en el

barrio Primero de Mayo. Cuando se refiere a trabajar «adentro» o en «la empresa», el

barranqueño no tiene equívocos: se trata de Ecopetrol, y usará el novedoso verbo

«pimpinear» para significar una de las maneras de conseguir lo del mercado diario.

Sin embargo, iniciando el segundo decenio del siglo XXI, una costumbre territorial ha

cambiado notoriamente, y tiene que ver con el develo de fronteras para todos los

ciudadanos. Años atrás, la ciudad había sido dividida culturalmente, como en la canción

de Niche, «del puente para allá». Existieron dos zonas desarrolladas con enorme inequidad

a cada extremo del llamado puente elevado. Hacia un lindero se encontraban los mejores

barrios de la ciudad, el sector comercial y las zonas donde habitaban los trabajadores con

mejores cargos vinculados a la industria petrolera; y hacia el otro, una región con una

bajísima presencia del Estado, cuya fuerza pública entraba en tanques y se enfrentaba con

ráfagas de fusil a las milicias guerrilleras, conformadas a inicios de los años 90 por unos

muchachos, casi niños, que vivían en medio de familias pobres.

* * *

Cuando veo a Emilce recordar, con sus ojos lagrimosos perdidos en el verdor del

humedal mientras hace el gesto de negar con la cabeza alargando el silencio,

ademán típico de las mamas que descubren una travesura, no puedo evitar sonreír

al imaginarme la cantaleta que tuvo que aguantar Palomino la noche en que sus

peligrosas andanzas fueron descubiertas. La perorata, más que un reclamo o riña

entre esposos, fue más bien la arenga que acorta el camino desde la observación al

ruego solícito, pasando por el consejo irrefutable.

Emilce recuerda el día en que se dio cuenta de que él anclaba con «esa gente», o

«esas bellezas», eufemismos con los que prefiere llamar a los miembros de los

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paramilitares que andaban por el barrio y por toda la ciudad, dándoles la misma

categoría con la que una madre llamaría a las malas amistades de sus hijos.

Argemiro Palomino tenía un nombre y un apellido melódico e inolvidable.

También su cabellera rojiza, sus pecas atenuadas a fuerza de recibir muchos soles

de trabajo diario, su carácter festivo y el ser chupador de cerveza fría eran la

combinación para que fuera recordado fácilmente por vecinos y extraños. Pero

también era un ribereño machista y tozudo, que poco contaba con la opinión de su

esposa para las decisiones importantes.

—Una noche de diciembre había mandado razón con un vecino para que el pelao

le llevara la billetera a la esquina de arriba porque allá andaba con unos amigos.

Pero como el niño estaba ya con ganas de acostarse, decidí yo misma salir a

llevársela. Cuando llegué me sorprendió que estuviera reunido hablando y

riéndose con esa gente. Yo me dije: «Aquí hay algo raro», porque cuando vio que

era yo la que venía a llevarle el encargo, se puso serio y salió a recibirme

apartándose del grupo y me preguntó que por qué había ido hasta allá, si él había

mandado la razón de que quien debía ir era el niño, que cuando eso tenía unos

ocho años. Claro, no quería que me diera cuenta de que andaba con esas bellezas.

Palomino había nacido en El Banco y conocido a Emilce en Gamarra. Me imagino

que cuando la miró no le resultó difícil enamorarse de aquella trigueña de cuerpo

felino, ojos directos y dentadura perfecta, que, como empleada en una empresa

fluvial, bregaba con su existencia junto a una hija pequeña. Enamorados

recorrieron las riberas del río Magdalena y del Cauca, vivieron además en Puerto

Wilches y Gamarra, en Nechí y Caucasia, mientras Palomino trabajaba en la pesca

o como cadenero en algunas empresas fluviales o de topografía. Precisamente,

cuando decidieron establecerse en Barrancabermeja, ya habían visto una casa en

uno de los barrios de la Comuna 5 llamado Simón Bolívar, junto a Miraflores, bas-

tión de los paramilitares que por esos años le habían ganado a la guerrilla, a sangre

y fuego, un punto estratégico denominado La punta del palo, desde donde se

podían dominar el humedal y la zona nororiental.

La empresa que lo había llevado a Barrancabermeja le dio a Palomino la tarea de

vigilar un buque que estaba siendo reparado en Puerto Galán, a pocos kilómetros

del muelle, mientras le adjudicaba otro oficio. Su esposa nunca supo a ciencia

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cierta en qué momento fue abordado por los paramilitares para ofrecerle trabajo en

el llamado Cartel de la gasolina. Haciendo cálculos, Emilce piensa que fue solo

unos cuantos meses antes de su asesinato. Probablemente esa labor de celaduría le

aburrió, probablemente fue un habitante del barrio Miraflores del que se hizo

amigo, activo en el ala militar de las Auc, y conocido con el alias de Jacobo, quien

lo animó a ganarse un dinero extra sirviendo como encargado de pagarle a los

pimpineros y de llevar anotaciones sobre lo comprado y lo despachado.

Probablemente fue un prestamista del mismo barrio, quien lo alentó para que la

plata que habría de ganarse en el cartel fuera invertida en créditos cobrados gota a

gota. Probablemente esperaba reunir una plata para montar un negocio. No

obstante, cualquiera de las causas que lo impulsaron a meterse en esa actividad, o

cualquiera de las cosas que Palomino hubiera pensado hacer con la plata, nunca las

compartió con Emilce.

Las marcas de una muerte agorera y los vestigios de premoniciones sutiles solo

empiezan a ligarse después de ocurridas las tragedias. Si nada hubiese ocurrido,

seguramente las palabras que Palomino le dijo a su mujer la noche anterior a su

asesinato no hubieran tenido significado y bien podrían haber continuado en las

maletas del olvido como muchos eventos de la vida cotidiana. Esa noche, más

calurosa que de costumbre, una especie de tubo largo metálico que trancaba la

ventana del cuarto de la pareja, y que al mismo tiempo servía de sostén a la pared,

se desprendió y cayó sobre la cama, alarmado a Palomino que entre broma y susto

culpó a Emilce del suceso.

—Oiga mija: ¿Usted es que me quiete matar con esa tranca? Mire que si estoy ahí

acostado me da en la cabeza..., me dijo como presintiendo la muerte. Yo le

respondí que por qué me decía eso, que si era que estaba loco, o qué le pasaba.

Pero el presagio mas fuerte lo tuvo ella. Al otro día, en la mañana de ese domingp,

Emilce le contó a su marido que, en la madrugada, había soñado que se moría

alguien de su familia, pero no podía recordar quién era, y mientras desayunaban

casi sin hablar, recuerda que se sintió un poco triste. Casi a las nueve, Argemiro

Palomino dijo que tenía algo que hacer y se fue de la casa sin despedirse. Fue la

última vez que ella lo vio vivo.

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Cuando tenía los ojos a punto de despacharse en lágrimas, Emilce me miró,

suspiró hondo y sonrió diciendo, mientras volvía su vista hacia el patio con una

mirada que consideré perdida.

—Mire qué belleza.

Me sorprendieron esas palabras. Pensé que a su memoria había llegado un

recuerdo alegre en medio de la tragedia evocada a la fuerza por mis preguntas, y

me quedé callado, esperando a que continuara con sus ideas. No entendí el

fundamento de sus ojos lacrimosos, ahora matizados con tamaña sonrisa, hasta

que dijo:

—¿No trajo una cámara?

Entonces, también giré mi cabeza para descubrir lo que sus ojos miraban, y vi una

hilera de cinco toches perfectamente alineados en el muro del patio que daba al

humedal. Parecían un ejército con uniforme negro y capuchas amarillas.

Hermosos, como los placeres ocultos. Pensé que esta señora que admiraba aquellos

pájaros era capaz de seguir adelante ante cualquier adversidad, porque lograba

hacer fundidos rápidos de las tragedias para enfocarse nuevamente en algo

positivo y novedoso. Ocuparse de vivir, de admirar o de sufrir los detalles de la

existencia se convirtió en uno de sus mejores remedios contra los malos recuerdos,

se tomó en una forma de torcerle el cuello a las penas. Esos pájaros sí que eran

unas bellezas.

Sin embargo, a pesar de su capacidad certera de adaptación, de su afianzamiento

para no perder la calma, lo que siguió fue muy difícil. Su trasegar de viuda la llevó

a recorrer las ardientes calles de Barrancabermeja, a romperse el lomo con lavadas

ajenas, a planchar ropa de patrones disímiles, a cocinar de mercados ajenos para

paladares mundanos, a hacer cubanas refrescantes que vendía en las tiendas de los

barrios aledaños, a rumiar la vida sin las ganas de saber por qué habían matado a

su marido. Tal vez si no hubiera existido la Ley de Justicia y Paz en Colombia

Emilce nunca se habría enterado de que el crimen fue cometido por envidias y

vendettas entre seres ambiciosos, ni que su muerte habría de desencadenar otra

serie de asesinatos.

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No habría sabido, por ejemplo, que una vez las guerrillas fueron replegadas del

casco urbano, el negocio de robar gasolina cambió. De hecho, fueron los grupos

subversivos quienes se financiaron de esa manera peculiar y alentaron la práctica.

Cobraban un impuesto a quienes explotaban el tubo cada veinte metros, de tal

forma que prácticamente les 'arrendaron a los encargados de succionar la gasolina

de los hechimbres, nombre con el que se conocían los lugares donde se instalaban

las válvulas. En 1999 cada uno de estos pequeños tramos de tubería podría llegar a

tener más de diez personas extrayendo combustible. Para los pobladores era una

ocupación. Los jóvenes, los padres, las amas de casa, incluso los niños en edad

escolar, desayunaban y se iban a trabajar por tumos. Un jefe guerrillero encargado

de cobrar el «impuesto de guerra», como lo llamaban, lograba obtener unos dos

millones de pesos mensuales por persona, y si en el tramo trabajaban quince

personas, al mes tendrían que reportar 30 millones. Esa ganancia ilegal era

abultadísima y debía ser enviada a los comandantes. Pero claro, en estos negocios

indebidos, con un control poco adecuado y con frecuentes rencillas entre los

actores, los robos de los dineros recaudados eran enormes, y las retaliaciones entre

la misma guerrilla por el hurto de combustible también fueron mayúsculas. Los

asesinatos diarios entre los mismos guerrilleros fueron comunes durante esos años.

Las malas cuentas y los robos entre los miembros de los grupos ilegales no

cambiaron con el dominio del paramilitarismo en la ciudad, así como tampoco

hubo un cambio significativo en el control de las autoridades sobre válvulas y

tubos. Rodrigo Pérez Alzate, alias Julián Bolívar, quien fuera el comandante del

Bloque Central Bolívar (BCB) y estratega de la incursión paramilitar en la ciudad,

relató que cuando sus hombres hicieron presencia en los barrios colindantes con el

oleoducto, los tubos ya tenían poco espacio para abrirles más huecos.

—Nosotros llegamos a comunas y a barrios donde el tubo parecía una flauta. Eran

mangueras por todas partes. Desconectaban las entradas del agua de las casas y les

ponían una manguera para que de la llave saliera gasolina. Eso es increíble, pero

eso lo vivimos nosotros. Los colchones los ponían encima de las pimpinas de

gasolina, eso era una bomba de tiempo.

No obstante, el cambio significativo tuvo que ver con la organización lucrativa que

montaron los paramilitares. De los impuestos a los que robaban la gasolina, y la

poca participación en la comercialización que tenían los grupos guerrilleros, las

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Auc pasaron a organizar todo el andamiaje de una empresa criminal, toda vez que

detectaron que las mayores utilidades estaban en la reventa. Entonces organizaron

un grupo que se encargaba de comprarles directamente a los habitantes las

pimpinas llenas. Fue una especie de franquicia que, con el tiempo, al establecer los

precios y las condiciones, llegaría a llamarse certeramente El cartel de la gasolina.

A pesar de ser una empresa ilegal no era objeto de deslegitimación social por parte

de la mayoría de los barranqueños pobres. La supervivencia de la economía

familiar, el acceso a un nuevo televisor, pagar lo fiado en la tienda o tener dinero

para las cervezas del fin de semana era más importante que el cambio político de

los dominantes. Por ello la mudanza del grupo que controlaba no representó sino

el traumatismo inicial debido a la nueva estructura. De hecho, cuando en el año

2001 las Auc desplazaron casi en su totalidad a la guerrilla, los llamados carteleros,

que se encargaban de venderles las pimpinas a los miembros de la organización,

empezaron una puja de precios en la que, cada vez, quedaba menos plata porque

el combustible hurtado era mucho. Entonces la clave fue vender más.

Este control social de dependencia económica significó mayores beneficios para

una cantidad enorme de la población. Desde los pescadores que «tanqueaban» los

motores de sus canoas hasta las empresas transportadoras de todo el país, que

esperaban llegar hasta las estaciones de servicio ubicadas en la troncal del

Magdalena Medio para abastecerse de combustible barato, pasando por los

trabajadores corrientes del puerto que se unían al negocio con el ánimo de hacer

dinero extra. Este fue el caso de Palomino.

—La deserción escolar en Barrancabermeja era altísima. Un niño no iba a estudiar

porque se iba a pimpinear y se ganaba 40 mil pesos. El 90% de las estaciones de

servicio de la troncal del Magdalena Medio han recibido combustible hurtado y yo

no puedo creer que esto era desconocido por parte de las autoridades. En una

estación de servicio se veían filas de camiones de hasta dos o tres cuadras

esperando para tanquear. No la estaban vendiendo al precio normal, pues si hacían

la cola y esperaban cuarenta minutos era porque el precio tenía que ser muy

inferior —comentaba Julián Bolívar.

El frente de las Auc llamado Fidel Castaño operó en Barrancabermeja cuando

ocurrió la organización del cartel, y estuvo al mando de Guillermo Hurtado

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Moreno, alias Setenta. Y la organización del hurto del combustible quedó a cargo

de Argemiro Nuñez Aroca, alias Harold. Como toda organización criminal,

aceptaron antiguos miembros de grupos enemigos, siempre y cuando mostraran

una lealtad irrestricta, que en caso de ser revaluada se pagaba con la vida. Los

ejemplos sobran, especialmente si se trataba del hurto del combustible: Sergio

García, el hombre conocido como Cabanas, quien se inició con las guerrillas

taladrando la tubería y poniendo válvulas, a la llegada de los paramilitares no

vaciló en traicionar a sus antiguos aliados, a quienes incluso les llegó a robar el

contenido de tres muías de gasolina, y pasó a formar parte del cartel que recién se

reiniciaba. Finalmente terminó asesinado el 8 de enero del año 2002 por el mismo

comandante Setenta, junto a Arnulfo Arias, alias El burro, acusado de comercializar

combustible en varios tractocamiones de su propiedad sin reportar los dineros.

A finales del año 2001, con la reunificación que hiciera Julián Bolívar de los frentes

que operaron en el Magdalena Medio y Santander, Oscar Leonardo Montealegre,

alias Piraña, fue enviado a fiscalizar la parte financiera del Cartel de la gasolina.

Las primeras pesquisas dieron cuenta de nuevos robos por parte de los

encargados, e igualmente nuevas muertes. No obstante, las acusaciones y envidias

iban y venían entre los miembros.

Según las confesiones de los paramilitares, la mano derecha del comandante Harold

en el cartel de la gasolina en los años 2001 y 2002 fue un antiguo carnicero

conocido con el alias de Onofre. Debido a sus informaciones fue asesinado alias

Cabañas y junto a dos de sus colaboradores cercanos, conocidos como Tatareto y

Mondacón, cometieron algunos crímenes sin autorización del comandante del

frente. Uno de estos homicidios fue el de Argemiro Palomino, ejecutado por un

hombre conocido bajo el alias de Javier El lechero, quien era allegado y trabajaba con

él en el hechimbre. Al parecer, las causas tuvieron que ver con la negativa del

marido de Emilce a participar de los faltantes en las cuentas reportadas a los jefes.

Onofre y Tatareto ordenaron y ejecutaron su asesinato el 29 de mayo del año 2002,

aproximadamente a las 8:30 de la mañana, en un lugar cercano a la ciudad

conocido como Cuatro Bocas.

Seis meses después, el 17 de noviembre del año 2002, caería asesinado Onofre luego

de que Setenta ordenara castigarle así sus constantes desfalcos al cartel. Pero antes

de ser secuestrado en el barrio La Esperanza, para después caer ultimado a tiros

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por Jacobo, Onofre debió cumplir una última orden: citar a Esteban de Jesús

Sampaio, alias Tatareto, y a Jhon Jairo Yañez, alias Mondacón, para que su

desobediencia fuera cobrada de la misma manera atroz. Efectivamente, los sicarios

de las Auc los balearon cerca a un restaurante conocido con el nombre de Bonanza,

situado a la entrada de Barrancabermeja, el 20 de noviembre del mismo año. El

lechero también había sido ultimado a bala poco tiempo atrás por los pistoleros

paramilitares.

* * *

Los toches duraron casi cinco minutos en el muro mientras los admirábamos en

silencio. Uno de ellos incluso llegó a cantar, pero el fundido del mal recuerdo fue

tan eficaz que cuando se fueron, Emilce se levantó sonriendo de la silla para

echarles arroz y esperar su regreso. Entonces me contó lo difícil que era perdonar,

que una desgracia era penosa de sepultar, y que la venganza nunca trae felicidad.

—Mire no más esta historia: El año pasado mataron a un tipo que estaba

tomándose unas cervezas en un restaurante. Eso pasó en un momento en que se

fue la luz. Dicen que ese señor había sido de los paracos y que una vez, hace

muchos años, por allá en una finca, mató a toda la familia de un niño que

sobrevivió. Resulta que ese niño creció y se vino a buscarlo acá a Barranca hasta

que lo encontró. Dicen que lo había seguido y conocía de sus pasos. Esa noche

aprovechó y le disparó, y dizque antes le dijo que él era el niño al que le había

matado la familia. Yo no sé qué pasó con ese pelao, pero si lo cogieron o lo están

buscando va a termina la vida en la cárcel; entonces, ¿n o va a poder tener una

familia? ¿Era más importante matar a ese señor que conseguir un trabajo o

estudiar? Yo creo que aprender a vivir también es ser capaz uno de decirle que no

a las cosas malas.

Para las víctimas de un crimen es tremendamente lacerante soportar los

comentarios que aseguran que la muerte de su ser querido fue ocasionada por

«deber algo». De esta manera, al parecer, ciertas personas, vecinos y conocidos se

creen con la garantía de estar a salvo por el hecho de no andar en los mismos

«malos pasos» del difunto. Decir que lo mataron porque «seguro debía algo», tuvo

en la muerte de Palomino tanto de cierto como de simplista y cruel. Solo una

esposa como Emilce sabe la lucha interna que significó tratar de convencerlo día

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tras día, noche tras noche, de que se saliera de eso, de que dejaran todo, se fueran

lejos y desaparecieran un día de la ciudad. Anhelaba vivir en Caucasia porque le

había gustado el pueblo, y pensaba que se podían ganar la vida de muchas

maneras. Pero, a La viuda de Palomino, como conocen ahora a Emilce, el tiempo y la

guerra le negaron el cumplimiento de sus anhelos.

* * *

El organigrama del Cartel de la gasolina pasaba ciertamente por el nivel de

confianza que debían tener entre sus encargados, en especial de la persona más

cercana al comandante; pero la desorganización del negocio permitía que hubiera

un lucro adicional, algo así como un nivel de corrupción entre ladrones.

Wilfred Martínez, alias Gavilán, pistolero y antiguo miembro de las Auc, quien está

postulado a la Ley de Justicia y Paz, comentaba que ser miembro del Cartel

garantizaba conseguir plata rápidamente.

—Tenían una nómina, les pagaban su sueldo, aparte de lo que barbachaban. El

cartel era el que abría el hueco, el que iba a estar pendiente de recoger la plata de

los que llenaban. Ahí había mucha envidia y mucho palanqueo. Un cartelero al

principio andaba en una cicla, a los pocos días ya tenía una moto» a los tres o

cuatro meses de estar dentro del cartel ya los veía uno, mejor dicho... Setenta les

decía: «Roben, pero roben poquito».

El hurto de combustible fue más que un fenómeno social del que se aprovecharon

los actores del conflicto armado. En los barrios nororientales, como Boston, Pozo

Siete, Pablo Acuña, Antonio Nariño, San Martín y Danubio, en los años 2001 y

2002, se llegaron a contar hasta diez válvulas permanentes para hurtar

combustible. En estos años de expansión del cartel, las válvulas pudieron llegar a

producir cifras cercanas a los 250 millones de pesos diarios en ganancias. Sin este

lucro no hubiera sido posible la expansión y el afianzamiento del fenómeno

paramilitar en el Magdalena Medio. Este dinero alcanzaba para pagar a los

encargados de los hechimbres, a los miembros directos del Cartel; para repartir los

sobornos a las autoridades, e igualmente sobraba para financiar el ala militar, es

decir, a los patrulleros de la ciudad y de las zonas rurales. Era una actividad a la

que no podían renunciar y tampoco podían dejar de controlar adecuadamente.

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Piraña, luego del suicidio de Harold el 22 de diciembre del 2002, y del asesinato de

Setenta el mismo año, organizó mejor el despojo a Ecopetrol.

La vida cotidiana de la comunidad se canalizó incluso a través de un fondo común,

usando los dineros que producía el saqueo. Los encargados del cartel acordaron

que, de cada quince pimpinas, una se pagara a precio comercial a los carteleros, y

ese dinero era guardado y administrado por las Auc.

—A la población civil no le cobrábamos por el hurto. Por el contrario, nosotros les

comprábamos a las personas, y también teníamos un fondo entre los pimpineros,

entre los encargados de recoger las canecas, para las fórmulas médicas porque no

tenían con que pagar los medicamentos. Las droguerías nos daban un descuento

especial a nosotros.

La plata del fondo, que podía alcanzar los 20 millones de pesos mensuales,

también era administrada para pagar entierros de algunos habitantes carentes de

recursos, para remodelar parques e incluso para financiar proyectos productivos

piscícolas. La población se vinculó tanto al hurto de combustible, que este se hizo

indispensable para la supervivencia.

Edgar Omar Bustos, un periodista que por aquellos años trasegó por

Barrancabermeja, contaba que cuando la Policía los llevaba a cubrir la incautación

de válvulas ilegales en los barrios nororientales, la gente la emprendía contra los

comunicadores a piedra e insultos. «Lo que para Ecopetrol y las autoridades era un

triunfo de las leyes, para los habitantes que se lucraban del ilícito era una desgracia

y nos culpaban a los periodistas de engrandecer estas acciones».

El frente Fidel Castaño y el Bloque Central Bolívar se desmovilizaron el 31 de

enero del 2006 en La Granja, corregimiento Buena Vista, municipio de Santa Rosa,

Bolívar, con 2.519 miembros y la entrega de 1.094 armas. El Cartel de la gasolina

quedó en manos de nuevas estructuras delincuenciales, pero el establecimiento del

Grupo de Operaciones Especiales de Hidrocarburos (GOESH) de la Policía, y las

acciones que tomó Ecopetrol, como marcar el combustible y recubrir con concreto

la tubería que pasaba por los barrios, junto con herramientas jurídicas tales como la

extinción de dominio, la no excarcelación del delito y la penalización mínima de

tres años, lograron reducir considerablemente el hurto. De la cifra record de 10.000

barriles por día, que se llegaron a robar en el mes de julio del año 2002, es decir el

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6,% de lo transportado en los oleoductos, se pasó a los 900 barriles por día en el

año 2006.

* * *

Las noches de Emilce son ahora más tranquilas. Ya no lava ropa ajena, ni plancha,

ni sufre solucionando los rencores escondidos en el fondo de su alma. El dinero

recibido por la llamada reparación administrativa que el gobierno le dio como

víctima, le sirvió para reformar un poco su casa y hacerla más habitable. Le alcanzó

para enchapar la cocina con unos azulejos azules, pero no para terminar el muro

del patio, de donde hace poco se le escapó una «condenada» tortuga, y a donde

vienen los toches a hacerla sonreír. Sigue haciendo sus cubanas refrescantes y

vendiéndolas en el barrio, pero le faltan muchas cosas. Ella no sabe de leyes,

aunque sí sabe de necesidades. Quiere que Alvaro, su hijo, estudie en una

universidad; quiere ayudar a su papá, quien vive con ella, a sobrellevar mejor la

artritis; y quiere ayudar a su hija mayor y a su pequeña bebé. Lo único que no

quiere es que su hijo indague mucho sobre lo que le pasó al papá, no quiere que en

el muchacho germinen venganzas sino esperanzas.

Cuando le insisto por el rencor que siente, me reitera que casi no es capaz de llegar

a perdonar. Y es quizá la única vez que dudo de que sea cierto. Hace tiempo me

contó cómo conoció a la mamá de Javier El lechero, el mismo que asesinó a

Palomino. La señora había venido algunos meses después, precisamente al sepelio

de su hijo. Me contó que desde lejos y en silencio la vio llorar. En silencio vio

también su dolor de madre y se acordó de una frase, casi un eslogan de la

Asociación Femenina Popular, una ONG que asesora mujeres en Barrancabermeja:

«No parimos hijos para la guerra».

—A mi me dio pesar verla, porque uno también es mamá, y uno trata de que los

hijos siempre anden en buenos pasos, y cuando eso no pasa, pues uno siente como

que no hizo bien las cosas.

Yo la miro, y creo sinceramente que Emilce sí perdonó, pero no por la tranquilidad

del olvido, que podría ser su consecuencia, sino como una estrategia propia del

alma que ha sufrido, como el acto reflejo de muchos barranqueños frente a sus

tragedias, así no lo sepan a ciencia cierta.

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