la reconstrucciÓn de la experiencia en la filosofia de
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LA RECONSTRUCCIÓN DE LA EXPERIENCIA EN LA
FILOSOFIA DE JOHN DEWEY
Trabajo de grado presentado por JULIÁN EDUARDO SANDOVAL BRAVO,
bajo la dirección del profesor DIEGO ANTONIO PINEDA,
como requisito parcial para optar al título de Licenciado en Filosofía.
PONTIFICIA UNIVERSIDAD JAVERIANA
Facultad de Filosofía Bogotá,
Marzo 3 de 2011
Una de las mayores satisfacciones que he experimentado en estos últimos años,
como Jefe del Departamento de Filosofía de Columbia University, ha sido la de
observar entre mis alumnos el número siempre creciente de estudiantes
hispanoamericanos. Desde hace tiempo he tenido la firme convicción de que si se
estrecharan más íntimamente las relaciones intelectuales entre mi país y los países
hermanos situados al sur, los resultados serían de provecho para ambas partes.
Nuestras diferencias mismas de raza y de tradiciones históricas se combinan con la
igualdad de nuestras tendencias sociales e ideales políticos para mostrarnos, muy a las
claras, lo que los unos de los otros tenemos que aprender. De ahí que siempre he
sentido un profundo placer cada vez que, en mi carácter de profesor, se me ha brindado
la oportunidad de tratar directamente a los estudiantes de la América latina que acuden
a mis clases.
Esta "Nota del autor" fue escrita expresamente por John Dewey para ser
publicada en la traducción de su obra de 1910 How We Think que llevó a cabo el
argentino A. A. Jascalevich, su alumno en la Universidad de Columbia. Esta traducción
al castellano se publicó bajo el título de Psicología del pensamiento (Boston, D.C.
Health and Co. 1917).
ÍNDICE
INTRODUCCIÓN 1
1. UNA MIRADA A LA NOCIÓN TRADICIONAL DE EXPERIENCIA DESDE LA
PERSPECTIVA DE JOHN DEWEY 7
1.1 La necesidad de reconstruir la filosofía 11
1.2 La revolución darwiniana 16
1.3 El germen de la noción deweyana de experiencia 23
1.4 La experiencia en la tradición filosófica 27
2. LA CONCEPCIÓN DE EXPERIENCIA EN JOHN DEWEY 34
2.1 La crítica a la noción clásica de experiencia 38
2.2 La noción empirista de experiencia 49
2.3 Hacia una experiencia experimental 53
2.4 Experiencia y pensamiento reflexivo 56
3. IMPLICACIONES Y CONSECUENCIAS EDUCATIVAS 63
3.1 La Escuela-Laboratorio de John Dewey 68
3.2 La educación como reconstrucción reflexiva de la experiencia 73
3.2.1 La educación como transmisión y necesidad social 74
3.2.2 Educación como crecimiento 78
3.3 Hacia una teoría general de la experiencia educativa 82
3.3.1 La crítica de Dewey a la Educación Tradicional 83
3.3.2 La crítica de Dewey a la Educación Progresiva 86
3.4 Los criterios o principios de la experiencia educativa 90
3.4.1 El principio de continuidad 91
3.4.2 El principio de interacción 98
CONCLUSIONES 105
BIBLIOGRAFIA 109
1
INTRODUCCIÓN
En el presente trabajo de grado me propongo examinar el significado de uno de
los conceptos primordiales en la filosofía de John Dewey: el de experiencia. Buena parte
de sus planteamientos sobre pedagogía, estética, política y psicología se articulan en
torno a una constante reflexión sobre la manera de entender este concepto, a la luz de los
nuevos descubrimientos científicos y la tradición filosófica occidental. En efecto, la
noción deweyana de la experiencia se construye en gran parte desde el diálogo con la
lógica experimental de las ciencias naturales y surge como una crítica a las nociones
tradicionales que han tenido distintos autores y escuelas a lo largo de la historia de la
filosofía occidental. De allí que no sea posible entender lo que Dewey entiende por
experiencia sin hacer mención de estos dos elementos fundamentales: la constante
interlocución con las ciencias experimentales y la crítica a la tradición filosófica. El
estudio sobre la manera en que Dewey entiende este concepto implica, a su vez, analizar
el lugar central que ocupa en sus reflexiones. Su filosofía, de fuerte talante empírico,
pero profundamente crítica de los planteamientos empiristas, permite entender, tal como
lo plantea Darnell Rucker en el prólogo a los Ensayos sobre el nuevo empirismo del
tercer volumen de The Middle Works of John Dewey, que buena parte de los argumentos
en los que se apoya su propuesta filosófica se sustentan en una nueva noción de
experiencia. En ese sentido, no es posible entender en detalle los planteamientos
filosóficos de Dewey si no se comprende previamente el significado y el lugar que
ocupa la experiencia en sus reflexiones. De la misma forma, los alcances e implicaciones
que a nivel pedagógico se desprenden de sus planteamientos pueden entenderse mejor si
se ubica el problema de la experiencia como un elemento cardinal y articulador en la
filosofía de John Dewey.
A nivel personal, la lectura de las obras filosóficas y pedagógicas de John Dewey
ha sido determinante a la hora de definir mis propias reflexiones en torno a diversos
campos de intereses como el proceso histórico de construcción de la nación colombiana,
2
los estudios culturales poscoloniales y el trabajo transdisciplinario que se promueve
desde la creación de semilleros y grupos de investigación en la Universidad Javeriana a
través del Instituto Pensar. Sin embargo, su influencia ha sido especialmente
significativa en torno a mis propias inquietudes sobre el problema educativo. De hecho,
el acercamiento a la obra de Dewey -a través del seminario sobre el texto Como
pensamos: la relación entre pensamiento reflexivo y proceso educativo dictado por el
profesor Diego Pineda; y el curso sobre filosofía de la educación dirigido por la
profesora Cristina Conforti, que comenzó con la lectura atenta del texto Democracia y
educación-, fue fundamental para revalidar y corroborar la afortunada decisión de
reorientar mi carrera profesional por el camino pedagógico. Las reflexiones de Dewey
sobre la educación como un asunto público, no como un asunto particular de los teóricos
especialistas de la educación; la relación estrecha que existe entre la filosofía y la
pedagogía; la filosofía entendida desde una perspectiva temporal y espacial, como un
fenómeno histórico que se origina a partir de las características peculiares de un pueblo,
un lugar, una cultura en concreto y cuya función es ante todo instrumental, se
convirtieron en temas centrales que definieron en gran parte mis propios intereses
intelectuales.
En ese sentido, existe también una motivación vital para elaborar el presente
trabajo de investigación, pues sintetiza buena parte de mis propias reflexiones, que, en
los últimos años de mi carrera, giraron en torno a la figura de John Dewey y el lugar
central en que ubica la reflexión sobre la educación en la construcción de una sociedad
democrática. Desde esta perspectiva, decidí buscar un tema que me permitiera aunar
tanto los distintos aspectos de la filosofía de John Dewey, que consideraba relevantes en
virtud de su aporte al campo educativo, como ciertos elementos característicos del así
llamado pragmatismo que sustentaban esa confianza radical en el nuevo rumbo por el
que debía encaminarse la labor intelectual de la filosofía.
Asimismo, buscaba aportar al creciente pero aún incipiente interés en los temas
de la filosofía norteamericana dentro de los ámbitos universitarios del país. En la
3
Universidad Javeriana, por ejemplo, existen seis tesis de pregrado y de doctorado
elaboradas entre el 2000 y el 2008 cuyos temas de investigación giran
fundamentalmente en torno a problemas educativos relevantes en la filosofía de John
Dewey como el pensamiento reflexivo, el aprendizaje inteligente y conceptos tales como
libertad e interés. La lectura de distintas obras de Dewey, tanto en los seminarios
dedicados a su pensamiento como en la cátedra de autor, así como la consulta de los
mencionados trabajos de grado elaborados en la Universidad, me condujeron a descubrir
el lugar central que ocupa la experiencia en el pensamiento de Dewey.
El pensamiento de Dewey es, hoy por hoy, protagonista en las reflexiones de
filósofos norteamericanos contemporáneos quienes, como Hilary Putnam y Richard
Rorty, por citar los más representativos, buscan desacralizar y deconstruir un lenguaje
filosófico tradicional cuyas categorías y conceptos anquilosados se muestran
insuficientes para responder a las inquietudes del mundo contemporáneo. Un mundo en
el que la filosofía ya no se impone como una perspectiva privilegiada del saber y que le
exige replantear su lugar y función en la construcción de la vida social. Un mundo que
exige de la filosofía una reflexión más concreta en torno a las preocupaciones efectivas
del hombre común y corriente. Un mundo donde la filosofía ya no se considera esa
especie de tribunal de la cultura encargado de evaluar validez de las pretensiones de
conocimiento de la ciencia y la legitimidad de la ética, el arte y la religión. Desde esta
perspectiva, el lenguaje filosófico se considera como uno más entre muchos otros, sin
ningún tipo de acceso privilegiado a verdades esenciales y supraempíricas. De allí que la
filosofía deba entrar en un diálogo constructivo con otras disciplinas sin pretensiones
soberbias de evaluar, como juez único del conocimiento verdadero, los fundamentos
sobre los que se sustentan sus planteamientos específicos. Se trata, en últimas, de apartar
la filosofía de ese círculo excesivamente académico de argumentaciones enrevesadas y
nociones abstractas aisladas del mundo concreto, para reconstruir su función y su lugar
en el mundo de lo real.
4
En efecto, tal como lo plantea Richard Rorty en su texto Consecuencias del
pragmatismo: “Esta tesis socrática, platónica y aristotélica [Todo tiene que ser
inteligible para ser bello] encarnaba desde la óptica de James y Dewey, la funesta
tentativa de conceder mayor importancia a nuestra relación con lo no-humano que a
nuestras relaciones con los demás seres humanos” (Rorty, 1996, pág. 12). Así pues, un
tema de investigación que busca entender en detalle un concepto fundamental en la
filosofía de John Dewey puede ofrecer nuevos campos de reflexión sobre las inquietudes
contemporáneas en torno al significado mismo de la naturaleza de la filosofía en un
mundo que cree no necesitar de sus especulaciones. No se trata de refugiarse en el
cómodo e impoluto mundo de la especulación abstracta, sino de repensar el papel activo
que puede desempeñar la filosofía en la construcción de una mejor sociedad, donde el
conocimiento que circula en la academia sea entendido en términos de “proyectos
participativos encaminados a desarrollar concepciones que fomenten la felicidad general
por medio de mejoras tecnológicas o de costumbres sociales más tolerantes y
magnánimas” (Rorty, 1996, pág. 13).
La primera parte de la presente investigación pretende introducir el tema través
de una mirada a la noción tradicional de experiencia desde la perspectiva filosófica de
John Dewey. Estudiaremos cómo la resignificación de la experiencia no consiste en una
tarea aislada sino, por el contrario, contenida dentro de un trabajo crítico más amplio
sobre la reconstrucción de la misma filosofía, que busca reubicar su labor reflexiva y su
campo de acción en un mundo definido en gran parte por el avance progresivo de las
ciencias. Desde esta perspectiva hablaremos del impacto de la biología darwiniana en la
comprensión del mundo y, por ende, en la manera de entender la experiencia. Asimismo
mencionaremos brevemente cómo se ha entendido la experiencia en la tradición
filosófica. En el segundo capítulo, nos centraremos en exponer con detalle la concepción
de experiencia en John Dewey construida a partir de ciertos puntos centrales de su
crítica a la manera en que la tradición filosófica ha entendido este concepto. Con estos
elementos, estudiaremos la propuesta deweyana de entender la experiencia desde una
5
perspectiva experimental que restablezca la estrecha relación originaria entre el mundo
de la naturaleza y el mundo del conocimiento humano. Para finalizar, en el tercer
capítulo, estudiaremos las implicaciones educativas que se desprenden de la
reelaboración del concepto de experiencia, tarea inevitable en un trabajo de
investigación que rastrea la formulación de un concepto reconstruido desde la
perspectiva filosófica de John Dewey.
Aunque todas las obras de John Dewey han sido publicadas en su lengua original
y compiladas en los treinta y siete volúmenes de los Collected Works of John Dewey
(Carbondale, Southern Illinois University Press, 1967-1992) que contienen las ya
clásicas series The Early Works of John Dewey (1882-1898), The Middle Works of John
Dewey (1899-1924) y The Later Works of John Dewey (1925-1953), en la medida de lo
posible, citaré sus textos de las versiones existentes en español. El creciente interés en la
filosofía de Dewey, promovido por la obra de importantes filósofos norteamericanos
contemporáneos como Richard Rorty, Richard Bernstein y Hilary Putnam, ha permitido
que algunos de sus textos principales hayan sido ya traducidos al castellano y
ampliamente difundidos en Latinoamérica. Hay traducciones emblemáticas como las del
pedagogo Lorenzo Luzuriaga y el emigrante español radicado en México José Gaos,
quien tradujo cuatro obras principales de Dewey para, en sus propias palabras, ofrecer
nuevas perspectivas de reflexión a la filosofía latinoamericana.
Sin embargo, y dado que una buena parte de los escritos de John Dewey
(especialmente artículos, conferencias y ensayos) aún no han sido traducidos al
castellano, para efectos de la presente investigación, me valdré, en ocasiones, tanto de
traducciones propias como de las elaboradas por Diego Antonio Pineda, Profesor
Asociado de la Facultad de Filosofía de la Pontificia Universidad Javeriana. Agradezco
su autorización para reproducir extractos de ellas en el presente trabajo de grado.
6
Por otro lado, no haré ningún tipo de distinciones históricas en el pensamiento de
Dewey. Si bien usaré de manera indistinta textos de su incipiente carrera intelectual al
igual que escritos de sus últimos años, donde alcanza un alto grado de madurez y lucidez
filosófica, el propósito fundamental de la presente investigación es rastrear el significado
de un concepto y el lugar que éste ocupa en sus reflexiones filosóficas. De ahí que no
haga precisiones que busquen clasificar el pensamiento de Dewey en categorías
históricas. Opto por presentar el problema de la experiencia como un elemento
fundamental en su desarrollo intelectual y presente en toda su obra desde sus tempranos
ensayos psicológicos hasta sus últimos escritos sobre educación, pues en cada texto se
pueden rastrear distintos aspectos descriptivos de su noción de experiencia y nuevas
interpretaciones sobre su significado. Vale la pena aclarar que Dewey nunca da una
definición precisa sobre lo que entiende por experiencia, por lo cual me centraré en
exponer los rasgos más sobresalientes y los aspectos fundamentales de su noción
particular sobre el mismo concepto. Espero que el presente trabajo de grado contribuya
de algún modo a recuperar el interés académico por la obra de John Dewey. Su
perspectiva filosófica es más que relevante hoy en día, cuando se promueve en el ámbito
universitario la inter y transdisciplinariedad, el trabajo investigativo y la reflexión sobre
problemas socioculturales ubicados en un contexto histórico específico. Agradezco a
todas las personas que me acompañaron a lo largo de mi formación académica y, de
manera especial, en la elaboración del presente escrito. En él confluyen buena parte de
mis más profundos intereses intelectuales que, a su vez, marcan un derrotero por el cual
conducir mis propias reflexiones de aquí en adelante.
7
CAPÍTULO 1
UNA MIRADA A LA NOCIÓN TRADICIONAL DE EXPERIENCIA
DESDE LA PERSPECTIVA DE JOHN DEWEY
John Dewey es ampliamente conocido como uno de los principales
representantes del llamado pragmatismo norteamericano1. Simpatizante de los
planteamientos de William James y Charles Sanders Peirce, adoptó un punto de vista
similar a sus antecesores a la hora de examinar problemas tales como el conocimiento, la
apreciación estética, la constitución de una sociedad democrática y, especialmente, la
educación. Si bien la obra de John Dewey no consiste en un sólido cuerpo sistemático de
doctrinas y teorías completamente coherentes entre sí, él mismo denominó su postura
filosófica en su libro de 1925 Experiencia y naturaleza como naturalismo empírico,
empirismo naturalista y humanismo naturalista (Dewey, 1948, pág. 3). Estas
definiciones subrayan el elemento empírico particular y característico de los así
llamados filósofos pragmatistas. En efecto, el pragmatismo busca restituir el campo de
lo práctico, entendido como las diversas formas de la experiencia real y concreta, en el
proceso del conocimiento. En otras palabras, busca recuperar la continuidad original
entre el mundo de la naturaleza y el mundo del hombre, relación normalmente escindida
en la historia de la filosofía occidental.
Si bien lo que a finales del siglo XIX surgía en Norteamérica no era, en sentido
estricto, una sólida y estructurada corriente de pensamiento inspirada a partir de los
escritos de William James sobre psicología y Charles Sanders Peirce sobre lógica, el
1 Existen fuertes críticas a la formulación del pragmatismo como movimiento filosófico unitario o escuela
de pensamiento, en tanto las discrepancias conceptuales y filosóficas de sus más distinguidos
representantes, son evidentes en buena parte de sus escritos y planteamientos particulares. No existe un
conjunto sólido y coherente de tesis que definan de manera clara lo que significa el pragmatismo y que
permitan entenderlo como una teoría o un sistema filosófico claramente definido. Sin embargo, para
efectos de la presente investigación, usaré el término para señalar rasgos y problemas comunes que pueden
definirse como característicos de cierto grupo de intelectuales norteamericanos, entre los que se encuentra
John Dewey, cuya obra se desarrolló entre finales del siglo XIX y la segunda mitad del siglo XX. Con ello
pretendo evitar la discusión sobre la pertinencia del concepto para categorizar el pensamiento de cada
autor en particular. Sobre este punto, ver Faerna, 1996, págs. 1-37.
8
pragmatismo puede entenderse como la propuesta de un método o una actitud para
enfrentarse a los problemas tradicionales de la filosofía2. Este, a grandes rasgos, consiste
en interpretar todo juicio acerca de la realidad y valor de la vida por sus consecuencias
prácticas. Se trata de examinar el resultado de esas ideas, esto es, sus efectos y
consecuencias efectivas en la vida concreta del individuo. Con el nombre de
pragmatismo se categoriza la obra de ciertos autores que, con algunas diferencias,
comparten esta idea metodológica fundamental. A pesar de ello, el pragmatismo se
reconoce normalmente como la expresión más genuina y original del pensamiento
filosófico en Norteamérica.
Aunque es interesante estudiar el pragmatismo desde una perspectiva histórica,
como el fiel reflejo de una sociedad en pleno proceso de industrialización y construcción
de nación, la presente investigación obviará una contextualización introductoria sobre
los principales acontecimientos y protagonistas de la ascensión de Estados Unidos como
potencia mundial en relación con la formulación de los planteamientos pragmatistas,
para entrar de lleno a estudiar los planteamientos filosóficos y pedagógicos de Dewey,
en donde se evidencia esa profunda preocupación por los problemas sociales y las
inquietudes vitales del ciudadano norteamericano3.
2 “Sigue existiendo un interés por la filosofía de Peirce, James, Dewey, Mead y C.I Lewis. Pero no puede
afirmarse que el pragmatismo, como movimiento filosófico o como cuerpo de ideas […], siga vivo hoy.
Sin embargo, sí se puede decir que tuvo éxito en su reacción crítica ante el clima filosófico decimonónico
del que emergió: ayudó a perfilar la moderna concepción de la filosofía como una forma de investigar
problemas y de clarificar la comunicación, antes que como un sistema fijo de respuestas últimas y de
grandes verdades. Y al alterar de este modo el escenario filosófico, algunas de las aportaciones positivas
sugeridas por él quedaron diseminadas en la vida intelectual de nuestros días como prácticas hasta tal
punto dadas por sentadas que ya no precisan que se llame la atención sobre ellas. Pragmáticamente, esto es
todo lo que un pragmatista habría podido desear.” Thayer, 1981, pág. 416 citado en Faerna, 1996, págs. 5-
6. 3 Si bien este punto no lo trataré en la presente investigación, vale la pena señalar el excelente estudio que
hace John Childs en su libro Pragmatismo y educación sobre los antecedentes históricos y culturales del
pragmatismo como una manifestación de la cultura americana. La experiencia de las fronteras del pueblo
americano, la agilidad de la vida social, la construcción de un sistema de instituciones civiles y religiosas
y la vida de la América pionera son algunos de los aspectos que el autor toma en consideración para
entender los elementos socioculturales del pueblo norteamericano que tendieron a fomentar el carácter y
modo de pensar pragmático. Cfr. Childs, 1956, pág. 27.
9
Siguiendo la idea de que la filosofía no debe ser una búsqueda de realidades
últimas, sino un modo de investigación de carácter intelectual que dé respuesta a los
problemas vitales de un individuo y una sociedad en concreto, Dewey plantea cómo las
implicaciones problemáticas que trae consigo la revolución industrial y los continuos
avances de la ciencia deben ser los principales temas de la reflexión filosófica en el
mundo actual. Una reflexión que debe tener en cuenta la revaloración de sus propios
métodos, de sus propias preguntas y, especialmente, del sentido y utilidad de sus
conceptos tradicionales para dar respuesta a las inquietudes vitales de un mundo que ha
sufrido transformaciones radicales por el desarrollo industrial, el avance científico y la fe
en la democracia como el mejor modelo de organización sociopolítica.
El presente capítulo busca analizar, desde la propia perspectiva de Dewey, cómo
se había entendido hasta entonces la noción de experiencia, con el fin de hacer más clara
la diferencia entre la visión tradicional de la experiencia y los presupuestos esenciales de
la filosofía de la experiencia de John Dewey. Para ello es necesario ubicar la labor de
redefinición del concepto emprendida por el filósofo norteamericano dentro de una
perspectiva más amplia como es la de reconstrucción de la filosofía, nombre que da
Dewey a la dirección en que la filosofía puede avanzar luego de la revolución producida
por la nueva ciencia en la configuración e interpretación del mundo.
A partir de un estudio introductorio sobre las tareas fundamentales en las que
debe ocuparse la filosofía en un mundo completamente transformado por los avances y
descubrimientos de la ciencia, analizaremos el impacto que el método científico ha
originado en la comprensión del mundo y, por ende, en la concepción de la experiencia.
Para ello analizaremos un escrito de John Dewey publicado en 1920 bajo el nombre La
reconstrucción de la filosofía, que recoge una serie de conferencias dictadas por Dewey
en Tokio, en la Universidad Imperial de Japón, durante los meses de Febrero y Marzo de
1919. La introducción original que sería reelaborada por su autor en 1949, tres años
antes de su muerte, constituye un texto clave para entender la preocupación fundamental
y el eje central de las reflexiones de Dewey: las preguntas principales de la filosofía
10
surgen de los problemas vitales de la sociedad en donde ésta surge. Desde esta
perspectiva, la filosofía debe ser entendida como un fenómeno histórico que se despliega
en el tiempo, que debe estar constantemente en un proceso permanente de
reconstrucción que le permita dar respuesta a las inevitables transformaciones de un
mundo en continuo crecimiento. Se entiende pues cómo la función de la filosofía no es
el descubrimiento de una verdad suprasensible, sino la creación y elaboración de nuevos
significados que permitan comprender el mundo actual. De allí que las categorías y
herramientas heredadas de la tradición para que la humanidad encare y enfrente los
desafíos del presente deben estar en un proceso constante de revisión sobre su eficacia y
utilidad. Este proceso se muestra mucho más apremiante en un contexto como el actual,
donde la revolución producida por la aplicación del método científico ha trastocado y
transformado por completo los marcos tradicionales de explicación tanto de los
fenómenos naturales como del comportamiento humano.
Asimismo analizaremos dos escritos que nos permiten profundizar en ese aspecto
fundamental del pensamiento de John Dewey, a saber, el talante experimental y
naturalista en sus reflexiones, para entender el propósito de reconstruir un concepto
clave de la tradición filosófica como es la experiencia. Esa confianza en el método
científico y la lógica experimental de las ciencias empíricas para tratar los problemas
entendidos tradicionalmente como auténticamente humanos, constituye la esencia de su
postura filosófica. El primer texto es uno publicado en 1930 bajo el nombre Del
absolutismo al experimentalismo, que normalmente se considera una especie de
autobiografía intelectual de Dewey, en el que reconoce la influencia determinante de
ciertas personas y situaciones en el desarrollo de su propuesta filosófica. Entre ellos,
además de Hegel, Dewey reconoce los trabajos en psicología de William James como
“un factor filosófico específico que entró en mi pensamiento para darle una nueva
dirección y cualidad” (Dewey, 1991, pág. 10). El segundo texto, titulado La influencia
del darwinismo en la filosofía y publicado en 1909, considera el tipo de
transformaciones que a nivel filosófico genera la lógica experimental propuesta por
11
Charles Darwin en El origen de las especies, específicamente la manera en que las
concepciones filosóficas tradicionales abordan problemas tales como la ética, el
conocimiento y la naturaleza del hombre. Estudiaremos también uno de los primeros
textos de Dewey sobre psicología titulado El concepto de arco reflejo en psicología para
exponer el germen de buena parte de sus reflexiones filosóficas en torno al significado
de la experiencia. Para finalizar, haremos un análisis histórico sobre el concepto de
experiencia en la tradición filosófica para, desde allí, entender por qué, para Dewey, las
definiciones clásicas no son suficientes y exigen una reconstrucción o una
resignificación radical de este concepto. Estos textos en conjunto nos darán una visión
general del carácter filosófico de la obra de John Dewey y nos permitirán situar la
reconstrucción de la experiencia como un elemento central y definitorio de sus trabajos
en psicología, política, filosofía estética y pedagogía.
1.1 La necesidad de reconstruir la filosofía
Las condiciones institucionales dentro de las cuales se produce (la moral)
y que son las que determinan sus consecuencias humanas,
no han sido todavía objeto de ninguna investigación
seria y sistemática que merezca el calificativo de científica
(Dewey, 1964a, págs. 48-49)
En 1920, Dewey escribe uno de sus libros más ambiciosos, titulado La
reconstrucción de la filosofía, en el que intenta responder a una pregunta fundamental
¿qué queda del mundo heredado de valores morales frente al predominio total de la
metodología científica? En efecto, los primeros años del siglo XX se caracterizan por
una febril actividad de descubrimientos científicos, herencia de la revolución científica
del siglo XVII, que desembocarían en un sinnúmero de nuevas teorías sobre la
naturaleza del mundo, el conocimiento, las leyes de la mecánica, la percepción del
espacio y el tiempo, entre otras. Este acelerado progreso del conocimiento humano y el
dominio tecnológico cada vez más sofisticado sobre la naturaleza, no podía generar otra
12
cosa que optimismo sobre el desarrollo y el avance progresivo de la humanidad, que
dejaba atrás la barbarie de tiempos pasados.
La confianza en el desarrollo científico para lograr la paz y la concordia entre los
pueblos a través del progreso en las ciencias sufrió un fuerte sobresalto con la Primera y
Segunda Guerra Mundiales, cuando el avance científico comenzó a ser culpabilizado por
las atrocidades cometidas en tales conflictos bélicos. La crisis de la post-guerra
encontraba su causa en los efectos del avance científico cuyos descubrimientos se habían
puesto al servicio bélico y al desarrollo de armas con un gran poder de devastación. Fue
el desarrollo de la bomba atómica, gracias a los avances en torno a la ruptura del núcleo
del átomo liderada por un eminente hombre de ciencia como lo era Robert
Oppneheimer, el paroxismo de las nefastas consecuencias que traía el desarrollo
científico. En este contexto, Dewey escribe una nueva introducción en 1948 de su texto
de La reconstrucción de la filosofía y anota, como postulado básico que:
“La tarea característica, los problemas y la materia de la filosofía surgen de las
presiones y reacciones que se originan en la vida de la comunidad misma en que surge
una filosofía determinada y, por tal razón, los problemas específicos de la filosofía
varían en consonancia con los cambios que se producen constantemente en la vida
humana, los que, en determinados momentos, dan lugar a una crisis y forman un recodo
en la historia de la humanidad” (Dewey, 1964a, págs. 25-26)
En ese sentido, y analizando el problema de quienes consideran el desarrollo
científico como la fuente de todas las calamidades humanas en un momento histórico de
zozobra y pesimismo, Dewey opta por entender la crisis del mundo de la post-guerra
desde otro punto de vista, más amplio y general, en tanto no se sitúa de manera
unilateral señalando los efectos nocivos que trae el desarrollo científico obviando los
innumerables beneficios que ese mismo desarrollo le ha traído a la humanidad. El
análisis de Dewey parte de un hecho evidente: hay un cambio radical en la visión del
mundo, gracias a los resultados obtenidos por el método científico en diversos campos
del conocimiento humano. Lo que resulta problemático es la amplitud y el alcance del
13
desarrollo científico en todos los aspectos de la vida humana: “han entrado en la
dirección de las cotidianas actividades de la vida ciertos procedimientos, materiales e
intereses que tienen su origen en los trabajos llevados a cabo por investigadores físicos
en esos talleres técnicos, relativamente apartados y lejanos, que se conocen con el
nombre de laboratorios.” (Dewey, 1964a, pág. 41)
La influencia de la ciencia, y en particular del método científico, es según
Dewey, innegable en todos los aspectos de la vida humana contemporánea: desde las
bellas artes hasta los problemas educativos. Por ello se comprende mejor el cambio tan
profundo y tan rápido que ha suscitado ese desarrollo en la manera de ver y pensar el
mundo pues el impacto de la ciencia moderna ha trastornado la aparente
imperturbabilidad de un orden institucional establecido con anterioridad al desarrollo del
nuevo método científico. Quienes alzan la voz alarmados por los efectos dañinos, y hasta
cierto punto indiscutibles, de la intrusión del conocimiento científico a la hora de tratar
gran parte de los campos de la vida humana se apoyan, según Dewey, en una premisa
fundamental: “que las viejas costumbres institucionales (…) proporcionan un criterio
adecuado, más aún, definitivo para juzgar el valor de las consecuencias que la
perturbadora entrada de la ciencia ha producido” (Dewey, 1964a, pág. 47)
De allí que una filosofía que se declare “pragmatista”, por hacer de los problemas
de un presente en continua e incesante transformación la materia prima de su reflexión
filosófica, deba necesariamente emprender una tarea de reconstrucción. La pregunta
inmediata es ¿reconstrucción de qué? Dewey responderá: “de la moral en que se
fundamentan las viejas costumbres institucionales” (Dewey, 1964a, pág. 46). En efecto,
lo moral no hace referencia a ningún tipo de Bien Supremo o norma ideal e inmutable en
virtud de la cual deba regirse la acción humana. Dewey entiende lo moral como un
hecho práctico, social y culturalmente establecido, que tiene que ver con las cuestiones
de lo justo y lo injusto, lo bueno y lo malo, y las teorías relativas a los fines, normas y
principios por los que nos debemos guiar cuando examinamos y juzgamos el actual
estado de cosas. Es el conocimiento físico, biológico e histórico el que, puesto en un
14
contexto humano, ilumina las actividades del hombre (Dewey, 1964b, pág. 269). De ahí
que una sociedad moderna, como la de comienzos del siglo XX, deba hacer un examen
crítico de esos hábitos formados en un período precientífico, pretecnológico,
preindustrial y predemocrático. De allí surgen los fines, las normas y los principios
inmutables, eternos y universalmente aplicables que se invocan de manera desesperada
cuando se quiere hacer frente a la perturbadora irrupción de la ciencia en los modos de
vida cotidianos de la humanidad.
Una filosofía que se autodenomine hija de su tiempo, y que haga de los
problemas presentes en el escenario de la actualidad su objeto preferente de reflexión
debe, entonces, partir del reconocimiento de un hecho evidente: los métodos y las
conclusiones científicas ya no permanecen encerradas dentro de un campo ajeno e
incomprensible llamado “ciencia”. La influencia del método científico es evidente en
buena parte de los aspectos esenciales de la vida humana. Especialmente en los físicos y
fisiológicos. Pero, como lo señala Dewey, no ha ido más allá cuando se trata de
considerar los temas e intereses más vitales del ser humano, las situaciones profunda y
totalmente humanas. En otras palabras, la ciencia parece no tener nada que decir cuando
se trata de pensar los asuntos concernientes a lo moral. Por consiguiente, la tarea
apremiante de la filosofía en un mundo donde predomina la tecnología científica es la
investigación moral que, tras un estudio profundo sobre las conexiones que tienen los
grandes sistemas filosóficos con las condiciones socioculturales en que fueron
planteados sus problemas, conduzca a establecer, con el rigor del método científico,
nuevos fines, nuevos principios, nuevos ideales a los cuales ligar los nuevos medios que
la nueva ciencia ha aportado para el desarrollo de la vida humana.
La reconstrucción, como tarea de la filosofía, debe partir entonces de una
investigación (y todo lo que ella implica a nivel científico) sobre la moral en que se
fundamentan los viejos prejuicios, las viejas tradiciones y las viejas costumbres
establecidas en una época previa a la aparición de la ciencia moderna. No se trata de una
tarea de “crítica deconstructiva” que ataque e intente destruir los sistemas filosóficos
15
erigidos en el pasado. Por el contrario, se trata de una labor eminentemente intelectual
que mediante los métodos de observación, experimentación y pensamiento reflexivo (los
mismos que han revolucionado en tan corto tiempo las condiciones físicas y fisiológicas
de la vida humana) desarrolle, forme y produzca nuevos instrumentos o categorías para
emprender una profunda investigación sobre la realidad moral del tiempo actual. Así, el
blanco de la crítica pragmatista de Dewey no serán los grandes sistemas filosóficos del
pasado que, en cuanto tales, se hallaban ligados a los problemas intelectuales de su
tiempo y lugar, sino la ineficacia de sus planteamientos en una situación humana
distinta.
En efecto, el progreso de la ciencia moderna puso en evidencia la casi habitual
división entre un mundo físico y un mundo moral en la tradición filosófica occidental.
Dualismos tales como mente/cuerpo, razón/espíritu, teoría/práctica, lo material/lo
espiritual se sustentaban en esa extraña organización jerárquica de la realidad humana
que la dividía en dos reinos: un reino de lo moral, de lo espiritual, cuya supremacía se
daba por sentado, porque en él se reconocía el mundo de lo característicamente humano,
de los intereses y preguntas más fundamentales; el otro reino, el reino de lo físico, de la
percepción sensorial determinado por la materialidad de la naturaleza era, por ende,
valorado como inferior dentro del espectro de los intereses humanos. El hombre aparecía
así escindido entre el reino superior de la contemplación cognoscitiva y el mundo
inferior de la manipulación artesanal.
Las tensiones y los innumerables problemas prácticos que trajo consigo este
extraño artificio intelectual se puso en evidencia cuando el desarrollo de la ciencia
moderna demostró esa ruptura que existe en la vida humana a causa de la
incompatibilidad entre ciertos modos de obrar que ponen de manifiesto la moral de una
época precientífica y los modos de obrar de una realidad actual determinada
profundamente por la ciencia moderna, que a pesar de sus avances, aún no se ha
desarrollado a plenitud. La investigación sobre los problemas, los intereses y las
finalidades del hombre en un mundo transformado por el método científico que ha
16
descubierto como las actitudes y conclusiones intelectuales ceden constantemente el
puesto a otras distintas y nuevas, aún no ha sido llevada a cabo, aunque sea este el
procedimiento habitual en todos los ámbitos de la ciencia natural. Dice Dewey: “No
solucionamos los problemas: los superamos. Las viejas cuestiones se resuelven porque
desaparecen, se evaporan, al tiempo que toman su lugar los problemas que corresponden
a las nuevas aspiraciones y preferencia” (Dewey, 2000a, pág. 60)
Para Dewey resulta imposible y extremadamente difícil a nivel práctico
“convertir a unos medios radicalmente nuevos en servidores de finalidades que fueron
señaladas cuando los medios de que disponía el hombre eran de clase muy distinta”
(Dewey, 2000a, pág. 61) Así, la tarea de reconstrucción de la filosofía, que no es otra
cosa que emplear los nuevos medios que proporciona el método científico para
desarrollar instrumentos y herramientas viables para la investigación en los hechos
humanos o morales, debe hacerse “sin censura y sin lamentaciones” tomando como
punto de partida el reconocimiento y la aceptación de la universalización y predominio
total del método científico en la realidad de la vida humana.
¿Cómo los avances de la ciencia natural han afectado el concepto clásico de la
experiencia? ¿Cómo el desarrollo del método científico ha transformado la relación entre
la experiencia y la razón? Estas preguntas las responderá Dewey a partir de los
desarrollos alcanzados por la psicología y la biología que han permitido una nueva
formulación sobre la naturaleza de la experiencia.
1.2 La revolución darwiniana
Las viejas ideas ceden terreno lentamente,
pues son algo más que formas lógicas abstractas y categorías:
son hábitos, predisposiciones, actitudes profundamente arraigadas
de aversión y preferencia (Dewey, 2000a, pág. 60)
17
Para Dewey, la revolución intelectual que provocó Charles Darwin con la
publicación en 1859 de El origen de las especies, donde consigna sus ideas principales
sobre la teoría de la evolución, fue el punto de quiebre definitivo que cambiaría la
manera de entender el mundo y la relación entre el hombre y la naturaleza. En efecto, la
superioridad de lo estable y lo definitivo que durante siglos fue el elemento
característico del conocimiento verdadero, se vendría abajo con la publicación del libro
de Darwin, en donde presentaba “como perecedero y con origen todo aquello que hasta
entonces era prototipo de estabilidad y perfección” (Dewey, 2000a, pág. 49). Aunque
Dewey reconoce que en la ciencia física de los siglos XVI y XVII se hallan los
gérmenes de la nueva actitud que se iba desarrollando con el avance del método
científico, gracias a los descubrimientos sobre las leyes de la mecánica, reconoce en
Darwin el golpe definitivo contra la concepción dualista clásica que reconocía una
discontinuidad radical entre el hombre y la naturaleza ubicándolos en dos “universos”
inconmensurables entre sí: lo moral y lo físico. La influencia de Galileo, si bien fue
evidente en los asuntos concernientes al universo mecánico, pues “significó un cambio
de lo cualitativo a lo cuantitativo o métrico; de lo heterogéneo a lo homogéneo; de las
formas intrínsecas a las relaciones; de las armonías estéticas a las fórmulas matemáticas;
del goce contemplativo a la manipulación activa y el control; del reposo al cambio; de
los objetos eternos a las secuencias temporales” (Dewey, 1952, pág. 82), dejó de lado los
asuntos profundamente humanos. Darwin, por su parte, extendió a la biología los
mismos criterios metodológicos que habían dado a la ciencia experimental de los siglos
pasados su poder. Universalizando el método científico, Darwin logró conquistar el
fenómeno de la vida, demostrando así la amplitud y la eficacia de un método de
investigación con alcances ilimitados.
Un aspecto característico de la filosofía pragmatista es el reconocimiento de la
importancia capital de la obra de Darwin por los efectos revolucionarios que ha
generado en la reflexión filosófica y sus puntos de vista tradicionales. Dewey expresa
esta convicción en su escrito de 1909 La influencia del darwinismo en la filosofía,
18
cuando declara que “(…) en el pensamiento contemporáneo el más poderoso disolvente
de preguntas viejas, el principal catalizador de nuevos métodos, nuevas intenciones,
nuevos problemas, es el que proviene de la revolución científica que alcanzó su clímax
en El origen de las especies” (Dewey, 2000a, pág. 60). Así, Dewey reconocía que la
perspectiva biológica evolutiva de Darwin transformaba el mundo de la reflexión
filosófica clásica, en varios puntos básicos (Childs, 1956, pág. 27).
En primer lugar, el concepto de evolución, cuya tesis fundamental es el
surgimiento y desaparición de las especies, implica pensar en la realidad no como un
sistema estático y cerrado sino, por el contrario, como un proceso dinámico de
transformación y de desarrollo. En ese sentido, un universo determinado por el progreso,
lo inseguro, lo indeterminado y lo inesperado son sus rasgos esenciales; un universo
donde el cambio es la regla y no la excepción.
Por otro lado, el principio de la evolución afecta a todos los seres y organismos
vivos por igual. Esto significa entender al hombre desde la perspectiva del desarrollo. Su
origen se explica desde la lógica evolutiva y no desde principios y razones religiosas que
intentan sostener un origen espiritual o sobrenatural del ser humano para legitimar la
tradicional superioridad del hombre sobre la naturaleza. Desde esta perspectiva, para
Dewey la idea de la evolución afectaba al ser humano en su conjunto. Es decir, la
evolución obligaba a pensar desde una nueva perspectiva el origen del ser humano en
tanto planteaba, entre otras cosas, el desarrollo físico de sus extremidades como
herramientas de adaptación al medio circundante para poder sobrevivir, como lo haría
cualquier otra especie. El mismo Darwin reconocía los efectos que traería su obra sobre
la concepción misma del hombre, al afirmar que desciende de una forma orgánica
inferior (Darwin, El origen del hombre, 1950, pág. 13). En ese sentido Dewey, quien
abjuraba de todo tipo de dualismos y posiciones antitéticas sobre el hombre y la
naturaleza, asume la posición evolutiva y todo lo que ello significa a la hora de entender
cómo los atributos mentales del hombre fueron surgiendo también de la simple actividad
biológica de otro tipo de formas orgánicas menos desarrolladas.
19
Esta perspectiva sobre el evolucionismo de Darwin fue determinante para la
formulación de nuevos enfoques en distintas disciplinas, como la psicología y sus
estudios experimentales sobre el desarrollo de la mente humana. En efecto, como
consecuencia del punto de vista evolucionista según el cual el hombre no presenta
diferencias absolutamente insalvables respecto de las otras especies animales, las nuevas
escuelas psicológicas, como el funcionalismo, subrayan el estudio de la mente desde un
enfoque funcional, esencialmente útil para la supervivencia del organismo humano. En
ese sentido, el ser humano genera hábitos y pautas de conducta que buscan lograr su
adaptación al medio circundante (Darwin, 1992, pág. 145).
Sin embargo la influencia de la teoría de Darwin se entiende a cabalidad cuando
se comprende, como lo hizo Dewey, que su importancia radica en haber conquistado
“los fenómenos de lo vivo, permitiendo así que la nueva lógica se aplique a la mente, la
moral y la vida” (Dewey, 2000a, pág. 54). En ese sentido, el desarrollo de la nueva
lógica que concluía con Darwin como el culmen de esa serie de reflexiones y
procedimientos científicos que habían transformado la comprensión del mundo desde el
siglo XVII, acababa de una vez por todas con la idea de la lógica del mundo clásico de
que la vida se explicaba en razón de alguna causa remota o razón final. Con Darwin se
daba el argumento final para concluir que mirar cara a cara los hechos mismos de la
experiencia constituía el método más efectivo para comprender el mundo en su totalidad
y asumir de manera responsable las capacidades intelectuales que la especie humana
había adquirido en su proceso evolutivo para acrecentar su supervivencia. El hábito
especulativo tan arraigado en la tradición filosófica de buscar justificación del mundo
real en lo trascendente, en lo remoto y en lo absoluto poco a poco fue demostrando su
futilidad. En palabras de Dewey:
“Aunque mil veces se demostrara dialécticamente que la vida en su conjunto está
regulada por un principio trascendente en la dirección de un último fin inclusivo, con
todo, la verdad y el error, la salud y la enfermedad, el bien y el mal, la esperanza y el
20
miedo, tal como se dan en lo concreto, seguirían siendo lo que son hoy y estando
precisamente donde ahora están” (Dewey, 2000a, pág. 59)
Este punto será fundamental en las formulaciones filosóficas de Dewey,
especialmente en la insistencia en la idea de que las consecuencias en la vida práctica de
los individuos debe ser el criterio decisivo para juzgar cualquier tipo de creencias,
teorías o conceptos. En palabras de Peirce, citado por Dewey “el contenido racional de
una palabra u otra expresión reside exclusivamente en sus implicaciones concebibles
sobre la conducta en la vida” (Dewey, 2000b, pág. 62). De esta manera el significado de
cualquier proposición, sea de tipo intelectual o moral, dependerá de la forma en que ésta
sea aplicable a la experiencia humana para generar mayores posibilidades de control y
comprensión sobre las situaciones y acontecimientos problemáticos: “Una creencia, ya
sea metafísica o científica, teórica o práctica, abstracta o concreta, puede verse como un
cierto tipo de hábito –una disposición a relacionar interpretativamente aspectos de la
experiencia– encaminado a producir el éxito de una eventual acción” (Faerna, 1996, pág.
53). Desde esta perspectiva, su valor verdadero no está dado de antemano ni supuesto
con anterioridad. Su validez depende de la eficacia que tenga respecto a su función
asignada. Toda idea se convierte así en un instrumento o herramienta útil para satisfacer
la necesidad de actuar del organismo humano. En palabras de Dewey, la lógica
darwiniana obliga a entender el conocimiento desde una perspectiva instrumental en
tanto su tarea se define como “[la proyección] de hipótesis sobre el modo de educar y
conducir la mente, individual y socialmente, y queda por ello sujeto a prueba según
funcionen en la práctica las ideas que propone” (Dewey, 2000a, pág. 59)
La observación, la experimentación y el razonamiento reflexivo, características
del método científico, han trasformado el mundo actual. El reconocimiento de esta
realidad evidente y notoria en la cotidianidad de la vida social se pone de relieve cuando
se comparan la actitud y las prácticas de la nueva ciencia con la idea de mundo
establecida en la época previa a la aparición de la ciencia moderna. Según Dewey, el
21
contraste entre estas dos visiones se sustenta en cuatro aspectos básicos (Dewey, 1964a,
págs. 120-125):
El mundo del conocimiento precientífico era un mundo cerrado, un mundo
constituido y limitado en su interior por ciertas formas fijas, y al exterior por
fronteras muy bien definidas. Por su parte, el mundo de la nueva ciencia es un
mundo abierto, un mundo que varía indefinidamente y al que no es posible
señalarle ni límites ni fronteras.
El mundo del conocimiento clásico era un mundo en que lo fijo y lo inmutable
eran de una calidad y una autoridad más elevada que aquello sometido al cambio
y a la alteración. De ahí que la actitud precientífica fuera contemplativa,
acogiendo el mundo tal y como se nos presenta, y no experimental, como es la
ciencia moderna que se caracteriza por la experimentación, variando las
condiciones en que se observan los objetos para descubrir las múltiples
correlaciones entre los cambios.
El mundo del conocimiento precientífico estaba constituido por objetos
completos y acabados, sustancias dotadas de cualidades perfectamente ordenados
y jerarquizados en un número limitado de clase, especie y género, sometidos a
reglas y lugares fijos que garantizan la armonía de un mundo perfecto en virtud
de su infinitud. Por su parte, el mundo del conocimiento científico es un mundo
constituido por datos, es decir, problemas que suscitan la investigación y que
deben ser objetos de reflexión e interpretación.
El mundo del conocimiento clásico se regía por la doctrina de las causas finales,
la cual pregonaba que todas las entidades naturales están ligadas a determinados
fines a los que tienden por fuerza y en virtud de su naturaleza. De esta manera, la
investigación y el conocimiento se hallaban circunscritos a un estrechísimo
campo de acción sujeto a unos fines preestablecidos que mantenían la armonía
22
del mundo conocido. Con el punto de vista mecánico que la ciencia moderna
ofrece sobre la naturaleza ésta es despojada de las determinaciones finalistas y
causas últimas, para someterse a las transformaciones y modificaciones que
generan la aplicación práctica de las fórmulas, herramientas y máquinas que crea
el método científico.
En síntesis, el desarrollo de la ciencia moderna ha cambiado nuestra visión del
mundo, al introducir en nuestras perspectivas: “las ideas de lo ilimitado de las
posibilidades, del progreso indefinido, del movimiento libre, de la igualdad de
oportunidades con independencia de límites fijos” (Dewey, 1964a, pág. 140). Hay a
nuestro alcance un sinnúmero de medios, de herramientas, de instrumentos mediante los
cuales es posible estudiar los fenómenos de la vida humana. El método científico, que es
el método de la observación, la formulación de hipótesis y la comprobación
experimental, ofrece un alcance tan profundo e ilimitado sobre la vida humana que la
filosofía no puede permanecer indiferente ante este hecho evidente. Parece exigir un
papel más eficaz que la simple renuencia a reconocer su influencia en los asuntos
morales, es decir profundamente humanos, del hombre cuando la hegemonía de la
ciencia en el mundo moderno hace inevitable pensar en aplicar los mismos
procedimientos de investigación a los asuntos sobre, por ejemplo, las normas que
regulan la conducta, la naturaleza del pensamiento o la cuestión de los valores. La
simple insinuación de esta posibilidad, que puede inferirse con total plausibilidad a partir
de los alcances del desarrollo progresivo del conocimiento humano, choca de inmediato
con todo un “bloque de prejuicios, tradiciones y costumbres institucionales que se
consolidaron y endurecieron en épocas precientíficas.” (Dewey, 1964a, pág. 50).
23
1.3 El germen de la noción deweyana de experiencia
En 1896 Dewey publica uno de sus primeros textos sobre psicología titulado El
concepto de arco reflejo en psicología. En este pequeño artículo muchos reconocen el
germen de las hasta ese momento incipientes ideas y conceptos filosóficos del joven
profesor que por entonces trabajaba en la Universidad de Chicago. En efecto, el texto
sobre el arco reflejo es, como bien lo dice Javier Sáenz Obregón en la introducción de
Experiencia y Educación traducida por Lorenzo Luzuriaga, una especie de manifiesto
funcionalista sustentado por la biología evolucionista de Charles Darwin y la psicología
pragmatista de William James, en el que cuestiona la concepción dualista tradicional de
alma y cuerpo todavía presente en la teoría psicológica del arco reflejo, la cual separa el
estímulo y la respuesta como una serie de existencias desconectadas que tienen que ser
ajustadas entre sí de alguna manera (Dewey, 2004, pág. 23).
La psicología durante todo el siglo XIX sostenía que la vida mental tenía su
origen en sensaciones recibidas separada y pasivamente que, gracias a las leyes de la
retentiva y la asociación, se acondicionaban formando un mosaico de imágenes,
percepciones y conceptos. Basaba sus planteamientos en una distinción irreductible entre
sensaciones, pensamientos y actos, ilustrada en el famoso ejemplo de James sobre el
niño que se quema la mano en la vela (James, 1989, pág. 25), que las concibe como
entidades separadas y completas en sí mismas: un estímulo (la sensación de luz) provoca
una respuesta (acercar la mano para cogerla), siendo la quemadura un estímulo para una
nueva respuesta que es la retirada inmediata de la mano que se acerca a la luz. Así, el
estímulo sensorial y la respuesta motora eran entendidos como distintas existencias
mentales y también como dos acontecimientos o experiencias diferentes. En ese sentido,
para Dewey está todavía presente un viejo dualismo entre estructuras y funciones
periféricas y centrales en la psicología. En efecto, esta psicología no interpreta la
naturaleza de las sensaciones, las ideas y las acciones a partir de su función sino que se
entienden desde una artificiosa distinción preconcebida y preformulada entre
24
sensaciones, pensamientos y actos donde: “el estímulo sensorial es una cosa, la actividad
central, que hace las veces de idea, es otra, y la descarga motora, que representa el acto
propiamente dicho, una tercera” (Dewey, 2000c, pág. 100).
Según Dewey, como resultado de esto, la teoría del arco reflejo, y su distinción
entre estímulo y respuesta, parece construirse sobre la idea clásica del viejo dualismo
entre cuerpo y alma. De ahí que dicha construcción teórica no sea una unidad
comprensiva y orgánica sobre lo que sucede realmente en la relación sensación/acción y
se convierta en un “centón de partes disjuntas, una conjunción mecánica de procesos
desagregados” (Dewey, 2000c, pág. 100). Para Dewey, aunque la psicología imperante
establece que la sensación de luz actúa como estímulo cuya respuesta es alcanzar la
mano y la quemadura resultante es un nuevo estímulo cuya respuesta inmediata es retirar
la mano, para Dewey lo que realmente ocurre es lo siguiente:
“¿Cómo podemos denominar propiamente eso que no es sensación-seguida-de-
idea-seguida-de-movimiento, sino que es, por así decir, el organismo mental del que
sensación, idea y movimiento constituyen los órganos principales? Visto desde el lado
fisiológico, el nombre idóneo para ese proceso más inclusivo sería el de coordinación.
(…) El análisis nos revela que empezamos, no con un estímulo sensorial, sino con una
coordinación sensorio-motora, la coordinación óptico-ocular, y que en cierto sentido es
el movimiento lo que es primario y la sensación secundaria, donde el movimiento de los
músculos del cuerpo, cabeza y ojos determina la cualidad de lo que se experimenta. En
otras palabras, el verdadero comienzo está en el acto de ver; es un mirar no una
sensación de luz” (Dewey, 2000c, pág. 101).
En ese sentido, tanto el estímulo como la respuesta son completamente
correlativos, si se entiende desde la perspectiva del circuito y no del arco, como lo
plantea la psicología clásica. No se trata de dos existencias mentales diferentes sino de
partes constitutivas de una misma coordinación y cuyo significado particular depende
del papel o la función que cumplen en la realización de dicha coordinación. En palabras
de Dewey:
25
“El estímulo es algo que hay que descubrir, que hay que desentrañar. (…) Tan
pronto como el estímulo queda adecuadamente determinado, entonces y solo entonces se
completa también la respuesta. El logro de cualquiera de ellos significa que la
coordinación se ha completado. Más aún, es la respuesta motora la que ayuda a
descubrir y constituir el estímulo. Es el mantener el movimiento hasta un determinado
estadio lo que crea la sensación, lo que la hace liberarse.” (Dewey, 2000c, pág. 112)
Como consecuencia de la teoría evolucionista y su doctrina de la supervivencia
de los más fuertes, las tesis principales que imperaban por entonces en la psicología se
transformarían radicalmente. En efecto, las investigaciones de William James -una de las
influencias intelectuales determinantes en el desarrollo del pensamiento deweyano-
sobre los puntos de vista evolucionistas, según los cuales el hombre no presenta
diferencias en absoluto insalvables respecto de las otras especies animales, llevarían a la
psicología a plantear un enfoque funcionalista en sus indagaciones para comprender
cómo las distintas propiedades y características de la mente facultan al individuo para el
desenvolvimiento en su entorno habitual. Lo mental comenzaba a definirse por la
función que cumple en relación con las necesidades de supervivencia del organismo,
como se infería a partir de los experimentos para medir la capacidad de los animales
para aprender y resolver problemas. Así, en contraposición con el enfoque estructuralista
que analizaba las actividades mentales en sus componentes y elementos más simples (las
sensaciones), para descubrir las leyes que gobernaban la combinación de estos
elementos y poder conectar esos componentes con sus condiciones fisiológicas, el
funcionalismo consideraba la mente y la conducta en su función adaptativa mediante la
cual el organismo puede alcanzar los fines de la supervivencia individual y de la especie.
Desde este punto de vista, las sensaciones no se definen por ninguna existencia
psíquica particular ni se consideran datos de información. Las sensaciones cumplen una
función específica, que es la de ser estímulos para la acción y así se convierten en “una
invitación y un estímulo para obrar de la manera debida. Un factor directivo en la
adaptación de la vida al medio circundante.” (Dewey, 1964a, pág. 153) Las sensaciones
26
no son entonces verdaderos elementos de conocimiento, pero no por considerarse un
método de conocimiento inferior, imperfecto o incompleto, sino por ser provocaciones y
estímulos para la reflexión y para la deducción que habrán de acabar en conocimiento.
Así, a partir de los postulados biológicos de Darwin y los planteamientos psicológicos
de James, Dewey reconoce que en todo lo que se manifiesta la vida hay un obrar: “La
persistencia de la vida estriba en que esta actividad sea continua y se amolde al medio.”
(Dewey, 1964a, pág. 151) Los seres vivos no se conforman con las circunstancias en las
que viven sino que, por el contrario, constantemente transforman los elementos del
medio en el que habitan buscando la supervivencia y la conservación de la vida. Ningún
organismo, desde las almejas y amebas hasta las formas más elevadas de la vida, espera
pasivo e inerte a que las fuerzas exteriores lo presionen y lo moldeen. Antes bien, actúa
sobre las cosas que lo rodean y, en consecuencia, esos cambios que produce en el medio
circundante reaccionan a su vez sobre él mismo y sobre sus actividades: “el ser viviente
padece, sufre, las consecuencias de su propio obrar” (Dewey, 1964a, pág. 152).
Así Dewey entiende la experiencia, en una incipiente definición sobre el
concepto en cuestión, como una íntima conexión entre el obrar y el sufrir o padecer. El
desarrollo de la ciencia moderna, marcado por la conquista darwiniana del fenómeno de
la vida, ha permitido situar la experiencia dentro del mismo proceso de vivir, superando
la idea de un supuesto atomismo de las sensaciones. En consecuencia, la necesidad de
una facultad sintética de la razón supraempírica destinada a establecer las conexiones
entre las sensaciones y la maquinaria kantiana y postkantiana de los conceptos a priori y
las categorías destinadas a sintetizar los materiales de la experiencia, se muestran, según
Dewey, obsoletas y prácticamente inútiles. Así, comienza a primar el sentido vital de la
experiencia sobre el significado puramente cognoscitivo que ha primado a lo largo de la
tradición filosófica.
Para entender en detalle la crítica que hace Dewey a la noción tradicional de
experiencia se hace necesario identificar en la tradición filosófica los rasgos comunes
que comparte este concepto en las distintas definiciones que se han propuesto a lo largo
27
de la historia de la filosofía. A partir de esta necesaria revisión de la tradición filosófica,
puede entenderse con mayor claridad la reconstrucción que hace Dewey sobre un
concepto que, como bien lo dice James, es una palabra de dos filos: ambigua, confusa y
contradictoria.
1.4 La experiencia en la tradición filosófica
Tradicionalmente la experiencia se ha entendido de diversos modos según el
autor y la escuela de pensamiento que haga de este concepto su objeto de reflexión. Sin
embargo, las diferentes acepciones que se han dado del término comparten ciertos rasgos
comunes sobre la naturaleza de la experiencia en relación con el conocimiento. Uno de
ellos es la desconfianza radical hacia lo artesanal, hacia lo práctico, hacia lo empírico,
como fuente de conocimiento verdadero. La escisión entre un reino superior de la
contemplación cognoscitiva de lo inmutable, de lo seguro, de lo ideal y un reino inferior
de la manipulación artesanal de lo que cambia, de lo contingente, de la experiencia
cotidiana ha determinado, según Dewey, buena parte de los problemas y las discusiones
filosóficas a lo largo de la historia, lo que genera un aspecto común a todas las teorías
del conocimiento: “lo conocido antecede al acto mental de su observación e
investigación y no resulta afectado por éste; de lo contrario no sería fijo e inmutable”
(Dewey, 1967, pág. 20).
Para Dewey, la filosofía moderna que hace de la epistemología el tema
primordial de sus reflexiones “ha absorbido el dogma estoico de la impasibilidad, de la
imperturbabilidad, de la absoluta imparcialidad, de la completa sujeción a una realidad
completa y prefabricada como un ideal profeso” (Dewey, 1977a, pág. 85). En efecto, las
diferentes escuelas de pensamiento que difieren entre sus definiciones de experiencia de
forma tan parecida a como lo hacen en sus concepciones del fin y método del
conocimiento, coinciden en su devoción por “la identificación de la realidad con algo
que se conecte de manera monopólica con el conocimiento impasible, las creencias
28
purgadas de cualquier tipo de referencia personal, origen y punto de vista” (Dewey,
1977a, pág. 86). Este menosprecio a la experiencia, traducido para Dewey en una
despreocupación hacia lo real, se hace evidente cuando se revisan las distintas
definiciones de experiencia que han marcado la tradición filosófica.
Siguiendo las definiciones consignadas de manera escueta por José Ferrater Mora
en su Diccionario de filosofía, podemos encontrar otros rasgos comunes en la noción
clásica del concepto de experiencia. Ésta puede entenderse desde una doble perspectiva:
1) la experiencia se refiere al registro, o a la confirmación, de datos empíricos o de
teorías y 2) la experiencia está en relación con el hecho de vivir, que se da con
anterioridad a toda reflexión o predicación (Mora, 1994). Nos centraremos en exponer
tres conceptos principales de experiencia que, según Dewey, han modelado el
pensamiento filosófico. El primero surge de la filosofía griega clásica y atraviesa toda la
historia de la filosofía de diversas maneras hasta el siglo XVII. El segundo es el
concepto empirista de experiencia, característico del siglo XVIII y de la filosofía de
comienzos del siglo XIX. Por último, el tercer concepto se desprende de los
planteamientos filosóficos de Kant y el idealismo alemán. Mientras exponemos los
puntos principales que sustentan la visión particular de cada corriente de pensamiento
sobre la experiencia, mencionaremos los aspectos positivos y negativos que Dewey
reconoce en cada una de ellas. Sobre este punto, me basaré en el estudio sobre el ensayo
de Dewey “Una investigación empírica sobre empirismos” consignado en el excelente
trabajo de Richard Bernstein sobre la obra de Dewey (Bernstein, 2010, págs. 83-94):
1. La distinción platónica entre mundo sensible y mundo inteligible equivale a la
distinción entre experiencia y razón. La experiencia aparece como conocimiento de
lo cambiante y es más opinión que conocimiento. No descuida la experiencia como
práctica necesaria para poder formular conceptos y alcanzar el reino de las ideas,
aunque la experiencia no tiene en ningún caso el carácter preciso e inteligible de
estas últimas. En efecto, para Platón la experiencia se refería a una clase de
29
experticia mecánica propia de un artesano. En ese sentido la experiencia significaba
la información acumulada sobre el pasado, transmitida a través del lenguaje y el
aprendizaje de artes y habilidades, y condensada en generalizaciones prácticas sobre
cómo hacer cierto tipo de cosas. En ese sentido, la experiencia consistía para Platón
en un tipo de conocimiento práctico constituido por datos empíricos que exige cierto
tipo de destrezas y habilidades aprendidas a través del hábito y la costumbre. De esta
manera, el mundo de la experiencia se diferenciaba radicalmente del mundo de las
ideas y el conocimiento verdadero, constituido por el conocimiento racional de la
naturaleza eterna de las cosas.
Para Aristóteles la experiencia queda mejor integrada dentro de la estructura del
conocimiento: es algo que poseen todos los seres vivos dotados de órganos
sensoriales en la medida en que, a partir de lo percibido y de las relaciones que
pueden establecer en ello, ordenan su acción futura. La experiencia surge de los
recuerdos, ya que la persistencia de las mismas impresiones va tejiendo la
experiencia. La experiencia es la aprehensión de lo singular, sin la cual no habría
posibilidad de ciencia. Solo la experiencia puede proporcionar los principios
pertenecientes a cada ciencia: hay que observar primero los fenómenos y ver luego
qué son, para proceder a las demostraciones. Sin embargo, aunque la experiencia es
un estadio necesario e imprescindible para alcanzar el conocimiento científico, no es
suficiente por sí mismo y no puede revelar la naturaleza de lo real.
Para Dewey, con Platón se iniciaba la tradición clásica de entender la experiencia
desde un sentido peyorativo y, con Aristóteles, la idea de comprenderla como un
asunto cognoscitivo. Sin embargo, reconocía la capacidad de los filósofos griegos
para comprender la naturaleza de la experiencia desde una perspectiva social que
señalaba el modo en que ésta se desarrolla y se transmite por medio del hábito y la
costumbre. Asimismo destacaba en el pensamiento aristotélico la idea de poner en
relación las funciones biológicas con las cognoscitivas. Para Dewey, “la visión
griega de la experiencia reflejó un robusto sentido del hombre como ser implicado en
30
un mundo natural y una sutil apreciación de interacción entre conocimiento y
acción” (Bernstein, 2010, pág. 88)
2. En la modernidad, Bacon considera que el vocablo experientia representa la
aprehensión de cosas singulares y, al mismo tiempo, una iluminación interior. Pero
lo que predominó durante los primeros siglos fue la noción de experiencia en cuanto
sensu oritur, es decir, originada en los sentidos. Bacon insiste en la necesidad de
atenerse a la experiencia no sólo como punto de partida para el conocimiento, sino
como su fundamento último. La mejor demostración consiste en la experiencia y
existen dos tipos posibles: la vulgar, que tiene lugar por accidente, o la buscada o
científica. Para Bacon, la ciencia se basa en la experimentación como experiencia
ordenada. Por otra parte, los racionalistas estiman que la experiencia representa un
acceso a la realidad confuso y mutilado, pues la experiencia es entendida como
experiencia vaga. Para Leibniz, por ejemplo, la experiencia solo da proposiciones
contingentes, pues las verdades eternas solamente pueden adquirirse por medio de la
razón.
Sin embargo, la protagonista de la crítica de Dewey será la noción de experiencia
de la tradición empirista, normalmente considerada la visión filosófica paradigmática
sobre el concepto en cuestión. Para Dewey, los empiristas consideran que la
experiencia se relaciona con la aprehensión intuitiva de cosas singulares, de
impresiones de los sentidos, y constituye la condición y el límite de todo
conocimiento merecedor de tal nombre. Así, la razón deja de ser considerada como
esa facultad única que permite conocer de forma directa la naturaleza esencial de lo
real. Para Locke, por ejemplo “muchas de las verdades reivindicadas en nombre de
la razón aparecían como dogmas disfrazados, confeccionados sobre la tradición y el
prejuicio, muchos de los cuales habían prosperado bajo la férula de la razón hasta
hacerse irracionales” (Bernstein, 2010, pág. 89). En la filosofía empirista, la
experiencia comienza a adquirir un significado más positivo, pues se reivindica el
poder del individuo y su capacidad de examinar la validez de todo tipo de
31
conocimiento sobre la realidad a través del contacto directo con la naturaleza, pues
las sensaciones son entendidas como el origen y la base del conocimiento sobre lo
real.
Para Dewey, el empirismo británico fue valioso y significativo en tanto
contribuyó a afirmar el lugar activo del individuo en el proceso del conocimiento y
revindicar, a nivel social, los derechos inalienables de toda persona. Destaca la idea
de la libertad del pensamiento a través de la crítica empirista a la influencia nociva
de ciertas tradiciones e instituciones para el cultivo de la individualidad. Sin
embargo, Dewey señala cómo el concepto empirista de experiencia tenía un
sinnúmero de contradicciones internas. Por ejemplo, aunque este concepto fue
desarrollado en el marco del avance de la ciencia experimental, el empirismo no
pudo dar cuenta de la nueva lógica científica en tanto consideraba al hombre como
un espectador pasivo que acumulaba y recibía la experiencia, mientras que el avance
de la ciencia subrayaba el valor de la actividad dirigida y regulada. Sin embargo,
Dewey rescata el valor crítico del empirismo pues reconoce que “su poder como
disolvente de la tradición y de la doctrina fue mucho mayor que su fuerza
constructiva” (Bernstein, 2010, pág. 91). Dewey también destaca la idea empirista
según la cual es la experiencia, y no cualquier tipo de realidad trascendente, la que
deber ser el tribunal final de toda reivindicación de conocimiento.
Aunque Dewey reconoce que el empirismo no fue capaz de desarrollar un teoría
de la experiencia que diera cuenta de la nueva lógica de la ciencia experimental, ya
que sus reflexiones se centraron en la construcción compleja y artificial de una teoría
sobre la naturaleza de la percepción sensible, admira su capacidad crítica y de
refutación de los prejuicios y dogmas tradicionales.
3. Por otra parte, Kant admite que la experiencia constituye el punto de partida del
conocimiento pero que éste no procede de ella, si bien no es posible conocer nada
que no se halle dentro de la experiencia posible. Los idealistas alemanes trataron el
tema apoyándose en Kant y estimaron que la tarea de la filosofía era dar razón de
32
toda experiencia o del fundamento de toda experiencia. Para Fichte, por ejemplo, el
filósofo puede abstraer o separar mediante la libertad del pensar lo unido en la
experiencia. En la experiencia están inseparablemente unidas la cosa, aquello por lo
que debe dirigirse el pensamiento, y la inteligencia, que es la que debe conocer. Si
abstrae de la primera obtiene una inteligencia en sí, abstraída de su relación con la
experiencia. Si abstrae de la segunda, obtiene una cosa en si, abstraída de que se
presente la experiencia. A lo primero se llama idealismo y a lo segundo dogmatismo.
Para Dewey, la figura de Hegel fue determinante para definir el carácter de su
pensamiento filosófico. En Del absolutismo al experimentalismo reconoce que la
idea hegeliana de síntesis fue determinante a la hora de rechazar cualquier tipo de
planteamiento que comprendiera la realidad como algo estático, formal y dualista:
“La síntesis hegeliana de sujeto y objeto, materia y espíritu, lo divino y lo
humano, no fue, sin embargo, una mera fórmula intelectual; operó como un inmenso
desahogo, como una liberación. El tratamiento hegeliano de la cultura humana, de
las instituciones y las artes, incluía la disolución misma de rígidas paredes divisorias
y tenía una especial atracción para mí.” (Dewey, 1991, pág. 7). De Hegel, Dewey
extrajo la idea de una relación orgánica entre sujeto y objeto, la idea de un principio
de unidad viviente y la idea de una interacción e interdependencia orgánica. Si bien
esa influencia inicial del organicismo hegeliano se subsumiría años después en la
perspectiva científica adoptada por Dewey, nunca negó ni ignoró que Hegel había
dejado un depósito permanente en su pensamiento.
Tras este breve y necesario recorrido histórico, podemos entender cómo las
distintas definiciones de experiencia comparten ciertos rasgos que serán el objeto de la
reflexión crítica de Dewey. En efecto, la comprensión clásica de la experiencia como un
modo de conocer algo inmediatamente, antes de todo juicio formulado sobre lo
aprehendido, es decir, como la aprehensión sensible de la realidad externa por lo común
33
antes de toda reflexión, se contrapone a la idea deweyana de la estrecha interrelación
orgánica entre la experiencia y la razón. Así, aunque cada una de estas teorías contiene
elementos importantes para entender la noción de experiencia, tienen también serias
contradicciones que Dewey pretende superar con la reconstrucción o resignificación de
ese mismo concepto.
Como veíamos, una primera definición explícita de la experiencia surge a partir
del estudio de la teoría del arco reflejo en psicología y del examen sobre la influencia de
la ciencia moderna en la manera de conocer y entender la naturaleza. Sin embargo, es en
su texto de 1917 La necesidad de una recuperación de la filosofía donde podemos
encontrar, por un lado, la exposición más completa y lúcida de su crítica a la noción
tradicional de la experiencia y, por el otro, los puntos básicos de la resignificación del
mismo concepto propuesta por Dewey. Allí Dewey encuentra cinco rasgos comunes en
las distintas acepciones que ha tenido el término en cuestión en la larga tradición
filosófica, pero su crítica se centrará especialmente en la reflexión filosófica que el
empirismo británico hace sobre la naturaleza de la experiencia. El análisis en detalle de
estos cinco puntos, esto es, los cinco contrastes entre su postura crítica frente a la
tradición filosófica y, por ende, los cinco puntos básicos de su propuesta reconstructiva,
será el punto de partida del segundo capítulo de la presente investigación. En él
intentaremos profundizar y establecer el significado de la noción de experiencia en la
filosofía de John Dewey.
34
Capítulo 2
LA CONCEPCIÓN DE EXPERIENCIA EN JOHN DEWEY
Una onza de experiencia es mejor que una tonelada de teoría
simplemente porque solo en la experiencia la teoría tiene significación
vital y comprobable (Dewey, 1998, pág. 128)
La experiencia es, para Dewey, el medio o instrumento por excelencia que le
permite al hombre investigar con detalle los fenómenos de la naturaleza. En este sentido,
la definición tradicional de experiencia que la entiende como todo aquello percibido por
los sentidos o todo aquello que nos sucede, como un asunto fundamentalmente
cognitivo, plagado de subjetividad y que hace referencia a un conjunto de situaciones
acontecidas en el pasado, no parece ser efectiva a la hora de entender esa conexión
estrecha entre pensamiento y acción que Dewey pretende reconstruir, animado por la
influencia de la filosofía pragmatista norteamericana. Es un tema que, tanto en Dewey
como en William James y Charles Sanders Peirce, es fundamental en sus reflexiones
filosóficas, psicológicas y lógicas. En efecto, el pragmatismo, que se construye en buena
parte como una crítica al empirismo británico, puede entenderse como una
resignificación o una reconstrucción más amplia de un concepto básico en los
planteamientos filosóficos de Locke y Hume como es el de experiencia.
¿Cómo concebir, desde la definición tradicional de la experiencia, la idea de
Dewey de que toda teoría es una hipótesis activa que debe ser demostrada por el tipo de
consecuencias a las que conduce en la vida real y efectiva? ¿Cómo conciliar la confianza
y el optimismo de Dewey en la metodología de las ciencias experimentales con la
desconfianza filosófica tradicional hacia la experiencia como fuente de conocimiento?
¿Cómo entender la teoría instrumental del conocimiento formulada por Dewey desde
una perspectiva que define la experiencia como opuesta y enemiga de la intelección
racional? Responder a estas inquietudes constituye la matriz del presente capítulo cuyo
propósito fundamental es entender en detalle qué entiende Dewey por experiencia.
35
El problema de la experiencia constituye un elemento central dentro del amplio
campo de intereses de la filosofía de John Dewey y es, a su vez, uno de los elementos
articuladores de sus trabajos en pedagogía, psicología, política y estética. Como veíamos
en el primer capítulo, en uno de sus primeros artículos de psicología - El concepto de
arco reflejo en Psicología (1896)- surgen algunos temas y conceptos fundamentales de
su obra filosófica, como lo son la proyección de la experiencia presente en las posibles
experiencias futuras y la unidad orgánica de los acontecimientos. Si bien es un texto de
carácter eminentemente científico, puede considerarse como la matriz del pensamiento
de Dewey, no sólo por su contenido temático sino por el diálogo que establece entre las
disciplinas científicas y la reflexión filosófica, característica fundamental de su obra en
tanto sus planteamientos filosóficos se derivan de los descubrimientos de la psicología,
los avances de la biología y los progresos científicos de las ciencias naturales.
Este aspecto es también un elemento característico del llamado pragmatismo, del
que, como veíamos, Dewey fue gran admirador. El desarrollo de una incipiente sociedad
industrial en Norteamérica suscitó la confianza radical en las potencialidades
individuales del hombre para mejorar sus condiciones de vida en el mundo. Los nuevos
medios de control sobre la naturaleza puestos al servicio de la vida humana eran
producidos por los avances técnicos y los progresos tecnológicos, lo cual generaba un
optimismo y una confianza radical en el razonamiento implícito en la lógica del método
científico. Así, la confianza en la investigación experimental y el talante naturalista de
las reflexiones filosóficas se convirtieron en elementos característicos de los filósofos
pragmatistas. Sobre este punto Dewey no es la excepción; antes bien, defiende la idea de
la aplicación del método científico a la totalidad de los problemas humanos y sociales,
pues su impacto en la transformación de la comprensión del mundo ha sido de tal
magnitud que no es tan descabellado considerar que la misma lógica experimental puede
ser de gran ayuda para resolver los problemas más auténticos de la vida humana. De esta
manera el desarrollo de la lógica experimental, y especialmente, los postulados de la
biología darwiniana, obligan, según Dewey, a repensar y redefinir la naturaleza misma
36
del trabajo filosófico a través de la reconstrucción necesaria de ciertos conceptos y
nociones propias de la tradición que habrá de permitirle a la filosofía dar respuesta a las
inquietudes y problemas más apremiantes de la vida contemporánea.
Para exponer de manera detallada la noción de Dewey sobre el concepto de
experiencia, comenzaremos con el examen sobre los cinco puntos de discrepancia entre
la tradición filosófica y la propuesta de Dewey en torno al concepto en cuestión,
consignados en su texto de 1917 La necesidad de una recuperación de la filosofía. La
crítica que Dewey hace de la noción tradicional de experiencia se sintetiza en esos cinco
puntos de contraste que, a su vez, resumen los aspectos clave de su redefinición del
mismo concepto. Ya vimos cómo la tarea reconstructiva del concepto en cuestión
obedece a un trabajo más amplio que, en una perspectiva pragmatista, busca redefinir el
trabajo filosófico en un mundo dominado por la metodología científica. Esto no significa
hacer una apología aireada y nostálgica de la filosofía, sino, por el contrario, una
profunda crítica sobre el sentido mismo del trabajo filosófico en un mundo actual, que
ya no requiere verdades últimas ni especulaciones sobre lo suprasensible, sino
reflexiones vitales sobre los problemas y desafíos de un individuo situado en un universo
abierto, ilimitado, infinito, donde el cambio es la regla y no la excepción. Los cinco
puntos de contraste nos darán una perspectiva más amplia sobre la concepción deweyana
de experiencia y nos permitirán entender con mayor profundidad los aspectos
fundamentales de su filosofía.
El texto La necesidad de una recuperación de la filosofía es fundamental para
seguir identificando los elementos clave en la reconstrucción de la experiencia, labor que
emprende Dewey en un diálogo siempre constante tanto con la tradición filosófica como
con la investigación científica. Esto le permitirá construir una teoría general de la
experiencia mucho más amplia y significativa en tanto se basa en lo que la experiencia
real y efectiva demuestra ser en el curso mismo de la vida humana. Desde esta
perspectiva, nos centraremos en exponer la crítica a la noción empirista de la experiencia
pues es en oposición a buena parte de los planteamientos de esta corriente filosófica
37
como se constituyen las tesis principales del pensamiento de Dewey. Tradicionalmente
la experiencia ha sido entendida desde una perspectiva empirista. En contraposición,
Dewey propone una concepción experimental que restablece la relación estrecha entre la
experiencia y el pensamiento.
Es necesario, para finalizar, hacer una pequeña aclaración metodológica. El
problema de la experiencia atraviesa toda la obra de John Dewey, de allí que nunca dé
una definición sólida y precisa sobre su significado. Este aspecto del pensamiento de
John Dewey lo estudia Philip Jackson en el libro John Dewey y la tarea del filósofo,
donde realiza una comparación detallada entre las reelaboraciones del primer capítulo
del texto titulado Experiencia y naturaleza, pues su opinión crítica sobre sus mismos
planteamientos lo llevó a reelaborar completamente, y de manera reiterativa, el capítulo
introductorio en cuatro ocasiones. Esto permite evidenciar ese carácter filosófico
profundamente activo de John Dewey, atento siempre a reflexionar sobre su disciplina
en diálogo con las inevitables transformaciones de un mundo en continuo desarrollo,
aunque ello signifique contradecirse y desmentir ciertas ideas defendidas en el pasado
con ahínco y tesón. Desde esta perspectiva, asumo la vitalidad del pensamiento
deweyano con todas sus falencias e imprecisiones conceptuales y opto por exponer la
manera en que se desarrolla el problema de la resignificación de la experiencia a lo largo
de su obra. En ese sentido, tanto sus primeros estudios psicológicos como sus últimas
reflexiones pedagógicas son esenciales para entender cualquier aspecto particular de su
pensamiento, no porque haya establecido progresivamente un riguroso cuerpo de
definiciones o planteamientos, sino porque muestran la manera en que las ideas sobre un
problema en particular se articulan en toda la obra de un filósofo preocupado por
reubicar la labor reflexiva de su disciplina mediante una síntesis congruente con la
ciencia moderna que de respuesta a las necesidades actuales sobre educación, ética y
política.
38
2.1 La crítica a la noción clásica de experiencia
La filosofía de John Dewey se caracteriza por un fuerte talante naturalista, en tanto
sus reflexiones se construyen en diálogo con los avances progresivos de la ciencia
experimental. Como veíamos, una primera aproximación al problema de la experiencia
surge precisamente a partir de un estudio científico sobre el concepto psicológico del
arco reflejo. Sin embargo, la referencia a la ciencia no es sólo un recurso intelectual en el
pensamiento de John Dewey. Ante todo, constituye el reconocimiento de una de las tesis
básicas de su filosofía, la cual plantea que todo sistema filosófico puede comprenderse
mejor desde el trasfondo cultural de los contextos particulares en los que surge. En
palabras de Bernstein “toda gran filosofía está íntimamente vinculada al entorno cultural
en que emerge. Refleja sus aspiraciones básicas, sus perplejidades, los conflictos de la
cultura, y pretende dar un nuevo orden, una nueva coherencia y una nueva dirección a
aquello que se funda en la experiencia cultural” (Bernstein, 2010, pág. 44).
En ese sentido, la filosofía no puede sustraerse a la realidad efectiva de una época
en la que una cosmovisión heredada de una época precientífica es completamente ajena
y extraña, en un mundo en el que la ciencia moderna ha trastocado por completo los
viejos marcos de explicación sobre la naturaleza y el hombre. Esto significa que los
problemas vitales de los contextos particulares en los que surgieron los sistemas
filosóficos del pasado ya no son la fuente de las inquietudes más apremiantes del mundo
contemporáneo. Esta situación exige, como veíamos, redefinir la función y el lugar de la
filosofía a través de la reconstrucción de sus conceptos e ideas tradicionales, pues éstos
ya no parecen ser útiles para interpretar los problemas y desafíos que se originan por un
sinnúmero de acontecimientos científicos y sociales en una situación humana distinta.
Los nuevos movimientos industriales y científicos han transformado, según
Dewey, la manera de entender el mundo. Sin embargo la filosofía sigue envuelta en
discusiones cuya validez parece depender solamente de su largo protagonismo en la
historia de la filosofía, mas no en su pertinencia para dar respuesta a las inquietudes
39
actuales. Desde esta perspectiva, Dewey escribe en 1917 un texto titulado La necesidad
de recuperar la filosofía que, ya de entrada, sitúa la reflexión sobre la naturaleza misma
de la filosofía como una tarea ineludible y apremiante. Dice Dewey:
“Lo que los hombres de intención sincera no involucrados en el negocio
profesional de la filosofía más desean saber es qué modificaciones y abandonos de
herencia intelectual son los que requieren los nuevos movimientos industriales, políticos
y científicos. Ellos desean saber qué es lo que esos nuevos movimientos significan
cuando son traducidos a ideas generales. A menos que la filosofía profesional pueda
movilizarse suficientemente para ayudar en esta clarificación y redirección de los
pensamientos de los hombres, es probable que se desvíe cada vez más de las principales
corrientes de la vida contemporánea.” (Dewey, 1982, pág. 3)
En ese sentido, el propósito fundamental de este escrito no será otro que
“promover la emancipación de la filosofía de su fijación, demasiado íntima y exclusiva,
a los problemas tradicionales” (Dewey, 1982, pág. 3). No es, como podría pensarse, un
intento por hacer una crítica deconstructiva de las diversas soluciones que se han
ofrecido, pues en tanto propuestas filosóficas se hallan ligadas a las inquietudes de su
tiempo y lugar, sino por suscitar un cuestionamiento sobre la legitimidad, bajo las
condiciones presentes de la ciencia y de la vida social, de esos mismo problemas,
considerados tradicionalmente como los problemas de la filosofía por antonomasia.
Entre ellos, y de manera especial, el problema de la experiencia ocupa un lugar
primordial, pues buena parte de la filosofía occidental se construye como la formulación
de distintos tipos de respuestas al problema de la relación tradicionalmente escindida
entre el mundo de la naturaleza, o la experiencia, y el mundo del hombre, o la razón. Su
crítica, y por ende su propia noción del concepto, podemos sintetizarla en cinco puntos
básicos que él mismo planteó en el texto anteriormente citado. Para efectos de la
presente investigación, mencionaré brevemente cada uno de los puntos y haré un breve
comentario sobre lo que allí se plantea. En este punto, como ya se presume, me valdré de
la misma estrategia interpretativa que usó Richard Bernstein en su libro Praxis y acción,
40
en el que confronta cuatro tradiciones filosóficas por medio de la comparación
esquemática de sus planteamientos principales (Bernstein, 1979, págs. 207-235).
1. “En la opinión ortodoxa, la experiencia es considerada primariamente como un
asunto de conocimiento. Pero, a los ojos de quienes no miran a través de antiguos
anteojos, ella seguramente aparece como un asunto de intercambio entre un ser
viviente y su medio ambiente físico y social.” (Dewey, 1982, pág. 4)
Sin duda, El origen de las especies de Charles Darwin es uno de los grandes
referentes en el desarrollo intelectual de Dewey. Si en sus años más tempranos fue
fervorosamente hegeliano, de quién extrajo la idea de organicidad, interdependencia e
interrelación, con Darwin entenderá que en los seres vivos no se da una simple
conformidad a las circunstancias, sino que se produce una transformación de los
elementos del medio circundante. En ese sentido, los seres vivos están en una
interacción constante con su medio ambiente. Desde esta perspectiva biológica, asumida
por Dewey, toda experiencia puede entenderse como una situación o función vital,
definida como la interacción y la transacción entre un organismo y las condiciones
ambientales en que se encuentra. En palabras de Dewey: “toda explicación de la
experiencia debe ahora tomar en cuenta la consideración de que experimentar significa
vivir, y de que la vida se da en y a causa de un medio circundante, y no en el vacío”
(Dewey, 1982, pág. 5) Así, la vida se define por el control del organismo sobre su medio
ambiente. En efecto, todas sus actividades intentan controlar las alteraciones que,
inevitablemente, suceden a su alrededor, ya sea neutralizando los sucesos hostiles o
transformando positivamente las condiciones predeterminadas de su ambiente en
función de su propia supervivencia. En palabras de Dewey: “como la vida requiere
también la adecuación del ambiente a las funciones orgánicas, ajustarse al medio
ambiente no significa aceptar pasivamente este último, sino actuar de un modo tal que
41
los cambios en el ambiente tomen un determinado rumbo” (Dewey, 1982, pág. 6). La
experiencia, así entendida, puede definirse como un asunto de acciones y sufrimientos
simultáneos, esto es, una íntima conexión entre el obrar y el sufrir.
El organismo, según la ciencia biológica, tiene que soportar y padecer las
consecuencias de sus propias acciones. Sin embargo, este padecimiento no significa
pasividad, pues todo ser vivo es paciente y también agente, es decir, “alguien que
reacciona, alguien que trata de experimentar, alguien comprometido con el padecimiento
de un modo tal que puede influenciar en lo que está aún por suceder” (Dewey, 1982,
pág. 5). Así, la experiencia no consiste solamente en un asunto de conocimiento
completamente racional e individual. La experiencia abarca mucho más que el
conocimiento, pues, en tanto criaturas biológicas, la vida de los individuos consiste
fundamentalmente en lo que Dewey llama “experiencias no-cognitivas” y “experiencias
no-reflexivas”, en las que el conocimiento no constituye el objetivo principal. Este tipo
de experiencias están relacionadas con el hecho de hacer, gozar o sufrir. En otras
palabras, con el hecho de la vida misma tal y como es vivida.
2. “De acuerdo con la tradición, la experiencia es (al menos primariamente) una cosa
física, infectada por todas partes de “subjetividad”. Lo que la experiencia sugiere
acerca de sí misma es un mundo genuinamente objetivo, el cual forma parte de las
acciones y sufrimientos de los hombres y experimenta modificaciones a través de sus
respuestas.” (Dewey, 1982, pág. 4)
Este segundo punto de contraste puede desprenderse de la formulación básica del punto
anterior- experimentar significa vivir y la vida se da en y a causa de un medio
circundante, no en el vacío (Dewey, 1982, pág. 5)- en tanto plantea una nueva crítica a la
experiencia como un asunto exclusivamente privado y subjetivo. Si en el primer punto
se demostraba cómo la experiencia no era solamente un asunto de conocimiento, en este
42
Dewey intenta mostrar como el giro subjetivista afectó la filosofía post-cartesiana en
tanto “el hombre está atrapado en la privaticidad de sus actos y de sus contenidos
mentales y le falta toda evidencia adecuada para creer que hay un mundo objetivo fuera
de su experiencia privada y subjetiva” (Bernstein, 1979, pág. 212) La idea de un sujeto
escindido del mundo y un objeto estable y definido que constituye ese mundo es para
Dewey una de las razones para afirmar que la filosofía perdió su rumbo a partir de la
modernidad.
Lo que Dewey llama la “crítica a la industria epistemológica” no es otra cosa que
la crítica a la reducción de la filosofía a la árida discusión sobre pseudoproblemas tales
como la pregunta por el conocimiento en general, la forma de probar la existencia del
mundo externo y la duda metódica sobre la realidad de los objetos, entre otros. Estas
preguntas son, para Dewey, completamente artificiosas y estériles, pues los actos del
pensamiento no surgen de la nada, sino de la necesidad urgente por resolver problemas
específicos de una realidad objetiva que, por su misma condición de realidad, entraña
una serie de dificultades prácticas para el individuo. Desde esa perspectiva, el objetivo
del conocimiento no es esclarecer o descubrir realidades últimas o principios generales
sino, ante todo, transformar las situaciones indeterminadas y problemáticas que la vida -
que solo se da en y a causa de un medio circundante y nunca en el vacío- trae consigo en
su desarrollo natural.
Para Dewey, de acuerdo con los planteamientos empiristas, la experiencia se
concebía como algo ligado a un sujeto privado que la tiene como su posesión exclusiva.
Desde esta perspectiva puede entenderse por qué la existencia del mundo externo se
convirtió en uno de los problemas especulativos primordiales de la filosofía. Sin
embargo, dice Dewey, este aspecto no deja de ser curioso pues “si algo parece
adecuadamente establecido empíricamente, ello es precisamente la existencia de un
mundo que le opone resistencia a las funciones características del sujeto de la
experiencia, de un mundo que sigue su curso, algunas veces independientemente de esas
funciones, y que frustra nuestras esperanzas e intenciones” (Dewey, 1982, pág. 17).
43
3. “En cuanto la doctrina establecida reconoce algo fuera del desnudo presente, el
pasado cuenta exclusivamente. El registro de lo que ha tenido lugar, la referencia a
lo precedente, se cree que es la esencia de la experiencia. El empirismo se concibe
como ligado a lo que ha sido o es “dado”. Pero la experiencia en su forma vital es
experimental, es un esfuerzo por cambiar lo dado; se caracteriza por la proyección,
por penetrar más allá en lo desconocido; la conexión con un futuro es su rasgo
prominente.” (Dewey, 1982, pág. 4)
Una tendencia dominante de la tradición filosófica clásica a la hora de entender
la experiencia ha sido, como veíamos, identificarla con lo que se presenta, con todo
aquello que nos sucede y con el resultado de continuas observaciones pasadas. Por su
parte, la investigación científica moderna ha demostrado cómo la actitud experimental es
fundamental a la hora de de comprender el mundo y, por ende, generar mayores
posibilidades de acción encaminada a garantizar la supervivencia y la felicidad de los
individuos. En ese sentido, al subrayar el interés práctico en la experiencia humana, el
hombre deja de entenderse como el espectador contemplativo de la realidad y la
naturaleza, y comienza a ser un agente-paciente, en el marco interpretativo de la
experiencia como una transacción activa entre un organismo vivo y su medio. Desde
esta perspectiva, se entiende que la experiencia en su forma vital es experimental y que
las situaciones esenciales de la vida son aquellas en las que hay algo que hacer, en las
que es necesario manipular el mundo para lograr objetivos deseados. Dewey plantea que
“vivimos hacia delante, puesto que vivimos en un mundo donde los cambios que
suceden significan para nosotros prosperidad o infortunio, puesto que cada uno de
nuestros actos modifica estos cambios y, por consiguiente, está lleno de promesas o
viene cargado de fuerzas hostiles” (Bernstein, 1979, pág. 214).
En efecto, a partir de los descubrimientos de la biología, se plantea que la
adaptación del organismo al medio ambiente está definida por la referencia a las
situaciones futuras. La adaptación constituye un proceso que toma tiempo y que, a la
44
postre, permite generar en la especie nuevos mecanismos o habilidades que le permitirán
enfrentarse y sobrevivir a situaciones problemáticas ulteriores En ese sentido, las
consecuencias de la adaptación del organismo modifican ciertos elementos de su entorno
así como ciertas configuraciones particulares de sí mismo, pues al definirse como
agente/paciente, cuya experiencia se entiende como una transacción entre un organismo
vivo y su medio, es la actividad y no la contemplación la que define las funciones
cognoscitivas del organismo. Para Dewey “dado un mundo como aquel en que vivimos,
un mundo en el cual los cambios ambientales son en parte favorables y en parte
duramente indiferentes y la experiencia se limita a ser productiva en intención, para
cualquier control asequible a ella la criatura viviente depende de lo que está dado para
alterar el estado de las cosas” (Dewey, 1982, pág. 8).
La acción de experimentar permite entender el mundo como no predeterminado,
sin fines últimos a partir de los cuales se define su naturaleza y donde es más importante
“la anticipación (…) que el recuerdo, así como la proyección es más primaria que el
simple recuento del pasado y la prospectiva más primaria que la retrospectiva.” (Dewey,
1982, pág. 8) Lo que está terminado y lo que está ya dado es importante en cuanto afecta
el futuro, mas no por sí mismo. En palabras de Dewey: “la proyección imaginativa del
futuro es esta cualidad precursora de la conducta que resulta provechosa como guía del
presente” (Dewey, 1982, pág. 8).
4. “La tradición empirista está comprometida con el particularismo. Se supone que las
conexiones y continuidades son ajenas a la experiencia, que son subproductos de
dudosa validez. Una experiencia que consiste en experimentar el medio ambiente y
en el esfuerzo por controlarlo en nuevas direcciones está preñada de conexiones.”
(Dewey, 1982, pág. 4)
45
Si bien Dewey hará referencia a los planteamientos de distintos autores y
corrientes filosóficas, su análisis se centrará en la noción empirista de experiencia. Este
punto puede entenderse como la crítica de Dewey al atomismo propio de la visión
empirista que entiende la experiencia como un conjunto de sensaciones simples y
aisladas, como “un agregado de percepciones discretas y separables” (Bernstein, 1979,
pág. 215). Dewey en este punto sigue a James y su idea del empirismo radical. Éste, a
grandes rasgos, es una forma de empirismo que lleva hasta sus últimas consecuencias el
postulado básico de atenerse a la experiencia. Plantea que el empirismo clásico se negó
a reconocer la importancia que tienen tanto las relaciones conjuntivas como las
relaciones disyuntivas en la experiencia. Es decir, el empirismo normalmente se
pregunta sólo por las cosas particulares que se conexionan o no, pero el empirismo
radical subraya que esas relaciones son precisamente elementos constitutivos de la
experiencia: “el empirismo radical, en suma, no es sino aquella posición teórica que
considera que las relaciones que conectan las experiencias entre sí son, a su vez,
relaciones experimentadas; y, por ende, tan reales, en cuanto experimentadas, como
cualquier otra cosa que se experimente” (Tudela, 1990, pág. 146).
A partir de estos mismos planteamientos Dewey intenta entender la experiencia
tal y como se presenta en su unidad constitutiva, y, de esta manera, centra su crítica a la
filosofía empirista en su noción abstracta y completamente artificial de la experiencia
desde un punto de vista atomista. Para Dewey la experiencia debe entenderse ante todo
en términos de relaciones, vínculos y conexiones pues, como ya veíamos en el primer
punto, la experiencia no ocurre en el vacío sino en un ambiente totalmente plagado de
conexiones dinámicas: “empíricamente (…) vínculos activos o continuidades de toda
clase, junto con discontinuidades estáticas, caracterizan la existencia.(…) La experiencia
es un asunto de facilitaciones y obstáculos, de estar al tiempo sostenido y desgarrado, de
quedarse solo y ser, a la vez, ayudado y perturbado, de buena fortuna y frustración”
(Dewey, 1982, pág. 10).
46
Esta apreciación empirista de la experiencia, que, en palabras de Dewey la
pulveriza en cualidades sensoriales aisladas y en ideas simples, generó posiciones
particularistas, como aquella que sostenía que las sensaciones e ideas son existencias por
completo separadas; y problemas artificiales como aquel que planteaba que los objetos
estables no eran sino una apariencia. Kant, por ejemplo, aceptó el particularismo de la
experiencia y procedió a complementarla desde fuentes no empíricas. Ante un ser que
tiene muy diversas sensaciones, todas ellas realmente empíricas, pues se dan en la
experiencia, le corresponde a una razón que trasciende la experiencia proporcionar la
síntesis cuyo objetivo es el de generar verdadero conocimiento. El resultado histórico
fue, según Dewey, “una nueva cosecha de enigmas artificiales” (Dewey, 1982, pág. 12).
Esto puso a la filosofía por un largo tiempo a discutir sobre lo a priori y lo a posteriori
como su problema principal. Mientras en la discusión tradicional se entendía que ese
algo innato, original y no aprendido era un asunto de conocimiento, Dewey plantea que
aunque existiera ese tipo de contenido apriorístico ello no tendría nada que ver con el
conocimiento, pues consistiría en ciertas actividades que resultan posibles por medio de
ciertas conexiones establecidas entre neuronas.
Para Dewey, estos asuntos y sus enrevesadas soluciones no son sino
pseudoproblemas y propone un punto de vista pluralista que pretende acabar con la
tradición de un empirismo atomístico y la visión de un universo monista: “Algunas cosas
están relativamente aisladas de la influencia de otras; algunas cosas son fácilmente
invadidas por otras; algunas cosas son intensamente atraídas a asociar sus actividades
con las de otras. La experiencia exhibe toda clase de conexiones, desde las más íntimas
hasta la mera yuxtaposición externa” (Dewey, 1982, pág. 10).
5. “En la noción tradicional, experiencia y pensamiento son términos antitéticos. La
inferencia, en la medida en que no es más que un reavivamiento de lo que ha sido dado
en el pasado, marcha detrás de la experiencia; de ahí que sea inválida, o, si no, una
medida de desesperación por medio de la cual, usando la experiencia como un
47
trampolín, nos lanzamos a un mundo de cosas estables y similares. Pero la experiencia,
considerándola libre de las restricciones impuestas por el viejo concepto, está llena de
inferencias. No hay, aparentemente, ninguna experiencia consciente sin inferencia; la
reflexión es natural y constante.” (Dewey, 1982, págs. 4-5)
En este punto, Dewey parece recoger los cuatro puntos anteriores para señalar la
tesis básica de lo que él llama la concepción ortodoxa o tradicional de la experiencia.
Ésta puede sintetizarse en la habitual relación antitética entre experiencia y razón. En
efecto, a pesar de las particularidades propias de cada escuela y corriente filosófica, lo
que está en la base de todas ellas es la visión de la experiencia como un término que
contrasta radicalmente con otros conceptos tales como pensamiento, inteligencia o
razón. Así, la experiencia se entiende como los datos sensibles o, en otras palabras, la
materia prima para que la razón, entendida como la facultad integradora que hace
posible el conocimiento, ordene, estructure y haga inferencias a partir de esos datos
sentidos, percibidos y recordados. En palabras de Dewey: “por definición, la razón y la
experiencia eran antitéticas, de tal manera que el interés de la razón no era el de la
expansión y guía fructífera del curso de la experiencia sino un conjunto de
consideraciones demasiado sublimes como para que tocaran, o fueran tocadas por, la
experiencia” (Dewey, 1982, pág. 16).
Así, para la filosofía empirista y sus planteamientos particularistas, el
pensamiento no era sino un amontonamiento de elementos separados y, según Dewey,
de esta forma negaba cualquier tipo de poder constructivo que pudiera tener: “Pensar no
era, entonces, sino reunir y poner en relación dichos elementos, que se tomaban como
algo ya completamente establecido y cuyo vínculo era completamente artificial; pensar,
pues, consistía en una mera adición y sustracción mecánica de lo ya dado. Pensar no era
sino llevar un registro acumulativo y una fusión consolidada; se trataba, en general, de
un asunto de cantidad, no de cualidad” (Dewey, 1982, pág. 15).
48
Por su parte, la filosofía racionalista desarrolló todo un artificio dialéctico en
torno a la construcción de un sujeto cognoscente que está situado por fuera del mundo
real de la naturaleza y cuyas facultades cognoscitivas trascienden a la experiencia. En
ese sentido, Dewey reconoce del empirismo su eficacia como instrumento de “crítica y
demolición de creencias trilladas [pero pone de presente] su debilidad respecto a los
propósitos de dirección social de carácter constructivo” (Dewey, 1982, pág. 16). Para
Dewey, como veíamos, la experiencia tiene una dimensión dinámica y proyectiva en
tanto se refiere, desde una perspectiva bioantropológica, a un organismo vivo que actúa
y reacciona en el marco de un mundo objetivo. Desde esta perspectiva, en la que se
subraya la interacción/transacción entre las condiciones ambientales y el organismo que
hace parte de ese entorno específico, cada acto que realice generará por necesidad cierto
tipo de cambios y transformaciones. Este cambio “puede ser trivial con respecto a su
trayectoria y fortuna, pero también puede ser de importancia incalculable, pues puede
implicar daño y destrucción o puede procurar un cierto bienestar” (Dewey, 1982, pág.
14). En ese sentido, la supervivencia de un organismo está determinada por su capacidad
de prever el futuro y controlar de manera adecuada las inesperadas situaciones
problemáticas que el curso mismo de la vida trae consigo. Si bien no puede saber con
anterioridad que sucederá en un futuro, puede inferir lo que probablemente ocurrirá a
partir de los datos y hechos de su vida presente. En ese sentido, el uso de lo ya dado o
terminado para anticipar las consecuencias de procesos que aún están en desarrollo
determina la función del pensamiento -o razón o inteligencia- en la vida de ese
organismo vivo conocido como ser humano:
“Toda reacción orgánica es una aventura y, por tanto, implica riesgo. (…) Sin
embargo, la funesta intervención del organismo en el curso de los acontecimientos es
ciega, y su elección es azarosa, excepto en cuanto éste pueda emplear lo que ocurre
como base para inferir lo que probablemente ocurrirá más tarde. En la medida en que
pueda leer resultados futuros en los eventos en curso lo que elige como respuesta, su
opción por esta o aquella condición, llega a hacerse inteligente” (Dewey, 1982, pág. 15).
49
El pensamiento, entonces, no es algo separado de la experiencia, sino, por el
contrario, un factor intrínseco y constitutivo de ella. Esta afirmación es evidente cuando
se comprende, a partir de los descubrimientos científicos de la biología, que la única
manera que tiene un organismo vivo para controlar su insospechado futuro es
comprender la manera en que este está de alguna manera implicado en el presente. Así,
“porque la experiencia contiene conexiones y continuidades podemos aprender de la
experiencia y desarrollar patrones y normas para guiar la conducta futura” (Bernstein,
1979, pág. 217).
Nos detendremos con más detalle en este último punto para exponer cómo
Dewey reconstruye la relación entre experiencia y pensamiento, un aspecto fundamental
para entender la noción deweyana de experiencia y las implicaciones pedagógicas que
de ello pueden desprenderse. Desde esta perspectiva, profundizaremos en su crítica a la
noción empirista de experiencia, para, desde allí, entender la experiencia desde un punto
de vista experimental. Esto nos permitirá definir con mayor precisión sus ideas
particulares sobre el concepto en cuestión y nos permitirá entender, a su vez, su teoría
instrumental del conocimiento.
2.2 La noción empirista de experiencia
Tradicionalmente, nos dice Dewey, se considera el pensamiento como algo
separado y contrapuesto a la experiencia, tanto en la reflexión filosófica como en la
práctica educativa. Se piensa la experiencia como confinada a los sentidos y a los
apetitos, mientras que el pensamiento se considera procedente de “una facultad superior
(la razón) y se ocupa de cosas espirituales o al menos literarias” (Dewey, 1998, pág.
136). Esta idea, la de que el conocimiento se deriva de una fuente más elevada que la
tosca actividad práctica y que posee un valor mayor, tiene una larga historia. Su
formulación, como veíamos en el primer capítulo, nos remonta hasta las concepciones
platónicas y aristotélicas sobre la experiencia y la razón. Para Dewey, por mucho que
50
estos pensadores difieran en distintos aspectos, coinciden en “identificar la experiencia
con los intereses puramente prácticos; y, por tanto, con los intereses materiales en cuanto
a sus propósitos y con el cuerpo en cuanto a su órgano” (Dewey, 1998, pág. 225).
El conocimiento, por su parte, se entendía completamente libre de referencias
prácticas, tratando con intereses espirituales e ideales. Esta antítesis entre la experiencia
y el conocimiento racional referido a la verdad eterna, se liga a uno de los temas
característicos de la filosofía ateniense como lo es la crítica a la influencia de la
costumbre y la tradición en lo que tiene que ver con las normas de conocimiento y de
conducta. En este proceso de indagación, la reflexión de los griegos encontró en la razón
la única guía adecuada, en oposición a las costumbres y creencias tradicionales. Así, la
inteligencia racional debía regular todos los asuntos humanos y no el hábito, el impulso
o la emoción pues “la primera asegura la unidad, el orden y la ley: los últimos significan
la multiplicidad, la discordia y las fluctuaciones irracionales de un estado a otro”
(Dewey, 1998, pág. 224).
La experiencia era representada en las diversas profesiones manuales como el
mejor ejemplo de ese estado de cosas inestable y discordante definido por la regla de la
mera costumbre: el zapatero, el soldado, el músico habían sufrido la disciplina de la
experiencia para adquirir la destreza que poseían. Esto significaba que del trato sensorial
continuo con el material u objeto de su habilidad surgió un conocimiento y una
capacidad particulares como resultado de un gran número de tentativas aisladas, mas no
a partir de un discernimiento reflexivo de los principios en que se sustentaba su pericia
manual.
Tal es el significado esencial del término empírico, muchas veces usado de
manera peyorativa para referirse a aquel diestro en su campo que ha adquirido el
conocimiento de su arte mediante el llamado método de ensayo y error de manera
accidental, fortuita y sometida a la similitud en las circunstancias futuras que permitan
aplicar de manera exitosa las mismas competencias que previamente se usaron en casos
parecidos. Así, hablar por ejemplo de un médico empírico significa decir que carece de
51
preparación científica y que procede simplemente sobre la base de que lo que ha podido
adquirir por azar en prácticas pasadas. A partir de esta caracterización, la filosofía
determinó que los sentidos están conectados con los apetitos, con las necesidades y con
los deseos y, en ese sentido, la experiencia tiene un carácter material pues trata con cosas
físicas que tienen que ver con la satisfacción de las necesidades y el bienestar del
cuerpo. En contraste, la razón se apoya en lo inmaterial, en lo ideal y en lo espiritual. De
allí que conocer o captar cualquier cosa de manera intelectual o teórica signifique salir
de la región inestable de la vicisitud, del cambio para elevarse hacia el reino de lo
eterno, intacto respecto a las perturbaciones del mundo de los sentidos.
Estas distinciones han influido profundamente en ideas tales como el
menosprecio por la ciencia física en comparación con la lógica y la matemática; que el
conocimiento es elevado y valioso en la medida en que trata con símbolos ideales en
lugar de lo concreto; el abandono del cuerpo y el desprecio de las artes y oficios como
instrumentos intelectuales (Dewey, 1998, pág. 226). Todas estas ideas se desprenden de
la distinción valorativa entre la experiencia (lo práctico) y el pensamiento (lo
intelectual), distinción que, aunque cambia de perspectiva, sigue estando presente en la
teoría moderna sobre la experiencia y el conocimiento. En efecto, durante los siglos
XVII y XVIII, aunque se presenta una transformación de la doctrina clásica respecto de
las relaciones entre experiencia y razón, en tanto la primera perdió el sentido práctico
que había tenido desde las reflexiones platónicas y dejó de significar ciertos modos de
hacer para convertirse en el nombre de algo intelectual y cognoscitivo, el resultado de
estas reflexiones fue un interés incluso más exacerbado que antes por el conocimiento
aislado. Dice Dewey.
“Mientras en la teoría clásica la razón significaba el principio de la reforma, del
progreso, del aumento de control en tanto pretendía romper con las limitaciones de las
costumbres y descubrir las cosas como realmente eran, para los modernos la situación
era diferente: la razón, los principios universales, las nociones a priori significaban o
bien formas vacías que han de ser llenadas por la experiencia, por la observación
52
sensible, para alcanzar significación y validez, o bien eran prejuicios inveterados,
dogmas impuestos por la autoridad, que se disfrazaban y encontraban protección bajo
nombres augustos.” (Dewey, 1998, pág. 227)
La filosofía moderna comenzó a considerar la experiencia como un modo de
conocer por medio de la recepción y asociación de impresiones sensoriales. Desde esta
perspectiva sensualista, se combatían de manera eficaz las doctrinas, opiniones y
dogmas que se sustentaban completamente en la tradición y el poder de la autoridad:
“¿Dónde están los objetos reales de los que se reciben estas ideas y creencias? Si tales
objetos no podían presentarse, las ideas se explicarían como resultado de asociaciones y
combinaciones falsas” (Dewey, 1998, pág. 228). Esas impresiones debían ser elementos
de primera mano, es decir, que cuanto más se alejara el individuo real y concreto de esa
fuente directa, habría mayores posibilidades de error generando una idea vaga como
resultado. En ese sentido, el empirismo abogaba por salir del cautiverio de las
concepciones que se anticipaban a la naturaleza, y apelaba a la experiencia como el
mejor camino para abrirse a las nuevas impresiones y a los nuevos descubrimientos
sobre el mundo.
Sin embargo, el gran defecto de la filosofía empirista es, para Dewey, la
tendencia a aislar la actividad sensorial y hacer de ella un fin en sí mismo: “cuanto más
aislado estuviera el objeto, cuanto más aislada estuviera la actividad sensorial, más
precisa sería la impresión sensible como unidad de conocimiento” (Dewey, 1998, pág.
228). Desde esta perspectiva, no habría necesidad de pensar en conexión con la
observación sensible, pues el acto del pensamiento solo consistiría en combinar y
separar esas unidades sensoriales recibidas, actividad siempre posterior a esa primera
recepción originaria. El ideal de esta filosofía, como la de cualquier corriente de
pensamiento que identifique el conocimiento con una combinación de percepciones
sensoriales, sería la de un máximo de receptividad y pasividad del espíritu para que en él
se imprimiesen con mayor verdad las sensaciones percibidas; sensaciones que se deben
presentar completamente aisladas, sin referencia al contexto en el que estas suceden y
53
entendidas desde una perspectiva psicológica que malinterpreta los procesos reales que
tienen lugar en el desarrollo mental de los individuos.
Para Dewey tanto los estudios e investigaciones de la psicología moderna como
la idea del conocimiento sugerido por el método científico moderno, han recopilado
suficiente información para desterrar por fin la idea de que el individuo está entregado
de manera pasiva al acto de recibir una multiplicidad de impresiones de cualidades
aisladas:
“Bastarían cinco minutos de observar sin prejuicios para ver que el niño pequeño
reacciona a los estímulos mediante actividades de asir, de alcanzar (…), que los
resultados siguen por la respuesta motriz a un estímulo sensorial, que lo que se aprende
no son cualidades aisladas, sino la conducta que puede esperarse de una cosa y los
cambios en las cosas y las personas que puede esperarse produzca una actividad”
(Dewey, 1998, pág. 230).
2.3 Hacia una experiencia experimental
Para Dewey el empirismo se sustenta en una psicología enteramente falsa pues
hasta lo que un individuo, incluso un niño pequeño, experimenta y percibe no es una
cualidad recibida de manera pasiva e impresa por un objeto sino ante todo “el efecto que
ejerce sobre un objeto alguna actividad como la de oír, arrojar, golpear, romper, etc., y
el efecto consiguiente del objeto sobre la dirección de las actividades” (Dewey, 1998,
pág. 230). Así la experiencia comienza a ser, como veíamos, un asunto de actividades
instintivas e impulsivas en sus interacciones con las cosas; una peculiar combinación de
un elemento activo y otro elemento pasivo; una conexión entre lo que nosotros hacemos
a las cosas y lo que gozamos o sufrimos de ellas como consecuencia; una íntima
conexión entre el obrar y el sufrir o padecer. Siguiendo el ejemplo del niño pequeño,
Dewey considera que éste aprende tanto de la dureza de las cosas como de las relaciones
54
interpersonales a través de la combinación entre las respuestas activas que dan tanto las
cosas como las personas, al modificar, refrenar, estimular y resistir algunas acciones; y
lo que el individuo puede transformar y hacer en ellas, al producir nuevos cambios.
Esta relación entre el pensamiento y la acción es el elemento fundamental en la
reconstrucción que Dewey pretende hacer sobre la experiencia. Una tarea que se hace en
diálogo constante con los avances de la psicología y, especialmente, con el desarrollo del
método científico que hace de la experimentación el medio por excelencia mediante el
cual pueden obtenerse y comprobarse de manera provechosa las ideas y reflexiones
sobre la naturaleza. Para Dewey “los hombres tienen que hacer algo a las cosas cuando
desean descubrir algo; tienen que alterar las condiciones” (Dewey, 1998, pág. 233) y ese
es, en efecto, la clave principal de la revolución científica que produjo la transformación
radical sobre el conocimiento del mundo a partir del siglo XVII: la experimentación
realizada bajo las condiciones de un control deliberado (Dewey, 1998, pág. 231). Así
quedaba atrás la idea casi axiomática de recurrir a conceptos que estuvieran más allá de
la experiencia para acceder al verdadero conocimiento y se abría paso la introducción
del método experimental como demostración suficiente de que todo conocimiento
auténtico, si quiere ser digno de tal nombre, debe ser resultado del hacer. La percepción
sensible dejaba de ser un “disfraz” que contenía algún extraño tipo de forma o especie
universal que había que develar por medio del pensamiento racional y se convertía en
datos, problemas y desafíos que habían de ser conocidos mediante la realización de
ciertas operaciones conducentes al descubrimiento de las relaciones y conexiones entre
ellos.
La alteración de los datos de la percepción sensible, el actuar sobre esos objetos
dados por los sentidos mediante el telescopio, el microscopio y un sinnúmero de
procedimientos experimentales, se convertía así en la manera de acceder al
conocimiento a través de hipótesis y teorías que hacían uso de ideas y conceptos
tradicionales para sustentar sus conjeturas. Sin embargo, tales nociones sobre la realidad
y la naturaleza de las cosas ya no eran consideradas como proposiciones establecidas por
55
la autoridad de la tradición y sólidamente instituidas por la costumbre, sino como planes
de operaciones o instrumentos para conducir las investigaciones experimentales. Ya no
se entendían como las fuentes del conocimiento sino como herramientas para trabajar
con los datos y objetos sensibles, que no eran otra cosa más que material de
experimentación. Así el valor de esos conceptos no se autolegitimaba, no estaba ya
dado, sino que comenzaba a estar en función de los resultados a los que su aplicación
conduciría. Su importancia se reconocería si y solo si permitiera enriquecer la
comprensión sobre tal o cual aspecto del mundo en el sentido en que inicialmente se
esperaba que lo hiciera.
De esta manera, el progreso de la ciencia experimental demostraba lo inútil tanto
de la tradicional separación entre el hacer y el conocer como del prestigio clásico de los
estudios intelectuales y teóricos, pues el análisis y la organización de los hechos que son
indispensables para el desarrollo del conocimiento no podía alcanzarse de un modo
puramente mental. El resultado de estos progresos en la ciencia experimental llevó,
según Dewey, a la formulación de una nueva filosofía de la experiencia y del
pensamiento, donde la primera no se entendía en oposición al segundo. Cuando se
experimenta, cuando se ensaya, cuando se pone en práctica el método de laboratorio,
dejamos de estar encadenados a las verdades impuestas por la costumbre y a las
creencias tradicionales que tanto criticó la filosofía ateniense. Sin embargo, éstas pueden
llegar a ser razonables cuando se guían hacia un fin determinado a través de un método
adecuado. En este sentido, la clásica oposición entre lo práctico y lo intelectual, entre la
experiencia y el pensamiento, no es una diferencia sustancial o intrínseca, sino que ella
depende de ciertas condiciones que regulan y controlan su actividad. De este modo “las
actividades prácticas pueden ser intelectualmente limitadas y triviales (…) en tanto sean
rutinarias, realizadas bajo los dictados de la autoridad y teniendo meramente en vista
algún resultado externo” (Dewey, 1998, pág. 232).
En conclusión, la ciencia experimental y el exitoso desarrollo de su método ha
hecho posible una nueva definición de lo que entendemos por experiencia. Esta “no es la
56
suma de lo que se ha hecho de un modo mas o menos casual en el pasado, (sino) un
control deliberado de lo que se ha hecho con referencia a hacer que lo que nos ocurre y
lo que hacemos a las cosas sea lo más fecundo posible en sugestiones (en significados
sugeridos) y un medio para comprobar la validez de las sugestiones” (Dewey, 1998, pág.
231). En este sentido se recupera en cierto modo la dimensión práctica de la experiencia,
señalada por la filosofía antigua, y se rompe con la clásica oposición en tanto la razón ya
no es la fuente última de legitimidad del conocimiento práctico, pues su validez depende
ahora de todos aquellos recursos que permitan hacer la actividad fecunda en significado.
Este nuevo concepto de experiencia no solamente hace referencia a una
transformación del mundo y del individuo, sino de sí misma en tanto reconstruye las
experiencias pasadas y modifica la cualidad de las experiencias futuras. Cuando la
experiencia es la que regula la experiencia, cuando la experiencia anterior nos
proporciona la posibilidad de mejorar la propia experiencia ulterior, podemos decir que
la experiencia ha dejado de ser empírica para convertirse en experimental.
Este aspecto lo trataremos con mayor cuidado en el siguiente apartado donde
profundizaremos en el estudio de lo que Dewey llama pensamiento reflexivo, un término
que pretende sintetizar sus ideas en torno a la naturaleza y el lugar del pensamiento en el
contexto amplio de la experiencia.
2.4 Experiencia y pensamiento reflexivo
Cuando lo que sufrimos de las cosas,
lo que nos ocurre en sus manos,
deja de ser un asunto de circunstancias casuales
cuando se transforma en una consecuencia
de nuestros esfuerzos intencionados anteriores,
llega a ser racionalmente significativo, iluminador e instructivo
(Dewey, 1998, pág. 232)
57
¿Cuál es el lugar del pensamiento en la experiencia? La formulación de esta
pregunta, planteada por Dewey en la elaboración de su texto ¿Cómo pensamos? Nueva
exposición de la relación entre pensamiento reflexivo y proceso educativo, nos permite
profundizar en su aguda crítica hacia la noción tradicional del concepto experiencia y
nos esclarece, a su vez, en qué consiste la reconstrucción que propone sobre el mismo
término.
Veíamos como John Dewey hace énfasis en la dimensión activa, creadora y
constructiva de la experiencia, en clara y radical oposición contra las concepciones
empiristas; y subraya su carácter pluralista, en continuidad con William James y su
crítica a la imagen monista de la experiencia. La experiencia, según Dewey, no es un
asunto fundamentalmente de conocimiento; no es un asunto psíquico o exclusivamente
subjetivo; no se trata de un conjunto de sensaciones simples y aisladas, y no hace
referencia solamente a lo que sucedió, al pasado, a lo que ya ocurrió. Por el contrario, la
naturaleza de la experiencia es ante todo experimental:
“Aprender por la experiencia es establecer una conexión hacia atrás y hacia
adelante entre lo que nosotros hacemos a las cosas y lo que gozamos o sufrimos de las
cosas, como consecuencia. En tales condiciones el hacer se convierte en un ensayar, un
experimento con el mundo para averiguar cómo es; y el sufrir se convierte en
instrucción, en el descubrimiento de la conexión de las cosas.” (Dewey, 1998, pág. 125)
La experiencia incluye entonces un elemento activo y un elemento pasivo: por el
lado activo, la experiencia significa ensayar en el sentido que se desprende del término
experimentar; por el lado pasivo, la experiencia es sufrir o padecer (Dewey, 1998, pág.
124). La naturaleza de la experiencia incluye estos dos elementos en una profunda e
íntima conexión. Anticipándonos a una de las críticas que hace de la educación
progresiva, Dewey señala que “la conexión entre estas dos fases de la experiencia mide
la fecundidad o valor de ella” (Dewey, 1998, pág. 124). Es decir, la mera actividad no
constituye ninguna clase de experiencia, a no ser que se entienda claramente cómo ese
cierto modo de actuar está conectado con ciertas consecuencias que se desprenden de él.
58
La ampliación de la observación y el discernimiento sobre las conexiones específicas
entre algo que hacemos y las cosas que de ello resultan supone superar esa fase del
llamado método del ensayo y error (que tradicionalmente se presume como el carácter
por excelencia del conocimiento empírico) en el que por medio de la prueba y la
tentativa damos de manera imprevista con algo que funciona y asumimos ese encuentro
fortuito como una regla para actuar de ahí en adelante. Aquí, según Dewey, no hay
ninguna retrospección ni proyección y, por lo tanto, no hay ningún sentido, pues no se
obtiene nada que pueda ser aprovechado para prever lo que posiblemente ocurra
después; no se ha ganado ningún tipo de capacidad para adaptarse a lo que está
ocurriendo y no se tiene un control mayor sobre ese tipo de actividades (Dewey, 1998,
pág. 125). Son meros accidentes, algo que ocurre, algo que está incompleto e
indeterminado y que sólo pueden alcanzar el calificativo de experiencia por un acto de
cortesía. En efecto, para Dewey es necesario distinguir entre aquello de que se tiene
experiencia como resultado de un mínimo de reflexión accidental y aquello de que se
tiene experiencia “como consecuencia de una indagación reflexiva insistente y sujeta a
reglas (…) pues sólo se tiene experiencia en virtud de la intervención del pensar
sistemático” (Dewey, 1948, pág. 8). En ese sentido, la lógica experimental de las
ciencias naturales no se limita a tratar con los datos de la experiencia crasa, sino que sus
conclusiones se retrotraen a la misma experiencia para comprobar su verdad.
El carácter experimental de la experiencia, en oposición a los métodos groseros
de ensayo y error (tradicionalmente entendidos como el paradigma o modelo
epistemológico del conocimiento empírico en el sentido más peyorativo del término),
supone entender que: 1) la experiencia es primariamente un asunto activo/pasivo, no un
asunto exclusivamente cognoscitivo; y 2) la medida del valor de una experiencia se halla
en la percepción de las relaciones o continuidades a que conduce. En este sentido la
experiencia puede entenderse, como veíamos, en términos de una situación, al ser
definida como la interacción entre un organismo y su entorno; y como una función vital,
en tanto la biología a partir de Darwin ha demostrado que no puede haber vida sin una
59
actividad de los organismos mediante la cual éstos reconstruyen y transforman su medio
vital.
El discernimiento sobre la relación que existe entre esos dos elementos, esto es,
lo que tratamos de hacer y lo que ocurre como consecuencia de ello, es el componente
reflexivo que transforma de manera cualitativa el tipo de experiencia que se tiene. Es
importante subrayar este punto, pues es una clave fundamental para entender el concepto
deweyano de experiencia. En efecto, para Dewey, todas las experiencias tienen una fase
de lo que él llama “cortar y probar”, es decir, el método del ensayo y el error: “hacemos
algo, y cuando fracasa hacemos otra cosa y seguimos ensayando hasta que damos con
algo que marcha, y entonces adoptamos este método como una regla de medida empírica
en el procedimiento subsiguiente” (Dewey, 1948, pág. 128). Normalmente, vemos que
un cierto modo de actuar y una cierta consecuencia están relacionados entre sí por medio
de una íntima conexión, pero no vemos nunca cómo lo están. No vemos esos detalles de
la conexión, no sabemos cómo ligar la causa y el efecto, la actividad y la consecuencia.
En ese sentido, nos encontramos a merced de las circunstancias, pues si éstas cambian el
acto realizado puede no operar en el sentido que se esperaba. Por el contrario, si
conocemos en detalle aquello de lo cual depende el resultado que esperamos, podemos
ver si existen las condiciones requeridas para lograrlo. Es más, bajo la premisa de saber
cuáles son los antecedentes necesarios para lograr tal o cual efecto, podemos fácilmente
trabajar para obtenerlos si es que faltan algunas de esas condiciones. Esto permite
extender el control práctico sobre la experiencia y seguir el mismo método con que las
ciencias modernas experimentales han transformado el mundo para satisfacer las
necesidades e intereses del hombre. En palabras de Dewey: “el método de la
investigación científica consiste en producir algún cambio con el fin de ver qué otros
cambios se siguen; la correlación entre estos cambios, que se mide por una serie de
operaciones, constituye el objeto del conocimiento” (Dewey, 1967, pág. 45) De esta
manera, el pensamiento reflexivo es entendido por Dewey como “el examen activo,
persistente y cuidadoso de toda creencia o supuesta forma de conocimiento a la luz de
60
los fundamentos que la sostienen y las conclusiones a las que tiende” (Dewey, 1989,
pág. 25).
El hábito de la reflexión es, para Dewey, fundamental a la hora de dilucidar las
incógnitas tanto de la naturaleza de la realidad como del curso de la acción moral. Para
el filósofo norteamericano, el estímulo para pensar “se encuentra cuando deseamos
determinar la significación de algún acto, realizado o a realizarse” (Dewey, 1998, pág.
133). Esto significa que tal situación, tal como está, es incompleta y, por tanto,
indeterminada. La solución a este problema será la anticipación o proyección de las
posibles consecuencias, la consideración del efecto de lo que ocurre sobre lo que puede
ser pero que no es todavía, prever una terminación posible sobre la base de lo que ya
está dado. Y para ello es preciso descubrir las conexiones específicas entre algo que
nosotros hacemos y las consecuencias que de ello resultan, de modo que ambas cosas
lleguen a ser continuas. El pensar se convierte así en un proceso de indagación, de
búsqueda, esto es, de investigación a través de conclusiones hipotéticas o resultados
provisionales que sugieran ciertas salidas ante las perplejidades generadas por
situaciones confusas, inciertas, dudosas o problemáticas.
En este sentido, las ideas y conceptos se entienden como herramientas de trabajo
que sugieren planes para guiar la acción por distintos caminos tentativos con el fin de, en
último término, confirmar, refutar o modificar la conjetura inicial. Dewey define el
pensar como una experiencia reflexiva en tanto plantea que “pensar es instituir de un
modo preciso y deliberado conexiones entre lo hecho y sus consecuencias” (Dewey,
1998, pág. 133). A partir de allí, Dewey establece una diferencia cualitativa con el
denominado método empírico del ensayo y error, y describe de manera general los
rasgos que la caracterizan (Dewey, 1998, pág. 133):
1. Hay perplejidad, confusión, duda debido al hecho de que estamos envueltos en una
situación incompleta cuyo carácter pleno no está todavía determinado.
61
2. Hay una anticipación por conjetura, una tentativa de interpretación de los elementos
dados, atribuyéndoles una tendencia a producir ciertas consecuencias.
3. Una revisión cuidadosa (examen, inspección, exploración, análisis) de toda
consideración asequible que definirá y aclarará el problema que se tiene entre manos.
4. Una elaboración consiguiente de la hipótesis presentada para hacerla más precisa y
más consistente, porque comprende un campo más amplio de hechos.
5. Apoyándose en la hipótesis proyectada como un plan de acción que se aplica al
estado actual de cosas; haciendo algo directamente para producir el resultado
anticipado y comprobando así la hipótesis.
El pensar puede así entenderse, a semejanza de la investigación, como un
proceso controlado de “transformación de una situación indeterminada en otra que está
tan determinada en sus distinciones y relaciones constitutivas que convierte a los
elementos de la situación original en un todo unificado” (Dewey, 2000d, pág. 117).
Entender el sentido de un problema, observar sus condiciones, elaborar una conclusión o
hipótesis y la comprobación experimental de ella son todos aspectos esenciales para el
acto de pensar, que, para Dewey, es sinónimo de investigar.
El cultivo y el hábito de esta concepción dinámica del pensamiento, que podemos
llamar pensamiento reflexivo, es para Dewey la tarea fundamental de la educación.
Aunque las consecuencias e implicaciones pedagógicas que se desprenden de la nueva
concepción de experiencia se tratarán más adelante como tema fundamental del tercer y
último capítulo de la presente investigación, vale la pena mencionar que, aunque Dewey
reconoce el valor fundamental de la experiencia para el conocimiento sobre el mundo y
el hombre, no niega que esta pueda ser dominada por el pasado, la rutina y la costumbre.
Es decir, no toda experiencia es por sí misma valiosa, sino solo por los efectos y
consecuencias que de ella se desprenden. Hay experiencias que reducen la capacidad
inquiridora del individuo y originan actitudes de pereza, descuido y rutina que
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inevitablemente conducen al cultivo de hábitos mentales dogmáticos. Experiencias que
en últimas anquilosan el desarrollo continuo del pensamiento, cuyo punto de partida
siempre será una duda, una confusión, una perplejidad vital y auténtica. Veremos cómo
la experiencia se juzga no desde un criterio cognoscitivo, sino desde un criterio
educativo con un enfoque pragmatista sobre sus efectos en torno al cultivo de hábitos
que abran constantemente nuevas perspectivas de interpretación sobre el incesante curso
de la vida.
63
CAPÍTULO 3
IMPLICACIONES Y CONSECUENCIAS EDUCATIVAS
En el primer capítulo de la presente investigación señalábamos cómo las ideas de
Dewey estaban fuertemente influenciadas por el movimiento pragmatista, especialmente
por los planteamientos y reflexiones de dos de sus más reconocidos representantes
Charles Sanders Peirce y William James. En efecto, Dewey se reconoce en deuda
intelectual con los dos autores en tanto toma del primero de ellos la idea de que el
significado de una teoría, así como el de una palabra o una expresión, depende de su
posibilidad para influir en la conducta. En ese sentido el significado depende de su
aplicación práctica, es decir, de su capacidad para influir y modificar el curso de la
acción humana. Asimismo reconoce la enorme influencia de William James en el
desarrollo de sus propuestas filosóficas, específicamente por su idea de determinar si las
cuestiones filosóficas tienen un significado trivial y fútil, en tanto son simplemente
juegos lingüísticos, o por el contrario son en realidad cuestiones con un sentido auténtico
y vital fundadas sobre la base de intereses reales con implicaciones relevantes en la vida
de los individuos.
Así, James plantea en su libro de 1907, titulado Pragmatismo: un nuevo nombre
para algunos antiguos modos de pensar, cómo las tradicionales disputas metafísicas
interminables entre lo Uno y lo Múltiple, la Libertad o la Determinación o el Cuerpo y el
Espíritu pueden ser saldadas si se reinterpreta cada postura en función de sus
consecuencias prácticas. Es decir ¿qué diferencia de orden práctico supondría para
cualquiera que fuera cierta tal noción en vez de su contraria? Por ejemplo, James trata la
discusión entre una comprensión monista enfrentada a una comprensión pluralista del
mundo y, siguiendo su propuesta, Dewey reflexiona en torno a las consecuencias que
traería aceptar como verdadera la teoría según la cual el universo está constituido por un
solo principio básico o sustancia primaria: “el monismo equivale a [una visión del]
universo rígido en el que cada cosa está fijada y permanece inmutablemente unida a las
64
demás, y donde no tienen cabida la indeterminación, la libre elección, la novedad y lo
imprevisto en la experiencia; un universo que exige sacrificar la concreta y compleja
diversidad de las cosas a la nobleza y simplicidad de una estructura arquitectónica”
(Dewey, 2000b, pág. 67). Por su parte, una visión pluralista del mundo propiciaría “la
contingencia, la libertad y la novedad, y concede completa libertad de acción al método
empírico, el cual puede ampliarse indefinidamente. Acepta la unidad allí donde la
encuentra, pero no trata de forzar la vasta diversidad de acontecimientos dentro de un
único molde racional” (Dewey, 2000b, pág. 67).
En ese sentido, la actitud o método de los filósofos pragmatistas es
profundamente experimental en tanto consiste básicamente en centrar la atención en las
consecuencias y posibilidades de acción que se desprenden de cualquier teoría o
proposición con pretensiones de verdad. Como veíamos, las conclusiones a las que
conduce el proceso del pensamiento sólo son hipotéticas, pues son conjeturas para guiar
la acción en exploraciones tentativas que anticipen sus posibles resultados. Así,
cualquier tipo de afirmación filosófica, desde la perspectiva del pragmatismo, debe ser
objeto de examen en torno a las consecuencias prácticas que de ella se desprenden y de
qué manera sus conclusiones afectan y transforman, de forma positiva o negativa, la
conducta humana. En palabras de Dewey:
“Se brinda aquí (…) un criterio de primer orden para discernir el valor de toda
filosofía que se nos presente: ¿termina en conclusiones que al retrotraerlas hasta las
experiencias ordinarias de la vida y las situaciones correspondientes las vuelven más
significativas, más luminosas para nosotros y hacen nuestro trato con ella más fructífero
(…) o se deja a los conceptos filosóficos permanecer separados en algún reino técnico
privativo de ellos?” (Dewey, 1948, pág. 12).
En el tercer capítulo estudiaremos las implicaciones pedagógicas que se
desprenden de la reconstrucción de la experiencia, tarea inevitable en un trabajo de
investigación que rastrea la formulación de un concepto desde la perspectiva pragmatista
de John Dewey, cuyas preocupaciones filosóficas siempre giraron en torno a intereses
65
pedagógicos. Esto es evidente no sólo por el protagonismo que tuvo en las discusiones
entre educación tradicional y educación nueva, en los debates sobre la elaboración de
currículos y en su labor como director y profesor de la Escuela Experimental de la
Universidad de Chicago durante 1894 y 1904, sino por su radical afirmación de la
educación como un asunto público y no una preocupación específica del educador
profesional.
En tanto uno de los elementos definitorios de la educación es la transmisión de
conocimientos, valores, costumbres y actitudes de generación en generación, puede
decirse que ésta equivale a transmisión de cultura donde la escuela surge como el lugar
primordial de encuentro e interacción del individuo con ese capital de conocimientos
acumulado a través de los siglos. En ese sentido, a través de la socialización con otras
personas y en un ambiente favorable para el desenvolvimiento de sus capacidades, el
alumno comienza a formarse en la adquisición de esos conocimientos que la sociedad
considera como moralmente valiosos y productivamente útiles para el desarrollo de la
sociedad en la que vive. Así no es posible desligar la labor educativa del ambiente social
en el que inevitablemente se encuentran los individuos, de ahí que la educación sea un
problema social ante todo.
La educación tradicional era entendida como una preparación del individuo para
la vida futura. El dominio de ciertas habilidades manuales, la comprensión de la palabra
escrita, el valor de la socialización y convivencia, el cuidado de la imagen, la
estructuración del pensamiento eran, entre otros, los objetivos de toda labor educativa.
Una persona educada se entendía como aquella capaz de usar ese caudal de
conocimientos para resolver las necesidades de su vida futura a partir del aprendizaje
mecánico de toda una serie de materias que le ayudarían más adelante. La legitimidad de
esos contenidos, no obstante, estaba determinada sólo por la autoridad de la tradición y
no por un examen de su pertinencia efectiva en la vida de los individuos.
Esta relación entre el conocimiento del pasado y la preparación para la vida
futura del estudiante será un punto neurálgico en la discusión entre la educación
66
tradicional y la nueva educación en la que Dewey se convertirá en un protagonista
principal. Sus planteamientos quedarán consignados en su libro de 1938 Experiencia y
educación, uno de sus textos más conocidos. Es precisamente allí, a través de sus
planteamientos críticos frente a las pugnas y discusiones pedagógicas de Estados
Unidos, donde podemos examinar las consecuencias y alcances que a nivel educativo se
desprenden de la reconstrucción que Dewey hace de la noción de experiencia. Dewey
construye su crítica a la educación tradicional denunciando los elementos comunes de
este tipo de educación donde priman la pasividad, el desconocimiento de la singularidad
del estudiante, el excesivo intelectualismo y enciclopedismo, su proceder por vía del
autoritarismo y el magistrocentrismo. Pero el punto principal de su crítica es la mala
interpretación que tiene de la herencia cultural que, como veíamos, toda educación, si es
digna de tal nombre, debe transmitir. La tradición cultural occidental, si bien
proporciona una fuente fecunda de riqueza intelectual, no debe verse como un modelo
que ha predeterminado en el pasado un paradigma de individuo educado, sino como una
serie de recursos vitales que pueden ser útiles si se conectan con la experiencia presente
del alumno, es decir, con sus exigencias y necesidades actuales.
Por otra parte, la crítica a la educación progresiva o Nueva Educación -de la cual
Dewey ha sido erróneamente identificado como creador y principal representante- se
sustenta en el reconocimiento de la ausencia de una alternativa pedagógica sólida. En
efecto, la educación progresiva nace como consecuencia del descontento con la
educación tradicional y se alza como una crítica a esas prácticas y métodos pedagógicos
anquilosados que no satisfacen las necesidades y urgencias del mundo actual. De esta
manera, la educación progresiva se opone radicalmente a la educación tradicional
prefiriendo el cultivo de la individualidad sobre el estudio riguroso de la tradición, la
actividad libre sobre la férrea disciplina y la participación activa del estudiante sobre la
pasividad del alumno, entre otros (Dewey, 1945, pág. 15). Sin embargo, la simple
oposición por oposición, que busca oponerse a la antigua pedagogía eligiendo aquello
que esta rechazó, no constituye por sí misma una teoría educativa válida. Problemas
67
tales como el papel del maestro en el proceso educativo, el lugar del libro como objeto
de conocimiento o el estudio de la tradición como herramienta efectiva para enfrentar los
problemas del futuro, no se solucionan optando por “lo uno sobre lo otro”. Para Dewey
la nueva pedagogía debe examinar críticamente sus principios básicos para construir una
teoría educativa sólida que no se sustente en el simple rechazo a los fundamentos de la
educación tradicional.
Siguiendo esta idea, Dewey considera que el principio fundamental de la
educación progresiva es la idea de una relación necesaria e íntima entre los procesos de
la experiencia real y la educación. Por ello, cuando se propone intervenir en la discusión
entre progresistas y tradicionalistas, en lo que será su último escrito pedagógico, lo hará
no con pretensiones conciliatorias entre “uno y otro” sino con un profundo espíritu
filosófico que da cuenta de su talante pragmatista: pretende indagar las causas del
conflicto mediante un examen comprensivo de cada una de las partes contendientes para
desde allí proponer una redefinición de conceptos que están en la base de la disputa y
que pueden sugerir nuevos modos de acción. Y es precisamente la experiencia, uno de
los conceptos claves que Dewey buscará reconstruir en su análisis filosófico de la
discusión pedagógica entre progresistas y tradicionalistas. El texto de Experiencia y
educación, si bien es uno de los más conocidos por el álgido momento en que es
publicado, constituye a su vez la exposición más lúcida de gran parte de sus ideas
pedagógicas, todas ellas articuladas en torno al concepto de experiencia educativa.
Desde esta perspectiva, analizaremos el concepto de experiencia educativa
construido sobre dos principios fundamentales, el principio de continuidad y el principio
de interacción, que a la postre serán dos elementos característicos de la reconstrucción
que hace Dewey del concepto experiencia, pues le permitirán establecer nuevos criterios
desde los cuales comprender su significado y juzgar su valor. Estos dos elementos, en su
conjunto, pueden entenderse también como la formulación explícita de dos
características fundamentales que resumen y sintetizan los aspectos esenciales de los
planteamientos de Dewey sobre la educación, uno de los temas primordiales de reflexión
68
a lo largo de su carrera intelectual. John Dewey, quien es conocido a nivel mundial por
sus trabajos en pedagogía donde trata temas esenciales para la labor educativa como lo
son la metodología de enseñanza, el oficio del maestro y la relación entre teoría y
práctica educativa, entre otros, reconoce la importancia capital de la educación en sus
reflexiones, llegando incluso a definir la filosofía como una teoría general de la
educación y la escuela como el laboratorio de comprobación de las ideas filosóficas.
Con estos elementos, partiendo del análisis introductorio del episodio fundamental en la
vida intelectual de John Dewey que le permitió poner a prueba buena parte de sus
propias tesis y conducir sus reflexiones filosóficas sobre una base empírica, como lo fue
la creación y dirección la Escuela Experimental de la Universidad de Chicago,
pretendemos entender cómo la experiencia es la noción central en la filosofía de la
educación de John Dewey.
3.1 La Escuela-Laboratorio de John Dewey4
Dewey escribía en 1896 que “la escuela es la única forma de vida social que
funciona de forma abstracta y en un medio controlado, que es directamente
experimental, y si la filosofía ha de convertirse en una ciencia experimental, la
construcción de una escuela es su punto de partida” (Dewey, 1972a, pág. 244). Con esta
idea en mente, trabajó en la Universidad de Chicago como Director de los
Departamentos de Filosofía, Psicología y Pedagogía, cargo que ocuparía entre 1894 y
1904, donde pudo cumplir con su propósito de establecer una escuela experimental cuyo
centro y origen fuese algún tipo de actividad verdaderamente constructiva, en la que la
labor se desarrollara siempre en dos direcciones: por una parte, la dimensión social de
esta actividad constructiva, y por otra, el contacto con la naturaleza, proporcionado por
el trabajo directo con la materia prima de dicha actividad. Bajo el auspicio de la
4 Sobre el tema de la Escuela Experimental de Dewey véanse Democracia, ciudadanía y educación: una
mirada crítica sobre la obra pedagógica de John Dewey Reina, 2003; y John Dewey Westbrook, 1993.
69
universidad y de algunos padres de familia, funda en Enero de 1896 la que sería
conocida como la Escuela-Laboratorio de John Dewey, pues comparaba su función con
la de los laboratorios de las ciencias experimentales. Dewey sostenía que la educación
era el laboratorio de comprobación de las ideas filosóficas y tuvo la oportunidad de
someter a prueba buena parte de sus ideas principales sobre filosofía y pedagogía. Como
en todo laboratorio, se buscaba experimentar, es decir, a partir de hipótesis sobre la
instrucción y la formación educativa, se comprobaban y verificaban sus ideas básicas a
través de la práctica en el aula de clase. En ese sentido, la creación de la Escuela-
Laboratorio no partió ni de un método ni de una teoría educativa ya establecida, sino de
inquietudes básicas sobre la manera de enseñar y sobre el lugar de la escuela en el
mundo social. Para Dewey, la escuela era “una comunidad especial en la cual el
complejo ambiente social es reducido y simplificado; en el cual ciertas ideas y
acontecimientos que le conciernen a esta vida social simplificada son comunicados a los
niños” (Dewey, 1972b, pág. 437). En ese sentido, se buscaba que la escuela fuera
entendida en su continuidad con la vida cotidiana de los individuos mediante el
aprendizaje de ciertas materias y temáticas que tuvieran una significación real en los
alumnos.
Manteniendo su idea de la labor teórica en contacto con las exigencias de la
práctica, en el núcleo del programa de estudios de la Escuela de Dewey figuraba la así
denominada ocupación entendida por Dewey como: “un modo de actividad por parte del
niño que reproduce un tipo de trabajo realizado en la vida social o es paralelo a ella”
(Dewey, 1987, pág. 108).
Los alumnos se dividían en once grupos de acuerdo con su edad y llevaban a
cabo diversos proyectos en los que se enfrentaban a situaciones problemáticas
preparadas con anterioridad por los maestros de modo que los alumnos pudiesen
abordarlas a partir de experiencias de primera mano. Para Dewey, el trabajo escolar
significaba trabajo manual en los cultivos, en los talleres, en la cocina: las actividades
escolares, así entendidas, reproducían y representaban las actividades cotidianas con las
70
que los niños estaban más en contacto. Tomando como punto de partida las actividades
del hogar se intentaba construir toda una estructura de conocimiento fundamentada en la
relación de los niños con su medio social. De esta manera, el aprendizaje era entendido
como todo un proceso de descubrimiento, indagación y experimentación para entender
las formas básicas de acción social constitutivas de la vida en comunidad.
Los niños más pequeños (de 4 y 5 años), realizaban actividades que conocían por
sus hogares y entorno como cocina, costura, carpintería. Los niños de 6 años construían,
por su parte, una granja de madera donde plantaban trigo y algodón, los transformaban y
vendían su producción en el mercado. Los niños de 7 años estudiaban la vida
prehistórica en cuevas que habían construido ellos mismos, y los de 8 años centraban su
atención en la labor de los navegantes fenicios y de los aventureros posteriores, como
Marco Polo, Colón, Magallanes y Robinson Crusoe. La historia y la geografía locales
centraban la atención de los niños de 9 años, y los de 10 estudiaban la historia colonial
mediante la construcción de una copia de una habitación de la época de los pioneros. El
trabajo de los grupos de niños de más edad se centraba menos estrictamente en períodos
históricos particulares (aunque la historia seguía siendo parte importante de sus estudios)
y más en los experimentos científicos de anatomía, electromagnetismo, economía
política y fotografía. Los alumnos de 13 años de edad, que habían fundado un club de
debates, necesitaban un lugar de reunión, lo que los llevó a construir un edificio de
dimensiones importantes, proyecto en el que participaron los niños de todas las edades
en una labor cooperativa que para muchos constituyó el momento culminante de la
historia de la escuela.
Teniendo en cuenta que las actividades ocupacionales se enfocaban, por una
parte, al estudio científico de los materiales y procesos que requería su realización, y por
otra parte, hacia su función en la sociedad y la cultura, el interés temático por las
ocupaciones proporcionaba no sólo la ocasión para una formación manual y una
investigación histórica, sino también para un trabajo en matemáticas, geología, física,
biología, química, artes, música e idiomas. Como planteaba el mismo Dewey “el niño va
71
a la escuela para hacer cosas: cocinar, coser, trabajar la madera y fabricar herramientas
mediante actos de construcción sencillos; y en este contexto y como consecuencia de
esos actos se articulan los estudios: lectura, escritura, cálculo, etc.” (Dewey, 1972a, pág.
245). La lectura, por ejemplo, se enseñaba cuando los niños empezaban a reconocer su
utilidad para resolver los problemas con que se enfrentaban en sus actividades prácticas.
Dewey afirmaba que “cuando el niño entiende la razón por la que ha de adquirir un
conocimiento, tendrá gran interés en adquirirlo. Por consiguiente, los libros y la lectura
se consideran estrictamente como herramientas” (Dewey, 1972a, pág. 245). Así, Dewey
entendía las experiencias escolares en continuidad con las experiencias del hogar, lugar
de aprendizaje por excelencia de todo individuo. En palabras de Dewey:
“Las actividades fundamentales (como esas con las que el niño ha estado en
mayor contacto) son aquellas relacionadas con el hogar como centro de protección,
refugio, confort, decoración artística y suministro de alimento. (…) De ahí la
importancia educativa que rodea la actividad manual, el acto de cocinar, etc. Tales
actividades no son consideradas como habilidades que se dominen de manera separada,
sino como la vía a través de la cual el niño puede ganar experiencia social, y también
como el mobiliario de los centros más naturales sobre los cuales el material del
conocimiento puede ser recogido y comunicado al niño” (Dewey, 1972b, pág. 438).
Vemos cómo la clave de la pedagogía de Dewey consistía en proporcionar a los
niños experiencias de primera mano sobre situaciones problemáticas, a partir de
vivencias propias y cotidianas, ya que en su opinión “la mente no está realmente liberada
mientras no se creen las condiciones que hagan necesario que el niño participe
activamente en el análisis personal de sus propios problemas y participe en los métodos
para resolverlos al precio de múltiples ensayos y errores” (Dewey, Democracy in
education, 1977b, pág. 237).
Aunque la Escuela-Laboratorio fue importante como campo de experimentación
de la filosofía de Dewey, su existencia fue también significativa como expresión de su
teoría democrática. Los niños participaban en la planificación de sus proyectos, cuya
72
ejecución se caracterizaba por una división cooperativa del trabajo en la que las
funciones de dirección se asumían de manera rotativa. Además, se fomentaba el espíritu
democrático, no sólo entre los alumnos de la escuela sino también entre los adultos que
trabajaban en ella, pues los maestros participaban en las decisiones que influían en la
dirección administrativa de la escuela. En la Escuela-laboratorio, Dewey intentó llevar a
la práctica ese tipo de democracia en el trabajo permitiendo que los maestros se
reunieran semanalmente para examinar y planificar su trabajo con el fin de desempeñar
una función activa en la elaboración y ejecución del programa escolar. En sus propias
palabras:
“¿Qué significa la democracia si no que cada persona participa en la
determinación de las condiciones y objetivos de su propio trabajo y que, en definitiva,
gracias a la armonización libre y recíproca de las diferentes personas, la actividad del
mundo se hace mejor que cuando unos pocos planifican, organizan y dirigen, por muy
competentes y bien intencionados que sean esos pocos?” (Dewey, 1977b, pág. 233).
Según estas características, vemos cómo la escuela misma se convierte en una
forma de vida social, una comunidad en miniatura, en la cual se reduce y se simplifica la
vida social recreando, a la medida del niño, las situaciones en las que se encontraría si
fuese ya un adulto. La razón de ser de la escuela no es, para Dewey, la formación del
ciudadano del mañana sino la constante reorganización o reconstrucción de su
experiencia actual de manera orientada para que desemboque en algún tipo de
crecimiento continuo. La escuela debe entonces constituirse como un espacio organizado
en el que se fortalezcan las experiencias valiosas o educativas.
Dejando de lado la idea de la educación como una preparación para la vida, la
escuela se convierte en el escenario privilegiado donde el individuo vive de manera
efectiva y plena aprendiendo a usar sus capacidades para reajustarlas a las nuevas
condiciones que se presenten. En ese sentido, la escuela debe cultivar en los individuos
actitudes que le permitan adaptarse a las nuevas situaciones que trae consigo la vida. A
través de las llamadas ocupaciones, o experiencias que tipifican ciertas situaciones
73
sociales, los niños de la Escuela-Laboratorio se desenvolvían en un contexto de gran
significación vital y, desde allí, se estimulaba la observación, el pensamiento lógico y,
especialmente, la capacidad creadora y constructiva del sujeto.
La Escuela-Laboratorio fue la única oportunidad que tuvo Dewey para poner a
prueba sus incipientes ideas y teorías filosóficas y pedagógicas. Su experimento, si bien
tuvo un notable éxito, terminó por razones burocráticas en 1904. Sin embargo, le
permitió guiar sus reflexiones sobre una base empírica y experimentar sobre sus propios
planteamientos. Estos, con el tiempo, irán alcanzando una mayor precisión que le
permitirán establecer una teoría general de la experiencia cuyos contenidos básicos
trataremos a continuación.
3.2 La educación como reconstrucción reflexiva de la experiencia
Tal como lo advierte Dewey en el prefacio a su texto titulado Democracia y
Educación, la filosofía de la educación que allí expone relaciona tanto el crecimiento de
la democracia con el desarrollo del método experimental de las ciencias, como las ideas
evolucionistas en las ciencias biológicas con la reorganización industrial y pretende
señalar los cambios que estos nuevos desarrollos generan en las materias de estudio y en
los métodos educativos (Dewey, 1998, pág. 10). Entre ellos, uno de los principales
cambios es la preponderancia de la idea de crecimiento en toda reflexión pedagógica. En
efecto Dewey entiende la educación como un desarrollo continuo a nivel físico,
intelectual y moral de los individuos. En ese sentido, los contenidos y métodos
educativos deben propender por mantener y motivar ese desenvolvimiento vital continuo
de los individuos hacia nuevas direcciones. Desde esta perspectiva, el reconocimiento de
la importancia de la experiencia y su valor pedagógico es algo más que axiomático, pues
parece poco probable que la lógica de la disciplina mental en que se sustentaba un
74
régimen escolar de ejercicios mecánicos, memorización y rígidas normas de conducta,
pueda motivar en el individuo el deseo por seguir aprendiendo.
Sin embargo, siguiendo la máxima de profundo carácter pragmático según la cual
no hay nada más sospechoso que un hecho evidente, es necesario indagar sobre el lugar
real y la función específica que cumple la experiencia en la teoría educativa de John
Dewey. Para ello comenzaremos con un breve estudio sobre una idea fundamental en
toda filosofía de de la educación como lo es la noción de educación como transmisión.
Estudiaremos la visión de Dewey frente a esta manera de entender la educación
subrayando los argumentos que utiliza sustentados por los descubrimientos de la
biología evolutiva, para defender la idea de cómo la sociedad existe y se mantiene en el
tiempo mediante un proceso de transmisión cultural, análogo a los procesos vitales de
adaptación de otros organismos. Desde allí podremos determinar los alcances de
entender la educación como crecimiento, aspecto fundamentale a la hora de entender el
significado de la definición general de Dewey sobre la educación como reconstrucción
reflexiva de la experiencia.
3.2.1 La educación como transmisión y necesidad social
Uno de los descubrimientos fundamentales de la biología, que cambió el modo
en que se comprendía la especie humana y en general todo ser vivo, fue el que las
formas de vida del planeta están relacionadas entre sí y que los organismos más
complejos han surgido con el tiempo a partir de formas de vida más sencillas. Pese a su
diversidad, la biología descubrió que los millones de organismos que habitan el planeta
comparten un conjunto de características que los diferencian de los objetos inanimados.
Así, tanto el ser humano como un roble o como una mariposa comparten ciertas
características que los definen como seres vivos. Estos rasgos incluyen, entre otros, un
cierto tipo de organización; una variedad de reacciones químicas a las que se engloba
75
con el término metabolismo; la capacidad de conservar su medio interno adecuado
incluso si el ambiente externo se modifica (proceso que se conoce con el tecnicismo
homeostasis); el movimiento o locomoción, la capacidad de respuesta a los estímulos; la
reproducción y, el que tal vez es el más importante para la supervivencia, la adaptación
al ambiente. En efecto la capacidad de un organismo para desarrollarse y crecer depende
de su capacidad para adaptarse a su entorno y los cambios que por definición se
producen en él. De esta manera, la vida se manifiesta como una lucha constante por la
existencia y la supervivencia; en otras palabras, una búsqueda constante del incremento
de probabilidades de supervivencia. Así, aunque el ser vivo está constantemente
amenazado por fuerzas superiores que en cualquier momento pueden detener el curso de
la vida, intenta siempre controlar en algún grado esas potencias que actúan sobre él para
convertirlas en medios que le permitan garantizar una supervivencia futura. Así, el
organismo subsiste en tanto lucha por utilizar en provecho propio -es decir con el fin de
aumentar las posibilidades de supervivencia- las energías que lo rodean. La luz, el aire,
la humedad o los materiales del suelo se convierten así en medios para su propia
conservación. Y la energía invertida en aprovechar las condiciones del ambiente es
compensada por los resultados que obtiene en torno a prolongar su supervivencia. En
palabras de Dewey, la vida puede entenderse como “un proceso de autorrenovación
mediante la acción sobre el ambiente” (Dewey, 1998, pág. 13).
Sin embargo, este proceso de autorrenovación, como lo llama Dewey, no
depende de la existencia particular de un organismo determinado. Tal como la biología
lo plantea, este proceso vital continúa a pesar de la desaparición de los individuos. Así,
aun cuando desaparezcan no sólo los organismos sino también las especies, este proceso
continúa en formas más complejas que surgen mejor adaptadas para vencer las
dificultades que se les presentaron a sus antecesoras. En ese sentido la continuidad de la
vida, principio fundamental en la teoría evolutiva propuesta por la biología a partir de
los estudios de Charles Darwin, significa una readaptación continua y recíproca entre el
ambiente y las necesidades de los organismos vivos. La vida, así entendida en un sentido
76
fisiológico, está determinada por lo que Dewey denomina el principio de continuidad
evidente en la adaptación y renovación sucesiva de formas de vida más complejas.
No obstante, la vida también abarca un sinnúmero de aspectos como las
costumbres, las creencias, las victorias y derrotas, el ocio y los oficios. Así, en el caso de
los seres humanos, el concepto de vida es más rico en significado, pues está constituido
por otros elementos más abstractos que los aspectos fisiológicos. En este punto, es
inevitable no hacer asociaciones y comparar el concepto de vida con el concepto de
experiencia. En efecto, en una reelaboración de la introducción a su texto de 1925
Experiencia y naturaleza, Dewey entiende la experiencia como “toda forma real y
posible en la que el hombre, que es parte de la naturaleza, se relaciona con todos los
demás aspectos y fases de esta” (Dewey, 1981, pág. 331), es decir, todo el conjunto o
totalidad de las relaciones del individuo con el mundo. Este último aspecto es, como
veíamos, esencial en la reconstrucción que hace Dewey de la experiencia, pues es
precisamente la amplitud de este concepto lo que le permite afirmar que éste debería
abarcar todo lo experimentado, así como el proceso de experimentarlo. Así lo señala
Philip Jackson en su texto John Dewey y la tarea del filósofo:
“Para Dewey la experiencia abarca lo que algunos llamarían El Todo, que
incluiría tanto el fondo como el primer plano, tanto el percipiente como lo percibido,
tanto el sueño como la realidad. Los objetos y sucesos que identificamos como
experimentados están contenidos en una matriz omniabarcativa – designada por algunos
filósofos con diversos nombres en mayúscula como Mundo, Naturaleza, Circunstancias,
Situación - cuyos horizontes pueden modificarse y expandirse pero nunca traspasarse.”
(Jackson, 2004, pág. 115)
La experiencia así entendida en el mismo fecundo sentido en que se comprende
el concepto de vida, está determinada también por el principio de continuidad que se
hace explícito mediante la renovación. Así, en el caso de los seres humanos, la
renovación de la existencia física permite la recreación y reproducción de las creencias,
los ideales, las prácticas y todos aquellos elementos constitutivos de un grupo social. En
77
síntesis, la continuidad de la vida humana, o de la experiencia en este caso, depende de
la renovación del grupo social. Y, así como en otras especies el mismo proceso vital no
depende de la prolongación de la existencia de un organismo en específico, en los seres
humanos ocurre lo mismo:
“cada uno de los individuos que constituyen un grupo social, tanto en una ciudad
moderna como en una tribu salvaje, nace inmaduro, indefenso, sin lenguaje, creencias,
ideas ni normas sociales. Cada individuo, cada unidad de portadores de la experiencia
vital de su grupo desaparece con el tiempo. Y sin embargo, la vida del grupo continúa”
(Dewey, 1998, pág. 14)
En este contexto surge la educación, entendida en un sentido general, como el
medio por excelencia que garantiza la continuidad de la vida humana, pues el simple
crecimiento a nivel físico y el dominio básico de los medios que permiten suplir las
necesidades primarias de subsistencia, no bastan para reproducir y mantener la vida del
grupo. En efecto, no basta con la conservación física y en un número suficiente de los
nuevos miembros del grupo social; también deben ser conservados los intereses,
propósitos, destrezas, conocimientos y prácticas que han adquirido los miembros ya
maduros y que, a la postre, constituyen en conjunto los rasgos característicos del grupo
social. Así, la transmisión de todo ese cuerpo de conocimientos, costumbres e ideales
que podríamos llamar cultura es determinante para la supervivencia de la vida social. Es
más, se convierte en una necesidad dado el hecho ineluctable del nacimiento y de la
muerte pues los seres recién nacidos no sólo desconocen sino que son completamente
indiferentes respecto a los fines y hábitos del grupo social. La sociedad debe entonces
comunicar y transmitir esos valiosos rasgos culturales a sus miembros inmaduros,
hacérselos conocer e inspirarles un interés activo hacia ellos para, de esta forma,
garantizar su supervivencia. De esta manera, la educación se convierte en una necesidad
primordial de la vida.
La necesidad de enseñar y aprender es, entonces, perentoria para la existencia
continua de la sociedad. Según Dewey, la educación consiste básicamente en la
78
transmisión, por medio de la comunicación, de hábitos de pensar, hacer y sentir de los
más viejos a los más jóvenes y su necesidad se evidencia en el contraste entre la
madurez de los miembros adultos, quienes poseen ese cuerpo de conocimientos propios
del grupo, y la inmadurez de los nuevos miembros que son, a su vez, la garantía de la
supervivencia futura de la sociedad. Este contraste es aún más evidente cuando se
constata la enorme dependencia que tiene el ser humano neonato en torno a la guía y el
socorro de sus mayores. Tanto así que no es capaz de adquirir por su cuenta las destrezas
rudimentarias para su existencia física sino solamente a través de la relación con los
miembros maduros del grupo social. En palabras de Dewey:
“El hijo de los seres humanos tiene tan poca destreza originariamente, en
comparación con los hijos de muchos de los animales inferiores, que hasta las
habilidades necesitadas para el sustento físico han de ser adquiridas bajo tutela. ¡Cuánto
más no ocurrirá, pues, en este caso respecto a todas las adquisiciones tecnológicas,
artísticas, científicas y morales de la humanidad!” (Dewey, 1998, pág. 15)
3.2.2 Educación como crecimiento
Veíamos como la biología ha demostrado que la verdadera naturaleza de la vida
consiste en luchar por continuar siendo. Y esta continuidad se asegura por la renovación
del grupo social mediante la transmisión de esas ideas y prácticas constitutivas de lo que
podríamos llamar cultura. Así, la sociedad continúa existiendo gracias a la transmisión y
comunicación de estos contenidos. La importancia de la educación radica, pues, en que a
través de ella la sociedad determina su propio futuro.
La dirección y formación de los miembros más jóvenes de la sociedad es,
decíamos, una necesidad. Se intenta educar a los niños bajo la idea de que son seres
inmaduros que, como tales, se definen por su capacidad para desarrollarse y llegar a ser
miembros efectivos de esa sociedad en la que viven. En ese sentido, la infancia se
79
considera desde un punto de vista comparativo como un estadio previo de la edad adulta
en el que el individuo carece de ciertas herramientas, habilidades y destrezas
indispensables para su madurez plena. Sin embargo, Dewey reconoce que en la infancia
se pueden reconocer elementos positivos y constructivos, no necesariamente desde una
perspectiva comparativa que señala la ausencia de ciertos aspectos. En efecto, Dewey
señala la interdependencia y, de manera especial, la plasticidad, entendida como la
capacidad para aprender de la experiencia5, como dos elementos significativos en el
desarrollo de un individuo presentes en la edad infantil. Sobre este último punto Dewey
señala que la educación puede entenderse como la adquisición de hábitos o el desarrollo
de determinadas capacidades que comparten una característica común: su control activo
sobre el ambiente mediante el control de los órganos de acción (Dewey, 1998, pág. 50).
El hábito se define, según Dewey, como un ajuste entre el individuo y su
ambiente, es decir, una habilidad para utilizar las condiciones naturales como medios
para ciertos fines. Sin embargo, debe entenderse desde una perspectiva más amplia que
involucre otros aspectos que no se limiten a la destreza y pericia manual. Para Dewey el
hábito significa también la formación de disposiciones intelectuales que se realizan al
mismo tiempo de manejar una herramienta, o combinar los colores para pintar un
cuadro. Es decir, no son sólo modos rutinarios de acción mecánicos sino, ante todo,
suponen ejercicios de pensamiento, observación y reflexión que conducen a la
formación de cierto tipo de habilidades intelectuales que permiten actuar de manera
inteligente en el curso de la vida humana.
El crecimiento de cualquier individuo se da gracias a su capacidad para modificar
sus acciones sobre la base de los resultados de experiencias anteriores. En ese sentido la
infancia tiene la ventaja de ser un período de vida donde, gracias a la curiosidad
inagotable de los niños, constantemente se buscan nuevos estímulos y nuevos
desarrollos que pueden convertirse, si están bien dirigidos, en hábitos mentales que
5 “El poder para retener de una experiencia algo que sea eficaz para afrontar las dificultades de una
situación ulterior” Dewey, 1998, pág. 48.
80
enriquecen la acción. Así hay un poder, una capacidad propia de la edad juvenil que no
debe ser menospreciada ni mucho menos invisibilizada. El interés por lo nuevo, la
simpatía por el progreso, el no temer a lo incierto y a lo desconocido son algunas
características de la edad infantil cuyo inmenso valor pedagógico solo puede entenderse
desde una perspectiva que entienda la educación no como un método para suplir la falta
de madurez mediante la introducción mecánica de conceptos y temas que esperan llenar
ese vacío mental y moral del individuo. Entender la educación como crecimiento
supone, según Dewey, entender que no hay un fin externo más allá de sí mismo: “como
la vida significa crecimiento, una criatura viviente vive tan verdadera y positivamente en
una etapa como en otra, con la misma plenitud intrínseca y las mismas exigencias
absolutas” (Dewey, 1998, pág. 54) Así las manifestaciones de los niños son
posibilidades que pueden convertirse en medios de desarrollo y crecimiento. En ese
sentido la educación puede entenderse como “la empresa de proporcionar las
condiciones que aseguran el crecimiento o la educación de la vida” (Dewey, 1998, pág.
54). De ahí que el criterio para juzgar el valor de la educación en la escuela depende de
si crea o no un deseo de crecimiento continuado y proporciona los medios para hacer
efectivo ese deseo.
La finalidad última de la educación descansa en la idea básica de aprender a
adaptarse a las nuevas situaciones. En ese sentido, la escuela debe propender por cultivar
en los estudiantes cierto tipo de hábitos y de disposiciones que no detengan el proceso
continuo de reorganización, transformación y reconstrucción de la experiencia en virtud
de las nuevas condiciones que la vida presenta.
Frente a los planteamientos de la educación como preparación para la vida futura,
Dewey entiende la educación como crecimiento y subraya como su fin no es nada
externo ni se refiere a nada más allá de si misma. En ese sentido, cada uno de los
estadios de la vida humana, como la infancia, tiene que juzgarse y valorarse por lo que
en ellos se aprende, si se entiende que el fin inmediato del proceso de crecimiento no es
otro que la transformación misma de la cualidad de la experiencia: “Dilucidar su fin,
81
entendido éste como algo prefijado, acabado, no tiene mucho sentido, porque si algo
define la vida es esa capacidad de crecer, de extenderse, de enriquecerse” (Reina, 2003,
pág. 188) En síntesis, el fin de la educación no es otro que el enriquecimiento del
significado y del sentido de la vida.
Desde esta perspectiva, Dewey señala una definición técnica de educación: “es
aquella reconstrucción o reorganización de la experiencia que da sentido a la experiencia
y que aumenta la capacidad para dirigir la experiencia subsiguiente” (Dewey, 1998, pág.
74). En todo momento del desarrollo del individuo se está aprendiendo, en tanto se
transforma cualitativamente la experiencia misma a través del enriquecimiento de su
propio sentido. La definición que plantea Dewey sobre la educación señala dos aspectos
fundamentales para la elaboración de su teoría educativa que, si bien se trabajarán en
detalle más adelante cuando analicemos el principio de continuidad y el principio de
interacción, es necesario examinar aquí para entender su idea de la reconstrucción
continua de la experiencia.
Para Dewey el aumento de sentido corresponde a “la percepción aumentada de
las conexiones y continuidades de las actividades a que estamos dedicados” (Dewey,
1998, pág. 74). Siguiendo el famoso ejemplo del niño que toca una vela y se quema,
Dewey plantea que en ese acto el niño conoce que un acto de tocar en conexión con un
acto de visión significa una sensación de calor y de dolor, al mismo tiempo. Siguiendo
este ejemplo, la importancia de sacar a la luz y de comprender las conexiones implicadas
en toda actividad radica en permite entender mejor que ocurre en tal o cual actividad,
que está sucediendo y, por ende, puede controlar mejor las consecuencias de tales actos.
Este aspecto garantiza la cualidad educativa de toda experiencia: “una actividad que
lleva consigo la educación o la instrucción nos hace conocer algunas de las conexiones
que habían sido imperceptibles” (Dewey, 1998, pág. 74)
Por otra parte, la definición deweyana de educación señala un poder de dirección
o control de las experiencias posteriores. Este aspecto puede fácilmente implicarse del
anterior en tanto conocer lo que ocurre es decir que se puede anticipar y prever mejor las
82
consecuencias de ciertos actos. Hay actividades, sin embargo, en las que no existe esa
preocupación por entender la relación que existe entre el acto mismo y sus posibles
consecuencias. En palabras de Dewey esto ocurre con las actividades rutinarias - por
ejemplo una destreza o una habilidad mecánica y aislada donde no se es consciente de la
relación entre la actividad y los resultados de ella-, y con las actividades caprichosas,
definidas como casuales y sin objetivos ni propósitos cuya lógica interna se explica no
por la relación entre el método y el resultado, sino en virtud de algún truco o milagro
incomprensible. La ausencia de reflexión sobre nuestras propias actividades, nuestras
propias vivencias y experiencias, impedirían actuar de manera adecuada ante los nuevos
retos y desafíos que trae consigo el curso de la vida.
Para Dewey, toda experiencia o actividad que se defina por estos dos elementos
puede considerarse como educativa y, a su vez, toda educación debería construirse en
torno a garantizar el encuentro del estudiante con ese tipo de experiencias. La pregunta
que surge de inmediato es ¿cómo garantizar que las experiencias que se tengan sean
cualitativamente mejores de tal modo que los individuos puedan enfrentarse a los
interrogantes que depara un futuro incierto? Frente a este punto, analizaremos la
respuesta que da Dewey sobre los criterios o principios de la experiencia a en su libro de
1938 Experiencia y educación. Este análisis nos dará más elementos fundamentales para
entender con mayor precisión la nueva manera en que Dewey entiende el concepto de
experiencia.
3.3 Hacia una teoría general de la experiencia educativa
En su libro de 1938 Experiencia y educación Dewey interviene en la discusión
pedagógica que por entonces ocupaba la atención de los educadores norteamericanos: la
pugna entre una educación que se basaba en la disciplina mental a través de estrictos
ejercicios mecánicos que garantizaban la memorización y repetición de contenidos
83
curriculares establecidos por la autoridad de la tradición (Educación tradicional); y otra
que defendía a ultranza el desarrollo de la individualidad y el cultivo de la libertad como
el mejor camino para la formación humana del estudiante (Educación progresiva).
Frente a este debate, donde lo que estaba en juego era la reflexión sobre cuál era la
mejor corriente pedagógica para enfrentarse a los desafíos y dificultades que producía un
país en constante transformación a nivel social e industrial, Dewey asumirá una posición
pragmática centrando su crítica sobre los efectos que estos dos modelos educativos
tienen sobre los individuos.
Desde esta perspectiva, analizaremos en detalle tanto la crítica a la educación
tradicional como a la educación progresiva para entender desde allí como Dewey
pretende reubicar y resignificar el conflicto mediante la reconstrucción del concepto
experiencia. Como respuesta a los “dualismos dogmáticos” de cada una de las dos
corrientes pedagógicas, Dewey asumirá de nuevo una posición no conciliadora ni
ecléctica sino profundamente crítica que le permitirá, a su vez, proponer nuevos modos
de acción con base en la reconstrucción de conceptos cuyo significado tradicional no
parece ser tan útil a la hora de enfrentar los nuevos problemas que surgen de manera
inevitable en una nueva sociedad. Tras este primer análisis, nos centraremos en lo que
podemos llamar la teoría general sobre la experiencia de John Dewey. En ella Dewey
expone en detalle los principios que deben caracterizar una experiencia educativa
realmente valiosa y útil para el individuo.
3.3.1 La crítica de Dewey a la Educación Tradicional
Aunque las críticas que Dewey hace sobre la educación tradicional son, en
sentido general, las mismas sobre las que se sustenta el movimiento europeo de la
Escuela Nueva, se concentra en señalar los efectos nocivos que tiene sobre la
experiencia de los estudiantes.
84
Dewey critica su concepción de la educación como una preparación para el
futuro, su metodología fundamentada en la rutina y la costumbre, su aislamiento del
entorno social y cultural, lo artificial de sus métodos y contenidos que no parecen estar
en armonía con los principios del desarrollo mental de los estudiantes. Sintetizando, la
educación tradicional es para Dewey un nombre genérico con el cual se ha querido
definir un tipo de educación que se ha regido habitualmente, a pesar de las
singularidades propias de cada discurso educativo, por tres grandes principios (Moreno
& Poblador, 1986):
Magistrocentrismo: El maestro es la base y condición del éxito de la educación y es
a quien le corresponde organizar el conocimiento que ha de ser aprendido, trazar el
camino para lograrlo y guiar por él a sus alumnos mediante la disciplina severa y el
castigo físico que estimula constantemente el progreso del alumno.
Enciclopedismo o intelectualismo: todo lo que el niño tiene que aprender se
encuentra ya determinado por un plan de estudios inflexible, regulado y debidamente
organizado para evitar la distracción y la confusión. Todo esta allí consignado y su
exacto cumplimiento garantiza el éxito del proceso educativo.
Verbalismo y pasividad: El método de enseñanza será el mismo para todos los
niños y en todas las ocasiones. El repaso entendido como la repetición de lo que el
maestro acaba de decir, tiene un papel fundamental en este método.
Si bien Dewey señala varios aspectos negativos que se desprenden, en general,
de estos tres elementos, su crítica se centra en los efectos que la educación tradicional
genera en los alumnos. Hay experiencias que producen falta de sensibilidad y reacción,
lo cual restringe la posibilidad de tener experiencias futuras más ricas en significado;
una experiencia dada puede aumentar la habilidad de una persona en una dirección
determinada, y sin embargo conducir a ningún lado; hay experiencias que pueden ser
85
interesantes, vivaces pero desconectadas entre sí, lo cual puede generar la formación de
hábitos poco reflexivos que impedirían controlar las experiencias futuras. Para Dewey la
educación tradicional ofrece una gran cantidad de ejemplos donde experiencias de este
tipo frenaron o perturbaron el desarrollo de experiencias ulteriores en los estudiantes que
fueron educados con un sistema de enseñanza que les exigía una actitud dócil, receptiva
y obediente.
La imposición de modelos, materias y métodos no correspondían con el
desarrollo mental de los alumnos y excedía su capacidad intelectual; simplemente se
limitaban a adquirir lo que estaba ya incorporado en los libros de texto y en la memoria
de sus maestros, sin participar de manera activa en el proceso de aprendizaje. Lo que se
enseñaba en este tipo de educación se mostraba como un producto cultural estático,
valioso por sí mismo y sin tener en cuenta la manera en que fue creado ni los problemas
o situaciones originales a los que intentaba dar respuesta6.
Así, para este tipo de educación las materias de enseñanza consistían en exitosos
sistemas de información, destrezas, modelos y normas de conducta que habían sido
elaborados en el pasado y, por consiguiente, el principal quehacer de la escuela es
transmitirlos a la nueva generación. En tanto los objetos de enseñanza como también los
modelos de buena conducta eran tomados del pasado, los libros de texto se convertían en
los principales representantes de ese saber y en el único modo de acceder al
conocimiento sobre el mundo. Asimismo, el maestro se alzaba por un lado como el
órgano mediante el cual el alumno era puesto en relación efectiva con las materias de
conocimiento, con las destrezas intelectuales; y por el otro como un modelo de conducta
y comportamiento.
6 “¿Cuántos estudiantes no llegaron a ser insensibles a las ideas y cuántos no perdieron el ímpetu para
aprender por el modo en que experimentaron la instrucción? ¿Cuántos no adquirieron capacidades
especiales por medio de un adiestramiento automático de suerte que quedó limitada su facultad de juzgar y
su capacidad de actuar inteligentemente en las situaciones nuevas? ¿Cuántos no llegaron a asociar el
proceso de aprender con el fastidio y el cansancio? ¿Cuántos no encontraron que aprendieron de un modo
tan ajeno a las situaciones de la vida exterior a la escuela que ésta no les dio poder de control sobre
aquellas? ¿Cuántos no asocian los libros con el esfuerzo estúpido que los condicionó para todo menos para
una lectura vivaz?” Dewey, 1945, pág. 24.
86
Vemos como Dewey señala que el carácter de las experiencias que se viven en la
educación tradicional es defectuoso y erróneo desde el punto de vista de la relación de
éstas con las experiencias posteriores. En efecto, para Dewey la cualidad de toda
experiencia tiene dos aspectos: un aspecto inmediato de agrado o de desagrado y la
influencia sobre las experiencias ulteriores. De ahí que la educación tradicional no
parecía incitar al alumno ni provocar la vivencia de experiencias futuras deseables; antes
bien, parecía impedir la creatividad e iniciativa individual desmotivando el interés por el
aprendizaje.
Frente a esta manera tradicional de entender el proceso educativo, surge como
reacción crítica la llamada educación progresiva, planteamiento pedagógico que aunque
parte de una idea compartida sin reservas por Dewey, como es la existencia de una
íntima y necesaria relación entre los procesos de la experiencia real y la educación, se
formula sobre la base del rechazo y la pura oposición a lo planteado por la educación
tradicional. Así, al rechazar los fines y métodos de esa educación que se pretende
sustituir, la nueva pedagogía establece sus principios de modo negativo y no
constructivo generando, en la práctica, efectos antieducativos análogos a los ocasionados
por la educación tradicional. Según Dewey la nueva educación identifica unos
problemas educativos fundamentales pero se equivoca cuando pretende darles solución
apoyándose en unos principios generales que se fundamentan en el simple rechazo a las
ideas y prácticas de la antigua educación. Veamos con mayor detalle la crítica de Dewey
a la educación progresiva.
3.3.2 La crítica de Dewey a la Educación Progresiva
Veíamos como Dewey criticaba a los teóricos de la Nueva Educación la ausencia
de una formulación en detalle de una práctica pedagógica alternativa a la planteada por
la educación tradicional. Más que construir un proyecto educativo coherente, sólido e
87
inteligente que podría redefinir ciertos aspectos valiosos de la educación tradicional, la
educación progresiva se limita a presentar de forma vacua una propuesta pedagógica
fundamentada en rechazar completamente las prácticas y métodos de la antigua
educación. Así “a la imposición desde arriba se opone la expresión y cultivo de la
individualidad; a la disciplina externa se opone la actividad libre; al aprender de textos y
maestros, el aprender mediante la experiencia; a los fines y materiales estáticos se opone
el conocimiento de un mundo sometido a cambio” (Dewey, 1945, pág. 15) La nueva
educación o educación progresiva nace, según Dewey, como producto del descontento
respecto a la educación tradicional y se alza como una crítica radical hacia sus
planteamientos pedagógicos. Así, en reacción al autoritarismo de la antigua educación se
rechaza todo tipo de control externo mas no se busca una fuente de autoridad más eficaz
y menos coercitiva. En reacción a la fuerza de la tradición y la autoridad de la
costumbre, la educación progresiva rechaza cualquier forma de dirección o guía adulta
en tanto supone una violación de la libertad individual de los alumnos; sin embargo no
analiza como el conocimiento y la destreza de una persona madura puede ser de gran
valor para la experiencia del incipiente desarrollo mental y físico del estudiante. En
reacción al uso de hechos e ideas anquilosadas como materia de estudios, la educación
progresiva rechaza la idea del conocimiento del pasado como el fin último de la
educación, pero no aclara como puede convertirse ese saber tradicional en un medio o
herramienta eficaz para enfrentar de manera efectiva los desafíos del futuro. En reacción
a la imposición externa de contenidos curriculares, normas de conducta y métodos
pedagógicos que limitaban el desarrollo intelectual del estudiante, la educación
progresiva exalta la libertad del alumno; pero no considera una definición de la libertad
más amplia que la simple realización inmediata de los impulsos. En reacción a la rutina
y la estricta rigidez de la organización escolar de la educación tradicional, la educación
progresiva hace poco o nada respecto a establecer un programa organizado de materias
de estudio; sin embargo no comprenden el valioso sentido de los planes de estudio y la
organización social de la escuela para la experiencia del alumno, cayendo
inevitablemente en la improvisación.
88
Todos estos son problemas a los que se enfrenta una nueva propuesta pedagógica
que intenta zafarse de las concepciones y prácticas educativas antiguas sin hacer un
examen crítico riguroso de sus propios principios básicos. Sin embargo, Dewey
reconoce como a pesar de todas las dificultades a nivel conceptual, la educación
progresiva parte de una idea fundamental y esencial para replantear la labor educativa en
un contexto actual: existe una íntima y necesaria conexión orgánica entre los procesos de
la experiencia real y la educación. Esto significa, según Dewey, que la nueva filosofía de
la educación está sometida a algún género de filosofía empírica y experimental (Dewey,
1945, pág. 21). De ahí que si se quiere lograr un desarrollo realmente positivo y
constructivo de esta idea básica, es inevitable resignificar el concepto clave de la nueva
educación: el concepto de experiencia. En efecto Dewey se pregunta por el lugar y el
sentido de las materias de enseñanza dentro de la experiencia, por la organización del
plan de estudios si se toma la experiencia como principio pedagógico, por el papel del
maestro y los libros de texto en una educación que busca formar individuos autónomos.
Todas estas son preguntas deben responderse de manera clara a partir de una concepción
definida sobre el significado de la experiencia, la cual debe concebirse de forma tan
clara y precisa que permita, con base en su definición, elaborar “un plan para decidir
sobre las materias de estudio, sobre los métodos de enseñanza y disciplina, sobre el
equipo material y la organización social de la escuela” (Dewey, 1945, pág. 26)
Para Dewey una educación basada en la experiencia supone formular una nueva
filosofía de la educación que parta, a su vez, de una nueva filosofía de la experiencia. Es
decir, de una reconstrucción del concepto que descubra las grandes potencialidades
educativas que pueden estar presentes en una propuesta pedagógica que haga de la
experiencia su principio rector. La educación tradicional fácilmente podía sostenerse en
el tiempo, como efectivamente lo hizo, sin necesidad de desarrollar una filosofía de la
educación coherente, en tanto se guiaba por la autoridad de la costumbre y las rutinas
establecidas. En efecto, la educación tradicional se sustentaba en conceptos
políticamente correctos, perseguía objetivos moralmente valiosos y establecía métodos
89
pedagógicos que contaban con la aprobación y el reconocimiento de la sociedad. De esta
manera se convirtió poco a poco en una institución social y en la definición
paradigmática de lo que debería ser una buena educación. Por su parte, la educación
progresiva que por principio “desconfía de las tradiciones establecidas y los hábitos
institucionales” (Dewey, 1945, pág. 26) tiene que ser dirigida, en consecuencia, por
ideas coherentes y articuladas entre sí que formen una sólida filosofía de la educación
que, en palabras de Dewey, ofrezca una dirección positiva para la selección y
organización de los métodos, relaciones sociales y materiales educativos apropiados.
(Dewey, 1945, pág. 29)
Es entonces la formulación de una nueva teoría de la experiencia el elemento
esencial sobre el que se debe orientar la nueva dirección de la educación. Una nueva
filosofía de la educación estructurada como un plan para dirigir la educación sobre una
base empírica y experimental, característica particular de las disciplinas científicas que
en el mundo actual ofrecen el mejor tipo de organización intelectual que puede
encontrarse. En ese sentido para Dewey es evidente que el primer paso para formular
una nueva filosofía de la educación que dirija de manera inteligente a la educación sobre
la base de la experiencia, es presentar los principios cardinales para fundamentar y
construir tal teoría.
El análisis de Dewey sobre este punto, nos permitirá seguir profundizando en la
reconstrucción del concepto en cuestión a través del estudio sobre los criterios o
principios de la experiencia, tema del tercer capítulo del libro Experiencia y educación,
y una respuesta en perspectiva pragmática al dualismo dogmático de las dos corrientes
pedagógicas en disputa. Veremos como Dewey interviene en la discusión no con
propósitos conciliatorios entre ambas posturas, ni con interés de realizar una
combinación ecléctica entre la educación tradicional y la educación progresiva, ni con el
objetivo sectario de sumarse a uno u otro bando. Su propósito es fundamentalmente
filosófico en tanto busca redefinir y reubicar el conflicto desde una nueva perspectiva
(Dewey, 2004, pág. 37).
90
3.4 Los criterios o principios de la experiencia educativa
Siguiendo la crítica de Dewey a la educación progresiva, señalábamos como el
filósofo norteamericano reconocía en la ausencia de una concepción clara sobre lo que
constituye y lo que significa la experiencia, la causa de la gran mayoría de las
dificultades a nivel organizativo existentes en la dirección de las escuelas progresivas,
así como la fuente de las innumerables críticas que a nivel conceptual se le hacen a la
Nueva Educación. Por ello formular una nueva propuesta educativa que rechaza las
antiguas prácticas y conceptos pedagógicos ensalzando la experiencia como el mejor
camino para el aprendizaje y la formación, no es una idea que se autoexplica. Por el
contrario, plantea un desafío intenso como es el de descubrir en la misma experiencia un
principio o criterio que permita organizar un nuevo plan de acción pedagógico que
permita enfrentar de la mejor manera las transformaciones, desafíos e inquietudes del
mundo actual sin dejar de apreciar la valiosa sabiduría y el amplio saber legado del
pasado para interpretar los problemas del presente. De nuevo, no se trata de optar por “lo
uno o lo otro”, sino introducir un nuevo orden de conceptos que lleven a nuevos modos
de acción.
Veíamos en el primer capítulo como la concepción experimental de la
experiencia de Dewey se desprende de una nueva visión del mundo que trae consigo la
revolución científica. Un mundo abierto, sin límites, inacabado y en constante
construcción es el contexto idóneo para redescubrir la dimensión activa, creadora y
constructiva de la experiencia. Para Dewey la experiencia aumenta el significado de la
vida humana, hace posible acciones más intensas, eficaces y productivas de los
individuos sobre el mundo natural y permite construir instituciones más equitativas y
solidarias a nivel social. Todo ello gracias a que la experiencia puede producir sujetos
con un tipo de disposiciones intelectuales y físicas que les permita seguir educándose y
formándose de manera permanente, es decir, sujetos que no se autoperciben como
acabados, como fijos, como completos.
91
Pero ¿qué clase de experiencias pueden producir la formación de este tipo de
disposiciones intelectuales? ¿Cuáles son las características que definen este tipo de
experiencias? ¿Cómo diferenciarlas de otro tipo de experiencias que generan actitudes y
hábitos antireflexivos en los individuos? A estas preguntas Dewey intentará dar
respuesta en una nueva y más explícita formulación de su concepción sobre el término
experiencia educativa, estableciendo los principios o criterios de su teoría general sobre
la experiencia y, a su vez, brindando nuevos elementos constitutivos de la
reconstrucción que hace en perspectiva pragmática del mismo término.
3.4.1 El principio de continuidad
Una de las ideas propias de la educación progresiva y que será el blanco de las
críticas de Dewey, es la creencia de que toda auténtica educación se efectúa mediante la
experiencia (Dewey, 1945, pág. 22). Si bien una educación que toma como fundamento
la experiencia puede generar el desarrollo de una mente abierta y libre de prejuicios, de
allí no se desprende que todas las experiencias son igualmente educativas. Esto
equivaldría a equiparar directamente la experiencia a la educación, cayendo así en un
craso error lógico de generalización que no contempla el carácter antieducativo de un
sinnúmero de experiencias. Un ejemplo de ello es, como veíamos, el tipo de
experiencias que se vivían en la educación tradicional. En ese sentido, la educación
progresiva se equivoca cuando se opone a la educación tradicional definiéndose como
un plan aprendizaje por medio de la experiencia, pues supone de manera tácita que en la
antigua educación los alumnos no tenían experiencias.
Por obvia que pueda parecer la opinión de Dewey frente a este punto cuando
afirma que en realidad los estudiantes si tuvieron experiencias aunque de un carácter
erróneo, no deja de ser lúcida su intervención en la álgida discusión pedagógica que por
entonces se vivía. Sus reflexiones educativas frente a este asunto puede definirse como
92
una experimentación constante sobre los conceptos sustentaban la práctica pedagógica a
través de la valoración cuidadosa de sus efectos en el desarrollo de los estudiantes. De
esta forma, su filosofía de la educación encaja perfectamente en esa idea de mundo
heredada del método científico, al ser una propuesta pedagógica en permanente
reconstrucción y reformulación de sus principios básicos.
Desde esta perspectiva, Dewey reconoce que no basta insistir en la necesidad de
la experiencia ni en enaltecer hasta el elogio la riqueza de la experiencia como base de la
educación intelectual y moral en el aula de clase. Es necesario un examen reflexivo
mediante la observación cuidadosa del tipo de efectos que está generando en los
alumnos, esto es, una indagación sobre el tipo de alumnos que este tipo de educación
está produciendo. Todo entonces depende de la cualidad de la experiencia que se tiene.
La pregunta que surge de inmediato es evidente ¿y cómo valorar los efectos de una
experiencia realmente educativa? En la respuesta de Dewey a esta pregunta hallaremos
la clave para entender el primer principio en el que se fundamenta su nueva teoría
general de la experiencia: el principio de continuidad o continuidad experiencial.
Para Dewey la cualidad o el tipo de cualquier experiencia tiene dos aspectos: un
aspecto inmediato de agrado o desagrado, que es evidente en el lenguaje corporal del
estudiante y fácil de juzgar si el maestro tiene un mínimo de perspicacia y agudeza para
interpretar el interés y la motivación que genera; y su influencia sobre las experiencias
ulteriores, que se expresa en los cambios que genera en las actitudes y en el carácter de
los alumnos. El efecto de una experiencia, que exige una actitud constante de
observación y reflexión permanente por parte del maestro, no se limita a su apariencia
inmediata, pues como Dewey reconoce, hay experiencias agradables que pueden no ser
muy educativas como también pueden haber experiencias con un gran significado
educativo pero tremendamente monótonas y aburridas que no motivan el interés del
alumno. Esto le plantea un nuevo desafío al educador: “la misión de éste es preparar
aquel género de experiencias que, no repeliendo al alumno, sino más bien incitando su
actividad, sean sin embargo más que agradables inmediatamente y provoquen
93
experiencias futuras deseables” (Dewey, 1945, pág. 25). En ese sentido lo fundamental
no radica en sus efectos en el presente sino en sus efectos en el tiempo, es decir, en hacer
más significativas y más controlables las experiencias posteriores, y todos los obstáculos
y problemas que puedan desprenderse de ellas. En palabras de Dewey “el problema
central de una educación basada en la experiencia es seleccionar aquel género de
experiencias presentes que vivan fructífera y creadoramente en las experiencias
subsiguientes” (Dewey, 1945, pág. 25).
Como veíamos, para Dewey la experiencia no es simplemente aquello que nos
ocurre sino también lo que hacemos con eso que nos sucede. En síntesis hace referencia
a la totalidad de las relaciones del individuo con el mundo, en tanto es simultáneamente
una acción o un hacer sobre el mundo y un sufrir sus consecuencias: el individuo actúa
sobre el mundo y este, a su vez, actúa sobre el individuo. Así, la experiencia puede
entenderse como una relación o una transacción entre el individuo y el medio
circundante. Esta característica básica, la de que toda experiencia vivida modifica al que
la experimenta, afecta según Dewey la calidad de las experiencias siguientes. ¿Por qué?
Una primera respuesta a esta pregunta la podemos encontrar en uno de los rasgos más
sobresalientes de su propuesta filosófica y que estudiamos de manera más detallada en el
primer capítulo de la presente investigación: su confianza en el método de la
investigación científica. Veíamos como Dewey deriva sus ideas principales de los
descubrimientos de la biología moderna, la psicología y las ciencias naturales. En ese
sentido, su propuesta filosófica tiene un marcado temperamento experimental. Este
talante, que es evidente en toda su obra, se convierte en su principal arma para combatir
los pesados dualismos y concepciones antitéticas que, a su juicio, tantas dificultades
habían generado en la reflexión sobre los diversos campos de la vida humana. Esas
disyunciones artificiales y separaciones tan drásticas como las de conocer/hacer, teoría
/práctica, mente/cuerpo, yo/mundo poco o nada obedecían a las condiciones reales y
experimentalmente verificables de la organización del mundo, las teorías del
conocimiento e incluso el comportamiento humano. Eran ideas inmediatas y
94
autodemostrables sin ningún tipo de fundamento real que permitiera demostrar su
validez.
Por el contrario, el método investigativo de la ciencia había establecido a través
de sus descubrimientos y experimentos sobre el mundo natural un principio fundamental
para entender los fenómenos de la vida: la idea de la continuidad. En efecto, la crítica de
Dewey a la visión dualista del mundo que gusta pensar en términos de “lo uno o lo otro”
se construye a partir de esta visión orgánica del mundo y del individuo que en él habita,
producto de los descubrimientos y avances de las disciplinas científicas. Veamos como
el principio de continuidad, que es esencial en la construcción de una nueva teoría
general de la experiencia, se formula no a partir de ideas suprasensibles abstraídas del
modo efectivo en que se desarrolla el pensamiento humano, sino con bases sólidas
sustentadas en los diferentes descubrimientos científicos que han permitido restaurar la
continuidad original entre el pensamiento y la experiencia humana.
En primer lugar, los avances de la fisiología y la psicología han mostrado la
conexión entre la actividad mental y el funcionamiento del sistema nervioso. Sobre este
último se ha demostrado que el cerebro es un mecanismo especializado que permite
mantener actuando de manera simultánea todas las actividades corporales, es decir, es el
órgano que efectúa el ajuste de cada uno de los estímulos recibidos del ambiente
circundante y de las respuestas dirigidas a él. Este ajuste es recíproco: el cerebro no sólo
ordena a la actividad corporal para que influya o interactúe sobre un objeto del ambiente
en respuesta a un estímulo sensorial, sino que esta respuesta determina a su vez cual ha
de ser el estímulo siguiente. Así “cuando un carpintero está trabajando en un tablero (…)
cada respuesta motora se ajusta a la situación indicada mediante los órganos sensoriales
y esa respuesta motora estructura el estímulo sensible siguiente” (Dewey, 1998, pág.
281). Desde esta perspectiva, el cerebro se convierte en un mecanismo destinado a
reorganizar constantemente la actividad para mantener su continuidad, es decir “para
hacer aquellas modificaciones en la acción futura que se requieren por lo ya hecho”
(Dewey, 1998, pág. 282). Retomando el ejemplo del primer capítulo sobre el niño y la
95
vela, lo que hay en tal experiencia es un circuito sensorio-motor que no sustituye un
estímulo sensorial por una respuesta motora sino que parte de un acto inicial (ver) que
genera una respuesta motora que determina el estímulo siguiente (tocar). En un tercer
momento el niño se quema como producto último de la coordinación previa entre el ojo,
el brazo y la mano, pero lo importante es que esta experiencia es el acto inicial original
transformado o desarrollado en su valor y significado. No se trata pues de un nuevo
acontecimiento sino de un circuito de coordinaciones progresivamente enriquecidas. En
ese sentido, la respuesta motora estaría, en cierto sentido, dentro del estímulo
garantizando así la continuidad de la actividad. Precisamente “lo que la hace continua es
que el primer acto prepara el camino para los actos ulteriores, mientras que éstos tienen
en cuenta o consideran los resultados ya logrados” (Dewey, 1998, pág. 282). De esta
manera se establece un vínculo estrecho y necesario entre el conocer y el actuar, en
oposición a la idea de un conocimiento aislado, completo y valioso por sí mismo.
Por otra parte el desarrollo de la biología, en concreto la formulación de la teoría
de la evolución, permite también fundamentar la idea de la continuidad experiencial
establecida por Dewey. Precisamente una de las tesis más significativas y
representativas de la teoría formulada por Charles Darwin, fuente de las más agudas
polémicas y debates a nivel científico y, a su vez, el motivo principal de su influyente
figura en la historia de la humanidad, es la continuidad entre las formas orgánicas más
simples y complejas hasta alcanzar la especie humana. El desarrollo orgánico de las
especies plantea que la criatura viva hace parte del mundo y participa activamente de él,
ya sea en las formas orgánicas básicas donde se manifiesta de manera evidente la
adaptación simultánea entre el ambiente y el organismo, como en el ser humano, para
quien la supervivencia depende de la manera en que anticipe y planee el futuro. Su
seguridad depende así del desarrollo de la capacidad para preveer las consecuencias
futuras de sus acciones presentes. Existe pues una continuidad original entre la
naturaleza y el hombre que parece contradecir la construcción artificiosa de esas falsas
divisiones entre el mundo natural y el mundo humano.
96
Asimismo, el desarrollo del método científico ha permitido que el conocimiento
comience a entenderse ya no como contemplación sino como experimentación de tal
manera que el hombre deja de ser un simple espectador del mundo para convertirse en
un artesano que manipula y transforma las condiciones en que las cosas se presentan. De
ahí que las creencias se transformen cualitativamente en hipótesis, teorías, sugestiones y
sospechas que han de ser entendidas como planes de acciones tentativos. Este punto
permite entender como el carácter experimental del método científico supone un “ensayo
de ideas”, esto es, una “anticipación de las consecuencias futuras sobre la base de una
completa observación de las condiciones presentes” (Dewey, 1998, pág. 283). La
aplicación de este método experimental, aun cuando puede fracasar en sus
consecuencias prácticas, es extremadamente enriquecedor a nivel intelectual en tanto la
observación de estas puede emplearse para hacer predicciones y planes sobre situaciones
semejantes en un futuro.
El principio de continuidad se construye así a partir de una observación atenta
sobre las condiciones en que el desarrollo científico ha logrado ahondar en el
conocimiento del mundo. Sus métodos, sus prácticas y sus notables descubrimientos
proporcionan nuevas herramientas y conceptos para responder a los desafíos que la
comprensión de la naturaleza le presenta al hombre. En ese sentido, Dewey construye su
teoría general de la experiencia partiendo de la observación de los efectos que el nuevo
paradigma científico ha tenido en la manera de entender la relación tradicionalmente
antitética entre el mundo de la naturaleza y el mundo l del hombre. De ahí que la
reconstrucción de la experiencia, y en general toda la propuesta filosófica de John
Dewey, tenga un fuerte componente naturalista.
Podemos entonces definir el principio de continuidad de manera explicita en los
siguientes términos “toda experiencia emprendida y sufrida modifica al que la actúa y la
sufre, afectando esta modificación, lo deseemos o no, a la cualidad de las experiencias
siguientes” (Dewey, 1945, pág. 34). En síntesis, este principio hace referencia al hecho
de que toda experiencia recoge algo de la que ha pasado antes y modifica en algún modo
97
la cualidad de la que viene después. Sin embargo este principio, así definido, no
establece ningún tipo de diferenciación entre el tipo de experiencias que son educativas
y las que no lo son. Como veíamos, en toda experiencia existe cierto tipo de continuidad
pues afecta las actitudes que sirven para decidir la cualidad de las experiencias
posteriores pues establece ciertas preferencias o aversiones, hace más fácil o difícil
actuar para alcanzar determinado fin e influye de algún modo en las condiciones
objetivas bajo las cuales tienen lugar las experiencias ulteriores. Así, aunque el principio
de continuidad puede aplicarse en todos los casos, la cualidad de las experiencias influye
en el modo en que tal principio se aplica:
“El efecto de ser excesivamente indulgente con un niño es un efecto continuo.
Ello crea una actitud que opera como una exigencia automática de que las personas y
objetos satisfagan sus deseos y caprichos en el porvenir. Ello le hace buscar el género de
situación que le ponga en condiciones de hacer lo que le guste en el momento. Le hace
oponerse y ser relativamente incompetente en situaciones que requieren esfuerzo y
perseverancia en los obstáculos por vencer” (Dewey, 1945, pág. 38).
De esta forma el principio de continuidad puede operar de un modo tal que limita
su capacidad de enfrentar nuevas experiencias y lo detienen en un nivel mínimo de
desarrollo que limita su capacidad de crecimiento. Por el contrario, si una experiencia
provoca curiosidad, fortalece la iniciativa y crea deseos y propósitos tan intensos como
para dirigir a una persona hacia nuevas direcciones en el futuro, el principio de
continuidad actúa de una forma completamente diferente pues cada experiencia se
convierte en una fuerza en movimiento cuyo valor educativo depende de aquello hacia lo
que mueve. Así, aunque pueda objetarse que un hombre puede crecer convirtiéndose en
un ladrón, un bandido o un político corrupto, el problema radica en si el crecimiento en
esas direcciones promueve o retrasa el crecimiento en general:
“¿Crea esa forma de crecimiento condiciones para un crecimiento ulterior o
establece condiciones que impiden a la persona que ha crecido en esta dirección
particular las ocasiones, estímulos y oportunidades para continuar el crecimiento en
98
nuevas direcciones? ¿Cuál es el efecto del crecimiento en una dirección especial sobre
las actitudes y hábitos que sólo abren perspectivas para el desarrollo en otra dirección?”
(Dewey, 1998, pág. 36)
En este sentido, el carácter educativo de la experiencia estaría determinado por su
aporte el desarrollo físico, moral e intelectual del sujeto. Un desarrollo que en lugar de
limitar al individuo a un cierto tipo de actitudes y situaciones específicas, le permita
adaptarse y enfrentar los desafíos que emanan de nuevas situaciones y nuevas realidades,
diferentes a las que se han tenido en el pasado. Así, la experiencia educativa no consiste
en una simple reedición de experiencias exitosas del pasado sino en todo un “proceso de
reconstitución permanente de un sujeto con el suficiente valor y audacia para incorporar
en su subjetividad y para reconocer en sus acciones que vive en un mundo pluralista,
contingente e inacabado” (Obregón, 2008, pág. 168).
El principio de continuidad, cuyo sentido educativo está determinado por la
cualidad de las experiencias que preparan a una persona para experiencias futuras de una
calidad más profunda y significativa, no supone, como lo entendía la educación
tradicional que, mediante la simple adquisición de ciertas destrezas y el aprendizaje de
ciertas materias que se necesitarán después, se hace a los estudiantes más aptos para las
necesidades y circunstancias problemáticas del futuro. La adquisición mecánica de una
cantidad determinada de conocimientos en aritmética, geografía o historia que pueden
ser útiles en el futuro, no constituye automáticamente una preparación para su uso
acertado y efectivo en condiciones diferentes de las que se adquirieron. En efecto, la
experiencia no ocurre en el vacío ni es un acontecimiento meramente subjetivo. Las
condiciones del ambiente, del entorno físico y social en que tiene lugar, afectan su
cualidad y significado y se convierte en un aspecto fundamental a la hora de determinar
su valor educativo.
3.4 .1 El principio de interacción
99
Como veíamos con anterioridad, la experiencia puede definirse como una
transacción entre un individuo y lo que en el momento constituye su ambiente. Este, a su
vez, está constituido por cualquier tipo de condición que interactúa con las necesidades,
propósitos y capacidades personales que influyen en las experiencias que se viven. En
síntesis, el medio ambiente consiste en “aquellas condiciones que promueven o
dificultan, estimulan o inhiben las actividades características de un ser vivo” (Dewey,
1998, pág. 133). Así, Dewey entiende por ambiente tanto el agua que es necesaria para
la vida de un pez como el Polo Norte que es un elemento significativo y definitorio de
las actividades de un explorador ártico. Así, el medio particular en que vive el individuo
lo lleva a ver y sentir una cosa mejor que otra, lo lleva a tener cierto tipo de planes,
fortalece algunas creencias. Estas mismas características definen lo que Dewey llama el
medio ambiente social, entorno vital donde se desenvuelve el individuo como sujeto
social, esto es, un ser cuyas actividades están asociadas con las de los otros: “lo que hace
y lo que puede hacer depende de las expectativas, exigencias, aprobaciones y condenas
de los demás” (Dewey, 1998, pág. 22). Esas actividades ajenas son, a su vez,
condiciones indispensables que influyen en la realización de las propias. Es
prácticamente imposible, por ejemplo, concebir a un hombre de negocios que hace sus
gestiones y sus transacciones económicas por su cuenta, aislado, sin tener en cuenta el
aspecto social de sus actividades. El medio ambiente es el encargado de establecer cierto
tipo de condiciones que estimulan ciertos modos tangibles de acción. Así, en una tribu
de guerreros que valora la lucha y la destreza física como las habilidades necesarias para
alcanzar la victoria, las características de este medio ambiente social estimularán de
manera casi natural, hábitos belicosos en un individuo joven quien, cuando lucha,
conquista la aprobación social mientras que, cuando se contiene, es censurado,
ridiculizado y reconocido no en virtud de sus destrezas sino de su temor. En ese sentido,
las tendencias y emociones bélicas originarias se ven fortalecidas por el influjo de los
demás y ello, a su vez, determina en gran parte el desarrollo físico y emocional del
individuo.
100
Gracias a este ejemplo podemos entender de manera un poco más clara la
reflexión de Dewey sobre el impacto del medio ambiente social en el desarrollo del
individuo. Dewey considera que “el medio ambiente social forma la disposición mental
y emocional de la conducta en los individuos introduciéndolos en actividades que
despiertan y fortalecen ciertos impulsos, que tienen ciertos propósitos y provocan ciertas
consecuencias” (Dewey, 1998, pág. 26). La formulación del segundo principio o criterio
que sustenta la noción deweyana del concepto de experiencia, se desprende, una vez
más, no de especulaciones abstractas sino de la atenta observación sobre el desarrollo
humano y la manera en que los métodos científicos han transformado la comprensión
sobre tal proceso vital. Veamos en este caso como Dewey argumenta su idea de que la
influencia del ambiente es realmente significativa en las experiencias más vitales del
individuo.
En primer lugar, Dewey plantea como los hábitos del lenguaje se forman en el
intercambio social ordinario de la vida. Estos se forman como una necesidad social y se
adquieren a través de la lengua materna aunque pueden ser corregidos e incluso
suprimidos por la enseñanza oficial de la gramática y el lenguaje, los individuos siempre
tienden a usar los modos de hablar adquiridos por la interacción continua con sus más
cercanos semejantes. En segundo lugar, señala las buenas maneras. En efecto, en este
aspecto el ejemplo vivo es mucho más significativo que los preceptos o máximas de
comportamiento social. Estas proceden como resultado de una buena crianza, la cual a
su vez, se adquiere por la acción habitual, es decir, como respuestas a estímulos
habituales y no por la transmisión pasiva de información sobre las conductas sociales
establecidas. En tercer lugar, Dewey considera el buen gusto y la apreciación estética en
tanto estos dependen de la interacción constante con objetos armoniosos que combinan
de manera elegante y proporcionada la forma y el color. Por el contrario, un ambiente
desordenado y chabacano puede obstaculizar el desarrollo de una sensibilidad estética
que aprecie y cultive el aprecio por el buen gusto.
101
En estos ejemplos elaborados por Dewey, es evidente como los juicios de valor y
la conducta están estructurados por las situaciones de interacción social en las que las
personas se encuentran habitualmente. Así, muy pocas veces caemos en la cuenta de que
tanto la manera de actuar a nivel social como la estimación individual sobre lo que es
valioso o no, depende en gran medida de ciertas pautas o criterios inconscientes que, aún
así, determinan nuestras formas de actuar. Y son precisamente esos hábitos los que,
aunque se han aprendido sin ningún grado de reflexión consciente sobre su significado,
se forman en la interacción constante de las relaciones con los otros.
Desde esta perspectiva, la influencia del entorno social se presenta como un
elemento fundamental en la cualidad de las experiencias vividas por el individuo, no
solo porque determina ciertas actitudes subjetivas de preferencia y aversión, sino por el
efecto que tienen las condiciones objetivas donde se presentan tales experiencias. Es
indudable que las experiencias que puede tener un individuo de bajos recursos son
distintas a las de uno de una clase más acomodada, o que las experiencias de un
campesino son distintas a las de un empresario citadino al igual que difieren las de un
individuo criado a orillas del mar con otro nacido en las altas cumbres de la cordillera
andina. Veíamos como el método científico ha transformado la imagen de un mundo ya
establecido del que los seres humanos son simples espectadores, por la de un universo
abierto que exige una actitud experimental, es decir, una actividad reflexiva dirigida que
varíe las condiciones en que se observan los objetos para disponerlos o arreglarlos de
manera diferente con el fin de entender los cambios que de ello se siguen. En ese
sentido, aunque es necesario reconocer la influencia determinante del ambiente en la
cualidad de las experiencias vividas, esa influencia es completamente casual y azarosa
en lo que respecta a sus efectos educativos, si no se regula de manera deliberada. Así, tal
como la continuidad era un principio general que regía a todo tipo de experiencias por
igual, la determinación cualitativa de la experiencia por las condiciones del ambiente es
también un rasgo característico. El problema radica de nuevo en saber en concreto qué
tipo de ambientes conducen a experiencias que facilitan el crecimiento, es decir, cómo
102
utilizar los ambientes sociales y físicos que existen para extraer de ellos todo lo que
poseen con el fin de contribuir a fortalecer experiencias que sean valiosas (Dewey, 1945,
pág. 41). Así, una propuesta pedagógica que se basa en la conexión necesaria de la
educación con la experiencia, debe entonces prestar atención a las condiciones físicas,
históricas, económicas y culturales de la comunidad para sacar de ellas el mayor número
de recursos educativos que puedan tener un efecto positivo en el desarrollo de los
individuos.
Desde luego, la educación tradicional no tenía que enfrentarse a este problema
pues suponía que era suficiente el ambiente escolar de los pupitres y de las pizarras para
que tuviera lugar el proceso educativo. Como no se reconocía el valor pedagógico de la
interacción del estudiante con un medio ambiente social más amplio ni las dinámicas
naturales de aprendizaje que ocurren al interior del entorno familiar, la educación
tradicional suponía que sólo cuando el niño llegara a la escuela comenzaba
efectivamente su desarrollo social. Sin embargo, la reflexión de Dewey no considera,
como lo hace la educación progresiva, que uno de los grandes vicios de la educación
tradicional era el no reconocimiento de la influencia de las condiciones objetivas en la
formación educativa. Para el filósofo norteamericano “lo perturbador era que no
consideraba los otros factores al crear una experiencia, a saber, las capacidades y
propósitos de los enseñados” (Dewey, 1945, pág. 49). La educación tradicional suponía,
en efecto, que cierto tipo de condiciones eran valiosas para la instrucción de los
individuos, mas no consideraba si efectivamente motivaban o estimulaban su capacidad
de aprendizaje. De esta manera la educación se convertía en un proceso azaroso pues
sólo aquellos que se acomodaban a las condiciones presentadas, llegaban a aprender.
Los demás adquirían lo que podían. En ese sentido, la preocupación por controlar y
regular de manera deliberada las condiciones objetivas -término genérico que
comprende lo que hace el educador y el modo en que lo hace, las palabras que se usan,
el tono de voz, los libros, los aparatos, las técnicas y métodos empleados- que
103
determinen un ambiente propicio donde tengan lugar experiencias valiosas a nivel
educativo, supone comprender las necesidades y las capacidades de los individuos.
En otras palabras “no es suficiente que ciertos materiales y métodos hayan
demostrado ser eficientes con otros individuos en otros tiempos. Debe existir una razón
para pensar que funcionarán provocando una experiencia que tenga cualidad educativa
para individuos particulares en un tiempo particular” (Dewey, 1945, pág. 49). De allí se
desprende una idea fundamental que estará a la base de la filosofía de la educación de
Dewey, a saber: no existe ningún tema, ninguna materia, ningún concepto que sea
educativo por sí mismo. Es decir, no existe nada que sea un valor educativo en abstracto.
De hecho, la idea según la cual la enseñanza de ciertas materias, la aplicación de ciertos
métodos y el conocimiento de ciertos hechos y verdades poseen un valor educativo per
se es, según Dewey, la razón por la que la educación tradicional redujo su contenido
pedagógico a una serie de materiales preestablecidos y anquilosados que poco o nada
tenían que ver con las capacidades, intereses y propósitos vitales de los individuos. No
se reflexionaba sobre si el modo en que se presentaba la materia o los contenidos que de
ella se enseñaban se adaptaban a las necesidades y capacidades de los estudiantes, pues
se consideraba que eran intrínsicamente valiosos para su formación mental.
El principio de la interacción señala como toda experiencia debe ser un juego
recíproco entre las condiciones objetivas en que tiene lugar y las condiciones internas, es
decir las capacidades y necesidades, del individuo que la vive. Estas dos condiciones
cuando interactúan juntas constituyen lo que Dewey llama una situación, es decir, una
interacción entre individuo y ambiente. Junto con el principio de continuidad son los dos
aspectos característicos de toda experiencia educativa en tanto dan la medida de su
significado y valor de acuerdo con las consecuencias o efectos que produce en el
individuo. Así, en la vida las experiencias se suceden unas tras otras pero a causa del
principio de continuidad cada una de ellas se lleva algo de la anterior a la siguiente y lo
que se ha adquirido en conocimiento, habilidad o destreza en una situación previa se
convierte en un instrumento para comprender mejor la situación que sigue. De esa
104
comprensión depende que, cuando el individuo pase de una situación a otra, su mundo y
sus posibilidades de acción se multipliquen en tanto puede enriquecer el capital de
herramientas con que cuenta para enfrentar mejor las dificultades y problemas que
surgen como consecuencia de la incertidumbre del futuro. A su vez, esa comprensión es
tanto más efectiva y significativa cuando se establecen relaciones e interacciones entre
una y otra situación, es decir, cuando se conectan entre sí la multiplicidad de
experiencias para garantizar que puedan aprovecharse todos los recursos ganados con
anterioridad en el descubrimiento del sentido de las experiencias futuras, vividas en
condiciones muy distintas a las originales. Así, extrayendo en cada momento del
presente el sentido y significado pleno de cada experiencia el individuo se prepara
constantemente en el cultivo de ciertos hábitos o disposiciones que tendrán un efecto
favorable a la hora de enfrentar el futuro.
105
CONCLUSIONES
A lo largo del presente trabajo de grado, he querido mostrar cómo la
reconstrucción de la experiencia es un elemento central en la filosofía de John Dewey.
La manera de entender este concepto no sólo está a la base de sus planteamientos
pedagógicos sino que es el aspecto central de su propuesta, caracterizada por la
constante reflexión sobre el lugar y el valor de la filosofía en el mundo contemporáneo.
En ese sentido, su forma de entender la filosofía como un proceso constante de
reconstrucción y resignificación en diálogo con las nuevas dinámicas socioculturales,
dota a sus ideas de una vitalidad significativa. Lejos de intentar construir todo un sistema
filosófico con pretensiones de instituir una nueva corriente de pensamiento, Dewey
invita a asumir la idea de un mundo inacabado, incompleto e indeterminado que día a
día exige nuevas respuestas a los nuevos desafíos que presenta. En consecuencia, no hay
nada más nocivo que buscar soluciones prefabricadas o métodos predeterminados para
comprender una época con inquietudes muy distintas a aquellas a las que esos mismos
métodos intentaron dar respuesta en el pasado. De ahí que los conceptos con que trabaja
la filosofía, deban ser siempre ser examinados para evaluar su pertinencia a la hora de
comprender los conflictos que se presentan en el mundo actual. La experiencia, en este
caso, es uno de esos conceptos que Dewey analiza desde una perspectiva pragmatista, es
decir, examinando el tipo de efectos y consecuencias que genera en la vida humana.
Quisiera, para terminar, señalar ciertos aspectos del pensamiento de Dewey que
considero sugerentes y significativos para entender la función de la filosofía en el mundo
actual. Si bien su pensamiento comienza a estar de nuevo presente en la filosofía
norteamericana contemporánea, sus planteamientos filosóficos nos son tan conocidos en
Latinoamérica como sus propuestas pedagógicas. La obra de Dewey siempre tendrá algo
valioso qué decir en cualquier espacio y en cualquier lugar donde la autoridad de la
tradición, de la costumbre y de la rutina amenace la capacidad creativa del ser humano
106
de proponer nuevas perspectivas de comprensión y modos alternativos de acción sobre
los asuntos que nos preocupan como sociedad y como individuos. Su propuesta de
reconstruir la manera en que se entiende la experiencia no es simplemente una estrategia
argumentativa o un artificio retórico sino, ante todo, el reconocimiento de las
potencialidades del individuo para comprender y descubrir el mundo. Es ante todo una
invitación a asumir cierto tipo de responsabilidad intelectual que obliga a examinar de
manera crítica cualquier tipo de afirmación absoluta y verdad establecida.
Si bien las reflexiones de Dewey abarcan un amplio campo de intereses, son
mejor conocidas por sus reflexiones educativas. Sin embargo, no pretende establecer,
como podría pensarse, un método de enseñanza aplicable para cualquier institución
educativa. La educación es el tema central de los planteamientos de Dewey en tanto lo
considera como un asunto público transversal en la construcción de una sociedad y
determinante para la formación de ciudadanos que puedan aportar de manera efectiva en
la consecución de valores democráticos. Esto sólo puede conseguirse si se entiende la
escuela en continuidad con el mundo social del que el alumno ya hace parte. De ahí que
la organización de las materias de estudio deba tener en cuenta la experiencia misma del
estudiante en tanto cada contenido debe ser puesto en relación con sus intereses más
vitales y con sus necesidades más urgentes. Desde esta perspectiva, no puede haber un
método determinado que oriente la acción pedagógica en cualquier escuela, pues esta
debe entenderse, en palabras de Dewey, en continuidad con el entorno social en el que se
encuentra. Así, cada sociedad tiene sus propias costumbres, sus propias aspiraciones, sus
propios lenguajes que exigen una actitud profundamente reflexiva a la hora de
comprender sus problemas particulares.
Animado por el espíritu pragmatista norteamericano, Dewey invita a sus lectores
a asumir la visión de un mundo abierto y en constante construcción que exige de los
107
individuos una actitud inteligente ante la incertidumbre del futuro. Si bien no sabemos
con exactitud que nos deparará la vida, podemos prepararnos para asumir los desafíos
que se nos presenten el día de mañana comprendiendo de manera adecuada las
inquietudes del presente y los problemas del pasado. Su perspectiva sobre los problemas
educativos tendrá el mismo cariz pues invita al maestro a entender su labor desde una
perspectiva más amplia y más compleja que la simple aplicación de exitosos métodos
alternativos de enseñanza. Se trata, ante todo, de generar un ambiente escolar propicio
para que se desarrollen habilidades y capacidades intelectuales que contribuyan al
desarrollo progresivo de la sociedad que, lejos de ser una pretensión altruista es, para
Dewey, una condición necesaria para la supervivencia de la especie humana. Esto
implica entender la educación como un asunto público que exige reflexiones y posturas
más sensatas alejadas de los lugares comunes que reconocen con vehemencia su
importancia social.
¿Qué tipo de individuos se están formando con los sistemas educativos actuales?
¿Promueven la creatividad y la iniciativa personal? ¿Incitan el diálogo y el examen
crítico de los supuestos básicos sobre los que se construye la sociedad? Todas estas,
entre tantas otras, son preguntas que deben estar a la base de toda reflexión educativa
que es, en últimas, la pregunta por el tipo de individuo que cada sociedad quiere formar.
Cada comunidad, en consecuencia, tendrá unas expectativas y unos propósitos
particulares relacionados con inquietudes vitales diferentes cuya consecución depende
de la manera en que articulen los conceptos y teorías que fueron exitosos en el pasado
para solucionar conflictos similares. Esto aplica no sólo a la sociedad en general sino al
individuo como tal, responsable último de la emancipación intelectual de las verdades
absolutas y la autoridad de los dogmas, en cuya creatividad reside la condición última
para enfrentar, de manera inteligente, los desafíos imprevisibles que amenazan su
supervivencia.
108
En síntesis, la reconstrucción de la experiencia no es un trabajo aislado en la
filosofía de Dewey sino el eje articulador de buena parte de sus reflexiones. Entender en
detalle este problema y rastrear su presencia en la obra del filósofo norteamericano,
propósitos fundamentales de la presente investigación, pueden abrir nuevas perspectivas
para entender sus planteamientos principales sobre distintos asuntos. En este escrito nos
centramos en las implicaciones pedagógicas de su trabajo reconstructivo guiados por
intereses personales pero la vitalidad del pensamiento deweyano instiga a analizar su
obra en relación con múltiples temas contemporáneos.
109
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