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Fourez, G. (1994). Introducción. En La construcción del conocimiento científico (pp. 13‐24).
Madrid: Narcea.
¿Qué es la filosofía?
La filosofía, en la perspectiva de esta obra, no es una ciencia que por encima de las
demás, dé respuesta a todos los problemas no resueltos de la humanidad. No se trata de
una “metafísica” en el sentido epistemológico de la palabra, es decir, una ciencia situada
“detrás” o “delante” de la física. Es una disciplina de pensamiento característica de ciertas
culturas, como la occidental, o, bajo otras formas, la de la India.
La filosofía se define por una tradición de reflexión intelectual crítica respecto a los
saberes espontáneos. Como otras disciplinas del saber (las matemáticas, la física, la
química, la biología), la filosofía invita a entrar en una tradición intelectual. Desarrolla un
método, unos conceptos técnicos, unos instrumentos de pensamiento. Por eso, igual que
sería insensato querer trabajar las matemáticas sin plegarse, por ejemplo, a la disciplina
del cálculo diferencial e integral, resulta imposible trabajar la filosofía sin adquirir cierta
técnica y un adecuado vocabulario. Parece tonto tener que recordarlo, pero es algo
necesario en una cultura en la que muchos científicos prescinden de toda exigencia de
rigor cuando abandonan el terreno de su disciplina. Para reflexionar sobre las cuestiones
humanas y sobre los problemas de la sociedad, hacen falta “instrumentos” lo mismo que
para trabajar en física; en ambos casos, nos metemos en tradiciones intelectuales y
utilizamos los resultados de las generaciones que nos precedieron.
Códigos “restringido” y “elaborado”
Puede ser práctico decir que utilizamos dos tipos de lenguaje para hablar del
mundo; el filósofo Bernstein (Douglas, 1970) los distinguió y llamó códigos “restringido” y
“elaborado”.
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Al describir los objetos que están en mi escritorio, el bolígrafo, la lámpara de mesa,
el dictáfono, esas flores, esas hojas de papel, los describo sin preocuparme demasiado del
alcance de estas descripciones. Lo que me interesa es que una persona familiarizada con
nuestro uso del lenguaje, pueda reconocer la lámpara de mesa, los libros, el bolígrafo, etc.
Del mismo modo, si digo que fulano se casó con mengana, normalmente no me dedicaré a
hacer una sofisticada reflexión sobre el significado del matrimonio y del amor. En este
caso utilizo el “código restringido”: el lenguaje de cada día, útil en la práctica y que no
entra en todas las distinciones que serían necesarias para elaborar más profundamente mi
pensamiento. Se caracteriza por que quienes lo utilizan comparten los mismos
presupuestos básicos sobre el tema del que hablan; el discurso científico entra en esa
categoría.
Por lo contrario, si empiezo a preguntarme sobre la amistad, sobre la vida, la
muerte, la justicia, etc., construiré otro tipo de discurso, muy distinto al del código
restringido. Me daré cuenta, por ejemplo, de que la noción de amistad no está clara. Para
precisarla, contaré historias y haré múltiples distinciones. Tendré que superar mi
experiencia de la vida cotidiana, para alcanzar capas “más profundas” de mi personalidad
y de nuestra vida en común. Bernstein llamó “código elaborado” al tipo de discurso que se
da cuando tratamos de superar el lenguaje cotidiano y práctico, llamado también a veces
“lenguaje instrumental”. Lo que caracteriza al discurso elaborado es que se utiliza para
hablar de temas sobre los que no se comparten necesariamente los mismos presupuestos
básicos.
Al querer huir de los simplismos y estorbos de las definiciones espontáneas y
sencillas, hay que pasar de los códigos restringidos a los elaborados.
En una primera aproximación, el código restringido habla del cómo de las cosas,
del mundo y de las personas, mientras el código elaborado trata de decir algo sobre el por
qué y el sentido. En general, las ciencias utilizan el lenguaje restringido. En Occidente,
también generalizando, la filosofía –y a veces la religión– se sitúa en el código elaborado;
sin embargo, no hay que exagerar las diferencias, de forma que puede habar momentos
en los que el físico o el biólogo se plantean preguntas “más elaboradas” sobre la materia o
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la vida. Se puede decir que empiezan a filosofar. Sea cual sea el modo en que
consideremos esta tendencia de los científicos a filosofar, podemos decir que, en una
primera aproximación, la diferencia entre los códigos “restringido” y “elaborado” funciona
de una forma bastante adecuada.
En esta perspectiva, el código restringido se corresponde con el interés de los
hombres y mujeres por poner orden en su mundo, por controlarlo y comunicar la forma
en que lo ven. Habermas (1973) habla de interés técnico. Es un código pragmático. El
código elaborado se utiliza cuando se trata de interpretar los acontecimientos, el mundo,
la vida humana, la sociedad. Habermas hablas de que ese interés filosófico va unido al
interés hermenéutico o interpretativo de los seres humanos. El código elaborado –y la
filosofía– se utiliza cuando se trata de “criticar” interpretaciones habitualmente recibidas
(es decir, tener una opinión más reflexiva que especifique sus “criterios”; la palabra
“criticar” viene del griego, significa “hacer un juicio”, y no “denigrar”). Esa superación de
las ideas comúnmente admitidas se corresponde con un interés de emancipación. Dado
que, a veces, somos prisioneros de esquemas de interpretación de la vida, del mundo y de
la sociedad, un lenguaje crítico tiene como finalidad liberarnos de esa prisión y renovar
nuestra mirada.
Si considero la noción de “mujer”, puedo utilizarla en el código restringido: en ese
caso todo el mundo entiende lo que se quiere decir. Pero a otro nivel, superamos esa
visión pragmática de la noción “mujer” para utilizar una representación que da de ella una
interpretación más “básica”; ésta va unida a la cultura de una civilización, de un ambiente
social, de nuestra historia personal, etc.; por ejemplo, la visión sobre la mujer es diferente
en la Edad Media y en la Era Industrial; en distintos ambientes sociales e incluso, para
cada individuo. Una reflexión filosófica tratará de dar una imagen de la mujer (interés
interpretativo o hermenéutico) que supere las nociones alienantes de femenidad (interés
de emancipación). El hecho de que la noción de mujer vaya, a veces, unida a la visión de
un ser relativamente desposeído y poco inteligente, aunque sensible, y, en otras
ocasiones, a la representación de una compañera igual al hombre, muestra claramente
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que cierta actividad “crítica” puede ser necesaria para superar visiones opresoras.
Igualmente, una reflexión crítica puede liberar de visiones morales demasiado estrechas.
Otro ejemplo: consideremos cómo se utiliza la noción de “ciencia” en el código
restringido y en el elaborado. El código restringido se emplea en la mayoría de los cursos
de ciencias. En ellos se supone que sabemos de lo que hablamos y no se pide ninguna
reflexión ulterior. Pero si tratamos de imaginar lo que son “en definitiva” las ciencias, es
decir, de adoptar una interpretación que nos dé “sentido”, la tarea se hace más compleja.
Todas las interpretaciones no son equivalentes. A ese nivel de interpretación, la noción
que tenemos de las ciencias irá unida, gracias a un lenguaje elaborado, a otros conceptos
como la felicidad de los humanos, el progreso, la verdad, etc. Ese lenguaje elaborado –esa
filosofía de las ciencias– permitirá una interpretación de lo que el lenguaje restringido dice
de las ciencias. Además, la palabra “ciencia” en ocasiones puede “apresar”, por ejemplo
cuando algunos dan la impresión de que una vez que se ha hablado de cientificidad, ya no
queda más que someterse, sin poder decir o pensar nada más. Una filosofía “crítica” o
“emancipadora” de las ciencias tratará de ver cómo y por qué las ideologías de lo
científico pueden enmascarar diversos intereses sociales.
El piso, la bodega, el granero
La diferencia entre los dos códigos se puede ilustrar con una anécdota cuyo
protagonista es el filósofo de las ciencias Gaston Bachelard. Este pensador francés fue
entrevistado por un periodista al final de su vida. Después de algunos minutos, Bachelard
le interrumpió: “Usted, obviamente, vive en un piso y no en una casa”. Y el periodista,
asombrado, pregunta qué quiere decir con eso. El filósofo le contesta que la diferencia
entre una casa y un piso es que la primera tiene, además de la zona habitable, un granero
y una bodega; y lo especial de esto, añadió, es que siempre se sube al granero y se baja a
la bodega.
Bacherlad quería indicar que hay mucha gente que prácticamente vive tan sólo a
nivel del código restringido. Preguntas como “¿qué es el amor o la amistad?”, les parecen
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ociosas; lo mismo que la mayoría de las preguntas relativas a las ideas recibidas. Mediante
la imagen del granero o de la bodega, Bacherlad quería demostrar que, para él, ser
“humano” significaba a veces “subir al granero”, es decir, vivir una búsqueda de los
significados de la existencia a través de los símbolos filosóficos, poéticos, artísticos,
religiosos, etc. Y “bajar a la bodega” implicaba ir a veces a ver lo que sucede en los
cimientos y bases psicológicas o sociales de nuestra existencia y discernir en ellos nuestros
condicionamientos, lo que nos aplasta y lo que nos libera.
Uno de los intereses de esta imagen radica, creo, en que la mayor parte de la
existencia la pasamos en el cuarto de estar y no en el granero ni en la bodega. Pero a
quienes “no suben jamás al granero” y “jamás bajan a la bodega”, les falta quizás cierta
dimensión (observemos que ese tema de la “falta” necesitaría una elaboración para sacar
de él significados y hacer un examen crítico). Por otra parte, los que vivan siempre en el
granero o en la bodega, podrían considerarse fácilmente como desequilibrados (por
ejemplo, quienes se preocupan constantemente por todas las razones de sus actos).
La mayor parte del tiempo permanecemos dentro del mundo práctico de nuestros
códigos restringidos. Si nos estuviésemos apartando de ellos continuamente, podríamos
volvernos realmente locos. Si estoy haciendo una experiencia de laboratorio, en ese
momento no se me ocurre plantearme la pregunta del significado último de lo que hago. Y
lo mismo sucede si quiero decirle a alguien que le quiero. Sin embargo, puede tener un
sentido para nosotros y también para quienes nos rodean, el que podamos en un
momento dado “interpretar” lo que hacemos, o “criticar” ideas recibidas.
Por lo tanto, me parece normal que la reflexión filosófica no ocupe un lugar
excesivo en la formación práctica de un científico, aunque creo que es importante que
quienes reciben una formación científica no se conviertan en “unidimensionales”,
incapaces de ver más allá de su práctica técnica. ¿No sería lamentable, tanto para la
sociedad como para los individuos, que hubiera seres humanos con una gran formación
sobre el código restringido y ninguna sobre la utilización de nuestras tradiciones respecto
al código elaborado? En otras palabras, me parecería lamentable, para los individuos y
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para la sociedad, formar científicos que trataran de ser rigurosos en el ámbito de las
ciencias y que aceptaran fácilmente una aproximación global en otro terrenos.
La aproximación filosófica que planteamos se opone también a la existencia de lo
que C. P. Snow (1963) llamó “doble cultura”, es decir, una separación entre las prácticas
profesionales científicas y las reflexiones más personales. Efectivamente, es muy típico
encontrar en nuestra sociedad personas que en su vida profesional y pública son puros
ejecutores o puros técnicos que no pueden o no quieren reflexionar sobre las
implicaciones sociales de sus prácticas; y sin embargo en sus vidas “privadas” o
“familiares” predican los valores humanos.
Cuando estos científicos quieren tener cierta apertura, ésta se suele dar al margen
de su trabajo profesional: por ejemplo, se interesan por la música, por las obras sociales o
humanitarias, por el arte o por otras formas de expresión simbólica o religiosa. Manejan
con más facilidad las grandes ideas sobre el mundo, Dios, la búsqueda de la verdad, que
las reflexiones concretas sobre las preguntas de sentido que pertenecen a su contexto
profesional. Tendremos que volver sobre las razones que llevan a nuestra sociedad a
producir una clase media de técnicos científicos apolíticos, incapaces de enfrentarse a los
significados humanos de su vida profesional y limitan sus interrogantes éticos a su vida
personal o privada.
Distintas tradiciones filosóficas
El objetivo de esta obra será iniciar en una aproximación filosófica, la preferida por
el autor, siendo conscientes de que existen otras. Después de haber profundizado en una,
se podrá entender con mayor facilidad la manera de situarse en otras. Y esto ocurre tanto
más cuanto que cada uno tiene ya otra, su filosofía espontánea (Althusser, 1974); es decir,
la imagen no crítica que nos hacemos de las cosas. Para los científicos, esta filosofía
espontánea está condicionada a menudo por la visión que le ha sido transmitida por sus
profesores, aun cuando éstos estuvieran persuadidos de “no hacer más que ciencia y de
ningún modo filosofía”.
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La finalidad de esta iniciación a la filosofía no es pues proporcionar una
enciclopedia filosófica: es una introducción que permita al lector adquirir una visión más
crítica, puesto que podrá comparar su visión espontánea con la visión que aquí se expone.
(Démonos cuenta de que es ilusorio querer ofrecer una aproximación neutra, por ejemplo
al pretender desarrollar “de forma objetiva” distintas filosofías de las ciencias. La síntesis
que de ese modo se lleve a cabo siempre estará desviada por el punto de vista del
presentador y la impresión de objetividad finalmente se deberá a una manipulación). El
lector será después libre de leer otros libros para saber más sobre el tema. En algunas
ocasiones se señalará la posibilidad de otras aproximaciones y en la bibliografía se
indicarán ciertas obras que abordan la filosofía con enfoques distintos al de este libro.
El porqué de la filosofía en una programa de ciencias
“¿Por qué hacerle un hueco a la filosofía en la formación de los científicos?”.
También nos podemos preguntar: “¿Por qué un curso de informática para un químico?” o
“¿Por qué un curso de ciencias naturales para un matemático?”. Para estas preguntas no
hay una respuesta científica, sino de política universitaria. Se imponen asignaturas en un
programa porque “se” (es decir, quienes tienen el poder de hacerlo) estima que esas
asignaturas son útiles para el bien del estudiante o para el bien de la sociedad, y siempre
se trata del “bien”, tal y como los organizadores de formación se lo representan, de
acuerdo a sus proyectos e intereses.
En algunos países, el legislador ha pensado que un universitario con título no se
puede asimilar a un puro técnico. Le ha parecido que los universitarios, porque la sociedad
les concederá cierto poder, también deben ser capaces de examinar con cierto rigor
cuestiones que no son de su propia técnica. Se trata de una elección política y ética en el
sentido de que quienes la han hecho, han juzgado que sería irresponsable formar
“científicos” sin darles una cierta formación en el terreno humano. Esto nos remite al
hecho de que la universidad no forma matemáticos, físicos, químicos, etc., en abstracto,
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sino seres humanos que cumplirán con cierto número de funciones sociales que les
llevarán a tomar responsabilidades.
Además del interés de la sociedad en tener científicos capaces de pensar, algunas
políticas universitarias han considerado que no sería “ético” someter a los jóvenes al
condicionamiento que supone una formación científica sin proporcionarles un cierto
“contrapeso” a través de las ciencias humanas.
En torno a estas decisiones políticas, señalemos un hecho empírico. Las encuestas
han indicado que (Holton, 1978), en nuestra sociedad, hay más estudiantes que se
consideran apolíticos o no interesados en cuestiones que rebasen sus técnicas entre los
destinados a las ciencias que entre los que eligen otras disciplinas. Los que eligen ciencias
preferirían verse menos implicados en las cuestiones sociales.
Filosofía e indiferencia
¿Es posible no plantearse nunca una pregunta de tipo filosófico? ¿Se puede decir
“a mí no me interesa la filosofía”?
Para abordar este tema señalemos dos tipos de interés. El primero se acerca a una
globalidad de la historia humana: afecta al sentido de esa historia. El segundo tipo, al que
yo llamaría sectorializado, atañe a toda una variedad de cosas por las que nos podemos
sentir atraídos, por ejemplo, por el cultivo de los champiñones, por la música, por la
buena comida, por las costumbres de las castas hindúes, etc. Estos son temas sobre los
que un individuo decide si interesan o no. Entonces podemos representarnos la vida como
una multitud de centros de interés entre los que hay que elegir.
Si consideramos las preguntas sobre el sentido de la vida, la religión o la filosofía
como sectorializadas, nos interrogaremos: “¿Tengo ganas de interesarme por la filosofía,
la religión o el sentido de la vida, etc.?” Pero ¿resulta adecuado clasificar un interés global
relativo al sentido de la existencia entre los intereses sectorializados? Interesarse por la
justicia social no significa lo mismo que hacerlo por el cultivo del champiñón. En el primer
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caso, el interés va unido al mismo mundo en el que vivimos, mientras que en el segundo
se trata de una cuestión más evidentemente sectorializada.
Algunos compartimentan todo interés: esa es la tendencia de nuestra sociedad de
consumo y mercado. En último caso, todo se considera como una mercancía que se
ofrecerá eventualmente a la gente. Si alguien se interesa por la religión, se le darán clases
de religión. Pero si la misma persona se interesa por el cultivo de los champiñones, le
ofrecemos eso. Una concepción así decide el sentido de la existencia, pues es lo mismo
que declarar que no existe historia humana ni significado alguno global: sólo hay intereses
sectorializados. Es una respuesta que no da ningún sentido a la existencia tomada en su
globalidad: el sentido tendrá origen únicamente en los múltiples proyectos cuya totalidad
carecería de significado.
Para otras personas hay cuestiones globales más importantes que los intereses
sectorializados. Sin querer imponerlos a demás necesariamente, el reconocerlos es para
ellos una elección de existencia.
Pensar que sólo existen intereses parciales equivales a permanecer para siempre
en el lenguaje restringido. Por el contrario, aceptar una cuestión global de la existencia es
abrirse a una búsqueda y a un debate en un lenguaje elaborado, empezando una
búsqueda de sentido. Esta segunda elección es la que está en la base del presente ensayo.
Los lectores que hayan elegido no tener en la vida más que intereses parciales deben
darse cuenta de que ahora se les pide que entiendan la forma, distinta a la suya, en que
ciertas personas abordan las cuestiones sobre la existencia.
Esta investigación filosófica sólo tiene sentido para quienes consideran que la
historia y las decisiones humanas plantean una pregunta. Sin querer imponer esa
pregunta a todo el mundo (lo que sería una dominación).
Preguntas que se plantean en este ensayo
Se tratará de comprender (es decir, de intentar un lenguaje elaborado apropiado)
la lógica en el más amplio sentido. En esta perspectiva, el término “lógica” abarca el
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estudio de cómo los saberes humanos se estructuran; implica buscar en qué condiciones
pueden ser considerados válidos. Este terreno corresponde a lo que suele llamarse en
filosofía de las ciencias, epistemología.
En cuanto a la ética, es la parte de la filosofía que reflexiona sobre las elecciones
que tienen importancia en la vida, especialmente de cara al hecho empírico de que en
todas las sociedades existen códigos morales o nociones semejantes.
Abordar estas cuestiones de una forma extensa sería difícil. Por ello lo hacemos
aquí con un determinado sesgo. Nos preguntamos en qué medida pueden contribuir las
ciencias a la felicidad de los seres humanos y ayudar a resolver, intelectual y
prácticamente, sus problemas vitales. Esta obra considerará por lo tanto, la relación entre
las ciencias y la ética, y entre las ciencias y lo socio–político. O, para “particularizar” más la
cuestión, nos preguntaremos en qué medida las ciencias pueden ayudarnos a resolver
ciertos problemas éticos y/o socio–políticos concretos, como la cuestión del aborto, la
bioética, la carrera de armamentos, etc.
La búsqueda de solución a estos asuntos nos llevará a concretar cuestiones
importantes en la tradición filosófica para percibir la articulación entre la moral y las
ciencias y qué entendemos por “verdad científica”. En otras palabras, habrá que
comprender mejor lo que entendemos por objetividad científica y darnos más cuenta del
alcance, el valor, y los límites de los conocimientos científicos, cuestiones que
tradicionalmente ponen de manifiesto el dominio de la epistemología.
Las grandes corrientes de la epistemología
Tradicionalmente, la epistemología era la parte de la filosofía que examinaba el
valor de los métodos que permitían elaborar nuestros conocimientos. Con el desarrollo de
la biología, la psicología y la sociología, los estudios epistemológicos –en sentido amplio–
han adquirido una nueva dimensión. Puede resultar útil distinguir tres grandes corrientes
en este terreno.
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Está en primer lugar la epistemología tradicional que trata de determinar las
condiciones de nuestros conocimientos. Generalmente intenta responder también a las
preguntas relativas a la naturaleza de la verdad: “¿Qué significa decir que un
conocimiento es verdadero?”. A la vez se pregunta sobre el valor de distintos métodos
(deducción, inducción, generalización, etc.), así como sobre la pertinencia de pruebas
previas, el lugar del sujeto y el objeto en el conocimiento, el papel de las teorías, de la
observación, de las explicaciones, etc. La historia de la filosofía proporciona una
impresionante colección de perspectivas de esos problemas. Aun cuando algunas de las
filosofías nos parezcan procedentes de mundos culturales distintos al de los científicos,
conllevan intuiciones aún pertinentes (cf. O’Hear, 1989; Merleau‐Ponty, 1956; Popper,
1979; Althusser, 1974; Toulmin, 1972, 1973).
Más recientemente, el desarrollo de la psicología, la biología y la informática, ha
generado un nuevo cuerpo de conocimientos llamados “ciencias cognitivas”, o “ciencias y
tecnologías cognitivas” (cf. Varela, 1989; Winograd y Flores, 1988). Estas aproximaciones
han sido a menudo estimuladas, es decir provocadas, por todos los problemas surgidos en
torno a la noción de “inteligencia artificial”. Las ciencias cognitivas tienden a comparar la
inteligencia humana con los ordenadores. Exigen a la psicología y a la biología que
estudien el cerebro y la inteligencia como si examinaran el material y el programa de un
ordenador. Estas aproximaciones han permitido entender un buen número de fenómenos
cognitivos, hasta entonces muy desdibujados. Tienen repercusiones sobre la medicina, la
pedagogía y la informática. Sin embargo, muchos investigadores se preguntan hasta qué
punto el modelo del ordenador no lleva a ciertos callejones sin salida cuando se trata del
conocimiento humano, tal y como nos lo proporciona nuestra historia (Varela, 1989;
Winograd y Flores, 1988).
Paralelamente se han desarrollado las epistemologías empíricas. Las
epistemologías tradicionales (y hasta cierto punto las ciencias cognitivas) tienden a
presuponer la existencia de una entidad ahistórica llamada “inteligencia humana”. Las
epistemologías empíricas quieren estudiar el conocimiento como cualquier otro
fenómeno social sin pronunciarse sobre su valor. Entre estas corrientes, señalaremos la de
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la socio‐epistemología. Esta estudia las prácticas de conocimiento (y por tanto, también
las ciencias) como se estudiaría cualquier otra cosa (como la brujería o la zapatería)
(Latour y Woolgar, 1979; Bloor, 1982).
Las epistemologías empíricas examinan cómo construyen los seres humanos sus
conocimientos. Mientras las ciencias cognitivas se centran en torno a la inteligencia, la
socio‐epistemología introduce el conocimiento dentro del marco de la sociedad. Para
entender los métodos científicos, las epistemologías científicas no presuponen la
existencia de tales métodos antes de su puesta en ejecución: analizan lo que hacen los
científicos en sus laboratorios y sus interacciones sociales: la ciencia en acción (Latour,
1989). Para ellos, los métodos científicos no corresponden a una norma a priori: son los
métodos que efectivamente utilizan los científicos (del mismo modo que métodos
tecnológicos son los que utilizan los técnicos). Dentro de esta perspectiva, se trata de
intentar describir de forma pertinente lo que sucede, más que de descubrir lo que
“debería suceder”. No se trata de expresar de forma normativa cómo habría que pensar o
razonar, sino de ir a ver a los laboratorios y a los diarios de los científicos cómo se procede
de hecho (sería algo así como hacer una investigación en los talleres de zapatería para ver
qué métodos utilizan, de hecho, los zapateros). La socio‐epistemología ve los desarrollos
científicos como formados por la historia humana y se niega a situarlos en un universo
aislado de los conocimientos.
La perspectiva de esa obra será principalmente la de la socio‐epistemología, pero
también se tratarán las principales cuestiones (o preguntas) tradicionales. Acentuaremos
las relaciones entre las ciencias y las acciones o decisiones humanas, es decir, las
relaciones entre ciencia, ética y política.
Las ciencias y los códigos éticos
A simple vista, ciertas cuestiones éticas pueden enlazar con cuestiones científicas.
Así, podemos considerar que saber si vamos a operar a un paciente o no, tiene una
dimensión moral. La mayoría aceptará con gusto que en este asunto es legítimo que
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intervengan conocimientos científicos de medicina. (El problema tendría un
planteamiento distinto si el paciente tiene, estadísticamente, muy pocas oportunidades
de salir bien, o si, por el contrario, la operación tiene muchas probabilidades de
prolongarle la vida). Así pues, ciertas cuestiones científicas pueden influir en los juicios
éticos. Lo mismo puede ocurrir con asuntos como el aborto. De modo que algunas
personas considerarán a los biólogos y médicos capaces de decir cuándo hay o no
circunstancias en las que el aborto es aceptable.
Otras, por el contrario, juzgarán inapropiada esa llamada a los expertos científicos
tratándose de problemas éticos. Y otras estarán de acuerdo en dirigirse a expertos
científicos, pero pensarán que debería haber alguien más: por ejemplo, propondrán que a
biólogos y médicos se añadan psicólogos y sociólogos. Finalmente, otras afirmarán que
existe en esto una heterogeneidad entre la decisión ética y los resultados científicos.
Problemas similares pueden darse en el terreno de la ecología. El mismo término
de “ecología” es ambiguo. Por una parte, parece representar una moral relacionada con el
entorno. Y por otra, es también una disciplina científica que forma parte de la biología.
En la misma perspectiva, podemos preguntarnos si los geógrafos (o los
economistas, o los…) tienen resultados científicos gracias a los cuales podrían determinar
lo que es moral en asuntos de desarrollo.
O incluso: “¿Los biólogos o los psicólogos tienen algo que decir sobre moral
sexual?”. O: “¿Hay científicos que puedan decir si la homosexualidad es normal?”.
Estas son una serie de preguntas que este libro quiere ayudar a abordar.
¿Qué se considera normal?
El término “normal”, utilizado en el párrafo anterior, es clave, pero muy ambiguo.
Si, por ejemplo, digo que no es normal que haya guerra, ¿cuál es el significado de la
palabra “normal”? O si digo que la homosexualidad no es normal, ¿qué quiere decir eso?
Existen muchas acepciones vinculadas a la palabra “normal”. Voy a proponer al menos
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cuatro que me parece útil distinguir. Para explicarlo mejor, las situaré en distintas
conductas que señalarán los diferentes sentidos con que se usa un término.
Primer contexto
Hay un objeto que sube cuando “normalmente” debería caer. Me doy cuenta de
que es un globo lleno de helio y digo: “¡Ah, es normal!”. Aquí la palabra “normal” significa
que hemos llegado a encerrar un fenómeno dentro del marco de nuestra comprensión del
mundo. También se podría decir que “un perro con cinco patas es algo normal”. Decirlo
significa, simplemente, que me doy cuenta de que es algo que puede ocurrir.
En esta perspectiva, todo –en principio– es normal. En efecto, metodológicamente
queremos integrar todo lo que vemos en cierta comprensión. Y no dejaremos de
considerar los fenómenos que están ante nosotros hasta haberlos comprendido, es decir,
hasta haber dicho que eran normales. Si en algún caso un fenómeno siguiera siendo
“anormal” no aceptaremos que por derecho lo siga siendo. Decir de algo que es “anormal”
según este significado, quiere decir sencillamente que aún no lo hemos entendido; pero
esperamos llegar a hacerlo algún día. En este sentido, para los científicos, todos los
fenómenos son normales por el simple hecho de existir.
Segundo contexto
“Un perro con cinco patas no es normal”. Generalmente con eso queremos decir
que, según ciertos datos estadísticos, un perro con cinco patas no está dentro de las
“normas”. Igualmente, en este sentido, ¿se puede decir que la homosexualidad no es
normal, si por eso entendemos que tan sólo una minoría de la población es homófila? Este
segundo sentido de la noción de normalidad se refiere pura y simplemente a las
estadísticas.
Sin embargo, la elaboración de estadísticas depende siempre de presupuestos
teóricos. Por ejemplo, para decir que, estadísticamente, hay un porcentaje de perros con
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cinco patas, necesito una teoría gracias a la cual puedo determinar que aquel animal es,
en efecto, un perro. Podría ser que, en nombre de una teoría, se decidiera que si un
animal tiene cinco patas, no se trata de un perro. En ese caso, no existirían evidentemente
perros con cinco patas. Cuando se hacen estadísticas, se toman decisiones de acuerdo con
los criterios y categorías utilizados.
Además, aún serían precisas decisiones para determinar qué se entiende por un
fenómeno “estadísticamente normal”; de uno u otro modo, intervendrá ahí una teoría
que defina las expectativas. A menos que nos ocultemos la decisión tomada diciendo que
todo lo que supere un determinado porcentaje es anormal, hay que darse cuenta de que
decidimos que algo es anormal mediante una elección de criterios. Así, según ciertos
criterios estadísticos, se podría decir que la fecundación es un fenómeno anormal, ya que
sólo una ínfima minoría de espermatozoides sirve a esa fecundación. Por otra parte,
ciertos fenómenos que se dan tan sólo en un tanto por ciento de casos se pueden
considerar como normales. Por ello, podemos decir que la homosexualidad es
estadísticamente normal. Estos ejemplos demuestran que las estadísticas en materia de
normalidad no enseñan nada más que lo que se da en los presupuestos necesarios para
llevarlas a cabo.
Tercer contexto
“La homosexualidad no es normal”. Eso puede significar sencillamente que, en esa
sociedad, hay una especie de consenso para decir que nos encontramos ante un
fenómeno que no se corresponde con nuestras expectativas. De esta manera, llamamos
anormal a lo que va en contra de las expectativas sociales. Es interesante darse cuenta de
que esta acepción probablemente es la que está más anclada en nuestra mente. Cuando
decimos que algo es anormal, queremos decir que, en la sociedad en que nos
encontramos, eso va contra las expectativas comunes.
De modo que podemos afirmar que, en una sociedad determinada, las creencias
éticas permiten una clasificación de los fenómenos en normales y anormales. Por ejemplo,
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si en determinada sociedad no se admite que un marido pegue a su mujer, o que una
mujer pegue a su marido, se dirá que “pegar a la pareja es anormal”. En este sentido la
palabra “normal” se refiere a una norma social admitida. Notemos que esa norma no ha
de ser necesariamente ética, sino que puede ser simplemente cultural: indica una
expectativa.
Cuarto contexto
A veces se dice que algo no es normal cuando es contrario a lo que debe ser. Por
ejemplo, puedo decir que “la carrera de armamentos no es normal”. En ese sentido no
hago simplemente una llamada a una creencia social, sino que hago un juicio de valor. De
acuerdo con esta comprensión ética y normativa de la palabra “normal” se habla de lo que
yo (o nosotros) estimo normal. Posiblemente esto me parece anormal al referirme
simplemente a la manera en que yo sitúo los valores, o porque quiero referirme a normas
absolutas éticas admitidas socialmente.
A menudo se confunden estos cuatro significados de la palabra “normal” y pueden
superponerse. Y no es raro pasar del primer significado (es normal porque lo he
entendido) al último (es algo que admito). De modo que puedo entender muy bien que tal
persona pegue a su pareja y decir que “después de lo que él, o ella, le ha hecho soportar,
su reacción me parece normal” sin decidir si, en el cuarto sentido, para mí eso es normal:
es decir, moralmente aceptable. Del mismo modo, se da frecuentemente una confusión
entre el sentido estadístico de una norma y su sentido moral. Puedo decir que el
fenómeno de la homosexualidad no me parece estadísticamente aberrante (es decir, que
no me parece anormal de acuerdo con criterios estadísticos), a la vez que puedo tener una
opinión ética según la cual la homosexualidad es anormal o normal, de acuerdo con mis
valores éticos. Y en otra acepción, algunas personas podrían considerar que la
homosexualidad es éticamente admisible (moralmente normal), considerando al mismo
tiempo, con otros criterios, que es estadísticamente anormal. Igualmente se puede pensar
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que algo es, en un marco teórico concreto, estadísticamente raro y darse cuenta de que,
de acuerdo con las expectativas sociales, es normal.
En resumen, la utilización de la palabra “normal” es ambigua, ya que puede
esconder posturas muy distintas. Tomemos un último ejemplo: “¿Es la prostitución normal
en una sociedad?”. De acuerdo con el primer contexto podemos entender el fenómeno y
decir que es normal. De acuerdo con el segundo, como en casi todas las sociedades, de
una u otra forma, hay prostitución, se puede decir que estadísticamente es normal (pero
generalmente no se emite esta opinión más que a partir de criterios poco claros). En
muchas sociedades, no se considera normal según el tercer contexto. Y, finalmente, existe
cierto debate ético para saber si, en una sociedad, se debe considerar normal la
legalización de la prostitución.
Según los diferentes significados, las ciencias tienen cosas distintas que decir en
relación con lo que es normal. Según el primer sentido, las ciencias no tienen nada que
decir porque, por supuesto, para las ciencias todo lo que sucede se debe explicar, es decir,
que todo es normal. En el sentido estadístico, las ciencias pueden tener mucho que decir,
pero con la condición de haber concretado –de una forma que nunca será totalmente
científica– los criterios en que se basará la estadística. En cuanto a la normalidad como
ciencia social, la sociología puede comprobarla, pero nos damos cuenta de que, en puntos
determinados, no tiene nada que ver con los resultados científicos.
Finalmente, y ésta será una cuestión que abordaremos en la presente obra:
“¿pueden decir las ciencias algo sobre lo que “debería ser”?”. En otros términos:
“¿pueden las ciencias servir de base a la ética?” ¿Pueden determinar lo que está bien o
mal? En concreto, por ejemplo, un médico, ¿podría decir cuál es el comportamiento
bueno y cuál el malo en materia de ética sexual? ¿o en el tema del aborto? ¿Puede un
geógrafo decir algo sobre lo que es justo en materia de urbanismo?, etc.
Antes de abordar estos temas, debemos hacer un poco de “filosofía de las
ciencias”, es decir, interrogarnos sobre el alcance del saber científico. En otras palabras,
hay que considerar preguntas como: “¿qué es la verdad científica?” o “¿qué quiere decir
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hacer ciencia?” o también “¿en qué sentido se puede decir que las ciencias son
objetivas?”. Esto será objeto de los capítulos siguientes.
Señalaremos para terminar el capítulo que las ciencias se pueden considerar como
una empresa de “normalización”, en el sentido de que promueven en la sociedad una
forma de ver –y frecuentemente de actuar– uniforme: la física define una expectativa
social en cuanto a la manera de describir un objeto en equilibrio, la biología promueve
una manera de describir a los seres vivos, la economía induce normativamente una forma
de describir los intercambios, etc.
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