el hombre que inventaba historias reales
Post on 30-Mar-2016
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Yo, frente al espejo. Me veo viejo. Me veo viejo y cansado. Mi barba no es áspera. Quizás algún día lo fue. Ahora cuelga lánguida y blanca. Mi pelo tampoco es fuerte. También es blanco y seco. Mis ojos, tristes y pesados. Al menos son azules. Son azules por completo. Deduzco que me quedan al menos cinco o seis años más. Cinco o seis años más con esta realidad a cuestas. Este espejo está oxidado en las esquinas. Lo cambiaré mañana
Nadie recordaba el tiempo que llevaban juntos. Sólo ellos, Nicolás y María, María y Nicolás, visualizaban con exactitud el momento en que ambos, al mismo tiempo, decidieron vivir la misma vida. En realidad visualizaban el recuerdo del recuerdo, una historia bien construida con nostalgia durante algunas tardes de verano, frente al lago o durante los trayectos en barco de vuelta de sus vacaciones en Isla. El
recuerdo es una tarde de enero y la cafetería de Alfred, desierta, con sus mesas y sillas rojas, y sus láminas de actores de películas de los cincuenta. Y Nicolás, al fondo, en una esquina, dibujando en su libreta. Y entra María con su abrigo negro acolchado y pide un café. Los dos alzan la vista y se encuentran. ‐ Hace frío ‐ es lo único que se le ocurre decir a Nicolás.
María ríe, nerviosa. Porque lo ha encontrado, porque el corazón bombea rápido su sangre, porque se da cuenta de que él también siente que la ha encontrado.
Los dos creen que ese el instante, el momento. A partir de él los recuerdos de los recuerdos cada vez fueron más reales.
Todos los niños nacen en luna llena, dijo Nicolás meses antes. Y Nicolás, hijo, nació en luna llena meses después. En las primeras semanas de vida de Nicolás hijo, se reprodujeron cuatro fotografías. 1) Nicolás y María caminan bajo un cielo sin sombras y hojas caducas sobre la acera. Nicolás, padre, lleno de vida, con la mitad derecha del cuerpo abraza a su mujer. Con la mitad
izquierda, empuja el cochecito. Cada palabra, cada gesto, cada sonido, son aprovechados para detenerse y observar a Nicolás, hijo. Él está sereno, despierto o dormido, siempre sereno.
2) Nicolás y María bailan sus costumbres en el salón. María mira a Nicolás, padre, con ternura. Con la mitad izquierda de su cuerpo lo abraza. Con la mitad derecha rodea a Nicolás, hijo, y lo ayuda a mamar.
3) Nicolás, padre, coloca a su hijo en la bañera. Primero con su mano derecha lo sujeta contra su cuerpo y con la izquierda comprueba la temperatura del agua. “¿No estará demasiado caliente?” Nicolás lo duda siempre. María lo pregunta a veces. Luego con suavidad introduce a Nicolás hijo en el agua. Maria los mira, sentada en la taza o de pie, abrazada a una toalla.
Nicolás, padre, se gira, busca sus ojos y se reconforta. Todo va bien. Nicolás hijo juega con sus manos, despierto y sereno. 4) De noche, la radio muy tenue suena de fondo, porque ambos están convencidos de que aquel hilo de música tranquiliza al pequeño. María, Nicolás, hijo, y Nicolás, padre, en ese orden, tumbados sobre la misma cama. María acaricia
el pelo de su hijo. Es negro y liso. Más tarde, a los siete meses y cinco días de vida de Nicolás hijo, todo, toda la realidad se convirtió en recuerdos y María recordó aquellas cuatro fotografías. Las recordó una y otra vez. Las imaginó, las completó y las llenó de realidad.
Yo, en casa, frente al perchero. La bolsa de papel que tengo en la mano está rasgada. Por los cortes, asoman las esquinas del espejo nuevo. Por un momento, en mitad de la plaza Wellington, pensaba que no iba a poder: el paraguas, el espejo en una bolsa de papel (así me lo dieron el la tienda, menuda estupidez) y mi dolor de rodillas. Y mis pies húmedos. Luego he decidido no pensar en el espejo, ni en el dolor y todo
ha sido más fácil. Antes de quitarme la gabardina voy a colocar este espejo. Mojaré el suelo. Si Angélica me viera, me lo reprocharía. Pero Angélica no está. Estará el domingo y ese día, el suelo estará seco y yo también; y en el baño del fondo, donde siempre entra ella después de comer, ya no habrá un espejo oxidado.
En pijama, sentada sobre la cama mientras lees a Borges, estás linda. También lo estás con tu vestido rojo o en la arena tumbada bajo el sol, completamente inmóvil. Estás linda cuando corres por el parque después de las clases y tu coleta celebra pertenecerte con saltos.
Quizás, deberías entender que la literatura no lo es todo; que la vida, la universidad, nuestros tiempos tienen identidad propia. Porque tú
nos pones a todos al servicio de Unamuno, Cortázar o García Marquez. Y todos somos versos, metonimias o complementos circunstanciales. Pero a mí, eso, ahora, no me importa; ahora me agrada, porque tú, Carol, y tu planeta de libros, me hacéis mejor persona.
“Corazón, salgo un momento. Me acercaré a la farmacia a por el jarabe y de paso compraré el pan”. Esto fue lo último que dijo.
“Corazón, salgo un momento. Me acercaré a la farmacia a por el jarabe y de paso compraré el pan”. La última frase, el último recuerdo. Vestía tejanos y un jersey negro de punto. Y sus zapatillas adidas que compró en Isla el verano anterior. María no notó nada extraño,
ningún síntoma, ninguna actitud o gesto fuera de su coteidaneidad, de sus fotografías. 1.80, delgado, con barba descuidada y ojos cansados. Todo, menos lo de los ojos, todo, se lo repitió horas más tarde a la policía. Luego a los medios de comunicación y más tarde, de nuevo a la policía.
Y sin quererlo construyó el recuerdo desde el principio. Porque Nicolás, padre, no apareció nunca. El calor de
Esta tarde, Carol, estás inquieta. Lo siento en tus movimientos, en tus gestos bruscos, en tus ojos extraviados. Esta tarde, Carol, estás inquieta. Quizás sea porque lo presientes. Porque yo también lo presiento. Sé que el momento está cerca. No sé si será mañana o pasado o dentro de tres meses. Porque mi padre tenía mi edad cuando le ocurrió a él. Porque los médicos se lo dijeron claro a
mi madre: “Su hijo Nicolás, tiene el Síndrome EHQIHR. Tarde o temprano, su memoria se borrará por completo y deberá empezar una nueva vida. Y mi madre preguntó si era hereditario y los médicos le contestaron que sí. Entonces se echó a llorar y lo comprendió todo. Y siguió llorando durante días y a los meses, una mañana de otoño, fue al registro civil y desde entonces nos obligó a todos a llamarla Angélica.
Pero tú, Carol, no sabes nada de esto y quizás esté confundido y estés inquieta porque hoy no has hecho deporte o porque te preocupa el examen de la semana que viene. O quizás no, e intuyas que pronto no estaré porque mis caricias ya no son la misma metáfora que eran hace un tiempo.
Angélica y yo, en la cocina. Friego los platos y es algo que no me gusta. Pero disfruto viéndola barrer a mi lado o colocando la vajilla seca en los armarios. Es nuestro momento. Tras la comida, al entrar en la cocina, la conversación se interrumpe y ambos nos encontramos en el silencio. Sólo se escucha la música de la radio, muy tenue. Hoy he cocinado arroz con setas. Le ha encantado. A
Angélica le encanta todo lo que cocino. Yo disfruto viéndola comer, despacio, sonriente. Conozco a Angélica desde hace tres años. Me abordó una tarde de enero mientras tomaba un café y dibujaba en mi libreta. Se presentó, me dijo que era viuda, que era fotógrafa y que era nueva en la ciudad. Al día siguiente la acompañe a buscar un piso y paseamos por el parque. Le expliqué lo del Síndrome
EHQIHR, que algún día todo acabaría, que no sabía cuantas vidas había tenido antes, que tenía miedo. Pero a ella no le importó. Quería conocerme y yo sentí que ya la conocía. Y desde entonces generamos recuerdos de los recuerdos, eso dice Angélica.
En cuento terminemos de recoger la cocina, Angélica entrará en el baño del fondo, y se verá reflejada en el espejo, el nuevo. Al salir me felicitará, me acariciará la
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