el don de la fraternidad - maristas.org.brmaristas.org.br/drive/cvcl/2014/itinerarios em pdf/el don...
Post on 05-Jun-2018
234 Views
Preview:
TRANSCRIPT
0
DÍA 1°
EL DON DE LA FRATERNIDAD
GRACIA SIEMPRE OFRECIDA
1
ILUMINACIÓN
Documento
UN CORAZÓN, UN ALMA, UN ESPÍRITU VANIER J., Comunidad: lugar de perdón y fiesta.
Narcea, S.A. De Ediciones, Madrid. Pág. 13-36.
En estos tiempos en que las ciudades
son tan despersonalizadas y despersonalizantes
muchos buscan la comunidad, sobre todo cuan-
do se sienten solos, fatigados, débiles y tristes.
Para otros estar solo es insoportable, es un gus-
to anticipado de la muerte. La comunidad apa-
rece entonces como maravilloso lugar de acogi-
da y participación.
Pero bajo
otro ángulo, la co-
munidad es un lugar
terrible. Es el lugar
donde se revelan
nuestras limitaciones
y egoísmos. Cuando
empiezo a vivir todo
el día con otras per-
sonas, descubro mi
pobreza y debilidad,
mi incapacidad para
entenderme con al-
gunos, mis bloqueos,
mi afectividad o mi sexualidad perturbada, mis
deseos que parecen insaciables, mis frustracio-
nes, mis celos, mis odios y mis deseos de des-
trucción. Mientras estaba solo, podía creer que
quería a todo el mundo; ahora con otros, consta-
to lo incapaz que soy de amar y rehúso la vida
con otros. Si soy incapaz de amar, ¿qué queda
de bueno en mí? Sólo hay tinieblas, desespe-
ranza y angustia. El amor es una ilusión. Estoy
condenado a la soledad y a la muerte.
La vida en común es la revelación peno-
sa de los límites, debilidades y tinieblas de mi
ser es la revelación, a menudo inesperada de los
monstruos escondidos en mí. Esta revelación es
difícil de asumir. Enseguida se trata de alejar
esos monstruos, o volverlos a esconder o negar
su existencia o se huye de la vida comunitaria y
de la relación con otros, o se les acusa a ellos y
a los monstruos que hay en ellos.
Pero si se acepta que estos monstruos
están ahí, se les puede dejar salir y aprender a
domarles. Es el crecimiento hacia la liberación.
Si somos acogidos con nuestras limita-
ciones y con nuestras capacidades también, la
comunidad poco a poco se convertirá en un
lugar de liberación; descubriendo que somos
aceptados y amados por los demás, nos acepta-
mos y amamos mejor el lugar donde se puede
ser uno mismo sin miedo ni violencia. Así la
vida comunitaria profundiza en la confianza
mutua entre todos los miembros.
Entonces ese lugar terrible se convertirá
en lugar de vida y crecimiento. No hay nada
más bello que una comunidad donde se empie-
za a amar realmente y a tenerse confianza los
unos a los otros. «Ved: qué dulzura, qué deli-
cia, convivir los hermanos unidos. Es ungüento
precioso en la cabeza... que baja por la barba
de Aarón» (Sal. 133).
Nunca he llegado a entender muy bien
esta referencia a la barba de Aarón, sin duda
porque nunca he tenido barba. Pero si el perfu-
me que se desliza por una barba produce una
sensación tan asombrosa como la vida en co-
mún, debe ser maravilloso.
La vida comunitaria es el lugar donde se
descubre la herida profunda del propio ser y
donde se aprende a asumirla. Entonces se puede
empezar a renacer. Sí, hemos nacido a partir de
esa herida.
2
Sentimiento de pertenencia.
Cuando veo los pueblos africanos, cons-
tato que a través de sus ritos y tradiciones, vi-
ven profundamente la vida comunitaria. Cada
cual tiene la convicción de pertenecer a los
otros; el que es de la misma etnia o pueblo es
verdaderamente un hermano. Me viene a la
memoria monseñor Agré, obispo de Man que se
encontró a un aduanero en el aeropuerto de
Abidjan; se abrazaron como si fueran hermanos
pues eran del mismo pueblo. De cierta manera
se pertenecían el uno al otro. Los africanos no
tienen necesidad de hablar de la comunidad, la
viven intensamente.
Me han dicho que los aborígenes de
Australia no apetecen ningún bien material,
salvo los coches que les permitan ir a visitar a
sus hermanos. Para ellos, lo único importante
son los lazos de fraternidad que los alimentan.
Hay, al parecer, tal unidad entre ellos que saben
cuándo muere alguno; lo sienten en sus entra-
ñas.
René Lenoir en su libro Les exclus1, ha-
bla de los indios de Canadá. Si ante un grupo de
niños se promete un premio al primero que res-
ponda una pregunta, todos se ponen a buscar la
solución juntos y cuando están de acuerdo res-
ponden gritando todos al mismo tiempo. Para
ellos sería intolerable que ganara uno y perdiera
la mayoría; el que ganara se separaría del resto
de sus hermanos. Habría ganado el premio pero
habría perdido la solidaridad.
Nuestra civilización occidental es una
civilización competitiva. Desde el colegio el
niño aprende a «ganar»; sus padres están encan-
tados cuando es el primero. De esa manera, el
progreso material individualista y el deseo de
subir de grado en el prestigio pisotean el senti-
do de la comunión, de la compasión, de la co-
munidad. Se trata ahora de vivir más o menos
solo en casita, guardando celosamente los bie-
nes y tratando de adquirir otros, con un papel en
la puerta donde está escrito «cuidado con el
perro». Por esto, el occidente ha perdido el sen-
tido de la comunidad que pequeños grupos que
surgen aquí y allá, tratan de recuperar.
1 LENOIR, R.: Les exclus, Le seuil, Paris, 1975.
Tenemos mucho que aprender de África
y de la India, que nos recuerdan que lo esencial
de la comunidad es un sentimiento de pertenen-
cia. Hay que reconocer que el sentido de su
propia comunidad les impide mirar con amor y
objetividad a las otras comunidades. Y entonces
aparece la guerra entre tribus. A veces también
la vida comunitaria africana se basa en el mie-
do. El grupo, la tribu, dan a la vida un sentido
de solidaridad, protegen y dan seguridad pero
no son verdaderamente liberalizadores. Si el
individuo no se separa de ellos es sólo por sus
miedos y su propia herida, frente a fuerzas ad-
versas a los genios malos y a la muerte. Estos
miedos se concretizan en torno a ritos o fetiches
que tienen un poder de cohesión. Pero la verda-
dera comunidad es liberalizadora.
Me gusta ese pasaje de la Escritura: «Y
diré: Tú eres mi pueblo, y él dirá: Tú eres mi
Dios» (Os. 2, 25).
Siempre me recuerda a Jessie Jackson,
uno de los discípulos de Martín Lutero King,
diciendo a una asamblea de muchos miles de
negros: «Mi pueblo es humillado». La madre
Teresa dice: «Mi pueblo tiene hambre».
Mi pueblo, es decir, mi comunidad, la
pequeña comunidad de los que viven juntos
pero también la comunidad más grande que está
a su alrededor y por la que ella existe. Esos son
los que están inscritos en mi carne como yo
estoy inscrito en la suya. Ya estemos lejos o
cerca, mi hermano, mi hermana, permanecen
inscritos en mi interior. Los llevo y ellos me
llevan y cuando nos encontramos nos recono-
cemos. Estamos hechos los unos para los otros,
hechos de la misma tierra, miembros de un
mismo cuerpo. El término «mi pueblo», no
quiere decir que en relación con ellos yo esté en
un grado de superioridad, que yo sea su pastor y
me ocupe de ellos. Quiere decir que ellos son
para mí como yo soy para ellos. Todos somos
solidarios. Lo que les toca a ellos, a mí me toca.
El término «mi pueblo» no implica que rechace
a otros. No, «mi pueblo» es mi comunidad
constituida por los que me conocen y me llevan.
Puede y debe ser un trampolín hacia la humani-
dad entera. Pero no puedo ser un hermano uni-
versal si no amo en primer lugar a «mi pueblo»
3
y a partir de él, a todos los demás.
No se va personalmente hacia la unidad
interior más que cuando se agranda y profundi-
za el sentido de pertenencia. Y no sólo de per-
tenencia a una comunidad sino al universo, a la
tierra, al aire, al agua, a todos los vivientes, a
toda la humanidad. Si la comunidad da a la per-
sona un sentimiento de pertenencia, la ayuda
también a asumir su soledad en un encuentro
personal con Dios. Por esto también está la co-
munidad abierta al universo y a todos los hom-
bres.
Tender hacia los fines de la comunidad.
Cualquier tipo de comunidad ha de tener
un proyecto. Si los miembros deciden vivir jun-
tos sin especificar sus fines ni tener claro el
porqué de su vida en común, enseguida habrá
conflictos y todo se desplomará. Las tensiones
en la comunidad provienen a menudo de que las
personas tienen expectativas muy distintas y no
las verbalizan. Pronto se descubre que lo que
querían unas es muy distinto de lo que espera-
ban otras. Imagino que igual pasa en el matri-
monio. No se trata de querer vivir juntos. Si se
quiere que esa vida dure, es necesario saber lo
que se quiere hacer juntos, lo que se quiere ser
juntos.
Esto implica que toda comunidad debe
tener un proyecto de vida que especifique cla-
ramente por qué se vive juntos y lo que se espe-
ra de cada uno. Implica también que antes de
consolidarse, una comunidad tenga un tiempo
más o menos largo para preparar esta vida en
común y clarificar sus opciones.
Bruno Bettelheim dice en Un lugar
donde renacer:2 «Estoy convencido de que la
vida en común sólo puede florecer cuando exis-
te un fin fuera de ella. No es posible más que
como consecuencia de un compromiso profun-
do hacia otra realidad más allá de la de ser una
comunidad.
Cuanto una comunidad es más auténtica
y creativa en su búsqueda de lo esencial, más se
sienten llamados sus miembros a salir de sí
2 BETTLELHEIM, B.: Un lieu où renaître, R. Laffont, Paris,
1975.
mismos tendiendo a unirse. Por el contrario
cuanto más tibia se hace en relación con su fin
inicial, más peligro hay de esterilizarse y de que
aparezcan tensiones. Los miembros no hablan
tanto de cómo responder mejor a la llamada de
Dios y los pobres, como de ellos mismos, sus
problemas, sus estructuras, su riqueza y su po-
breza, etc. Existe un lazo íntimo entre los dos
polos de la comunidad: su objetivo y la unidad
entre sus miembros.
Una comunidad
se convierte verdadera-
mente en una y resulta
radiante cuando todos
sus miembros tienen un
sentimiento de urgencia.
En el mundo hay dema-
siada gente sin esperan-
za, demasiados gritos
sin respuestas, dema-
siadas personas que
mueren en su soledad.
Cuando los miembros de una comunidad en-
tienden que no están ahí para ellos mismos ni
por su propia pequeña santificación sino para
acoger el don de Dios y para que Dios venga a
calmar la sed de los sedientos, viven plenamen-
te la comunidad. La comunidad ha de ser la luz
en un mundo de tinieblas, un manantial en la
Iglesia y para todos los hombres. No hay dere-
cho a estar tibio.
De «la comunidad para mí» a «yo para
la comunidad».
Una comunidad no se constituye como
tal hasta que la mayoría de sus miembros está
dispuesta a dar el paso de «la comunidad para
mí» a «yo para la comunidad», es decir, hasta
que el corazón de cada uno está dispuesto a
abrirse a cada miembro, sin excluir a nadie. Es
el paso del egoísmo al amor, de la muerte a la
resurrección; es la pascua, el paso del Señor y
también el paso de una tierra de esclavitud a la
tierra prometida, la de la liberación interior.
La comunidad no es cohabitación por-
que eso es un cuartel o un hotel. No es tampoco
un equipo de trabajo y menos aún un nido de
4
víboras. Es el lugar en el que cada uno o más
bien la mayoría (¡hay que ser realista!), trata de
salir de las tinieblas del egocentrismo a la luz
del amor verdadero. «En vez de obrar por
egoísmo o presunción, cada cual considere hu-
mildemente que los otros son superiores y nadie
mire únicamente por lo suyo, sino también cada
uno por lo de los demás» (Flp 2, 3-4).
El amor no es ni sentimental ni una
emoción transitoria. Es una atención al otro que
poco a poco se convierte en compromiso, reco-
nocimiento de una alianza, de una pertenencia
mutua. Es escucharle, ponerse en su lugar,
comprenderle, sentirse atañido por é1. Es res-
ponder a su llamada y a sus necesidades más
profundas. Es compartir, sufrir con él, llorar
cuando llore, alegrarse cuando se alegre. Amar
es también estar alegre cuando el otro está y
triste cuando permanece ausente; es morar mu-
tuamente uno en otro, refugiándose uno en el
otro. «El amor es una fuerza unificadora» dijo
Dionisio el Aeropagita.
Si el amor es tender uno hacia el otro, es
también tender los dos hacia las mismas reali-
dades, es esperar y querer las mismas cosas; es
comulgar en la misma visión, con el mismo
ideal. Por eso es querer que el otro se realice
plenamente según los caminos de Dios y al ser-
vicio de los demás, es querer que sea fiel a su
llamada, libre para amar en todas las dimensio-
nes de su ser.
Aquí están los dos polos de la comuni-
dad: un sentimiento de pertenencia del uno al
otro y también un deseo de que el otro vaya
más lejos en su donación a Dios y a los demás,
que sea más luminoso más profundo en la ver-
dad y la paz. «El amor es paciente, es afable; el
amor no tiene envidia, no se jacta ni se engríe,
no es grosero ni busca lo suyo, no se exaspera
ni lleva cuentas del mal, no simpatiza con la
injusticia, simpatiza con la verdad. Disculpa
siempre, se fía siempre, espera siempre, aguanta
siempre». (1 Cor 13, 4-7).
Para dar este paso del egoísmo al amor,
de «la comunidad para mí» a «yo para la comu-
nidad», y la comunidad para Dios y para los
que tienen necesidad, se precisa tiempo y mu-
chas purificaciones, muertes constantes y nue-
vas resurrecciones. Para amar es necesario mo-
rir sin cesar a las ideas, susceptibilidades y co-
modidades propias. El camino del amor se teje
con sacrificios. Las raíces del egoísmo son pro-
fundas en nuestro inconsciente y a menudo
constituyen nuestras primeras reacciones de
defensa, de agresividad, de búsqueda del placer
personal.
Amar no es sólo un acto voluntario que
se acoja para controlar y rebasar la sensibilidad
(esto es un principio) sino una sensibilidad y un
corazón purificado que se dirigen espontánea-
mente hacia el otro. Estas purificaciones pro-
fundas se realizan gracias al don de Dios, una
gracia que surge de lo más profundo de noso-
tros mismos, allí donde reside el Espíritu.
«Arrancaré de vuestra carne el corazón de pie-
dra y os daré un corazón de carne. Os infundiré
mi espíritu» (Es 36,26). Jesús nos ha prometido
enviarnos al Espíritu Santo, el Paráclito, para
comunicarnos esta energía nueva, esta fuerza,
esta calidad del corazón que hacen que se pueda
acoger verdaderamente al otro -aunque sea un
enemigo- tal como es: soportar todo, creer todo,
esperar todo. Aprender a amar supone toda una
vida, pues es necesario que el Espíritu penetre
en todos los rincones y recovecos de nuestro
ser, en todas esas partes en las que hay temores,
miedos, actitudes de defensa y celos.
La comunidad empieza a hacerse cuan-
do cada uno hace un esfuerzo para acoger y
amar a los otros tal y como son. «Acogeos mu-
tuamente como Cristo os acogió para honra de
Dios» (Rom 15,7).
Simpatías y antipatías.
Los dos grandes peligros de una comu-
nidad son los «amigos» y los «enemigos». Muy
rápidamente ocurre que «Dios los cría y ellos se
juntan»; se desea estar al lado de quien nos gus-
ta, de quien tiene nuestras mismas ideas, la
misma manera de concebir la vida, el mismo
tipo de humor. Nos alimentamos el uno del
otro; nos halagamos: «eres maravilloso» «tú
también lo eres», «somos maravillosos porque
somos inteligentes, astutos». Las amistades
humanas pueden enseguida caer en un club de
5
mediocridades donde se cierran los unos en los
otros; se halagan mutuamente y se hacen creer
que son inteligentes. La amistad no es entonces
una tendencia a ir más lejos, a servir mejor a
nuestros hermanos y hermanas, a ser más fieles
al don que se nos ha dado, más atentos al Espí-
ritu y a continuar la marcha a través del desierto
hacia la tierra prometida de la liberación. Se
convierte en sofocante y constituye un fardo
que impide dirigirse a los otros, atendiendo sus
necesidades. A la larga, ciertas amistades se
transforman en una dependencia afectiva que es
una forma de esclavitud.
En una comunidad también hay «antipa-
tías». Siempre hay personas que no me entien-
den, que me bloquean, que me contradicen y
ahogan el impulso de mi vida y de mi libertad.
Su presencia parece amenazarme y provocarme
agresividades o un cierto tipo de regresión ser-
vil. En su presencia, soy incapaz de expresarme
y vivir. Otros hacen nacer en mí sentimientos
de envidia y celos, son lo que yo quisiera ser y
su presencia me recuerda que no lo soy. Su va-
lía e inteligencia me retrotraen a mi propia indi-
gencia. Otros me piden demasiado. No puedo
responder a su búsqueda afectiva incesante. Me
veo obligado a rechazarlos. Estas personas son
mis «enemigos»; me ponen en peligro, e inclu-
so aunque no lo admita, les odio. Este odio no
es psicológico, ni aún moral, es decir querido.
Pero cuánto me gustaría que no existieran. Su
desaparición, su muerte, me parecería una libe-
ración.
Es natural que en una comunidad se den
aproximaciones de sensibilidades tanto como
bloqueos entre sensibilidades distintas. Unas
por inmadurez de la vida afectiva y por cierta
cantidad de elementos de nuestra infancia sobre
los que no tenemos ningún control. No hay por
qué negarlo.
Si nos dejamos guiar por nuestras emo-
ciones, pronto se harán clanes en el interior de
la comunidad. Entonces no habrá una comuni-
dad sino grupos de personas más o menos ce-
rradas sobre sí mismas y bloqueadas las unas
por las otras. Cuando se entra en algunas comu-
nidades se notan estas tensiones y luchas subte-
rráneas. Las personas no se miran de frente.
Cuando se cruzan en los pasillos, son como
barcos en la noche. Una comunidad no es co-
munidad más que cuando la mayoría de sus
miembros han decidido conscientemente rom-
per esas barreras y salir del capullo de «amista-
des» para tender la mano al «enemigo».
Pero esto es un largo camino. Una co-
munidad no se hace en un día. En realidad,
nunca está hecha, sino siempre en progresión
hacia un amor más grande, o en regresión.
El enemigo me da miedo. Soy incapaz
de escuchar su grito, de responder a sus necesi-
dades; sus actitudes agresivas y dominadoras
me aplastan. Le huyo o me gustaría que desapa-
reciera.
En realidad, tengo que tomar conciencia
de mi debilidad, de mi falta de madurez, de una
pobreza en mi interior. Y esto es lo que rehúso
entender. Los defectos que critico en los otros
son a menudo mis propios defectos a los que
me niego a mirar a la cara. Los que critican a
los otros y a la comunidad y buscan la comuni-
dad ideal, corren el peligro de huir del recono-
cimiento de sus propios defectos y debilidades.
Rechazan su sentimiento de insatisfacción, su
herida.
El mensaje de Jesús es claro: «Pero, en
cambio, a vosotros que me escucháis os digo:
Amad a vuestro enemigo, haced el bien a los
que os odian, bendecid a los que os maldicen,
rezad por los que os injurien. Al que te pegue
en una mejilla, preséntale la otra... Si queréis a
los que os quieren, ¡vaya generosidad! También
los descreídos quieren a quien los quiere» (Lc
6, 27, 32).
El «falso amigo» es aquel en quien no
veo más que «supuestas» cualidades. Suscita en
mí una cierta vitalidad, un bienestar. Me revela
a mí mismo y me estimula. Por eso le amo.
6
El «enemigo» por el contrario estimula
en mí emociones que no quiero considerar:
agresividad, celos, miedo, falsa dependencia,
odio, todo lo que del mundo de las tinieblas hay
en mí.
Mientras no acepte ser una mezcla de
luz y tinieblas, de cualidades y defectos, de
amor y odio, de altruismo y egocentrismo, de
madurez e inmadurez, sigo dividiendo el mundo
en «enemigos» (los «malos») y en «amigos»
(los «buenos»), continúo alzando barreras en mí
y fuera de mí extendiendo prejuicios.
Cuando acepte que tengo debilidades y
defectos y también que puedo progresar hacia la
libertad interior y un amor más verdadero, en-
tonces podré aceptar los defectos y debilidades
de los demás; también ellos pueden progresar
hacia la libertad del amor. Puedo mirar a todos
los hombres con realismo y amor. Todos somos
personas mortales y frágiles pero con esperan-
za, pues podemos crecer.
El perdón en el corazón
de la comunidad.
¿Podemos aceptarnos a nosotros mismos con
nuestras tinieblas, debilidades, faltas, y miedos
sin la revelación de que Dios nos ama? Cuando
se descubre que el Padre envió a su hijo único
no para juzgarnos ni condenarnos sino para
sanarnos, salvarnos y guiarnos por los caminos
del amor; cuando se des-
cubre que ha venido para
perdonarnos porque nos
ama en las profundida-
des de nuestro ser, en-
tonces nos podemos
aceptar a nosotros mis-
mos. Hay una esperanza.
No estamos encerrados
para siempre en una pri-
sión de egoísmo y tinie-
blas. Es posible amar.
Así es posible aceptar a
los otros y perdonar.
Mientras que yo no vea en el otro más
que las cualidades que reflejan a las mías, no
hay crecimiento posible; la situación será está-
tica y se romperá tarde o temprano. Una rela-
ción entre personas no es auténtica y estable
más que cuando se funda en la aceptación de las
debilidades, el perdón y la esperanza de un cre-
cimiento.
Si el punto álgido de la vida comunitaria
es la celebración, su corazón es el perdón.
La comunidad es el lugar del perdón. A
pesar de la confianza que puedan tener unos
con otros, hay siempre palabras que hieren,
actitudes que ponen en evidencia, situaciones
donde se estrellan las susceptibilidades. Por
eso, vivir juntos implica llevar una cruz, un
esfuerzo constante y una aceptación que es el
perdón mutuo de cada día. Pablo dice: «En vista
de esto, como elegidos de Dios consagrados y
predilectos, vestíos de ternura entrañable, de
agrado, humildad, sencillez, tolerancia; conlle-
vaos mutuamente y perdonaos cuando uno ten-
ga queja contra otro; el Señor os ha perdonado,
haced vosotros lo mismo. Y, por encima, ceñios
el amor mutuo, que es el cinturón perfecto. In-
teriormente la paz de Cristo tenga la última
palabra; a esta paz os han llamado como miem-
bros de un mismo cuerpo. Sed también agrade-
cidos» (Col. 3, 12-15).
Bastantes personas van a una comuni-
dad para encontrar algo, pertenecer a un grupo
dinámico y tener un estilo de vida cercano al
ideal.
Si entran en una comunidad sin saber
que se va para descubrir el misterio del perdón,
enseguida se desengañarán.
Sed pacientes.
No somos dueños de nuestras sensibili-
dades, atracciones y repulsas que nacen en lo
más profundo de nuestro ser, allí donde tene-
mos más o menos el control. Todo lo que po-
demos hacer es esforzarnos en no seguir esas
pendientes que constituyen las barreras en el
interior de la comunidad. Será preciso esperar a
que el Espíritu Santo venga a perdonar, purifi-
car y podar las ramas un poco torcidas de nues-
tro ser. Nuestra sensibilidad desde nuestra in-
fancia se ha formado a base de miles de miedos
7
y egoísmos; también está hecha por los gestos
de amor y el don de Dios. Es una mezcla de
tinieblas y luz. En un día no se podrá rectificar
esa sensibilidad porque exige mil purificaciones
y perdones, esfuerzos cotidianos y sobre todo el
don del Espíritu que nos renovará en el interior.
Transformar poco a poco nuestra sensi-
bilidad para poder empezar a amar realmente al
enemigo es un trabajo de larga duración. Tene-
mos que ser pacientes con nuestras sensibilida-
des y miedos, misericordiosos con nosotros
mismos. Para dar este paso hacia la aceptación
y el amor al otro, a todos los demás, hay que
empezar simplemente por reconocer nuestros
bloqueos, nuestros celos, nuestra forma de
compararnos, nuestras preguntas, y nuestros
odios más o menos conscientes y reconocernos
como somos. Y pedir perdón al Padre. Y des-
pués es bueno hablar con un hombre de Dios
que nos puede hacer comprender, quizá, lo que
está pasando, confirmarnos en nuestro esfuerzo
de rectitud y ayudarnos a descubrir el perdón de
Dios.
Una vez que hemos reconocido que la
rama está torcida que estamos bloqueados por
la antipatía, se trata de dirigir los esfuerzos ha-
cia la lengua, evitando dejarla libre para que
siembre cizaña, que no indague las faltas y erro-
res de los demás y se regocije cuando constata
que se han equivocado. La lengua es uno de los
órganos más pequeños, pero que puede sembrar
la muerte. Para esconder nuestros propios de-
fectos, engrandecemos los de los demás. «Se»
han equivocado. Cuando aceptamos los defec-
tos propios, nos es más fácil aceptar los de los
demás.
Al mismo tiempo hay que tratar leal-
mente de ver las cualidades del «enemigo».
¡También tendrá alguna! Pero como tengo mie-
do de él, también él lo tendrá de mí. Si yo estoy
bloqueado también lo estará él. Cuando dos
personas se tienen miedo es difícil que se pue-
dan descubrir mutuamente las cualidades. Es
necesario un mediador, un reconciliador, un
artesano de la paz, una persona en quien se ten-
ga confianza, y que se entienda con el enemigo.
Si confío a esta tercera persona mis dificulta-
des, ella podrá ayudarme a descubrir las cuali-
dades del «enemigo» o al menos a comprender
mis actitudes y mis bloqueos y después de ha-
ber visto sus cualidades, podré algún día utilizar
mi lengua para hablar bien de él. Será un largo
camino que terminará en un gesto final, pediré
al enemigo antiguo un consejo o un servicio. El
que se nos pida un consejo o un servicio impac-
ta mucho más que el hecho de que se nos preste
un servicio o se nos haga algún bien.
Durante todo este tiempo, el Espíritu
Santo puede ayudarnos a orar por el «enemigo»
para que también crezca como Dios quiere, para
que un día pueda realizarse el gesto de reconci-
liación.
El Espíritu Santo vendrá un día para li-
berarme de este bloqueo de antipatía o puede
ser también que me deje seguir con esta espina
en mi carne que me humilla y me obliga a hacer
cada día nuevos esfuerzos. No se trata de in-
quietarse por los malos sentimientos y aún me-
nos de sentirse culpable. Se trata de pedir per-
dón a Dios como niños pequeños y seguir an-
dando. Si el camino es largo, no hay que des-
animarse. Uno de los papeles de la vida comu-
nitaria es justamente el de ayudarnos a conti-
nuar la ruta con esperanza, el aceptarnos tal
como somos y aceptar a los otros como son.
La paciencia, como el perdón, está en el
corazón de la vida en común: paciencia con
nosotros mismos y las leyes de nuestro cre-
cimiento, y paciencia con los demás. La espe-
ranza comunitaria se funda en la aceptación y el
amor de la realidad de nuestro ser y del de los
otros, y en la paciencia y confianza necesarias
para el crecimiento.
Confianza mutua.
En el corazón de la co-
munidad está esta confianza
mutua de unos en otros nacida
del perdón cotidiano y de la
aceptación de nuestras debilida-
des y pobrezas. Pero esta con-
fianza no nace en un día. Por eso
hace falta tiempo para formar
una, vida comunitaria. Cuando
alguien entra en una comunidad, representa
8
siempre un papel porque quiere ser lo que los
otros esperan de él. Poco a poco descubre que
los demás le quieren tal como es y que confían
en él. Pero la confianza es una cosa que se debe
probar y siempre acrecer.
Los casados jóvenes puede ser que se
quieran mucho pero ese amor a veces es un
elemento superficial y excitante ligado al des-
cubrimiento que se acaba de hacer. El amor es,
sin duda, más profundo entre los esposos mayo-
res que han vivido pruebas juntos y saben que
el otro será fiel hasta la muerte. Saben que nada
puede romper su unión.
Igual pasa en nuestras comunidades; hay
en ellas a menudo sufrimientos dificultades
muy grandes y tensiones que han puesto a
prueba la fidelidad que hace crecer la confian-
za. Una comunidad donde existe una verdadera
confianza mutua es una comunidad inquebran-
table.
La comunidad no es simplemente un
grupo de personas que viven juntas y se quie-
ren, es una corriente de vida, un corazón, un
alma, un espíritu. Son personas que se quieren
entre sí mucho y que están inclinadas hacia la
misma esperanza. De ahí la atmósfera particular
de alegría y acogida que caracteriza a la verda-
dera comunidad. «Entonces, si hay un estímulo
en Cristo y un aliento en el amor mutuo, si exis-
te una solidaridad de espíritu y una caridad en-
trañable, hacedme feliz del todo y andad de
acuerdo, teniendo un amor recíproco y un inte-
rés unánime por la unidad» (Flp 2, 1-2). «En el
grupo de los creyentes todos pensaban y sentían
lo mismo: lo poseían todo en común y nadie
consideraba suyo nada de lo que tenía» (Hch
4,32).
Esta atmósfera de alegría proviene del
hecho de que cada uno se siente libre de ser él
mismo en lo que tiene de más profundo. No hay
necesidad de representar ningún papel, de inten-
tar ser mejor que los otros, de tratar de hacer
proezas, para ser amado. Ha descubierto que se
le ama por sí mismo y no por sus capacidades
intelectuales o manuales.
Cuando alguien empieza a quitar las ba-
rreras y los miedos que le impedían ser uno
mismo, se simplifica. La sencillez es precisa-
mente ser uno mismo sabiendo que los otros
nos quieren tal como somos. Es saberse acepta-
do con sus cualidades, sus defectos en su perso-
na profunda.
Cada vez más descubro que la gran difi-
cultad para muchos de los que vivimos en co-
munidad es la falta de confianza en nosotros
mismos. Tenemos la impresión de que en el
fondo de nuestro ser no somos amables y que si
los demás nos vieran tal como somos, nos re-
chazarían. Se tiene miedo a todo lo que en no-
sotros hay de tinieblas, a nuestras dificultades
sobre el plan de vida afectiva o de la sexuali-
dad. Se tiene miedo de no poder amar verdade-
ramente. Pasamos deprisa de la exaltación a la
depresión. Pero ni una ni otra son expresión de
lo que en verdad somos. ¿Cómo convencernos
de que nos aman en nuestra pobreza y debilidad
y que nosotros también somos capaces de
amarnos?
Este es el secreto del crecimiento en
comunidad. ¿No viene de un don de Dios que
pasa a través de los otros? Cuando poco a poco
se descubre que Dios y los otros tienen confian-
za en nosotros, es más fácil tener confianza en
uno mismo y hacer crecer nuestra confianza en
los demás.
Vivir en comunidad es descubrir y amar
el secreto de la persona, en lo que es única. Es
así como se llega a ser libre. Entonces no se
vive según el deseo de los demás o represen-
tando una comedia sino a partir de la llamada
profunda de su persona, haciéndose libre para
descubrir la persona profunda del otro.
El derecho a ser uno mismo.
Siempre he querido escribir un libro que
se llamara: El derecho a ser malo, aunque con
más justificación se podría llamar: El derecho a
ser uno mismo. Una de las grandes dificultades
de la vida en común consiste en que a veces se
obliga a los demás a ser lo que no son; se les
recubre de un ideal al que han de conformarse.
Si no llegan a identificarse con la imagen que se
han hecho los demás de ellos, temen que no les
quieran o por lo menos decepcionarlos. Si lo
consiguen, se creen perfectos. Sin embargo, en
9
una comunidad no se persigue el tener gente
perfecta, sino que esté formada por personas
unidas unas a otras, cada una compuesta de una
mezcla de bien y mal, de tinieblas y luz, de
amor y odio. La comunidad es la tierra en la
que cada uno puede crecer sin miedo hacia la
liberación de las formas de amor que hay es-
condidas en él. Pero no puede haber crecimien-
to si no se reconoce una posibilidad de progreso
y que hay muchas cosas en nuestro interior para
purificar, tinieblas que han de transformarse en
luz y miedos que han de convertirse en confian-
za.
En la vida en común a menudo se espera
demasiado de las personas impidiéndoles reco-
nocerse y aceptarse tal como son. Rápidamente
se les juzga y clasifica en categorías, obligándo-
las a esconderse tras una máscara. Pero, tienen
el derecho a ser malas, a estar entenebrecidas
por dentro, a tener rincones endurecidos en el
corazón donde se esconden los celos y hasta el
odio. Los celos, las inseguridades son naturales;
no son «enfermedades vergonzosas», sino que
pertenecen a nuestra naturaleza herida. Esa es
nuestra realidad. Hay que aprender a aceptarlas,
a vivir con ellas sin dramatizar, y poco a poco,
aprendiendo a perdonar, caminar hacia la libe-
ración.
En algunas co-
munidades he
visto que algunos
de sus miembros
vivían una espe-
cie de culpabili-
dad inconsciente; tienen la impresión de que no
son lo que deberían ser, y necesitan que se les
confirme y se les reafirme en la confianza. Hay
que hacerles sentir que pueden compartir su
debilidad sin que se les rechace.
En todos nosotros hay una parte que ya
está iluminada, convertida. Hay también otra
aún en tinieblas. Una comunidad no se compo-
ne sólo de necesidad de ser transformados, puri-
ficados, podados. También se compone de «no
convertidos».
Hay personas psicológicamente muy he-
ridas, que arrastran verdaderas represiones y
nerviosismos profundos. Terriblemente dañados
en su infancia, se han rodeado, para defender su
vulnerabilidad de enormes barreras.
No se trata de enviarlos siempre al psi-
quiatra, ni de empujarles a hacer una psicotera-
pia. Muchas personas están llamadas a vivir
toda su vida con esas represiones y barreras.
Son también hijos de Dios y Dios puede actuar
por ellos, con ellos y sus nervios, para bien de
la comunidad. También han de ejercer su don.
No psiquiatricemos demasiado las cosas y me-
diante el perdón de cada día ayudémonos los
unos a los otros a aceptar esos nervios y esas
barreras. Es la mejor manera de que se disuel-
van.
Llamados a vivir juntos tal como somos.
En las comunidades cristianas, parece
que Dios se complace en hacer vivir juntas a
personas humanamente muy distintas, que pro-
ceden de culturas, clases y países diferentes.
Las comunidades más hermosas lo son justa-
mente por esa gran diversidad de personas y
temperamentos, lo que obliga a cada uno a sal-
tar por encima de sus simpatías o antipatías
para querer al otro con sus diferencias.
Esas personas nunca hubieran escogido
vivir con las otras. Humanamente parece un
desafío imposible pero eso es precisamente lo
que les da la certeza de que ha sido Dios quien
les ha escogido para vivir en esa comunidad. Lo
imposible se convierte entonces en posible.
Esas personas no se apoyan en sus capacidades
humanas o en sus simpatías sino en el Padre
que les ha convocado a vivir juntas y que poco
a poco les dará un corazón nuevo y un espíritu
nuevo para que sean testigos del amor. En efec-
to, cuanto más humanamente imposible sea,
más aparecerá como un signo de que el amor
viene de Dios y de que Jesús sigue vivo: «En
esto conocerán que sois discípulos míos, en que
os amáis unos a otros» (Jn. 13,35).
Jesús eligió para vivir con él en la pri-
mera comunidad de apóstoles, hombres profun-
damente diferentes: Pedro Mateo (el publi-
cano), Simón (el celote), Judas... Nunca hubie-
ran ido juntos, si el Maestro no les hubiera lla-
mado.
10
No hay que buscar la comunidad ideal.
Se trata de amar a los que Dios ha puesto a
nuestro lado hoy; ellos son signos de la presen-
cia de Dios para nosotros. Nosotros hubiéramos
querido personas distintas, más alegres o más
inteligentes, pero esas son las que Dios nos ha
dado, las que ha escogido para nosotros, y es
con ellas como debemos crear la unidad y vivir
la alianza.
Cada vez estoy más impactado por la
cantidad de gente insatisfecha de su comunidad.
Cuando son pequeñas, querrían que fueran nu-
merosas para estar más apoyados, para tener
más actividades comunes, para celebrar litur-
gias más bonitas y mejor preparadas. Cuando
están en comunidades grandes, sueñan con las
pequeñas comunidades ideales. Los que tienen
mucho que hacer suspiran por grandes momen-
tos de oración; los que tienen mucho tiempo, se
aburren y buscan alocadamente cualquier tipo
de actividad que dé un sentido a su vida. ¿No
sueñan todos con esa comunidad ideal, perfecta,
donde haya una paz plena, una perfecta armo-
nía, con un equilibrio entre lo interior y lo exte-
rior, donde todo sea alegría?
Es difícil hacer entender que el ideal no
existe, que el equilibrio personal y la armonía
soñada no se dan hasta después de años y años
de luchas y sufrimientos y que incluso puede
que no surjan más que como toques de gracia y
paz. Si se busca siempre el equilibrio propio,
aún más, si se busca demasiado la propia paz,
nunca se llegará a la paz que da el fruto del
amor y del servicio a los demás. A muchos
miembros de comunidades que buscan ese ideal
inaccesible, yo les diría: «No busques más la
paz, pero allí donde estés, da paz; deja de mirar-
te para mirar a tus hermanos que pasan necesi-
dad. Sé cercano a los que Dios te ha dado hoy.
Pregúntate muchas veces cómo puedes hoy
amar a tus hermanos y hermanas. Entonces en-
contrarás la paz; encontrarás el reposo y ese
equilibrio que buscas entre lo interior y lo exte-
rior, entre la oración y la acción, entre el tiempo
para ti y el tiempo para los demás. Todo se re-
solverá en el amor. No es necesario perder el
tiempo persiguiendo una comunidad perfecta.
Vive en tu comunidad plenamente hoy. Deja de
ver los defectos que tiene (y gracias que los
tiene); mira más tus propios defectos y piensa
que estás perdonado y que puedes a tu vez per-
donar a los otros y entrar hoy en la conversión
del amor».
Algunas veces es más fácil oír los gritos
de los pobres que están lejos que los de los
hermanos y hermanas de la comunidad. Nada
hay más digno de gloria que la respuesta al gri-
to del que está a mi lado día a día y que me mo-
lesta.
Puede ser que no se pueda responder a
los gritos de los demás más que cuando se haya
reconocido y asumido el grito de la propia heri-
da.
Compartir tu debilidad.
El otro día, Colleen, que vive en comu-
nidad desde hace más de 25 años, me decía:
«Siempre he intentado ser transparente en la
vida en común. Sobre todo he querido evitar el
ser un obstáculo al amor de Dios a los otros.
Ahora estoy empezando a descubrir otra cosa:
que soy un obstáculo y que lo seré siempre.
¿No será la vida en común un reconocer que
soy un obstáculo, compartirlo con mis herma-
nos y hermanas y pedir perdón por ello?».
No existe la comunidad ideal. La comu-
nidad se compone de personas con sus valores y
también con sus debilidades y su pobreza que
se aceptan mutuamente y se perdonan. Más que
la perfección y el sacrificio, el fundamento de la
vida en común es la humildad y la confianza.
Aceptar nuestras debilidades y las de los
demás es todo lo contrario de la afectación. No
es una aceptación fatalista, sin esperanza, sino
que es esencialmente un hecho de verdad para
no caer en la ilusión y poder crecer a partir de
lo que se es y no de lo que se podría ser, o de lo
que los otros querrían que fuera. Esto no ocurre
más que cuando se es consciente de lo que se es
y de lo que son los demás, con nuestros valores
y debilidades, de la llamada de Dios y de la
vida que nos da para que construyamos algo
juntos. El valor de la vida debe surgir de la
realidad de lo que somos.
Cuanto más profunda se hace una co-
11
munidad más se convierten sus miembros en
frágiles y sensibles. Algunas veces se podría
creer lo contrario ya que si los miembros tienen
tal confianza, los unos en los otros, podrían ser
cada vez más fuertes. Eso es cierto pero no des-
carta esa fragilidad y sensibilidad que son la
raíz de una nueva gracia que hace que sean de-
pendientes unos de otros. Amar es convertirse
en débil y vulnerable; es levantar las barreras y
romper los caparazones; es dejar que los otros
entren en mí y hacerse delicado para entrar en
ellos. El encuentro de la unidad es la interde-
pendencia.
El otro día, Didier lo explicaba a su ma-
nera en el curso de un encuentro: «Una comu-
nidad se construye como una casa: con piedras
de distintos tipos. Pero lo que mantiene a las
piedras juntas es el cemento, que está formado
de arena y cal, elementos tan frágiles que un
golpe de viento los dispersa. Igual en la comu-
nidad; lo que nos une, nuestro cemento, está
hecho con lo que en nosotros es más frágil y
pobre».
La comunidad se hace con delicadeza
mutua en lo cotidiano. Se hace con pequeños
gestos, servicios y sacrificios que son señales
constantes del «te quiero» y «estoy contento de
estar contigo». Consiste en dejar el primer
puesto al otro, no tratar de demostrar en una
discusión que se tiene razón; es tomar sobre sí
las cargas pesadas para aliviar al vecino.
Si vivir en comunidad consiste en quitar
las barreras que protegen nuestra vulnerabilidad
para reconocer y acoger las debilidades propias
con el fin de crecer, es normal que los miem-
bros separados de sus comunidades se sientan
terriblemente vulnerables. Las personas que
viven todo su tiempo en las luchas de la socie-
dad están obligadas a crear a su alrededor capa-
razones que escondan su vulnerabilidad.
A veces ocurre que personas que habían
permanecido largo tiempo en una comunidad
del Arca al volver a sus familias, descubren en
sí cantidad de agresividades- Creían que no las
tenían. Empiezan entonces a dudar de su llama-
da y de su verdadera personalidad. Éstas agre-
sividades son normales. Estas personas habían
suprimido algunas barreras, pero no se puede
vivir vulnerable con quienes no respetan esa
vulnerabilidad.
La comunidad es un cuerpo vivo.
San Pablo habla de la Iglesia, de la co-
munidad de los fieles, como un cuerpo, el cuer-
po místico. Cualquier comunidad es un cuerpo
en el que nos pertenecemos los unos a los otros.
El sentimiento de pertenencia nos viene no de
la carne ni de la sangre sino de la llamada de
Dios: cada uno somos llamados personalmente
a vivir juntos, a formar parte de la misma co-
munidad, del mismo cuerpo. Esta llamada es el
fundamento de nuestra decisión a comprome-
ternos unos con otros y para los otros, llegando
a ser responsables los unos de los otros. «Por-
que en el cuerpo que es uno, tenemos muchos
miembros, pero no todos tienen la misma fun-
ción; lo mismo nosotros con ser muchos, unidos
a Cristo, formamos un solo cuerpo y respecto
de los demás, cada uno es miembro» (Rom 14,
4-5).
Y en este
cuerpo cada uno
desempeña un
papel: «no puede
el ojo decirle a
la mano: no me
haces falta»,
dice san Pablo,
el oído y el ojo
completan al olfato... «Los miembros que pare-
cen de menos categoría son los más indispensa-
bles... Dios combinó las partes del cuerpo pro-
curando más cuidado a lo que menos valía, para
que no haya divisiones en el cuerpo y los
miembros se preocupen igualmente unos de
otros. Así, cuando un órgano sufre, todos sufren
con él; cuando a uno lo tratan bien, con él se
alegran todos» (1 Cor 12, 22-26).
Y en este cuerpo, «según el regalo que
Dios nos haya hecho: si es la predicación inspi-
rada, ejérzase en proporción a la fe; si es el ser-
vicio, dedicándose a servir; si es el que enseña,
a enseñar; si es el que exhorta, a exhortar. El
que contribuye, hágalo con esplendidez; el en-
cargado con empeño; el que reparte la asisten-
12
cia, con simpatía» (Rom. 12, 6-8).
El cuerpo que es la comunidad debe ac-
tuar e irradiar por obra del amor, la acción del
Padre; a la vez debe ser un cuerpo que ora y un
cuerpo de misericordia para sanar y dar la vida
a los que están angustiados; sin esperanza.
Ejercer el propio don.
Utilizar cada uno su don es construir la
comunidad. No ser fiel al don es dañar a toda la
comunidad y a cada uno de sus miembros. Es
pues, importante que cada cual conozca su don,
lo ejerza y se sienta respon-
sable de su crecimiento; que
los demás le reconozcan ese
don y que dé cuentas de
cómo lo utiliza. Los demás
tienen necesidad de ese don
y por lo tanto tienen también
el derecho a saber cómo se
ejerce; animando al posee-
dor a aumentarlo y a ser fiel
a él. Todo el que siga su
don, encuentra su lugar en la
comunidad, convirtiéndose no sólo en útil sino
en único y necesario para los otros. Así es cómo
se desvanecen las rivalidades y los celos.
Elizabeth O'Connor en su libro El octa-
vo día de la creación3, nos da ejemplos impac-
tantes de esta doctrina de san Pablo. Cuenta la
historia de la señora vieja que entró en la co-
munidad. Un grupo de personas intentaba ha-
cerla discernir cuál era su don, pero a ella le
parecía que no tenía ninguno. Unos y otros in-
sistían reconfortándola: «tu presencia es tu
don», aunque ella no estaba satisfecha. Algunos
meses más tarde descubrió su don que consistía
en presentar ante Dios, en una oración de inter-
cesión, a cada uno de los miembros de la co-
munidad. Cuando les hizo partícipes a los otros
de su descubrimiento, encontró su sitio en la
comunidad. Los demás sabían que siempre ne-
cesitaban de ella y de su oración para ejercer
mejor sus propios dones.
Después de leer este libro, estuvimos
3 O'CONNOR, E.: Eigt Day of Creation, Word Books Editor,
Waco, Texas.
discutiendo en El Arca lo poco que hablábamos
sobre nuestros dones para ayudarnos mutua-
mente a construir la comunidad, lo poco cons-
cientes que éramos de depender verdaderamen-
te los unos de los otros y lo poco que nos ani-
mábamos a ser fieles a nuestro don.
Los celos son un azote que destruye la
comunidad. Provienen de los que ignoran su
propio don o de los que no creen bastante en él.
Si estuviéramos convencidos de nuestro propio
don, no tendríamos celos del de los demás que
siempre nos parece mejor.
Bastantes comunidades forman (¿de-
forman?) a sus miembros intentando que todos
se parezcan, como si eso fuera una cualidad,
basada en la abnegación. Están fundadas en la
ley, en el reglamento. Por el contrario, hace
falta que cada uno crezca en el ejercicio de su
don para construir la comunidad, volverla mejor
y más dimanante, como signo del reino.
No hay que mirar únicamente el don
más externo, el talento. Hay algunos escondi-
dos, latentes, mucho más profundos, ligados a
los dones del Espíritu Santo y al amor, que es-
tán llamados también a florecer.
Algunas personas tienen talentos excep-
cionales: son escritores, artistas o administrado-
res competentes. Estos talentos pueden conver-
tirse en don. Pero a veces la personalidad de esa
persona está tan implicada en su actividad que
esos talentos los ejerce más o menos para su
gloria o con un deseo de afirmarse o de poder.
En ese caso, es mejor no ejercer esos talentos
en comunidad. Es preciso descubrir un don más
profundo. Otros están por el contrario demasia-
do flexibles y receptivos o su personalidad pue-
de estar menos formada o cuajada. Deben utili-
zar su competencia como un don al servicio de
la comunidad.
«En la comunidad cristiana todo depen-
de de que cada cual llegue a ser un eslabón in-
destructible de una cadena. Sólo allí donde has-
ta el eslabón más pequeño engrana con firmeza,
la cadena se vuelve irrompible. Una comunidad
que permite la existencia de miembros que no
se aprovechan se hundirá gracias a ellos. Por
ello será conveniente que a cada cual se le dé
también un encargo especial para la comunidad,
13
a fin de que en horas de duda sepa que no es
inútil ni inservible. Toda comunidad cristiana
debe saber que no solamente los débiles necesi-
tan de los fuertes, sino también que los fuertes
no pueden prescindir de los débiles. La elimi-
nación de los débiles encierra la muerte de la
comunidad»4.
El don es lo que se aporta a la comuni-
dad para edificarla, para construirla. Si no se es
fiel, habrá un fallo de construcción. San Pablo
insiste sobre el lugar de los dones, carismáticos
en el edificio. Hay algunos ligados más direc-
tamente a una cualidad del amor. Bonhoeffer en
su libro Vida en comunidad habla de distintos
ministerios necesarios a la comunidad: el de
retener la lengua, el de la humildad, el de la
dulzura, el de saberse callar cuando nos criti-
can, el de la escucha, el de estar siempre dis-
puesto a hacer un servicio en las pequeñas co-
sas de la vida, el de soportar y llevar a los her-
manos, el de perdonar, el de proclamar la pala-
bra, el de decir la verdad y por último, el minis-
terio de la autoridad.
El don no está necesariamente unido a
una función. Puede que exista una cualidad del
amor animando una función, como puede que
haya una cualidad del amor manifestada en la
comunidad fuera de cualquier función. Hay
quien tiene el don de sentir inmediatamente y
vivir el sufrimiento del otro; es el don de la
compasión. Otros tienen el don de notar cuando
algo va mal y pueden poner enseguida el dedo
en la llaga: es el de discernimiento. Otros tienen
el don de la luz y ven claro en todo lo que atañe
a las opciones fundamentales de la comunidad.
Otros tienen el don de animar y crear una at-
mósfera propicia a la alegría, al descanso y al
crecimiento profundo de cada uno. Otros tienen
el don de discernir el bien de las personas y de
sostenerlas. Otros tienen el de la acogida. Cada
uno tiene su don y debe poder ejercerlo para
bien y crecimiento de todos.
Pero hay también lo más íntimo del co-
razón de la persona su unión profunda y secreta
con Dios, su esposo, que corresponde a su
nombre secreto y eterno. Estamos hechos para
4 BONHOFFER, D.: Vida en comunidad, La Aurora, Buenos
Aires, 1966, pág. 63.
alimentarnos los unos de los otros (cada uno es
una especie distinta de alimento) pero sobre
todo estamos hechos para vivir esa relación
única con nuestro Padre y su hijo Jesús. El don
es como el reflejo en la comunidad de esa unión
secreta; deriva de ella y la prolonga.
La comunidad es el sitio donde cada uno
se siente libre para ser él mismo y expresarse,
para decir con toda confianza lo que vive y
piensa. No todas las comunidades llegan a esto
pero es bueno tender a ello. Mientras algunos
tengan miedo a expresarse, a ser juzgados o
considerados como tontos, a ser rechazados,
señal es de que aún hay que hacer progresos. En
el fondo de la comunidad debe existir una escu-
cha total, un respeto y una ternura que impulse
a lo que hay de más bello y verdadero en el
otro.
Expresarse no es sólo decir lo que va
mal, las frustraciones y los enfados -aunque a
veces es bueno decirlo-, sino hablar de las mo-
tivaciones profundas y de lo que se está vivien-
do. A menudo es una manera de ejercer el don
para sostener a los otros y ayudarles a crecer.
El secreto de la persona.
La comunidad es el lugar donde se crece
en la liberación interior, el lugar del desarrollo
de la conciencia personal, de la unión con Dios,
de la conciencia del amor y de la capacidad del
don y de la gratuidad. Nunca puede estar por
encima de la persona. Por el contrario, la belle-
za y la unidad de una comunidad provienen del
reflejo de cada conciencia personal luminosa,
verdadera, amante y libremente unida a los
otros.
Algunas comunidades, que no son ver-
daderas comunidades sino grupos o sectas,
tienden a suprimir la conciencia personal para
que haya una unidad más grande. Tienden a
impedir que la gente piense, que tenga una con-
ciencia personal; a suprimir el secreto y la inti-
midad de la persona como si todo lo que está
emparentado con la libertad personal fuera con-
tra la unidad del grupo y constituyera una trai-
ción. Todos deben pensar lo mismo; se mani-
pulan entonces las inteligencias, se lava el cere-
14
bro. Las personas se convierten en autómatas.
Esta unidad se basa en el miedo, miedo de uno
mismo o de encontrarse solo si se separa de los
otros, miedo de la autoridad tiránica, miedo de
fuerzas ocultas y represalias. La seducción en
las sociedades secretas y en algunas sectas es
muy grande; las personas que no tienen con-
fianza en ellas mismas y que son personalidades
débiles se sienten muy seguras ligadas total-
mente a otras, pensando lo que ellos piensan,
obedeciendo sin reflexionar, siendo manipula-
dos. El sentimiento de solidaridad se hace cada
vez mayor. La personalidad dimite frente al
poder del grupo del que se hace casi imposible
salir. Se da como un chantaje latente, porque la
persona se compromete de tal manera que no
puede romper.
En una verdadera comunidad, cada per-
sona debe poder preservar el secreto profundo
de su ser que no debe necesariamente confiarse
a los otros ni compartirse. Hay algunos dones
de Dios, algunos sufrimientos, algunas fuentes
de inspiración que no deben confiarse a toda la
comunidad. Cada cual debe poder profundizar
en su conciencia personal; esa es la debilidad y
la fuerza de la comunidad; debilidad porque hay
una incógnita, la de la conciencia personal de
cada uno que, por su libertad, puede pro-
fundizarse en la gratuidad y el don, y por ello
construir la comunidad; puede por el contrario,
ser infiel al amor, convertirse en un egoísta,
dimitir y negar a la comunidad; debilidad tam-
bién porque si prima totalmente la persona y su
unión con Dios y la verdad, puede, por una
nueva llamada de Dios, encontrar otro lugar en
la comunidad y no asumir la función que la
comunidad podía estimar más útil, o incluso
dejarla físicamente. Los caminos de Dios no
son siempre los de los hombres ni los de los
responsables. Pero la primacía de la persona es
igualmente una fuerza, pues no hay nada más
fuerte que un corazón que ama y que se entrega
gratuitamente a Dios y a los otros. El amor es
más fuerte que el miedo.
Por tres veces en su último discurso a
los apóstoles, Jesús pide que sean uno como son
uno él y el Padre. Estas palabras se aplican a
menudo a la unidad entre los cristianos de dife-
rentes iglesias, pero ante todo y primeramente
se dirigen a la unidad en el interior de las co-
munidades. Hacia esa unidad deben tender las
comunidades: «un mismo corazón, una misma
alma, un mismo espíritu».
Me parece que hay un don especial que
hay que pedir al Espíritu Santo, el don de la
unidad en toda su profundidad y con todas sus
implicaciones. Y es verdaderamente un don de
Dios al que se tiene el derecho y el deber de
aspirar.
Este don de la comunidad, el don de la
unidad, proviene de lo que cada miembro es
plenamente, de vivir totalmente el amor y ejer-
cer su don único y distinto del de los demás. La
comunidad es entonces una, plenamente bajo la
acción del Espíritu.
La oración de Jesús es sorprendente. Su
visión va más allá de lo que los hombres po-
drían imaginar o desear. La unidad del Padre y
del Hijo es total, sustancial. Las comunidades
deben tender hacia esa unidad pero no la podrán
realizar más que en el orden místico, por y en el
Espíritu Santo. Cuando se está en la tierra lo
que se puede hacer es caminar humildemente
hacia ella.
Cuando dos o tres se reúnen en su nom-
bre, Jesús está presente. La comunidad es signo
de esa presencia, signo de la Iglesia. Muchos de
los que creen en Jesús viven más o menos an-
gustiados: la mujer a causa de su marido, el
enfermo en el hospital psiquiátrico, los que vi-
ven solos..., los demasiado frágiles para vivir
con los otros. Todos pueden poner su esperanza
15
en Jesús. Sus sufrimientos son un signo de su
cruz, signo de una Iglesia que sufre. Pero la
comunidad que ora y ama es signo de la resu-
rrección.
Mientras haya miedos y prejuicios en
los corazones de los hombres habrá guerras y
desigualdades estridentes. Para resolver los
grandes problemas políticos primero hay que
cambiar los corazones. La comunidad es el lu-
gar que permite a los hombres ser personas,
curar y hacer crecer su afectividad profunda,
andando hacia la unidad y la liberación interior.
Los temores y los prejuicios disminuyen, la
confianza en Dios y en los demás aumenta y la
comunidad puede irradiar y testimoniar un esti-
lo y una calidad de vida que aportarán una solu-
ción a los disturbios del mundo. La respuesta a
la guerra es vivir fraternalmente; la respuesta a
las desigualdades es compartir; la respuesta a
las desesperaciones es una confianza y una es-
peranza sin límite; la respuesta a los prejuicios
y al odio es el perdón.
Sí, actuar en favor de la comunidad, es
actuar por la humanidad. La paz es actuar por
una sola política verdadera, actuar por el Reino
de Dios; es actuar por que cada persona pueda
gustar y vivir las alegrías secretas de la unión
con lo eterno.
top related