clij. cuadernos de literatura infantil y juvenil - año 5, número 41
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Cuadernos de Literatura Infantil y Juvenil
Cosas de niñas Colaboran: Montserrat del Amo, Blanca Andreu, Consuelo Armijo, Carmen Conde, Cristina Fernández Cubas, Carmen Kurtz, Mariasun Landa, Gemma Lienas, Pilar Mateos, Ana María Moix, Pilar Molina Llórente, Ma Victoria Moreno, Lourdes Ortiz, Cristina Peri Rossi, Marta Pessarrodona, Carmen de Posadas, Soledad Puértolas, 8 Rosa Regás, Carme Riera, M. Mercé Roca, Ana Rossetti, Lola Salvador.
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Carmen Bravo-Villasante
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Cuadernos de Literatura Infanti l y Juvenil
41 SUMARIO
5 EDITORIAL
Cosas de niñas
1 COSAS DE NINAS
La pequeña Montserrat del Amo
La cartilla en el bosque Blanca Andreu
Celia era la única que me comprendía
Consuelo Armijo Cuándo empecé a leer
Carmen Conde Elba: el origen de un cuento
Cristina Fernández Cubas Los cuentos que nos contaron
Carmen Kurtz Fotogramas de infancia
Mariasun Landa Lectodependencia
Gemma Lienas Massot Hacen falta muchos cuentos
Pilar Mateos Lecturas en el balcón
en primavera Ana Ma Moix
Personajes de papel Pilar Molina Llórente
48
NUESTRA PORTADA Ilustración de Lola Anglada
(Margarida, Barcelona: Impremía Altes [1928]).
COSAS DE NINAS (continuación)
M.V.M., una profesora feliz de serlo María Victoria Moreno
Los ganglios Lourdes Ortiz
El deseo Cristina Peri Rossi Alguna vez ámbar
Marta Pessarrodona Soñar con lo probable
Carmen de Posadas Tiempo de leer
Soledad Puértolas El abuelo v La Regenta
Rosa Regás Los cuentos de la abuela
Carme Riera Pinceladas
Maria Mercé Roca Aquellos duros antiguos
Ana Rossetti Aprender a leer Lola Salvador
42 FACSÍMIL
Niñas de papel Teresa Maña
82 EL ENANO SALTARÍN
Lucía en el país de la tristeza
COMAS SOLA
EL ESPIRITISMO ANTE LA CIENCIA
El eco del apasionante debate internacional sobre le mediumnidad. La toma de posición
de un prestigioso científico ante el reto de lo desconocido
Presentación de Antoni Roca
Páginas: 172 en cartoné Edición facsímil P.V.P. 1000 pías.
POLVS
Una colaboración de:
M U N D O CIENTÍFICO
Editorial Fontalba, s.a. Valencia 359, 6o
08009 Barcelona
y Editorial Alta Fulla
COLECCIÓN «NOCTULABIUM» «ST
CLIJ Cuadernos de Literatura Infantil y Juvenil
Directora Victoria Fernández Coordinador Fabricio Caivano Redactor Carlos G. Barcena Secretaria M. Ángels Rodríguez Correctora lingüística Ma Vinyet Carmona Modolell Diseño gráfico Antoni Martos Ilustración portada Lola Anglada (Margarida, Barcelona: Impremía Altes [1928]). Han colaborado en este número: Montserrat del Amo, Blanca Andreu, Consuelo Armijo, Luis Miguel Cencerrado, Centro de Documentación de la Biblioteca Infantil Santa Creu (Barcelona), Carmen Conde, Concha Chaos, Ma Paz Esteban, Cristina Fernández Cubas, Amparo Gómez, Carmen Kurtz, Mariasun Landa, Gemma Lienas, Teresa Maná, Pilar Mateos, Ana Ma
Moix, Pilar Molina Llórente, Ma Victoria Moreno, Xosé-Victorio Nogueira, Lourdes Ortiz, Cristina Peri Rossi, Marta Pessarro-dona, Carmen de Posadas, Soledad Puér-tolas, Rosa Regás, Carme Riera, Ma Mer-cé Roca, Ana Rossetti, Lola Salvador. Edita Editorial Fontalba, S.A. Valencia 359, 6o Ia. 08009 Barcelona (España) Tel. (93) 458 55 08 / Fax (93) 458 66 02 Director General José Gili Casáis Suscripciones Isabel Albareda, Gemma Valls, Marisol López. Valencia 359, 6o Ia
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CLIJ no hace necesariamente suyas las opiniones y criterios expresados por sus colaboradores. No devolverá los originales que no solicite previamente, ni mantendrá correspondencia sobre los mismos. El precio para Canarias es el mismo de portada incluida sobretasa aérea.
EDITORIAL
Cosas de niñas
P lanteamos este CLIJ especial de julio-agosto como un número es
trictamente literario, «sólo para leer» en este tiempo de relajación y pereza que es el verano. Hemos prescindido, pues, al igual que hiciéramos el año pasado, de los artículos y secciones que habitualmente ocupan nuestras páginas y, con la generosa colaboración de veintidós de las más importantes autoras españolas de ahora mismo, ofrecemos al lector en vacaciones este número que hemos titulado «Cosas de niñas». Un título que alude a la escasa importancia que solemos dar a la, sin embargo, intensa y decisiva vida interior que todos desarrollamos en los años de infancia, y cuyas manifestaciones más evidentes —juegos, aficiones, fantasías, dramas y júbilos— los miopes adultos de cada época minimizamos como «cosas de niños».
Nuestro «Cosas de niñas» pretende exactamente todo lo contrario: recuperar la memoria de la infancia, valorizarla vindicando la trascendencia de
esos momentos a simple vista insignificantes, pero tan significativos —como se verá en los textos que publicamos—, que convirtieron a aquellas niñas de entonces en las mujeres que son hoy. Mujeres escritoras que han rememorado para los lectores de CLIJ retazos de su propia biografía, en la que —¿podía ser de otra manera?— los libros
Victoria Fernández
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y la lectura, compañeros cotidianos, jugaron un papel decisivo en su formación humana y profesional.
Entre las autoras que han colaborado en este número (algunas no han podido por razones de trabajo y ocupación, pero quedan emplazadas para otra ocasión), hemos querido incluir tanto a las que escriben sólo para niños como a las que sólo lo hacen para adultos, porque, como siempre hemos defendido desde CLIJ, un escritor —una escritora— lo es o no, independientemente de cuál sea la edad de sus lectores. Sirva, como prueba de ello, la presencia en esta selección de autoras de un pequeño grupo que alterna ambos registros con total naturalidad.
Aquí están, pues, acompañadas por la doble imagen —infantil y adulta— de cada autora, estas «Cosas de niñas», evocadoras, frescas y emotivas. Esperamos que sean, como lo han sido ya para nosotros, una lectura gratificante para este verano que ahora empieza. Buenas vacaciones y hasta setiembre.
ÍNDICE ANALÍTICO E N D I S Q U E T E
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MONTSERRAT DEL AMO
La pequeña por Montserrat del Amo
— —
Y- - - -- -una familia de nueve hermanos. Por eso no he lo
grado encontrarme sola, de niña, en ninguna fotografía.
Creo que cuando yo nací ya estaban repartidos todos los papeles: el listo, la buena, la guapa, el empollón,
el despistado... Hasta había un asiduo escritor de su diario personal.
—Y yo, ¿qué? —me preguntaba, entre impaciente e inquieta.
Las chicas me llevaban mil años. Mi hermana María Teresa fue mi primera maestra. Desde que me sacaron de la cuna, me admitió en su cuarto. Me
enseñó a abrocharme los botones del delantal, a conocer las horas en las manillas del reloj del comedor, a juntar las letras y a escribir mi nombre. Eran mayores. Estaban al otro lado de la frontera de los juegos.
Entre María Teresa y yo, cinco varones.
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MONTSERRAT DEL AMO
Pero los chicos me rechazaban con sus juegos herméticos.
—Tú tienes que jugar a las casitas. —O a las tiendas —decían mis
hermanos. Y yo les preguntaba: —¿Y tú venías de visitas? ¿Y tú de
compras? —¡Ni lo sueñes! —Llama a Presen o a Maruja
—respondían los chicos. Pero yo no quería llamar a Presen
ni a Maruja, que hacían como que jugaban, desertando durante un ratito de la cocina o de la plancha. Yo deseaba meterme en los juegos de los chicos, vividos con tan apasionada fantasía que se sobresaltaban al encontrarse de nuevo con la realidad, sorprendidos por algo que les llegaba de fuera. Por tropezarse conmigo de pronto, por ejemplo.
—Pero, ¡niña! ¡Siempre estás en-medio! ¡Quítate, que si te empujo y te tiro, me la gano! Tú, a lo tuyo. A las casitas o a las tiendas, como todas las niñas.
Pero yo no quería ser como todas las niñas y me quedaba mirando los juegos de los chicos toda la tarde, arrimada a la tapia, hasta que llegaba la noche, y de la mano de la noche llegaba el miedo; y con la noche y el miedo, la soledad y la rabia de ser irremediablemente la pequeña hasta la hora de la cena.
La puerta
Ya lo he contado antes: yo era la pequeña. Entre mi padre y yo, cincuenta años de distancia. Los sociólogos colocan tres generaciones en este espacio. Y las había: entre mi padre y yo, tres veces se hundió el mundo.
Yo le conocí ya con la barba entrecana y recuerdo mi necesidad de explicar con frecuencia a los desconocidos.
—No es mi abuelo. Es mi padre. Una tarde, estaba paseando despa
cito de su mano, al margen de los chicos que se escondían y gritaban co
rriendo, cuando mi padre me explicó que esos juegos, para mí incomprensibles, salían de los libros; que los chicos estaban jugando a recrear las novelas de aventuras que leían
Yo comprendí enseguida que los libros eran la única puerta que me permitiría entrar en el mundo fantástico, y hasta ese momento inaccesible, que tanto me atraía.
Corrí al cuarto de los chicos y después de hojear unos cuantos libros escogí el más usado. Era grande, tenía una mancha de tinta en la portada, las tapas verdes, las páginas impresas a doble columna, y unos grabados tan oscuros que, más que mostrar, invitaban a adivinar paisajes nunca vistos.
Por entonces yo había aprendido apenas a juntar las letras y con enorme esfuerzo empecé a empujar la puerta del papel impreso.
A escondidas, apretando las palabras con el dedo para que no se me escapara ninguna letra, empecé a leer en voz baja mi primera novela de aventuras.
Al verano siguiente ya estaba preparada para participar en los juegos de mis hermanos.
Los primeros días, me mantuve a la expectativa, esperando el momento oportuno. Y en el momento oportuno, salté desde cubierta al bote salvavidas mientras el barco zozobraba.
Esta vez, mi presencia no provocó la interrupción del juego, porque yo ya sabía. Yo ya sabía naufragar a tiempo, y llegar a nado a la isla desierta, y dominar a la marinería amotinada y aguantar el embate de las olas en cubierta las noches de tormenta, igual o mejor que cualquiera de ellos.
Ninguno de mis hermanos osó esta vez mandarme a jugar a las casitas.
Yo había de tardar aún varios años en conocer el mar, pero en ese verano navegué por los tres océanos, formando parte de una tripulación capitaneada por Julio Verne, a un promedio de dos naufragios por día, y viviendo inolvidables aventuras.
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Palabras en acción y palabras con música
Tras la aventura de leer libros de aventuras, llegaron las risas y las lágrimas de los niños de Dickens, y después, desordenadamente, cualquier otro tipo de novela. Devoré obras de Valle Inclán, Osear Wilde y Dos-toiewski, cuando todavía seguía leyendo a Karl May y estaba vagamente enamorada de Oíd Shaterland y de Whinetoo, al mismo tiempo.
Antes, por vía oral, me había llegado el descubrimiento del teatro y de la poesía.
Yo no había asistido a ningún espectáculo público en un teatro de verdad, cuando ya había escuchado numerosas veces a mi padre, dramaturgo aficionado, en la lectura de sus obras, que estaba dispuesto a realizar ante propios y extraños, con oportunidad o sin ella, en cualquier momento. Algunas se representaron en casa, con un escenario al que no faltaban telón y decorados, en los que recuerdo haber dado algún que otro brochazo.
En un teatrillo de juguete, con personajes pintados y recortados por nosotros, nos divertíamos inventando funciones sobre la marcha o tratando de montar a lo grande el Cirano de Bergerac o El vergonzoso en palacio que mi madre había visto representar de soltera a la María Guerrero en Barcelona.
Antes de saber leer ya estaba familiarizada con la poesía, porque en mi casa se hacía un consumo constante de poemas.
Confieso que en ocasiones la aplicación de algunos habría llenado de sorpresa a sus autores: La Salutación del Optimista, de Rubén Darío, por ejemplo, con el pistoletazo fónico de las esdrújulas del verso inicial, se usaba como despertador, pues resultaba eficacísima para sacudir la pereza y espabilar a los dormilones. Con La Cena, de Baltasar de Alcázar, se entretenían o exacerbaban las hambres de la guerra.
ARTHUR RACKHAM, CANCO DE NADAL, BARCELONA: BARCANOVA, 1992.
Tampoco me faltó escuchar el emocionado recitar doliente de un soneto de Lope o Garcilaso por boca del enamorado de turno o la exaltación poética de momentos heroicos.
Cantar, nunca he sabido. Pero aprenderme de memoria y repasar en voz baja un puñado de versos, por el puro placer de seguir la musicalidad de la rima, sin entender del todo o nada las palabras que se me habían prendido en el oído, desde muy pronto me gustaba hacerlo.
Y recitar delante de las visitas: entonces se llevaba.
El puro gozo del sonido fue dando paso a un más profundo gozo, a medida que me iba adentrando cada vez más en la poesía, por la sugerencia de las connotaciones y la comprensión de los significados.
Una constante compañía
Siempre que vuelvo la vista atrás, en cualquier circunstancia de mi vida,
encuentro un libro, como constante compañero.
Ahora también, cuando escribo estas líneas, los libros me acompañan. •
Bibliografía (selección)
Infantil-juvenil
Rastro de Dios, Madrid: Cid, 1960. Chitina y su gato, Barcelona: Ju
ventud, 1970. La torre, Valladolid: Miñón, 1975. Serie Los Block (nueve títulos):
Barcelona: Juventud, 1972-79. El nudo, Barcelona: Juventud,
1980. Zuecos y naranjas, Barcelona: La
Galera, 1981. La fiesta, Barcelona: Edebé, 1982. La piedra y el agua, Barcelona:
Noguer, 1983. El abrazo del Nilo, Madrid: Bru
ño, 1990. La casa pintada, Madrid: SM,
1991.
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BLANCA ANDREU
La cartilla en el bosque por Blanca Andreu
L os primeros recuerdos de mi infancia se sitúan en el verano en que cumplí tres años.
Por aquel entonces mi familia iba a pasar el verano al pazo de Souto, una casa fuerte levantada en los albores del siglo xv por los antepasados de mi abuela materna y que tenía todo
lo que se exige a los pazos —jardín, torre, palomar, capilla— pero ninguna de las comodidades del siglo xx, como agua caliente o electricidad, para mayor emoción de su población infantil. Lo cierto es que esa casa, que en invierno parecía el escenario de Cumbres borrascosas, promediando
el mes de junio se llenaba de parentela y a lo largo del verano niños cada día más asilvestrados la convertían en un lugar aún más inhóspito para cualquier amante de la paz y la quietud.
Aquel verano, el primero que guardo en la memoria, mi padre, influido por ciertas revistas pediátricas que
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sostenían la teoría de que el aprendizaje de la lectura es tanto más fácil cuanto más temprano, decidió enseñarme a leer. Así que armándose de paciencia, tarde tras tarde, aquella figura alta y delgada, que a mi juicio de entonces parecía una divinidad, me rescataba de la pandilla de analfabetos de la familia y desvelaba para mí secretos altamente iniciáticos para aquellas edades.
El ritual era siempre el mismo: la niñera me vestía y peinaba después del martirio de la siesta, mi padre me tomaba de la mano, recogíamos unos cuantos almohadones en el hall y nos dirigíamos a un cercado que se hallaba fuera del portalón y un poco hacia la izquierda, enfrente de un bellísimo lugar presidido por un gran roble al que llamaban «El Verxeo», que en castellano quiere decir «El Vergel». El cercado rodeaba un bosque de pinos jóvenes donde la Gilda, una yegua inglesa que llevaba una vida de odalisca en contraste con la aperreada existencia del percherón, pasaba sus días en relativa libertad dedicándose a sus galopadas y sus cogitaciones.
Cuando mi padre me ayudaba a saltar la cerca, cosa bastante más agradable que abrirla y pasar normalmente, el temor y la alegría hacían que se me acelerara el corazón. Temor casi religioso por el enorme animal de cuatro patas que allí vivía, por pretender estar a la altura de las circunstancias cuando se abriera la caja de los misterios en forma de manual de lectura, y alegría por el privilegio sumo que todo ello significaba. El sitio elegido por mi padre era un claro donde crecía la manzanilla. Allí extendíamos los almohadones floreados, nos reclinábamos como dos romanos dispuestos a almorzar y durante un tiempo que no puedo calcular con mi actual sentido del mismo mi padre me explicaba las íntimas alianzas entre las vocales y las consonantes con mucha más paciencia de la que tuvo Jonás cuando aquel asunto del ricino.
De cuando en cuando, la Gilda se
CUJ Cuadernos de Literatura Infantil y Juvenil
BLANCA ANDREU
lanzaba a una de sus demostraciones y pasaba galopando por delante de nuestro claro a todo lo que daba el motor. Otras veces, cuando más imposible me parecía aquella disciplina y mi cerebro entraba en franca rebelión, se detenía a investigar con sus grandes y dulces ojos de loca que parecían decir:
—Su padre de usted tiene razón que le sobra.
Gracias a uno y a otro salió mi inteligencia de las sombras que la encerraban y hasta tal punto se afirmó en mi mente la luz de la palabra escrita que durante mi infancia, mi adolescencia, mi primera juventud y el tiempo que ahora vivo, no hay cosa que me conforte tanto como la lectura.
De los libros que leía en aquellos tiempos en que era pecado poner los codos sobre la mesa o coger el cuchillo apuntando como si fuera un revólver, solamente han sobrevivido los de Guillermo Brown, el eterno, victorioso Guillermo que convirtió a Mary Poppins, Peter Pan y demás héroes voladores en meros aprendices de brujo. Porque él volaba, vuela, sobre nubes de gloria sin necesidad de levantar sus sucias botas de la tierra de este mundo. Guillermo, glosado por filósofos como primero entre los héroes infantiles modernos, es el personaje mítico por excelencia en el seno de mi familia. Sus libros rojos y deshechos pasan de forma cíclica de unas manos a otras por la vía del préstamo como uno de los más poderosos específicos contra la tristeza o contra las turbias amenazas de la melancolía. Y si alguna vez lo ha cubierto la sombra de Stalky and Co. o del mayordomo Jee-ves —la última reencarnación de Shi-va según algunos estudiosos— ha sido siempre por poco tiempo.
A lo largo de muchos años la devoción hacia Guillermo estuvo acompañada por dos errores mayúsculos referidos a la personalidad de su autor, Richmal Crompton. En primer lugar, viví considerando que esos libros audaces estaban escritos por un
hombre, cosa fácil de explicar no sólo por el estilo sino por el nombre, que induce a la confusión. En segundo lugar, creí que estaba muerto, al igual que Cervantes, Homero, Shakespeare, Baudelaire o cualquier escritor digno de conocerse. Sólo con ocasión de su muerte descubrí que era mujer y que durante algunos años habíamos sido contemporáneas, cosa que me perturbó bastante. Lo cierto es que, pensándolo bien, preferiría haberle conocido antes que a ningún otro escritor que en el mundo haya sido. Con toda probabilidad, sospecho que era mucho más tratable que Baudelaire. •
De una niña de provincias que se vino a vivir en un Chagall, Madrid: Rialp, 1981.
Báculo de Babel, Madrid: Hipe-rión, 1983.
Elphistone, Madrid: Visor, 1988.
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CONSUELO ARMIJO
Celia era la única que me comprendía
por Consuelo Armijo
M i infancia! No la recuerdo nada, nada divertida. Sí muy
castigada. Yo era mala porque nunca tenía ganas de comer, y después de luchar conmigo a brazo partido para que me tragara patatas, filetes y otras cosas que no me apetecían nada, lo
devolvía todo. Era mala porque... Bueno, cuando una mademoiselle, que por cierto había nacido en Albacete, pero que sabía decir table y chai-se, se empeña en que eres mala, lo eres siempre.
Ella hubiera querido cuidar sólo de mi hermana, que era mayor. Los ni
ños pequeños no le gustaban nada, pero no tuvo más remedio que «cargar» también conmigo, y mis padres se quedaron tan cómodos y tan contentos.
El caso es que, en cambio, a mi padre le encantaban los niños pequeños.
CONSUELO ARMIJO
Todas las noches cuando llegaba a casa, yo le pedía:
—Cuéntame cosas de cuando tú eras pequeño.
Fueron mis primeros cuentos. Unos cuentos que siempre empezaban:
—Había una vez en Granada un niño que era muy jeringaoooo.
Y ese niño hacía toda serie de patochadas. Unas eran verdaderas, otras inventadas. Quizá para mí, la gran fascinación de esos cuentos era que el protagonista fuera mi padre, ¡tan grande!, ¡tan señor!; sobre todo cuando se vestía de militar, con esas botas tan altas. El escucharlos supuso para mí las horas más felices de mi primera infancia.
El primer libro que recuerdo tenía las tapas azules. Eran los cuentos de Andersen. También me los leyó mi padre.
Las empleadas del hogar, como se las llama ahora, también fueron otra fuente de cuentos. ¡Qué pena haberlos olvidado! A veces repetían el mismo, pero no importaba. Siempre me gustaba. Según tengo entendido me ponía algo pesada diciendo:
—Otra vez. Y luego: —Otra vez. Crecí y me lancé yo sola a leer. Leí
lo normal: Celia, Cuchifritín, los cuentos de la Condesa de Segur (recuerdo sobre todo Memorias de un burro), Pinocho y Chápete, etcétera. Más tarde la colección Escélicer, muy recomendada en los colegios, cuyos libros valían 1Q ptas., libros que seguro que han perdido toda actualidad, pero que entonces gustaban. La colección Cadete, más lujosa y liberal. Sus libros valían 30 ptas., no estaban recomendados en los colegios, lo cual para mí era una garantía. Tenían clásicos: Oliver Twist (¡qué manera de llorar!), El príncipe mendigo, etcétera, etcétera. Luego apareció Guillermo (¡qué manera de reír!). Seguro que había más, pero no logro recordarlos. ¡Qué pena que no conserve ninguno!, a veces los echo de menos. Los vendí
en los primeros años de la decena de los veinte para pagarme un billete de tercera (entonces había tercera) a Londres, donde me coloqué de au pair.
Llegó un momento en que la lectura fue para mí una especie de tabla de salvación. Mi familia se convirtió en algo fatal. Mi padre se quejaba de que ya no tenía la gracia de «chiquitita». Creo que nunca me perdonó que creciera, y lo que es peor, nunca lo admitió. Cualquier síntoma, cualquier «pinito» de mi parte por demostrar que había llegado al «uso de razón» intentaba aplastarlo (y lo malo fue que la mayoría de las veces lo consiguió).
En las comidas solía pelearse en voz baja con ¡vaya usted a saber cuántos enemigos no presentes!, mientras mi madre también hablaba sola, pero en voz alta, y no se peleaba. Organizaba largos monólogos sobre los sombreros que había visto en las tiendas, o cualquier otra cosa. Tenía una increíble habilidad para alargar cualquier tema hasta el infinito y, sin duda, una gran virtud: no exigía demasiada atención a su supuesto auditorio.
En esa casa, donde yo me sentía a gusto era sola en cualquier rincón, y entonces leía. No siempre tenía la suerte de tener libros nuevos pero los que más me gustaban me los leía una y otra vez, sobre todo ciertos párrafos, los preferidos, o los que me apetecieran en ese preciso momento.
En el colegio las clases me aburrían. Según las monjas yo era tonta, y según yo, las tontas eran ellas (opinión que todavía sostengo). A este respecto ningún libro como Celia en el colegio las ha retratado mejor. ¿Cómo no me iba gustar leerlo y releerlo? En realidad Celia era la única «persona» que me comprendía, o al menos con la que yo estaba plenamente de acuerdo.
Nos obligaban a forrar los libros de texto en papel azul y a pegarles unas etiquetas para identificarlos: «Matemáticas», «Gramática». Así que tuve una idea: forré mis libros de cuentos
BONI, CELIA. LO QUE DICE, MADRID: AGUILAR, 1952.
en papel azul y les pegué etiquetas que ponían «Catecismo», «Ciencias naturales» y ¡lo pasaba más bien en los estudios! Pero un día, una monja me «pescó» y después de armarla y llamarme no sé cuántas cosas, se quedó con el libro (que a mi modo de ver es quedarse con lo ajeno contra la voluntad de su dueño). Lo sentí mucho, porque había sido de mi padre cuando era un niño muy «jeringaoooo» y vivía en Granada. ¡Uno de los pocos de esos libros que habían llegado a mi poder!
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¡La casa de mi abuela!, ¡qué lejana queda! Ya sólo existe la fachada. Por dentro la han cambiado de arriba a abajo. Nos reuníamos a comer toda la familia una vez a la semana. Todos se ponían a charlar. A mis tías les gustaba eso de «hablar y hablar» tanto como a mi madre. Se armaba cada girigay. Yo me iba a otra habitación donde había libros. No muchos, pero todos encuadernados en piel (estoy casi segura de que eran de la editorial Aguilar) y en el filo de las hojas había dibujos geométricos de colores que se veían muy bien cuando los libros estaban cerrados.
Allí, en plena edad del pavo, me-moricé —¿cómo no?— las poesías de Bécquer, y empecé a leer nada menos que el Quijote.
—Si acabas con los libros te podemos traer las guías de teléfonos, que son muy gordas —me dijo un día un «gracioso» (los suele haber hasta en las mejores familias).
Pero ése tenía un «punto» de razón. A esa edad casi todo lo que leía (y leía todo lo que caía en mis manos) me gustaba, me entretenía. Ahora en cambio tropiezo con libros que encuentro francamente malos. ¿Será que los libros que encontraba cuando era niña o adolescente eran mejores que los que me tropiezo ahora?, o ¿será que yo era antes mejor lectora?, o... a lo mejor es el sentido crítico que se ha desarrollado. ¡Vaya usted a saber! •
MÁS BATAUTOS
Bibliografía (selección)
Infantil-ju venil
Los batautos*, Barcelona: Juventud, 1975.
El Pampinoplas, Madrid: SM, 1979.
Aniceto, el vencecanguelos, Madrid: SM, 1981.
Risas, poesías y chirigotas, Valla-dolid: Miñón, 1984.
Guiñapo y Pelaplátanos (Miñón, 1985), Madrid: Susaeta, 1989.
Los Machafatos, Zaragoza: Edel-vives, 1987.
Inés y Mercedes o cuando los domingos caigan en jueves, Barcelona: Noguer, 1988.
En viriví, Madrid: Anaya, 1988. Los machafatos siguen andando,
Zaragoza: Edelvives, 1989. Piii, Madrid: SM, 1989.
* Miñón sacó una edición posterior de Los batautos en 1982 y Susaeta otra en 1989. Por su parte, SM publicó otra el pasado año.
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CARMEN CONDE
Cuándo empecé a leer por Carmen Conde
c ^ V íempre que entro en mi ín-
^ M fancia doy comienzo a un ^ ^ ^ F largo viaje extraordinaria
mente poblado de provincias que recorrer. Debo forzarme a quietud para poder mirar despacio, largamente, y alcanzar a ver una de entre tantas cosas. Solamente así me es posible ais
lar algunas, remirarlas y, súbito, el paso seguro que salta el umbral. Ya estoy en mi país mejor, en el cual cupo el universo total. Mi imaginación fue la única riqueza que tuve, y ella me condujo por la tierra con ligereza suma. Esta tarde, encerrada en la que fui voy a irle sacando del alma de la
memoria parte de su tesoro..., pero, ¿sabemos ella y yo cuándo aprendimos a leer...? Aquí se levanta el primer escollo. No lo sabemos. Estamos leyendo desde siempre, y el día en que fue posible el milagro no podemos hallarlo, localizarlo... ¿Me enseñó mi madre, aquella monjita llamada sor
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Matilde del colegio de San Miguel de mi ciudad natal...? Imposible recordarlo exactamente. Antes de que en mis manos se amontonaran los cuentos de Calleja, hubo en mí profunda preocupación por los nombres, me asombraba oír nombrar a las cosas por su nombre... ¿Quién se lo había puesto, de dónde eran eso y no otra manera de llamarlas? Me veo, y creo que es la primera imagen mía «vista» por mí desde dentro, en una tiendeci-ta de ultramarinos (que así se llamaban las tiendas de comestibles entonces), junto a mi madre que pedía cosas, cosas..., que se llamaban..., ¿por qué así y no de otro modo? A la inmensa distancia en que me contemplo deduzco que allí, en aquel instante al parecer tan insignificante, yo sentí el enorme peso, la gravedad de la Palabra.
Ahora, vamos a retroceder nuevamente: empiezan a llegar a mis manos (y no tenía ni siquiera cinco años), cuentos y más cuentos que aumentaban mi caudal ya valioso de libros del colegio. Eran los minúsculos cuente-citos de Calleja que al final llevaban también un chistecillo inocente y gracioso. Yo tenía un primo hermano, Eduardo Conde, algo mayor que yo, que me enseñó los puntos cardinales solemnemente. Eso ocurría en una pared de la escalera, y me veo preguntarle ansiosamente, al saber que la tierra daba vueltas alrededor del sol y sin comprender bien su porqué: «Primo, ¿por dónde vamos ahora?». Y él, muy serio, muy bien enterado, me decía con toda seguridad: «Ahora estamos en el Polo Sur».
Se van a ir sucediendo los acontecimientos de mi primera infancia. Hasta los seis años y medio yo viví en Cartagena, y en febrero del año en que cumpliría los siete años me llevaron a Marruecos. Desembarqué del «J. S. Sister» de entonces con un hermoso muñeco en la mano izquierda mientras con la otra me aferraba al brazo de mi padre al cual hacía meses que no veía (eso me mantuvo en-
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N. MÉNDEZ BRINGAS, EL ENCANTO DEL REY BEDER Y OTROS CUENTOS DE CALLEJA, PALMA DE MALLORCA: J J . OLAÑETA, 1991
ferma todo ese tiempo). No veo libros todavía en mis manos, salvo los del colegio de doña Vicenta Garcés, mi primera maestra en Melilla. Estudiar, estudiar sin descanso. Meses malos para la familia, pero libros del colegio y cuentos de Calleja a todo pasto. Ya tenía, además, otra enorme distracción: soñar. Deseaba con impaciencia que me acostaran para soñar. Esto de soñar dormida y despierta no se me ha acabado todavía.
Nuevos colegios: ahora el de doña Ana Pedrosa Carretero que nunca olvidé como tampoco a doña Vicenta. Un cambio en nuestra vida y diversos acomodos en la ciudad. En este momento ya empiezo a caminar con ma
yor seguridad en mi memoria. En la entonces titulada calle Chacel, había, y hay, una librería, la de los hermanos Boix. Su descubrimiento ha colmado de felicidad mi ánimo. Voy a esa librería a diario, a comprar con los pocos céntimos de que dispongo libros y más libros. Son mayores que los otros, van empastados y con estampas en la cubierta y dentro. Para ellos mi consideración extrema, porque tengo otras lecturas digamos menos costosas y menos importantes: son el TBO, que acaba, creo, de aparecer en España, y las maravillosas aventuras de Raffles, de Nick Cárter, de Sherlock Holmes... Aventureros y delincuentes luchan y se empeñan en
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CARMEN CONDE
EL ENCANTO DEL REY BEDER Y OTROS CUENTOS DE CALLEJA, PALMA DE MALLORCA: J.J. DE OLAÑETA. 1991.
perturbar a la sociedad. Menos mal que también hay héroes de mansa condición que se alternan en mi mente avidísima. Por ese tiempo ya vive entre nosotros un ser inolvidable: mi perra Sultana, Con ella comparto lecturas y comentarios, ya que soy hija única y salvo las horas del juego al aire libre con las amigas y condiscí-pulas, no tengo niños en mi casa y con alguien pequeño como yo tengo que comunicarme. Estoy segura, absolutamente segura, de que Sultana me entiende. Hay una mancha negra en aquellos días, debo confesarla aunque me fue perdonada y la penitencia se lo mereció. Digámoslo todo.
No puedo presumir en esta mi segunda infancia, aunque sí de la primera, de bienes materiales. Mi padre se arruinó en Cartagena y se interrumpió aquello de tener coches y uno solamente para mí, una charrette arrastrada por una burrita preciosísima que se llamaba Polvorilla. En Me-lilla las cuestiones económicas no eran boyantes, los céntimos para mis compras eran parcos y, a veces, inexistentes. Yo quería cuentos, y, ¡ay de mí!, algunas veces sólo podía adquirir uno a lo sumo. Una mañana..., sirva de nueva penitencia contarlo aquí, una mañana en la librería de los hermanos Boix (unos señores catalanes, serios y secos pero amables conmigo), cuando pusieron a mi disposición el cajón repleto de cuentos..., cogí un puñado y me lo guardé; luego pagué uno y me fui a mi casa. Mi madre, que vivía pendiente de mí y hasta de mis pensamientos, vio que yo llevaba más de lo que correspondía a mis posibilidades. Tuve que confesarle mi delito. «Vamos a arreglarlo —dijo—. Voy contigo a la librería, te espero en la puerta, entras y cuentas lo que has hecho, y en paz.»
En paz, ¿quién? Yo, no. Yo hubiera preferido desaparecer del mundo. Pero, fuimos. Se quedó en la puerta. Entré y el bueno de uno de los hermanos Boix creyó que volvía a comprarme otro cuento y me sacó otra vez
el dichoso cajoncito repleto para que escogiera... Pensé dejar los que me había apropiado y salir como si tal cosa, pero al mirar a la puerta vi a mi madre con sus ojos clavados en mis manos. Imposible. Llamé al librero y él, sonriente, se inclinó sobre mi desventurada boca: «Eh, ¿qué quieres?». «Verá usted..., antes me llevé más de un cuento, me llevé también éstos... —Y se los alargué desesperada.— Vengo a devolverlos.»
El momento aquel era de lo más dramático de mi existencia, incluso ahora. El señor Boix me contempló pensativo, miró a la calle y vio a mi
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madre erguida como el arcángel que nos echó del Paraíso y aunque sin espada amenazadora como aquél. «Bueno, bueno... —dijo el caballero—. Ya está. ¿Dices que te los llevaste? Pues yo te los regalo ahora.» «No, no puedo, mi madre está ahí.» «Sí, la estoy viendo.» Y pensándolo mejor, me dio un cachetito en la pálida mejilla y me sonrió dulcemente. «Otro día, ¿eh?, otro día que vengas te regalaré otros.»
Dispenso contar lo que ocurrió cuando nos reintegramos a mi casa mi madre y yo. Hasta Sultana padeció las consecuencias de mi delito.
Nuevos cambios de domicilio y de colegio. Ya estoy en el «Colegio Inglés», el mejor, con el de Jesús Manuel, de Melilla. Miss Minnie, mi profesora más querida y más bondadosa del mundo, un día me pide que lea el Quijote en edición escolar, otro día me entrega nada menos que Rafel de Lamartine. Voy del uno al otro alocada, siempre veo junto a su ventana a un joven muy delgado que dicen está enfermo (como se llamaba el tísico entonces); un día me paro ante aquella ventana y él me brinda un libro. «Te lo vendo por sesenta y cinco céntimos», me dice con apuro. Es la Biblia. Corro a mi casa y obtengo los sesenta y cinco céntimos para comprarla. Ya es mía. Y tranquilamente me voy con ella al cementerio, que está al lado casi. Éste va a ser mi lugar de retiro para leer en paz, ya que mi madre no aprueba mis lecturas apasionadas. El cementerio da al mar, y yo me instalo junto a las barandas y veo el mar y leo la Biblia. Me impresiona mucho leer en una columna que «una lágrima se marchita, una oración la recoge Dios». Rezo y evito llorar aunque me den ganas cuando veo algún entierro por allí cerca. Naturalmente que nadie sabe, cuando digo que me voy a jugar, que es al cementerio adonde me voy con mi Biblia.
En la casa hay un vecino militar que se pasa la vida en lo que allí se llamaba «el campo» (las posiciones militares ante el enemigo), y cuando viene su novia, Encarnita, la hija del sastre de al lado, a quitar el polvo a la vivienda de su novio yo entro tras ella para ver sus estanterías de libros. Hay muchos. Pido que me deje Encarnita alguno y, ¿cuál me deja?, pues Las mil v una noches nada menos. Las comparto con la Biblia en el mayor de los secretos.
Al lado de la casa de Encarnita hay otra que habita gente muy interesante: un matrimonio con dos hijos y una hermana, ciega, de la esposa. Ésta es de Correos o de Telégrafos, no puedo asegurarlo ya; su marido es ebanista.
Y este ebanista, muy bueno por cierto, se dedica a hacer calaveras de maderas preciosas. Es un momento de la historia francamente tenebroso: hay sortijas de calaveras de plata y de oro, hay calaveras de madera, se canta a toda voz un himno militar con calaveras también. Y yo me paso las horas leyendo en el cementerio.
Jamás estuve triste por muchas calaveras que viera y entierros que presenciara. «La muerte era para los vecinos», como escribió Juan Ramón Jiménez. Ya vendría el tiempo, ya, de que nos visitara con insistencia.
A Sultana tampoco le importaba lo que veíamos juntas. Me seguía a todas partes y, por fin, ¿a que no sabéis en dónde acabamos encontrándonos mejor para leer? Pues debajo de mi cama. Se estaba fresquita, nadie se figuraba en dónde nos metíamos, y a leer cuanto caía en mis manos. Confieso, y no es exageración, que leyendo uno de los capítulos de Las mil y una noches en que se trata de unas princesas que fueron transformadas en esbeltas perras, consideré muy en serio que mi perra podía ser también una princesa moruna convertida en perra. A ella debía de parecerle lo mismo a juzgar por el tono que se daba a mi lado.
Lecturas, lecturas... De todas clases ya. Novelas, teatro, cuentos, revistas. Cuando regresamos a Cartagena en 1920, ya no era una niña. Pero mi primo hermano, más hermano que primo mío, Antonio Abellán, me dijo señalándome su biblioteca: «Nena, a ti que te gusta tanto leer, lee todo lo que hay en este y en este y en aquel estante. Pero en aquellos, no. De esos libros no debes leer ni uno solo.»
Respeté la prohibición porque le quería mucho. Y fuera de aquel estante leí cuanto cayó en mis manos. Leí, leo, leeré hasta que Dios me cierre los ojos que para leer y escribir me han servido tanto. •
(Fragmento de Por el camino, viendo sus orillas, capítulo primero, tomo I. Barcelona: Plaza & Janes, 1986.)
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Bibliografía (selección)
C ft P C Z A fl D 0 LA V I D A
Obra poética (1929-1966), Madrid: Biblioteca Nueva, 1966.
Por el camino, viendo sus orillas, Madrid: Plaza & Janes, 1986.
Infantil-juvenil
A la estrella por la cometa, Madrid: Doncel, 1971.
El conde sol, Madrid: Escuela Española, 1979.
Canciones de nana y desvelo, Va-lladolid: Miñón, 1985.
Centenito, Madrid: Escuela Española, 1987.
Cantando al amanecer, Madrid: Escuela Española, 1988.
Despertar, Madrid: Bruño, 1988. Madre ballena y otros cuentos,
León: Everest, 1989. Júbilos, León: Everest, 1990.
CRISTINA FERNÁNDEZ CUBAS
Elba: el origen de un cuento
por Cristina Fernández Cubas
A unque siempre he creído poseer una memoria notable, no puedo acordar
me, por más que me esfuerce, de la primera vez que me puse a escribir. Quizás esté completamente equivocada y mi memoria no tenga nada de notable, pero prefiero pensar que la
pretensión de contar historias no surgió como fruto de una decisión consciente, sino de una forma mucho más sencilla. Un simple juego, uno de tantos de mi infancia, al que, seguramente, no concedí demasiada importancia.
No recuerdo pues la primera vez.
Pero sí me veo escribiendo, situando aventuras en países en los que no había estado nunca y descubriendo, poco a poco, las infinitas posibilidades escondidas en aquel pequeño entretenimiento íntimo y silencioso. Era un buen juego, no cabía duda. Pero no era el único. Había algo que me
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fascinaba muchísimo más y para lo que sigo manifestando una disposición sin límites: escuchar. Debo reconocer que, en este punto, tuve bastante suerte.
Parte de mi vida transcurrió en Arenys de Mar, una localidad costera situada a menos de cuarenta kilómetros de Barcelona. Mi casa se hallaba en un paseo, frente a una playa, a mitad de camino entre el pueblo y el puerto. Desde el terrado, desde el balcón, no se veía el pueblo pero sí el puerto. De alguna manera, creo que mis hermanos y yo vivimos siempre de espaldas a lo cotidiano, de cara a lo desconocido, a la aventura. La casa estaba también atestada de libros, pero a ellos no llegaría hasta mucho más tarde. La primera vez que oí hablar de Edgar Alian Poe fue por boca de mi hermano, único varón entre cinco hijos, interno en un colegio en Barcelona y cuyas apariciones en la casa eran registradas como un verdadero acontecimiento. Nos contó La Casa Usher y El Gato Negro. Creo —estoy segura— que improvisaba sobre la marcha y añadía datos de su cosecha, pero estoy mucho más segura aún de que muchas de estas precisiones y licencias venían obligadas por nuestras insaciables preguntas. Queríamos saberlo todo acerca de la casa Usher. De cuántos dormitorios disponía, cómo eran las lámparas, los muebles, el número exacto de sillones, sofás y confidentes, biombos o tapices... Años después, cuando por fin leí a Poe, me pareció un excelente escritor. Pero eché a faltar, en determinados pasajes, por lo menos tres sillas y un biombo.
Antes de llegar a Poe —o de que mi hermano nos hiciera el inventario detallado de los bienes Usher— las hermanas conocíamos de sobras que los límites del mundo no eran tan estrictos, rígidos o insalvables como se empeñaban en enseñarnos en el colegio. De esta educación paralela se encargó Antonia García Pagés, una mujer natural de Arenys de Munt, pueblo
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colindante con Arenys de Mar, que había entrado a trabajar en la casa cuando yo apenas contaba un año de edad. Ignoro de dónde Antonia —a la que recuerdo siempre anciana— nutría su complejo arsenal de prodigiosas historias, pero lo cierto es que narraba con una rara habilidad y precisión. A ratos eran anécdotas de guerra; otros, la muerte de su madre; muy a menudo, amores y venganzas de ultratumba, cuentos de aparecidos o penados, o extraños portentos —ella los llamaba «milagros»— que atribuía, con toda tranquilidad, a familias con nombres y apellidos, a lugares no demasiado alejados de la casa, y que a nosotras, a pesar de que nunca llegásemos a creerla a pies juntillas, nos gustaba pensar que seguramente habían ocurrido o podían volver a
HARRY CLARKE, EL GAT NEGRE, BARCELONA: BARCANOVA, 1992.
ocurrir en cualquier momento. Los dominios de Antonia se iniciaban en la cocina, en su feudo de cacerolas y pucheros, para prolongarse luego por las gélidas escaleras y alcanzar su cénit en las habitaciones del segundo piso. Mi infancia, pues, exceptuando las largas horas del colegio, transcurrió entre la cocina y el dormitorio. Como en todas las familias de varios hermanos, las enfermedades infantiles operaban sobre nosotros como sobre naipes de una baraja y así —perennemente postradas en nuestros lechos— seguíamos asistiendo al inagotable desfile de prodigios y espantos, hasta que Antonia, envuelta en agobiantes vapores de agua de eucalipto —vahos a los que atribuía virtudes curativas, y a los que achaco yo, ahora, el que nuestras convalecencias
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CRISTINA FERNÁNDEZ CUBAS
no se acabaran nunca—, nos daba las buenas noches y rezaba tres avemarias a las ánimas del Purgatorio. Antonia siempre alardeó de no necesitar para nada los servicios de un reloj-despertador. Las ánimas, agradecidas, cumplían sobradamente con este cometido y Antonia se despertaba cada día, fresca como una rosa, a las siete en punto de la mañana. El día en que, por primera vez, la anciana no se despertó a la hora convenida comprendimos enseguida que o bien se había olvidado de invocar a sus amigas la noche anterior, o bien las ánimas tenían razones de fuste para desertar de sus obligaciones. Antonia, aquella mañana, amaneció gravemente enferma.
Exceptuando a mi madre, que deambulaba por la casa a todas horas y por todas partes, otros miembros de la familia poseían sus propias zonas, tan privadas e incompartibles como la nuestra. Primero estaba el salón, convertido en despacho-biblioteca, de uso exclusivo de mi padre y del que surgían, a las horas más impensadas, toda suerte de arias, sinfonías y conciertos, a tanta potencia, que me provocaron, durante largos años, un completo rechazo hacia la música clásica. A las irrupciones musicales solían seguir densísimos silencios en los que adivinábamos a su ocupante entregado a secretas aficiones. De todas ellas, la que más me atraía era la que tenía relación con un montón de libros, que entonces me parecían mágicos, y un sinfín de fichas escritas en árabe, en hebreo, en swahili... Mi padre, en solitario, había decidido hacer realidad una de sus quimeras favoritas: confeccionar un diccionario en todos los idiomas del mundo.
Arriba, en fin, junto a la azotea, estaba la habitación del hermano ausente. Desde pequeño, influido con toda probabilidad por los veleros que arribaban o zarpaban del puerto, había resuelto hacerse marino, y mis padres —en un alarde de complacencia inhabitual en la familia— transformaron,
ante su asombro, un dormitorio normal en un auténtico camarote. Construyeron muebles especiales, alzaron una litera y sustituyeron la ventana por un reglamentario ojo de buey. Luego, cuando mi hermano alcanzó la edad en la que uno se atreve a planear su destino y manifestó su vocación —hacerse marino—, mis padres, de nuevo ante su asombro, se lo prohibieron terminantemente. La casa, tan favorecedora de ensueños y repleta por los cuatro costados de leyendas e historias, era, al mismo tiempo, un duro aprendizaje de las contradicciones y desatinos de la vida.
Podría parecer, a simple vista, que en los retazos de infancia que acabo de describir se encontrasen, ya de por sí, algunos elementos «literarios», pero, curiosamente, fue el recuerdo de esta etapa de mi vida lo que me impidió, durante mucho tiempo, entregarme al cometido de escribir. Desaparecidos algunos de los protagonistas de la casa, trasladada la familia a Barcelona, y sospechando ya que lo que se ha ido nunca puede regresar, la infancia, la casa misma, se me interponían como un obstáculo insalvable. Demasiado añorado para olvidarme de él, demasiado cercano para poder recrearlo por escrito y dotarlo de algún interés para alguien más que para mí misma. Dejé, pues, de escribir y me convertí en una lectora desordenada, voraz y empedernida. Hasta que en diciembre de 1973 me embarqué hacia América Latina.
Una prolongadísima estancia en Suecia, en EE.UU. o en El Cairo no me hubiera podido producir los mismos efectos que los escasos dos años en Latinoamérica. No hablo de mis vivencias en aquellas tierras sino del regreso. El mismo día de la vuelta, nada más pisar el puerto de Barcelona, me di cuenta de la distancia que implica un océano y de lo engañoso, en cuanto a cómputo de tiempo, que significa cambiar de país pero no de idioma. Me sentí una extranjera en mi propia tierra, un ser completamente
desarraigado, pero también, al poco, comprobé que, durante aquellos dos años al otro lado del océano, las cosas habían ido ocupando su verdadero lugar en mi memoria y en mi vida. Pude así pasear frente a mi casa natal sin asomo alguno de melancolía, y pude, sobre todo, inventarme una hermana, a la que llamé Elba, y escribir un cuento. •
Bibliografía
Cristina Fernández Cubas EL ÁNGULO DEL HORROR colección andanzas
Mi hermana Elba, Barcelona: Tus-quets, 1980.
Los altillos de brumal, Barcelona: Tusquets, 1983.
El año de Gracia, Barcelona: Tusquets, 1987.
Cris v Cros. El vendedor de las sombras, Madrid: Alfaguara, 1988.
Elba-Brumal, Barcelona: Tusquets, 1988.
El ángulo del horror, Barcelona: Tusquets, 1990.
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CARMEN KURTZ
Los cuentos que nos contaron
por Carmen Kurtz
T odavía hoy, cuando vuelvo a ver la casa donde nací, algo dentro de mí se con
mueve, está vivo. Es una casa grande del Ensanche de Barcelona, en la calle de Mallorca chaflán Gerona, seis balcones a la calle, mucho sol y también mucho frío en invierno a pesar
de las dos «Salamandras». Lo más divertido de aquel piso de la calle Mallorca era el pasillo circular, un corredor que ejercía las veces de tal ya que fue escenario y testigo de nuestras correrías. Entre hermanos y primos hermanos nos reuníamos, a veces, diez chiquillos. Jugábamos al escondite, a
perseguirnos. Corríamos como locos seguidos por los gatos y los perros que acompañaron nuestra infancia. Días de fiesta en que los mayores se recluían en el salón, besos y abrazos, regañinas, tortas, de todo hubo. Incluso peleas familiares de cierta importancia con final feliz.
CARMEN KURTZ
Y también recuerdo la otra cara de la moneda, los momentos de reposo después del baño nocturno. Mi madre guardaba libros de cuentos de cuando ella era niña y yo, en aquellos ratos de lectura, hubiera querido ser Rapuncel, o el Gato con Botas, Pulgarcito o la Pequeña Vendedora de Fósforos, la Sirenita o Blanca Nieves, Peter Pan o Alicia.
Aquella deliciosa intimidad con mi madre se interrumpió un mal día. Mi madre murió. «Tu mamá está en el cielo», me dijeron, y yo, a mis cinco años, no acertaba a comprender cómo mi madre podía haberme dejado sin terminar aquel cuento cuyo absurdo final en nada se parecía a los finales felices de los cuentos a que me tenía acostumbrada.
Creo que aprendí a leer con un solo propósito: recobrar a mi madre. En casa había muchos libros de cuentos que pertenecieron sucesivamente a mi madre, mis tíos y mis hermanos mayores. Los que me antecedieron habían coloreado las ilustraciones, originales en blanco y negro. Mi talento en ese apartado era nulo. Las ilustraciones originales en color me gustaban; algunas, me doy cuenta ahora, eran muy buenas, pero yo prefería el texto. Leer era para mí una necesidad y aún me veo sentada sobre la alfombra del salón de casa de mis abuelos leyendo La Esfera, un semanario de aquella época con páginas a todo color. En La Esfera leí algo referente a la Revolución Rusa. Ignoro si saqué algo en claro, pero recuerdo muy bien que el pueblo ruso sufrió en su revolución infinidad de penurias, entre otras la casi ausencia de hilo de coser que se vendía en aquellos tiempos a metros.
Es curioso que tan gran catástrofe haya sido almacenada en mi memoria con algo tan humilde como pueda ser un carrete de hilo. Curioso también el hecho de que la hiperactividad, que fue la norma en mis años de infancia, pudiera alternar con la quietud que supone la lectura. Así fue. Los
juegos, el correr a lo largo del pasillo circular, no se interrumpieron, y alcanzaban su tope máximo en la finca del abuelo, durante las largas vacaciones del verano.
Pasé de una Escuela Maternal a un colegio de verdad, severísimo por añadidura. Poco después de la muerte de mi madre entré como alumna en el Sagrado Corazón de Barcelona.
Los buenos recuerdos de mi primer colegio se centran en la figura de una monja (la madre Barnola), quien, prescindiendo de la dureza del reglamento, alguna vez, al finalizar la clase, me sentaba en su falda y me daba todo el cariño que puede dar una monja. Me encariñé con ella como me fui encariñando con otras monjas que le sucedieron. Con mis compañeras tuve un trato normal, diría muy bueno, y mis notas fueron siempre las mejores, no porque yo fuera especialmente inteligente, sino porque mi
EMILE BAYARD, ALREDEDOR DE LA LUNA, MADRID: ANAYA, 1989.
padre fue siempre muy severo. Las notas eran semanales y yo debía forzosamente obtener la máxima, aquel «Muy Bien» que equivalía a un 10 en todo. Las notas se daban el domingo por la mañana después de la misa, con un ceremonial estremecedor presidido por la Madre Superiora. Una clase tras otra las alumnas desfilábamos para recoger con una gran «reverencia» la papeleta que para mí era cuestión de vida o muerte. Las piernas me temblaban. Envidiaba a mis compañeras que no parecían en absoluto temerosas. Al llegar a casa, mi padre echaba un vistazo a mi nota y no hacía comentario alguno. Mis grandes éxitos los conseguía en la disciplina de la lectura. En cambio recuerdo abochornada los recreos. Jugábamos a pelota divididas en dos campos. Como no me la pusieran en las manos me resultaba imposible hacerme con ella. Incondicionalmente
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admiré a mis compañeras que corrían, saltaban, se hacían con la pelota como verdaderas malabaristas. Años más tarde leí, no sé dónde, que el poeta Shelley lloraba en los recreos por su torpeza.
Todo es importante en la vida de cualquier ser humano. Todo ser humano, por humilde que sea, tiene su historia. Los niños de antes enfermaban a menudo y las enfermedades duraban muchísimo. Luego venían las convalecencias. Y durante esos períodos no había más remedio que quedarse en casa y en cama. Los chiquillos de entonces (años 20) no conocíamos la radio y mucho menos la televisión. Estoy casi convencida de que la ausencia de los medios audiovisuales favoreció la afición a la lectura y al dibujo. Leí, leí cuanto puede leer una niña que vivía el mundo fabuloso de la ficción y a la que se dieron toda clase de facilidades. He de confesar que mi padre favoreció mis inclinaciones. Se sentaba a los pies de mi cama y me leía todos los Julio Ver-ne que teníamos en casa. Él era un gran forofo de Verne y así recuerdo a Miguel Strogoff en las heladas estepas, a Phileas Fogg en su vuelta al mundo y al Capitán Nemo en sus veinte mil leguas de viaje submarino. Todos los Julio Verne me fueron leídos por mi padre mientras el termómetro subía o bajaba; aquello era casi lo de menos. Quizá mi afán de viajes, años más tarde, lo debí en parte a las lecturas de mi padre. En mi serie Óscar se nota mi inclinación por todo cuanto significa horizontes nuevos y mundos imaginarios. Me gustaban la historia y la geografía, tenía facilidad para los idiomas y era una nulidad para las matemáticas.
Durante tres años estudié en casa, ya que mi salud no era buena. También entonces mi padre tuvo un gran protagonismo. Me daba lecciones de todo y si la rígida disciplina del Sagrado Corazón me pareció siempre abusiva, la de mi padre, los rigores a que me sometió, la superaron sin
duda alguna. Era un hombre muy culto y ahora me arrepiento de no haberle hecho caso. Tenía mal genio, era gritón y aficionado a descargar la mano, pero su corazón era tierno. Los ojos de una niña no saben de matices. Para mí, durante aquellos tres años de cuidados y estudios, Papá fue un tirano.
Lo he convertido en el padre más comprensivo, más tolerante del mundo, en el Jorge Tur de la serie Óscar.
He llegado a la conclusión de que el niño necesita cuentos. Primero cuentos contados, más tarde libros de cuentos leídos. Los lazos de intimidad que pueden crear los cuentos entre la madre, o el padre, y el niño nunca se olvidan. Me atrevería a decir que el niño que ha tenido una infancia llena de cuentos será, indudablemente, un buen lector a pesar de todos los medios audiovisuales de que dispone. A veces cuando me preguntan qué técnica utilizo para escribir un cuento, o un libro de cuentos para niños, no se me ocurre nada mejor que contestar: «Como si estuviera contando». Al contar un cuento no somos pedantes. No podemos recurrir a los rellenos, hay que apoyarse en la acción y la imagen, hay que trasladar al niño al clima fantástico de la ficción.
He hablado de mi madre y de mi padre, sería injusta si no mencionara, también, alguna de las tatas que reemplazaron a veces a cualquiera de los dos. Sabían tres o cuatro cuentos que probablemente pertenecían al folclo-re rural. Los sabíamos de memoria y exigíamos total fidelidad. No queríamos cambios. Y la tata de turno, que a lo mejor no sabía leer, hilvanaba un cuento que nosotros escuchábamos estremecidos porque era algo que ella guardaba entre los mejores y más queridos recuerdos de su infancia.
Y para terminar me atreveré a decir: «Uno olvida fácilmente los libros leídos a lo largo de los años. Los cuentos que nos contaron o los que leímos, los que significaron el primer contacto con la lectura, no se olvidan nunca».!
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Bibliografía (selección)
C A R M E N K U R T Z
COSAS QUE SE PIERDEN, AMIGOS QÜB SE ENCUENTRAN
Infantil-juvenil
Serie Óscar (16 títulos), Barcelona: Noguer, 1962-1984.
Color de fuego, Madrid: Cid, 1964.
Chepita, Madrid: Escuela Española, 1979.
Veva, Barcelona: Noguer, 1980. Piedras y trompetas, Barcelona:
Noguer, 1981. Querido Tim, Madrid: Escuela Es
pañola, 1983. Pepe y Dudú, Madrid: Escuela Es
pañola, 1983. Brun, Barcelona: Noguer, 1985. ¿Habéis visto un huevo?, Barcelo
na: Noguer, 1990. Cosas que se pierden, amigos que
se encuentran, Madrid: Magisterio, 1990.
MARIASUN LAN DA
Fotogramas de infancia por Mariasun Landa
I lápices mordidos. La envoltura de un chicle alisada con la
m—m uña. La goma de borrar con nombre de ciudad: MILÁN. La merienda: pan y chocolate. La cuerda para saltar. Las piedras escogidas para jugar a la rayuela que nosotras llamábamos txingo. Pelotas de caucho ver
de, regalo al comprar los zapatos para el colegio: zapatos Gorila. Matilde, Perico y Periquín en la radio. El rosario después de cenar. La mantilla, el velo blanco, misas, genuflexiones, acto de contricción. Lluvia. Novena a la Virgen de Aránzazu. Tebeos debajo de la cama. Sissí. Florita. Haza
ñas bélicas. Leer tebeos es perder el tiempo. NODO. Marcelino Pan y Vino. Euskadi, palabra que sólo se puede pronunciar en casa.
La Historia Sagrada, mi asignatura preferida. Cuentos exóticos y ma-
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i* «iMÍS DEL TESORO. BARCELONA: SEIX BARRAL. 1924. JOAN JUNCEDA, LA ISLA DEL TESORO, BARCELONA: SEIX BARRAL. 1924.
ravillosos... Abraham, que recibe el mandato de matar a su único hijo; la mujer de Lot, que se convierte en sal por mirar hacia atrás; Esaú y Jacob (¡por un plato de... lentejas!); los sueños de José; el pequeño Moisés en su cesto a merced de las aguas; las diez plagas de Egipto; el Mar Rojo que se escinde en dos para dejar pasar a los israelitas; Salomón, Absalón, Nabu-codonosor, nombres rimbombantes y exóticos, deliciosos de pronunciar. Y además, todo es verdad.
Colgando de la pared de la clase hay un gran cartelón donde están ilustradas todas estas historias que tan bien conozco. Un día, la monja me pilla en pecado: hablando en clase.
Coge el cartelón, le da la vuelta y escribe: Soy una habladora. Me obliga a recorrer todas las demás clases con aquel cartel entre los brazos. Las lágrimas. El moqueo. La diabólica impunidad de las monjas en aquel tiempo. Las monjas que nos enseñan chotis y «Por la calle dalcalá, con la faldalmidoná...». El euskera no ha existido nunca, ni existe, ni existirá. Amén.
Desde el cuarto de mi hermano se ve el mar, el puerto de Pasajes donde entran barcos mercantes, pesados petroleros que emiten gemidos que asustan por las noches. Horas enteras mi
rando por la ventana, junto al vetusto secreter de mi hermano lleno de cajones y libros: Robinson Crusoe, La vuelta al mundo en 80 días, La flecha negra, Veinte mil leguas de viaje submarino, El último mohicano, La isla del tesoro, Tom Sawyer... Editorial Bruguera, con 250 ilustraciones.
Primero, mirar «los santos», después adentrarse en el espeso bosque del texto, enamorarme de Tom Sawyer, mi valiente, atrevido y seductor Tom... «¡No andes entre mis libros!» Prohibición de un hermano cinco años mayor. La transgresión como origen de la pasión por la lectura. Balance de libros propios: más aburridos, más ñoños, más escasos. Mujer-
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citas, Fabiola, Cuentos de Andersen, La Princesita...
«—Sed amigos míos, estoy solo —dijo el principito.
»—Estoy solo... estoy solo... estoy solo —respondió el eco.»
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En el colegio de monjas habían formado una tuna de chicas, con sus capas negras y sus cintas. Aprender a tocar la bandurria y salir en aquella peregrina tuna era mi obsesión. Pero en casa dijeron que no. Creyeron mucho más conveniente que empezase a estudiar el francés ante la inminencia del Bachillerato. Dejan en mis manos un libro que logro a duras penas descifrar: Le pétit prince. Comienza así un calvario que termina cuando logro comprender la frase anterior: «Estoy solo... estoy solo... —respondió el eco». Moi aussi. Sólo entonces me doy cuenta de que aquel libro es distinto, comienzo a amar al personaje y odio un poco menos el francés.
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Yo ya había empezado a escribir mis cuentos, convencida de que era prácticamente lo único que me salía bien. Los pasaba a limpio, los ilustraba y los grapaba. También comencé urt diario con las importantes intranscendencias de mi vida, como hacían los personajes de las novelas que leía... Hasta un día que tuve algo realmente importante que reseñar.
Fue un atardecer de agosto, en plena Semana Grande donostiarra. Habíamos ido a merendar chocolate con churros y al pasar por la calle Mayor, vimos que la gente se agolpaba enfrente de la iglesia de Santa María. La gente que esperaba me llamó la atención. ¿Qué pasa? Mis padres no respondieron nada, pero me dejaron colarme hasta la primera fila de espectadores. Entonces le vi. Iba vestido de blanco, como un almirante, era bajito y parecía muy serio. Me volví para
MARIASUN LAN DA
compartir mi asombro con mis padres. Habían desaparecido. Pasó el almirante, algunos aplaudieron, seguramente yo también. Todo pasó muy rápido y mis padres reaparecieron misteriosamente. El camino hacia casa fue silencioso, algo tenso. Aquella noche, en mi diario, apunté con la pluma estilográfica Parker recién cargada de tinta: «Hoy le he visto de cerca a Franco».
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«... Y tú, Mariví, eres una asquerosa, porque no tenías que haberle di-
Bibliografía (selección)
Infantil-juvenil
Amets uhinak, San Sebastián: Elkar, 1982.
Joxepi Dendaria, San Sebastián: Elkar, 1984. (Existe versión en castellano y catalán, en La Galera; en gallego, en Galaxia; y en griego, en Sincroni Epoxi.)
Izar berdea, San Sebastián: Elkar, 1985. (Existe versión en castellano y catalán, en La Galera; y en gallego, en Galaxia.)
Txan fantasma, San Sebastián: Elkar, 1986. (Existe versión en castellano y en catalán, en La Galera; y en griego, en Sincroni Epoxi, Atenas, 1989.)
Errusika, San Sebastián: Elkar, 1988. (Existe versión en catalán, en Cruilla.)
Iholdi, San Sebastián: Erein, 1988. Aitonaren txalupa, San Sebastián:
Elkar, 1988. (Existe versión en castellano y catalán, en La Galera; y en gallego, en Galaxia.)
María eta aterkia, San Sebastián: Elkar, 1988. (Existe versión en catalán y castellano, en La Galera.)
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cho a Alfred que me gustaba, porque además a mí no me gusta Alfred, para que lo sepas, porque todas os gustáis de Pello, y yo no quiero gustarme de Pello, así que mañana mismo ya le puedes decir que es mentira y que no me importa si no me hace caso, que puede seguir dándole los tebeos a Mari Carmen, a mí me da igual, y que no me mande más recados ni notitas para ella, porque un día de estos se los voy a enseñar a los demás y entonces ya va a ver ese idiota de Alfred lo que le pasa por no gustarse de mí...»
Y la adolescencia llegó. Como siempre, demasiado deprisa. •
Alex, San Sebastián: Erein, 1990. Irma, San Sebastián: Elkar, 1990.
(Existe versión en castellano y catalán, en La Galera; y en gallego, en Galaxia.)
Kleta bizikleta, San Sebastián: Elkar, 1990.
GEMMA LIENAS
Lectodependencia por Gemma Lienas Massot
D esde mis primeros años, allá por la segunda mitad de los cincuenta, el acto
de leer, por lo que de furtivo tenía y por lo que de aventura solitaria representa, siempre se me manifestó asociado al placer de lo prohibido. Sin embargo, la adicción por la lectura
creció en mí de forma rápida y traicionera mucho antes de que adquiriera conciencia de proscrita y mucho antes de saber que me vería obligada a esconderme, en determinadas ocasiones, para volcarme en ella a mis anchas.
Para escapar a los quehaceres do
mésticos que la vida familiar me imponía, pronto aprendí a encerrarme en el baño, único lugar íntimo e inaccesible a las voces de mando de mi madre, que compartía conmigo el amor por los libros, pero difería en lo tocante a obligaciones y devociones. En casa, el deber, esto es, hacer las ca-
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GEMMA LIEN AS
mas, poner la mesa y un sinfín de tareas rutinarias y cargantes, era antes que la devoción. Y a mí, contra todo viento y marea de procedencia paterna, la lectura se me antojaba un deber de obligado cumplimiento. Sentada en el duro plástico, viajé con Nils Olgerson a través de Suecia y soñé con ver algún día el deshielo de un lago nórdico;1 presencié un asesinato junto a Tom Sawyer y Huckleberry y con ellos huí hacia una isla del Mississip-pi, río que deseé conocer en el futuro;2 acompañé a Miguel Strogoff, aparentemente ciego, en su peregrinaje como correo del zar a través de Rusia, y amé aquella tierra;3 participé con Emilio en el desenmascaramiento de la banda de ladrones;4 me contagié el sarampión con Bibí y las conjuradas y compartí con ellas la misma habitación,5 y comí con Guillermo bolas azucaradas de grosella hasta ponerme enferma.6 Y todos ellos contribuyeron a consolidar mi relación vehemente con los libros. Sin embargo, navegar, desde Lumerland hasta China, con Jim Botón y Lucas el maquinista en una locomotora calafateada7 fue lo que decidió mi futuro profesional: viviría entregada a la literatura, como profesora, como editora, como lectora y como escritora.
Temprano conocí los efectos devastadores del síndrome de abstinencia cuando carecía de libro que llevarme a los ojos y al alma. De modo que me obstinaba en tener siempre a mano no un volumen sino dos o tres, cuya lectura trataba de simultanear. Era tal la fascinación que la letra de molde ejercía sobre mí que incluso durante el desayuno me empeñaba en seguir desarrollando mi ocupación predilecta, con gran horror por parte de mi familia que consideraba, con acierto, que leer en la mesa era una falta de respeto hacia los demás comensales; de modo que yo, cada mañana, subrepticiamente releía, como en un ritual, las únicas letras devorables que se hallaban cerca de mí: las impresas en la etiqueta del bote de Cola-Cao.
E.W. KEMBLE, LES AVENTURES DE HUCKLEBERRY FINN, BARCELONA: BARCANOVA, 1992.
Sin embargo, el mejor intervalo estaba constituido por las noches, siempre largas, puesto que nos acostaban temprano, y absolutamente mías, a pesar de que compartía la habitación con tres hermanas. Tengo que agradecer al médico de cabecera de la familia que, cuando mi madre le interrogó acerca de la conveniencia de mis costumbres de lectora contumaz hasta bien entrada la madrugada, considerara provechoso el simple hecho de estar tendida en la cama y la tranquilizara al respecto, con lo cual dispuse, desde entonces, de entera libertad para administrarme la noche como me apeteciera. Y como mejor me parecía era vadeándola, desde el crepúsculo hasta el alba, con personajes de ficción. En esas horas, que llegué a estimar exiguas, trabé conocimiento con Celia, su gato Pirracas y su muñe
ca Julieta, y, con ellos, alcancé también la edad de la razón, si es que alguna vez se llega a tamaña sinrazón;8
con Kásperle y los titiriteros;9 con Mary Poppins, los niños Banks y el deshollinador, junto a los cuales ascendía hasta el techo si me reía a carcajadas, cosa que sucedía con harta frecuencia;10 con Heidi y el altillo en el que dormía, desde el cual, sin moverse del camastro, podía contemplar las estrellas;11 y con el pequeño príncipe y los distintos planetas, habitados por reyes, vanidosos, borrachos, hombres de negocios, faroleros y geógrafos.12
Cuando las horas de descanso nocturno no me alcanzaban para terminar la historia en que me hallaba enzarzada, me llevaba el libro al colegio y, puesto que jamás conseguí entender qué goce podían proporcionar las palancas de primero o segundo gra-
do ni la memorización de reacciones químicas, aprovechaba el rato dedicado a las materias de ciencias para conocer el desenlace de la narración. Creo que, bajo las tapas del pupitre, conocí el amor, de la mano de Betty, la heroína de Fort Henry;13 la generosidad y el valor, siguiéndole la pista a Beau a través del desierto;14
pero, fundamentalmente, conocí el poder de la voluntad junto a Andrei, cuando resultó gravemente herido al ser abatido su «caza» y, arrastrándose a través de los bosques, consiguió sobrevivir y, aunque perdió las dos piernas, merced a su enorme tenacidad y esfuerzo, valiéndose de unas ortopédicas, volvió a pilotar un avión.15
El colegio al que yo asistía me parecía maravilloso, por mucho que se empeñaran en afearlo los romos y nada didácticos profesores de matemáticas, física y química. Y aún más portentosa resultaba mi profesora de literatura, que también lo era de lengua, de latín y de griego. Ella me introdujo en los clásicos castellanos desde el romance de Abénamar16 hasta los cuentos de Baroja,17 pasando por los artículos de Larra,18 las aventuras del Lazarillo,19 las historias del Arcipreste20 y muchos otros. Ella, también, me desveló el tesoro arquitectónico que representa una lengua, conocimiento que amplié con la sección «La cárcel de papel» de la revista La Codorniz.
Sin embargo, por extraordinario que resultara aquel colegio, nada pudo impedir que las prohibiciones de la dictadura franquista se abatieran parcialmente sobre nosotros; y, por ello, me había sido vedado leer en mi lengua. A lo sumo, podía husmear en la biblioteca de mis padres y desempolvar novelas de autores que habían empezado a escribir y a publicar antes que el dictador reprimiera contundentemente la edición en catalán. De este modo, a través de páginas amarillentas, descubrí a personajes entrañables como Massagran,21 Pere Fi22 y,
sobre todo, Tirant lo Blanc y Carme-sina,23 en una deliciosa versión para niños.
Me es imprescindible señalar con gratitud que mis padres, tan rigurosos en lo tocante a la educación de sus hijas, fueron liberales en el uso que yo hacía de su biblioteca, en la que practiqué continuas y sabrosas razzias que me permitieron identificarme con Ma-dame Bovary o Ana Karenina desde bien temprana edad y que mantuvieron viva una pasión que ya desde un principio era difícilmente extin-guible. •
Notas 1. Lagerlof, S.: El maravilloso viaje de Nils Ol-gerson a través de Suecia. 2. Twain, M.: Las aventuras de Tom Sawyer, Barcelona: Juventud, 1957. 3. Verne, J.: Miguel Strogoff, Barcelona: Molino, 1954. 4. Kaestner, E.: Emilio y los detectives, Barcelona: Juventud, 1958. 5. Michaelis, K.: Bibíy las conjuradas, Barcelona, Juventud, 1952. 6. Crompton, R.: Travesuras de Guillermo, Barcelona: Molino, 1935. 7. Ende, M.: Jim Botón y Lucas el maquinista, Barcelona: Noguer, 1962. 8. Fortun, E.: Celia. Lo que dice, Madrid: Aguilar, 1952. 9. Siebe, J.: Kásperle, Barcelona: Noguer, 1960. 10. Travers, P.L.: Mary Poppins, Barcelona: Juventud, 1964. 11. Spyri, J.: Heidi, Barcelona: Juventud, 1960. 12. Saint-Exupéry, A. de: Elpetit princep, Barcelona: Estela, 1964. 13. Grey, Z.: La heroína de Fort Henry, Barcelona: Juventud, 1963. 14. Wren, P.C.: Beau Geste, Barcelona: Juventud, 1961. 15. Polevoi, B.: Un hombre de verdad. 16. Flor nueva de romances viejos, Madrid: Espasa-Calpe, 1965. 17. Baroja, P.: Cuentos, Madrid: Alianza, 1966. 18. Larra, M.J. de: Escritos políticos, Madrid: Ciencia Nueva, 1967. 19. Anónimo: La vida de Lazarillo de Tormes y de sus fortunas y adversidades, Barcelona: Juventud, 1967. 20. Hita, Arcipreste de: Libro del buen amor, Madrid: Espasa-Calpe, 1967. 21. Torres, J.M.: Aventures extraordináries d'en Massagran, Barcelona: Josep Baguñá, 1933. 22. Torres, J.M.: Les formidables aventures de Pere Fi, Barcelona: Josep Baguñá, 1934. 23. Tirant el Blanc, Barcelona: Ariel, 1954.
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Bibliografía
Infantil-juvenil
Cul de sac, Barcelona: Empúries, 1986. (Existe versión en castellano, en Ahorna.)
Dos cavalls, Barcelona: Empúries, 1987.
La lluna en un cove, Barcelona: Cruilla, 1987. (Existe versión en castellano, en SM.)
Vol nocturn, Valencia: Tres i Qua-tre, 1987.
Així és la vida, Carlota, Barcelona: Empúries, 1989. (Existe versión en castellano, en SM.)
El gust del cafe, Barcelona: Pór-tic, 1989.
La meva familia i l'ángel, Barcelona: Cruilla, 1992. (Existe versión en castellano, en SM.)
PILAR MATEOS
Hacen falta muchos cuentos
por Pilar Mateos
n la cocina de la casa vieja la escalera es un difunto, envuelto en que en Valladolid hace frío. Y si la hay muchachas de pueblo una capa negra, que viene a comerte casa no se quema aprovecho la emer-
IÜMSB que cuentan historias de la asadura. En ese momento se va la gencia para echarme azúcar en el hue-crímenes y resucitados, cuentos de luz. vo frito, sin que la narradora de hace miedo; la voz ahuecada y espectral O la sartén se prende en llamas de un rato se apiade de mis náuseas, alargando tenebrosamente las vocales: repente sobre el infiernillo eléctrico, «Ahora te lo comes», dice. Es horri-«Ya voooy, ya vooy, que subiendo la y más vale salir corriendo antes de que ble comerse un huevo frito con azú-escalera estooy...». Y quien sube por se queme la casa y coger los abrigos, car cuando los pies no te llegan al sue-
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.
lo y ni siquiera alcanzas los límites de tu propia identidad.
—El día que yo sea Marianito —dice mi hermana Mariló (y Marianito es el vecino de arriba)—, verás las patadas que voy a dar.
Lo mejor de la jornada es que nos cuenten cuentos; nunca a mí sola, naturalmente. Los cánones exigen un corro de oyentes infantil y plural. La narradora es casi siempre una mujer muy joven, que ha llegado de un pueblo castellano con una maleta de cartón y un olor añejo en el vestido. También nos cantan coplas de novios, romances de incestos —«un día estando en la mesa, un día estando en la mesa, se enamoró de su hermana»— que repetimos alegremente ante el escándalo familiar.
—¿Pero qué dice esta niña? Palabras. Lo que nos fascina de los
adultos son las palabras; no cómo viven ni su manera de hacer, sino lo que cuentan. Ser adulto autoriza a participar en las tertulias del anochecer formando el círculo mágico de la narrativa. Y es en ese círculo donde queremos entrar.
La vida puede empezar así, como el trazo de una piedra en la superficie del agua; un círculo chiquito que se agranda en otro y en otro más.
Círculos a la medida de los cuatro años, donde se desvela el mundo. En el colegio de las Jesuitinas de la calle Fray Luis de León, cuando yo tenía tres o cuatro años, aparecían por oscuros recovecos tazones rotos con sangre derramada, ritos satánicos, huellas estremecedoras de la presencia del demonio, que los niños desvelábamos en nuestros mínimos círculos confidenciales, dirigiendo a la espalda una mirada de prevención, porque el demonio de entonces era una figura cotidiana y familiar que surgía del azogue de los espejos, se introducía de noche bajo tu cama y por menos de nada te arrastraba al infierno para siempre jamás.
Nos salvábamos del infierno como se salvan los niños; con una capaci-
ZARAGUETA, MAS HISTORIAS DE ANTOÑITA LA FANTÁSTICA, MADRID: GILSA.
dad de aguante muy superior a la de los mayores y una habilidad encomia-ble para arrojar el fardo de sus pesares sobre los hombros del adulto que llegará a ser; allá se las entienda.
Tampoco faltaban otros recursos. La magia antigua se da la mano con la técnica y llegan los discos de cuentos aderezados de ráfagas musicales; el leñador bueno que elige la más humilde de las tres hachas, la de hierro, la de plata, la de oro; el leñador avaricioso que será castigado con moraleja final versificada—«te conozco, gordinflón»—, y por ser tan mal amigo —«mereces una lección»—, que los hermanos incorporamos a los rituales caseros particulares, como ha
cen hoy los niños, a escala nacional, con frases publicitarias y muletillas televisivas.
Y el cine. El deslumbramiento de Bambi, La Cenicienta bajo todas las formas, en película, en disco, en un libro-tesoro que tenía los dibujos en relieve y dotados de movimiento. Si manipulabas la lengüeta de cartón, la Cenicienta barría.
Nunca quise ser la Cenicienta. Quería ser bailarina de ballet, alimentar pájaros recién nacidos y escribir cuentos que dieran la vuelta al mundo.
En el colegio de las Jesuitinas, a los tres o cuatro años, me clavo la astilli-ta en el dedo —el mundo entonces estaba hecho astillas—. Rompo a llorar a gritos sin permitir que nadie me remedie. Y junto a mi hermano mayor —sólo un año mayor— hay otro niño. Mi hermano quiere ayudarme y yo no le dejo. El niño dice: «Mira, mira ese pájaro». Yo sigo la dirección de su mirada buscando al pájaro y no lo veo. Vuelvo a mirar al niño, interrogante, y el niño sonríe. La astilla ya no está en mi dedo.
Por eso empecé a escribir: porque no volví a encontrar un niño como ése que me sacara las astillitas del dedo. Y porque en el cuarto de los chicos había un mirador.
La luz de la calle López Gómez es dorada y tenue, aureola los contornos de las cosas y los embellece. Es la luz de los seis años, de los ocho años. Y para una niña miope y desorientada, de larga infancia, el mundo seguirá siendo un útero adonde los sonidos llegan filtrados y en sordina; el ritmo de un taconeo en la calzada. El eco sugerente de unas voces en la quietud del anochecer. Las niñas que saltan a la comba cantando la historia de un sevilla-sevillano a quien siete hijos le dio Dios; el romance de una condesa que esperó durante siete años la carta del conde.
En el cuarto de los niños hay dos camas metálicas, una mesa pintada de verde, un agujero en la pared, que los hermanos vamos ahondando laborío-
sámente, y un mirador donde me siento en el suelo a media tarde, con sol y una merienda de pan y chocolate, a leer un cuento o a escribir un cuento.
—Dice papá que eres tonta porque escribes cuentos; todavía si fueras una chica mayor...
Leyendo cuentos pobres en ediciones pobres; cientos de tebeos que nos disputamos entre los hermanos. Hacen falta muchos cuentos cuando es necesario guardar cama, y esta niña siempre está mala. Hay, apenas, un recuerdo borroso de una criatura retenida por el reuma y salvada más tarde, no sé de qué, por las primeras aplicaciones de la penicilina que es preciso ponerle cada dos horas, día y noche. Parece que ha tenido de todo.
—Para acabar antes, dígame usted lo que no ha tenido— le pide el médico a mi madre.
Y cuando no es la escarlatina, se atraca de chocolate —chocolate del malo, con tierra; el bueno está guardado con llave— y le da un cólico. O simplemente crece y le da un ca-lenturón.
Mi madre se queda en la habitación de al lado, con luz baja, vigilando la fiebre. La niña delira y lee cuentos. Cuando está leyendo ni siquiera te oye. A falta de otra cosa se aprende de memoria las páginas de lectura escolar y los milagros de las revistas religiosas —El mensajero del Corazón de Jesús—. Es una niña que da mucha guerra. Protesta por cualquier cosa, se pelea con sus hermanos, lo deja todo tirado y en el colegio saca mal en conducta y en urbanidad. No es extraño, porque siempre va hecha un desastre, la camiseta asomando por el uniforme y los calcetines comidos.
—Esta niña no es como sus hermanos.
Los Reyes Magos traen libros escasos. El diario de una muñeca, de Marisa Villardefrancos; libros releídos que me dejarían para siempre el gusto de la relectura. Y entonces, el amor
PILAR MATEOS
por los muñecos y por la infancia, la propia y la ajena. Y el cuerpo que se empeña en desmentirme y en crecer mucho más deprisa que yo.
Cuentos contados con los dedos de la mano. Pelusa, del padre Coloma, que incluye «Terry el malo y Fridolín el bueno», porque los libros de entonces eran así. El inca Garcilaso de la Vega —qué libros más raros nos regala la abuela—. Gulliver en el país de los gigantes. Ah, no. Celia no, prohibido. Esta niña no puede leer Celia. Sólo faltaba que le dieran ideas.
—No escribas esas cosas —dice mi padre.
Lo dice porque he escrito un cuento que se titula «La hija del capataz», de niñas pobres y niñas ricas; muy malas, las ricas. Y cuando hago el relato heroico de un caballero de dieciséis años, mi padre no capta el aliento dramático. «Esto parece de Wenceslao Fernández Flórez», comenta. Me acostumbro a vivir sin elogios y sin reconocimiento. Y para colmo de males nunca seré rubia.
Hacia los diez años conozco a An-toñita la Fantástica, el espejo claro de mi vida. Allí está mi hermano Manín con su primer pantalón largo; nuestras entrañables fiestas de Navidad; mi amiga Marisa, la guapísima; hasta el perfil aquilino de la abuela madrileña. Y caigo en la cuenta de que lo que tengo que hacer es escribir un diario —no místico, como el de los ocho años—. Y ya estoy en ruta. En primero de Bachiller, los periódicos de humor, las novelas por entregas que leen mis amigas, ¡y lloran!; los cuentos de hadas en clase de francés, las viñetas de ciencia-ficción en clase de costura —«¿Cómo acaba», pregunta la profesora—. Ni sospecho que estoy emprendiendo una larguísima trayectoria de irresponsabilidad y aprendizaje, de deslumbramientos e impotencia, de fracasos encadenados más que nada. Y que sólo en la madurez podré hacer realidad lo que al paso de los años ha ido convirtiéndose en una aspiración básica: ejercer el oficio. •
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Bigliografía (selección)
Infaníil-juvenil
Historia de ninguno, Madrid: SM, 1981.
Jeruso quiere ser gente, Madrid: SM, 1982.
Capitanes de plástico, Madrid: SM, 1983.
El cuento interrumpido, Barcelona: Noguer, 1983.
Mi tío Teo, Madrid: Anaya, 1987. El vidente, Zaragoza: Edelvives,
1988. Zapatones, Madrid: SM, 1988. La princesa que perdió su nombre,
Zaragoza: Edelvives, 1990. El pequeño davirón, Anaya: Ma
drid, 1991. ¡Qué desastre de niño!, Madrid:
SM, 1992.
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ANA Ma MOIX
Lecturas en el balcón en primavera
por Ana Ma Moix
D iríase que, en los últimos años, la primavera va dejando de existir como es
tación para pasar a ser, simplemente, un súbito y fugaz preámbulo del verano. Antes —hace treinta, treinta y cinco años— la primavera llegaba lenta, y dejaba que el tiempo la transcu
rriera pausadamente. Era lo que, por naturaleza, ha sido siempre en nuestros climas: una pausa, un alto en el sucederse temporal del año para, atrás los enclaustramientos invernales, darnos un tiempo razonable de habituación para que la conmoción del cambio de vida estival —absolutamente
exterior— resultara menos violento y brutal. Los niños de entonces, los niños urbanos de hace más de treinta años, veíamos llegar la primavera desde el balcón. Porque entonces había balcones; los balcones existían. Quiero decir que se utilizaban como una estancia más de la casa. Y era una es-
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JAVIER VÁZQUEZ, EL CORSARIO NEGRO, MADRID: SM, 1990.
tancia frecuentada, sobre todo, por los niños. Los adultos solían salir al balcón, pero sólo eventualmente: a recibir el agradable impacto de la brisa que, se sabía, refrescaba a determinadas horas de las tardes preveraniegas; o a dejar vagar la mirada por los elementos que componían el perdido paisaje de la vida callejera. Pero quienes pasaban largas horas en los balcones eran los niños. Para ellos, el invierno terminaba cuando la vida doméstica emitía señales muy determinadas como la retirada de alfombras y de pesados cortinones, y, sobre todo, cuando se abrían los balcones y salir a leer, o a aislarse, dejaba de ser temeridad a juicio de los adultos.
Ignoro en qué rincón, en qué lugar de la casa, en qué espacio incontaminado de presencias ajenas aunque familiares, se aislan los niños y adolescentes de hoy. Ignoro si necesitan de esta práctica. Para los de entonces, constituía una necesidad. En estos aislamientos, hurtados a la convivencia, se crecía. Sólo, o casi sólo, se crecía durante esos retiros en los que la soledad era un imperio recién conquistado. Allí se leía, y las lecturas eran distintas de las efectuadas en el interior del habitáculo familiar, o del recinto escolar. Eran lecturas distintas, doblemente distintas: por un lado, a partir de cierta edad, la recién estrenada adolescencia se llevaba al balcón libros de la biblioteca de los adultos, libros no regalados, ni recomendados, ni pedidos, sino simplemente libros elegidos libremente por uno mismo, sólo al confuso e inquietante dictado del eco de algún comentario captado casi al azar; y, por otro lado, esas lecturas se realizaban a solas, completa
mente a solas, como en los años finales de la infancia y primeros de la adolescencia se imagina uno que se produce el amor, la muerte y el olvido: a solas.
El tiempo era otro en el balcón, se dilataba. Y, entonces, los minutos, las horas eran largas, indolentes, transcurrían sólo acompañadas por las manchas verdes de los árboles, abajo, en la calle, y aquellos ruidos que apenas existen ya. Los ruidos que anunciaban el verano; voces que llegaban aisladas, como de muy lejos, como ejercicios musicales que se repetían para un examen inminente. El tiempo era otro en el balcón, y nosotros también, inmersos en lecturas que nos estaban haciendo por dentro, de una determinada manera. Lecturas en las que se mezclaban Louisa May Alcott y el primer Dostoievski, Bécquer y Rilke, la pequeña Dorrit y los adolescentes de Pavesse, Salgari y Maupassant, la princesa de Eboli y Madame Bovary, Rubén Darío y Manrique, Guillermo y Hamlet... Sí, había primaveras especiales; había primaveras en las que se salía al balcón escondiendo un libro prohibido debajo de la bata escolar y quien lo abandonaba era ya un adulto. El tiempo, repito, era otro en el balcón, y en nosotros, porque lo marcaba el reloj de las lecturas furtivas, lecturas que nos iban haciendo, que iban conformando nuestro modo de ser, de pensar, de sentir. Dentro, en el interior de la casa, quedaban quienes creían estar educándonos, estar atentos a nuestro desarrollo físico y espiritual, estar moldeando un pensamiento, o, lo que es lo mismo, una máquina de creer, de opinar y de juzgar, cuando, en realidad, eran aquellas lecturas furtivas, llevadas a cabo fuera del recinto familiar, las que iban conformando lo que, con el tiempo, sería una persona.
Las lecturas, las verdaderas lecturas, eran las que se realizaban en el balcón, o en cualquier otro espacio ajeno al de los adultos. Aquellas lecturas, algunas de aquellas lecturas,
crecían en nosotros para, con los años, convertirse en un rasgo del propio carácter, en un tono de la propia voz, en un modo de ser lo que somos. •
Bibliografía (selección)
Baladas del dulce Jim, Barcelona: El Bardo, 1969.
Julia, Barcelona: Seix Barral, 1970. Ese chico pelirrojo a quien veo
cada día, Barcelona: Lumen, 1971.
Walter, ¿por qué te fuiste?, Barcelona: Barral, 1973.
A imagen y semejanza, Barcelona: Lumen, 1985.
Las virtudes peligrosas, Barcelona: Plaza & Janes, 1985.
Infantil-juvenil
La maravillosa colina de las edades primitivas, Barcelona: Lumen, 1976.
Mi libro de los... robots, Barcelona: Bruguera, 1983.
Miguelón, Madrid: Anaya, 1986. La Niebla y otros cuentos, Madrid:
Alfaguara, 1988. r~
La niebla y otros relatos Ana María Moix
PILAR MOLINA
Personajes de papel por Pilar Molina Llórente
M is primeros recuerdos de niña entremezclan el cuadrito
de sol que se formaba en el suelo del cuarto de estar con las canciones que tarareaba mi madre para dormir a mis hermanos, el olor a canela del arroz con leche que preparaba mi abuela con
los giros vertiginosos de los aullantes vencejos que pasaban rozando el balcón de mi habitación.
No recuerdo en cambio cuándo aprendí a leer. Por muy atrás que vaya en mi memoria no encuentro ese momento en el que se confunde la d con la b, se pregunta uno sobre la utilidad
de la h o de la u detrás de la q. Para mí leer es como andar o coger la cuchara. Me han contado que me enseñó mi hermana cuando yo tenía dos años y ella cinco. Que un niño de dos años aprenda a leer no tiene nada de especial. Si puede retener los nombres de más de treinta pitufos y distinguir-
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los por sus mínimas diferencias, también puede aprender y combinar unas letras. Lo verdaderamente asombroso es que una niña de cinco años enseñe a leer a otra de dos.
Mi casa estaba llena de libros. Había estanterías en todas las habitaciones, incluido el cuarto de baño. Había libros de pastas duras llenos de fórmulas y números, con dibujos y fotografías de piezas dentadas y extrañas herramientas. Había pequeñas novelas románticas y delgados cuadernillos policiacos, novelas del oeste, de terror, de humor, de aventuras, periódicos, revistas, tebeos...
Mi hermana leía todo lo que estaba a su alcance y cuando no lo alcanzaba ponía una silla. Quiero decir que a excepción de los libros de mecánica de mi padre, muchos de ellos en alemán, todo lo demás le interesaba. A mí no; yo leía los tebeos y los pies de las ilustraciones que más llamaban mi atención, pero lo que prefería era observar. Era tan interesante ver rascarse la cabeza a una mosca... seguir el camino del sol en la pared según caía la tarde... oír el ritmo del batir de los huevos para la tortilla... espiar cómo se comía la plancha las arrugas de la ropa... El mundo era fascinante y yo era consciente de ello. El cambio de los colores con las luces, los contornos y las líneas, las expresiones de las caras, los sonidos, los ruidos, lo permanente y lo cambiante, lo amable y lo desagradable, las ilusiones y las decepciones, lo relativo del tiempo... todo era para mí una experiencia digna de estudio y me hacía pensar.
Pensar y buscar respuestas a las mil preguntas de cada día era el ejercicio de mis noches sin sueño. Tenía miedo a dormirme, cuando estaba despierta podía controlar mis pensamientos y mis reacciones, pero en cuanto me dormía el miedo se apoderaba de mí y me hacía despertar sudando y con un temblor en todo el cuerpo. Es el miedo de los niños. Ahora que soy madre me doy cuenta de que en una u otra medida el miedo es el compa-
JOSÉ MARÍA PONCE, EL TESORO DEL LAGO DE LA PLATA, MADRID: ANAYA, 1991.
ñero de todos los niños hasta los diez años. En mi casa no se lloraba de noche ni se llamaba a mamá, ni mucho menos se encendía una luz. Nadie lo había hecho antes y era impensable pedirlo. No sé si mis hermanos llegaron a pasar tanto miedo como yo, pero nunca comentamos nada.
Mi hermana y yo jugábamos a los recortables con las niñas que vivían en el primero. Eran dos hermanas poco más o menos de nuestra edad que tenían una tía modista. Cada año, cuando la tía de nuestras vecinas renovaba sus figurines, nos regalaba los antiguos y nosotras recortábamos los que más nos gustaban. Algunas veces los pintábamos de colores, pero los lápices patinaban en el papel satinado y todo se teñía de un gris sucio. Otras veces jugábamos con recortables de verdad que comprábamos en el quiosco. Jugar a los recortables o a las muñecas es básicamente poner y quitar
vestidos: de playa, de invierno, para esquiar, el disfraz... pero nosotras no jugábamos así, los vestidos eran casi un estorbo para el desarrollo del juego. Nosotras creábamos personajes. Mi hermana conocía por los libros tantas aventuras y tantos ambientes que le era muy fácil crear misteriosos espías, enigmáticas chicas, malvadas institutrices, valerosos libertadores... Mi cultura no alcanzaba a tanto, mis personajes eran más inocentes, más simples, pero servían de ensayo para mis experiencias y mis conclusiones. No es lo mismo pensar en algo, que verlo reflejado en un individuo aunque éste sea de papel.
Algún tiempo después dejamos de jugar con nuestras vecinas y entró en el juego mi otra hermana, casi cuatro años menor que yo, que con su sentido del humor y su ingenio incorporó una serie de graciosos y burlones personajes.
Los recortables se convirtieron en el único juego que realmente nos entretenía. Nos sentábamos en el suelo y extendíamos nuestros papeles con formas humanas. A nuestro padre no le gustaba demasiado vernos todo el día tiradas en el suelo, charlando como loros y rodeadas de papeles, y un día, mejor dicho, una noche ocurrió una tragedia que a pesar de los años que han pasado, ni mis hermanas ni yo hemos olvidado.
Nuestros padres habían salido al cine. Solían hacerlo a menudo. El cine estaba muy cerca de casa y mi hermana era ya lo suficientemente mayor como para cuidar de nosotras. Además era muy responsable; siempre lo ha sido. Antes de acostarnos jugábamos un rato, pero aquella noche la aventura de nuestros personajes de papel era especialmente interesante y charlando e inventando se nos pasaron las horas sin sentir; ni siquiera oímos entrar a los mayores. Mi padre entró como una furia, nos mandó a la cama y haciendo una bola con todos nuestros recortables los tiró al retrete y tiró de la cadena. Fue una verdadera tragedia, así lo sentíamos nosotras. Estuvimos llorando con la cabeza debajo de las sábanas toda la noche.
En los días siguientes nos dimos cuenta de que no necesitábamos aquellos papeles para hacer vivir a nuestros personajes; sólo teníamos que hacerles hablar, contar entre nosotras sus aventuras. A partir de entonces nuestros juegos fueron hablar y leer. Mi hermana me enseñó los libros de los que habían surgido sus fascinantes personajes, me contó sus historias, me habló de los lugares y de los tiempos y me descubrió el mundo silencioso que se amontonaba en las estanterías de casa y que sólo esperaba que me aventurase por él.
Primero fueron las novelas del oeste con sus fantásticas descripciones de las praderas, los cañones y los espacios abiertos, mi padre tenía toda la colección de Zane Grey, y enseguida
PILAR MOLINA
las obras de Karl May, ya que el legendario Winnetou era el personaje favorito de mi hermana. Le siguieron las novelas policiacas y las de aventuras, Alian Poe, Julio Verne, Stanley Garner, José Mallorquí..., pero de aquella época hay unos personajes a los que recuerdo con un cariño especial, los de Diego Valor.
Diego Valor era un comandante interplanetario que acompañado por sus hombres paseaba su justicia y su código de conducta por el espacio. Luchaban contra los nombres verdes de Venus o contra los malvados habitantes de Marte. Visitaban satélites desconocidos donde habitaban monstruos y máquinas infernales siempre en defensa de los inocentes y de la paz de la Tierra. Era un tema nuevo para mí y además de leerlo en unos alargados cuadernillos de cómics que salían cada semana, podía oírlo todas las tardes dramatizado por el fabuloso cuadro de actores de Radio Madrid, otro de mis más queridos recuerdos. En Diego Valor había un personaje, Miguel Portóles, que me emocionaba de manera especial. Un personaje generoso, sereno, capaz de todo por fidelidad. El eterno segundo, que es desde entonces mi favorito en las novelas, películas y narraciones de todo tipo.
Buscando ese personaje llegué al Horacio de Hamlet, al Antonio del Mercader de Venecia, al Jonathan de la Biblia... y alrededor de ellos a un sinfín de personalidades capaces de sugerir otras muchas. Leer, imaginar, recrear o ver imágenes para recrear, imaginar y volver a leer. En resumen, buscar el fondo de cada personaje y la forma de cada historia y cuando no existe, crearlo. Lo verdaderamente apasionante de la literatura es, al menos para mí, crear personajes capaces de pensar y sentir por sí mismos, capaces de relacionarse unos con otros hasta formar un universo imaginario que a menudo alcanza proporciones reales. Personajes vivos en el papel. ¿Personajes de papel? •
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Bibliografía (selección)
Infan til-ju ven il
Ut y las estrellas, Madrid: Doncel, 1964.
El terrible florentino, Madrid: Doncel, 1973.
El mensaje de Maese Zamaoor, Madrid: SM, 1981.
Patatita, Madrid: SM, 1983. El parque de papel, Madrid: SM,
1984. Poemas, Madrid: SM, 1985. La visita de la condesa, Madrid:
Susaeta, 1987. El largo verano de Eugenia Mes-
tre, Madrid: Anaya, 1987. Aura Gris, Madrid: Bruño, 1988. El aprendiz, Madrid: Rialp, 1989.
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FACSÍMIL
Niñas de papel por Teresa Maña
L as niñas y jóvenes como protagonistas de los libros infantiles y juveniles no han tenido
gran preponderancia hasta que la novela moderna y los cuentos actuales les han hecho un lugar, junto a los protagonistas masculinos, como personajes individualizados, con sus problemas e inquietudes, con su mundo propio y distinto, desde la edad de la razón hasta la adolescencia.
Las «niñas de papel» que aquí presentamos pertenecen a épocas distintas y, por lo tanto, reflejan diversos modelos de protagonista. Desde la indómita Jo de Mujercitas (1868), a quien sermonea su hermana mayor: «Ya tienes edad como para dejar estos modales de golfillo y comportarte mejor, Josephine. No se notaban cuando eras una niñita, pero ahora que eres tan alta y llevas el pelo reco-
QUENTIN BLAKE, MATILDA, BARCELONA: EMPURIES, 1
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í!
3 t l
w
MABEL LUCIE ATTWELL, PETER PAN I WENDY, BARCELONA: JOVENTUT, 1935.
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FACSÍMIL
. • • * * '
BONI, CELIA. LO QUE DICE, MADRID: AGUILAR, 1952
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gracias a ello Se nOS Convierte en la LOLAANGLADA.MARGARIOA. BARCELONA: IMPREMTA ALTES, [1928]. J. TENNIEL, LAS AVENTURAS DE ALICIA, MADRID: ANAYA, 1984.
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FACSÍMIL
WILLIAM WALLACE DENSLOW, EL MARAVILLOSO MAGO DE OZ, MADRID: ANAYA. 1983.
más anticonvencional de todas las protagonistas, pues «así nadie la mandaba a la cama precisamente cuando más se estaba divirtiendo».
Otras tienen sus dominios en un mundo fantástico: Alicia (1865), que incluso duda de su condición de niña
cuando responde a la pregunta de la oruga sobre quién es; la maternal Wendy, compañera de Peter Pan (1906) «satisfechísima» de oficiar de madre de los niños perdidos; o la valiente Dorothy capaz de enfrentarse al Mago de Oz (1900) para volver a su
JILL, MUJERCITAS, BARCELONA: TORAY, 1982.
ciudad de Kansas. Es curioso observar cómo son las autoras las que sitúan a las protagonistas en mundos posibles y reales. Sus personajes se desenvuelven en un entorno social pre
ciso, ya sea conservador o progresist a . Por su parte, los autores, con la salvedad de Roald Dahl, tan sólo les han permitido a las chicas ser heroínas de cuento.
A pesar de que existan «niñas protagonistas» falta que este protagonismo se encarne en todo tipo de relato: no queremos solamente niñas poseedoras de poderes mágicos en narraciones fantásticas y jóvenes relatoras de diarios y escritos íntimos; nos gustaría también encontrarlas en las nove
las de humor, las policiacas, las de aventuras, en las de ciencia-ficción..., en fin, en cualquier historia que pueda tener un protagonista de carne y hueso. •
* Teresa Maná es bibliotecaria-documentalista de la Biblioteca infantil Santa Creu de Barcelona.
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MARÍA VICTORIA MORENO
M.V.M., una profesora feliz de serlo
por María Victoria Moreno
ni i
E sa señora a quien veis pa- (PES, que en gallego significa pies, Barcelona, Madrid y Lugo. En Bada-seando por «Las Palmeras» por culpa de Solana y los pesoés) de joz pasó la primera infancia, ajena a de Pontevedra, acompaña- Literatura Española en el Instituto de todas las miserias que padecía Espa
da de una perra llamada María Nica- Bachillerato «Gonzalo Torrente Ba- ña, en una casa bonita, con criadas, sia (Nica para los amigos) es María llester». niñera y coche. Y allí se hizo mayor, Victoria Moreno. Nació bajo el signo Desde Valencia de Alcántara (1941) a los dieciséis meses, con la llegada de de Tauro en Valencia de Alcántara hasta Pontevedra (1992) hay un largo una hermana mucho más guapa, mu-(Cáceres), y ahora es catedrática camino recorrido: Badajoz, Segovia, cho más fuerte y mucho más traviesa
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que ella. Después de esta hermana, que hoy es médico, y en intervalos muy cortos, llegaron dos hermanos, también más guapos, más fuertes y más traviesos, de los cuales uno es hoy abogado y el otro PES, pero está contento de serlo porque en Palencia esta palabra no alude a la parte de nuestro cuerpo que siempre toca el suelo y porque milita en el pesoé.
El recuerdo más vivo que M.V. guarda de esta época es ya de persona mayor: su hermana se cayó un día a la fuente del jardín y ella sufrió, tanto porque la vio en peligro de ahogarse como porque se sentía responsable del penoso accidente. Qué largo es hoy en el recuerdo aquel caminar desde la fuente hasta la casa sobre el reguero de agua que iba dejando la niña no ahogada, pero sí vociferante, en brazos de su padre.
La estancia en distintos pueblos de la provincia de Segovia empezó con la muerte del padre de M.V., que le hizo la faena de irse de este mundo cuando ella más lo necesitaba. Su madre, maestra que no había ejercido nunca, se puso a trabajar y entonces se supo en casa lo que era querer una cosa y no poderla tener. También entonces descubrió M.V. que nada de lo que se consigue con dinero vale realmente la pena y se creó su propio mundo de ensueño, donde la melancolía y la felicidad inefable formaban una síntesis tan perfecta que a veces llegaban a identificarse. Desde este mundo se mantenía ajena a las travesuras de sus hermanos y, sin haber salido de él, se mantiene hoy ajena a toda ambición.
Los años de Segovia coincidieron con los de Barcelona y Madrid. Segovia para las vacaciones, Barcelona o Madrid para el curso académico. En Barcelona hizo el Bachillerato, todo con sobresalientes, en un colegio de la Sección Femenina del que guarda el mejor de los recuerdos y donde descubrió el significado profundo de la amistad. La asignatura que más le gustaba eran las Matemáticas, porque
sólo había que entenderlas y daban poco trabajo, pero optó por las Letras debido a la admiración que despertaba en ella Rosa Julia, su profesora de Latín, que la dejó fascinada por el mundo clásico y por la Filología. Además, con las Matemáticas había pasado algo muy triste. La profesora explicaba no sé qué historia de los números consecutivos, y lo explicó bien, y M.V. lo entendió perfectamente. El problema surgió a la hora de poner ejemplos para demostrarlo, el 13 y el 427, el 83 y el 231, el 4 y el 9... Y nada, la cosa no salía. Entonces M.V, que siempre tuvo un corazón compasivo, vio que la pobre mujer estaba sufriendo y quiso echarle una mano. «Profesora —le dijo—, lo que usted ha explicado está muy bien, yo lo he hecho con el 13 y el 14, y sale. Pruebe con el 341 y el 342, ya verá.» Pobre M.V, nunca tal hiciera: fue insultada, expulsada de clase y suspendida. Pero hoy no recuerda este episodio con tristeza ni con rencor porque, mutatis mutan-dis, lo ha experimentado en otras ocasiones y ha llegado a la conclusión de que hay pobres personas que se defienden con las uñas o con los
DON QUIJOTE DE LA MANCHA, BARCELONA: LUMEN, 1989.
dientes porque les falta «eso» que hace ver la vida desde perspectivas más elevadas, más solidarias y benévolas.
En Madrid cursó Filología Románica, también con muchos sobresalientes. Allí descubrió que los tiempos de pobreza familiar, determinados por la muerte prematura del padre, no eran circunstancia exclusiva de su familia, sino el mal generalizado en un país destruido por una guerra y reprimido por una dictadura. Se sintió una privilegiada y despertó en ella el compromiso de compartir con los demás lo único que tenía, lo que había aprendido hasta entonces. Por eso, por las tardes, se iba a Entrevias a dar clase de Francés. Hacía el recorrido desde la Ciudad Universitaria en metro y a pie, vestía modestamente, pero iba limpia, oliendo a colonia y con un aire muy pedante. Un día sus alumnos se subieron a una barandilla y se orinaron sobre M.V. cuando más satisfecha salía de haber hecho bien su trabajo. La meada fue tal, que los orines llegaron a entrarle en la boca y pudo descubrir que su sabor es parecido al de las lágrimas o al del agua
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MARÍA VICTORIA MORENO
del mar, pero más amargo. Este episodio lo recuerda hoy con agradecimiento, como una buena y difícil lección que, después de asimilada, le ha ayudado a ser la buena profesora que cree haber sido desde que se vio por primera vez en un Instituto y ante unos alumnos que esperaban de ella cualquier cosa menos el aire de superioridad. También en Madrid conoció al que es su marido desde 1963, un compañero de la Facultad, ciego, diez años mayor que ella, que tocaba maravillosamente el piano y al que reconoce deberle muchas cosas, entre ellas el haberla traído a vivir a Galicia.
Acabar la carrera en junio, casarse en julio, empezar a trabajar como profesora interina en octubre y sacar la primera oposición que convocaron fue todo uno. Así se vio M.V. en Lugo, donde descubrió el peor clima y la mejor gente de toda Galicia. Por aquel entonces sólo había en la provincia dos Institutos, ambos en la capital, y los alumnos libres se contaban por miles. Procedían todos del medio rural y llegaban asustados, tanto que suspendían más por el miedo que por la ignorancia. Xesús Alonso Montero, que era el catedrático y, por lo tanto, el jefe de M.V., los recibía ha-blándoles en gallego y se producía el milagro: aquella multitud tensa respiraba hondo, se relajaba y aprobaba la Lengua Española. Al ver esto M.V. se dijo: «Ésta es tu alternativa: o trabajas para Galicia, y eso se hace en gallego, o te vuelves a la meseta». Y se quedó en Galicia, donde espera ser cristianamente enterrada cuando le llegue su día.
El encuentro de M.V. con los libros, con lo que debe entenderse por libros en el buen sentido de la palabra, fue tardío, aunque es cierto que los amó precozmente como objetos, es decir, como los aman hoy quienes los compran por metros para decorar estancias. Sus preferidos eran el Misal de su madre y el Medina y Marañan (un compendio de leyes civiles, mercantiles y penales) de su padre. ¡Qué sua
ve la piel, qué delicado el papel, qué bonitos los cantos dorados! M.V. percibía el mundo a través de los sentidos, no por la letra impresa, y no le gustaba leer, ni rezar el Rosario, ni escuchar a Beethoven. Era consciente de que esto estaba mal, pero no podía remediarlo. ¡Qué asco los fabulistas del xvm —A un panal de rica miel / cien mil moscas acudieron / y por golosas murieron / presas de patas en él— y qué divertido ver las moscas vivas, afanándose con sus manitas en «hacer calceta» o «jugando al caballito»! Leyó el Quijote entero a los doce años y no se rió ni siquiera con la historia de Pentapolín del Arremangado Brazo y Alifanfarón de la Trapobana. Antes bien, se quedó con el corazón encogido y no se tranquilizó hasta que no vio al pobre viejo cuerdo, muerto y sosegado. En este mismo tiempo también cayó en sus manos Le petit
Bibliografía Infantil-juvenil
Mar odiante, Sada (La Coruña): Castro, 1970.
Literatura século xx, Vigo: Galaxia, 1985 (en colaboración con Xesús Rábade).
A brétema, Vigo: Galaxia, 1985. (Existen versiones en catalán y castellano.)
Leonardo e os fontaneiros, Vigo: Galaxia-SM, 1986. (Existe versión en castellano.)
A festa no faiado, Vigo: Galaxia, 1986. (Existen versiones en arañes, catalán, castellano y vasco.)
Anagnorise, Vigo: Galaxia, 1988. (Existe versión en castellano, en Pirene.)
O cataventos, La Coruña: Sotelo Blanco, 1989. (Existe versión en catalán, en Publicacions de 1'Abadía de Montserrat.)
prince, en francés, en una edición sin piel suave, sin papel delicado y sin cantos dorados, y se produjo el milagro: ¡eso era un libro! Una hermosa mentira que hacía reír, pensar y llorar apaciblemente. Una palabra detrás de otra en perfecta armonía. Infinidad de verdades tan discretas que se escondían tras la ficción del argumento. ¿No había más libros así, para ser feliz leyéndolos?
Desde este momento M.V. ha leído todo lo que ha podido, ha intentado que lean sus alumnos, que lean sus hijos y que lean sus lectores. De todos modos, hay libros que se le caen de las manos y, entre Beethoven y Alberto Cortez, se queda con este último para una tarde de lluvia. Y no ha encontrado mejor tratado de amor que el capítulo XXI de Le petit prince, el que empieza diciendo: «C'est alors qu'apparut le renard...». •
Meo e minos, Santiago de Com-postela: Consellería de Cultura de la Xunta de Galicia, 1989. SOS, Santiago de Compostela: El Correo Gallego, 1992. Querida avoa, Vigo: Ir Indo (colección Contos do Castromil), 1992.
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LOURDES ORTIZ
Los ganglios por Lourdes Ortiz
D ^ X endita la enfermedad infan-
1 til que me dio ojos para leer wmJ y tiempo para entender.
Benditos aquellos insoportables cuatro o seis —no es mi memoria la que cuenta, sino la de ellos— meses de cama, recién cumplidos los cuatro años, que sirvieron para que la lectu
ra se convirtiera en hábito y luego en vicio. «Te vas a quedar ciega», decía luego mi madre, cuando la niña de ocho o nueve años que yo era bebía las letras y saltaba del TBO a la Pequeña Lulú, de Florita a los cuentos de hadas, y de Alcázar y Pedrín al pato Donald. Tebeos y tebeos compra-
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dos en el quiosco de la Puerta del Sol al señor Pepe, que almacenaba tesoros y tentaba: «Ha llegado Super-man», «No te llevaste el Florita del jueves».
Ganglios de los cuatro años con el fantasma de la tuberculosis notando aún en aquellos años —finales de los
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cuarenta— con la llegada milagrosa de la penicilina. El abuelo con las tartaletas de Lhardy, las «Reinas» de nata y puntitos verdes y toneladas de cuentos sobre la cama. Primero la lectura en voz alta, la repetición: «O-tra-vez, léemelo otra vez», y luego poco a poco la sorpresa de cada letra... la m con la a, la c con la o y las primeras sílabas que eran todavía cantinela ininteligible. No había televisión. Diez o quince años más tarde un niño que tuviera que guardar cama habría sido enchufado al televisor. Yo fui conectada a las letras, a aquellas manchi-tas sobre la página en blanco que, al unirse, se llenaban de sentido y creaban un rompecabezas que iba poco a poco ordenándose para meterle a una en la aventura y en la maravilla.
Príncipes y princesas. O niños y niñas, picaros y traviesos, que rompían el orden y lo ponían en entredicho. De la Pequeña Lulú, sabionda y marimandona, a Antoñita y Guillermo. Y siempre, al lado, esos príncipes lánguidos de cinturita de avispa que elegían invariablemente a princesas rubias de mejillas rosadas con aquellos dibujos de Pascual, o algo así, donde los personajes parecían levitar en un mundo hecho de sueños y de castillos que siempre coronaban montañas y remataban en agudos pináculos. El bien y el mal. Soldaditos valerosos, jóvenes intrépidos, muchachos sin fortuna que cruzaban mares y vencían retos, trampas varias de malvados y deformes monstruos para llegar al casamiento placentero, al comieron perdices por los siglos de los siglos de la buena niña de mirada candida, que triunfaba invariablemente frente a hermanastras ambiciosas o coquetas. Toda una ideología de esfuerzo y de virtud recompensada, de inteligentes mozalbetes que, como David, siempre engañaban al Goliat de turno y suplían con habilidad y bondad su pobreza o sus pocos años; viejecitas al borde del camino que ofrecían capuchas invisibles; genios malos y genios piadosos que planteaban dilemas por
LOURDES ORTIZ
resolver; reyes magnánimos que guardaban entre cojines a princesas de cristal, frágiles, que eran atisbadas tras la celosía por el intrépido galán; doncellas saltarinas que aturdían al viajero con sus danzas y sus cabellos de plata; manjares delicados en mesi-tas de vidrio o de maderas orientales... frutas olorosas que destilaban jugos, y manjares exquisitos; y al otro la cabana maloliente, el pajar, el duro esfuerzo de un trabajo sin apenas recompensa. Una escalada social imprevisible que podía resolverse a costa de milagros y sortijas de oro: peces que guardaban diamantes, gallinas ponedoras infatigables. Pobreza y riqueza. Holgazanes impenitentes que abandonaban la azada y el hacha en busca de la aventura y del posible ascenso, y padres temerosos que fomentaban el ahorro y la previsión y encogían los hombros en un desalentado «Todo es posible».
Un universo escindido de buenos y de malos, de ricos y de pobres, donde toda virtud tenía al fin su recompensa y donde la buena-buena conseguía al príncipe de los sueños que de golpe accedía a la corona y al lecho deseado; lecho que era así símbolo de todos los bienes: la doncella virginal era portadora de la gracia, de la riqueza y del poder supremo, encerrando toda una dialéctica compleja del deseo.
El deseo: bien que se hurta y se anhela, más apetecible y sugerente cuanto más distante y más difícil. El amante en pos de una quimera. Allí, lejana, intocada y hurtada a la mirada de todos, espera ella, una ella a la que ni siquiera se conoce, a la que se ha visto como de pasada tras unos cortinajes o un velo. Flechazo que azuza la pasión y lleva a la búsqueda. El amor era así recorrido azaroso, bordado en las trampas y los desafíos, en los rechazos y los desprecios. Muchas veces era ella, la princesa altanera y casi frígida, la que ponía las duras pruebas, la que hacía enfrentarse a los amantes y a los postulantes a su mano
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en una loca carrera de pruebas por pasar, de retos que vencer, montes que escalar, lagos y selvas que atravesar. «Sólo el que consiga...» Y es sólo el reto y el desafío el que mueve al amante, el que le encela, le mantiene en vilo: apenas dos palabras cruzadas, un rostro entrevisto, una mano que se levanta tras las gasas, un cuerpo oculto y adivinado tras las ropas de campesina o los tules. Un premio al mejor postor. Pero nunca es el dinero el que vence, sino el riesgo y el ingenio o la bondad. Príncipes de lejanos reinos que compiten y ofrecen espléndidos regalos; fastuosos séquitos con suntuosos ropajes que acuden a la lid con el pretendiente ufano a la cabeza. Pero el amor no se dejaba rendir por los brocados o las monedas de oro, los cofres llenos de joyas o los pájaros exóticos. El amor, insobornable a las prebendas y al lujo, aguardaba y se fortalecía precisamente en esa espera. «Uno ha de llegar que...», y ese que llega al fin es casi siempre el menos esperado: el mendigo que era príncipe y ocultaba sus galas, el joven carpintero, el leñador, el hijo más pequeño de la familia campesina más desheredada y que sólo tenía su ingenio y sus manos para sobrevivir. Triunfaba la inteligencia que iba unida invariablemente a la belleza. Bello, bueno y verdadero. Esa tríada socrática que reaparece una y otra vez y que ha modelado nuestra sensibilidad y ha conformado nuestros más profundos anhelos.
Princesas ya para siempre a la espera del príncipe encantado, del buhonero habilidoso, del noble leñador o del intrépido soldado de fortuna. Una educación sentimental. Luego los psicólogos analizan los cuentos y nos dicen que de algún modo recogen el inconsciente colectivo y lo traducen. Traducen el deseo, el palpito amoroso, la búsqueda incansable, la Pérdida. En cualquier caso, sean los cuentos producto o no de los más viejos movimientos del corazón y del alma, son también generadores de modelos,
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JOHN D. BATTEN, MÁS CUENTOS DE HADAS CÉLTICOS, PALMA DE MALLORCA: J.J. DE OLAÑETA, 1988.
modos de entender la realidad. Ellos, esos cuentos de hadas, crearon un fondo ya para siempre inalterable de expectativas en la niña que yo era, en las niñas que somos y que seguimos arrastrando con nosotras, como fardos ligeros, en la edad adulta. Princesas altaneras o silenciosas, llenas de brío o sumergidas en la calma, que aguardan al jinete del caballo blanco que ha de sacarlas/sacarnos del letargo, del largo sueño con un beso en los labios. Bellas durmientes a la espera del caballero que no necesariamente ha de lucir galas y que puede esconderse tras unos ojos azules, vislumbrados tras la capucha de burda tela. Bueno, bello y verdadero. Eternos adolescentes que han de salvarnos de las fauces del dragón o del infatigable aburrimiento. Princesas combativas a veces, desdeñosas, guerreras pero dóciles al fin, doblegadas cuando el amor, venciendo obstáculos sin cuento, llama a la puerta. Cuanto más duras, más vencidas, cuanto más desdeñosas más entregadas.
Y más tarde los modelos igualitarios, rebeldes. Niñas metementodo, Lulús controlando al bobo de Tobi, Antoñitas ingeniosas, o esa Jo, mu-jercita varón, dispuesta a escribir y a luchar como un hombre.
Y luego el sobresalto, esa noche para siempre marcada en la memoria —¿doce, trece años?— en que Jekyll despierta y nos descubre a Hyde, introduciendo la ruptura, la perplejidad y el miedo en un mundo hasta entonces ordenado y maniqueo. El mal dentro de uno, acechando jovial. Hyde juerguista y amoral, demoledor y terrible. La infancia desgarrada. Aquellos temblores del doctor, los sudores y la espeluznante confesión al amigo. Sudores de la niña que descubre la violencia y el mal encarnado, en un monstruo que alardea de serlo, que puede vencer y que encima parece divertirse. El mal y el bien fundidos en el venerable doctor y todo un universo hasta entonces oculto de caminos insospechados por recorrer. No hay príncipes valientes, gallardos policías supermanes nobles, sino seres escindidos que llevan en sí la semilla de un doble rostro. Hyde producía escalofríos, repelente y deforme, pero al mismo tiempo era seductor, atractivo, un canalla simpático contra el que apenas puede hacer nada el bonachón de Jekyll.
Y todo por unos ganglios tempranos, por una larga enfermedad y un cuidado atento: «Mira... verás, estáte quie-tecita: te voy a contar un cuento...». •
Luz de la memoria, Madrid: Akal, 1976.
Picadura mortal, Madrid: Sedmay, 1979.
Las murallas de Jericó, Madrid: Hiperión, 1980.
En días como éstos, Madrid: Akal, 1981.
Urraca, Madrid: Puntual, 1983. La caja de lo que pudo ser, Ma
drid: Altea, 1983. Arcángeles, Barcelona: Plaza & Ja
nes, 1986. Luz de la memoria, Madrid: Akal,
1987. Los motivos de Circe, Madrid Dra
gón, 1988. Camas, Madrid: Temas de Hoy,
1989. Antes de la batalla, Barcelona:
Planeta, 1992.
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CRISTINA PERI ROSSI
El deseo por Cristina Peri Rossi
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L lamó a la puerta una tarde de verano, a la hora de la siesta, cuando todos dormían. Las
calles estaban desiertas, castigadas por el sol, se escuchaba el chillido de las chicharras en los árboles y el hormigón reverberaba, duplicando el borde de las cosas, como una lente de
formante. Entonces, en Montevideo, a los mendigos los llamaban bichico-mes. Le pregunté a mi madre qué quería decir la palabra y me dijo que eran tan pobres que comían bichos. La explicación me impresionó, porque a mis escasos seis años, bichos eran los insectos: las hormigas, los mosquitos,
las luciérnagas y las lombrices. Yo comía todos los días carne de vaca, pero la vaca no era un bicho: era un animal. Una infinita piedad me invadió hacia los comedores de bichos, que, en su indigencia, no llegaban a comerse a un verdadero animal.
La hora de la siesta, cuando todos
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J. JUNCEDA, LES MEMÓRIES DE MARÍA VALLMARÍ, BARCELONA: BAGUNYÁ, 1937.
dormían, era el tiempo de la libertad y de la fantasía. Liberada de la presencia de los adultos, llenos de leyes, de normas y de prohibiciones, me sentía una exploradora, una investigadora, dispuesta a conocer el ancho mundo, y a hacer frente a los riesgos y peligros de tal empresa. Por eso, no
vacilé en abrir la puerta: corrí presurosa, dispuesta a dejarme sorprender por lo que fuera, maravilloso u horrible, pero siempre nuevo y desconocido. Los adultos dormían, y eso me permitía abrir la puerta sin precauciones, con espíritu de verdadera libertad, es decir, sin saber con quién me
encontraría. El hombre que había llamado era un bichicome. Se trataba del primer bichicome de mi vida; si había visto algún otro, fue de lejos y vagarosamente. Abrí la puerta con firmeza y lo vi, de lleno en el umbral: el cuerpo cubierto de harapos, unos papeles grises y sucios en el lugar de los zapatos, el rostro repleto de arrugas, las manos con costras y manchas oscuras. No era muy alto, tenía unos bellos ojos celestes y una expresión triste, desamparada, que me conmovió. Yo no conocía entonces la palabra depresión ni la palabra melancolía, pero la intuición me servía para entender, antes del lenguaje.
El hombrecito me miró (si aquella manera desvaída de posar los ojos celestes, acuosos podía llamarse mirada) y con un hilo de voz, tenue, me pidió:
—¿Tiene un yesquero1 viejo? Estaba acostumbrada a que los
mendigos del portal de la iglesia o los que esperaban turno para comer o dormir en el Hogar de la Caridad pidieran monedas, y en mi casa, de emigrantes pobres, siempre se practicaba la caridad, pero jamás se me había ocurrido que un mendigo pidiera un yesquero viejo. Comprendí la firmeza de su deseo: algo que podía representarse y luego nombrarse; eso, y ninguna otra cosa del mundo.
Rápidamente me volví a la casa, dejando al bichicome en el umbral, con la puerta abierta, porque comprendí, también, que los deseos más fuertes son urgentes, imperiosos. No le dije nada: me volví como quien ha entendido su misión y la cumple con convicción. Sin embargo, mi voluntad de satisfacer el deseo de ese hombre enjuto y deprimido chocaba con una limitación: ¿dónde podía encontrar un yesquero viejo? A esa hora, mientras todos dormían, yo estaba acostumbrada a sostener una relación personal, intensamente subjetiva con el espacio, los muebles y los objetos de la casa; podía decir cuántos relojes había, a qué hora sonaban y dónde es-
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taban, podía decir dónde se guardaban las bobinas de hilos de colores, los frascos de perfume y las alfombras de invierno, así como los potes de mermelada casera y los melocotones en almíbar, pero lo cierto era que yesqueros viejos no había en toda la casa, o por lo menos, yo no los había visto. Mientras volvía, presurosa, al interior de la casa, con su gran claraboya abierta, por el calor, recordé que mi padre fumaba, y por tanto, debía de tener algo así como un yesquero. Pero mi padre guardaba las cerillas o lo que fuera en sus bolsillos, y además, a esa hora, no estaba en casa. Bien: yo sabía que un cajón de la alacena, en el comedor, era de uso exclusivo de mi padre: allí guardaba los mazos de barajas, sus gafas para leer, los lápices de dibujo, y, quizás, pensé, con esperanza, algún yesquero viejo. Decidí saltarme la prohibición de abrir ese cajón y hurgar, pero algo en mi interior me decía que la búsqueda era inútil. De paso, mientras buscaba el yesquero viejo, iba acumulando en una bolsa todo lo que me parecía útil y aconsejable para la vida del bichi-come: seguramente, pasaba hambre, de modo que metí en la bolsa todas las naranjas que encontré (mi madre decía que eran ricas en vitaminas), un gran trozo de queso, otro de jamón, varios limones, plátanos, el resto de una tarta de manzanas, una botella de licor, los calcetines que mi madre guardaba para remendar, varios pañuelos y todas las monedas de mi alcancía. Pero la tarea de recolectar ansiosamente comestibles y utensilios para el bichicome, era secundaria: yo, en realidad buscaba, aunque cada vez con menos esperanza, un yesquero viejo.
Revolví el cajón de la alacena con el furor de un ladrón que busca una sola, exclusiva pieza, pero fue en vano: allí no había ningún yesquero viejo. Robé, en cambio, una navaja de múltiples usos que me pareció imprescindible para la vida de bichicome. Me dirigí, algo desalentada, a la co-
CRISTINA PERI ROSSI
ciña: encontré varias cajas de cerillas, nada más. Pero debí de hacer ruido en mi búsqueda, porque de pronto escuché que en la habitación de los mayores comenzaba el movimiento.
Sin yesquero, pero cargada con todo lo que había podido reunir en mi vertiginosa exploración me dirigí a la puerta. Allí, pálido, silencioso, humilde, el bichicome esperaba.
—No encontré un yesquero viejo —me disculpé, atropelladamente—, pero en cambio, le he traído otras cosas —agregué, y abrí la bolsa.
Los plátanos asomaron su torso, el queso y el jamón lanzaron su denso olor, la tarta su aroma más dulce, y la navaja lucía sus múltiples brazos, pero el bichicome miró todo aquello con desilusión.
—¿No hay un yesquero viejo? —insistió el hombre, sin recoger la bolsa que yo le ofrecía—. Otras cosas no quiero —agregó.
Me quedé pensativa un instante. En ese instante comprendí vertiginosamente más sobre el deseo que años después, en los libros de psicología.
—Intentaré encontrar uno —le dije—. Vuelva mañana.
Yo tenía tan pocas esperanzas de encontrar un yesquero viejo, como él, y eso me desalentaba un poco (¿por qué la gente arrojaba a la basura sus yesqueros viejos, sin saber que alguien, un alguien cualquiera podía desearlos tan intensamente?), pero si algún día conseguía hacerme con uno, se lo iba a dar a ese hombre, como quien comparte un secreto. •
Notas 1. Yesquero: mechero antiguo, provisto de una pequeña piedra, la yesca. (N. de la A.)
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La nave de los locos, Barcelona: Seix Barral, 1984.
La tarde del dinosaurio, Barcelona: Plaza & Janes, 1985.
Europa después de la lluvia, Madrid: Fundación Banco Exterior, 1986.
Una pasión prohibida, Barcelona: Seix Barral, 1987.
La rebelión de los niños, Barcelona: Seix Barral, 1988.
Cosmoagonías, Barcelona: Laia, 1989.
El libro de mis primos, Barcelona: Grijalbo, 1989.
El museo de los esfuerzos inútiles, Barcelona: Seix Barral, 1989.
Babel Bárbara, Barcelona: Lumen, 1991.
La última noche de Dostoievski, Madrid: Grijalbo-Mondadori, 1992.
MARTA PESSARRODONA
Alguna vez ámbar por Marta Pessarrodona
M i infancia no es un patio con limoneros, sino una terraza
de un segundo de una casa reconvertida en pisos de cierto Manchester catalán, Terrassa, parte de la Fábrica de España, como también se conoce a Cataluña. Era una terraza trasera, que
daba a una especie de lago en la distancia, propiedad de la compañía de aguas de la ciudad en que llegaban cada día ciertos Rocco y sus hermanos, lo que veía muy bien cuando iba a comprar el periódico de la tarde para mi padre a la estación de Renfe, a unas dos manzanas de casa. El pe
riódico era el Noticiero Universal, conocido como el «Ciero», hoy desaparecido. En casa había tan pocos libros, digamos serios, como muebles antiguos o joyas familiares, porque mi padre era el menor de tres hermanos, huérfano desde la adolescencia, soldado —con graduación— república-
MARTA PESSARRODONA
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J. JUNCEDA, AVENTURES EXTRAORDINARIES D'EN MASSAGRAN, BARCELONA: BAGUNYÁ, 1910.
no, atravesado de bala en el frente de Aragón, que había conocido a mi madre, también republicana, en un permiso militar, allá por 1938, sin ocu-rrírseles nada mejor que casarse en 1940 y aparecer yo al año siguiente y reglamentario. Los orígenes de mi madre eran humildes casi y siempre he tenido la impresión de que mis padres empezaron de cero. Y empezaron en aquella ciudad de provincias textiles
por el repelús de mi padre a la gran ciudad, en su caso Barcelona, una fo-bia que no he heredado. Sin embargo, mis padres eran ávidos lectores, lo que tal vez explique que a los tres años, cuando después de una pataleta conseguí que me mandaran a una escuela, ya supiera leer. Se trataba de una escuela municipal, en la que pasé sólo un curso, un edificio que es hoy mi colegio electoral, porque nunca he
querido perder mi campamento provinciano. Al paso de los años no sólo sabría leer sino robar los libros que mi madre escondía de mi alcance, en especial de Somerset Maugham y Cecil Roberts y, más especialmente aún, el porno dur de la época: una novela inglesa titulada Por siempre ámbar. No recuerdo ahora el nombre de su autor, ni los pecados que cometí después de su lectura, aunque quizá sea respon-
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sable de mi creencia de que el adulterio es muy creativo, aunque por culpa de Simone de Beauvoir, técnicamente, nunca haya podido practicarlo.
En esta infancia próxima al líquido de la compañía Mina Pública de Aguas de Terrassa —«Tarrasa» en la época del «hable usted cristiano» de los estancos locales, que coincidió con mi infancia— me aficioné muy pronto a la revista Chicas, porque tenía más texto que las otras, mientras mi madre honraba mis festejos —santo, cumpleaños, Reyes Magos— acompañando la bicicleta o los patines de una novela de Josep Maria Folch i Torres, mientras en el desván (nuestro piso tenía una trampilla y desván), donde a la menor excusa pasaba horas, había encontrado una libreta verde de mi madre con poemas. Mi madre rezaba —y reza— en catalán, mientras que mi abuela materna lo hacía en castellano, producto ambas de los avata-res de la sociedad catalana, que tan directamente han repercutido en la es-colarización. También yo soy producto de tales avatares, algo que vi muy claro cuando decidí, allá por los sesenta, ser una escritora catalana. En los ratos libres, me leí unas siete veces la gramática de Pompeu Fabra, mientras pasaba, como lectora catalana, de Folch i Torres a Salvador Es-priu, sin transición. Mi carrera literaria, por otra parte, debió de empezar hacia los cinco años, porque recuerdo una vacilación a los seis años, en que la amabilidad de una enfermera, que atendía al médico que me extraía las amígdalas, me hizo pensar en la posibilidad de dedicarme a la enfermería en vez de a la literatura, cuando fuera «mayor».
Junto al ya mentado Folch i Torres, mis lecturas consistieron en parte de la literatura universal, abreviada, de una colección con ilustraciones (no recuerdo la editorial) que en la memoria se me aparece verde: Los viajes de Gulliver, Robinson Crusoe, etc. Y más abreviada aún en los libritos de rega
lo del restaurante barcelonés Les 7 Portes, donde recalaba con los papas en los periódicos desplazamientos a la capital, Barcelona. Mientras, padre y madre seguían enfrascados en Somerset Maugham y las guerras (Civil española y Segunda Mundial), alternadas con Carmen de Icaza (madre) y novelas policiacas y del oeste (padre). Recuerdo mejor a Maugham, publicado por José Janes, en traducciones de un tal Carlos Ribalta que con el tiempo supe que se trataba de un Caries Riba que intentaba paliar la miseria que se cernía por los años cincuenta sobre todo escritor catalán. También a la Icaza de lectura materna, pero estoy de acuerdo con Esther Tusquets quien, en la cúspide de mi furor por Virginia Woolf y el Grupo de Bloomsbury, diluyó mi entusiasmo por Orlando y su génesis y su musa con «Desengáñate, aquí habría sido un romance entre la Duquesa de Alba y Carmen de Icaza». Por otra parte,
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a pesar de un fuerte Edipo, sólo he leído a Chandler y Hammett por lo que se refiere a novela policiaca, y ninguna, creo, del oeste. Pero, a partir de 1967, pasé por un período de Guerra Civil española (Hugh Thomas, Gabriel Jackson, etc.) y, a partir de enero de 1984, inicié una etapa de guerras mundiales en el Unter den Linden berlinés que aún no ha tocado a su fin.
Me pregunto qué juegos practica mi propia memoria sobre mi biografía, pero tengo la impresión de una infancia sin libros propiamente infantiles, de la misma manera que detestaba jugar a muñecas, aunque sus vestidos me sirvieran para vestir a mi perro de la época, de nombre Darling, junto a mi amiga ídem, María, una austríaca refugiada en una familia del vecindario. Cuando en el verano de 1957 pasé mi primer verano en el extranjero —Francia— y leí las tres primeras novelas de Francoise Sagan y Les Fleurs du Mal, de Charles Baudelaire, supe que había encontrado por fin mi verdadero ámbar. •
Bibliografía (selección)
Vida privada, Barcelona: Lumen, 1973.
Memoria i, Barcelona: Lumen, 1979.
Tres dies que van sotraguejar el ré-gim franquista (teatro), 1982.
Pessarrodona: Obra poética, Barcelona, Malí, 1984.
Berlín Suite, Barcelona: Malí, 1985.
Les senyores-senyores ens els triem calbs, Barcelona: Abitar, 1988.
Homenatge a Walter Benjamín, Barcelona: Columna, 1989.
Patir, passió, «pastiche» (Abans la fundó) (teatro), 1990.
CARMEN DE POSADAS
Soñar con lo probable por Carmen de Posadas
rv-— ^ # ca soñé con ser escritora.
m^^^ Ni siquiera en la infancia, que es la época de los grandes sueños, tal vez porque siempre he tenido la supersticiosa creencia de que desear algo muy querido estropea las posibilidades de conseguirlo. Pero existe
además otra razón por la que nunca me he atrevido a elucubrar sobre un futuro lleno de glorias literarias y es esta que a continuación comento.
De niña soñé sí, y muchas veces, con ser arqueólogo submarino y descubrir los últimos vestigios de la escondida Atlántida. También he pa
sado noches enteras realizando galácticos viajes para visitar una estrellita muy brillante que está justo a la izquierda de la Estrella Polar. Y han sido muchas las mañanas en las que he amanecido en la Isla de la Tortuga charlando con el capitán de piratas Gustav Flint. Pero una cosa es dejar
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volar la imaginación por el terreno de lo imposible y otra muy distinta aventurarse a soñar con lo probable.
Recuerdo que cuando tenía siete u ocho años conocí a un muchacho que tenía admiradas a sus hermanas menores por lo bien que nadaba a crawl. La cosa no tendría nada de extraordinario si no fuera por el pequeño detalle de que el joven en cuestión nunca había osado meterse en el agua más allá de la rodilla y que sus artes natatorias las desarrollaba preferentemente... a la hora de dormir, sobre la cama de sus padres. Siempre me impresionó esa historia y la recuerdo, no por lo ridículo de la situación sino por lo que supone de autoengaño.
Pienso —y lo pensaba ya entonces, pues he debido de ser una niña muy poco novelera— que cuando algo es probable, soñar con ello no es una actitud positiva. Cuando algo es probable, es decir, cuando depende del esfuerzo o la perseverancia —como llegar a ser un buen nadador de crawl,
J. JUNCEDA, LA ISLA DEL TESORO, BARCELONA: SEIX BARRAL, 1924.
por ejemplo—, de nada sirve fantasear y nadar en seco, hay que tirarse al agua e intentarlo de verdad.
Quizá pueda parecerle al lector poco romántica esta postura. Incluso es posible que alguien piense (y tal vez con razón) que una persona a la que no le gusta soñar, difícilmente puede dedicarse a escribir, pero lo cierto es que yo nunca me he atrevido a engañarme a mí misma soñando cosas probables. Pienso a veces que a tal circunstancia se debe también el hecho de que todo lo que yo escribo en mis cuentos de niños es definitivamente improbable que ocurra, por no decir imposible. Las historias que a mí me gustan tratan de animales que hablan, vientos huracanados que tienen aspecto humano o familias que encuentran alfombras mágicas en el desván, porque los cuentos son sueños y los sueños más bonitos son siempre imposibles. En cuanto a la realidad, los anhelos e ilusiones que me gustaría conseguir, lo cierto es que prefiero írmelos construyendo pasito a paso, con los ojos abiertos, no sea que dé algún traspiés y me vea, como la lechera del cuento, con el cántaro roto y la leche derramada. Horriblemente pragmática que es una, supongo. ¿O será tal vez que aún siento esa necesidad infantil de que nada disturbe los sueños, ni siquiera los anhelos? •
Bibliografía (selección)
Yuppies, jet-set, la movida y otras especies, Madrid: Temas Hoy, 1987.
El síndrome de Rebeca, Madrid: Temas Hoy, 1988.
Infantil-juvenil
Una cesta entre los juncos, Madrid: SM, 1978.
El cazador y el pastor, Madrid: SM, 1979.
El chico de la túnica de colores, Madrid: SM, 1979.
El niño de Belén, Madrid, SM, 1979.
El señor Viento Norte, Madrid: SM, 1983.
Kiwi, Madrid: SM, 1987. Hipocanta, Madrid: SM, 1987. El mercader de sueños, Madrid:
Alfaguara, 1990.
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SOLEDAD PUÉRTOLAS
Tiempo de leer por Soledad Puértolas
A ntes de nada, quisiera determinar el momento, el tiempo de la lectura.
¿Cuándo leía yo?, ¿a qué hora del día?, ¿leía, tal vez, más en invierno, ya que el frío, al obligarnos a no salir de casa, es más propenso a esas horas solitarias que pueden ser el origen
de la lectura? Rememoro... Los largos días del invierno, tras las inacabables jornadas escolares; la vuelta a casa, la merienda, un poco de estudio; caer, al fin, sobre la cama e imaginar cosas agradables, cosas en color, halagadoras, a veces un poco peligrosas, físicamente peligrosas, moralmente
peligrosas... No, desde luego, no había tiempo para la lectura durante los días de la semana, incluido el sábado, un día como otro cualquiera, un día que había colegio. Leía los domingos por la mañana, al despertarme. Todavía era pronto, quedaba un rato antes de empezar a pensar en levan-
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tarme y vestirme, arreglarme para ir a misa. Había dejado el libro sobre la mesilla de noche, la chaqueta de lana sobre la butaca. Y en el cuarto ligeramente desordenado por la ropa del día anterior (pero ya no estaba el uniforme oscuro, amenazante, sobre la silla), y ya iluminado por el eterno sol de los domingos zaragozanos, recostada en la almohada doblada en dos, abría el libro. En la cama de al lado, mi hermana ya leía, o tal vez dormía toda
vía y enseguida se despertaría y, casi sin hablarme, se pondría a leer. Y creo que yo hablaba de vez en cuando, interrumpiendo la lectura de las dos, porque de pequeña yo era habladora, tenía ganas de romper el silencio, era curiosa, quería saber cómo eran los demás.
Después de misa, nuestros padres, en el quiosco, nos compraban el TBO y puede que algún recortable, algún cuento de tapas de cartón. Los leía
mos enseguida, por turno, vestidas con nuestros trajes blancos de domingo, orgullo de mi madre, las bandas de raso alrededor de la cintura, nuestros peinados de domingo. Estábamos en el cuarto de estar, sentadas en las butacas donde siempre estaban nuestros padres, hundidas, protegidas por las grandes orejas tapizadas de pana marrón. El sol inundaba la habitación, y los cuadros, los libros, las bandejas, las lámparas, todos los peque-
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SOLEDAD PUÉRTOLAS
ños objetos que mi madre repartía por el cuarto, refulgían, vibraban. ¡Qué hermosa era mi casa, qué bondadosos mis padres, cuánta armonía allí, a la hora del vermut, esa hora libre de obligaciones, donde cada uno hacía y decía lo que quería y que a veces aún era realzada más con el ruido de fondo de la música...!
Por la tarde, todo se quebraba, se encogía. ¡Cómo no sucumbir al temor de malgastar esas horas que avanzaban hacia la noche, hacia el término de un día único, una excepción en la inacabable monotonía colegial! Pero en esos indeterminados minutos que precedían a la comida se contenían todas las ilusiones del domingo y parecía que, al igual que las horas en el colegio, tampoco se iban a acabar. Estoy inmóvil, con el TBO sobre la falda, mirando de reojo a mis padres que van de un lado para otro, que se inclinan sobre el mueble-bar, el imprescindible mueble-bar rebosante de copas y de botellas de cristal labrado que contienen misteriosos líquidos de color ámbar, diferentes gamas del ámbar, intenso, pálido, más cobrizo, más rosado. Y uno de color verde, verdaderamente seductor éste... La botella era alargada y tenía, nadando en el líquido, una rama larga, una rama aromática.
Pero mis padres no me prestan atención, una vez que saben que estoy —estamos— leyendo el TBO, y que voy vestida y peinada como mandan las normas del domingo. Mis padres parecen felices ellos también, hablan alto y se ríen y, si hay alguien que ha venido a visitarnos —mi abuela, mi tío, una prima mayor— se muestran obsequiosos, acogedores. Quieren que se asimilen a nosotros, que disfruten de nuestra vida familiar, se la ofrecen junto a la bandeja de plata que colocan sobre la mesa con las copas del vermut. Todavía no había llegado la Coca-Cola. Creo que nosotras no bebíamos nada.
De ese fulgor de los domingos se caía sin ninguna clemencia, sin nin
guna piedad. Otra vez las horas oscuras y monótonas, silenciosas, donde también se edificaban fantasías y sueños, pero poca realidad feliz y amable.
Eso era el invierno, era, más que el invierno, el curso escolar.
En el verano, había otra luz, más pegajosa y cegadora, más molesta y sin embargo más prometedora, porque era más real y duraba más. Los días del verano duraban más. Después de comer, reina el silencio, la dispersión. Cada uno se va a su cuarto. Los cuartos del verano, en casa de mi abuela, estaban llenos de camas, para que cupiéramos todos. En el mío había cuatro camas. Puedo leer allí, tumbada sobre mi cama, o en el de mi tío, que duerme la siesta en el cuarto de estar. Mi primo lee las novelas del Coyote. Mi prima mayor, novelas rosas. Nosotras, los libros de Escélicer, Celia, Antoñita... Tengo el recuerdo de enfermedades y convalecencias que tienen el tono, la luz, el ritmo de esas
Soledad Puértolas
Días del Arenal
Historias de amor perdido que sólo viven en el recuerdo.
largas siestas del verano. En ellas se detenía el tiempo. Ningún adulto osaba interrumpirnos. Mientras ellos susurraban alrededor de la mesa camilla, o dejaban abandonada su cabeza en el respaldo de la butaca, nosotras, tendidas en la cama, relegadas en nuestros cuartos, refugiadas, leíamos. Algunas veces, es verdad, no había tanta calma. Se organizaban auténticas peleas, encarnizados combates. Nuestras energías se disparaban, chocaban. El espacio, literalmente, era reducido. Pero si conseguíamos ignorarnos unos a otros, si, en el cuarto de las chicas, lográbamos una circunstancial indiferencia mutua, la lectura podía transportarnos, ampliaba el territorio.
En mi recuerdo, finalmente, no es tan importante lo que leí en aquellos momentos, sino los momentos en sí, el tiempo suspendido, interminable, que se contenía en las mañanas de domingo y las tardes de verano, que se alargaba dulcemente en la convalecencia de toda enfermedad. •
Bibliografía Una enfermedad moral, Madrid:
Trieste, 1983. El bandido doblemente armado,
Madrid: Trieste, 1984. Burdeos, Barcelona: Anagrama,
1986. Queda la noche, Barcelona: Plane-" ta, 1989. Todos mienten, Barcelona: Ana
grama, 1988. Días del Arenal, Barcelona: Plane
ta, 1992.
Infantil-juvenil
La sombra de una noche, Madrid: Anaya, 1986.
El recorrido de los animales (Gi-jón: Júcar, 1986), Madrid: Alfaguara, 1988.
ROSA REGÁS
El abuelo y. La Regenta por Rosa Regás
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r n la planta baja de la casa que mi abuelo tenía en el
L H B Maresme había un salón muy amplio con las paredes totalmente cubiertas de libros, un piano con candelabros de bronce, una gigantesca chimenea en ángulo y cuatro viejísimos butacones. Se lo llamaba pom
posamente la biblioteca. En lo alto de la campana casi tocando al techo, un busto de Mossén Jacinto Verdaguer presidía la habitación. Mi abuelo lo mostraba a las visitas muy orgulloso y les contaba que era la cabeza original del monumento de la Diagonal con el Paseo de San Juan. Pero mi
hermano mayor, Xavier, que desde pequeño fue suspicaz e iconoclasta, nos decía en voz baja que aquello no era más que una copia que el abuelo había hecho fundir para darse importancia.
La casa se abría con grandes limpiezas al final de la primavera y con
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ROSA REGÁS
las mismas se cerraba al principio del otoño. Todas las mañanas del verano hacíamos los deberes de vacaciones en la biblioteca, a donde volvíamos a las cuatro de la tarde para dar la clase de piano. Ahora, al recordarlo, me cuesta creer que esta historia sea la mía, y me parece que yo también la estoy copiando quizá de alguna película francesa con música de viola de gamba que haya visto muchos años después. El sol entraba a tiras por las persianas entornadas y la anciana profesora nos hacía repetir una y otra vez, a mis hermanos, a mi hermana o a mí, el Vals de las olas, El alegre campesino y la pequeña Fuga del Álbum de Ana Magdalena Bach, cuyas notas vacilantes vibraban en el sopor de la siesta y se deslizaban trémulas por la casa hasta quedar suspendidas en la penumbra umbrosa del jardín. A los otros tres mientras tanto se nos permitía esperar nuestro turno leyendo un libro. La clase duraba horas y las líneas de sombra se desplazaban lentamente por el halo de calor que dejaba la habitación borrosa como un sueño. A nosotros nos daba igual. De todos modos no podíamos salir al jardín hasta mucho después, cuando al caer la tarde el abuelo y el médico del pueblo habían terminado su partida de ajedrez. Entonces aparecían las ancianas tías y alguna señora invitada con sus cestas de labor y se sentaban en corro bajo la higuera, un poco apartadas como monjas a la hora del recreo. Porque en la casa, los silencios, las comidas y los horarios gravitaban en torno al abuelo, que como todo el mundo sabía, era un santo varón, un enviado de Dios a la tierra, sobre cuyas espaldas, por expresa voluntad del Altísimo, pesaban multitud de deberes y responsabilidades ineludibles. Y nada parecía más cierto, porque nosotros nunca habíamos oído de otra persona, exceptuando el Papa de Roma, que hablara de sí misma en tercera persona.
Decía el abuelo: «El abuelo tiene hambre». «El abuelo tiene sed.» «El
abuelo se va a Barcelona.» «Es la hora del bicarbonato del abuelo.» No se apeaba del tratamiento ni en los frecuentes y violentos ataques de ira con los que nos mantenía asustados y sumisos, ni cuando interrumpía impaciente los cotilleos de su prima, la tía María, más vieja aún que él: «Al abuelo ¿qué le explicas? —decía; y añadía:— Mujer, ¿qué nos va a ti y a mí». Porque, viniera a cuento o no, no perdía ocasión de deslizar una frase bíblica para conferir a su discurso el tono patriarcal que su físico le había negado: muy a su pesar, el abuelo ni era alto, ni llevaba una larguísima barba blanca. Era, eso sí, un señor muy rígido que incluso en verano vestía camisas de cuello duro, corbata y americana, y que paseaba impaciente después de cenar esperando a que en las cocinas se hubiera terminado de fregar los platos para reunir a la familia, al servicio y a los invitados en la capilla, donde nos tenía a todos arrodillados rezando el rosario, y padrenuestros después y jaculatorias por todos sus muertos.
Aparte del ajedrez, que a su sabio entender desarrollaba la inteligencia, los juegos le parecían pecaminosos y no permitía más diversión que la lectura ni más música que la de Wagner o los conciertos del Orfeó Cátala. Aunque ni la una ni la otra le interesaban en absoluto. Y si la biblioteca estaba abarrotada se debía a que durante cincuenta años habían ido a parar a ella multitud de libros de distintas procedencias: herencias familiares, antiguos manuales y libros de texto, restos de las bibliotecas de mis padres, tíos, parientes y amigos que habían huido al exilio; vidas de santos y breviarios de curas y frailes escondidos en su casa durante la guerra; montones de novelas del siglo XIX publicadas en fascículos a las que, según decían las tías, habían sido aficionadas la abuela y la bisabuela, la mayoría encuadernadas en grandes tomos de piel roja; varias colecciones de clásicos traducidos por la Bernat Metge,
JOSÉ RAMÓN SÁNCHEZ. LA GRAN AVENTURA DEL CINE, MADRID: MUSEO ESPAÑOL DE ARTE CONTEMPORÁNEO, 1982.
y cientos de series de historia de Cataluña adquiridas por suscripción, todos alineados caóticamente junto a centenares de catálogos y libros de pintores y arquitectos catalanes, carpetas de dibujos, legajos, documentos... Pero él no tenía ojos más que para los libros sobre la vida de Barcelona y las biografías de los prohombres de la ciudad que le mencionaban o los que había escrito sobre sí mismo. Antes de cenar, cuando el doctor Grases ya se había ido a su casa derrotado, se instalaba en un sillón de mimbre, apoyándose en las patas traseras hasta recostar el respaldo en el tronco de la palmera a la entrada de la casa (una forma de sentarse que si alguno de nosotros hubiera osado imitar como poco habría ido a la cama sin cenar), y se ponía a leer uno de estos libros hasta que la expresión de deleite llegaba al límite y al inmovilizarse insinuaba en su rostro una mueca vagamente diabólica. Entonces lo dejaba sobre las rodillas y miraba al infinito esperando la hora de la cena. Era
uno de sus escasos momentos de calma.
Convencido como estaba de su omnisciencia, por nada del mundo habría reconocido que no había leído una novela en su vida. Por eso, en prueba de su extremada bondad, desde muy pequeños nos dejó escoger los libros que íbamos a leer, pero como al mismo tiempo estaba convencido de que habíamos venido al mundo a sufrir, en cuanto descubría que íbamos por la mitad, se dedicaba sistemáticamente a sustituirlo por otro, y escondía el nuestro en un agujero negro de su dormitorio sombrío y monacal, donde desaparecía para siempre. Así, hasta muchos años después no supimos cómo ni cuándo el capitán Akab encontró a Moby Dick, ni de dónde procedían los gritos de espanto que paralizaban el alma de Jane Eyre, ni por qué camino se llegaba al corazón de las tinieblas.
El criterio de sustitución era indefectiblemente de orden moral, y se basaba en apreciaciones muy curiosas
casi siempre relacionadas con el título al que sin embargo atribuía a veces las hipérboles de su alma torturada. Gracias al título descubrimos muy pronto que los pingüinos bautizados pueden crear un grave problema en el paraíso y que otras aventuras comienzan, como le ocurrió a Emma Bovary, por una mirada o un roce bajo la mesa. Nos prohibió en cambio La isla del tesoro, una exacerbación del inmaduro afán de los bienes de este mundo, y a mi hermano Oriol le arrancó de las manos Corazón en un arrebato de cólera: «El abuelo no permitirá que leas novelones de procacidad, impureza y locura», rugía escandalizado por los pecados del corazón que muy probablemente desconocía. Y yendo a lo seguro aquella vez le dio la Historia Sagrada en versión de la Abadía de Montserrat. «La única que se acepta en esta casa», decretó.
—¿Y la del doctor Manuel Trens? —osó preguntar mi hermana Georgi-na, porque era la que utilizábamos a diario en el internado.
—Si el abuelo dice que es la de la Abadía de Montserrat, es que es la de la Abadía de Montserrat —aulló.
—Sí abuelo, pero... —insistió ella en un delirio de audacia.
—¡No contestes al abuelo! —vociferó.
Mi hermana guardó silencio paralizada.
—¿No has oído al abuelo? ¿Es que acaso eres sorda?
Era siempre el desconcierto. Un día vino un Canónigo de la Ca
tedral de Tarragona a celebrar la misa. Era el aniversario de la muerte de mi tío Miguel —«El preferido del abuelo», susurraba Francisca, la cocinera, que había sido en su juventud el ama de mi padre y sus hermanos—, caído en el frente del Ebro luchando contra los rojos con el Tercio del Requeté de la Virgen de Montserrat. Mi padre que era republicano, acababa de llegar del exilio clandestinamente y vivía semiescondido en casa del abuelo, asistió a la misa de pie en un
rincón de la capilla pero a la hora del desayuno se negó a sentarse a la mesa «con un cura fascista», dijo.
Nosotros comenzamos a temblar. Al abuelo se le pusieron las mandíbulas rígidas y la cara roja de furia. Un minuto después entre aullidos y amenazas conminó a mi padre a que ocupara su sitio. Pero mi padre, muy digno, se retiró a su habitación.
El abuelo era como un vendaval. Ante una desobediencia tan flagrante y un ataque tan directo a él mismo, que al estallar la guerra se había pasado a Burgos con los nacionales —«los sediciosos», decía mi padre— se le inyectaron los ojos en sangre y bramando como un poseso y poniendo a Dios por testigo de lo que le había tocado sufrir en esta vida y de lo mucho que había hecho por todos nosotros sin que lo mereciéramos en absoluto, se puso a dar zancadas arriba y abajo del gran comedor donde se había preparado la mesa para una ocasión tan solemne. Retumbaban las vigas de madera y cantaban las lágrimas de las lámparas; las tías calladas y recogidas en un segundo plano hacían pucheros; el Canónigo, cada vez más aterrado, seguía al abuelo intentando calmarlo pero sin atreverse a hablar y sin comprender todavía cómo en la casa de este santo varón podían darse escenas como aquélla. Los invitados se arrimaban a la pared sin saber qué hacer. Y a nosotros, por si acaso, nos mandaron a la cocina a comer pan con tomate. Quedaron sobre el mantel blanco las fuentes de croissants y ensaimadas y las grandes chocolateras de cerámica oscura de los días de fiesta.
A la media hora amainó el temporal y los mayores se sentaron a la mesa. Debieron de comer en silencio el chocolate y las ensaimadas, porque desde la cocina no oíamos más que el tintineo de las cucharas contra las jicaras.
Después del desayuno, cuando el abuelo todavía enfurruñado hubo dado las gracias al Señor por los ali-
ROSA REGÁS
mentos recibidos, los invitados se desperdigaron subrepticiamente por la casa y el jardín, y el Canónigo, aguzado por el remordimiento de habernos dejado sin bollos, entró en la biblioteca a donde nos habían enviado al acabar el pan con tomate.
—¡Qué escena edificante! —dijo frotándose las manos y sonriendo babosamente al vernos sentados leyendo.
Ninguno le miramos, y él, en un intento de iniciar una aproximación preguntó a Georgina:
—¿Qué lees, niña? —La Regenta —contestó ella de
malos modos y volvió a la lectura con un gesto de profundo desagrado.
—¿La Regenta"! \La Regenta] ¡Santo Dios! \La Regental —y salió corriendo congestionado de pavor.
El abuelo se disponía en aquel momento a descender la escalera, cargado mayestáticamente con todo el peso de su infinito dolor, para salir al jardín e iniciar su paseo matinal.
—Señor Regás, señor Regás, esa niña está leyendo La Regenta. Usted no debe permitirlo, este libro está en el índice, ¡en el índice] Está prohibido, usted será el responsable. ¡Quíteselo de las manos!
El abuelo, que jamás había aceptado ni siquiera una sugerencia ni lo habría hecho aun viniendo del Papa, a quien por supuesto respetaba más que a nadie, al oír aquella orden que le daba a voces un simple Canónico de provincias, volvió a montar en cólera. Levantó un brazo al cielo en un gesto de terrible autoridad y como un Moisés del Maresme que rompiera furibundo las tablas de la ley, lo dejó caer rasgando el aire y bramó con la voz del trueno:
—¡Aquí no hay más índice que el abuelo! —con tal potencia y movido de una fuerza interior tan brutal e inesperada, que el Canónigo fue achicándose y retrocediendo hasta que encontró la puerta del jardín y dio un salto atrás que a poco le incrusta contra la palmera. Le vimos luego abani-
68 CLIJ41
candóse bajo la parra no repuesto aún, mientras esperaba ansioso el coche que había de devolverle a la paz de sus algarrobos tarraconenses.
—En cuanto a ti —aulló el abuelo entrando en la biblioteca como una tromba—, el abuelo te ordena que sigas leyendo La Regenta. Ha llegado la hora de que comencéis a familiarizaros con la historia. —Y añadió condescendiente:— Aunque sea la historia de la familia real española. •
Bibliografía
La cuina del ampurdanet, Barcelona: Antalbe, 1985.
Ginebra, Barcelona: Anagrama, 1988.
Memoria de Almator, Barcelona: Planeta, 1991.
LA CONDAMINE
Viaje a la América Meridional por el río
de las Amazonas
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v !.¡:,;,.b- HatnUt
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Una colaboración de:
M U N D O C IENT ÍF ICO
Editorial Fontalba, s.a. Valencia 359, 6o
08009 Barcelona
y Editorial Alta Fulla
COLECCIÓN «NOCTULABIUM»
CARME RIERA
Los cuentos de la abuela
por Carme Riera
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1
A los motivos que me impulsan a escribir se superpone casi siempre con
obsesiva claridad una imagen, la imagen de una niña de largas trenzas y ojos tristes que miraba el mar lejano desde una ventana de una casa vacía y grande del barrio antiguo de Palma.
La imagen de esa niña, que rechazaba atemorizada los espejos porque no era guapa como su madre y sí fea como su padre, vuelve a llenar también ahora mi retina. No juega, mira como juegan sus hermanos en el jardín de la casa, desde el balcón de la habitación de la abuela a quien duran
te casi todo el día escucha contar viejas historias de un pasado familiar glorioso, rancio y periclitado. Historias de amor con lujo de pasiones incontrolables, de raptos incluso, que desbocan la fantasía de la niña y la impulsan a fabular otras similares.
La niña triste que rechaza los espe-
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RUDI GEISSLER, 35 CONTES DE GRIMM, BARCELONA: BARCANOVA, 1990.
jos porque teme verse reflejada en ellos con el bigote que luce su padre, empieza a escribir a los ocho o nueve años variantes de los relatos que le cuenta la abuela e incluso, para no tener que enfrentarse con el hombre vestido de negro que todas las semanas la interroga detrás de las pequeñas rendijas del odioso confesionario, pretende confesarse por escrito.
Sólo de ese modo, escamoteando su presencia, se siente capacitada para vencer su timidez infinita e incluso para diluir, entre las líneas de la caligrafía, las posibles culpas. Digamos que el papel en blanco le sirve como espejo, como el espejo que rechaza, porque en la hoja en blanco se siente favorecida y hasta gratificada.
No negaré que siento bastante ternura, mucha más que cuando éramos la misma, por esa niña que fui, en cuyas vivencias quedan explicados, en parte, los motivos que me impulsan a escribir. Ahora sé que empecé a escribir, en primer lugar —y la culpa la tuvo la abuela— incitada por su capacidad para contar historias. Y en segundo lugar, porque la escritura me servía para ahuyentar los fantasmas y, sobre todo, para explicarme el mundo, para conocer la realidad que me rodeaba y clarificarla.
Por aquella época, en que les con
taba a las Giselas y Luisines cuentos para que se durmieran —remedos de los de la abuela—, todavía no sabía leer y solía pedir a los mayores que me leyeran. Recuerdo con absoluta precisión el día en que mi padre, en unas Navidades, me llevó a su despacho, una especie de sancta sanctorum, que olía a cuero y tabaco de pipa, y me leyó La sonatina de Rubén Darío. Me quedé literalmente fascinada. Le pedí que la releyera no sé cuantísimas veces hasta aprendérmela de memoria. Me encantaban las palabras que desconocía, especialmente las más musicales, como golgonda y argentina, que me parecieron algo así como varitas mágicas capaces de transformar en maravillosa la realidad más mostrenca y eso era el horrible bigote de mi padre que yo creía poseer. Y el cuento en verso, con el príncipe que, a caballo con alas, se acerca a la princesa, me pareció de una belleza sobrenatural. Tanto, que decidí aprender a leer rápidamente para no tener que necesitar a nadie que me lo leyera.
Si todos los libros eran como aquel en que mi padre me leía a Rubén Darío, la lectura iba a depararme sorpresas maravillosas que por nada del mundo quería retrasar. Creo que jamás he vuelto a tener una intuición tan certera. •
Bibliografía (selección)
Te deix, amor, la mar com a pe-nyora, Barcelona: Laia, 1975.
Primavera para Domenico Gua-rini, Barcelona: Montesinos, 1981.
Cuestión de amor propio, Barcelona, Tusquets, 1988.
La Escuela de Barcelona, Barcelona: Anagrama, 1988.
Molt exemplar historia del gos Mágic i la seva cua, Barcelona: Empúries, 1988.
Epitelis tendríssims, Barcelona: Edicions 62, 1989.
Jocs de miralls, Barcelona: Planeta, 1989.
Por persona interpuesta, Barcelona: Planeta, 1989.
La obra poética de Carlos Barra!, Barcelona: Península, 1990.
Contra el amor en compañía y otros relatos, Barcelona: Destino, 1991.
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MARÍA MERCÉ ROCA
Pinceladas por Maria Mercé Roca
A unque cerrara los ojos con fuerza y hundiera la cabeza en la almohada, y
me cubriera hasta las orejas con el pesado edredón, y no alargara las piernas en absoluto y me mantuviese hecha un cuatro, porque en esa posición me notaba más protegida, el viento se
oía igual de fuerte. No era miedo, era sólo que el viento —lo dicen los viejos— era incontrolable y por momentos soplaba con tanta fuerza que volcaba los vagones de tren que no estaban bien acuñados y hacía retemblar los vidrios del enorme arco que cubría los andenes, como una músi
ca de cristales, y la luz se iba y era aburrido porque con las velas no se podía hacer casi nada, ni leer, porque las letras bailaban como las llamas y aquella penumbra, al cabo de un rato, hería los ojos. El viento aullaba con fuerza o silbaba suavemente, dependía de los días. El aullido estaba fue-
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ra, se oía como un lobo queriendo entrar; el silbido era fino y se colaba por todos los sitios: por las ventanas que no cerraban, por alguna grieta gruesa, por la junta de dilatación particular que teníamos en casa. Poníamos la mano y sentíamos el viento frío que entraba con finura. «Pasa, aire», decíamos, y sabíamos que no había nada que hacer.
Mi padre era de Portbou y era ferroviario, y por eso vivíamos en la estación del tren, que era una estación que, como el pueblo hace de frontera con Francia, no se parecía nada a las de los pueblos pequeños, rojas, de piedra, acogedoras: en la estación de Portbou las vías eran como un mar extenso y plano, y un gran arco de hierro y de vidrio por donde los pájaros volaban alocados al atardecer cubría los andenes, las vías, la aduana, el vestíbulo y los pisos de los ferroviarios.
A los pisos de la Renfe se accedía por la puerta de al lado de la comisaría, bajo el reloj de la estación. Abajo de todo, tocando el primer rellano, se alzaba la pared de la cárcel pequeña, que es donde encerraban a las personas que carecían de papeles y querían pasar ilegalmente la frontera. La pared tenía una claraboya de vidrio grueso: si había luz era que alguien estaba encerrado. La escalera era oscura y estaba despintada y siempre caían trozos de pintura y de yeso sobre los peldaños; a veces, escribíamos cosas en la pared con una punta, y a veces, también, desde arriba tirábamos papeles y escupitajos que iban a parar directamente sobre el techo de la cárcel pequeña.
Mi padre hacía contrabando de café. Cuando las campanas de la iglesia de Portbou repicaban a la hora del ángelus, él salía del trabajo, comía muy pronto y después cruzaba cada día la frontera en tren y comenzaba en Cerbére su segunda jornada laboral, seguida y larga, con el contrabando. Pasaba licores hacia Cerbére y café a Portbou. Llevaba un kilo de café en la mano y otro oculto dentro
FRANZ POCCI, 35 CONTES DE GRIMM, BARCELONA: BARCANOVA, 1990.
de los pantalones, en la cintura, con el botón de arriba de todo desabrochado y el cinturón estrecho. Los paquetes de café que traía de Cerbére estaban envueltos en papeles de diario franceses, brillantes y grasientos, y tenían dibujados una mujer negra y desnuda y un león. Guardábamos los paquetes de café dentro del armario, de ahí que nuestra ropa desprendiese siempre el olor tan fuerte y bueno del café tostado.
* * *
Crecí con la convicción de que el ángel de la guarda estaba conmigo y que si yo mantenía su amistad no me podía pasar nada. Dios me miraba constantemente desde arriba. Era un dios que protegía a los justos y ayudaba a los pobres. Yo rezaba a la hora de ir a dormir, cuando tenía un examen y cuando el tren estaba a punto de arrancar. Una amiga, morena y de gruesas trenzas, y yo construimos un altar en la azotea con un par de cajas y una sábana vieja que las cubría. Encima, colocamos una virgen descolorida que andaba por casa y dos jarrones a los lados con cuatro flores dentro cada uno. Jugábamos a ser dos hermanas casi monjas que vivíamos juntas y que éramos muy buenas, y muy pobres. Las dos nos llamábamos
Maria, ya que ningún otro nombre nos parecía más santo. Pronunciábamos jaculatorias y hablábamos del tiempo y de ayudar a la gente más pobre, y tendíamos la colada y hacíamos la comida con hierbas trinchadas. Jugamos juntas hasta que no sé por qué dejamos de ser tan amigas: entonces desmonté el altar y metí la virgen en un cajón para no verla más.
*
Durante muchos años todos los regazos de casa fueron míos. Siempre estaba encima de alguien, materialmente, físicamente encima; cuanto más pegada, cuanto más cerca, mejor. Mientras eso ocurría mi hermano no tenía posibilidad alguna de conseguir un regazo; tan sólo cuando yo ya dormía él se podía acercar tímidamente. Yo me sentaba en el regazo de mi padre: «Papá, ¿leemos este tebeo?». Él me leía las viñetas y al concluir decía: «¿Te ha gustado?». Y yo, para no bajar de su regazo, contestaba siempre: «Sí, pero no lo he entendido, vuélvemelo a leer otra vez».
Cuando comencé a ir a la escuela, de más mayor, sólo tenía que estudiar: ni fregar los platos, ni hacerme la cama, ni nada. Una vez tenía los deberes hechos y me sabía la lección, leía
MARÍA MERCE ROCA
los chistes de los pies de página del Selecciones del Reader 's Digest que mis padres recibían cada mes, y aun entonces simulaba no haberlos entendido para tener a alguien a mi lado, sólo para mí, que me los explicara. Mi padre era paciente y, además, le gustaba mucho cantar y recitar versos, y a mí el gusto por las palabras me vino no tanto desde la letra impresa como desde esta poesía oral que yo oía y que aprendía de memoria, involuntariamente, sin darme cuenta. Desconocía de quién eran aquellos versos pero me cautivaba el ritmo, la música. Yo los repetía, quería jugar y hacer mías aquellas palabras que no sabía qué querían decir y que jamás veía escritas. El Testament d'Amélia, las Co-rrandes de l'exili, El mariner Louard, las Vinyes verdes... De los autores, repito —de Segarra, Pere Quart, Mara-gall—, nada de nada, por el momento. Junto a estos versos había otros que eran en castellano y que estaban escritos en un libro deshojado que se titulaba Las cien mejores poesías de la lengua castellana. Dichos versos me tenían aún más seducida, porque yo sentía en ellos una música más viva: por ejemplo, El tren expreso, de Ramón de Campoamor: «Habiéndome robado el albedrío / un amor tan infausto como mío [...]. Mi carta, que es feliz, pues va a buscaros / cuenta os dará de la memoria mía. / Aquel fantasma soy que, por gustaros, / jugó a estar vivo a vuestro lado un día». O aquel otro de José de Espron-ceda, Desesperación, que me daba miedo aunque no por ello dejaba de atraerme: «Me gustan las queridas / tendidas en los lechos / sin chales en los pechos / abierto el cinturón». Yo intuía que aquellos versos estaban cargados de desolación y de patetismo, y me gustaban mucho. No, ciertamente no alcanzaba a entender la mitad de los poemas que sabía de memoria, pero me gustaban y los recitaba con una cierta excitación; me dejaba llevar y mecer, en definitiva, por la música de sus palabras.
Pero ahora ya leía sola, y en el verano, al volver de la playa, después de comer, mi hermano y yo nos tendíamos en su habitación y leíamos. Yo me comía un corrusco de pan que había guardado a la hora de comer y me estaba muy quieta. Era un momento delicioso: la ventana estaba abierta, tenía el cabello húmedo y sentía frío, y todo estaba en silencio. Yo tema diez años, comía el corrusquito de pan y leía las historias del Patufet de la segunda época: todo el mundo era tan pobre, tan bueno, o tan malo, pero que al final se volvía tan bueno, y había niños pequeños que trabajaban y que se teman que levantar cuando aún era de noche, y madres que sufrían e historias de amor, adolescentes que menospreciaban a los padres y a los hermanos pequeños, profesores firmes. Siempre lloraba. Leía con un nudo en la garganta y a veces no me podía aguantar y prorrumpía en sollozos, y mi hermano se reía de mí. Pero a mí me encantaba, después de leer estas historias se me quedaba el
HarialSercéHoca Greuges infinits
SObre un tema "•«5SBS?-**
corazón compungido y hecho un asco, estaba triste y leerlas me provocaba una sensación agridulce; lloraba y luego me sentía como nueva, con una fuerza diferente. Para que me agradaran, los libros tenían que ser siempre tristes, era como si yo comulgara con toda aquella pena que leía. Todo me emocionaba extraordinariamente y las carencias de amor me sacudían y me llenaban de desasosiego.
* * *
Éstos son los recuerdos, en pinceladas de colores brillantes, que primero me vienen si trato de hacer memoria de mi infancia: el viento, el café en los armarios, la estación, la azotea, la música de unas palabras incomprensibles y la lectura apasionada de unos textos incoherentes y desordenados. Y nada más. Lo recuerdo, pero ignoro si en verdad soy yo la niña que se comía aquel corrusco de pan mientras leía. La veo muy lejos y me da un poco de pena, porque siempre necesitaba que la amaran mucho. •
(Artículo traducido del catalán.)
Bibliografía Sort que hi ha l'horitzó, Barcelo
na: Selecta, 1987. Els arbres vencuts, Barcelona:
Proa, 1988. Temporada baixa, Barcelona: Edi
torial de PEixample, 1990. Elpresent que m'acull, Barcelona:
Destino, 1987. Perfum de nard, Barcelona: Des
tino, 1988. Greuges infinits, Barcelona: Plane
ta, 1992.
Infantil-juvenil
l Com un miratge, Barcelona: Bar-canova, 1989. (Existe versión en castellano, en Anaya.)
ANA ROSSE'
Aquellos duros antiguos por Ana Rossetti
1 Pta.
V , • , • o prefiero jugar al escon
der, porque me escondo de verdad, y al final se cansan
de buscarme y yo me olvido de ellos. Pero ese día estaba en casa de abuela Luisa y no podía subirme al almendro, que es donde me escondo siempre, pues la del jardín es mi otra
abuela. A mí me gusta subirme al almendro y pensar y rebuscar entre todas las palabras que sé para contarme cosas, mientras que los otros recitan hasta veinte contra los azulejos. Yo no oigo a nadie, ni me doy cuenta de que me buscan gritando entre el maíz o por entre las matas de
hierbabuena. Pues me pongo a pensar que soy una ermitaña, y que mi vida es como estar subida en el almendro un día y otro día. Y trato de saber cuánto tiempo aguanto, porque el cielo debe de ser lo mismo, y la eternidad y Dios. Pero ese día yo estaba en casa de abuela Luisa y mi prima
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ANA ROSSETTI
quería que jugásemos a las casitas, pero yo dije que al esconder. Pero yo no tenía otro remedio que encerrarme en el cuarto de baño para desaparecer.
Y ya sólo sé que me sentí, de pronto, como una caracola rodándome por la boca y que me faltaba un diente.
Me puse tan nerviosa que no podía abrir la puerta. Y subí a mi casa y mi madre me tuvo que hacer una tila.
Eso era por la mañana. Pero yo quise envolver el diente enseguida, y ponerlo debajo de la almohada, y estuve todo el día yendo a cada momento por si todavía estaba. Ése fue mi primer diente.
Después se me han ido cayendo los demás y el Ratón Pérez me ha traído lápices Alpino, chocolatinas, bastones de caramelo... sobre todo, cosas que puedan rodar, porque yo vivo en un piso alto, y así el Ratón Pérez las sube por el pasamanos con más facilidad.
Pero me acordaré siempre que su primer regalo fue una moneda de cinco pesetas. Es, además, la primera moneda que recuerdo haber tenido.
2 Ptas.
Abuela Luisa nos regala en los cumpleaños un duro por cada año que cumplimos. Cuando cumpla diez, tendré cincuenta pesetas de regalo. Eso es mucho dinero. Podré comprarme todos los tebeos que quiera.
Me gustan mucho los cuentos de hadas con dibujos de Emilio Freixas. Mi hermana y yo los pintamos de colores. Hemos descubierto que el morado queda muy bien junto al rosa fuerte, el amarillo y el naranja. A veces, en vez del morado, ponemos el verde oliva.
Colorear los dibujos de Freixas es maravilloso, pues los vestidos tienen muchos estampados, los muebles muchos cojines y los ángeles muchas flores, muchas estrellas y muchas piedras preciosas en las alas.
Pero los tebeos que más me gustaban son los de El Capitán Trueno. Yo
JOSÉ RAMÓN SÁNCHEZ, LA GRAN AVENTURA DEL CINE, MADRID: MUSEO ESPAÑOL DE ARTE CONTEMPORÁNEO, 1982.
quisiera ser Crispín, porque Crispín es su paje, y es su amigo y va con él a todos lados. Mejor es ser Crispín que la princesa. Porque yo quiero mucho al Capitán Trueno, y me gustan sus hazañas y sus aventuras, pero para ir con él, para acompañarlo, para defenderlo y ayudarlo, y no abandonarlo jamás en todos los días de mi vida.
3 Ptas.
La sesión del domingo a las tres de la tarde se llama La infantil. Yo voy a la infantil del cine Almirante algunas veces. La entrada vale cinco pesetas. Prefiero las películas de espadachines o de los Caballeros de la Tabla Redonda a las de tiros, pero me gustó mucho La Reina de Montana.
Nunca aplaudo cuando viene la caballería ligera y me da mucha rabia cuando la gente empieza a armar escándalo y a tirotear desde los asientos.
He pensado que los cines no deberían tener asientos en fila, sino que debía estar cada butaca metida en una garita de soldado, y así nadie molestaba a los demás. He pensado inventar un cine así, pero a lo mejor ya lo han inventado los americanos.
Me gusta mucho Jean Marais. Con unos leotardos burdeos, una camisa
blanca de mi padre y el florete de la panoplia, me parezco al Caballero de Lagardere.
Me he subido al armario del cuarto del ventanal, a ver si podía atravesar la habitación colgándome de la lámpara, pero no alcanzaba.
El domingo pasado vi una de Tar-zán. Vive solo en la selva como los ermitaños; pero él no piensa mirando a una calavera. Le pasan la mar de cosas. A mí me gusta la selva y no me dan miedo las serpientes. Yo cojo lagartijas y saltamontes y toda clase de bichos.
Creo que vivir en la selva es muy emocionante.
4 Ptas.
Dando cinco pesetas a la Santa Infancia puedes bautizar a un niño y ponerle el nombre que quieras. A mí me gusta Alejandro.
Cuando yo sea misionera no querré que me manden a la China ni al Japón, porque ésas no son misiones ni nada; viven en casas como nosotros y las monjas, lo primero de todo, tienen que aprender inglés.
Las misiones que me gustan son las del Congo belga, porque están en la selva, no como la selva de los ermita
ños, sino como la de Tarzán. Además, hay que aprender a tocar los timbales porque no hay teléfono.
En el Congo belga hay uno que se llama Lumumba y te puede matar y todo. Las monjas mandan al colegio cartas escritas con renglones invisibles que aparecen, si acercas al papel una cerilla encendida.
Me gusta mucho pensar en todo eso. En casa me he probado una toca: me la he hecho con toallas porque las misioneras del Congo van de blanco. Pero en la puerta del colegio está el carrillo de los helados. Mi madre no quiere que coma de esos helados porque dice que están hechos con agua de aljibe.
Los cortes de fruta ya vienen envueltos en un papel transparente. Se llaman de tutti-frutti. Esa palabra es italiana. Italia está en Genova. Yo sé cómo es Genova porque tengo un libro de fotos que se llama 32 vedute, ricordo del Camposanto di Genova. Es una ciudad muy rara con muchas estatuas de ángeles, y de gente en la cama, y de gente muerta. Y hay un ángel que se llama «Monumento One-to» y que no se sabe si es niño o niña. Pero yo me imagino que es mi ángel de la guarda. Me gustaría que la gente se creyera que yo era un niño, que
no supiera nadie que yo era niña de verdad, que ni el Capitán Trueno lo supiera.
Tengo cinco pesetas para la Santa Infancia.
Los cortes de tutti-frutti cuestan un duro.
Mi ángel de la guarda está en Genova.
El helado estaba muy rico.
5 Ptas.
En noviembre es la fiesta de la Niña María. Hay una procesión y una misa solemne. En el ofertorio le llevamos al sacerdote una vela y un duro.
El duro está metido en un talco con un algodón empapado en colonia. Durante la procesión lo llevamos guardado en el guante y molesta un poco, pues ocupa toda la palma de la mano.
La misa de la Niña María es la más bonita del mundo; es más bonita que la misa de gloria del sábado santo. Pero yo me lo paso muy mal, pues estoy todo el rato con un nudo en la garganta, pero no quiero llorar porque todas las niñas son imbéciles.
Yo tengo ganas de llorar porque no sé qué hacer para ser santa, porque yo no puedo figurarme a Dios y por eso no puedo amarlo. No debo de tener fe, pues no sé imaginarme lo que nunca he visto, ni quererlo. He intentado dibujar el alma en la pizarra, pero hiciese lo que hiciese siempre me salía con forma. Eso me pasa también cuando pienso en algo sin principio ni fin: que empiezo a sentir como un vacío en el estómago y hasta me da vértigo. Por eso quiero morirme, para saber cómo son todas estas cosas. Pero si no tengo fe no puedo ser santa, a no ser que me mate Lumumba, porque ya no hay romanos.
Si una es mártir ya no importa lo demás: vas al cielo derecha.
Después de la misa, nos despedimos de la Virgen y le damos un beso y le decimos una cosa al oído. El secreto que yo le digo siempre a la Niña
María es que quiero ser mártir, que Lumumba no se convierta hasta que me mate, que yo ofrezca mi vida por las misiones, pero para ser mártir allí en el Congo belga, que es donde hay fieras y leones, no para morirme de una enfermedad.
También le pido que mi madre no me corte más el pelo, que una melena hasta la cintura queda muy bien en las estampas. Y sobre todo que no se me siga oscureciendo el pelo: la Niña María es rubia. •
Bibliografía
Los devaneos de Erato, Valencia: 1980.
Devocionario, Madrid: Visor, 1986.
Indicios vehementes, Madrid: Hi-perión, 1987.
Yerterday, Madrid: Torremozas, 1988.
Prendas íntimas, Madrid: Temas Hoy, 1989.
Alevosías, Barcelona: Tusquets, 1991.
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LOLA SALVADOR
Aprender a leer por Lola Salvador
cuidado Lo lee
LJ ay que tener con esta niña, todo.»
Leía el hambre sucia en los servidores y la colonia fresca de los ricos y, por encima de todas las cosas, leía el odio.
Odiaban los vencidos con rabia y
despecho pero aún más parecían odiar los vencedores, como si éstos no hubiesen vencido lo bastante sobre aquéllos, como si quisieran, éstos, que los santos, los dioses y los dueños de las prebendas les tuvieran que dar más razón, más gloria y más recompensa.
Todos los mayores odiaban. Ése es
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el primer recuerdo de mi infancia. Leer aquel odio.
Y el bálsamo de aquel cruce de cóleras estaba en descifrar aquellos extraños signos que parecían más indelebles que las canciones de patio, los himnos y los cuchicheos del miedo; el sosiego era contemplar aquellos gara-
batos siempre iguales, aquellas formas, aquellas letras, las mismas que había en la sopa, aquellas figuras importantes, mágicas, absolutas, tan idénticas a sí mismas, que seguramente encerraban el secreto y la explicación de todo lo que yo no alcanzaba a comprender.
Estaban detenidos aquellos años, los primeros de los cuarenta.
Me recuerdo correteando el pasillo, cabalgando el orinal, persiguiendo aquellos signos en los titulares de los periódicos, todos los de la mañana, todos los de la tarde; en los papeles de seda de los comercios, Lhardy, Zapatería Pelayo, Mantequerías Leonesas, Dulcinea, La Tierruca, Los Pequeños Suizos; en las latas de aceite, en los envoltorios de las tabletas de chocolate, en los sellos de la cartilla del racionamiento.
Lo último que descubrí fueron los libros, pero ya casi lo sabía todo. Aún no había cumplido los cuatro años.
Había aprendido a leer sola, como luego supe que habíamos aprendido muchos, sin maestro, sin catón, sin deletreo. Y fue por aquel entonces cuando escuché aquello de «... cuidado con esta niña...».
THOMAS HENRY, GUILLERMO EL ATAREADO, MOLINO, 1969.
Ni los sonoros párrafos de El Quijote que retumbaban por la noche como lecciones magnas; ni los pesares de aquel caballito británico del Derby, novio de Ginger, Black Beauty; ni la húmeda llamada de los frutos de Blasco Ibáñez, aquellos jugosos melones abiertos; ni los rápidos disparos que rompían la oscuridad en las no-veluchas del FBI; ni las incomprensibles frases de Ortega en los desencuadernados libros de la Biblioteca Nacional; ni los amores de Escarlata, ni las cursiladas de Jo, ni el tío Tom, ni Salgari, ni el adorable y anárquico Guillermo, ni aquel bobo de Cuchi-fritín, ni The March of Times, ni Roberto Alcázar y menos Pedrín... tuvieron el poder de fascinarme como me habían fascinado las primeras lecturas que brotaban de la realidad, del papel del asperón, de la inclinada caligrafía de los anuncios y de aquella primera lectura del odio y la memoria amordazada.
Quizá por eso, decidí, desde muy pequeña, que cuando supiera, no ya leer, sino escribir, iba a dedicar mi vida a este oficio, porque en ningún libro había leído mi propia escritura, lo que yo había aprendido a leer.B
Libros
El crimen de Cuenca, Barcelona: Argos Vergara, 1979.
Mamita mía, tirabuzones..., Barcelona: Planeta, 1981.
La sonrisa de Madrid, Barcelona: Plaza & Janes, 1988.
Mamaíta y Papantonio, Barcelona: Plaza & Janes, 1988.
El mar de ¡a leonera, Barcelona: Plaza & Janes, 1989.
Guiones de cine
El crimen de Cuenca (1979). Bearn o la sala de las muñecas
(1982). Las bicicletas son para el verano
(1984). Barrios altos (1987).
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QUE LOS PROFESORES
ÍSTEK) IMFORMADOS
ES MUy IMPORTOMTE...
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EL ENANO SALTARÍN
Lucía en el país de la tristezaí
• uando la vi la tomé por una ^^ de aquellas hermosísimas ^ ^ * ^ ^ enanitas del bosque. Hubo
un tiempo en que iban y venían cantando por los senderos, con sus anchas faldas de colores y unos zapatos rojos de punta. Luego desaparecieron, como tantas otras cosas. Ella estaba sentada en una piedra alta y gris que hay junto al inicio del camino grande, el que dicen que lleva a la ciudad. Tenía la cabeza gacha y el pelo, largo y dorado, le ocultaba la cara. Era tan pequeña que las piernas no tocaban el suelo, y las hacía balancear con una determinación rítmica y empecinada.
Me acerqué silbando para que se percatase de mi presencia. No era una de aquellas hadas sino una niña apenas más alta que una espiga de trigo. Tosí con energía. No se movió pero el balanceo de las piernas fue cesando lentamente hasta detenerse por completo. Un suspiro profundo y, apartándose la cortina de cabellos de su cara, levantó la cabeza y me miró fijamente, sin extrañeza alguna. Tenía las mejillas húmedas y los ojos brillaban como cristales submarinos. Una lágrima oscilaba en su barbilla y cayó como un diamante volador. De un salto bajó de la piedra y se me acercó. Me miró y me hizo una confidencia:
—Me he escapado de la escuela. Dicen... dicen que nunca aprenderé nada, que todos mis compañeros ya saben leer y yo no. Allí nadie me quiere. Por eso me escapé y no volveré... nunca más.
Hablaba con un tono de desafío des
valido, entre suspiros entrecortados y ecos de sollozos contenidos.
—Bueno —le contesté—, eso no tiene tanta importancia como ahora te parece. Yo todo lo aprendí tarde, muy tarde. Y no me lo enseñó la escuela... ¿Te gustan las fresas?
Lucía se pasó una mano por la mejilla y movió la cabeza afirmativamente. Me pareció adivinar el relámpago de una sonrisa en su mirada. Estuvimos toda la mañana paseando, hablando y cogiendo esas minúsculas fresitas salvajes, sabrosas, rojas y ocultas. Lucía me contó sus penas y yo, en agradecimiento, le conté también las mías. Nos hicimos amigos y quedamos que vendría a verme cuando quisiera. Hace un año de eso; luego volvió alguna tarde. Lucía, tan pequeña y tan fuerte, decidida, valiente y con unas incontenibles
ganas de vivir y de saber cosas, acabó aprendiendo a leer a pesar de lo difícil que se lo ponían.
Porque Lucía vive en un país en el que la infancia es invisible y, por eso, ha decidido no hablar. Nadie está verdaderamente dispuesto a oír a los niños y a actuar de su parte. Son niños que lo tienen todo pero todo les falta. Lucía, a menudo, está triste. Y la tristeza de un niño es sideral, potente e inconmensurable.
Es un sentimiento que puede ser positivo si encuentra a alguien con quien compartirlo, para convertirlo en fuerza y seguridad con la que seguir adelante en la dura vida de los niños. Pero es destructivo si se rodea de otras soledades: las de la familia, las de las instituciones como la escuela, espacios enfermos de debilidad, de esterilidad y de impersonalidad. Sólo los amigos y amigas de Lucía constituyen un horizonte humano. El resto es una mirada falseada por los deseos de los mayores, una relación que, aun siendo de apariencia amorosa, produce indiferencia, homogeneidad, abulia. La mirada pedagógica, por su parte, rompe a Lucía en trocitos y se mira satisfecha en cada uno de ellos, como en pedazos de un espejo que no conocerá nunca. Así nunca podrá alcanzar la unidad de cada niño, singular e irrepetible, como esa Lucía triste y fuerte, capaz de alcanzar la luna si alguien significativo se lo exige y le da afecto y recursos: un beso y la palabra.
El Enano Saltarín.
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Repaso al cómic Bibfciteca Nacional: libros para niños |l|!j¡ Reportaje: CLIJ en Bolonia Ji'MJjl
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EL EFEOO INVERNADERO
iLos cambios meteorológicos en la Antártida se caracterizan por su rapidez. En pocos minutos se puede establecer un viento de violencia extrema. En la imagen, paso de un frente por la vertical de isla Livingston. En primer término, las instalaciones meteorológicas de la BAE.
k Buque de Investigación Oceanógrafica Hespérides. Se trata de un buque con capacidad de navegación polar de 81 m de eslora y 14 m de manga que desplaza 2 700 tm y que alcanza una velocidad de desplazamiento de 15 nudos. Tiene una capacidad para 30 científicos y
- una instalación de laboratorios y equipos científicos que lo pone a la altura de los mejores buques oceanógraficos del mundo.
En este número se incluyen, además de otros interesantes artículos, las siguientes colaboraciones:
«Med io ambiente e investigación en la Antárt ida» de Josefina Castellví, prestigiosa
oceanógrafo del CSIC, actualmente gestora del Programa Nacional y Antart ico y Jefe de base
en la Base Antart ica Española Juan Carlos I.
«Calentamiento global y ciclo hidrológico» de J . Lorente y A . Redaño,
profesores del Departamento de Astronomía y Meteorología de la Universidad de Barcelona.
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