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Jesús Sánchez Lobato Alonso Zamora Vicente 2003 - Reservados todos los derechos Permitido el uso sin fines comerciales

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Jesús Sánchez Lobato

Alonso Zamora Vicente

2003 - Reservados todos los derechos

Permitido el uso sin fines comerciales

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Jesús Sánchez Lobato

Alonso Zamora Vicente Biografía ALONSO Zamora Vicente, natural de Madrid -1 de febrero de 1916-, pertenece a la generación de los madrileños que se criaban en la calle -Puerta de Moros-, de los que llegaban a casa con los pantalones destrozados -las tardes se sucedían subiendo y bajando las cuestas de las Vistillas- y de los que aprendían, además de en casa, en la calle. -«... La riqueza léxica que yo puedo emplear obedece a que yo he aprendido el español en la calle, y la calle es la gran maestra de cualquier español. Lope no fue a la universidad con fruto, vamos, si nosotros le llamamos filólogo nos mordería, y Cervantes no digamos... Es la calle nuestra gran maestra...». La mirada del catedrático de Filología Románica de la Universidad de Madrid y Secretario Perpetuo de la Real Academia Española ha tendido, y en el empeño continúa, a desvelarnos nuestra propia identidad cultural por caminos que en Alonso Zamora Vicente concluyen: el científico y narrativo, por partir del mismo hecho sociocultural: la lengua. -6- «¿Sabe la gente aquí que la escuela que arranca de Menéndez Pidal ha tenido general reconocimiento y admisión en las universidades, en las revistas y en las sociedades científicas de todo el mundo? En la vasta obra de Alonso Zamora Vicente lo podríamos ver en su colaboración en publicaciones de la Europa occidental y central, o de los Estados Unidos; o en su docencia en universidades alemanas, italianas, francesas, norteamericanas, escandinavas y con su nombramiento como académico o miembro de honor de asociaciones culturales norteamericanas, portuguesas, dinamarquesas. Dos cargos de especial importancia (en las dos máximas agrupaciones humanas de nuestra habla) señalan el que al otro lado del Atlántico se concede a los conocimientos científicos de Zamora y su fama como profesor: durante un año dirige la sección de Filología del ‘Colegio de México’, durante cuatro había sido ya, antes, director del Instituto de Filología de la Universidad de Buenos Aires, siguiendo en ello la estela de Castro y de Amado Alonso». Su familia, parte de ella originaria de la ribera del Júcar, eran pequeños burgueses de principios de siglo.

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-«Yo he hecho en el campo lo que todos los chicos. He pasado largas temporadas en la ribera del Júcar, en unas tierras propiedad de la familia, de lo que realmente me siento orgulloso, porque lo auténtico es lo rural». Fue el pequeño de cinco hermanos. -«Mi madre -como nos recuerda en Primeras hojas- murió siendo yo aún muy niño; tendría unos cinco o seis años, casi no me acuerdo». -7- La familia, al hilo de los acontecimientos políticos que acaecieron años después: el 36, quedó fragmentada y ensangrentada, ya que unos militaron en el bando «blanco» y otros en el «negro». Pero todos ellos con posiciones sinceras y profundas. Los primeros pasos de Alonso Zamora Vicente en las letras los dio en el Colegio Español-Francés de la calle de Toledo. Años antes había frecuentado las mismas aulas Pedro Salinas. -«Recuerdo que el colegio de la calle de Toledo tenía un aire, algo así como institucionista». Después vino el bachillerato, que cursó en el Instituto de San Isidro en Madrid. Aún quedan, y no precisamente ancladas en el recuerdo, amistades de aquella época. «Alonso y yo -escribió Camilo José Cela- somos de análoga estatura y de parecidas aficiones; él más culto que yo en algunas cosas -la Filología, la Lexicografía, la Dialectología-, pero yo, para compensar, soy más culto que él en otras varias -las coplas de pueblo, el billar, el tango-, y así la cosa queda bastante equilibrada y podemos seguir siendo buenos amigos, amén de serlo ya viejos, viejísimos: Alonso y yo -y lo digo para que pueda aprovechar el ejemplo a no pocos- somos amigos desde hace cuarenta años, más o menos, de los cincuenta y siete de vida que ya llevamos gastada, ¡qué horror!». Alonso Zamora Vicente, con el correr del tiempo, sería uno de los primeros críticos -en opinión de Camilo José Cela, el mejor- en abordar la obra celiana. Camilo José Cela (acercamiento a un escritor). Llegan los estudios universitarios y sin ningún titubeo se matricula en la Facultad de Letras de Madrid. Cursa el llamado «Plan Autónomo». -8- -«No tiene nada que ver con Autónoma, el abismo es tan grande que... Tuve la suerte de asistir a la mejor Facultad de Letras que haya existido nunca en España». -«Lo de la Facultad de Filosofía y Letras ya lo sabes, allí estuve del 32 al 36; después, al acabar la guerra, en el año 40, me licencié. En la Facultad coincidía con María Josefa en las clases de Tomás Navarro; yo trabajaba en el Centro de Estudios Históricos, con don Ramón, y ella en Índice Literario, con Salinas. ¡Qué profesores aquellos! Don Américo era

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la imagen del entusiasmo, del afán de acercamiento a la juventud; don Américo era un verdadero maestro; de los hombres de entonces guardo un recuerdo imborrable, para mí siguen siendo un ejemplo permanente». Fue siempre mejor lector que estudiante y allí, en esa Facultad, descubrió a Proust, Joyce, John Dos Passos... Por aquellas fechas nuestros clásicos ya le eran muy familiares. Entre novela y novela: el cine, lo mejor de René Claire... Alonso Zamora Vicente, al igual que los miembros de su generación, es un gran aficionado al cine; al mejor, se entiende. Publicó, en su tiempo, diversos artículos sobre temas cinematográficos, pero ante el falso rumbo que había tomado la crítica dejó de hacerlo. -«Preferí que no me confundieran y dejé de escribir». La carrera, sus estudios se vieron interrumpidos por la guerra, la del 36, que como todo español de su tiempo, ¡sin más!, se vio envuelto en ella. ¿De un lado o de otro? ¡Qué más da! Como diría uno de sus muchos personajes de ficción. Dependió, en muchos casos, de la zona donde uno hubo dormido, o dormía, los días anteriores del inicio del conflicto. -9- H. A. T. -«¿En qué medida afecta a su creación, a sus investigaciones, a su vida misma el hecho de la Guerra Civil?». A. Z. V. -«¡Ah, eso muchísimo, muchísimo! Mi querido amigo, acuérdese usted de aquello que dice Alberti: ‘He nacido, perdonadme, con el cine’, ¿se acuerda? La vida humana está sometida a experiencias. Usted supóngase, yo estaba en una Facultad maravillosa, con profesores con los que me entendía perfectamente y que me querían mucho, vamos; todos ellos han sido grandes amigos míos después, y los que viven aún lo siguen siendo, por encima de azares, -10- de diferencias y de geografías; y que, de pronto, un día, en la época en que yo estaba mimadito y casi nombrado para irme de profesor a Alemania, a una universidad alemana, se hunde toda la estructura con la sacudida de la Guerra Civil y nos llegan tres años en los que hay que hacer las cosas más increíbles, más absurdas. La primera, tener que vivir, claro, que ahí es nada, sí, ésa es la gran experiencia de mi existencia. Quiera que no, yo me tropiezo, estoy siempre condicionado para todas mis relaciones, mis opiniones, mis actividades con un fantasma, una voz que me avisa, una cautela, algo que está siempre detrás de mí, que se llama la experiencia de la Guerra Civil. Eso es natural, que me ha hecho, pues, valorar muchas cosas que antes no valoraba y desdeñar otras que entonces valoraba. Me ha enseñado, por ejemplo, que es mucho más importante la decencia que la cencia, me ha enseñado que es mucho más importante el acercarse a la gente como la gente es y aceptarla como es, que no perderme en el maremágnum de las grandes estructuras culturales...». -«Me doctoré en Filología Románica el 41 ó 42; mi tesis fue ‘El habla de Mérida’, que tú conoces. Eran momentos duros, con toque de queda, con toros bravos en el campo y maquis en el monte, con gran pobreza de medios... Luego sale un señor y te dice que, en tal página, a la ‘o’ breve le falta el signo de cantidad. ¡Vaya por Dios! Sí, eran momentos duros,

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momentos de mucha confusión; si no es por Dámaso, yo renuncio después de la guerra; a él le debo el haber seguido». «Alonso es una viva llama de vocación; para mí tengo que en su vida no dio un solo paso que lo apartase de la senda culta; yo pienso que no hubiera podido hacerlo, aun de haber querido». -11- -«Mi gran problema es mi real vocación universitaria. Aunque no dejo de reconocer que existen colegas y cólegas, al igual que erúditos y eruditos». Alonso Zamora Vicente se ha acercado, en repetidas ocasiones y desde distintos ángulos, a nuestras más claras fuentes culturales. Fruto de este acercamiento son los numerosos estudios que sobre los nombres más enriquecedores de nuestro acervo cultural nos ha legado hasta la fecha: Poemas de Fernán González, Garcilaso, Gil Vicente, Cervantes, Lope de Vega, Tirso de Molina, Larra, Bécquer, Galdós, Machado, Unamuno, Valle-Inclán, Gabriel Miró, Lorca, César Vallejo... Antes de doctorarse, se presentó a oposiciones; fueron las primeras que se realizaron después de la guerra, en el año 40. Aprobó, como era de esperar -«a mí no me regalaron nada»-, las oposiciones de cátedra de instituto y a Mérida, después Santiago de Compostela; corría el año 43 y ya era catedrático de universidad en el mismo Santiago, y más adelante, el 46, a Salamanca. «Sus clases, don Alonso, eran todo lo contrario de aquellas otras que yo detestaba cordialmente. Eran lo que había esperado siempre de la Universidad, reuniones de alumnos y profesores en las que éste, lejos de pontificar, mostraba a sus alumnos la mejor manera de aprender a discurrir por cuenta propia valiéndose del ejemplo de sus propias investigaciones». «Y hete aquí que un día, en la recién reinaugurada Facultad de Letras -rodeada todavía de eriales, cascotes y zanjas bélicas mal rellenas-, el don Alonso, con bienintencionada y cachonda retracción de las comisuras labiales, -12- con la insinuante y dulce tensión de sus cuerdas vocales y sus peripatéticos desplazamientos entre estrado y pupitres, se nos puso a explicar Dialectología. Seguro que entonces no pensaba escribir el libro ese gordo que tienen que estudiar los estudiantes de ahora y que dice todo lo que hay que decir». Don Alonso, por circunstancias de la vida y de su propia vocación científica, ha viajado por toda España, conoce todos sus rincones, tararea sus melodías más populares y habla con las gentes, más con los de «abajo» que con los de «arriba». No recuerdo que me lo haya dicho, pero supongo que él apostillaría: -«Se siente uno mejor y más auténtico»-; y también ha viajado por el extranjero: ha estado de profesor en las principales universidades europeas, incluso en Checoslovaquia antes de la invasión rusa, y americanas (ha recorrido toda América, a excepción de Alaska y el estrecho de Bering).

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-«Por esos barrios no se me ha perdido nada. La primera vez que fuimos al Canadá (Montreal) fue a ver una película -Viridiana- de Buñuel; estábamos en los Estados Unidos y nos desplazamos expresamente». -«Y los viajes: en la Argentina estuve cuatro años, del 48 al 52, de director del Instituto de Filología. Vuelvo a España y marcho a Alemania: Colonia, Heidelberg... Más Europa, más América, México, los Estados Unidos... y Madrid. Después de rodar por el mundo pienso que nos debemos a nuestro país, pese a todo: pese a la envidia, que es el mal hispánico». Don Alonso, pese a todo, está convencido que el puesto de un español está en España y aquí recala: la Real Academia Española lo llama y sale elegido académico en mayo de 1966; lee su discurso de recepción sobre Asedio a «Luces de Bohemia», primer esperpento de Ramón del Valle-Inclán, -13- justamente un año después, el 18 de mayo de 1967. Ocupa el sillón D, que antes había ocupado don Niceto y Melchor Fernández Almagro. En la actualidad es el Secretario Perpetuo de dicha institución. Cargo que ocupa desde el 2 de diciembre de 1971. -«No, yo no soy una persona importante, pero entre despachar la correspondencia, asistir y preparar comisiones, reuniones, tener la revista al día, etc., tengo mi tiempo sobrecargado y, desgraciadamente, estoy poco disponible. La Real Academia Española impone muchas servidumbres... Puedo decir que he llegado a ser un ‘oficinista de Primera División’, aunque de fútbol no entienda». Don Alonso, como puede observarse, es hombre ocupado, pero para mí que él sabe alargar su tiempo y lo consigue para otra de sus actividades -¡por cierto!, muy querida de él-: la prosa creativa. Como veremos páginas arriba, ya cuenta en su trayectoria de narrador con numerosos volúmenes publicados. Por su dominio técnico y lingüístico del relato podemos considerarlo no sólo como un renovador formal del género, sino como uno de los mejores narradores en lengua castellana. Don Alonso tiene su tiempo narrativo, es decir, «su tiempo» es esencialmente de domingo («Yo escribo los domingos»), y a ser posible en El Escorial, a donde se desplaza con María Josefa Canellada -su mujer- los fines de semana que puede. -«Eso de la mujer no está mal; bueno, la verdad es que no está nada mal. A mí me dieron calabazas muchísimas veces, pero, al final, acerté: lo único serio que hice en mi vida fue casarme con una mujer excepcional en todos los -14- sentidos, con una mujer que está lo mismo a las duras que a las maduras». Allí, en El Escorial, en su casa llena de arte popular -la cerámica es su gran afición-, es normal encontrar a don Alonso trabajando en el jardín, bien podando o injertando, bien rastrillando. Le gusta, le divierte y encima se encuentra mejor físicamente.

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Allí, en la casa de El Escorial, con el café calentito y ante la presencia del fuego de la chimenea en el atardecer invernal, don Alonso piensa en voz alta y nos abre nuevos horizontes al hacernos recapacitar sobre tal o cual acontecimiento, y, ¡cómo no!, nos comenta las últimas anécdotas de sus nietas o de su penúltima adquisición de cerámica o, -15- por el contrario, entona tonadas de gran sabor popular al contemplar la marcha del fuego. A don Alonso, que fue premio extraordinario fin de carrera, Premio Nacional de Literatura «Miguel de Unamuno» de ensayo, Premio Nacional de Literatura 1980, profesor distinguido de todas y de cada una de las universidades donde estuvo, etc., que ha escrito una y mil cosas (muy bien, por cierto) y que encima madruga: -«Yo acabé de dialectólogo porque en la Facultad había un catedrático que no podía levantarse antes de las doce. Entonces me buscaron a mí, yo fui siempre madrugador». A don Alonso, digo, tuve la suerte de conocerle al ser su alumno en la Facultad de Letras de Madrid. Por aquellas fechas, corría el año 69 ó 70, don Alonso Zamora Vicente me sonaba a algo muy alto, nunca distante; después, y ahora que mi conocimiento de su obra y persona es mayor -la amistad y los años hacen prodigios-, mi asombro es aún mayor al ir, día a día, descubriendo su enorme dimensión humana juntamente con la científica. Mi interés por la narrativa de Alonso Zamora Vicente, por lo que significaba de novedad técnica, por el mundo que nos describía -tan cercano y a la vez tan lejano del que nos rodeaba-, por lo fresco de su prosa -y, sin embargo, su elaboración cuán lejos está de la técnica del magnetófono-, por su estilo, en suma, me llevó a escoger su obra creativa como tema de mi tesis doctoral. -16- -17- ALONSO ZAMORA VICENTE, NARRADOR Su obra creativa, ya extensa, le sitúa en la narrativa de posguerra como artífice de la configuración plena de un nuevo concepto del género cuento, al enlazar con la tradición cultural, libre de toda hojarasca, y hacerlo realidad estructuralmente mediante su gran aportación personal: el lenguaje. La materia lingüística -el habla- en manos de Alonso Zamora Vicente, cual orfebre que transforma el barro -punto de partida- en la obra de arte, adquiere en su escritura una nueva dimensión: a partir de los elementos populares ha conformado una nueva realidad estética, de la -18- que todos nos sentimos partícipes, pero que a la vez nos transciende. Hay en toda la narrativa de Alonso Zamora Vicente un deseo expreso de manifestarnos la importancia que los elementos cotidianos, objetos y todo aquello que condicione su vivir, aun por insignificantes que sean, desempeñan en la vida de sus personajes.

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Los personajes no aparecen solos, sino rodeados e inmersos en los objetos que constituyen su vivir cotidiano; a veces puede ser un bolso, las más una planta, o un sombrero, o la forma de vestir, o la piedra que por habitual no reparamos en ella, o el heredado mantón de Manila o los zapatos prestados, etc. Sí, pero, por encima de todo, hemos de destacar la extraordinaria sensibilidad con que el narrador va dando, en pequeños fragmentos, la vida de sus personajes a través de los objetos que hicieron posible su vivir y que desde el ahora nos sirven para reconstruir el pasado. Singular importancia, en este sentido, adquiere el uso que los personajes -o el propio narrador- hacen de elementos musicales. La melodía musical de signo popular, o de época, está perfectamente diseminada en la obra narrativa de Alonso Zamora Vicente ya desde Primeras hojas, su primer libro, en donde uno de sus relatos lleva por título «Música en la calle»: «Sonaban las monedas poco a poco, la portera siempre salía para echarle, a veces le daba algo, y de nuevo: ‘una faca albaceteña / se la sepulté en el pecho’, y poco después, ‘ese lunar que tienes, cielito lindo, junto a la boca’ (p. 36). ... mientras canturreabas ‘Amapola’, un ‘Tropezón’ o ‘Lilí Marlén’; eso es, cuánto te gustaba tararear ‘Lilí Marlén’ (Un balcón a la plaza, p. 22). -Y se oirá la Banda Municipal desde los balcones los domingos y días de guardar... -prosigue Angelita. -¡Tocarán ‘El sitio de Zaragoza’! -¡Y el vals de ‘La viuda alegre’ (Desorganización, página 94). ‘Toda una vida me estaría contigo’... /... ‘Anda, -19- Ramirito, vete y haz que me pongan esa canción; esa canción es de nuestro tiempo’ (El mundo puede ser nuestro, página 15). ... Hasta tocamos un ratito, nos regañó el sereno, un organillo que estaba en la puerta de una posada, un buen pasodoble torero, la ‘mazurca de Luisa Fernanda’ (Mesa, sobremesa, p. 133)». Asimismo, constatamos su directo entronque con nuestro legado cultural al plantearnos veladamente ciertos temas (religión, guerra civil, convivencia) -creemos que en el fondo está Cervantes-, puesto que razones ambientales le obligan a no hablar con transparencia, sino a insinuarse con reticencias e ironías que arrastran al lector a usar de su inteligencia en base a nuestras auténticas tradiciones culturales. Punto importante en la narrativa de Alonso Zamora Vicente es el humor. En nuestro autor, el humor es un procedimiento que emana de ver en la realidad de nuestro mundo, de nuestras ciudades y pueblos -desde una posición culta-, los hechos que le rodean, los hechos que acontecen en este mundo. Y es, precisamente, esta actitud de contemplación todo lo ingenua que se quiera (Primeras hojas), grotesca como emanada del absurdo (Smith y Ramírez, S. A.) y real como resultado de una visión de la existencia individual y colectiva

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(Un balcón a la plaza, A traque barraque, Desorganización, El mundo puede ser nuestro, Sin levantar cabeza, Mesa, sobremesa), la que produce ese trance de amargura (amargura benévola, a veces), que da lugar primero al humor, y posteriormente a la ironía por implicar un mucho de intelectualidad, madurez y autorreflexión: «Todavía, al despedirnos, decía muy cariñosa: vuelvan mañana... Se conoce que ha leído ese libro recién salido, que anda ahora por los quioscos de un tal Larra. ¿Sabe usted quién es ese fulano?» (A traque barraque, pp. 111-112). Y así existe en toda la narrativa un intenso afán de deshojar, por medio del ridículo, lo auténtico en todas sus manifestaciones -20- para que sobresalga «aquello» que constituye nuestra verdadera tradición cultural. Los personajes -recurramos al símil- se nos muestran en posición trágica (inconsciente o conscientemente asumida), pero, sutilmente, su catarsis la van a realizar, en modo alguno, como tal, sino por medio de todos aquellos elementos superficiales -según nuestra concepción, deformada las más de las veces- que han constituido, o constituyen, su mundo. De este modo, la irrupción narrativa es total, es un torbellino que nos envuelve «in medias res». «Tú, chitón. Te sientas ahí y ya pueden ir eligiendo». «Bueno, bueno, mire usted, aquí de lo que se trata, pues que usted ni torta». (El mundo puede ser nuestro, páginas 9 y 17). «-Me parece... -A usted no le parece nada, doña Concha, usted ahora a oír, ver y callar. Es lo más sano». (Mesa, sobremesa, página 103). Y cuyo desarrollo se hará por medio de la técnica del contrapunto, o si se prefiere, de la oposición binaria, en su mayor parte: 1 2 Ayer Hoy Alegría Tristeza Mundo ideal Mundo real 1 2 Comunicación Incomunicación Ímpetu Marginación Identidad Confusión -21- Los elementos del apartado 2 constituyen el punto de partida -salvo, como es lógico, en Primeras hojas- de su narrativa, y a partir de ellos se desarrolla la casuística (siempre con un sano intento de clarificar, nunca de moralizar) que los anima y, en otros, tal casuística da

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pie a las enumeraciones caóticas que conducen al mundo del absurdo: Smith y Ramírez, S. A. La preocupación por el hombre, en su totalidad, ha estado presente en el autor, y de ahí que su narrativa haya tendido y tienda a desvelar sus más profundos secretos. El hombre se nos muestra en todas sus facetas y etapas y siempre en un espacio y tiempo históricos -no desdeña la realidad, sino que sale a su encuentro-. España es el marco de sus aconteceres; el tiempo se extiende desde principios de siglo hasta nuestros días. «Ah, no, no me gustan nada. Absolutamente nada. Pero los quiero. Son los míos, los que tengo ahí. Dios no me ha dado otra España más habitable y debo resolvérmela todas las mañanas. Cómo había de tomarles el pelo». En su última y productiva etapa narrativa, Alonso Zamora Vicente, cada vez más, va eliminando el asunto, tema, etcétera -entiéndase dentro de la estructura-. No le interesa. Y así, mediante su paulatina eliminación, tiene que surgir, y surge, una nueva y maravillosa expresividad creativa del lenguaje; ya que, como no hemos olvidado, el lenguaje empieza por ser oral antes de llegar a ser instrumento de cultura escrita. Alonso Zamora Vicente así lo entiende -como así lo entendieron nuestros clásicos-, y ése es su punto de partida: el lenguaje del pueblo (no populachero) que, debidamente tamizado -aquí precisamente reside la maestría del artista que lo utiliza-, lo devuelve al pueblo, que lo asume como si fuera creación propia. -22- Este arte creativo en Alonso Zamora Vicente ha pasado por diversos estadios y ha adoptado, tanto en lo formal como en el contenido, estructuras diversas. PRIMERAS HOJAS, O VISIÓN POÉTICA DE UNA REALIDAD «... también tú vas a ver / cuánto va a dolerme el haber sido así» (César Vallejo). Constituye -desde el punto de vista de su aparición cronológica- el primer volumen de prosa creativa de Alonso Zamora Vicente, aunque, debido a su indudable dominio técnico y a ese «saber estar» como creador, nos hacen pensar que el oficio y recursos de auténtico narrador provenían ya de antaño: «No debió ser el primero por la plena posesión de un arte complicado y por la gran novedad de procedimientos estilísticos». El volumen se compone de dieciocho relatos, circunscritos a sus recuerdos infantiles, formando un todo compacto tanto desde el punto de vista de la estructura como del

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contenido. Aunque fue descrito por su autor «como conjunto de cuentos cortos, inconexos, de evocación de la infancia, dentro de las formas del llamado cuento lírico», tenemos que disentir de esta opinión -por supuesto muy significativa- en cuanto a lo de «inconexos», pues es el «yo» del narrador, eminentemente lírico, quien inunda toda la narración y hace posible que los dieciocho relatos se conviertan en fragmentos poetizados de un todo perfectamente orgánico: su infancia. «Para Alonso y Juan, devuelta memoria y reestrenándose», nos da la pauta -como dedicatoria del libro- para -23- que en este sentido entendamos lo que de evocación, presentación del pasado conlleva Primeras hojas; constituyendo, además de una técnica o motivo literario, una necesidad. Según palabras del propio autor: ‘es la mejor terapéutica para olvidar el pasado’». Sin embargo, creemos que no, ya que «Viejos retratos» -su primer relato- nos confirma en lo contrario: «El libro responde a una íntima necesidad de conservar el ayer». El narrador en «Viejos relatos» -que empieza de forma indirecta- no es el autor, sino un personaje ya mayor, «voz tibia y cansada», que sirve de puente al narrador y de quien se vale para acercar el pasado al presente, y viceversa, o -24- unir ambos («no pases tan de prisa, se arrugan las hojas»)... «y tú no habías nacido (enciende, no veo bien)». Con lo que, a nuestro entender, queda poetizada la narración al introducirnos un dato del relato tradicional: el atardecer o primeras horas de la noche, que soportan el paso lineal de las hojas del álbum con recuerdos perfectamente atrapados y apresados en un espacio. El estilo directo (todos son parecidos, papá qué se dicen, nunca se baten) aparece pausadamente, y siempre para mostrarnos algo. El niño, a partir de «Mañana de domingo» -segundo relato-, se siente activo; ya no es una persona mayor quien nos va a ir mostrando el mundo, sino que éste, en su medida, se ha activado y hecho presente en la acción del niño, que es quien nos lo va a ir describiendo; de este modo, en «la primera muerte» el mundo infantil -frente a los adultos- aparece como gran dominador de la escena. La muerte, aunque nos duela, se nos da empequeñecida y poetizada porque el niño, al sentir la opresión del narrador, se revela y nos da su mundo: «... y a Elisa que llora a grandes gritos, que se cae, el sombrero se le vuelca... (mira, vamos allí, se le ha caído el sombrero a Elisa, se le va a mojar)... Dorotea es una llorica y las señoras no dejan de suspirar y de decir: pobrecito, tan pequeño». Y ya es el mundo del niño, aunque matizado y contrastado por el de los mayores, el que nos describe en «Vuelta de los toros», «Música en la calle», «Tarde de Rosales» y «Aleluyas». El Madrid de su niñez nos pone el marco. «Es el Madrid de mi infancia. Es efectivamente un Madrid que no existe, claro, han pasado muchas y muy importantes cosas... Es un Madrid de una vida patriarcal, burguesa, un Madrid, además, me atrevería a decir, de madrileños... Claro, aquel Madrid, pues cómo no va a haber desaparecido, figúrese usted, si era un Madrid donde nos conocíamos todos, donde se paseaba por una calle de arriba a abajo como en una provincia cualquiera... En mi

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casa se -25- vivía prácticamente con arreglo a los toques de las campanas de la parroquia, más que con el reloj o con mandatos familiares, muy distinto...». Su mundo, y el de los suyos, nos lo presenta en «Pesadilla», «En el huerto», «La Casa de Campo», «De visita»; sus deseos más íntimos en «Escapada», «Tarde de cine», «La verbena», «Veraneo» y «El colegio», hasta llegar a «Polichinelas», amalgama de monólogo, estilo directo, distintos niveles de lengua, y todo ello bajo la atenta mirada del niño: «Entra, toro; alto, toro, no seas bruto, que me has clavado un cuerno en la barriga, y los chicos ríen, ríen sorbiéndose los mocos, y los mayores ríen, y ríen... y las mulillas, los cascabeles resonantes, una plaza de toros quimérica, adivinada en la cuadrada superficie de los polichinelas y, sin embargo, enaltecido redondel de sueños, bondadoso, con sol y nunca sombra, yo sentado en el suelo, mientras los barquillos (del gallego ese sordo, como siempre) caen por la comisura de los labios, abobados, entre risa y risa desgajándose» (p. 124). Con él cierra la estructura material del volumen, no así su evocación lírica de la infancia, ya que, al eliminar las autorreflexiones, la narración queda abierta. Idea que se ve robustecida por el epígrafe final: «... también tú vas a ver / cuánto va a dolerme el haber sido así». El narrador nos ha situado en ese mundo vago del recuerdo -su recuerdo-, del que nos irá dando múltiples toques de atención para que lo hagamos nuestro -nosotros los lectores- en la medida de lo posible y, de esta forma, revivir nuestra infancia aunque, naturalmente, con distinta sensibilidad. En el volumen, junto a los recursos técnicos tradicionales, propios del género, aparecen como novedades estilísticas -26- más notables elementos de enorme sencillez: desaparición de los signos ortográficos de interrogación y admiración: «Tarde de Rosales, luto cercano. Volvíamos despacito, a pie, ya el sol bajo. Delante los mayores, seriecitos, qué irán preparando; hay que ver, a Paco habrá que ponerle pantalón largo en seguida. Detrás Dorotea, conmigo a rastras; anda, hombre, no remolonees (oye, Dorotea, para qué vale patinar, qué es Parisiana, por qué me da perras ése que viene con Elisa ahí detrás, no miran por dónde van, tropezarán, por qué se marcha antes de llegar a casa, por qué no se puede hablar así de él)». Imágenes como resultado de una muy aguda sensibilidad ante la naturaleza: «Con su aire de bidón oxidado y mugriento» (p. 18). «Y se le oía pisar encima de los restos de leña, que crujían sedosos con un olor bueno a montaña, a desordenada brisa de humo y hierbas transitorias, olor de paseo al sol» (p. 39). El recuerdo pasa al presente por medio de la observación precisa, el toque exacto:

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«Veía aquellas extrañas ceremonias, ir y venir de caballos, sables en alto (qué se dicen, nunca se baten») (p. 17). Esta actualización del pasado, o el recrearse en él, va a ser conseguida mediante el empleo de los tiempos verbales, frente al uso del imperfecto como fórmula introductora del cuento va a oponer, en la mayoría de los casos, bien el presente evocador («Cuando me asomo al balcón de la casa materna», «Vuelvo a ver la mañana del sol»), bien el estilo directo, bien el imperfecto narrativo. El tiempo que tiene como finalidad darnos la totalidad de las acciones del niño nos lo presenta a través de las estaciones del año -27- «Primavera adentro llegaba el hombre del organillo» (página 36). «Fue aquel otoño en que también hubo crisantemos, blancos, amarillos, con su aire estúpido, despeinados bajo la lluvia» (p. 66). Y por los juegos de los niños (pídola, canicas, trompo) que van implícitamente ceñidos a un tiempo. De igual modo, encontramos acumulación de los elementos del recuerdo: diálogos, pensamientos agolpados por lo que dice el niño o le dicen, aplicación del monólogo interior. Téngase presente que su aplicación es anterior al llamado boom de la narrativa hispanoamericana. El volumen aparece publicado en el año 1955, pero algunas de las narraciones que lo componen habían sido publicadas años antes en el suplemento del diario «La Nación», de Buenos Aires. Por aquellas fechas, en España se está iniciando el realismo social (La colmena, El Jarama). SMITH Y RAMÍREZ, S.A., O CREACIÓN SIMBÓLICA Constituye su segundo volumen de narraciones, y con él técnica y semánticamente nos introduce íntegramente en un mundo imaginario y desligado directamente de sus propias e íntimas experiencias. «En Smith y Ramírez, S.A. había unas cuantas historias -¿historias?, ¿ficciones?- que, algunas al menos, también habían salido por vez primera lejos de España. Otras aquí, en ‘Ínsula’, ‘Cuadernos Hispanoamericanos’, ‘Papeles de Son Armadans’. Son de signo muy diferente a las de Primeras hojas, pero también dominicales. En el delantalillo lo explico. Si son seis o siete, son seis o siete frustraciones. No sé si ahora se vuelve a destacar el cuento

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del absurdo, de lo loco y vano, pero en los años cincuenta y tantos no se hacía. Aquí, quiero decir». -28- Con él nos intenta dar, y lo consigue, un mundo que en algunos relatos se acerca a lo absurdo; en otros, a lo futurista, y en todos hay algo de fantástico que lo desliga de su «yo» íntimo para dar paso al «yo» épico. Siete narraciones lo componen, perfectamente agrupadas en: a) relatos eminentemente fantásticos -«Anita», «Pasado mañana», «Apiguaytay» y «Un pobre hombre»-, y b) relatos del absurdo -«De segunda mano», «Smith y Ramírez, S. A.» y «Tren de cercanías»-, aunque conservando una clara unidad: esa creación simbólica que proviene en todos los casos de una inserción de lo irreal en lo real. El mundo del absurdo -conseguido técnicamente, en la mayoría de los casos, por medio de una enumeración caótica- que se desprende de los relatos de Alonso Zamora Vicente no pertenece al mero mundo de las ideas o de lo abstracto, sino que se encuentra inmerso en la vida cotidiana de nuestro vivir. «Estos relatos, que dan al absurdo realidad intensamente vivida, no son mero virtuosismo imaginativo: apuntan a problemas fundamentales de la existencia humana -la supervivencia, la identidad personal, la busca de algo esencial que nos falta, la culpa y la expiación». Alonso Zamora Vicente, ya lo hemos apuntado, nos plantea el problema del hombre dentro de su contexto histórico y el mundo del absurdo que proviene de Smith y Ramírez, S. A. queremos interpretarlo como el caos que el nazismo y sucedáneos produjeron en la estructura social, especialmente en los jóvenes de aquella época: «Yo no debo decir nada de este libro que, en parte, ha sido traducido y comentado -y muy comentado- en la Europa que había visto los campos de concentración y la total pérdida del respeto a la condición humana». -29- «La novelita corta que da nombre al volumen Smith y Ramírez, S. A. es, sin más, la vida en uno de esos gigantescos almacenes modernos donde se vende de todo: mandarinas, arte, felicidad, cacharros, enfermedades, sentimientos, detergentes. También hay impermeables. Bien. En ese almacén hay un departamento especial para los niños perdidos en las apreturas. Allí se les recoge, se les guarda, no se devuelven. La técnica más actualizada se encarga de reglamentar su peso, emotividad, ensueños, trabajos, desfallecimientos... La novelita persigue la vida de una niña perdida para su felicidad en esa casa, un día de rebajas, y que permanece allí hasta que llegue el día de su boda. Toda la perversión que nos caracteriza hoy aparece allí -dicen- con muy buen humor. (Sí, sí, buen humor... Para bollos está el horno)». (Alonso Zamora Vicente: Yo escribo los domingos, p. 283). Al ser la materia narrada distinta de Primeras hojas, también lo es el punto de vista del autor como elemento estructurante. El autor aquí se sirve de sus personajes o de un narrador

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como trasfondo narrativo que dará paso a una forma plenamente desarrollada en posteriores publicaciones: el falso monólogo. Técnicamente se somete a las normas de la narrativa clásica del género ficción: el narrador se adueña del relato, que abandona paulatinamente para ir dejando paso al diálogo de sus personajes; éstos, en algunos casos, convierten sus diálogos en auténticos monólogos y, en otros, recurren a la forma epistolar. El diálogo se presenta ya disociado; las personas gramaticales empleadas son la primera (singular y plural), la tercera y la segunda (diálogos y toques de atención). En un proceso narrativo como el de Alonso Zamora Vicente, el concepto de imagen va íntimamente unido a su forma de escribir, puesto que en multitud de ocasiones la imagen forma parte del monólogo, diálogo o soliloquio. -30- No existe duda alguna de que Alonso Zamora Vicente es un gran domeñador del lenguaje y posee -como buen observador, extraordinario diríamos- una muy aguda sensibilidad ante la naturaleza, de ahí que las imágenes aparezcan como algo propio y esencial en su narrativa. «Cuando Anita reanudaba la charla, era un viento vivo y generoso». «Olor de tierra húmeda y flores imprecisas, olor ajado, innominable, entristecido». «Va despacito, camino de la estación, entre la lluvia cobarde» (Smith y Ramírez, S. A., pp. 9, 10 y 19). Como, asimismo, párrafos de gran riqueza metafórica: «Me crecía la cólera desde el codo abajo, y a él le nacía una lejana noche desolada en los hombros». «Negro todo ya, perdiéndose río adentro, profundo respiro, una estrella nuevamente tensa en la superficie ya tranquila, gradualmente endurecida, compacta soledad sobre el zumbo de la esclusa y apretándose» (Smith y Ramírez, S. A., páginas 67 y 78). En Smith y Ramírez, S. A. los personajes tienden a ser héroes, dada la contextura de los relatos. Solamente los protagonistas, en el sentido clásico del término, tendrán nombre propio; los demás personajes se nos presentarán de una forma parcial y luego, a través del relato, se nos irá dando el resto de los datos directa o indirectamente. Igualmente, hemos de destacar que de los protagonistas -normalmente dos- uno es presentado, al menos parcialmente, por el otro, y el segundo lo es por descripción en tercera persona: «Daniel Aguilar salía del cabaret muy contento. Quizá por vez primera en su vida lo había pasado bien. Anita era una muchacha deliciosa, muy distinta a las que solía convidar otras

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noches». «Sonia no cabía en sí de puro contento. Martes ya, y pasado mañana, la boda... y la tienda de cuadros, con esas reproducciones de Chagall que no le gustan a Claudio, este Claudio a veces tiene unos gustos... y -31- piensa en Claudio, que vuelve de su pueblo, su último regreso de soltero». (Smith y Ramírez, S. A., pp. 9 y 19). Con relación a los tiempos empleados, el predominio del imperfecto narrativo es notorio: «Daniel Aguilar salía del cabaret... Anita era... le quedaba... cuando Anita reanudaba...». «Sonia no cabía en sí... se le iba la mano... Sonia apretaba el paso...». La noción del tiempo llega hasta nosotros, preferentemente, por manifestaciones externas: la lluvia, el sol, la -32- luna, el calor, el frío, etc., forjando uno de los rasgos estilísticos más característicos del autor: «Ya llevaban un buen trozo andado cuando Daniel, entre mimo y mimo, se dio cuenta de que Anita iba a cuerpo. Hacía frío. La noche...». «Media tarde, una transparencia amarilla llenando la espera, otoño arriba» (Smith y Ramírez, S. A., pp. 10 y 14). UN BALCÓN A LA PLAZA, O LA REALIDAD QUE NOS RODEA «... y quisiera yo ser bueno conmigo / en todo» (César Vallejo). Nos introduce en un mundo real -querámoslo o no- en donde pululan personas de todo tipo y condición social y con las que, a veces, a trancas y barrancas, tenemos que convivir. Significa, con su lenguaje concreto, el choque con la gente que nos rodea. Aunque Manuel Ariza lo trata de «cuento de transición», creemos que temáticamente constituye una anticipación de su quehacer posterior; más aún, teniendo en cuenta la anterior obra creativa: Primeras hojas y Smith y Ramírez, S.A., lo definiríamos como un paso adelante en su temática. Sin embargo, desde el punto de vista técnico, conforma un oasis sin relación posible entre la anterior y posterior obra de Alonso Zamora Vicente por ofrecer una adecuación perfecta entre espacio y tiempo narrado.

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La acción dura aproximadamente el mismo tiempo que invertiríamos en hacer una lectura reposada: comienza a las cuatro de una tarde de abril y cierra a las seis. El elemento tiempo, ininterrumpidamente, está presente. El autor -33- -34- empieza dándonos una visión externa: «Tiempo de abril, las cuatro de la tarde», inmediatamente nos refleja el reloj de la catedral y los cuartos de hora y, a continuación, la narración se encoge y alarga bajo una trepidante sensación de tiempo: «-¡Date prisa! ¡Van a venir! -¡Bueno, bueno! ¡Ya voy!» (p. 12). Y el tiempo se adueña de la tertulia: «Un estallido de quietud donde el tic-tac del reloj se adueña de la sala. Parpadeo de luces. Brillos furtivos en los marcos, en las consolas. Tic-tac, tic-tac, tic-tac» (p. 52). El título nos dibuja la localización espacial: el balcón, que deja paso al foco del salón «junto a la mesa camilla», en donde doña Piedad va a pasar cerca de dos horas junto con sus contertulias. A TRAQUE BARRAQUE, O GENTE «... querría / ayudar a reír al que sonríe, / ponerle un pajarillo al malvado en plena nuca, / cuidar a los enfermos, enfadándolos, / comprarle al vendedor, / ayudarle a matar al matador -cosa terrible-, / y quisiera yo ser bueno conmigo / en todo». (César Vallejo). Temática y estructuralmente quedan agrupados bajo este epígrafe los volúmenes Desorganización, El mundo puede ser nuestro, Sin levantar cabeza. Con él, Alonso Zamora Vicente entra de lleno en este nuestro mundo real, en el que se detiene morosamente sobre estructuras sociales que han perdido el rumbo o su forma de vida y, sin embargo, se aferran desesperadamente a situaciones pasadas. El tema de la Guerra Civil, directa o indirectamente, aparece como una honda preocupación en el quehacer creativo de Alonso Zamora Vicente. Sin embargo, no encontramos en los relatos un planteamiento previo de las causas que la originaron, ni siquiera alusiones a los distintos frentes en los -35- momentos álgidos de la contienda, sino que las alusiones van dirigidas a los problemas que provocó y a las dificultades que creó.

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La vida presente, su forma en muchos casos, es el resultado de «algo» que ocurrió, y ese «algo» no ha sido otro acontecimiento que la guerra que dividió, una vez más, España. La guerra -ese gran mal que azotó España, bien para muchos- se nos muestra y se nos da desde diferentes ángulos, pero sin una determinada posición previa; de todos ellos emana una gran tristeza conmiserativa tanto hacia quienes comunican como hacia el receptor. «Todo el negocio se lo llevó la guerra, cuando los nacionales llegaron allí ¡pum, pam, pam! Nada. Ni el solar. Luego han hecho por allí una cárcel (Carabanchel), lo que prueba que la tierra es buena». («Siempre en la calle», A traque barraque). «... Yo fuera. Misiones especiales, con triple sueldo. París, Roma, Tánger, las urbanizaciones... Me relacioné. Yo tengo siempre preocupaciones sociales. Consejos directivos de esto, de lo otro, de lo de más allá. Esto es hacer patria. Es verdad que salté por encima de muchos...» («Uno es generoso», El mundo puede ser nuestro). Asimismo, encontramos en los relatos de Alonso Zamora Vicente una aguda sensibilidad en los temas relacionados con la Cultura -con mayúsculas- ante el estado de postración patente en que se halla. No, no hay malignidad en su exposición, sino desencanto total, y este desencanto lo expresa de la única manera posible: la insinuación irónica. Pero, ¡cuánto cariño encerrado!, ¡cuánta noble intención!, hay expresados para que volvamos -36- la vista y recapacitemos en esas pequeñas cosas que han constituido y constituyen -aunque algunos se empeñen en lo contrario- nuestra esencia personal. «Aquí somos muy científicos, eso ya está mandado retirar. La ciencia, amigo, la ciencia. Eso de la poesía era antes, cuando había genios: Campoamor, Núñez de Arce, Gabriel y Galán...» (ATB, 265). «Cervantes, cómo es posible que aún se lea a Cervantes, es absolutamente innecesario para conseguir un premio novelístico» (ATB, 125). «Yo leo también aparte del ‘Marca’ y ‘El Caso’ el ‘Boletín Oficial’, es muy educativo» (El mundo puede ser nuestro, p. 48). Todos los personajes convocados intentan salir a flote -consiguiéndolo o no- sobre presupuestos falsos y desfasados, y todo ello con el lenguaje más conveniente y real, con el suyo propio. Es éste un lenguaje que responde a un tipo amplio de sociedad -situada en Madrid, como núcleo aglutinante-, en el que la mayor coincidencia entre ellos no es precisamente la economía, o al menos bajo ese prisma no nos son presentados, sino su enorme falta de educación. El lenguaje empleado no tiene, en su conjunto, ningún matiz dialectal, sino que engloba todo ese enorme mundo sin frontera alguna que, en nuestros días, aparece igualado debido

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al trasvase de capas sociales y a una auténtica falta de cultura tanto a nivel individual como colectivo. El lenguaje, rico en modismos, giros y léxico del habla cotidiana, se nos presenta como una perfecta recreación artística de la lengua más viva y espontánea: el habla del pueblo. Aquí, precisamente, radica uno de sus principales logros en la prosa: el haber elevado el coloquio a formas perfectamente válidas y de gran belleza artística. No nos es fácil sustraernos a la tentación de ofrecer una pequeña muestra, aunque somos los primeros en reconocer que el aspecto lingüístico, por su importancia, está necesitado -37- de un estudio en profundidad que comprenda la totalidad de la obra narrativa. «Lo mejor es decir las cosas a la pata la llana». «Pero tú, rica. Tú has tomado el número cambiado». «Que nanai, hombre, que las pasaste canutas» (El mundo puede ser nuestro). Y así nos encontramos con refranes y modismos en los que el autor suple su segundo elemento, bien por puntos suspensivos, bien por el etcétera, bien con otro elemento que no cabe dentro de la estructura originaria, o por modismos tradicionales. «No hay mal..., etc.» (ATB). «Ya lo dice el refrán: A carnero regalado, frénale el diente» (ATB). «O se nace Premio Nobel o se va uno a hacer gárgaras con vitriolo» (El mundo puede ser nuestro). «Y ya sabe usted, los míos, aunque sean judíos, ea, ya no se lo digo» (El mundo puede ser nuestro). «Todo debió andar manga por hombro, y a río revuelto...». «Ya lo dijo el poeta. Puesto que la vida son los ríos y lo que sigue, a jorobarse tocan, sí, señor» (ATB). Las narraciones agrupadas en torno a Traque barraque representan el paso a la calle, en encuentro con la realidad de nuestro mundo, sus páginas pululan toda una abigarrada colmena de seres humanos: el cura, el farmacéutico, el comerciante de barrio, la solterona, el mundo de los viejos y asilados, el taxista, el obrero, el artista de circo, el emigrante, el poderoso, el encumbrado en cargos oficiales, la juventud del «Mini», del papi, de la boîte, o los que se pasan el año ahorrando para poder broncearse en las playas y vivir como los ricos, aunque sea a plazos. Y hasta, inclusive, el propio Alonso Zamora Vicente salta al ruedo, con su nombre, convocado por sus personajes.

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«Hay por ahí un fulano con unas intenciones que válgame Dios, un tal Alonso Vicente, o una chorrada así, que, en -38- cuanto pesca algo de este tipo, ¡zas!, lo escribe, y ya sabes, se acabó lo que se daba» (El mundo puede ser nuestro). Especial interés merece el mundo de los ancianos, de los asilados, que en Alonso Zamora Vicente sirve para presentarnos la realidad actual mediante el contraste. El contraste surge por comparación de esas pequeñas cosas que han constituido sus vidas y que no encuentra cabida en los actuales moldes que presenta la sociedad. «Presiento que, en mucho tiempo, éste será mi quehacer extrafilológico. Gente. Gente, hombres y mujeres que, con sus defectos aparentemente ridículos, pueden probar documentalmente que han nacido pequeñitos, como decía César Vallejo. Y, añado yo, por mi cuenta, también pueden probar que no han tenido a nadie que les ayude a crecer». El mensaje, que se desprende de su comunicación, apela a la inteligencia del receptor con el fin de llamar la atención hacia la realidad que representan los personajes. Éstos, convertidos en el emisor, irrumpen en la escena con toda su carga de expresividad léxica. Técnicamente, el narrador y las descripciones dejan paso al monólogo que quiere romper y, significativamente, lo consigue en diálogo. El falso diálogo -soliloquio-, lleno y matizado de una gran riqueza léxica, el hablar de la calle, configura en estos volúmenes una personalísima visión estilística del autor. El procedimiento empleado es, a la vez, sencillo y no fácil de conseguir: para que exista diálogo es necesario que se den el emisor-receptor y la comunicación, pero al no existir comunicación el posible diálogo queda roto y con él se desvirtúa el receptor particular que queda universalizado en el interlocutor. Así, en sus relatos, siempre está presente el emisor que se dirige a un supuesto receptor que, a su vez, no emite. -39- «Porque, distintamente al famoso monólogo de la señora Bloom o de sucesores como Faulkner, nacidos en monólogos, éstos de A traque barraque y el uso lingüístico lo manifiesta) son diálogos que la no-recepción ha conducido a monólogos. De ahí su valor connotativo de incomunicación en un ámbito tan aparentemente comunicado». A nivel de estructura, y en todos ellos, se parte de un hecho real tanto a nivel lingüístico como situacional, pero este tomar como materia prima del arte la realidad inmediata, no sólo en su aspecto físico y externo, sino también -40- en lo moral y humano, es la base del llamado realismo español, concepto engañoso que va, estéticamente, mucho más lejos que una pura reproducción de lo aparente. MESA, SOBREMESA, O EL SENTIR DE LA LETRA

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Entronca, si bien con procedimientos técnicos diferentes, con la realidad nuestra de cada día, que ya anunciara en A traque barraque; con esos grandes o pequeños detalles de aquí y de ahora que acompañan indisolublemente a los seres humanos. Mesa, sobremesa narra con flash múltiple el acontecer de un grupo de personas, muy de nuestro tiempo y lugar, que asisten, porque no les queda más remedio, dada su situación, a una comida-homenaje en honor de uno de tantos personajes públicos a quien el poder establecido hace aparecer como filántropo, pese a que el subconsciente de los allí congregados nos le presentan en su justa dimensión, gracias a los dos niveles de lenguaje empleados. El homenajeado, típico personaje de la sociedad española, es el prototipo de hombre que, a base de tenacidad y de carácter acomodaticio -ayuno de todo planteamiento ético y cultural-, llega a desempeñar funciones y poder muy por encima de sus méritos. Los dos niveles: el narrado linealmente y el pensado -soliloquio, interrumpido con extraordinaria precisión- se entrecruzan y hacen posible que el lector aprehenda la narración en su totalidad. A nivel de escritura, los dos niveles corren paralelos a lo largo del texto, siendo claramente perceptibles para el lector por la distinta tipografía empleada para cada uno de ellos. El tipo de escritura guarda relación con los dos niveles narrativos: los soliloquios-monólogos se desarrollan en largos períodos, dando preferencia a la supresión de los signos tradicionales de escritura. En la parte descriptiva y diálogos sigue la puntuación más tradicional. -41- El hilo discursivo, al ser varios los personajes, es múltiple. Vamos conociendo lo que se nos quiere transmitir desde distintos ángulos y perspectivas: del individuo al grupo social, y de éste al individuo con el fin de interpretar el mundo que nos ha tocado patear: la España nuestra de cada día, con sus grandezas y defectos. Pero no hay otra. Y por ello el autor, desde la desazón de sus personajes, sueña con otra realidad bien distinta: la redención por medio del hecho cultural en toda su amplitud. Al no ser posible dicha realidad, vuelca toda la ironía que el intelectual lleva dentro en contra de los vicios que en nuestra sociedad han aflorado a lo largo de los años. Se inicia el volumen con una carta-prólogo en la que el autor con suma agudeza nos dibuja, pirueta va pirueta viene, un jugoso panel de su quehacer literario y de la incidencia del prólogo en la tradición de nuestras letras. El prólogo se construye, asimismo, al igual que un «Soneto»... En él nos va presentando con su soledad y tristeza a los personajes que intervienen, pero entreviendo horizontes en sus vidas que quizá no lleguen nunca a ser realidad. El centro de la narración lo componen las distintas fases de una comida, desde «El aperitivo» a «Cada mochuelo a su olivo», en donde asistimos al charloteo de una sociedad que debería ser solidaria, pero prefiere seguir siendo esclava de la hipocresía, la ignorancia y los prejuicios egoístas; colectividad que no tiene arrestos para reconocer su complicidad en el actual desbarajuste de ideas, actitudes, creencias...

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La lengua aparentemente nos viene dada como si el magnetófono hubiera sido el encargado de la redacción, pero nada más lejos de ello, ya que la aparente sencillez es fruto de una perfecta simbiosis entre el habla coloquial y la artística. Sin duda, estamos ante un perfecto y depurado estilista, porque nada más difícil que elevar a categoría artística lo cotidiano, y mucho más si lo que destaca del conjunto es la sencillez. -42- En Alonso Zamora Vicente tal procedimiento es perfecto por espontáneo y vivo; en manos de otros escritores con menos recursos técnicos el procedimiento pierde espontaneidad y se diluye en un realismo a veces chabacano. Emilio Náñez, con voz medida y sentida, nos sugiere «su» lectura: «... A. Z. V. deja en sus páginas la nadedad de unas conversaciones, charlas o chácharas de unos comensales que se reúnen, trasunto ridículo del Olimpo, como los dioses en torno a Júpiter, en torno a un jefecillo-jefazo, no para degustar el néctar y ambrosía y tratar de los graves problemas humanos, sino para engullir bazofia disfrazada y rezumar trivialidades hipócritas mientras en su fuero interno se ponen como chupa de dómine. En esto ha venido a parar aquello, nos dice A. Z. V. Soterraño y escondido en los discursos de los contertulios se palpa el fluir del tiempo, la melancolía de los días pasados, aunque hayan sido dolorosos, porque se tiene el pesar de no haber sabido o no haber podido cambiarles de signo a causa de la malicia o de la estupidez de los otros o de nosotros mismos. Por ello, pese a la aparente frivolidad, a la intrascendencia de las conversaciones corregidas por el frío contraste del fluir del propio pensamiento, hay en el libro una tremenda tristeza. La tristeza de la incomunicación, la tristeza de la incorregibilidad de los defectos humanos. La tristeza del paso del tiempo... Sólo quien ha sufrido mucho y tiene altura moral sabe dar a sus palabras el tinte del dolor trascendido, superado y envuelto en una sonrisa, incluso envuelto en una comprensión y a veces hasta en una disculpa... Partiendo del libro me atrevo a aventurar que su autor ha debido sufrir mucho». «... En efecto, el libro, este libro, Mesa, sobremesa, es muy triste, a pesar del humor -mejor dicho, precisamente por el humor que todo él destila-, a pesar de su gracia, de la gracia de las situaciones, y, sobre todo, de la gracia chispeante -43- de sus palabras, de sus salidas; a pesar de la risa que nos provoca espontáneamente en un primer contacto con él, risa que paulatinamente se nos va congelando en el rostro poco a poco hasta convertirse en mueca de careta, cuya rigidez termina haciéndonos daño. Tal vez por esto yo no haya podido leerlo, como decía ‘don Apolinar, el profe depurado’, en poco ‘más o menos lo que dura una comida larga, con una sobremesa bien nutrida de eructos, somnolencias y majaderías’ (p. 15). No. Yo no he podido leerlo de un tirón, frívolamente. Su lectura me ha costado bastante tiempo y la he realizado con muchos parones...». -44- -45- Antología

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De «Primeras Hojas» MAÑANA DE DOMINGO Mi padre me llevaba a todas partes. Anda ceñido en mi recuerdo a todos los pequeños placeres de mi infancia. Unas veces era el carrito de la Plaza de Oriente, repleto de campanillas que tocábamos desesperadamente, con tres jerarquías de viajeros: jinete en el burro, el pescante, sentado dentro. El cochecito daba una vuelta al óvalo del jardín de las acacias grandes, cercado de reyes (todos son parecidos, papá) mientras rosigábamos un barquillo que daba la mujeruca al subir. Otras veces -todos los domingos por la mañana- era la parada, el solemne relevo de la guardia en el Palacio Real. Me encaramaba a los barrotes de la verja, y desde allí, oprimida la cara entre dos hierros, veía aquellas extrañas ceremonias, ir y venir de caballos, sables en alto (qué se dicen, nunca se baten), cañones que cambian de lugar, en tanto que dos bandas tocaban alternativamente pasodobles. Algunos días mi padre me decía: «Mira el rey en aquel balcón», y yo no veía nunca a nadie, y si veía a alguien por la enorme -46- fachada no se parecía a las fotos de los periódicos. Después volvíamos poquito a poquito, aprendiendo uniformes, húsares de Pavía y de la Princesa, lanceros de Alcalá, Escolta Real, y mi padre me agarraba fuerte de la mano, o me tomaba en brazos para verlos pasar. Un alto, siempre, en el centro del Viaducto. Allí el escalofrío de los que se tiraban, de los suicidas (no tengas cuidado, siempre se tiran de noche, cuando no pasa nadie). Era el Viaducto viejo, el de hierro, con su aire de bidón oxidado y mugriento, barandilla alta, un ciego acurrucado a su principio, con un cartel: «de la gota serena», y un perro que sostenía en la boca el platillo de las limosnas. Desde la barandilla del Viaducto aprendí nombres de iglesias altas, de calles retorcidas, de rinconcillos que después he querido mucho. Las Bernardas, encaramadas sobre el Palacio de los Consejos, alta de hombros la torre, siempre haciendo fuerza hacia atrás para no caerse por el barranco de la calle Segovia; las agujas de San Miguel, del Ayuntamiento, de Santa Cruz, adornos infantiles en lo alto, como castillos de dominó; la catedral, dos torres bajas y romas delante de la cúpula, vago recuerdo de león sentado y garras extendidas. San Pedro, cara de búho en ladrillo, y San Andrés, espigadita y alta, oronda de haber subido su costanilla empinada. También campo abierto, Casa de Campo adelante, y La Florida, humo de trenes, y nombres de montañas, lejos: Montón de Trigo, La Maliciosa, Peñalara, Siete Picos, Abantos. «Allí está El Escorial», decía mi padre, señalando. Y yo nunca veía El Escorial, sino casas, lomas, alguna nube, y horizontes, perennes luego, que no se parecían al Escorial, el edificio de muchas torres y pizarra oscura que yo encontraba en los libros, o en un manguillero de hueso con un agujerito de cristal que alguien me había traído de allá, no logro recordar cómo ni cuándo. En cambio, sí sé

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que, al mirar dentro, seis estampas, tres a tres, si se cuca el otro ojo, se veía muy bien un muerto remuerto, que decían era Carlos V, y que yo no miraba por no soñar con él luego... -47- Entrada la mañana, sol de mediodía en el rinconcillo de la plazuela de San Andrés, mi padre paseaba, vuelta va, vuelta viene, con don Juan el párroco. Nunca supe de qué hablaban, tan seriamente, tan olvidados. Yo, al principio, seguía los paseos, hasta que el aburrimiento me crecía. Me recogía entonces a un poyo de la iglesia y desde allí los miraba, mi padre asintiendo o levantando los hombros, manos a la espalda, el cura con un brillo igual siempre en cada pliegue de la sotana, leves, acordados altos en el tranquilo caminar. Espaciadamente, ráfagas de viento levantaban remolinos de polvo en el atrio, yo corría detrás de ellos intentando pisarlos. Mi padre y don Juan iban, volvían. Yo no me atrevía a interrumpirlos. Podía escaparme con otros muchachos, no lo notaban. Y al entrar en casa eran los gritos de Elisa, dónde te has metido, qué botas traes, pareces un golfillo, mientras mi padre se preguntaba dónde podía haberme puesto las botas así, y aseguraba, cansado, que no habíamos estado más que a ver la Parada, que habíamos visto de cerca al rey, y El Escorial, y sin que nadie me oyera, por si era demasiado fácil o pecado, preguntaba a mi padre qué era eso de la «gota serena». Sí, quizá el recuerdo más preciso de entonces es el de las mañanas de domingo. Escozor de sábado, cuando se duda si iremos mañana, si hará buen tiempo, si no habrá otra cosa que hacer. Y ¿cómo te has portado?, te volverás a escapar, te rompiste los pantalones. Duermevela anticipada, pretendo adivinar en la claridad primera cómo será la mañana. Desde la cama aprendí a descifrar en los ruidos de la calle, en los pregones repetidos, en el matiz de la luz, el brillo de un mueble o de un baldosín, si hacía frío o no, si iríamos o no a la Parada. Luego, sin preguntarlo, nos entendíamos los dos, mirada cómplice. Calle de don Pedro adentro (no te metas en los charcos), ya se oían los soldados, y otra vez a reconocer uniformes, y montañas, y aquella vuelta del río, y dame la mano para cruzar, allí hay un sitio, y otra vez a trepar por la verja, sables en alto, campanadas -48- de las once, y, a la vuelta ¿veremos a don Juan?, y cómprame de eso, y hoy no salió el rey, estaría trabajando, y no pases la mano por la pared, regreso ya hoy sin paisaje ni colores, viento lejano, incorporado definitivamente a la vida, acumulado silencio total y despacioso. LA PRIMERA MUERTE Mi madre murió pronto. No murió en casa, sino en un hospital de Carabanchel. Fuimos todos los hermanos a verla el día que la habían operado, sin saber todavía que había muerto. Me pusieron los zapatos nuevos, que me apretaban mucho. Los demás también iban endomingados, sobre todo Elisa, que estrenaba un sombrero malva, de ala muy ancha, cuajada de cerezas y flores. Tuvimos que perder dos tranvías porque ya traían gente y no podía pasar ella, tan grande resultaba el sombrero. Era poco después de comer, a fines de marzo, primavera iniciándose. La catedral, gris y arrinconada detrás de los puestecillos; el

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Teatro de Novedades, la Fuentecilla, nunca se ve por qué se llama eso la Fuentecilla. El tranvía bajaba despacio la pendiente de la calle Toledo, pasaba por debajo del arco grande de la puerta y luego runruneaba monótono toda la cuesta hasta el río. El gasómetro, el túnel del tren de circunvalación (nunca se ven trenes de viajeros por aquí), la Glorieta de las Pirámides (esas estatuas son iguales que las de la Plaza de Oriente), y el Puente de Toledo, humos de fritangas, el fondo de cementerios, las primeras acacias verdecidas, y el tranvía que, al acabar la cuesta, soltaba los frenos y se precipitaba, derrengándose. Cruzado el río, ¿por qué pasa tan de prisa el puente?, no se ve nada; es que sólo hay una vía, no preguntes tanto, otra vez la lentitud de la cuesta arriba. Los dos asientos paralelos del tranvía, observándose, me gustaba balancear las piernas en el aire. Los Mataderos. Se empieza a ver la sierra, quedan atrás los cementerios. El cruce con el trenecillo de -49- los Ingenieros. La plaza de toros de Vista Alegre. El Hospital Militar. Hay que andar un poquito, los zapatos me aprietan. Antes de llegar cae un chaparrón, nos refugiamos en un portal, el sombrero de Elisa no puede mojarse. Estamos cerca. Entre los desmontes se ven las torres de Madrid, suave tras la lluvia. En una descampada, damos la carrera hasta el hospital. Jardinillos al frente, estanque redondo con peces de colores, olor a medicinas, monjas, algunos soldados con muletas, con la cabeza vendada, son de África, y desgraciados, los han herido los moros, y por qué los han herido los moros, y ven por aquí, no te manches, es que no puedo correr más, me aprietan los zapatos. En lo alto de la escalinata estaba mi padre, esperándonos. Nos acercamos corriendo, y: Dorotea, distraiga usted al niño por ahí. Dorotea me lleva a rastras por otra escalera que hay enfrente, y no tires tan fuerte, no seas bruta. Me vuelvo hacia atrás y veo a mi padre que abraza a mi hermano mayor, y a Elisa, que llora a grandes gritos, que se cae, el sombrero se le vuelca, rebotando en la barandilla, sobre el verde (mira, vamos allí, se le ha caído el sombrero a Elisa, se le va a mojar), y todos se entran llorando. Me llevan a una habitación donde hay unas señoras que no conozco, preguntan ¿es éste?, señalándome, me dan caramelos, yo quiero ir a recoger el sombrero. Dorotea solloza por algo que le cuenta una monja, y todas aquellas señoras me miran, suspiran retorciéndose en la silla, y dicen muy ñoñas, pobrecito, tan rico, tan pequeño, y ¿no vas a la escuela? y ¿qué sabes de geografía?, yo digo alguna palabra porque las señoras se ríen y Dorotea me riñe. Y que vamos a buscar el sombrero de Elisa, que ella no lo cogió, y quítame los zapatos, me duelen mucho los pies, y a qué huele aquí. Entra otra monja altísima, pregunta si soy el pequeño, y dice que me lleva a verla, y cómete esta naranja, ¿cuántos años tienes?, y yo no digo nada, me duelen los pies, Dorotea es una llorica y las señoras no dejan de suspirar y de decir pobrecito, -50- tan pequeño. Aparece mi padre, haz que me quiten los zapatos, Dorotea no ha querido ir a recoger el sombrero, por qué lloráis todos, qué ha pasado, yo quiero estar con vosotros. La monja tira de mí, y mi padre dice que no, que no me lleven, que soy pequeño. Siempre hoy con esa historia de que soy pequeño. Oigo llorar a Elisa en una habitación, entro sin que me noten, mientras hablan la monja y mi padre, y veo a todos, qué oscuro está, lloriqueando, y en una cama veo a mi madre, muy quieta, como cuando yo la veía dormida en casa, algo despeinada, y un olor. Tiran de mí por detrás, la monja me lleva al jardín, rompe a llorar, que me duelen los pies, y pobrecito otra vez y, arrastrándome, te daré de merendar, pronto te irás a casa. Hay tormenta, llueve grueso, me acuerdo del sombrero de Elisa, ya lo habrán recogido, hombre, no te pongas pesado, vamos a la capilla a rezar por mamá. Bueno, vamos, pero me siguen apretando los zapatos, y gimoteo, y

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siempre yéndome. Elisa viene por mí, me llevan en un coche a casa. El sombrero abollado está en el asiento, y nos apretamos todos dentro del auto, inútil preguntar, me descalzo y me dan un cachete, y lloro más fuerte, lloramos todos. Dorotea dice a Elisa que se calme, porque si no le va a dar otro ataque de nervios y quién se va a encargar de tanto, y quién va a ir a las esquelas, más bullente lagrimeo, el entierro mañana y no podremos ir todos. Todos discuten, todos quieren ir al entierro, todos están de acuerdo en que el niño no. Y ya en casa, el niño no, que se lleven al niño, ropas para el tinte, y el niño no, solamente mañana no. Todo anda revuelto, todos hablamos solos sin saber por qué, viene mucha gente, por qué me querrán llevar todos a sus casas aunque esté descalzo, y no me atrevo a preguntar por ella, adivino que hoy no se merienda, quizá no se va a merendar ya nunca más, quién sabe si tampoco otras cosas ya nunca más. Y aprieto entre mis dedos, con una oculta alegría, un par de cerezas del sombrero, son de cera, medio deshechas ya, y destiñéndose. -51- MÚSICA EN LA CALLE Cuando me asomo al balcón de la casa paterna, pienso que voy a tirar una moneda. La moneda que yo echaba siempre a la calle para el hombre de la música. Ya no está enfrente del quicio oscuro, con columnas, donde se solía poner el ciego del violín. Viejo, de barbas blancas, qué sucio está, cómo no tendrá frío hoy con el gris que corre, que va a nevar. Tocaba su violín incansablemente, y una vez y otra. Una más, tango-canción, y Cielito lindo, aire cubano, y los cantaba. Yo apretaba la nariz contra los cristales del balcón (no abras, entra frío), y pasaba el tiempo mirando, mirando, sobre todo la rígida postura del perro lazarillo, el plato de la limosna en la boca. Sonaban las monedas poco a poco, la portera siempre salía para echarle, a veces, le daba algo, y de nuevo: «una faca albaceteña / se la sepultó en el pecho», y poco después: «ese lunar que tienes, cielito lindo, junto a la boca», y vende, en plieguecillos de colores, las letras de sus canciones, y todos me dicen que no abra, y otras veces que sí que le eche la moneda, se irá antes, es lo que está esperando. Y salgo, y echo la perra al aire, muy contento, avergonzándome en seguida; acude el perro, alguien se le acerca, y el viejo gruñe Dios se lo pague, y sale la portera y mira a ver si hay alguien antes de regañarle y decirle que se vaya a otro sitio, y corta el ciego su canción, y hay un fugaz revuelo de silencio y oigo puertas, pasos, roces, suspiros que antes no oía, ahogados por la música... Y sigo apretando la nariz contra el cristal para seguir ese silencio, remontándolo. Primavera adentro llegaba el hombre del organillo. Un burrito lanudo tiraba del carricoche donde iba montado el piano. El hombre se ponía cerca de la esquina a la tardecita, y comenzaba a darle al manubrio. Inmediatamente aparecían muchachos y muchachas grandotes, que bailaban muy ceñidos, también otras parejas más pequeñas. Dentro, oía a mi gente refunfuñar: no falta más que esto, que bailen aquí -52- todas las tardes, y estas costumbres de ahora; niño, éntrate, que eso no lo debes ver tú. Pero el hombre del organillo me sonreía y yo seguía pegado a los hierros, y un día me preguntó si no bajaba yo a bailar. Y no contesté, no está bien hablar a los mayores, y más si no se los conoce. Y el hombre

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hurga en un rinconcillo junto al manubrio y toca luego lo que la gente le ha pedido a gritos, el pasodoble de Las Corsarias, el chotis del Sobre Verde, y veo que para que no les digan nada, Dorotea y Elisa se han ido a otra habitación, balcón medio entreabierto, y bailan allí el Sobre Verde ése, mientras Miguel y Fernando siguen el compás con unos libros, mirándolas tontos. Luego, pide dinero también el hombre del organillo, por qué pide perras, va bien vestido, dame una que se la eche, y, niño, se va a acostumbrar, no puede ser tantos cuartos, qué te piensas tú, y yo no me pienso nada, veo, triste, marcharse al hombre del organillo (arre, burro), tengo la cabeza metida entre los hierros de la barandilla, el hombre me sonríe, oigo el barullo de las gentes que hablan en la calle siguiendo el carrito por si toca en la otra esquina, y otra vez el chirrido del tranvía, renqueando en la cuesta, y un fondo de campanas, ya anochecido y, Dios mío, qué tarde, ya tocan a las flores en San Andrés, y tienes que acostarte, vaya horas de estar levantado este chico, y me entro despacito, y todavía se oye el quejiqueo presuroso del tranvía, y algún grito que dan en la calle, serán golfillos. Mi padre cierra cuidadosamente las contraventanas de los balcones, corre las cortinas luego, y: hasta mañana, cenes bien. Se va apagando el tranvía, y se oye el ruido -tan brillante- de las agujas haciendo punto, el rasgar de un libro, puertas que se cierran lejos, alguien canta en la cocina, y aún hace fresco por la noche, hemos hecho mal en no poner brasero, quién lo diría, en mayo, y a ver si cena el niño, que recemos. Por las mañanas aparecía el francés. Llevaba a la espalda un enorme bombo, y encima del bombo unos platillos. Los dos sonaban por medio de unas cuerdas que se ataba en los talones, por lo que daba de cuando en cuando grandes sacudidas -53- con los pies. Y con las manos tocaba el acordeón. Se paraba en medio de la calle, apartándose lentamente si pasaba algún carro o algún coche. Mi padre decía que venía a tocar a la puerta de la panadería de abajo, porque los panaderos eran franceses también, y le daban mucho dinero y de comer. Algunos días coincidía con el camión de la leña. Los hombres descargaban, contándolas en voz alta, las gavillas, y el francés seguía tocando La Marsellesa con gran furia; y las mujeres de casa decían que eso no debía tolerarse, porque no era cosa buena tocar eso, y el hombre del bombo lo tocaba. A menudo cantaba cosas que yo no entendía, y entonces me quitaban de prisa del balcón. Se iba el camión de la leña ya vacío, el hombre seguía tocando mientras limpiaban la calle. El carro de la basura se acercaba tintineando la campanita, y el francés decía a los barrenderos en voz baja lo que querían decir sus canciones, y los barrenderos se reían muchísimo, y se les oía pisar encima de los restos de leña, que crujían sedosos, con un olor bueno a montaña, a desordenada brisa de humo y hierbas transitorias, olor de paseo al sol. Se marchaba el carro de la basura, repiques de la campanita, los cascabeles de las mulas. El francés se iba yendo poquito a poquito calle abajo, de vez en cuando se siente caer alguna moneda en el empedrado, no veo de dónde se la echan, mientras el sol bajaba, lento por la fachada de enfrente, y qué buen día hace, hoy te llevarán a Rosales, pórtate bien, si no hubieses echado la moneda al francés, tendrías para los caballitos, y mi padre se marcha a su trabajo, le digo adiós en el descansillo, y tras el portazo se despierta ¿dónde estaba? otro estallido de silencio, y oigo crujir un mueble, y alguien sube por la escalera, tosiendo, y un ruido ardiente de pájaros en la calle y pregones, y ven que te arregle, el olor de la leña llenándolo todo, livianamente interminable ya, y ahondándose.

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-54- De «SMITH Y RAMÍREZ, S.A.» APIGUAYTAY La primera vez que Jorge oyó nombrar Apiguaytay fue en el quinto año de bachiller, clase de Geografía e Historia de América. Apiguaytay, ciudad importante del altiplano. Jorge sintió una desazón abierta y se quedó mirando al mapa largo rato. Apiguaytay, cómo sería. Londres, París o Roma sí que se las suponía: tranvías, metro, museos, muchas iglesias, árboles por las calles cuidadosamente alineados, museos, un río grande, aburridísimos museos. Pero Apiguaytay sería distinto. Le gustaba ya. Sabía que él se encontraría a gusto en Apiguaytay, y que seguramente su río era caudal, y con alamedas, y barcos, una sombra alegre bordeándole. Lo estaba viendo ya, sí, no era como otras veces. Jorge leía en su Manual de Geografía humana y descripción de las bellezas del mundo (Barcelona, 1939): Amsterdam, y se le venía a los ojos un puerto grande, luz de plata y un clamor de tulipanes. Leía Argentina, y se le presentaban leguas y leguas de lisura, un resplandor ilimitándolas. Tropezaba con Roma, y acudía a su conjuro una palmera con sol, una suavidad verde y rosa, y una escalera enorme llena de claveles, y un delirio de campanas. Y decía Apiguaytay, y se notaba súbitamente tranquilo y en su casa, un mimo caliente naciéndole de las ingles y de las axilas, desceñida la ropa, despoblándose el alma de todo, y ya lejos, allí, bien: un camino que sube una cuestecita, una casa encalada, un surtidor en el jardín. Apiguaytay, qué bien sonaba. Mirando el mapa, dentro del pequeñísimo redondel, Jorge se veía andando por las calles, -55- indios con ponchos de colores, y el callado trotecillo de las llamas, una quena en el aire. Y casi un «¡Hola, muchacho!, dónde andas», que le hacía apartar la cabeza del mapa, vaga pesadumbre, otra vez Lisboa, Buenos Aires, Nueva York, Varsovia, Bombay, Constantinopla. Nada comparable. Apiguaytay, Apiguaytay. Obsesión, sueño, delirio casi, renaciente acoso del calor de su clima, mientras los compañeros del curso, desgraciados, no podían salir del invierno europeo, clases de Geografía e Historia de América, mocos colgando y sabañones en las orejas, y las manos moradas del vecino de banco, y Jorge con Apiguaytay en los labios, un camino de sol hondísimo para él solo, quetzales entre los gomeros, frescura redonda de un jacarandá sobre el río, el zigzag idéntico hacia la casa blanqueada, nopales y madreselvas rebosando las tapias, los compañeros recitando la guerra de secesión o la expedición de castigo de 1886, que se fastidien, Jorge camino arriba, diluyéndose en la luz purísima del altiplano, una quena en la claridad flotante, desabrochándose el pecho por el calor de la subida, y aquí todos helados, algunos con sabañones, qué Jorge éste. Pero Apiguaytay, alto verano, una sombra blanca en la voz.

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. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Fue un hermoso tema de composición para aprobar los ejercicios parciales del curso: Geografía física del Departamento de Tutúpac, en el gran altiplano meridional. Jorge hizo un examen verdaderamente extraordinario. Tanto más cuanto que apenas se había trabajado esa difícil provincia en clase. Algún miembro del Tribunal llegó a preguntarle si conocía la tierra de que hablaba: tan ceñidas y cálidas eran sus informaciones. Y Jorge no supo qué decir. Había escrito mecánicamente. De cuando en cuando, al pensar en la altura de las cumbres o en las cataratas de Amac Sific, o en la cosecha de maíz, un calofrío de emoción se le escapaba, pero Jorge creía que no se dejaba traslucir en los papeles: -56- nervios, nervios ante el examen. Tantos y tantos datos se leen para preparar los ejercicios de Geografía, que luego no se sabe si se han leído o no ésos concretos. Y muchos valen para muchos temas diferentes. Cuestión de tacto al inventar, y de cautela. Las características de la comarca de Amac Sific, Jorge podía muy bien reconstruirlas. Zona tropical inferior, 21 grados de latitud Sur, 69 longitud Oeste. 3.500 metros de altura sobre el nivel medio del mar en las costas del Pacífico. Sector de alisios y lluvias tropicales intermitentes. La temperatura es elevadísima en verano. Nieve eterna en las cimas. Formaciones pleistocénicas, poco aptas para el cultivo, reconquistadas para la agricultura por el esfuerzo de sus habitantes (Jorge no se atrevió a poner «laboriosos» por si luego...). Y la mirada de Jorge se clavaba insistente sobre el puntito negro del mapa. ¿Cómo ir ahí? Habrá quebradas profundas, viento húmedo del Sur, hasta pumas, como en las películas. Se oirá el zumbo de las cataratas mucho antes de llegar. La comarca entera está desprovista de comunicaciones. No hay carreteras, dado lo accidentado de los escarpes, hasta alcanzar la meseta y los grandes lagos centrales. En 1895, una poderosa empresa norteamericana, Smith & Johnson Bell Company, intentó hacer una pista para unir los dos océanos. Fue disuelta la Compañía por los gobiernos locales a causa de la esclavitud a que sometían a los indígenas (cólera repentina, vagos recuerdos de los derechos humanos, oídos en otras clases, que Jorge envía a nota de pie de página para no sobrecargar). El ferrocarril más inmediato solamente llega a 300 kilómetros al sureste de Apiguaytay, el poblado más importante de la cuenca. (Apiguaytay, y otra vez una ternura doliéndole en los labios, palpitaciones. Apiguaytay, cómo estará la palmera, y el pozo, y... Al papel, al papel). Las mercancías se extraen a lomos de llamas o de diversos animales, y las maderas de las selvas interiores se lanzan en grandes almadías por el río. (El río, y Jorge siente que la frescura le penetra en los huesos: mejor, así se creerán éstos -57- que yo también tengo frío, y no es eso, es que el río...). Los habitantes se dedican al pastoreo y a la agricultura (Jorge está a punto de describir la geometría de un haza paralelamente labrada, perdiéndose los surcos en la luz delgada de la altura, los teros cantando, la sed, las cumbres blancas lejos). Algodón, maíz, miel, los tejidos de vicuña. Y Jorge se representa los ponchos, y las momias, y los cacharros huacos y calchaquíes que vio en el museo de París, la mueca maciza y silenciosa. Al poner la fecha y la firma al pie, un viaje larguísimo, otra vez el frío del invierno, examen cuatrimestral, sabañones en las orejas, qué enorme fatiga, y por dónde se vendrá hasta aquí. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Nunca se tomó muy en serio esa jaqueca tan pertinaz. Es un martilleo en la sien, un constante llamar. Alguien que quiere entrar y golpea. Jorge, ya terminando su carrera, y siempre dolores de cabeza y repentinos ahogos que el médico no acierta a explicar; Jorge

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solamente sabe curárselos. La presión aumenta, calle adelante; no se puede estudiar ni pensar. Como si en otra parte se estuviese enfermo y ahogándose, asma creciente, viento lejano que tambalea las cosas y los sentimientos. Dicen que los que se están ahogando ven toda su vida pasada: un buen cine. Dentro del dolor de cabeza, entre punzada y punzada, tozudez de la febrícula, un punto negro en el mapa. Hice un buen examen aquella vez. Un lugar del altiplano. Qué asco de cuerpo. Frío cuando hace calor, calor cuando hace frío. Siempre soledad, una saliva frutal, permanente, de regusto falaz, cuando en la pensión dan las inevitables manzanas sosas, con paladar de hortaliza, o los plátanos abollados y negruzcos, oliendo a gas. Entonces, Jorge mastica pomelos, ananás, el chumbo, la palta. Qué ocurrencia después de cada ilusioncilla de éstas, me queda una sombra de sal. Igual que al pasear por una playa, o navegar un rato. Y Jorge anda sin rumbo cierto, -58- calles elegantes (qué diferentes a las mías), cafés rebosantes y encendidos (el cafetal, solitario en la siesta, yo lo he visto en algún sitio, no sé dónde), una joyería (plata también había por aquellas comarcas del Amac Sific. Jesús, que bobería acordarme ahora de eso, cuando uno está a punto de ser ingeniero), una agencia de viajes: Iberia, British Oversas, K.L.M., viaje usted a países de ensueño, Islas Hawai, y, en un rincón del escaparate, Jorge indeciso, un cartel nuevo: Belleza del altiplano. Una india coya, con su sombrerito, tocando la quena, y el fondo de siempre: montes altísimos y blancos. Alivio instantáneo; una llama asomando la cabeza, más alivio, llega la sonrisa, estamos en junio y tengo frío, comienzo a tener frío, qué susurro grande, no son los autos, parece una cascada, los anuncios luminosos parpadeando: K.L.M., Iberia, Viaje a Suramérica por... El pozo, la palmera, un caminito orillado de nopales, y otra vez la cabeza encalmada, tranquila, consumiéndose la pena en otro sitio, lejos; aquel puntito negro del mapa, de nuevo aquí, y sal en los labios y frescura en el pecho; Jorge, sonriendo, no nota que apagan las luces de la tienda, que ya se ha hecho de noche, que se está quedando frío y estamos en junio, debe de ser el río, claro es, el río; hacia casa despacio y: Terminaré mi carrera y me iré allá. Apiguaytay, qué porfiado respiro. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Fiesta de fin de carrera. Jorge no sabe en qué grupo encontró a esta deliciosa mestiza suramericana, ojos negros, cachondona al bailar, piel suavemente tostada. Sólo sabe que sufre la impresión de haberla visto muchas veces ya, de haber dialogado con ella muchas veces ya. No hace falta hablar ni preguntar nada ahora, todo justamente exacto y contento, como una costumbre buena. Ella le miró largamente a los ojos: -¡Por fin! ¿Dónde te has metido todo este tiempo? -59- Jorge no contesta. Sabe muy bien dónde ha estado y le da miedo pensar que su tiempo no coincida con el de ella. Aspira cerca el perfume de la muchacha, ceñida a su cuerpo, imposible el baile. La raya central del pelo, negrísimo, con brillos de río nocturno, le empieza a recordar vivamente un puntito negro en el mapa, el anuncio de una casa de viajes, K.L.M., la luz profundísima de un paisaje al que se le escapa con frecuencia desde hace años, frío, ya es esa nieve de los montes, y sigue bailando, aprieta más a la mestiza, la gente parece que los mira, Jorge no responde, ella también ensimismada, insiste:

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-¿Dónde estuviste? Tu casita cerrada, allá en la loma, todo secándose, y tú por aquí, perdido. Una ternura desolada se le vertía en la voz. Jorge no se extrañaba de nada. «Estoy aquí, en este baile, y me siento en otro lado, en esa casa cerrada, con esta mujer». No se atrevía a preguntarle de dónde era. Contestó evasivo: -Estuve enfermo mucho tiempo. -¿Vivías solo? -Pues, sí, solo. Le abrazó más fuerte. Ya no se sentía aquí. O no sabía bien dónde era aquí. Este cuerpo inútil, siempre luchando con él, con frío cuando no lo hace y con calor cuando hace frío, no hay quien lo entienda. Jorge necesita salir al aire libre, huir de aquel ambiente, mirarse en un espejo y adivinar a quién se parece él, qué mentira cruel lo atenaza. Es a alguien que no está aquí, y que... Bueno, un jaleo. De nuevo la aguda marea de una soledad desvelada, de que hasta el aire se aparta para no estar con él, de que todo está oscuro, ascendente humedad, sal en la comisura de los labios, Panagra, Vuele a Suramérica por... Y la linda mestiza, que, acabado el baile, le coge del brazo y le habla en tumultuoso noticiario de niños, de gentes y de pájaros y (esto no puedo entenderlo) cefalalgia aumentándose, pesadez en la nuca, y el río, la vuelta aquella del río bajo la galería, una casita sola, y... -60- -Mañana me voy a París. -¡Ah! -¿Qué harás tú? -Pues no lo sé. -¿Te quedarás aquí siempre? ¿No volverás nunca allá abajo? Jorge no sabe cómo romper aquella confusión. El encanto le ata por momentos. -Sí, volveré pronto. Debe de estar... algo..., algo cambiado. -No -rió ella-. Todo igual. Hablan de que van a hacer un ferrocarril. Pero todo está lo mismo. Igual que hace siete años. Pero, ¿no te acuerdas ya? Tenías dieciséis años, y no se podía ir contigo por el río, tan loco te ponías. Jorge sonrió. Ella continuaba mimosa: -Si vas pronto, este año aún, te daré una cosa para mi madre. ¿Quieres llevarle este anillo? ¡Se alegrará tanto de verte!

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-Bueno -arrancó Jorge-. ¿Y dónde está tu madre? -¡Y dónde va a estar, sonso!, en Apiguaytay. Tu familia sí se marchó ya hace tiempo y no sabemos de ellos. No oía más. Apiguaytay. Punto negro en un mapa. Jorge comenzó a recitar entre dientes: veintitantos grados de latitud Sur, tantos al Oeste... Apiguaytay, qué bien sonaba en la boca de la mestiza. La primera vez que ese nombre no era lección de Geografía, ni recuerdo vano, sino calor, sonido vivo, congoja. Apiguaytay. Había oído Apiguaytay y el pecho se le había inmensamente reposado, y él, de pronto, camino arriba, allí, solo, y la mestiza al lado (¿o de trenzas y sombrerito?), otra luz más pura y desenvuelta rodeándola. Todos aquí tenían calor, gritaban, bailaban, sudaban, fiesta de fin de carrera. Un día del quinto año de bachiller fue blandamente arrastrado por ese nombre (¡anda, pues hace siete años!): Apiguaytay. Lluvias tropicales intermitentes. Si estará lloviendo ahora. Jorge se acurrucó junto a una pared, fantasmal cornisa, y siguió meditando no sabía en qué. (Bailan, -61- bailan. Ésos bailan. ¡Cómo se reirán en casa cuando lo cuente! A mamá no le hará mucha gracia. Pobre mamá, cree que no puede haber otro como yo en ningún sitio). Y Jorge, ¿está contento?, ¿triste?, sal en los labios, vértigo levísimo. No se da cuenta de que alguien llama a la mestiza y se la lleva a otro corro de gente. Se quedó frío, cada vez tenía más frío y era más oscuro su paisaje. Le costó trabajo enderezarse. Ya no llueve. Los huesos le sonaron, salió de la sala y echó a andar calle abajo en busca de la agencia de viajes. Allí se calmaría su ansia, en el escaparate con letreros de colores, ubérrimos de felicidades remotísimas, allá, en el Sur y en el Norte, y siempre lejos. El apagón de la tienda le sorprendió mirando alternativamente al anillo que le había dado la mestiza y al cartel de K.L.M., Viaje a Suramérica por... Belleza del altiplano. Y contento, sí, contento. Una casualidad: calor. Vaya usted a saber qué buscaba la mesticita del demonio. Y qué caray, no estaba mal del todo. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Jorge Sánchez Luján, ingeniero, acaba de recibir su contrato más inesperado. Se le encarga de la dirección de trabajos para el cuarto trozo del ferrocarril Curuzú-Santa María de la Cumbre. Es el trozo más difícil: escalar el altiplano desde Estero Nevado a Totora Alta. Jorge da vueltas y vueltas al anillo de la hermosa mestiza mientras mira en un mapa los lugares citados en su contrato. Se siente amordazado por este amontonamiento de casualidades, de azares paralelos, todos llevando a un mismo término: un punto negro en el mapa (al fin voy a ir allá), una zozobra pujante, y el cuerpo que no sabe en qué clima vive; ansia suspendida cuando Jorge entra en la Agencia de viajes y prepara sus billetes: K.L.M., Pan Air, Viaje en avión. Ganará tiempo y comodidad, un derroche de placeres y dichas certísimas, cada cartel anunciando la suya, y la gente que pasa por la calle despreciando tales aventuras, conformándose con volcar -62- el vaho del aliento sobre la luna, o pringarla torpemente con los dedos, la nariz, la frente, siempre mirando lo mismo: Versailles, Costa Azul, Roma, Emplee los ferrocarriles franceses, y él, Jorge, escogiendo, quién sabe si definitivamente, un rincón, un punto negro en el mapa del hemisferio Sur, un redondelito en una quebrada que lleva al altiplano, montañas siempre blancas a lo lejos y un remanso en el río. Al salir de la Agencia (Viaje núm. 3.415, asiento 22, despegue a las

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10,15. Se recuerda a los señores viajeros que el autocar saldrá del despacho una hora antes), Jorge siente de nuevo frío, un frío que le atenaza las piernas, un frío que no es como el de otras veces, y está contento; adivina que todo el mundo en que ha vivido hasta ahora se le hace de golpe estéril y vacío (Instrucciones para el uso de este pasaje, No olvide llenar las formalidades de Aduana y Moneda), y alegría acera adelante, escaparates encendiéndose, y, junto al sol último de la calle, una casita blanca, en lo alto de una loma, al borde del arribe sobre el río, cerrada, silenciosa. La mestiza hablaba de esa casa. ¿Dónde estará la llave? . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Jorge atraviesa el pueblo. Cruza despacito, seguro, sin la menor desorientación en las esquinas. Sabe dónde va. Apiguaytay no le ofrece secreto alguno. Eran las mismas calles con llamas asustadizas, de trotecillo silencioso. Las que tantas veces se había supuesto él. Idéntica somnolencia prolongada y enmudecida junto a las casas blancas de cal. Le miran al pasar. Viejos fumando, mujeres tejiendo ponchos de vicuña, otras dándole al torno del alfar en los portones oscuros, prometedores de frescura. El susurro de las cataratas en el aire. Jorge lo va viendo todo, una mansedumbre deslumbrada. La torre de la iglesia, con su cupulita de azulejos, una palmera al borde. Las tiendas humildes, frutas, papeles recortables, utensilios de labor, herramientas, golosinas. En este boliche, él sabe que alguna vez -¿o fue en Europa?; -63- ¿qué hará ahora allí, frío o calor?- ha apretado las narices contra el cristal, para mirar dentro, entumecido, asustado ante el acopio de tantos prodigios; yuca, gomas de mascar, jaleas, copal, altramuces, rosas de maíz y miel, candelillas blancas y rosa, y azules, y oro, y las revistas de dibujos infantiles, y... ¿O no es aquí, sino allá, y quién me llevaba de la mano? ¿No era diferente el piso de la acera? ¿Pero... ? Esta cabeza. Será el calor. En otra esquina, el hombre que vende mates le saluda: -Sabíamos que ibas a volver. Escribió a su madre Julia, que te encontró. ¿Cómo te va? Siete años, parece mentira. Jorge no sabe qué decir. Una angustia iluminada le va llenando el ánimo; sabe ya que detrás de aquella ventana está el campo, y que al final de esta calle comienza el camino pendiente que lleva a la casa. Vacía. Sola. Estará llegando el otoño allá arriba, quizá llueva, pero ahora hace calor. Todo como él sabía que era. La casa al borde del camino, sobre el escarpe del río. Cerrada. «Tu casita cerrada, allá en la loma, todo secándose». Se le amontona la realidad de la casita, un si habré estado yo aquí alguna vez, un sosiego amargo creciendo de la boca, comenzarán a dorarse las hojas, los nopales rebosando las tapias, una palmera sola y alta en el jardín. Jorge empuja la cancela, que se abre, rota del óxido la cerradura, también lo está la puerta de la casa, reseca, carcomida, y los cristales caídos. Y el pozo. ¿Cuándo he visto yo este pozo? La roldana sin cuerdas, y el brocal arruinado; unos pájaros, asustados, que escapan por la tapia, cielo arriba, redondo revuelo y refugio en el paraíso verde claro, y el patinillo de juegos de niño, de los niños, de qué niños, con el frío que se pasaba allá, que hoy hace frío, no se puede salir, y aquí este jardín tibio, y si será posible, Julia con su pelo partido en dos bandas y sujeto en trenzas, peleándonos, qué me pasa a mí, y, dónde será esto, allá quizá esté lloviendo y las mujeres empezarán a ponerse el abrigo, en todas las habitaciones hay algo que sé llamar -64- y se me escapa innominable, Jorge contento, el cuerpo ya a su gusto, cuándo habré tenido yo todo esto. Ah, la hamaca, y ese puchero sobre el arca, si tendrá cartas dentro. Ese balcón de la galería, al río, seguro que da sobre el río. Y

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Jorge abre las contraventanas apolilladas y sale a la galería, que, podrida de tiempo y soledad, se hunde a su peso, y Jorge, contento, sí, se desploma en el río, allá estarán quizá pasando frío y aquí solamente el río, la frescura del río... El hueco del balcón abierto, una quena resonante bajo el cielo limpísimo, en el cuadro de luz. La brisa agitó las cortinas malolientes, desgarradas. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Las noticias locales fueron escuetas: «Ha aparecido en el río el cadáver de Demetrio Águilas, recién vuelto a nuestra ciudad. Las autoridades no descuentan la posibilidad de un suicidio. Pudo ser reconocido porque llevaba una sortija cuyas señas coincidían con las de la que era portador para la madre de Julia Márquez, nuestra ilustre compatriota en viaje de estudios por Francia. Muy estropeado por el agua, se encontró en un bolsillo del extinto un pasaporte a nombre de Jorge Sánchez Luján, ingeniero. Dicho documento ha sido remitido al Consulado pertinente por si es reclamado por su legítimo titular». De «TREN DE CERCANÍAS» Todos los jueves Martita baja a la capital. Martita vive en un pueblo suburbano, a veinticinco kilómetros del centro. Los trenes van y vienen por el sueño y la vigilia de Martita, una zozobra llena de horarios y tracatrá, y paisaje familiar, y combinaciones con el metro y el autobús, y la duda de si parará o no este tren en su pueblo. Martita baja hoy, jueves, a la ciudad. Media tarde, una transparencia amarilla llenando la espera, otoño arriba. Martita, una señorita bien, lo que se dice bien, distinguida, elegantísima, muy conocida y estimada en la capital y en su pueblo, donde pertenece a multitud de asociaciones locales, provinciales y nacionales, y donde es presidenta honoraria del Patronato para la restauración de la abadía románica en ruinas que hay en el término municipal. Martita baja hoy con su ceñidísimo traje sastre, de estreno, sus rizos brillantes, una piel al cuello, el enorme bolso al brazo, en banderola. Pasea por el andén distraídamente, fingiendo no darse cuenta de las miradas de los jóvenes y de los hombres ya talludos, son los más interesantes, y el recuerdo de alguna aventurilla le asalta, el tren entrando ya en agujas, una imprecisa sonrisa flagelándole la boca. Martita sube al vagón. Se sienta junto a una ventanilla, hacia la mitad. El pasillo central comienza a llenarse. Siempre acaba abarrotándose el pasillo en los trenes de cercanías, sobre todo a esta hora en que baja la gente a resolver asuntos en la ciudad. Martita coloca el bolso en el asiento de al lado, así no se sentará nadie. El bolso, el enorme bolso de yacaré, brillante, ostentoso, algo de portalón gigantesco, -66- medieval casi, en el ruido del cierre. Un crac que suena bien, lejano, denso, definitivo, como un negro total del cine. El tren corre, alocado, por estos veinticinco kilómetros que Martita ya se sabe de memoria. Intenta, para llenar el tiempo y disimular ante la beata vieja que se ha sentado enfrente y la mira con descaro, poner un poco de orden en su bolso, revolver, simular que busca algo, a ver si no mirará tanto, aunque ella, en el fondo, está orgullosísima de que la miren, sobre todo ese jovenzuelo estudiante de bachillerato que pone cara de bobo contemplándola.

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Martita comienza a sacar cosas de su bolso, filón inagotable y perfumado. El periódico de la mañana, doblado por la crónica de sociedad, gozosa de verse citada por cualquier motivo, y Martita lo deja encima del asiento, que no se siente nadie al lado. Un número extraordinario de «Damas, damitas y damiselas», revista americana, Hogar, Modas y Belleza, edición española, que, al desenrollarse, deja ver en la portada un emocionante retrato de Marlon Brando. Martita ofrece la revista a una señora que se acaba de sentar en el asiento de enfrente, junto a la beata. Debe de ser una empleada en la ciudad, y siempre está muy bien un rasgo amable con estas pobres gentes. Otra vez el bolso. Una novela de Agatha Parkins, La desventurada llegó tarde, tan bonita, no le gusta mucho el desenlace, y luego: la heroína lo pasa tan mal algunas veces, pero claro, ya se sabe, son cosas de las novelas, y, además, tan baratita. Al asiento, la novela. En el bolso rebulle el múltiple desorden de los objetos zarandeados, y Martita hunde su mano allí dentro casi con gozo infantil, una experiencia de descubrimiento trascendental, segura del incomparable tesoro. Una estación, subirá más gente. Ya están ahí; son los de todas las tardes cuando el tren llega: dos hermanas enlutadas, que se ponen a tejer inmediatamente (si encuentran sitio), y el cura delgadito que lee siempre el «Boletín Oficial de la Diócesis», y el señor que toca la flauta en la emisora del Estado, y los otros pobres que la miran, pobre gente y nada más: mujeres que van de -67- compras a la capital, un viaje y apreturas por los ridículos céntimos del economato, o por los cupones de regalo o por las liquidaciones aniversario, y llevan niños con rabietas y caprichos. Al bolso, ya el tren en marcha. Y más cosas: qué bien, el plano plegable de Roma, que le han traído sus amigas cuando la última peregrinación de la parroquia. Martita siempre lo saca en el túnel, bueno, un poquito antes de llegar al túnel, porque San Pedro, el Coliseo, la tumba de no sé qué Cecilia, y las murallas, y las fuentes, y las puertas, y la Estación Términi y las termas de un romano muy importante, y el Campi -(siempre tiene que leer despacito y fijándose mucho ese oglio de ahí...), pues todo eso es fosforescente y Martita disfruta la mar moviendo las hojas de su plano en el túnel, camino de la capital. Una mala pata si dan la luz en el vagón, porque entonces...-. Martita se aplica a su bolso, cada vez más entusiasmada. La gente la mira ya ansiosamente, ya prendidos todos del inminente prodigio deslumbrador que va a salir de allí dentro. Y Martita saca su polvera de carey y esmaltes de Limoges y se da en los carrillos rápidamente; y su frasquito para las uñas, y se retoca una, el meñique izquierdo algo pálido; y luego la barra de labios, y una aguja de croché, que tira por la ventanilla, porque ya ha comprado hecho el pañito para la mesilla de noche, y el del sillón junto al radiador lo hará la abuela, que para eso no tiene obligaciones, y luego unas pinzas, y luego otras más pequeñas, y luego otras más pequeñas, y un estuche con una jeringuilla, y todo se va durmiendo, desmayándose en el asiento a su lado. Y a continuación, dos cartas de Luis Ernesto, un poco sobadas, es que resulta tan preciosa la descripción de cómo ganó el campeonato de salto y de los 100 metros libres, que hay que leérselas a todo el que se puede. Y el perfumador inglés, tan estilizado, una nube frágil, desvaída sobre el rostro y las solapas de Martita; y la caja de piel de Rusia con los juegos de viaje, el ajedrez minúsculo y el dominó, si estarán completos, porque la última vez que jugam... -Y la -68- pirindola del Saca todo y Pon uno, y el Oscarín, una juerga poner las bolitas en su sitio con el traquetreo del tren, y los rompecabezas, y los dados, y la baraja chica Heraclio Fournier, y la mayorcita con toreros y bailadoras, y...-. Vaya, el revisor. Y hay que ver cómo mira, y el billete no aparece. Martita mira todas las cosas del asiento, escarba en los departamentos casi secretos de su bolso, en el monedero, donde Martita se

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encuentra, inesperadamente y camuflada entre monedas, la chapa-matrícula de Linda, su perrita pequinesa, hoy en casa con indigestión; y Martita sigue explorando en los bolsillos de su chaqueta, se levanta y mira debajo de su asiento, y por el suelo, y nada: el billete sin aparecer. El revisor, con gesto apicarado, se lo coge: asomaba discretamente por el bolsillito alto de su blusa de Nylón verde manzana. Martita ríe deliciosamente, una afligida torpeza avergonzada añoñándole la voz, y ¡Qué tonta, no acordarme!, ¡qué cabeza, Dios mío!, y muchas veces lamentos así. Otra estación y más gente que sube y baja. Conversaciones en voz alta, recomendaciones, apuestas, pareceres, opiniones sobre cine, teatro, deportes, viajes, ciudades, gentes, política, horarios de trenes, crímenes, desfalcos, chicas, colores de moda, boîtes divertidas y cualidades espirituales de los catalanes, esa estúpida sabiduría universal del viajero charlatán, Martita despreciándolos. Al bolso: su encendedor de contrabando, primoroso, una larga borla dorada escoltándolo, y el paquete de rubios sin tocar, y el que ya está acabando (bonitos letreros ingleses Chesterfield y Lucky Strike), y Martita, sabia, enciende un cigarrillo y tira por la ventanilla el envoltorio vacío. Una caja de cerillas, dentro de un estuche de azabache compostelano, la cruz en rojo, algún recuerdo turístico, y Martita la agita en el aire para ver si aún quedan cerillas, porque estos mecheros... El montón del asiento aumenta, y algún viajero que va de pie mira ya rencoroso a Martita, pero, ella lo sabe muy bien, todos están pendientes de su bolso, de lo que pueda salir de su bolso, nadie se atrevería a interrumpirla. Hasta la señora que -69- lee la revista mira con disimulo por encima de las hojas, y la beata se hace la dormida para mirar de reojo, entre cabezada y cabezada, entre guiño y guiño. Al bolso: los innumerables carnets de Martita, envueltos en infinitos billetes usados de tranvía y de autobús, de cine y de teatro, y tickets de tiendas y de bares y de la peluquería, y números sin premiar de las Tómbolas de Caridad; el carnet de Delegada regional de la Asociación de Mujeres Cultas, y el de Consejera de Honor del Patronato de Protección a las Mujeres Descarriadas, y el de miembro de número de la Cofradía de Siervas de San Simón, y el de afiliada al Partido Progresista Confederado -que siempre hace mono tener preocupaciones intelectuales-. Un folleto de turismo, Le Louvre la nuit, y una lanzadera de frivolité: ambos por la ventanilla. Otra estación. Ya no cabe nadie más por los pasillos, palabras, palabros, apretones, blasfemias, esa inaceptable discusión por un sitio, mi sitio, su sitio, y nadie en su sitio. Martita sigue con su bolso y juzga idiota que alguien repita, enfadado, los letreros: 86 personas sentadas. Plataforma: 35 personas de pie. El mismo efecto que si dijesen: Es peligroso asomarse al exterior. O: Prohibido escupir, prohibido tirar objetos a la vía. Pobres gentes, ¡qué se habrán creído! El bolso sigue manando: un estuchito de cuero para costura, sin estrenar, regalo de un cumpleaños, hay gente con unas ideas que ya, ya, y un tarrito de Crema de Placentas Humanas para alimento de la piel de la frente, marca Elisabeth Arden, y otro de sombras para pestañas marca Harrington Davies, son los mejores; y una cajita de Lunares Supletorios, marca Thompson, y un estuchito de goma de mascar. Por qué se habrá parado el tren. Ya es hora de que acaben de arreglar la vía. ¡Estas Compañías! Y luego, estos hombres que trabajan ahí afuera, medio desnudos, eso sí que es un escándalo. Y muchas veces, hay que ver, pero mirando. Y al bolso: Una carterita de cartulina Kodak con fotografías. Martita las repasa rápidamente, un alocado desvivirse fugitivo, otra vez la playa, y el baile, y el golf, y el -70- garden party, y cuando la boda de esa estúpida, Martita de dama de honor, y en la verbena, con sólo la cabeza propia, el cuerpo de un

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camello, o subida en un avión, o de troglodita enseñando el ombligo y con una barbaza enorme, o de sirena. ¡Qué cosas decían los soldados aquellos que se retrataban allí en el velador delante de la Giralda en morado! Martita se arregla las faldas, y un poco las medias, le gusta ver la cara angustiada que pone ante sus movimientos ese jovencito (¿qué años tendrá ya?), mecanógrafo en la Alcaldía XVIII, que se baja siempre en la última estación. Al bolso: una armónica, un manojito de imperdibles, dos cintas, un rosario, el brazalete con la Cruz Roja, de cuando postuló el día de la Compasión Universal y Socializada. Otra vez el revisor. Martita advierte cómo la mira, y, azorada, sin darse muy bien cuenta de lo que hace, tira por la ventanilla su piel de petigrís; esa mirada le daba calor, había que aligerarse, y se atusa los rizos ante un espejito que saca del bolso casi a ciegas. De igual modo han salido el peine y unas horquillas. Ya van llegando. Aún debe de quedar algo dentro del profundísimo bolso: un sobre con las medias que piensa llevar a arreglar, unos puntos escapados la otra tarde en el hipódromo. El horario nuevo de invierno, trenes de cercanías, con un llamativo anuncio: dos trenes que se van a cruzar, y de uno de ellos se cae, cuando ya está llegando el otro, un joven estudiante, muerte segura, y debajo: El cuerpo humano no tiene repuestos. Sea prudente al viajar. Martita hace un melindre de horror y el horario sale por la ventanilla. Todos los compañeros de viaje se preguntan si quedará aún algo en el bolso, y empiezan a pensar alarmados que tendrán que ayudarla a guardar de nuevo todo aquello. Ya está el tren en agujas. Y sí, sí; quedan cosas allí abajo: el Diccionario español-inglés Liliput, tan necesario cuando el diplomático ese se exalta un poco, y tan inútil, porque nunca trae las palabras que... Y un pañolito estampado para el cuello, con monumentos y catedrales de Francia; y una boina -71- deliciosa de terciopelo, venida de Yprés, y el forro de plástico para leer las novelas sin ensuciarlas y poder cambiarlas luego ventajosamente en el cojo de la estación, tantas veces como lo había buscado en casa, sobre el piano, en el costurero, en la mesilla de noche, y en el cuarto de las criadas, y ahora aparece por aquí, qué cosas. Martita mira dentro del bolso: saca un camafeo neoclásico para el escote y se lo pone, algo sucio está, y aún sale la lamparita eléctrica miniatura para los días de restricción o los casos de urgencia en casa, y las gafas de color violeta, con montura de oro marca Apasionada, y unas perlas falsas, retozonas allá dentro, de un collar roto, y Martita recuerda que ha de llevarlo al joyero para que se lo enhebren, y todavía aparece el cojín neumático que Martita lleva plegadito en previsión de los viajes incómodos al regreso, por el embotellamiento cuando sale la asquerosa gente de las tiendas, de las empresas, de los talleres, de los bancos, gente fatigada, aburrida gente, anhelante por llegar a casa, todos muy capaces de no cederle a Martita el asiento, a Martita, tan elegante, provocativa, la piel de las manos tersa por el zumo de exquisitos rizomas tropicales. En esos casos, Martita infla su cojín y se sienta en el trasportín del pasillo. Ya la gente se está bajando del tren, antes de que se pare del todo. Martita vuelca su bolso sobre el asiento, azotándole mimosamente la pared exterior del fondo, y caen unos papeles sobajados, restos de etiquetas y precintos, y tarjetas de visita arrugadas, y un caramelo de coco, y un papel de plata, y migajas, y polvo, una pelusilla tierna y gris, donde brilla oscuramente un papelito de confetti encarnado. Y, de pronto, sobre el montón de portentos minúsculos, el revólver. Martita apenas se acordaba de que lo podía llevar allí. Casi un juguete más, pequeñito, el cañón repujado y las

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cachas de nácar desmontables como un libro, y, debajo, una foto de la Estatua de la Libertad por un lado y el Empire State Building por el otro. Martita, ya el tren se ha parado, se acerca el revólver a la sien, aprieta el gatillo -72- sonriendo, un buen silenciador, asunto concluido. La señora de enfrente le devuelve colérica la revista, y «¡Habrase visto, suicidarse delante de los niños! ¡Cómo están los tiempos!». Los viajeros fueron bajando. Subieron las mujeres de la limpieza. Le quitaron a Martita el camafeo, las sortijas, el reloj, las pulseras, la medalla, los pendientes, las ocho insignias de las solapas, el cinturón. Después la barrieron, entre el fragor de los tarros, perfumes, estuches, frascos, papeles, juegos, las fotografías revolando, las faldas de Martita revolando. Las empleadas de la limpieza cantaban un bolero de moda muy sentimental, Espérame a las cinco. Pero, en el fondo, las pobres mujeres estaban muy malhumoradas: «¡Dejarse tanta porquería en el asiento, Dios mío, qué gente viaja ahora!». De «EL BALCÓN A LA PLAZA» -¡Orden, amigas mías! ¡Orden! Se hace el silencio, anhelante, todas deseando largar su archivo semanal. Carmen se acaricia la verruga, después de dejar los impertinentes sobre una cartera de fotos Kodak, que ha sacado de su bolsillo. Al ver que, como reclamo, hay una bañista con un gran balón de colores, muy sucinta de ropas, vuelve boca abajo la carterita, diciendo: -¡Ni aquí se puede ya mantener el pudor! Todas se van a disparar en asentimientos, cuando Casta, que regresa, se dirige a Piedad en voz alta: -¡Doña Piedad! Cuénteles... Cuénteles usted lo del retrete. -¡Casta! ¡Te tengo dicho mil veces que no hables así! ¡Disculpad, amigas! ¡Pero, Casta de mi vida, qué cosas se te ocurren! -Pues yo creo que lo del retrete tiene su miga. -¡Y dale! La condesa apea su mano de la verruga y, extendiéndola: -¿Qué es eso? ¿Grave? ¿Cómico? ¿Escatológico solamente? Piedad se queda confusa. Por fin, apresuradamente: -No, nada de eso; era un crío que tuvo la criada del tercero y lo tiró por allí.

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Las señoras acuerdan su planto: -¡Criaturita! -¡Infeliz almita! -¡Condenación! -¡Eso no es madre! ¡Eso es un monstruo! -74- -¡Dañino! - ¡Se me pone carne de gallina! -¡Las carnecitas de rosa! Casta, satisfechísima del resultado de su intervención, grita, una gran bandeja de pastas en las manos: -¡Sí, sí, de rosa! ¡Bonito estaba cuando lo sacaron por aquí, por nuestro baño! -¡Casta, Casta! -gime doña Piedad en el límite del ahogo-. ¡No me digas ordinarieces! La condesa, verruga e impertinentes en vaivén, pontifica: -¡Casta tiene el sentido de la realidad de nuestro pueblo! ¡Es un aguafuerte goyesco! ¡Casta, reconoce que disfrutaste al ver los restos del niño! -¡Hombre, eso cualquiera! -¿Veis? ¡Inquisición pura, delectación en los tormentos, en lo macabro! ¡Toda esta falta de caridad se debe también a la nefasta influencia extranjera! A mí todo me hiere, pero lo soporto como tipismo. ¡Yo soy muy europeizante! Doña Angustias regurgita su sabiduría. A doña Angustias no le gusta que la condesa lleve la voz cantante: -¡De todos modos yo no creo que en materia de crueldades tengamos que aprender nada de fuera! Nuestra Inquisición tenía procedimientos autóctonos magníficos, excelentes. ¡No hace falta traer nada de eso de fuera! ¡Nosotros nos pintamos solos! Doña Carmen, despectiva, después de una pausa en la que la verruguita se enrojece por la fricción: -Y tú, Piedad, ¿conocías a la desventurada ésa?

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-¿A quién? -se despierta, ligero sobresalto, Piedad. -¡Toma! ¡A quién va a ser! -apostilla doña Nieves. Piedad sigue ausente, deseosa de cambiar de conversación. -¡No caigo! -¡A la madre del crío! -interviene Casta, dejando sobre la mesa una enorme rosca de nata-. En qué estás pensando... Digo: ¿No se da usted cuenta? -75- Casta sale hacia la cocina. Doña Carmen se cala los impertinentes y amonesta a Piedad: -¡Supongo que no tolerarás que te trate de tú! -¡Yo! -¡Jamás! -¡Carmen, yo...! -¡He dicho que nunca! Piedad trasuda algo nerviosa, molesta por el tono autoritario de la condesa. Ésta busca sostén en las demás. Un coro de exclamaciones rebosa prosapia, dignidad, señorío: -¡Tú eres una señora! -¡Te debes a tu apellido! -¡Sería una plebeyez atufante! -¡Tenemos que diferenciarnos! Casta regresa con una gran jarra de chocolate. Brillan sobre el cobre algunos hilos de la bebida olorosa. En la puerta de la sala, dos criadas esperan, sin entrar, con otros cacharros, bandejas con bollos, dulces, azucarillos. El silencio se hace compacto, henchido de reproches para Casta, que finge no darse por aludida. Va y viene, sirviendo jícaras, acercando cucharillas, cuchillos, vasos, pequeños platos de frágil porcelana con adornitos dorados. Llega de la plaza un temblor de cristales al paso de un carromato tirado por caballerías, retemblón en el empedrado. Casta, sonriendo hacia sus adentros, y sin dejar su tarea, dice: -¡Los soldados! ¡Es un carro del ejército! ¡Buenas estarán poniendo a las muchachas! ¡Dicen cada palabrota!

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Doña Piedad aprieta los ojos: -¡No las vayas a repetir! Casta, triunfal, vengativa: -¡Esas cosas sólo valen para las mocitas tiernas! Doña Nieves, doña Paquita, doña Angustias, detienen en el aire, súbitamente espantadas, atragantándose, sus jicarillas. El estupor se desenvuelve en tuteos: -¡Tú no eres una niña! -¡A lo mejor te piropean a ti en la calle! -76- -¡Podrías disimular al menos, digo yo! Solamente doña Carmen, engolándose, con un gesto lleno de patética desolación: -¡Piedad! ¡No toleres en tu casa estas impertinencias! ¡Me siento desfallecer! Piedad, haciendo de tripas corazón: -¡Casta! No vuelvas a hablar hasta que te pregunten. Casta sale de la habitación. Se oye un lejano rumor de cucharillas tropezando con las paredes de las tazas y en los platos. El tic-tac del reloj vuelve a adueñarse de la habitación. El sol, más amarillo, introduce otra larga serie de campanadas de las torres de la ciudad, más gritos de los chiquillos de la plaza. Empujándose, apretándose, se quiebran contra los hierros del barandal unas cuantas explosiones seguidas, petardos que los niños hacen reventar en la acera. Todas las cabezas se vuelven a la plazuela, rezongando, entreviendo sangriento porvenir destructor para los pequeñuelos: -¡No hay maneras! -¡Ni educación! -¡Qué tiempos estos! ¡Así se portan luego, de mayores! -¡Incendiarios! Nieves, distinguiéndose: -¡Iconoclastas! ¡Eso es!

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Doña Paquita, frotándose empeñosamente un lamparón que le ha caído en la pechera, expone: -¡Cuánto niño! ¡Y aún hay quien dice que se acaba el mundo! Piedad y Carmen se quedan mirando, soñadoras, a la plazuela. La mirada de Piedad oscila sobre el brillo de los charcos, el borde blanco de un nubarrón oscuro, el ajetreo de la castañera en el portal de la ferretería «El candado», lee una vez más los anuncios de la fachada de enfrente, los cartelones de los toldos de los soportales, Café Regio, El Nacional, Bodas y Bautizos, Grandes Almacenes Sánchez y Sánchez, S. A., Sombrerería la Inglesa, Electrodomésticos. -77- Ya no hay canas con agua La... Pasa un repartidor de telégrafos en una bicicleta, tocando el timbre sin parar. Es jovencillo. Seguro que va cantando algo de eso tan movido, como en inglés, eso que cantan ahora los muchachos. Y Piedad se siente dueña de la plaza, de su cambiante fisonomía y, sin escuchar la conversación de las demás mujeres, la mirada perdida, ve las procesiones de la última Semana Santa, cuánto llovió, se apagaban las velas, pobres penitentes descalzos, muchas caras conocidas, algunos turistas, ¡esos turistas, Dios mío, esos turistas!, y la última huelga de estudiantes, haciendo un entierro en los jardinillos, decían que llevaban no sé qué ministro, una perdición las palabras que decía el que se subió en el banco ese a soltar el discurso, menos mal que la manifestación de los seminaristas en favor de Hungría resultó muy digna y fervorosa, que si no, seguro, seguro que los rusos se enteraron de la enérgica protesta, ni siquiera de este balcón puedo estar contenta, porque hay que ver qué cosas se ven desde aquí, que, anda anda, con esos novios que se quedan ahí ya anochecido y, caramba, ya se me ha quedado dormido el brazo, y me duele el cuello de mirar de costadillo, tendré que consultarle a don Rodrigo, el médico, pero claro, claro, en seguida dirá que análisis y más análisis, como si una no tuviera otra cosa que hacer que ir a los análisis y más análisis... La señora de Palomares la devuelve a la habitación: -Yo no dejo a mis niños venir a la plaza. ¡Aprenden cada palabrota! Doña Angustias masca ruidosamente, con grandes oscilaciones de los carrillos, que, al moverse, le acentúan la delgadez del cuello: -¡Claro! ¡Los niños de ahora son unos insolentes! ¡Unos mal hablados! -¡Ya, ya! -asiente Nieves-. ¡Con lo que cuesta educar a los hijos! Mi Angelita, cuando era chiquilla... Carmen Lanchares, displicente, sacando las fotografías de la cartera: -78- -¡No nos vuelvas a contar las gracias de tu Angelita! ¡Ya nos las sabemos de memoria! Nieves enmudece, colorada, y se aplica a devorar, a grandes bocados, un trozo de tarta. A cada oscilación de la mandíbula, las gafas despiden reflejos coléricos. Angustias le acerca la cabeza y, bajito, le susurra al oído:

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-¡Es una mandona! Carmen simula no darse cuenta y comienza a sacar fotografías. Las vuelca sobre la mesa y esconde la carterita anunciadora. Las demás mujeres se abalanzan, raudas, sobre las cartulinas, repartiéndoselas en alocada rebatiña. Piedad, agotada por la risa, hace bailar con su busto generoso la camilla. Carmen intenta, desconcertada entre los impertinentes y la verruguita y el afán de reconquistar ella todas las fotografías: -Por favor, niñas. ¡Qué barbaridad! ¡Si son de mis nietecitos, que han pasado unos días en París! ¡Un poco de orden! Las fotos corretean de mano en mano, rápidamente, cosechando negruzcas huellas de chocolate. Un alborozado griterío ahoga las reconvenciones de Carmen Lanchares: -¡Anda, la Torre Eiffel esa! -¡Qué río más grande! -¡Yo creí que era mayor! -¡Pues van todas las gentes vestidas! -¡Igual que aquí! La condesa, por fin, logra, trémula de rabia, acaparar sobre las faldillas, que le tapan los muslos, todas las fotos. Mira retadora a todas sus compañeras de tertulia: -¿Qué os creíais que es París? ¡Vamos a verlas despacio! Piedad, ¿por qué no ordenas que Casta retire estos cacharros un poquito? -¡Si aún no hemos acabado! -¡Ya los volverán a poner! -¡Podríamos verlas así, mujer! -79- -¡He dicho que no! ¡Podrían mancharse! ¡Han venido de París! Y comienza el paladeo del último viaje de los nietos de Carmen Lanchares a París, en luna de miel. Se ve a Robertito, un señorito tarambana y medio memo, veintidós años, heredero del señorío de Aljicén, con Pili Portales, su mujer, un buen partido, qué duda cabe, aunque ricos de ahora, este nieto mío que no pudo ir a buscarse una novia como Dios manda y ha tenido que cargar con esa Portales o Portalés, o Portatecomotales, que va a las cafeterías, y cruza las piernas, y fuma, y toma 103, Señor, 103, qué será eso, si le diera una indigestión el tal 103, mira que tener una futura condesa que tiene una fábrica de plásticos, y, si no, déjalo y toma otro negocio, una fábrica de alpargatas de cáñamo en las afueras, camino de

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los Agustinos, lo que hay que ver, toda mi vida cuidando de mantener la sangre limpia y ahora, ni que fuéramos caballos de tiro, Robertito, mi Robertito precioso, enseñándole a peinarse con cuidado, a saludar a las damas, a hablar algo en francés, y ese tipejo de administrativo que no le aprueba ni a la de tres, dicen que es gallego, claro, será separatista y no podrá ver a la gente de mi apellido en su clase, una fábrica de plásticos en la familia, plásticos de colorines, como los que venden los gitanos en las romerías o en el arenal cuando llega la trashumancia, entre los puentes del río, en el arenal, valiente nuera te han traído, hija de Carmen Lanchares, ni pintada, menos mal que yo me moriré pronto, porque, vivir para ver, esto nos va a traer cola, si a lo menos valiese para hacer que Robertito terminara la carrera y se hiciese abogado del Estado, o jefe de Hacienda, o algo así... Las fotos van de mano en mano. Piedad, contemplando el traje de la novia: -¡Qué distinguido conjunto! (...). -80- De «A TRAQUE BARRAQUE» SIEMPRE EN LA CALLE La verdad, no sé por dónde empezar, y, en fin de cuentas, qué más da. Lo mejor es empezar por en medio. Años arriba, años abajo, siempre resulta algo muy parecido: malos humores, y nada más que malos humores. Pero se sigue tirandillo. ¿Qué quiere usted saber? A mí me da lo mismo contarle una cosa que otra, con éstos o aquéllos, pues que me han de arrastrar. Ésa es la fija. Ya ve usted, y no es broma, ¿eh?, a ver si me entiende, desde que me concedieron la plaza, la bequita, como dice Secundino, el nieto de la señora Cleo, la estanquera, que estudia para turista... El Secundino, hombre, el Secundino, la Cleo qué va, es más vieja que yo, solamente que como tiene familia puede vivir en su casa, pero ya ve, menudo telele que tiene, que cuando va a tomar la sopa, hasta la hija pierde la paciencia y le desea la muerte. Eso sí, se lo dice de manera muy fina, que para eso es bachiller, pero lo cierto es que se lo dice, y por muy finolis que sea, óigame, es que se trata de su madre, ¿eh? Su madre, y, vamos, que... Usted me entiende. Bueno, sí, vuelvo a lo mío. Claro, los viejos, ya se sabe, estamos algo idos, a ver, lo que pasa. Idos, babosos, reumáticos, pitañosos, todo junto, y, encima, muchas gracias a Dios. Bueno, pues le decía que, desde que tengo la placita en el hotel (ya sabrá que le llamamos el hotel a eso, lo cual a las monjas les cabrea de lo lindo), pues sí, desde que tengo cama y mesa en el hotel... Oiga, yo cuento como me da la real gana, vamos, hombre; usted a callar. Luego que si los viejos -81- tenemos mal genio. Sí, eso. Digo que desde que... Que ya me han sacado en televisión varias veces, y siempre digo que estoy muy bien, y que qué estupendo, y que qué hogar, y que qué estupendo tres o cuatro veces más, ya lo voy diciendo sin equivocarme, y que si mis médicos, y que si la ropita limpia, y que si fue y que si vino. Bueno, qué más da. Luego,

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por lo menos ese día, hay algo más de postre, o se merienda algo. Bien que se lo gana uno, tanto esperar, decir amén y luego... ¡Bah! Es un paseíto agradable ir a la tele. Claro que a mí me pueden sacar, porque aunque pobre, soy por lo menos limpio, y en el chisme ese de la tele no se me nota la tos, ni el resuello roto que se me queda un rato largo, después de los ataques de tos... Sí, me llaman, fíjese, fíjese, me llaman el tío Caralpúblico. Mejor, ¿no le parece? Es mote que revela buena familia. Hay otros que no se vaya usted a creer: Caracosida, Vinagrillo, Pinchaúvas, Tolondrondillo, Jorobetón... Ya se imagina usted cómo son esos desgraciados, ¿no? Una pena, le digo que una pena, lo mismito que un anuncio de funeraria. Luego, ¡nos visten tan de negro! No, qué va a ser por comprar todo igual, o por si nos perdemos, qué va, hombre, qué va. Es para que se noten más las manchas y poder regañarnos a sus anchas. Que si las babas, que si las cenizas, que si se queman las solapas, que si esa caspa, que si la salsa en la bragueta... Bueno, mejor no seguir, porque, a ver, lo que pasa, aunque uno es muy pobre y uno está muy viejo, pues que cada quién es cada quién, ¿no es verdad, usted? Sí, sí, en medio de todo, suerte, lo que se dice suerte, no me ha faltado. Qué me va a faltar. Antes, yo comía en la tasca del sanabrés, ahí a la vuelta de la esquina, en el treinta y ocho. Ya ve, todos estos viejales de aquí dicen que es un tipo de mucho cuidado. Que si mató a golpes a su primera mujer. Que si no paga impuestos como está mandado. Que si echa al vino cada bautizo que no sube ese día el agua al entresuelo, y que echa a las comidas la intemerata. Que si es republicano. Ya ve, una perla, ¿no? Pues a mí, cuando pasaba -82- el día 15, que ya sabía él que no tenía una perra, pues que no me cobraba la comida, y me seguía cambiando la servilleta, y los domingos me daba un partagás de tamaño natural, y el año de los hielos me daba café y media copa, y me pasaba a la rebotica a jugar a la lotería casi toda la tarde, tan calentito, venga a cantar Los-dos-patitos, El quince-la-niña-bonita, El se-ten-ta-y-dos, Tengo-quina, El-abuelo. Era un pasatiempo bonito. Y nunca me decían allí: Quítate esas legañas, Límpiate los puños, A ver si dejas de gargajear, so guarrete, y cosas así. Serán todo lo republicanos que quieran, pero allí se estaba bien, vaya si se estaba. Hasta un ponche hirviendo me subió Juanón, el chico, un soleche de no te menees, una vez que me quedé en cama, algo acatarrado. Sí, a mi sotabanco, allí, escalera interior, piso octavo puerta C (un solo retrete, al final del corredor, eso era malo para mi edad, sobre todo por la noche). A lo mejor, lo hacían porque yo, todo el mundo lo dice, tengo gracia contando cosas, a ver, mucha experiencia, uno ha visto mucho, les divertía que les hablase de Cuba o de Filipinas, y del mono que me traje de Malacañá (eso escríbalo como le parezca, yo no sé cómo se escribiría, será tagalo, o chino, o yanqui, Dios sepa). Les asombraba que yo, que había tenido bancales de azafrán... ¿Usted no ha visto los campos de azafrán en flor por Ruidera en noviembre? ¿Que no? ¡Anda mi madre! Pues, ¿cómo se atreve a escribir de nada si no ha visto eso? Le pasa a usted lo mismo que a las monjas del hotel, que no han visto nada de nada y hablan de todo. Vaya por Dios. Ya ves, usted habrá oído decir algo de un libro bueno, muy bueno, se llama el Quijote. Pues, ya ve, ese libro es tan bueno porque el autor se pateó bien bien los campos de azafrán, si lo sabré yo. ¿Estamos?... Pues le decía que les pasmaba que yo... Eso, que me hubiese reenganchado de sargento. La verdad es que había que curarse de alguna manera las fiebres que traje, ¿me entiende usted? Los riñones se me quedaron derrengaditos desde entonces. A cojear se ha dicho. Pero, como buen español, viva la resistencia. -83- Anda, que no he subido veces ni nada la escalera de ese dichoso octavo piso, escalera interior letra tal y tal. Lo que le he dicho antes ya. ¿África? Anda, pues claro. Allí es donde me dieron por inútil del todo, mejor, por inservible, eso sí, con muchas medallas y mucho jabón, pero a la calle. Oiga, oiga, ahí no ponga usted más que a la calle, solamente a la calle. La

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palabreja de antes no la ponga, no está bien, y luego, si las monjas la leen, ¡la que se arma! Y seguro que la leen, que no se les escapa nada. Menudas son. ¿Está bien? ¿A la calle? A la calle, así me gusta. No, mire, no hace falta exagerar las cosas, ni desembaular palabrotas. Ya a mis años, y más con la fama de limpio que yo tengo... Pues, sí, ya ve, me quedé en Carabanchel, cerquita del hospital, bueno, y del cementerio. Tenía una casita de una planta, con dos ventanas, una gran cortina de esparto en la puerta. No, no tenía calle, ni número, ni nada. No hacía falta. Nadie se acordaba de mí. ¿Para qué iba a ir al pueblo? Quite usted allá. Me dediqué a la chatarra. Era negocio honrado, fácil de mover. A tanto el kilo, compro. A tantito más el mismo kilo, me lo vendo. Y así fui pasando. Hasta tuve una radio de galena, oiga, aquello era vidorra. También salía a hacer otras cosas, extras... Recogía moñigos por la carretera, después de que había pasado la caballería, o la artillería montada, y los preparaba para mantillo de los tiestos, era muy lucrativo. No hay alhábega de mejor perfume ni hortensia de mejor color que las abonadas con el estiércol de yegua verrionda, eso lo sabe todo el mundo. Así sacaba unas beatas para los toros, o para el circo, o para las charlotadas nocturnas en Vista Alegre, tan cerquita de casa, a un paso. También cuidaba los caballos del médico y de su mujer, un tronco que daba envidia. Pero... Ya sabe usted, esas cosas que pasan: se compraron un automóvil, un fotinga, y, ¡a la calle! Ahora no he dicho nada feo. Solamente: ¡A la calle! Yo con los autos, nada. La única vez que he salido en los periódicos fue en 1923, mandaba García Prieto, en que la aleta de un Hispanosuiza me sacó -84- de la acera y me dio un buen revolcón. En la esquina de la Plaza del Rey, donde había un herbolario. Malparió la dueña que vio el accidente y se asustó mucho, a ver, usted me dirá, un auto subiéndose a la acera, eso era muy grave entonces. Me indemnizaron con un pantalón del propietario del Hispano, un fulano con bombín, botines y leontinas, algo amaricado, pero, eso sí, se quitaba el sombrero para hablar. Yo era un chatarrero, usted me comprende, me había hecho un gran favor al atropellarme. Se veía que era una persona de posibles y muy bien educada, no faltaba más. Ahí es cuando me casé con la Petronila, que vendía castañas asadas junto al Price, al ladito de donde me empitonó el Hispanosuiza. Las castañas, aquello rentaba, producía, o sea, vamos, usted me comprende. La Petronila, una gran mujer. Alta, fuerte, un lunar muy bien puesto en la sien, así, en semejante lugar, y se hacía un caracolillo la mar de aparente con los pelos que le salían allí, uno era blanco, se lo elogiaban mucho en la vecindad. Estábamos contentos con nuestra chabolita, pero, aquí... Es que aquí no dejan en paz a nadie, ya lo ve. Que si era una vergüenza, que qué barbarie, que qué pecado, que si un horror, que si el mal ejemplo para el pueblo... El pueblo, no vea usted para lo que valía el pueblo, para recibir el ejemplo de un chatarrero y de su mujer, bastante bien avenidos, no nos metíamos con nadie, se lo juro por éstas... Sí, claro, es que, ya me comprende usted, estábamos, bueno, pues así, arrejuntados, que no se llevaba entonces tanto, o que, por lo menos, parecía muy mal a aquellas señoras que se empeñaron en llevarnos a la Iglesia. ¡Vaya boda! Menos mal que fue tempranito. Luego lo sentimos, porque, la verdad, quedamos muy bien. La Petronila llevaba una mantilla de Almagro, negra, y una cruz de diamantes de doña Sonsoles, la del cabo, y un prendedor en el moño, con una perla, de la señora Colasa, la frutera, y un vestido de crespón, que brillaba mucho. Y yo mi corbata grande, con alfiler, y una chistera, y unas botas nuevas, y un medio chaqué. Talmente un -85- concejal. Estuvo todo muy bien y, al acabar, tomamos café con tostadas y chinchón dulce. En el tupi La Puerta de Getafe, frente a la fábrica de cerillas, donde estaba el pilón del ganado. Nos llevaron a casa. Y nos quitaron todo enseguidita, se ve que lo necesitaban para casar a otros malos ejemplos que a lo mejor habría por allí, digo yo, en Leganés, en Cuatro Vientos, vaya usted a saber, si no a ver por qué tanta prisa. Cinco

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duros por barba y a escupir a la calle. Siempre en la calle, ya se lo vengo diciendo, por eso quizá estoy muy contento en el hotel, siempre he tenido miedo de la calle. La Petronila me regaló entonces, se lo agradecí mucho, una cartera de piel de lagarto, mírela, aquí está, con la foto de nuestra boda. Ya teníamos bastantes años. ¡Hombre, estaría bueno, bastantes menos que ahora! No, no, por favor, no me haga hacer cuentas. La Petro, además, contaba por duros y por reales, y qué sé yo qué más. ¿Se da cuenta, oiga? Observe, llevo un clavel en el ojal. La Petro me lo guardó mucho tiempo en una caja, en la cómoda. Porque teníamos una cómoda, no se vaya a creer, de caoba. Esta cartera y esta foto es lo único que me queda de entonces. Todo el negocio se lo llevó la guerra, cuando los nacionales llegaron allí, ¡pum, pam, pam! Nada. Ni el solar. Luego han hecho por allí una cárcel, lo que prueba que la tierra era buena. Sí, hombre, sí, ya le he dicho que no nos quedó nada después del cacao aquel. Nos costó trabajo encontrar el sitio. Vamos, que no éramos nosotros solos los que no teníamos calle ni número ni nada. Casi todo el pueblo estaba igual. A ver, tres años y pico arreándole a dar. Y, para que usted vea lo que son las cosas, nos tropezamos, revolviendo la escombrera, el espejo de la Petro. ¡Qué alegría, qué gritos! ¡Mira, mira, Tomás, el espejito, mi espejito! ¡Qué lagrimones, Señor! Era un espejito de mano, de ésos con un mango así, y tenía una raja de lado a lado. Era el que empleaba Petronila para arreglarse, mi Petronila era muy aseadita. Ya se puede figurar cómo lo recogimos, cómo se le caía el moco a la Petro al limpiarlo con la falda, -86- acariciándole. Es que... Toma, a ver, ¿que salíamos a Madrid, a ver las procesiones? La Petro que gastaba un ratito en el espejo. ¿Que un desfile o un entierro gordo, como el de Primo de Rivera, que lo llevaban en un armón? Pues la Petro, el espejo en una mano, se ponía salivilla en los pelos del lunar, o se daba polvos. La Petro se peinaba, se miraba los dientes, se vigilaba las arrugas y se entristecía, pobrecilla, a ver, toda la vida en la calle, las castañas en la esquina del Price en el otoño de Madrid, ¿sabe?, el otoño de Madrid tiene ramalazos de muy mal café, a ver... Eso es muy malo para la piel. Pues, sí, se lo vengo diciendo, la Petro se peinaba canturreando Reverte en medio, o Una faca albaceteña se la sepulté en el pecho... La Petro cantaba muy bien, muy entonada, con mucho sentimiento. Parece que la estoy oyendo, tantas veces la oigo, ahora mismo, escuche usted, mire, así, bajito... También la oigo cuando duermo. ¿Eh? Anda, ya no, qué va. ¿Para qué quería yo el espejo? Era de propaganda, ¿comprende?, ponía por detrás algo, Piperazina, Potober, qué sé yo. Algo para engordar. Bueno, que no nos quedó nada, ya lo habrá notado usted. La Petronila se murió del tifus después de la guerra, cuando espichó tanta gente. Por eso estoy viudo ahora, a ver. No fue ella sola, sino mucha más gente se murió, hombre que si se morían, a ver, tantas hambres, tantos fríos, tantos disgustos. Los disgustos matan mucho, ¿no sabe? La Petronila era muy cariñosa, vaya si lo era, y me cuidaba mucho. ¡Qué camisas, qué pañuelito blanco tenía siempre yo! Una buena mujer, la Petronila. Ahora, al recordarla, me suena su voz, ya se lo he dicho, igualito, igualito aquí: ¡Tomás, no te vayas a resfriar! ¡Tomás, que no me entere yo que bebes! ¿No la oye? Todo está oliendo a ella, como ella. Se me pone la carne de gallina. Usted perdone. Esto no lo puedo decir en el hotel, está prohibido. Total, que después de lo de la pobre Petro, me quedé solo con el perro, un bastardo canelo muy simpático. Me daba calor por la noche durmiendo a mi lado, sobre la manta. ¡Ah, se me pasaba, caramba, esta cabeza! -87- Esa manta la habíamos salvado cuando la evacuación, nos la habían regalado las mujeres aquellas que nos casaron, era preciosa. Tenía una cinta de seda todo alrededor. Claro que ya al final esa cinta se había caído, o estaba rota por partes. Se ve que era de mala calidad. El perro, como le iba diciendo, a veces manchaba mucho la manta, no estaba bien adiestrado. También se murió. Para mí que lo mataron los

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de la loquería, porque se metía por allí, buscando la cocina. Había una enfermera alemana con muy malas pulgas, enamorada de su gato. Ahí estuvo la madre del cordero. ¡Adiós mi Canelo! A lo mejor le inyectaron locura y se les iría de la mano en la ración, a ver, pobre animal. Ya, otra vez solo. Siempre solo. Y, ¿sabe?, es muy malo tomar cariño a la gente, tomar cariño a la Petronila, tomar cariño al Canelo, al sanabrés, al espejito, a la manta... Tarde o temprano... ¡Hala, a hacer..., bueno, gárgaras! Por eso, yo, ahora, nada de encariñarme con nadie. ¿Al Caracosida? Que le den morcilla. ¿Al Vinagrillo? Ídem de lienzo. Y así a todos, a todos, a todos, a todos. El otro día palmó Cantimpalos, el tuerto que cuidaba de las gallinas. Era mucho más joven que yo. Pues bueno, al hoyo. Y ya está. Y yo a tomar el sol. ¿Que le cuente algo más de la guerra? Anda con lo que sale. Pues sí que. ¿Qué le voy a contar? A mí me está que esto fue igual para todo el mundo, una gran pena. Además, si no se habla del Alcázar, o de Garabitas, o del Clínico, o de la toma de Bilbao, no le hacen a uno caso. En el hotel no se puede hablar de otra cosa. Así que... Oiga, me estoy quedando ronco. Yo ya he pagado, con las pesetillas de la ayuda de no sé qué previsión, un ataúd la mar de arregladito. Como no gasto nada, cada mes le voy poniendo algún adornito, que si un crucifijo, esto me ha valido algún postre aparte, las monjas lo han celebrado mucho... Que si una especie de almohadita. Que si unas asas decentes. Lo malo es si no sé ya qué ponerle antes de... Tendré que decir que me pongan a mí, que me dejen allí, quietecito, y que se callen, por favor, que se -88- callen... Mire, mire, ya casi siento este descanso tan bueno, y me quiero estirar, y dormir, dormir... Oiga, ¿usted cree que allí, bueno, usted me entiende, la Petronila seguirá asando castañas, y el Canelo vendrá por las noches a la manta, y habrá un sitio para los republicanos como el sanabrés, y venga, y venga, y venga y dale...? Ojalá, porque si no... EN LA CALLE FERRAZ No, mire, no. No es que tenga reparo, ¡pasa solamente que lo he contado tantas veces ya!... Sí, a todo el que ha querido oírmelo. Ya no sé si es que paro a ratos de contarlo, o si es que, sin parar, hasta dormida, lo repito. Una es así de torpe. Hablo sola, digo siempre lo mismo. Así que lárguese con viento fresco, y déjeme a mí que siga hablando. No, por favor, no me pinche. Usted lo que busca es que yo empiece a hablar, y claro, ya se sabe, una vez empezado, hay que acabar, no queda otro remedio, y usted, tan tranquilo, se me marcha con el santo y la limosna, y yo tendré que volver a contarlo, para otro, luego, mañana, cuando sea... ¡Ay, amigo mío!, pues sí que está usted bueno, preguntarme por mi hijo. Todo el mundo lo conoce, algunos mejor que yo. Ya hay hasta algunos niños de esos crecidotes, que juegan al atardecer en las calles del barrio al burro, a pídola, a gangsters, o a otras cosas parecidas, que me preguntan cuando llego: «Qué, señora Dolores, ¿estará hoy su hijo arriba?». Y se ríen mucho al decírmelo, se ve que les alegra. Y yo subo la escalera, tan larga, tan alta, tan oscura, ya sé a qué huele cada descansillo, cada puerta, adivino quién está allí por lo que chilla la radio, oigo llorar siempre a las niñas del quinto, y rezongar a doña Catalina, la viuda pensionista del sexto derecha, la que tiene huéspedes, y todo así, ya lo creo que me los sé, y sigo subiendo, y a veces espero un poco en el corredor, por si -89- acaso estuviera dentro y se hubiera quedado dormido esperándome, es muy agradecida esa butaca de mimbre que tengo, que me la regalaron al renovar trastos de la terraza del casino, sí, ahí, donde voy a limpiar, ya ve, suelen ser muy buenos conmigo. Ya les tengo hablado

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para que le den un empleo a mi hijo. Además, le he hecho unos almohadones de ganchillo, de colorines, muy abrigados, blanditos... ¿Qué años tiene? A ver, eche usted mismo la cuenta. Nació en el 32, figúrese, está en la plenitud de la vida. Pero el pobrecillo, a ver, ya ve usted, sin padre. ¡Ay!, no me lo recuerde, claro que no tiene padre. A ver, aquellos días tan malos. Su padre era el hombre con más labia que he conocido. Un verdadero tunantón, se lo digo yo. Pero era tan cariñoso, tan cercano, tan... Bueno, tan como no había dos. Estaba estudiando, y venía al pueblo los veranos. Estudiaba no sé muy bien para qué, yo no he sabido nunca mucho de eso. Solamente sé que yo esperaba junio, cuando solía venir, y la Navidad, y la Semana Santa, y nadie lo sabía más que él y yo, los dos solitos, no me escribía nunca, habría sido terrible que sus padres lo hubieran sabido... Y así paso cuando se enteraron, cuando alguien les fue con el chisme, que si nos veíamos en la casilla del Pinatar, allá, en el camino viejo, ¿sabe? ¿O usted no ha estado nunca en El Salobral? Es un sitio bonito. Desde la puerta de la casilla se veía la sierra, entera, blanca en Navidades, azul en verano, y él (yo digo siempre él, ¿me comprende?), no hace falta decir su nombre, además sus padres nos debieron buscar, digo yo, y él no quería que nos los tropezáramos, no, no lo quería por nada del mundo, y así, no llamándole, sería más difícil dar con él, me entiende. Bueno, esto, la verdad, ya se queda muy lejos, y seguramente ya se lo han contado alguna vez, no me diga que no. Yo lo noto en seguida, y a usted lo veo con cara de que se lo han debido decir. Pues, sí, ya ve, es verdad, nos tuvimos que casar y largarnos, porque en un pueblo, El Salobral, pues que nadie quería nada conmigo, vaya, hasta me habían sacado coplas, y que si esto y que -90- si lo otro y lo de más allá, y mi padre, que era guarda jurado, era hombre de armas tomar. Y, por si era poco, la familia de él no podía verme ni en pintura. Que si había arruinado a su hijo. Que si le había dado bebedizos. ¡Qué bobadas! Eran ya mayores, y claro, así, usted dirá. Eran muy pesados, tercos, muy tercos, la tomaron con él. Siempre con la misma manía: «Con la hija del guarda, ¿no te sonroja? Habrase visto, nuestro nombre en la plaza, en la taberna, en todas las bocas esas. Desgraciado. Eres un imbécil». Le ponían la cabeza como un bombo, tanto dale y dale que te pego. Y nosotros sin caer en la cuenta. A ver, la casilla, olía la jara requemada de agosto, recuerdo un día de Santiago, fiesta en el pueblo, no había por allí un alma, todos en los cohetes, en las verbenas, en las carreras de sacos, en la capea, en la procesión, y allí, en la casilla, el calor, el cuadro cegador de la puerta por donde se entraba a raudales la siesta, de vez en vez la raya de una golondrina. Juntitos. ¿Cómo decirlo esto a su madre, tan estirada, siempre enseñando su dentadura de oro, sus hombros puntiagudos? No le voy a contar a usted la boda, para qué. La madre, fíjese usted que nunca he dicho mi suegra, yo les he tenido siempre mucho respeto, pues que la buena señora, mientras las pocas gentes que acudieron me daban el parabién, como es de ley en estos casos, me preguntó con mucho retintín si no me daba vergüenza ir a la iglesia con aquella barriga. Era una bobada, porque ya ve, qué me iba a dar vergüenza, y además no se me notaba mucho, ni mucho menos, pero, a ver, lo que pasa, estaba muy quemada de que su hijo se casase conmigo, con la hija de un guarda jurado que no tenía dónde caerse muerto. Son cosas que pasan, digo yo. ¿Mi padre? Mi padre ni fue. A la boda quiero decir. Dijo que para no hacer la barbaridad que correspondía. Ahí tiene usted una boda divertida, ¿no? Hasta el cura parecía tener miedo a la madre de él, y no nos dio consejos como los que yo le había oído en otras bodas, que si los hijos, que si nada de broncas, que si no entrometerse en los quehaceres -91- del marido y que si bautizar a todo lo que viniera. Nada. Se veía que estaba también acobardado. Nos casamos un 7 de marzo, era Santo Tomás, y no hizo más que hablar del santo del día, uno que, por lo visto, había escrito muchos libros. A lo mejor lo hizo porque

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él era estudiante, ya creo habérselo dicho, y así quedaba muy bien. Pero, ¿de nosotros? Ni pío. Aún recuerdo que al salir de la iglesia, la gente había desaparecido. Con el lío que se armaba en la plaza a la salida de otras bodas que yo había visto, todo el mundo diciéndole flores a la novia, y bromazos al novio, y entonces... Solamente algunas mujeres nos acechaban dentro, susurrando por detrás de los pilares o en las capillas, y algunos hombres se reían también sin esconderse. Ya en la plaza, pues que no había un alma, yo sabía que nos estaban mirando por detrás de los visillos, de las contraventanas entornadas, de los postigos a medio entreabrir. Hubo un instante en que nos paramos, solos en el centro de la plaza, junto al pilón, sin saber qué hacer, asustados, y éramos marido y mujer. Nunca habíamos pensado que aquello pudiera acabar de manera tan triste. Ah, sí, en el abrevadero estaba Segundo, el de la calle Larga, con sus caballerías, y nos dijo sonriendo: «¡A vivir, zagales, ea!». Se lo agradecí mucho. Le mataron, hombre, a ver, luego, como a tantos otros. Estaba lloviendo entonces, entonces estaba lloviendo, y nosotros allí, en medio de la plaza. Recuerdo que el reloj de la torre estaba parado. Eran las cinco. Un mal rato, sí, señor. Pero todo se pasó, todo, cuando él me echó el brazo sobre el hombro, y: Vámonos. Y recogimos unos hatillos de nada, y estuvimos esperando en la taberna, también solos, mire usted qué casualidad que ese día no fuese nadie a la taberna, siempre atestada, a ver, si nadie trabajaba, huelga va, huelga viene, hasta que llegó el coche de línea, parece que le estoy viendo, era amarillo, La Requenense, S.A., traía la baca atiborrada de seras de verduras y sacos de maíz, y unas jaulas de gallinas que alborotaban la mar, pobrecillas, -92- se ve que el viaje las mareaba mucho. Otras cosas no recuerdo, a ver, sería como estaba lloviendo... Sí, sí, usted déjeme. ¡Qué me va a contar usted! Mire, lo que sigue, nadie nadie lo conoce mejor que yo. Eso, eso es, nos vinimos a Madrid. ¿Usted no se acuerda cómo eran los trenes en aquel tiempo? ¡Era una cosa tan bonita, hombre de Dios! Figúrese cuando el revisor aparecía en el estribo, por la portezuela, que nadie le esperaba, y asomaba por la ventanilla los bigotazos, y contaba los viajeros, y miraba con disimulo debajo de los asientos por si había niños escondidos para no pagar billete... Y la gente se ponía de acuerdo sin decirlo, para engañarle si era menester, o para disimular los pollos o los perros... Claro que esto era en el tren mixto, eso es, porque los había mejores, no digo que no, de esos que pasaban de largo por El Salobral, yo no monté nunca en ellos, yo era hija de un guarda jurado. ¿Sabe que a mi madre la llamaban La Pintá? Estaba picada de viruelas, a ver, esas cosas de los pueblos. Pero era muy buena, muy limpia, se murió de un zaratán a poco de empezar la guerra, que me enteré por casualidad. Veníamos en el tren, como ya le contaba, y los de enfrente no nos quitaban ojo, y se sonreían, y eso que nosotros, la verdad, no nos atrevíamos ni a mirarnos. Y es que era lo que me dijo Luciano al bajar en Madrid, es que parecía, de veras, que teníamos vergüenza el uno del otro, ay, bueno, no sé si me estoy retrasando mucho, a lo mejor me está esperando y no tengo hecha la cena, aunque estoy segura de que lo va a saber comprender, él es muy juiciosito, vaya si lo es, no tengo queja ninguna, no me enteré bien de qué quería que le hiciese hoy, ay, Señor, qué cabeza y no era eso, no, Señor, qué íbamos a tener vergüenza, es que nos queríamos mucho, era más bien miedo, eso es, susto muy grande, y no querer estar solos, porque nos acordábamos de demasiadas cosas, de la casilla, de las tardes allí solitos en el heno maloliente y podrido, el suelo lleno de sirle, en vilo siempre por los gritos de los niños que cazaban ranas en el Salobralillo, el -93- arroyo de al lado, no nos fueran a sorprender, siempre abrochándonos, arreglándonos la ropa al menor ruido a toda prisa, y nos acordábamos de

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mi padre, que nos escupía casi mientras se le caía el tabaco del cigarrillo mal hecho, y llenaba, gesticulando, toda la casa del olor de la madera larga, enrollada en muchos nudos, olía tan mal que la última noche vomité, y, ya lo adivina usted: Asquitos ahora, eso se piensa antes. Y oír palabras que nunca le oí contra mí, sino contra otras, y a Luciano se le saltaban las lágrimas, el estudiante, el señorito, el majarrajas este qué se habrá creído, y no querernos escuchar nunca, y, luego, la madre de él, y el sermón del cura, como si no estuviésemos allá, dóciles, apechugando con todo, quietecitos... Sí, no teníamos vergüenza, era que nos acordábamos de demasiadas cosas, digo yo que nadie debe acordarse de muchas cosas, aconséjeselo así a sus hijos si los tiene, es mejor no tener memoria y mirar solamente hacia adelante, a lo que Dios quiera mandar, y aceptarlo cuando venga y olvidarlo en seguida, los recuerdos pesan mucho y no enseñan nada más que algún que otro suspiro y una dureza aquí, en la garganta, tantos recuerdos, hijo mío, yo no puedo apenas transmitírtelos, no puedo decirte en qué consisten ni si valen para algo, ya tienes tú bastantes quebraderos de cabeza, lo que cuesta vivir, no voy a ponerte ahora los hígados revueltos, además que ya se han muerto casi todos, o algunos los mataron como a perros, ya ves, ahí, al borde de la carretera, en las cunetas sucias, llenas de cardos, quién sabe si no caería alguno en la casilla del Pinatar, allí, en la cuesta del riachuelo, donde crecen los nopales y había una higuera, ah, y un paraíso que ¡Dios, cómo huele!, es que los caminos de Dios, hijo mío, son o parecen torcidos, ea, ya lo ves, seguramente era cosa de risa vernos salir de la estación, los dos apretaditos, de la mano, acorralados más que otra cosa, diciendo que no al consumero, a los que pregonaban pensiones, a los que ofrecían taxi o autobús para ir a otra estación, y nos quedamos parados ante el hombre que nos pedía los billetes sin -94- saber si teníamos que decirle algo, quizá solamente buenos días, o preguntarle por sus niños, ay, ya ves, los demás niños, que cuestión esa de las compañías, hay que tener mucho cuidado con quién te juntas, luego vete a saber, porque, hijo mío, se aprende mucho malo por ese mundo adelante, un gran consuelo cuando nos pudimos sentar en la portería del Colegio, llegamos ya de noche, que no tomamos nada por no gastar y por ver algo, fue la primera vez que tú estuviste en Madrid, hijo mío, ya ves lo que son las cosas, qué va, hijo, qué va, cómo vas a acordarte tú, estaría bueno, y mejor que no te acuerdes, total para qué, en ese colegio era donde había estudiado antes tu padre, nos arreglaron los frailes un trabajo para los dos, él daba clases, yo repasaba la ropa para los internos, y, no me digas más que me estoy quedando ciega, que si tengo que acostarme, si ya ves que yo lo hago con el mayor gusto, bueno, tú sí que tienes que acostarte, que tienes que pasarte la mañana hablando, y así todas las noches, hasta que tuvimos un pisito en una hondonada de las Ventas, detrás de la Plaza de Toros Monumental, veíamos pasar muchos entierros, y ya nos conocían en el fielato, y en las tiendas, y en la frutería y en los tenderetes que ponían los viejos al sol a la salida de las corridas, es metro Ventas, ¿no?, algunos domingos llegábamos a la plaza de Manuel Becerra, cerca de la cochera de los tranvías, y volvíamos despacito a casa, la tardecita yéndose, y así siempre, ya no nos acordábamos del pueblo ni de la casilla (bueno, miento, de la casilla sí, aunque no hablábamos de ella nunca, era un acuerdo mutuo, una mirada, un bajar los ojos, un súbito calor), ni nos acordábamos del cura, ni apenas de nadie, tranquilitos tranquilitos, hasta que llegaste tú y todo se animó de pronto, eras muy rico, casi cuatro kilos, quién lo iba a decir, yo tan esmirriada y con tanto velar y pegar botones, y zurcir calcetines, y ya ves, todo tan fácil, y fue todo tan diferente, ay, cómo te lo diría yo, si esto no vale decirlo, sino pasarlo, ea, pasarlo, por eso no te cuento nada, porque yo sé que no nos sirve lo de los -95- demás, ni siquiera lo mío, hijo mío, es que no hay más remedio que pasarlo para aprenderlo, y aun así..., bueno, que fueron

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unos años tan buenos, Señor, tan buenos, qué fácil es ser feliz cuando Dios quiere que lo seas, porque de otro modo, qué pintamos aquí, si lo sabré yo... ¿Que cuánto tiempo? ¡Qué más da! ¿Usted sabe cuánto dura un sueñecito bueno, de ésos que, al despertar, no nos dejan abrir los ojos, y dura mucho tiempo un regustillo en la comisura de los labios, o en la yema de los dedos? ¿Que no? Pues no se ha mirado usted bien, o, dicho sea con perdón, es usted bastante gilí, por muy sabio que parezca. Un sueño es... un sueño es... Bueno, como fue aquello. ¿No le he dicho ya que Lucianín nació en el 32? Tenía cuatro años recién cumplidos en el 36. Íbamos para adelante. Mes tras mes, una cosa nueva en casa, ya puestecita, una radio y una máquina de coser, y unos tiestecitos. Lo que había que ver. Pero nadie sabe dónde está la vida de cada uno, qué cosas, sales a la calle y patapán, se acabó todo, bueno y malo, y sin comerlo ni beberlo, y así le pasó a él, a Luciano... Que salió a dar una clase particular aquel sábado después de comer, ya ve, no me acuerdo de la fecha, sólo sé que era sábado, en noviembre y tan lejos, pero esto no importaba, porque iba en el metro y volvería de día todavía, era a un chico suspenso, yo gasté la tarde en una cola de carbón, venga a chinchorrear las mujeres, y a decir cosas del frente. Esto se acaba enseguidita. Han tomado Toledo. Van a venir los rusos a ayudarnos. Por fin vamos a tener todos casa con baño. Se ha matado no sé qué general de ellos con un avión... En fin, que no volvimos a verle, porque el bombardeo debió agarrarle sin encontrar dónde refugiarse, no conocía el barrio, y eso es lo que más me duele, hijo mío, esa muerte así, tan estúpida, sin más defensa que agachar los hombros y afilar el miedo ante el ruido, que no cabe hacer otra cosa sino esperar que caiga la bomba en la otra esquina, mientras tú te estás allí tan quietecito, pegado al suelo, a la pared, o a donde sea, sin pensar, los ojos muy -96- abiertos, el corazón violento, y nada, ya ves, hijo mío, lo que es salir y no volver, no somos nada, pero tú puedes estar muy orgulloso, porque tu padre era un hombre muy bueno, trabajador, como no había dos, ya te lo tengo dicho, que seguro seguro que habría sido algo muy grande si no se hubiese tenido que casar conmigo, y ahí tienes la prueba de quién era, en sus carnets medio rotos, que yo los he guardado siempre para ti, fíjate cómo te pareces en esta fotografía del sindicato, quién sabe las veces que, a lo mejor, hemos pisado el mismo sitio donde cayó la bomba. Me dijeron así, a bulto: en Ferraz. Para qué le voy a contar a usted las veces que he recorrido esa calle arriba y abajo, ahora todo es nuevo, da lo mismo preguntar a nadie, para qué, les daría un patatús saber que alguien murió despanzurrado en su puerta, tan bonita, con ficus, con sansiveras, con alfombras así de gordas, con mármoles, con un portero de botones dorados. Ahora todo el mundo va a lo suyo y no a todas las sesentonas les han matado el marido allí, en una esquina, llena de escombros y silbidos, eso solamente les pasa a los incautos, a los sencillos, a la pobre gente que, como tu padre, no tiene trastienda, sino impulso, eso es, buena voluntad y deseos de trabajar, a ver, si no. Claro que bien mirado, cualquiera se atreve a asegurar nada, porque, aunque usted no me crea, los ratitos en que una dispone de lucidez, ésos en que notas que las gentes se llevan un dedo a la sien en cuanto das media vuelta, pero que tú lo ves, siempre hay un cristal oportuno para verlo, o peor aún, lo presientes que lo hacen, no sé, lo adivinas, bueno, es que notas en tu sien el movimiento de tornillo que ellos hacen con la yema de su dedo sucio. .. Pues ya ve usted, esos días, realmente, una muerte así, en la esquina, una muerte sin más resultados que reconocer las pertenencias, como aún recuerdo que decía el papelito del juzgado... ¡Qué bien, no me diga, tan resuelto! Ni en el entierro tuve que pensar. Nada. Y eso fue una pena. Cuando se vive algún tiempo así, tan bien, tan cercanos, se tiene miedo al día en que uno -97- falte, se querría morir siempre uno el

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primero. Y se entrevé el tal diíta, ya lo creo. Y yo, y me dolía el entrecejo, aquí, al pensarlo, pues que lo veía, teníamos una iguala muy arregladita, y yo veía el funeral, y los pésames, quizá la reconciliación con la engreída familia... Y nada. Las pertenencias y váyase, camarada, váyase, buena mujer, están esperando otras personas para lo mismo. No hubo flores, ni corona con dedicatoria, ni velorio, ni luto. Dios sepa qué habrá. No vale la pena, ahora sí que no vale la pena, pensar en eso. Pero, ¿y mi hijo? Si mi hijo volviera algún día, ¿quién le iba a decir todo esto, y lo que pasó luego, después que lo evacuaron, y cuando dejé de tener noticias suyas de Francia o de Bélgica, de Ucrania...? No, ya ve usted, prefiero todo lo pasado y seguir esperando, sé que algún día, cuando llegue a casa estará allí en la butaca de mimbre que me regalaron en el casino, esperándome, leyendo los prospectos de lavadoras o inmobiliarias que meten por debajo de la puerta, quizá haciendo el crucigrama poco a poco, a lo mejor es capaz, ¡tonto!, de chupar la punta del lápiz mientras busca las palabrejas, o a lo mejor haciendo números a ver qué nos convendrá comprar primero, pero, no, hijo mío, no te dejaré ser manirroto, hay que pensar mucho las cosas y ser previsor, muy precavido, tú no sabes lo mal que lo hemos pasado, y el seguro no cubre ni la mitad de las necesidades y hay que estar atentos al desempleo y a la carestía de la vida y no conviene tampoco aparentar, que ahora a todo el mundo le da por parecer más de lo que es en verdad, si lo sabré yo, nosotros, todo lo más procuraremos vivir otra vez por allá abajo, por detrás de la Plaza de Toros, como cuando eras niño, ahora están haciendo unas calles muy buenas por allí, el metro llega más lejos, estaríamos muy bien y saldría mucho más barato, porque, hijo mío, tú no sabes lo que fue aquello, tú, en la colonia y viajando por ahí, te libraste de todo, y gracias a Dios por ello, pero yo, aquí, solita, sin arrimo alguno, trabajando aquí y allá, que si en un hospital, que si en un comedor de soldados, bueno, -98- un calvario, qué frío en las noches, vueltas y vueltas en la cama tan grande para mí sola, qué ilusión el papelito aquel que decía que estabas bien, que crecías, que te ponías tantas y cuantas inyecciones, y cómo me afanaba yo, que no he estado nunca por esas tierras ni voy a estar, que no sirve de nada ahorrar, aparte de que de dónde voy a ahorrar yo, no me hagas reír, pues, sí, yo me afanaba por verte, por saber o imaginarme cómo sería el jardín donde corrías, el comedor donde comías, la alcoba donde de seguro te acostaban sin rezar, que era una delicia oírte chapurrear las oraciones... Ah, sí señor, hace usted bien en llamarme al orden, a mí se me va el santo al cielo y no sé, a veces, qué diablos estoy diciendo. ¿Cómo? Ah, sí, pues ya ve usted, gracias por recordármelo, me quedé sola, porque el niño, a ver, yo no tenía una perra, el colegio había sido convertido no sé en qué, en cuartel, o en cárcel, total, que no comía nada, y se lo llevaron a una colonia de niños evacuados. Por lo menos ha visto mundo. Hace tiempo que no sé de él oficialmente, pero, usted sabe, esas cosas de los servicios internacionales, el correo, todo está tan alterado, y, luego, ya lo dicen los periódicos, no nos quieren por ahí nada, nada, lo que se dice nada. Ya vendrán las noticias. Si yo no espero, ¿quién le esperaría? Yo tengo que esperar y enseñarle esos papeles que han ido llegando para él, los formularios para la herencia de sus abuelos, que, ya ve usted las vueltas que da el mundo, los liquidaron en el otro lado, lo que son las cosas, nunca me lo expliqué, y también tengo que darle el aviso de la Caja de Reclutas... Oiga, ¿será posible? ¿Usted cree que le harán ir al cuartel todavía? ¿Encima? Yo creo que deben dejarlo conmigo, que para eso le he esperado yo tanto, eso son sopas y sorber, qué caramba. Yo no puedo creer que hagan eso. Claro que tampoco parecía posible que su padre fuera a dar una clasecita y a morir en una esquina de la calle Ferraz, y menos aún que mi niño tuviera que irse por ahí solito, mundo adelante, y ya ve usted. El mundo es un lío de miedo, y es inútil querer arreglarlo. -99- No te metas a redentor, hijo mío, que el hombre es malo y no anda

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nunca a derechas, y tú has salido como tu padre, un bendito que le engañaba todo el que quería, solamente yo, yo fui para él como se merecía, y ya ves para lo que nos aprovechó, más años de los que yo tenía cuando nos dejó han pasado desde entonces, casi nada, y ¿hasta cuándo? Vete a ver. Todo sea por Dios. Ay, perdóneme usted, hace usted bien en traerme a la realidad, porque ya llevo mucho tiempo hablándole de lo de siempre, y por más que se repitan las cosas, no es un disco, no, qué va a serlo, que llega un momento en que siento cómo me sube así, desde el estómago, una bola grande, y me llega a la garganta, y a los ojos, y a los oídos, y, entonces ya, ahí, nadie lo sabe cómo es entonces todo, y cómo solamente el ponerme a esperar puede deshacer esa bola, y retragarla, y hacerla bajar de nuevo a su escondite. Sí, prefiero esperar, yo no hago daño a nadie esperando, usted me contará. Hoy mismo, ahora, cuando le deje a usted, ¿estará en casa? Tengo prisa, tanta prisa, por si acaso. Por otro lado, no querría llegar nunca, por no ver la butaca vacía, los almohadones intactos, la hoja del calendario sin quitar, los cachivaches de la cocina como yo los dejé esta mañana, cuando me fui a limpiar el casino, ya sabe usted, hacía tanta niebla, y, luego, los autobuses van tan mal, y yo voy andando cada vez más despacio. Sí, voy a dejarle a usted, ea, Señor, cómo pasan a veces las cosas, la memoria, los pies, las manos agarrotadas, la misma esperanza, hijo mío, esto no es vida, me voy a casa, a lo mejor se te ha ocurrido venir hoy sin avisar, también tú, qué ocurrencias, precisamente hoy que no limpié lo debido, me voy, me voy, discúlpeme usted, ya me parece que se lo he dicho todo, por lo menos todo lo que yo recuerdo, si necesita algo más pregúnteme usted otro día. Ahora tengo que irme, y... Bueno, ya sé por dónde voy a ir a casa. Me voy siempre por aquí, atajando, Cedaceros, la Carrera, las Cuatro Calles, Cruz, Barrionuevo, Progreso, luego la Cuesta del Mesón abajo, voy haciendo tiempo, -100- para dar lugar a que llegues tú, hijo mío, siempre puedes haberte encontrado con alguien y entrar en una barra a tomar un chato, tanto que le gustaba a tu padre, o quizá quede por ahí algún puestecillo de gambas, solían poner los carritos en Duque de Alba, y te habrás distraído a comprar unas pocas para animar la cena, o quizá te has metido en un cine de continua, al paso, lo has pensado mejor y has decidido llenar un rato, a ver, hay que distraerse algo, porque, así, de casa al trabajo y del trabajo a casa, esto no es vida, qué va a serlo, me pararé en todos los escaparates, zapatos, corbatas, pañuelos, encendedores, ¿te gusta fumar?, si seré tonta, no entiendo nada de clases de tabaco, tu padre no fumaba nunca, por lo menos desde que nos casamos, había que ahorrar lujos, y miraré en las camiserías, ¿qué número gastarás ya?, y me acerco al cristal, tan fresco en la frente, y vuelvo a ver esos tranvías que ya no están, y repaso las canciones que sonaban en la radio aquellos años, cuando los tres... Morucha divina, clavel tempranero, a ver por qué me mirarán esos idiotas, yo canto como me da la gana. Cerré los ojos pa no mirarla y abrí la puerta de par en par, y ya sé que en cuanto doble la esquina de la pastelería se ve la ventana de nuestra cocina, sí, hombre, sí, ¿no ves que han tirado la casa de al lado?, por eso se ve, es que hace un par de años no se veía, claro, estaba ahí la casa de la posada y de la ferretería, y ya no están, a ver, hay un solar, pronto tirarán también la nuestra, ahora lo están tirando todo, tienes que darte el domingo una vueltecita por allí, por detrás de la Plaza de Toros, a mí me gustan aquellos barrios, nos mudaremos, ya lo verás, es tan agradable, da el sol de plano las tardes del invierno, y hay chiquillos correteando por las cuestas de los desmontes, rebuscando tesoros en las escombreras, y pasan muchos, muchos aviones, y... Mire usted, señor, no sé para qué le cuento todo esto, porque figúrese que me entra lo que me ha de entrar, menudo telele, y que está allí, y me ve y... ¿Cómo me llamará? ¿Usted no sabe cómo me llamará? ¿Por mi -101- nombre? ¿Madre? Quizá ya no sepa español, y si lo sabe, dicen que por ahí saben de todo, ¿de qué

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me va a servir hablar? ¿Nos entenderemos? ¿Sabré yo arreglarle la ropa que traiga, ropa del extranjero, así, anchota, muy buena, llamativa, tan llamativa como algunas que vemos por ahí, por la calle? Quién sabe si no tendrá estudios, ingeniero, arquitecto, y entonces, ¡adiós!, porque, ya ve, yo no soy más que una mujer de la limpieza, una pobre mujer de la limpieza, y no podré hablar de sus cosas, tanto que les gustan a los hombres, cuando vuelven, cansados, a casa, que les elogien su trabajo. Ay, cuántas dudas, Señor. ¿Sabré hacerle yo algo que le guste? Pues, sí, yo, ya ve usted, creo que sí, que algo sabré hacerle... y me lleno de proyectos para el otro día, para los otros días, habrá que incluirle en el padrón, y vengan oficinas y ventanillas, y en la cartilla del médico, y poner el contrato del piso a su nombre, pondré un enchufito nuevo para que se afeite donde tenga más luz... Me sentiré firme, segura, acompañada. Quizá podamos tomar las vacaciones juntos, iremos al mar, que todavía no lo he visto o, mejor, nos quedaremos en casa en paz y en silencio, y, al atardecer, me leeré el periódico, los crímenes y los partidos, y los viajes del Papa, quién sabe si no haremos una quiniela, riéndonos, bobos, regañaremos (en broma, claro) al discutir en qué gastaremos los millonazos... Y cosas así. ¿Qué hay de malo en eso? Y subo por la escalera sin mirar si hay algo en el buzón, hoy quiero que sea total la sorpresa, y, a pesar de todo, tengo que ir deteniéndome poco a poco, que los escalones se van notando, y paso por los rellanos de puntillas para que no se enteren los vecinos, siempre esa Clotilde, tan monilla, la del tercero, dando gritos y riéndose, es un diablillo, ya ve usted, aún quedan niños, y me acerco a mi puerta sin hacer ruido, esa madera, cuidado que cruje siempre, por qué no le habré puesto algo de grasa a la cerradura, y rechinan los goznes, a ver, es tan vieja, y me alarmo, que a lo mejor se ha quedado dormido esperándome, no pasaré al comedor para no despertarle, ni encenderé -102- el brasero, sino que me quedaré en la ventana del pasillo un ratito, hasta que se dé cuenta de que he llegado, desde allí veo muchos tejados, muchas ventanas de cocinas donde las madres andan afanosas preparando la cena a sus muchachos, los que se habrán quedado en un bar o habrán entrado a un cine de continua que les salió al paso, quizá se han retrasado con la novia en el quicio oscuro, eso, ya ves, eso no ha cambiado, y me distraigo leyendo anuncios luminosos para llenar el tiempo, se apagan, se encienden. Electrodomésticos. Viajes. Champán. Vuele por Iberia, se apagan, se encienden, y veo el reloj de la Telefónica, y puedo hablar con él desde afuera, sin miedo a que me replique con mal humor si es que está rendido, a ver, el día es tan agonioso, ¿a qué hora te llamaré mañana? ¿Has visto qué sol tan bonito ha hecho esta tarde?, no daban ganas de ponerse a trabajar, es ya la primavera que está llegando, ya iremos el domingo que viene a dar un paseo, y eso que, a lo mejor, ya se sabe, alguna lagartona por ahí sale y si te he visto no me acuerdo, ¿eh?, Jesús qué tarde se ha hecho, vamos, vamos, hijo mío, es hora de acostarse, anda, oye a ver qué dicen del tiempo, no te vayas a dejar el transistor encendido, ya será de día y mañanaremos, bueno, yo aún voy a quedarme un ratito aquí cosiendo, no me digas que si la luz, que si me voy a quedar ciega, eres igual que tu padre, que siempre me lo decía, anda, ponme el brasero, enchufa, tú te puedes agachar mejor que yo, fíjate en este huevo de madera para coser calcetines, tanto que te gustaba jugar con él, pues ya ves, aún lo tengo... No, no me llames por mi nombre, eso no me gusta, vaya, que no, anda, quita, quita, no seas zalamero, te digo que mañana habrá que madrugar, hay que firmar a la entrada... Allí, donde tú estás, ¿hay que firmar en la entrada, al llegar y al salir? ¿Nunca? Vaya, hombre, también tienes suerte tú, ¿eh?, no te quejarás... A ver si con estas pamplinas nos olvidamos de poner el despertador. Anda, dale cuerda, con mimo, hombre, con mimo, ¿no sabes que me lo dieron de premio en el mercado, unos hombres de la televisión que preguntaban -103- cosas para anunciar no sé

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qué jabones? Ya ves, yo supe contestar, qué te has creído, claro que lo supe, ya apenas me acuerdo qué preguntaban, qué era un azumbre, quién está enterrado en Santiago, cuántos credos tarda un huevo en cocer... También cosas de Madrid, cuál es la primera verbena, dónde está la calle Ferraz... Ya ves tú qué facilito. Me dijeron en el casino, al día siguiente, que salgo muy bien en la tele, que sonrío, que no se me nota apenas el pelo blanco... De «DESORGANIZACIÓN» «CON LA MEJOR VOLUNTAD» (Historia patriarcal, naturalmente conservadora) ¡Que no te metas ahí, que va a estar hecho unas gachas y el coche se atasca! Y venga a repetirlo, pero que si quieres arroz, Catalina. Que el coche se metió en el prado donde el agua estaba disimuladita, y no hubo remedio. Las ruedas enloquecidas, palabros, muchos mecachis en sordina por aquello del qué dirán las señoritas, y a sufrir se ha dicho. Qué le vamos a hacer. Son gajes de la modernización, ea, sarna con gusto no pica. Pero hay que salir de aquí. Aquí es las afueras de un pueblecito, cerca del cementerio, a la puerta de un alfar. Y luego dirán que no hay intereses por la artesanía, la cultura popular, etc. El coche se debate en el fango, lanza al aire toneladas de suciedad, pues, también es potra, la hierba recrecida ha ocultado a medias un estercolero, esas afueras agradables, con plásticos vacíos, muñecos descabezados, mucha loza sanitaria desmenuzada, algún zapato viejo, esa blancura triste de las escayolas falazmente lujosas, ya en ruina irremediable. Pateamos, empujamos, ideamos buscar trapos, algo sobre lo que las ruedas puedan moverse... Nada. Los trapos no se ven, y seguramente están ahí al lado, y el alfar está cerrado, ya se sabe, ahora es invierno, no vienen americanos a llevarse botijos, o cantimploras, o pitos, o gallos rechonchos, ni a encargarse ceniceros con fecha y rúbrica, habrá que esperar a que llegue de nuevo el boom ese turístico, qué caramba... Quizá hacia las doce venga el hombrecillo, a ver si cae alguien que va de paso, son los -105- más fáciles de engañar, se encaprichan con nada, con los bebederos de los pollitos, y con las huchas en figura de cerdito, y con las jarras para sangría y las pilillas de agua bendita... qué curiosidad sana, limpita, por todo. Bueno. Que nada, que el auto sigue ahondando en la tierra y ya llega el cubo de la rueda más abajo de lo permitido... Y la puerta apenas se puede abrir ya, y el agua y el barro nos llegan a los que empujamos, no vea usted dónde nos llegan. En fin, a pesar de que está de moda decir palabros, no es necesario decir dónde llega el agua ahora, que, además es más arriba, sí, señor, casi a la garganta... Menos mal que Dios aprieta, pero no ahoga. Ya está aquí el primer auxilio. Aparece mansamente un rebaño, como corresponde al paisaje tradicional (verdecito el prado, campanadas lejanas, esquilas, una radio que suena lejos). Las ovejas avanzan lentas, por el ribazo, mordisqueando la hierba tiernecita, y los perros las acosan, envolviéndolas. El

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pastor viste con lujo casi. Zamarra de cuero nuevecita, quizá, pienso yo por no estarme quieto, algún regalo del mayoral, cayada con adorno al fuego, papahígo de cuero también. En fin, un pastor endomingado como Dios manda. Grita a las ovejas de cuando en cuando, y los perros dan saltos, van y vienen, se mordisquean, y las ovejas van avanzando por donde él quiere, despaciosas, sosegadas, sin hacer el menor caso del cuatroele que fue azul-verde, ahora de ese color indefinible de la boñiga vieja, del fango revenido, de las briznas de hierba desgarradas... El pastor, amablemente, confía su ganado a sus perros bigotudísimos y se acerca. -¡A la buena de Dios, coño! Pero, coño, pero cómo se han metido ustedes aquí, si el camino va por ahí arriba, ¿no lo ve usted? Pero, coño, está bien claro. A ver, el camino no pasa por aquí, pero ¡hombre! Han hecho lo mismito que un camión el otro día, que también se metió por aquí, se ve que esta gente de los autos no ve por dónde va, a ver, coño, si no... A ver ahora cómo salen ustedes de ahí. -106- Se ve enseguidita que el pastor tiene muy buena voluntad, y que lo mismo el del camión del otro día que nosotros somos unas calamidades que no entendemos de nada. Sin embargo, y por temporizar: -Bueno, la verdad es que ya no tiene remedio. Y qué hay que hacer para salir de aquí... A usted, ¿se le ocurre algo? -Sí, hombre, claro que sí. Aquí tenemos de todo, hombre. Este pueblo, tan cerquita de Madrid, ¿no ve?, lo que pasa, pues que tenemos de todo. Mire, lo mejor es ir a donde Antonio, que tiene una máquina de arrastrar piedra, ¿sabe?, de la cantera, eso es, de la cantera. ¿Comprende usted, una cantera?... Pues bueno, el Antonio viene con su bólido ese, y ya está. Están ustedes en el camino en un decir Jesús. ¿,Ustedes van al Escorial, no? Es lo que pasa, todo el que va al Escorial, al llegar aquí, se pierde. Toma, a ver, este pueblo... -Muchas gracias, hombre. Es buena idea. ¿Dónde vive Antonio? -Ahí, ¿no ve esa casa blanca? Pues una o dos más allá, pasada la tienda de la Quica, no tiene pérdida. Usted va allí, de mi parte, pero, no, no vaya, es mejor que vayan los chicos, que tienen buenas piernas. Usted ya está algo mayor. Tú, zagal, deja ya el coche y vete a casa del Antonio, que menuda máquina tiene. Alemana, no le digo más... El chico se dispone a ir a esa casa blanca. La verdad es que, desde donde estamos, las casas, las tapias, todo es blanco. Yo veo por lo menos una docena. Importa ganar tiempo. -Dice usted... ¿La que hay detrás de ese arbolito? -¡Quia!, hombre, la otra. ¿No ve ésa con chimenea? Mire, la calle baja así, y tuerce así, y luego, se tuerce otra vez, y ya se ve la tapia. La casa tiene un portal así, y una ventana más allá... Ah, se me olvidaba, tiene un poyo en la puerta. Seguramente que tiene allí atada la burra del señor Pascual, que se le ha hundido el cobertizo con estos aguaceros, hombre, vea

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usted, por poco le mata al cerdo, ya -107- bastante crecido. La que yo digo, en casa del pobre todo son goteras, y qué verdad es, coño, qué verdad es. El chico se va a buscar al Antonio, sin muchas ganas, pensando que quizá sea mejor ir a buscar un teléfono y reclamar un taller, una grúa servicial y práctica. Pero el pastor asegura que el Antonio, bueno, su máquina, saca lo que haga falta de donde haga falta, y que, además, no nos debemos ir sin ver la máquina, porque la máquina, claro, en fin, la máquina. Y Antonio, por darse pisto, ni cobra. Ya lo verán, ya. Bueno es el Antonio. El chico y las chicas, regocijados en el fondo, chapoteando y cantando el último aire de Salomé, se largan a la caza de Antonio. Me quedo solo con el pastor, bajo el viento duro y cortante de la montaña. Hace frío, intenso. Los perros aúllan escandalosos, simpáticos, van, vienen, se acercan, lamen la mano del pastor, gruñen un poco cuando intento acercarme a ellos. Uno, canelo, bigotes como zarzas, rabudo, me enseña los colmillos muy significativamente, y, ya calmado, se acerca al cuatroele, olismea y saluda con su patita alzada lo que queda al descubierto de la rueda. Luego se sacude, con lo que acaba de pringar a conciencia la fachada del coche. El pastor, por si no lo he notado: -También es cachondo Brazato... ¡Mira que ir a mearse al coche!... ¡Chucho...! Una pedrada entusiasta no alcanza a Brazato, pero sí da en la portezuela del coche, que estrena un hermoso desconchón. Vaya por Dios. Estos perros. El tiempo se hace largo bajo el vendaval cortante. Caen algunos trapitos de vez en cuando. Yo, por hacer más llevadera la espera, y por captarme la voluntad del pastor: -¡Qué ovejas preciosas, nutridas! Esto vale un capital ahora... -¡Hombre, ya lo creo que están lucidas! Este tiempo les sienta muy bien, a ver, los pastos están frescos y abundan... Sigue un ratito de elogios a las mansas ovejas. La esquila -108- suena insistente, desvaída en el viento, un avión cruza altísimo. -Van a América, ¿sabe? Pasan por aquí. Juanito, el del practicante, que estudia para notario, pasó una vez por ahí, y me dijo que reconoció este prado, y mi rebaño, y mi burro. Ya ve. Juanito iba al Canadá, que es una tierra para allá lejos... -Bueno, es que este rebaño... Un rebaño como éste, ¿eh? Son preciosas sus ovejas. Y usted, ¿cómo trabaja esto? ¿Está bien pagado? ¿Trabaja usted por jornadas, o cómo? Nunca he visto mayor desdén en el gesto. Casi el viento se para asustado, oprimido contra el pecho levantado de la zamarra de cuero negro, que ahora veo comprada en el más lujoso almacén de deportes. El pastor carraspea, se coloca la cayada en el antebrazo izquierdo, saca el pecho, vuelve a carraspear, me mira de arriba a abajo de manera que yo mismo me miro -¿contemplará la mierda que tenemos encima, de cuando hemos empujado el coche?-, se sonríe parsimonioso, y repiquetea las sílabas con bastante mala uva:

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-Estas ovejas, señor, son mías, vamos, de un servidor, o sea, que soy el dueño, ¿estamos? -Ah, claro, ya decía yo, están preciosas. Realmente. Tiene usted aquí una fortuna... Las cosas han cambiado con la propiedad declarada: -¡Qué va! Están muy mal este año. Todas tienen las patitas blandas. A ver, tanto llover. Y el pasto está poco hecho, aguachirnado, a ver, tanto llover, no se puede con tanto llover. Las ovejas, además, no dan más que disgustos, venga impuestos, impuestos y más impuestos, y la gente ahora no come tanta carne como antes, a ver, esas costumbres nuevas de las verduras y las verduras. Y las chuletas, que las zurzan, coño. No vamos a poder vivir. El rebaño es numeroso y bien adiestrado por los perros. Observo que hay una oveja oscura, entre el blanco turbio de las demás: -Tiene usted una negra. -109- El pastor me mira intrigado: -¿No lo dirá usted con segundas, eh? La situación se salva inesperadamente. Por la tapia del cementerio, zancarreando, aparece un hombre. Viene embozado en una gran bufanda, y aunque nos ve, parece que se hace el desentendido y se quiere ir por otro lado. El pastor, iluminado: -¡Salustianooooo! Ven para acá, hombre, que hay aquí un señor de Madrid atascado en el barro. ¡Ven, hombre, acércate...! Ya verá usted, Salustiano tiene un tractor, y, si sus mozos no encuentran al Antonio, ya está la cosa resuelta. Salustiano trae su tractor, y usted, tan pimpante. ¡A comer al Escorial! Los gritos los acarrea el viento contra las tapias próximas. Los perros ladran a Salustiano, que les da una patada y los aleja. Salustiano llega, y un poco antes, dirigiéndose al pastor: -¡Qué gritas tú ahí, leche, que parece que te has vuelto loco por la mañana temprano! ¡Ni que hubiera fuego, leche! El pastor, solemne, alegórico: -¡Aquí, un señor de Madrid! ¡Aquí, Salustiano, el Canastas! Mira, hombre, que este señor tiene el auto metido aquí, en el prado, y se ha atorado. Si tú pudieses, traías tu tractor y lo sacabas en un santiamén. Anda, hombre, que han ido a buscar al Antonio, pero, a lo mejor, el Antonio, como es fiesta, se ha ido a Madrid. El tal Salustiano abre los ojos, se baja con los dientes un poco la bufanda, y descubre entonces que el coche está hundido en el fango:

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-Pero, coño, pero cómo se han metido ustedes aquí, si el camino no es por aquí, el camino va por ahí arriba, coño. ¿No lo ve? Pero coño. Han hecho igualito que el camión de los ladrillos el otro día, a ver, por salirse del camino, coño, a ver cómo sale usted ahora de ahí, coño. Mire, el camino va por ahí, da la vuelta así, y tuerce por ahí, así, y se viene hasta la puerta. Pero, así, coño, así, claro, pues que -110- se atascó, coño, se atascó... ¡Gachó, cómo no se iba a atascar! Y Salustiano, acompañado del pastor, vigilan atentamente, las manos en los bolsillos, el atasco, y dan vueltas de aquí para allá y repiten una vez y otra lo del camión, sin coincidir mucho en la carga. Uno sostiene que ladrillos, otro que abono, y así se va pasando el tiempo, y los que han ido a buscar al Antonio no aparecen, y el frío es cada vez más cortante. Salustiano dice, generoso, las manos en los bolsillos, una vuelta más de la bufanda ayudado por el viento: -Pero si han ido a buscar al Antonio, hay que esperar a ver qué dice el Antonio. Si no aparece, mi landrover lo saca, vamos que si lo saca, porque el otro día, un coche que se metió ahí, en el desvío de San Martín, lo saqué, y antes, hace unas semanas, la camioneta del pescado que se metió en la cuneta, coño, y cargada, vamos que si la saqué, porque mi landrover... Claro que me hará falta un cable, yo no tengo cable. ¿Usted llevará un cable para estos casos, no? No, no llevo cable, y estoy perdiendo la cuerda y la paciencia. Las ráfagas del ventarrón, ese viento largo y desesperado de la montaña, amenazan con sacar ellas solitas el coche del atolladero. Los del Antonio no dan señales de vida, y me complazco en suponérmelos en el bar del pueblo tomándose un recuelo caliente, quizá unos churritos, ¿eh?, viva la solidaridad, mientras Salustiano repite una y mil veces más que el camino no iba por allí, que a quién se le ocurre, que si no tenemos ojos en la cara, y menos mal que su landrover. Bueno está lo bueno. Pero el landrover está de descanso, guardadito, mejor será que la máquina del Antonio, que es alemana... Yo intento dar unos pasos, buscar el reparo de la tapia, pero, en cuanto intento moverme, Brazato y Ortigoso, dos corrupias que no entienden de atascos, se me acercan agresivos. Me veo obligado a ir bajando poco a poco el pie que intentaba sacar del barro. Llegan nuevos visitantes. El pastor se ha acercado a las esquinas del alfar, la que da al pueblo, -111- y da grandes gritos otra vez. El viento se los lleva, y yo percibo intermitentemente lo que dice: -Eh... Juanjo... Coche... or de Madrid... atoró. Sí, ven, coño, con tus mulas... or, ...drid te dará la voluntad... Coño. Y al instante aparece el tan Juanjo por la esquina, las manos en los bolsillos. Lleva la visera encasquetada de modo que no hay viento que se la lleve. Eso se llama experiencia, claro. Juanjo se acerca al grupo, asustando a los perros que quieren también saludarle, y no muy cariñosamente, y el pastor le recibe con unas palmadas en el hombro. Juanjo es, o parece, algo memo, mejorando lo presente, claro, y un si es no es cegato. Por lo menos se acerca mucho al coche, chapotea en el barro refunfuñando algo de Joder cómo está esto de mojao. La madre que lo parió. Ya se podían haber ido a otra parte. Siempre es en el dichoso alfar

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donde pasan estas cosas, leche, y después de comprobar con dos buenas coces que el coche existe y está allí (digo yo que sería eso lo que quería, no iba a ser para repetir lo del perrito de marras delante de todos, para eso están las tapias, digo yo), dice muy solemne y convencido: -¡Coño, si se ha atorao! -Pues, sí, más bien, ya ve usted... Y otra vez -¿será que lo declaman en las clases nocturnas?: -Pero, coño, pero cómo se ha metido usted aquí, si el camino va por allí, ¿no lo ve? Da la vuelta así, y ya está aquí, coño, ya está. Ha hecho lo mismito que el camión del otro día, coño, lo mismito, ¿se acuerda, tío Ugenio?, el camión de cemento, que vaya sonroera que armó, eh, coño, estos tíos que no ven el camino. Pero, coño, esta gente de los autos no ve por dónde van, coño. A ver cómo sale usted ahora de ahí, porque coño, el coche está atorao, pero a base de bien, ¿eh?, no me diga usted que no, coño, que a la vista está. -112- El tío Eugenio, el pastor, con mucho miramiento, le dice que el camión del otro día no llevaba cemento, sino abono. Y Salustiano sostiene que ladrillos, que... Bueno. Las manos no salen de los bolsillos. Me atrevo: -¿No cree usted que con una manita entre todos?... -Será mejor esperar a ver si viene Paco, el del alfar, que es muy mañoso, y nos presta unas gavillas de jara para ponerlas debajo de las ruedas, porque así, qué coño va a andar, hombre, no me diga... -Yo no digo nada de nada. Pero mis machos lo sacan, vaya si lo sacan. Menudo es mi Frascuelo, ya verá, ya... El pastor insiste, servicial, con la mejor voluntad: -Venga, Juanjo, no seas soleche y tráete tus mulas, que están ahí a la vuelta, ya uncidas y todo, y a tirar. Que ya lo creo que sale. -Es que mire, tío Eugenio, es que ésas no son las mulas, sino los machos. -¿Qué más da? -Cómo que qué más da. Los machos son más forzudos, coño. Y tiran más de prisa. -Bueno, bueno, a la cosa, leche. -Sí, pero, yo, vamos, quiero decir, esto es un servicio, ¿no? O sea, que mis machos comen, ¿no? Aquí, ¿quién apoquina?

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-Este señor de Madrid es muy mirao, y te dará la voluntad, hombre no hay que ponerse pesado. Repara que es de buenas maneras, coño. -Ah, si es así, pues voy por las mulas, digo: por los machos. Y ya verá, ya. Oiga usted, madrileño, ¿usted no tiene un alambre gordo para tirar del cacharro? -No, no tengo. Ya se lo he dicho antes al señor Salustiano. -¿Y cómo le dejan salir sin alambres? Eso debería estar mandado por los vampiros, o séase por los civiles. Bueno, usted súbase y dele marcha atrás, porque voy a uncir por aquí, por el parachoques. -113- -Pues verá... El caso es que yo no conduzco... -¿Usted no conduce? -No... -Pero, coño, si usted no conduce, ¿cómo se ha metido aquí el coche? Anda, mi madre. Ahora sí que no lo entiendo. ¿Ha oído usted, señor Ugenio? ¡Que no conduce! Yo no voy a mancar mis machos por esto. Si luego lo sacamos, y ¡qué! El tío este no conduce. ¿Eh? No conduce... El pastor lo tranquiliza, y le hace traer las caballerías. No sé por dónde ha sacado un cable grueso, capaz de levantar una locomotora. Juanjo va atando el cable al parachoques posterior, hundiéndose en el barro. Han aparecido algunos espectadores más, que vigilan la operación calladamente, sin sacar las manos de los bolsillos. Van, vienen, miran, recuerdan el camión -¿harina, cemento, ladrillos, abono?-. Los chicos siguen sin venir. Seguro que están tomando un segundo café en un sitio calentito, los muy puñeteros, mientras yo, aquí, con este viento, con estos perros, y con esta gente tan ayudadora... En esto, a lo lejos, por la calle que lleva a la casa blanca del Antonio, aparece un hombre, Paco el alfarero. Todos le gritan, le dicen mira lo que hay aquí, un señor de Madrid que venía a verte. Ya podías estar aquí. Eres un cansao, un caradura. Siempre pasa lo mismo. La verdad es que no sé por qué le gritan. Paco está lejos, y el viento aleja las voces enredándolas en los fresnos desnudos, golpeándolas contra las tapias del cementerio, se las ve perderse inútiles en la brama desolada del invierno. Paco, algo más cerca, sospecha que algo pasa en su puerta, y grita -y esta vez el viento lo trae muy claro: -¡Voy a tirar los calzones! Yo iba a preguntar qué era eso de tirar unos calzones. Menos mal que el frío no me dejó. Vi a Paco soltarse el cinturón, echárselo al cuello y agacharse detrás de un canchal. Vaya por Dios. Con este viento, tener que hacer eso. Por un instante, el canchal atrajo la atención colectiva, y el cuatroele pasó a segundo término. Parecía que todos esperaban la reaparición -114- de Paco el alfarero, o que todos estuviesen intrigados. Quizá sea algo más de lo que

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yo supongo. Quizá el tirar los calzones encierra un misterioso rito en ese canchal, a esa hora y con ese ventarrón. De pronto, nos saca de la curiosidad un estrépito acompañado de blasfemias. Juanjo, sin pararse a pensarlo más, ha fustigado sus machos, que han dado un tirón enorme. El coche sigue inmóvil, aligerado del parachoques posterior, total para lo que servía, y el yugo de los machos se ha roto. Han saltado las costillas. Juanjo acarrea a los machos con palabras muy eficaces, tan duras que ni el viento puede con ellas, y luego, con el yugo desarmado a sus pies, medita: -Coño, ¡si se han roto las canciles del lubio!, ¡no te jo...! El tío Ugenio, el pastor, acude compasivo: -Fíjese, también con ese coche. ¡Se ha quedado sin lubio, que se le ha ido a hacer puñetas! ¡Pobre Juanjo! Juanjo, no tengas pena, que este señor te lo pagará. A ver, es muy justo, ha sido por sacar el coche de ahí, y no se olvide usted de que usted lo ha metido ahí, por salirse del camino... y el pobre Juanjo no va a andar sin lubio. -Sí, sí, ya lo sé, como el camión de harina, ladrillos, cemento, castañas... -¡Eso! ¿Ves, Juanjo, cómo el señor te va a abonar para que compres un lubio nuevo? La atención vuelve al canchal. Paco surge subiéndose los pantalones, con gran parsimonia. Se ve que allí, al abrigo de los pedruscos, no sopla el viento. Lo debe tener bien estudiado. Cruza el corralón del alfar, llega, nos reconoce, y, muy cumplido, eso sí, me pregunta por la mujer, por los hijos, por el señor aquel que aquella vez vino con usted, que se llevó aquella hucha y aquellas tazas, qué señor amable aquél, ¿eh?, ¿de dónde era?, parecía extranjero, americano a lo mejor... Pues anda, que aquel otro que también trajo usted, que luego volvió con sus alumnas americanas, coño, aquellas fulanas no compraron ni una cabeza de alfiler, -115- ¿eh?, caray con las niñas, y, anda que no revolvieron todo ni nada, tan entusiasmadas que parecían con los orinales, ¿eh?, venga a darles vueltas y a reírse. ¡Oh!, ¡Ah! Qué interesante... Pero qué tías, no haber visto nunca un orinal, mi madre, y luego dicen que si aquí estamos atrasados, hombre, no me diga, si lo sabré yo. Como se les ocurra volver. Pero... Paco se acaba de dar cuenta, ya era hora, de que el auto está en malas condiciones. Algo pasa. -Coño, ¡qué hacéis aquí vosotros! ¿No habéis visto nunca un auto o qué? Pues, anda. Pero, ¡si está metido hasta los corvejones! ¿Es de usted? Sí, claro, ¡es el de usted! Pero, ¿cómo coño se ha metido usted por aquí? Si el camino va por ahí arriba, hombre. Oye, lo mismito que el camión del otro día, ¿no os ocordáis?, el que iba lleno de carbonilla. Pero, hombre, a quién se le ocurre, coño. Pues la ha hecho usted buena. Ahora, para salir de ahí... Si yo llego a estar aquí, usted no se hunde, porque yo voy y cojo unas gavillas de jara, de ésas del horno, ¿sabe usted?, y voy y las pongo debajo de la rueda, y voy y les digo a éstos: ¡Eh!, vosotros, todos a una, y voy y digo: aaa... úpa. Porque, ¿qué puede pesar esto? Así, a ojo, trescientos quilos, poco más o menos, digo yo. Y trescientos quilos entre los que están aquí, pues que nada, a ver, coño, tortas y pan pintado. Y yo voy y digo... Pero lo que no me

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explico es que usted, que ya conoce esto bien -porque, eh, vosotros, el señor es cliente mío, para que veáis-, no siguiera por el camino, a ver, como otras veces, coño, como otras veces. Paco, a todo esto, no saca las manos de los bolsillos. Parece que hoy debe ser un día fatal para las manos fuera de los bolsillos. En un rincón, Juanjo arrea hachazos a las costillas del yugo, para afilarlas un poco y meter la punta nueva por el agujero de la canga. Los machos, sueltos, mordisquean la hierba y van de aquí para allá, asustados por los perros, que saltan, juguetones, junto a ellos. Es entonces cuando veo venir por el camino que hace así, y tuerce así, -116- etcétera, es decir, el que no debimos dejar, una grúa, con los chicos en la cabina. La grúa está nuevecita, parece que va a ser su primer trabajo. Todos acuden a ella, embobados, tan lustrosa está. Su propietario, que ha hecho unas perritas en Suiza, de panadero, ha puesto ahora un taller mecánico. Da mucho dinero, no sabe usted cómo embisten contra los árboles esos grullos de los seiscientos, bueno, una bendición. En dos meses, fíjese, una grúa. Vamos allá. Esto es coser y cantar. Y enseguidita. Estábamos por casualidad en el bar del pueblo, tomando café. Cuando llegó el chico. Y dijimos: Hay que ir a salvar a ese señor. Y aquí estamos. A mandar. No faltaba más. Tú, Pancho, da marcha atrás. Así. Un poquito más. No tanto, coño. Bueno, a ver si vas a cargarte los faros del cuatroele. Ya está bien... Y como está tan nuevo, el cabrestante no funciona. Juanjo, Paco el alfarero, el tío Eugenio, Salustiano, todos dan sus ideas más o menos eficaces para hacer que aquello dé vueltas. Que le aticen con una piedra gorda, que con un martillo. Golpes, golpes, como en el teléfono. Y nada. Aceite. Es que le falta grasa. Qué coño le va a faltar grasa, si está nuevo. Échale un conjuro, como al pan, a ver si sube solito. Yo, que no decía nada, aprovecho para estornudar a gusto. Por fin el chico hizo funcionar aquello como Dios manda. Y claro, así cualquiera. A ver, es estudiante, toma. Las instrucciones de la grúa que dormitaban en el cajoncillo están en inglés. No hombre, que va, tienen un resumen en español al final. Tú te callas, gilí, y habla cuando meen las gallinas, que aquí nadie te ha dado vela. Bueno... Por fin, sale el coche, despacito, hasta el camino. El camino que va por ahí arriba, vuelve así, tuerce así, y llega aquí... Los perros escoltan el coche dando ladridos, y el grupo comienza a disolverse en sabidurías: -¡Ya lo decía yo! -¡Ha sido un trabajo muy limpio! -¡Vaya grúa, qué tío! -Oiga, el madrileño, ¿no me va a pagar el lubio? -117- -¿No decía usted que si la voluntad...? -Si hubiesen hecho lo que yo decía, no habría tenido que pagar a la grúa, que, anda, vaya tíos cobrando... Si echando una manita entre todos... Total, ¿qué pesará ese chisme? ¿Trescientos quilos? Nada, coño, eso no es nada.

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Un instante después, en el cafetín del pueblo, mientras los jovencillos juegan en el futbolín a grito pelado, y la televisión retransmite un partido de baloncesto, y la camarera nos ofrece boletos para una rifa pro-asilo local, y un transistor sobre una mesa berrea una canción de Adamo, coreada por un grupo de muchachas que acaban de salir de misa. Paco el alfarero, repite -ahora ya tiene las manos fuera de los bolsillos- las maniobras que él habría hecho para sacar el coche del cenagal: -Y, estará usted de acuerdo, todo el pueblo ha acudido a ayudarle, ¿eh? Coño, es que aquí, coño, a buena voluntad, ¿eh?, a buena voluntad, pues eso. -118- De «EL MUNDO PUEDE SER NUESTRO» UN PURO ACCIDENTE Usted, señor, no debe extrañarse si me ve así, suciote, tosiendo sin parar, llenas de caspa las solapas y limpio de polvo y paja el alto de la mollera. No, no hay que extrañarse; es, sencillamente, la viejera, la viejera que no perdona, y es mejor que no perdone, ¡ea!, qué me va usted a contar, es señal de que se vive, que, al fin y al cabo, la vida es la vida, aunque, hoy, se lo aseguro, me guste mucho menos... Aquí, en la residencia, todo el mundo charla y charla, dándole vueltas a su vida y milagros, y me apabullan con los talentos de los hijos, de los nietos, con las habilidades de las nueras, y su fortuna, y sus coches, y sus viajes al extranjero y más allá, y yo, que no puedo fardar de nada de eso, me pregunto qué diablos harán aquí dentro, si tanto y tanto les reclama por ahí afuera. Yo, ya lo ve usted, riego el jardincillo y recojo las hojas secas, no, no lo hago por limpieza, sino por estar más aislado, a ver, regándolo, el seto crece, y quitando las hojas, no crujen al pisar la gente, no las arrastran por juego los niños, y es mayor el silencio, estoy más encerrado por los aligustres y más solo sin ruidos, ¿me comprende?, más solo, más conscientemente solo... Porque estoy solo, ¿sabe?, muy solo. Como muerto sin enterrar, sigo vivo nada más que por costumbre, una chiquitilla esperanza por ahí detrás, tan pequeña ya, que, a veces, no sé, pero... ¿Que cuántos años tengo? Ochenta y cuatro. Un ocho y un cuatro, casi nada. En mi pueblo, porque yo, aunque de cerca de Madrid, soy de pueblo, contaban la edad -119- por duros y por reales, pero yo no sé ya hacer esa reducción, o sea, vamos, la equivalencia, y si supiera, aquí, estos vejestorios presuntuosos se reirían de mí... Estudié algo, sí señor, para colocarme en un negocio de nada, de aceites y orujos y cosas así, en Arganda del Rey. No, no fui soldado, estos bronquios repajoleros... Fui inútil total, me reconocieron en el Hospital de Carabanchel, lleno por entonces de heridos de Marruecos, ya ve usted de lo que

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me libré. Conocí a la que había de ser mi mujer en una visita, en casa de don Juan Pérez Casquero, el párroco de no sé dónde en Madrid, que era del pueblo y se encargaba de colocarnos a todos, a ver, tenía tanta fuerza entre las beatas... Ustedes no se pueden hacer idea de lo que era una visita de entonces. Los jóvenes apenas hablábamos, para eso estaban los mayores, a ver. Lolita estaba preciosa aquella tarde, cogía con mucho aquel la tacita de chocolate, y se abanicaba con garbo, con mucho garbo, sobre todo cuando yo la miraba, y hasta sonreía de cuando en cuando. Nos casamos en la primavera de 1912, gobernaba... Pues no me acuerdo ya, serían los conservadores, o los liberales, qué más tiene. Fuimos novios poco más de un año. Era lo que había que ver, de elegante, el día de la boda. Las viejas al verla recordaban a la reina Mercedes, y yo, bueno, yo... Mire, aún se me pone carne de gallina, a los ochenta y tantos... Su manteleta blanca de Almagro, su tontillo de raso, sus botines de charol. Era una moda bonita. No, no tengo retratos, los vendí, los compran las gentes de cine para hacer decoraciones de época, además, para lo que sirven, una pena desterrada al mirarlos... Nada, nada de fotos, es mejor. No tengo ni siquiera de los hijos, y, a pesar de que, a veces, podrían ayudar a precisar un recuerdo indeciso en un instante de flojera, lo prefiero así, fuera de esas cartulinas embusteras... Aquí las están enseñando a cada paso, tan sólo para hacerse la ilusión de que aún tienen algo... Sí, sí, le he dicho a usted los hijos, efectivamente, tuvimos cuatro. Se dice pronto, cuatro, y, ahora, ¿qué? Las preocupaciones, las alegrías, las noches en vela, las intranquilidades, -120- ¿dónde se fueron? Cuatro, cuatro, que se dice prontito. Luis, el mayor... ¿Pero de veras le interesa a usted todo esto? En fin... Le decía que Luis fue el mayor, nació en el año 13. Gobernaba Romanones, creo. Se llamó Luis, como yo, fue capricho de su madre. Le siguió Fede, le pusimos Federico como sus abuelos, también fue casualidad que los dos abuelos se llamaran igualito. Nació el 16, el 1 de febrero, qué gran nieve había. Era presidente del Gobierno... Qué más da, el que fuera, tampoco hay por qué sabérselo, si por fas o por nefas la gente nace lo mismo y se muere poco más o menos, figúrese. Luego llegó la Loli, no se puede usted suponer qué alegría, cuánto revuelo, una niña en casa, se llamó como su madre. Fue el año 20, la de huelgas y jaleítos que había cada lunes y cada martes... Y por fin nació Juancico, el más tierno, siempre delicadillo. Nació el mismito día de San Juan, era Cáncer, que él se divertía con eso de los astros, las rayas de la mano y todas esas puñeterías, sí, nació el día de San Juan del año 22, estaban ardiendo aún las hogueras en la calle, brasa viva, los chavales saltando sobre los rescoldos, los últimos borrachos por las esquinas, una tormenta amenazando... En fin, qué le voy a contar, todo iba, iba todo hacia arriba, hacia adelante... Yo no sé si usted se acuerda de aquellos fulanos, tan escogidos ellos, que andaban siempre a vueltas con la vida vulgar. En la radio, en los folletones de «El Sol», de «Estampa», de «Ahora» y de «El Imparcial», todos obsesionados por corregir la vida vulgar, exigiendo a todo bicho viviente una especie de finolismo, que todos fuésemos cultivados y nos metiésemos en los conciertos del Español, y nos leyésemos a don Miguel de Unamuno, o cualquier profesorazo así. Nos llamaban horteras, tenderos, funcionarios, que si teníamos o dejábamos de tener la sensibilidad de las porteras... Mucha, mucha sensibilidad arriba y abajo. Se nos llamaba incluso turistas, ya ve, turistas, quién iba a sospechar en lo que ha venido a parar la palabreja, ¿eh? En fin, pues eso, nuestra vida era una vida vulgar. Y, ¿sabe lo que le digo? -121- Que ahora me doy cuenta clara de que vulgar, ahí, quiere decir feliz. Así como suena: feliz. De casa a la oficina, de la oficina a casa. Salíamos alguna tarde, si hacía buen tempero nos sentábamos en algún sitio y veíamos pasar los minutos, un

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par de horas, los chiquillos jugando al tren entre las mesas, regañina va mimo viene, y pensábamos bobaliconamente en las bodas de nuestros rapaces, ya empezaban a pollear, le dábamos repasones a la libreta de la Caja Postal de Ahorros, y veíamos con los ojos cerrados el pisito nuevo en Madrid, para que les fuera a los chicos más fácil ir a la Universidad... Ah, no sabe usted qué maravillosamente vulgar es en mi recuerdo aquella agua de cebada que nos zampábamos, haciendo pequeñas cochinerías bromistas con las pajas, en la cantina de la estación, todas las chicas endomingadas, paseando por el andén, tan panchas, tan poca cosa en realidad y tanto y tan grande y tan bueno hoy, desde el hondo vacío... Y todo se hizo humo, tan aprisa... Fue el día de San José del año 35, ya ve, la primavera llamando a la puerta. Tres meses estuvo enferma, en un grito, figúrese, un cáncer... Solamente esperar, y morfina a todo pasto. Por eso sé yo poner inyecciones y puedo echar una mano aquí, cuando la viejería se pone quejica por las noches, a ver qué vida. Era muy de mañana cuando el entierro, me impusieron el madrugón porque había huelgas, muchas huelgas, la Guardia Civil temía que, aprovechándose del duelo, la gente armara algo, un barullo, una manifestación, como así pasó. Y la pobre Lola, que se pasó la vida asustada y rezando, que si el ropero tal y las Santas Horas cuales, y que si la visita domiciliaria, y venga a bordar canastillas para los críos de la inclusa, y a planchar corporales, ya ve usted las chuscadas que nos tiran los astros, los dichosos astros en que Juanito creía, la pobre Lola tuvo un entierro con tiros y todo, los obreros puño en alto por el olivar del camposanto, y el ataúd cubierto con la bandera tricolor. Hay que jorobarse. Le digo a usted... Y el cura no sabía qué hacer, se devoraba -122- los responsos entre dientes, farfullando, a uña de caballo, tenía un telele que ni de encargo, ni los que de cuando en cuando se desatan por aquí, entre estos vejestorios ricachos... Nosotros, los chicos y yo, le juro que ni nos enterábamos de lo que pasaba, usted me contará, yo estaba atontado, lo que se dice pasmado de verdad, veintitantos años largos sintiéndola a mi lado todas las noches, ya uno sin oír Dios te salve María llena eres de gracia antes de dormirnos... No he vuelto a entrar en calor, créame, no he vuelto a entrar en calor. Nos vinimos todos a Madrid. Pisito chico, treinta y cinco duros al mes, muebles nuevecitos, alguna antigualla por aquí y por allá, cachivaches atiborrados de esos pequeños recuerdos que se desprenden como una fiebre pasajera, como un perfume rancio. Los amigos me decían que yo, con cuarenta y cinco años, solo, en fin, tantas solicitaciones alrededor... Que no era aquello, la viudez, más que un accidente. Menudo accidente, ¿no cree? Había muy buenas gachís, claro, y deseosas de bendiciones, pero... Los hijos... Cada cual llenó, y a prisita, su propia aventura. Su accidente, vamos, como decían aquellos amigos de la barra y de oficina. Luis, el mayor, acababa de hacerse abogado y le daba por el Derecho del Trabajo. Le fascinaban los problemas de las horas, los jurados mixtos, los destajos, los sindicatos... El gran barullo del año 36 nos dejó a todos que para qué le voy a contar. Sí, ya sé que a todo el mundo le dolió, a ver si no, estaría bueno, pero yo, ahora, le estoy hablando de mis chavales, que no creo que tuviesen mucha responsabilidad por el fregado aquel... A ver, si no. Luis iba camino de los venticuatro, y, al matarle, el daño fue, en realidad, para el país, para todos. Vamos, digo yo. ¿Que cómo fue? Pues como a tantos y tantos. Vinieron una tarde, así al anochecer, Luis estaba con permiso, que le habían movilizado enseguidita, y charlaba en el rellano de la escalera con un vecino, un jubilado de no sé qué... Si apenas nos conocíamos, hacía tan poco que habíamos venido, y ya le he dicho que estábamos

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medio lelos, no sabíamos hacer cosa alguna a derechas, siempre lo -123- mismo: «Esto mamá lo preparaba así...» o «Mamá habría dicho esto o lo otro...». No éramos dueños de nosotros. Le decía... ¿Por dónde iba? Ah, sí, ya. Estaba Luis hablando en el descansillo de la escalera con el vecino cuando llegaron los tipejos aquellos de los fusiles. Venían por el vecino. Luis quiso intervenir, que si papeles, que si la orden judicial, que si fue que si vino. Inocentadas de joven, ¿no le parece? Se llevaron a los dos. Se ve que Luis estaba ya a punto de entrar en casa, se dejó la llave puesta... Ya ve, es la primera vez que yo hablo de esto aquí, en la residencia. Todos estos carcamales se sentirían ofendidos en su egoísmo si les hablase de esto. Sería, todo lo más, considerado mi recuerdo como un rollo, un petardo, un tema maniático de persona que ya no está en sus cabales. Hablar de esto, ¡qué disparate! Todos tienen hijos importantes, con una casa en Benidorm o en Cullera, y un Seat así de grande, y, de relaciones, no digamos. Pobre gente, al borde ya del hoyito y no parar de darse importancia, pisto del más barato. Somos así, qué le vamos a hacer. Yo no sacaría nada con decirles que anduve entonces de la ceca a la meca, buscándole, buscando a mi hijo. No, no lo debo recordar siquiera. Aquel caos lloroso del depósito de Santa Isabel, que tenía usted que darles vueltas a los cadáveres para verles la cara, acercándose cada cual como buenamente podía, pisando aquí y allá. ¿Sabe usted el calofrío que da pensar que a lo mejor se quejan si se les pisa una mano...? Irreconocibles en su mueca última, envueltos en porquería y sangre seca, y aquel olor... Aquel olor... aquel olor... Y el revisar cientos de fotografías en la Dirección General de Seguridad, todos pareciéndote ya el tuyo, tu muerto, el que te ha tocado en suerte, porque ya no dudas ni un instante de que está muerto... Apareció en El Molar, en la cuneta, una curva que ya, me han dicho, han suprimido. Menos mal, algo se rectifica. Hubo que firmar un papel para poder darle tierra, reconocías que había sido un accidente. Se ve que la palabra valía -124- para mucho, accidente, los agujeros de la frente y del pecho eran, por lo visto, un accidente. Con el Fede, la cosa fue algo diferente. Quinta del 37, anduvo al retortero, Brunete, Guadalajara, Aragón, Cataluña... Al acabar la zapatiesta, se largó. Y no he vuelto a saber nada. Mientras estaba en el frente, escribía con regularidad, una vez a la semana. Por eso me da mala espina que no haya vuelto a dar señales de vida. Los alemanes en Francia, quizá un naufragio cuando la evacuación, quizá, quién lo sabe, una bala perdida, estúpida, última, ya después del último parte de guerra. También habría tenido gracia esto último, hombre. Por lo menos, esperé algún tiempo, un año, dos, acechando la llamada del cartero, oyendo radios, esperando topármele por casualidad, algo más fuerte y más gordo, en uno de aquellos noticiarios que echaban en el cine de barrio, venga barcos a pique, ciudades destruidas... Nada, nunca llegó nada. Por lo menos, del mayor me quedó aquí, ¿ve?, en la yema de los dedos, el yelo de su carne tan fría. Una certeza como otra cualquiera. ¿Que si he preguntado por el Fede? Pero qué ocurrencias tiene usted. Naturalmente, Cruz Roja arriba y abajo, Oficinas de Control de Refugiados, todo... Que si Rusia, que si Méjico, que si Bélgica... Veo postales de todos estos sitios, otro día que vuelva usted le enseñaré mi colección, tengo mapas, leo guías de ciudades, intento suponérmele, tendrá ahora cincuenta y ocho años, ya ve usted si ha sido larguirucha la mentirosa esperanza... Sí, lo más seguro, habrá sido otro accidente. Pues deje usted a éstos y tome a la chiquilla. Se me casó el año 38, tenía dieciocho a cuestas. Espigada, bonita, alegre lo suyo, siempre una indecible tristeza en la mirada, con

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razón, primero su madre, cuando más falta le hacía, y luego el hermano, y la desazón diaria, y miedo acumulado. Adelgazaba mucho, a ver, no se comía, horas y horas en las colas, y siempre con miedo, mucho miedo. Cuando no las rondas, los bombardeos. Bueno, no lo repitamos. Se casó con un compañero de bachiller, Gonzalito, un gran muchacho. Quince -125- días de permiso y se acabó todo. Era oficialillo, ¿me quiere usted decir dónde está el pecado?... Algo había que hacer, un joven debe embarcarse en lo que llegue, entregarse como la lluvia en la arena, aviados estaríamos si no fuese así, aparte de que, digo yo, hay que ser equitativos, no ver sólo la paja en el ojo ajeno... Se había incorporado ya a fines del 38: un gran enemigo, un muy peligroso enemigo aquel oficialillo de diecinueve años. Pues le fusilaron por ahí, cerca de Cuenca, en Uclés, eso sí, un pueblo con mucha Historia. Estuvo preso unos meses, ya aparecía el otoño por entonces, el otoño del 39, no hubo avales, ni recomendaciones, ni carreras, ni visitas que valiesen, solamente encendido rencor... A veces, he pensado que fueron los primeros tiros que oyó, otro accidente, si lo sabré yo. Y la pobre Lolilla, ¿cómo iba a hacer yo para consolarla, para decirla que con sus años y toda la vida por delante...? No, no se debe quitar a la gente su propio desencanto. O los mata de una vez o los hace infinitamente suaves, nobles, pacíficos de veras. Sólo así pueden ir tirando... La Lolilla, pobrecita, comenzó a tener cada soponcio... Hasta que hubo que encerrarla, claro, tan debilucha y apenas podíamos sujetarla entre varios, y yo tenía que seguir dale que te pego en la oficina, y el chico... Bueno, lo del chico es otra aleluya. Total, la Lola, desgraciada, tiró algunos años, nos cuidaba como Dios le daba a entender, limpiaba la casa... A veces en la tarde con sol de nuestro barrio, mientras regaba los geranios de la terraza, canturreaba canciones de la guerra, Si me quieres escribir ya sabes mi paradero, y lo hacía como ausente, dormida, autómata, y, como eran letras prohibidas, las vecinas se alarmaban y acudían correteando, haldeando, a distraerla, a hacerla cantar otra cosa, Solamente una vez, y más cuplés, y los primeros buguis... Se reía como tonta, bueno, a ver, como ya lo iba estando, tonta, qué menos, ¿no? Fue largo y penoso, ya le he dicho, tuvieron que llevársela. Un día cualquiera, con sol, con brisa, -126- un día como tantos, allá se fue. Yo no la vi ya, me faltó coraje. Me quedé en casa, tumbado panza arriba, contando una y mil veces los rincones y tragándome la bilis, diciéndome machaconamente que sería casual esa mala disposición tan canalla que llevamos todos dentro, las que nos hace delatar, morder, matar, lo mismo unos que otros, qué más tiene Juan que Pedro, dos caras de la misma moneda... Si le queda alguna duda, hágame el favor de ponerse a recordar... ¿O le llamamos también accidente a lo de la pobre Lolilla? Y ya totalmente solo. Sí, porque el peque, Juanito, ay, ése, el que vive, ése pasó el tifus piojoso, aquél de la paz, y tuvo no sé cuantas pestes a consecuencia del hambre, desde forúnculos hasta tisis, que escupía sangre como un chancho a medio degollar, usted me contará, le tocó dar el estirón en el ambiente aquel... Se ha marchado al otro lado del charco, se escapó, mejor dicho... Y ya, esta cabeza, Dios mío, apenas sé cómo será. Todos los veranos anuncia que va a venir, pero el viaje debe ser tan caro... Manda dinero para la residencia, y no poco, mayormente que no lo necesito, yo tengo mi retiro, y me llaman don Juan algunas personas que han venido a verme de su parte. Creo que hace casas, o barracas, o cuernos, qué más me da. Yo digo que debe cuidarse, que, en este trabajo, puede haber

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algún accidente, ¿no es verdad, usted? Aunque, me digo yo, tendrá muy presente los horóscopos, y las fases de la Luna, y quizá sepa ya qué chica le va a tocar... Si por un casual, que no lo creo, llegara a aparecer por esa puerta, ¿de qué hablaríamos? ¿Cómo salvar la distancia entre los dos? Complicado, ¿eh? Pero, al menos, mirarnos despacito, sin rechistar, quizá en algún momento estaríamos pensando en lo mismo, sería suficiente. Hace bien en no querer gran cosa con todo esto, tanta y tanta calamidad almacenada, tanta inseguridad, tanto y tan cotidiano quebranto. Yo estoy ahora muy bien, vaya si lo estoy, riego las plantas, ya lo ha visto usted, recojo las hojas secas, ayudo a misa los domingos... Cuando salgo -127- de paseo por ahí, por el pueblo, por esas calles atiborradas de polvo y de sequía, que ya podía este Ayuntamiento de las narices arreglarlas en vez de atizar cohetes y más cohetes al santo patrón, que maldita la falta que le hacen, cuando salgo, digo, veo lo que hay por ahí, y se me despierta el gusanillo de la esperanza otra vez, una boba sonrisa. Estoy seguro de que algún día, ya muy prontito, estaremos juntos otra vez, todos, allí, en la otra orilla, y jugaremos a las cartas en la terraza, como yo veo que hacen estas familias que veranean en el pueblo, a las cartas o al ajedrez, y discutiremos de esos problemillas de cada uno, quisicosas caseras ya definitivamente resueltas, y seguro seguro que iremos todos juntos a misa, como esas familias que vienen aquí tan peripuestas, que bajan de su coche lujoso alisándose la ropa y el pelo, riéndose, agarrándose del brazo para subir los tres escalones de la puerta, y seguiremos juntos los rezos en voz alta, y no tendré que salir de rato en rato, que esta pejiguera de la orina no entiende de horarios ni de sermones, sí, usted me ha oído quejarme de eso en plena misa y por lo mismo ha venido a preguntarme tanto, todo esto tan largo, sí, yo espero eso, sin resquemor alguno, para qué, si entonces habré ahogado mi propia soledad, ese accidente, ese inacabable accidente. -128- De «SIN LEVANTAR CABEZA» UN SOLO DESEO Sólo deseo jubilarme. Es cosa que la gente no atina a entender, no sé si por amor al trabajo o por figurar, porque la vean entrar todos los días lo más terne posible en el mismo sitio, una oficina, un comercio, en fin, ya sabe usted, el lugar donde va para no aburrirse del todo y plantificarse un carguito en la tarjeta de visita. La gente piensa, es un decir, que gano un buen sueldazo sin dar golpe, a ver, es lo que se lleva ahora, y, bueno, para qué le voy a decir más. Río de cuando en cuando o, si usted quiere, siempre que puedo, y cultivo la broma, dicen que tengo buen humor, en cuanto entro en un sitio están esperando mis salidas, y, en fin, que así va todo. Me llevan el apunte a base de bien, ya lo creo, no pierden ripio. Que si hago tal o cual viaje, que si me compro tal o cual cosa, que si hago esto o lo

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otro o si voy o dejo de ir a tal y tal y tal... Puñeterías y armas al hombro. Sin embargo, nadie quiere ver el cansancio, la desgana, la incapacidad para fundar una vida diferente. Me he anegado en una ilusión vana que he alimentado durante muchos años, creyéndome, si será uno bobaina, que al día siguiente, al mes próximo, ¿eh?... Usted me entiende. Y llegaba el mes próximo, y le sucedía otro, y luego otro, y pasaban los años, y los años, y fue llegando la artrosis, y la vista caduca, y se fueron perdiendo las voces compañeras, y ya no podía aceptar bien lo que a mi alrededor iba cambiando: Trenes nuevos, casas de muchos pisos, visitantes ilustres con calles enguirnaldadas, inauguraciones, centenarios... La vida, me -129- decían, la vida, que se pasa sin sentir... Tanto lo dicen, y con tan mema cara de circunstancias, que he llegado a creérmelo. Me miraba las manos, y veía escurrírseme entre los dedos el grito, la esperanza, la fe en el quehacer cotidiano. Sí, que me dejen jubilarme, no quiero ya otra cosa a mis años, ni condecoraciones, ni citas aquí o allá, sino tenderme, tenderme al sol o al aire, qué más tiene, y esperar ese día, ya se supone usted cuál. A ver si usted, que parece hombre importante, bien relacionado, seguramente conoce a los ministros, logra que ablanden las rigideces administrativas, para que yo pueda largarme a un pueblecito y ensayar la postura para aguardar a... Bueno, usted conocerá el texto: La que no faltará a la cita. ¡Necesitaré tan poco!... Un pueblecito, eso sí, callado, sin turistas, sin motos, sin transistores, sin gobernador civil, sin obispo, pero calentito, con calles blancas, olorosas a distancias y a sal, un pueblecito junto al mar, por el que pasarán las aves migratorias, puntuales, hacia el Sur, en escuadrón, a mediados de septiembre, cuando quizá huela a mosto en las plazuelas... Bueno, lleva usted razón, perdóneme, les dejaremos que tiren algún cohete en las ferias del verano, de alguna manera se tendrá que notar que aún estaremos en España... Perdóneme, es que ese pueblo, ya lo tengo pensado cuál, me he acostumbrado a curiosear las fotos, y, claro, así, el ruido... ¿Se da cuenta? Lo malo es si también luego, ya en ese pueblo, se me plantean las mismas peguitas que hasta ahora me han venido acosando. Figúrese, acostumbrado a verme en un eterno reparto, tanto para éstos, tanto para aquéllos, tanto para los de más allá. Yo era un profesorcillo de nada, de ésos que no valen un pimiento por más que protesten, acababa de salir de la Universidad, me encontré de buenas a primeras con aquello que dieron en llamar cursillos: se trataba de emplearnos, ya ve, brotaban por todas partes las escuelas, los institutos... Los saqué, los cursillos, porque aquellas gentes no pedían otra cosa que lectura, mucha lectura, venga lectura. Es discutible, sí, hay tipos para todo, pero, digo yo, siempre -130- será mejor saberse el Quijote a base de bien que pontificar sobre los días que ayunaba Cervantes, o le dolían las muelas, o si fue o dejó de ir a comprar amuletos a la romería de San Antolín de Teixido, ¿no cree? ¿Sí...? Pues, amigo mío, no lo diga muy alto por ahí, que puede resultar subversivo, si lo sabré yo. Total, que después de la que se armó, y eso que ya entonces yo fui inútil para las armas, a ver, cegato siempre, desde mi niñez he paseado unos ojos tiernos que para qué... Que me pusieron de patitas en la calle. Me limpiaron el pesebre dando razones tan serias que me las tuve que tragar, uno ha sido siempre así de bobaina, ya se lo he dicho... Me tocó esperar, esperar, largamente esperar y acarrear papeles, desde el certificado de bautismo hasta el de no barbotar malas palabras... Quite usted, hombre, quite usted, qué papeleo ridículo, una hinchazón de sellos, de pólizas, de avales, de gestos compasivos, y, en el fondo, un tremendo rencor... Una lástima, señor mío, y todo, todo, se lo puedo jurar por mis muertos, lo hice cantando, sonriendo, convencido de que, al final, estaría la vida, abierta, encendida, generosa, un terco estreno por costumbre, inacabable sorpresa de alegría, a ver, dígame de qué otra manera podría ser la vida, usted me contará...

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Hubo que buscarse los garbanzos como fuera. Todo lo que había sido mi trabajo se quedó encerrado en un ancho paréntesis amargo, figúrese, había sido fruto de una idea republicana, necesitaba, a ver dónde estaba el guapo que lo discutía, un riguroso lazareto. Me puse a trabajar. Me da risa cuando me acuerdo: me coloqué de listero en una obra. Madrugaba mucho, que estaba lejos, y tenía que llegar el primero allí, por los altos de Fuencarral. ¿Se acuerda usted de cómo eran aquellos tranvías cojitrancos de la paz? Pues, ¿y las camionetas?... Allí me tiene usted. Me había colocado, claro, por una recomendación que me dio el señor Vicente, un carnicero que tenía su despacho en mi casa, un buen vivales que no dejó nunca vacía su tienda, vaya usted a saber qué vendería. El señor Vicente estaba casado, casado o lo -131- que fuera, con una chica de Valdeperales, amiga de una señora prima de la viuda de un general, antiguo compañero de tertulia en el Círculo de un funcionario del Ayuntamiento que, a su vez, era pariente de... Sí, claro, por ahí venía la recomendación, pero déjeme acabar... ¿Que no entiende? Caramba, pues hágame el favor de aclararse: por ese sistema se explica todo aquí, desde los puestos en la cola del autobús hasta los entierros... Bueno, oiga, usted me está resultando algo así, algo... Un poco fuguillas, qué bárbaro, qué genio... Continuó: Sí, yo trabajaba y llenaba mi cometido como Dios me daba a entender, no era tan difícil, no se recele que me vaya ahora a dar importancia, no. Entonces comencé a darme cuenta de que no hay en este mundo otra cosa que odio desenvuelto, unos a otros se odiaban o nos odiábamos, altos a bajos y al contrario, los empleados se pasaban las horas muertas jurando, blasfemando, deseándose el reventón a sí mismos y a los jefes, aludiendo a cada dos por tres a la vuelta de la tortilla y frotándose las manos ante la sola idea de aniquilarse cuidadosamente... Una bendición de Dios, vamos. Eso sí, de vez en cuando, los jefazos, rumbosos ellos, arreaban un tabaquillo extraordinario, mataquintos apolillados, seguido de unos cuantos discursos solemnísimos, repletos de batallas victoriosas, insultos y buenas intenciones, y, como fin de fiesta, un concierto de la orquesta nacional. La gente escuchaba toda aquella fanfarria pensando seguramente en el inmenso acíbar que llevaban dentro, sin acabarlo de tragar, dentro y a cuestas y de la mano, de todas las maneras imaginables, pena, mucha pena y mucha hambre y más afrenta, y diciendo, por lo bajines, algo que no puedo repetir... Usted se lo imagina. Si se lo digo, lo más seguro es que usted lo escriba igualito, achuchado por la juerga y la frescura, y, luego, al imprimirlo... Se lo tachan, hombre, se lo tachan, si lo sabré yo. Entre nosotros sólo se pone en letras de molde la lengua más almidonada posible... Sí, claro, ascendí. Figúrese, un universitario, de los de antes, ¿eh?, de antes, tengamos la fiesta en paz... Yo no -132- sabía ni torta de aquello, pero escribía sin mayores faltas de ortografía y hablaba pasablemente, así que, frente a toda aquella recua de palurdos que ocupó la ciudad, aureolados de propina con heroísmo, que si el Ebro, que si Talavera, que si Bilbao... Recórcholis, qué Napoleones. Bueno, también con usted, a ver si se imagina su señoría que yo no sé que recórcholis es una cursilería que enciende el pelo, hombre, hasta ahí podíamos llegar, pero, la verdad, recórcholis lo puede usted escribir sin miedo a la censura, ¿no?... Pues entonces... Venga, venga, póngalo... Le estaba diciendo que tuve que destacarme a la fuerza, a ver, mis condiciones. Además, no le he dicho que yo era un rapaz muy simpático, cosa que también vale. Mi error estuvo en emperrarme en volver a mi carrera de profesorcillo modoso, que allí, donde estaba, yo habría hecho monises, se lo aseguro, y no estaría ahora piando por el pueblecito ese de que le hablé. Comenzaban entonces las inmobiliarias, a ver, había que ir remendando lo que sus heroísmos habían

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tumbado, y había que hacer estraperlo a todo trapo para ir tirando. Y se hacía, vamos que si se hacía. Y se iba cebando la faltriquera. Aún hay muchos que no han dejado de hacerlo, a la vista está. Es lo que tiene de malo el dejarse llevar de la costumbre, luego no sabe uno cómo escabullirse de la rutina, ¿no es verdad, usted? Decidí volver a lo mío, una metedura de pata, ya le digo, ay, si mi alma lo sabe. La primera vez que me fue posible intentarlo me tropecé con que no pude acarrear los papeluchos suficientes, los avales, los certificados de limpieza de sangre y de lo otro, los de mil enfermedades del cuerpo y del bolsillo, y blablablabla... Una letanía de humillaciones y papel timbrado y de colas interminables. Comencé a sentirme por dentro cohibido, desconfiaba de cualquier iniciativa que se me ocurriese, podía ser perjudicial para todos, a ver, un pobre hombre, yo, tan entredicho, estigmatizado por una casual jugarreta del azar geográfico... Que me tocó, vamos, que me tocó... Llegaba uno a considerar normal que en la -133- cola del cine, un cine de barrio, pidieran un salvoconducto para entrar, un certificado de depuración favorable con todos los carismas. Cuando a la segunda intentona pude competir, tampoco fue libremente, había que respetar unos turnos establecidos escrupulosamente. Yo estaba en el último apartado, el de los chinchorreros huérfanos de gloria o de martirio. Éramos el rebús, el revesino del gato, el postrer bichejo en la fila de la procesionaria, ¿se percata? Nada, nada, ni honor terreno ni aureola celestial. Encadenados a la miseria, qué me va usted a contar, allí estábamos, alicaídos, sentaditos en el borde de la silla o de la escalera, esperando a ver si sobraba algo de la universal rebatiña. Talmente gozquecillos al olor de un hueso. No habría tenido importancia mayor, lo malo es que el hueso era la convivencia, el derecho a reír, a cantar, a proclamar el gozo implacable de despertar por las mañanas de acostarse sin frustraciones, en fin, perdóneme, a veces, ¿sabe?, a veces me irrito y... ¿Ha notado usted cuántas veces le he pedido ya perdón en este ratito de charla? Natural, si es lo único que se nos permitía... Perdón por respirar, perdón por mirar al cielo, por cruzar una calle, no me diga, hay que jo... eso. Pasan cosas que no sé... Bueno, ya después de tanto tiempo, qué más dará. Aprobé, recité de memorieta no sé cuántas vulgaridades, y salí entre los últimos, toma, a ver, y a darse con un canto en los dientes y a procurar pasar disimuladito en el obligado rincón. Y fui a parar a uno de esos poblachones de nuestra tierra, desmantelados por la inquina y las trampas, todo el pueblo con un infinito pasmo a cuestas, rodeado de luto, receloso de cuanto llegaba de fuera... ¿Sí, eh? Póngase usted así, en esas circunstancias, a hablar de poemitas, ande, ande, a ver qué tal se le da. Le digo que hace uno cada disparate... Constantemente andábamos de fiesta. Todo se volvía un perenne aniversario, leche, cuánta historia morrocotuda, que si la redención de esto y de lo otro, que si el recuerdo de los muertos de la feligresía tal o cual, o en la conquista de América, o la fundación -134- de una Universidad en un suburbio de Cempoanga... Todas eran parecidas, las conmemoraciones quiero decir. Mucho desfile, venga charangas y gigantones bien tempranito, campanas al vuelo, gran comilona en el Parador local para unos cuantos... Y gran zambra pagada según y conforme. Y un día de haber para las víctimas de algún pitote. Todo ese jaleo se llamaba confraternizar. Ande, a ver si usted que es de la Academia esa que hace el Diccionario pone ese valor nuevo, que yo creo que es un matiz que no está, y seguro seguro que es muy fácil de perseguir en la literatura. Confraternizar: fue muy transitivo. Oiga, y a propósito, esa Academia, vaya meneos que le atiza todo cristo en los periódicos. Pero, dígame, ¿qué han hecho ustedes para que todos los insensatos graznen desaforadamente contra ustedes? Vaya por Dios, una de las pocas cosas claras es que aquí nadie tiene normas claras, ni siquiera en gramática,

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qué vamos a tener. Y, así, cómo las vamos a exigir para el hecho de pensar juntos en mañana, que venga Dios y lo vea... Bueno, le estaba contando... Sí, eso de la Academia no tiene importancia mayor, por lo menos no es original, siempre que el perro ladra a la luna, ya se sabe. Le decía que estábamos siempre en fiesta, y las aprovechábamos para estirarnos hasta la raya, mi pueblo estaba cerca de la frontera, a comprar de ocultis un pan grandote, mal cocido, requetecaro, que servía para engañar el hambre universal, también silenciosa, también encogida. Hombre, que si era fraudulenta, a ver quién es el valiente que le da un aval al hambre, también con usted, hasta ahí podíamos llegar... ¿Sabe que bautizábamos varias veces a niñitos huérfanos, abandonados, gitanillos, morazos, cosas así, tan sólo para aprovecharnos de las piadosas meriendas que con tal motivo organizaban las distinguidas madrinas...? ¿No lo sabía? Ah, pues va siendo hora de que se vaya sabiendo, que, no me lo discutirá usted, tiene su gracia. Confiteor unum baptisma... ¿no se dice así? ¡Qué días, mi madre, qué días! Pero el tiempo pasa, sí, señor, pasa. El almanaque va cambiando, sucesivo, impasible, -135- y va cerrando los labios de la herida. Y lo que es mejor, va encalleciendo la memoria. Uno de los grandes aciertos en la fabricación de los repajoleros bípedos es que estamos dotados de una inabarcable capacidad de olvido. Por eso pienso que el que se empeña en recordar, recordar así, usted sabe cómo, es un desdichado pardillo... Más le valiera cortarse el pasapán muy finamente y sin ensuciar la alfombra. Sí, pasaron los años, se fueron muriendo los amigos, unos por sus propios medios, otros ayudados por ajenos, y los más se largaron donde les vino bien. Solamente unos pocos nos fuimos acurrucando en una esperanza cada día más frágil y tensa... Vinieron los traslados a otras ciudades... En todas, la misma tristeza indefinible, machaconamente repetida, sin visos de genio, una tristeza ordenancista y gregaria, racionada como la parca cosecha de las cartillas de abastos. Se era feliz si se tenía el salvoconducto en el bolsillo, o un carné que tolerase esconderse tras los cristales de un tren. Para qué más. Tan amenazador todo, siempre las antenas vigilantes ante las posibles acusaciones, ese no poder contar triunfos ni glorias, no poder hacer otra cosa que agradecer veinticuatro horas al día la destrucción de aterradores peligros. Oiga, mire que tiene bemoles el asunto, no me venga ahora con cuentos. También usted, qué ocurrencia, sí, se salía, claro, era cuestión de ahorrar un poco o de saber pilotarse por el mundo adelante. París, Roma, Amsterdam... Pero también convenía ir un poco calladitos, no se fuera a notar dónde habíamos tomado el tren, que entonces... Andá, se ve que usted es muy joven y no sabe ni siquiera lo del piojo... ¿A que no...? Pues mire, que se lo cuenten en su casa, que también deben de saberlo, no voy a ser yo solito el que mosconee siempre con la historia del español piojoso, ¿no? Acabarán por tomarme tirria, o, menos mal si es así, por loco. Sí, sí señor, ahora yo también me río, pero, por aquellos días, que si los racionamientos, que si el presentarse en tal o cual sitio, que si los muertos de tifus... ¿cómo quería que nos considerasen por ahí fuera...? Como unas fieras greñudas, -136- grifadas de virtudes mentirosas, a ver qué vida. Eso sí, muy autárquicas, que era la consigna. Menos mal, algo se afirmaba. En fin, ya lo sabe usted, que lo que falta para redondear mi cuento se lo puede usted suponer, aunque sea usted muy amigo de no querer enterarse de nada, que es lo que aquí priva, hombre. Dígame, por lo menos, que comprende mis deseos de jubilarme... A veces, pienso, solito por las aceras atestadas, que no podré nunca, porque nunca reuniré las condiciones exigidas por la ley. Veo con claridad que, durante muchos, muchos y muy largos años, yo no he vivido, he estado ausente, flotando dentro de un monumental hiato, desprovista mi lengua de verbos auxiliares, le aseguro que no me quedan ayeres, sino otra

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cosa, memoria de lo por venir, por llamarle de alguna manera, a ver, compréndame, he vivido siempre soñando con un amanecer distinto, más alegre y más digno, empinado en hombros despreocupados y ágiles... Ya, ya, que te has creído tú eso. Ya he llegado donde iba, no salí de pobre, no tengo condecoraciones ni aparezco en los periódicos... Como no sea la esquela cuando... Incluso los que han aguantado mis rollazos, como dicen ahora, me desprecian por inservible, por qué sé yo... No sé si le he dicho antes que algún amigo me recomienda hacer otra vida, alquilar un bungaló, medio monte medio playa, salir por las mañanas temprano a pisotear la arena y chapotear, ir a discotear por las noches, vestirme de revista ilustrada, vamos, huir de una vida tonta, sin aquel alguno, repetida, repetida y repetida... Es una forma cordial de hacerme ver que no carburo, que no sirvo ya, que quizá estorbo. Hay uno, medio colega, que me recomienda procedimientos ortopédicos, y hasta quirúrgicos, para quitarme la chepa, la manía de leer, los modales de hombre mayor... ¿No te fastidia...? Si uno pudiese huir de uno mismo... No, no me quejo, sé que llevan razón, sí, pero reconozca usted, cuando menos... Póngase como ellos, del lado de todos ellos, no me importa un comino. A mí me enseñaron a respetar a -137- todos, así que... Pero reconózcalo, por Dios, reconózcalo, qué largo y duro destierro, aquí dentro... SI VIERA COMO CANSA... Hay vidas ricachonas, no digo que no, donde la gente se encuentra a gusto, le da aire al dinero, va aquí y allá, siempre trajinan contentos, fiestas, archiperres de cine, de retratar, cachivaches de música, venga a cambiar de coche, abonos a la ópera, a los toros, en fin, de todo, y de ropitas... Bueno, de ropitas... Que si el abrigo tal y el traje cual, especialmente ellas, las mujeres, que parece que les ha hecho la boca un fraile, visones, joyas, venga, venga lilailos y cascabeles... Y charloteo sobre imaginarios alifafes, y gimnasia a compás en el lugar elegante de las afueras, y el acomodo de los hijos, y salir en los periódicos... Sí, sí, hay gente que está contenta, ésa que no da abasto para llenar su tiempo, siempre la agenda en la mano y la secretaria en la boca, gente acosada de urgencias, de una desorientada prisa, atosigada por las reuniones, las citas, los compromisos... No, no, qué va, qué voy a ser yo de ésos. ¿Yo? Pues sí que. Pero, oiga, qué mal anda usted de pesquis. Yo no he sido nunca nada, bien lo sabe Dios, nada de nada, y, créame, se lo ruego, no me quejo. No quiero decir que no me habría gustado, no. A nadie le desagrada un bombón. Pensar así sería una majadería enciclopédica, pero, la verdad, me he sentido bien conmigo mismo, y con los míos mientras me han hecho compañía, ¿sabe?, algo así como una lluvia buena, charlando, mirando escaparates, contentándonos con una radio a plazos y una casita en el arrabal, una casita que, después de muchos ahorros y veranos, broma va broma viene, logramos ponerle un cuartito de aseo, ya lo verá, ya, mire, la queríamos tanto, aquí llevo la fotografía. Le aseguro que ni Hernán Cortés, ni Amundsen, ni ningún tipo de esos de libros se han sentido tan huecos con sus cosas como nosotros -138- con nuestro cuartito de baño... Ande, vea... Ya sólo faltaba el agua cuando tuvimos que vender la casita, mejor dicho el solar, que las expropiaciones... Ya me comprende.

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Ya ve usted lo que se tiene ganado al nacer en una familia así, pobretona, un poco achuchadilla. Esto me hace ser tímido, alicorto, respetuoso con todo el mundo, por si las moscas... Llevamos siempre el brazo derecho en alto... No, hombre, no, no sea usted de su tierra, quiero decir que... que lo llevamos en alto para defendernos del golpetazo a que estamos habituados, así, ¿se da cuenta? ¡Mira que salir ahora con esas ocurrencias, también con usted! En nuestra familia, ciertas cosas... Sí, le decía que todo era muy vulgarito, haciendo siempre cábalas para estirar el sueldo paterno, yendo de un lado a otro para que la beca que me permitía estudiar no se finiquitase, a ver, éramos tantos a pedir... ¡Y que no hacían falta papeles ni nada...! El contrato de arrendamiento, para demostrar que el piso donde se vivía era una birria, una pocilgona, y el certificado de buena conducta, que, a ver, lo daba quien no te conocía ni por el forro, y venga informes de los profesores que, por lo general, no miraban a la cara al estudiante más que cuando se les largaban cuatro frescas... En fin, menos mal que no hacían politiquilla, con eso, digo, solamente se contaban escrupulosamente los agujeros del bolsillo. Luego, ya con todo el requilorio en la mano, venía la entrevista con el señor que la otorgaba... ¡La beca, hombre, la beca, le estoy hablando de la beca, qué... Nos miraba de arriba a abajo, quizá temiese que nos fuéramos a caer muertos allí mismo, extenuados de gazuza almacenada, mientras nos preguntaba la vida y milagros de papá... Solía parecerle mentira todo lo que allí se decía, no podía creer que en nuestras familias tuviésemos arrestos para mantenernos de pie, se echaba de ver enseguidita que habrían preferido encontrarse con un cadáver, a ver, pretender estudiar, traspellados de nosotros, y ser como ellos, que tenían no sé cuántos abuelos y que, nadie sabía bien cuándo, había comido con el rey... Hasta ahí -139- podíamos llegar. Sí, claro, había otros tipos, naturalmente, pero ésos estaban postergados por razones que no son del caso ahora, figúrese, tanto tiempo ya, preguntaban mucho menos, a lo mejor les bastaba con mirarnos... Pues, sí, señor, terminé mis estudios tan campante, nada de a trancas y barrancas, sino con brillo y todo, entre carreras ante los guardias, tiras y aflojas con la secretaría y trabajando en lo que caía, pero terminé. Y muy bien, ya le digo. ¿Que cómo recuerdo los años de estudiante? La verdad es que ni fu ni fa. ¡Pasó tanto, tanto y tan gordo después...! Además que, me parece a mí, esos años son muy parejos siempre, nos figuramos que nos estallan en las manos cosas muy importantes y luego... ¡Bah...! Fue mayor el zafarrancho que se enredó el treinta y seis, bueno, usted me comprende, quiero decir que se recuerda más, a ver si no. Me liaron a base de bien con el dichoso servicio militar, que me duró una porrada de años, primero la guerra entera y, luego, como era de los vencidos, pues otra vez a cargar con el chopo cuatro añitos más... Le digo... Me timaron esos años inútiles, en los que se fueron colocando todos los que, aunque hubieran estudiado mal y peor que yo, se habían avivado y traían en la frente, azar ganancioso, la etiqueta de héroes. Total para insistir en eso: que, cuando me vi con el canuto de la licencia en la mano, no tenía delante de mí otra cosa que la calle para correr y una desesperación sorda y anchísima, un vacío enorme... Pero yo estaba hecho a pobre, a no tener un real, ya se lo he dicho, y me fue muy fácil volver a vivir, echar a andar, y hacerlo, de propi, casi cantando aquello de ¡Ay, vida, dónde me llevas, / cuesta arriba y todo arena...! La vuelta... Pues la vuelta fue como la de todo el mundo. Los que no pudimos contar situaciones de esas que suenan a fanfarria, nos limitamos a desenterrar alguna anécdota. Todo quisque tenía alguna picardía que contar. Al principio, eso caía bien: trampantojos de la cárcel, pequeñas aventuras para lograr comida, sucedidos que nos parecían extraordinarios y ahora resultan chorraditas... Es -140- lo que

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tiene el tiempo, ¿no es verdad, usted? Quizá sobresale el pasmo por la tozudez en la maldad, dígame, sin ir más lejos, esas gentes que se escondían en la chimenea para que no las encontraran sus perseguidores, iban a cazarlos, y les hacían bajar del cañón quemando paja abajo, en el hogar, y, cuando salían, apenas un pie en el suelo, tosiendo a más y mejor, ¡zas!, a tiro limpio... Y, vea, cuentan que ya era igual en las guerras carlistas, qué falta de imaginación hasta para eso. Porque todo lo demás era también igualito: la venganza a posteriori y en frío de los otros, si no con el mismo procedimiento, sí con parejos resultados, parecidas condecoraciones, repetido dar y quitar nombres a callejones y plazuelas, idéntico deje entre lírico y borrachín en los discursos... Una pena, señor mío, le digo que una pena, que no tenemos remedio... Ya se va usted percatando de que mi vida no tiene así, digamos, mayor interés. Poquito a poquito y sin darme cuenta, aquí me tiene usted al borde de la jubilación. He hecho lo que cualquier prójimo o, por lo menos, lo que hacen todos los que no han nacido para personajes. Pasé por los campos de concentración, en Francia, y luego aquí, me juzgaron por no sé cuántas cosas, bandidaje, prevaricaciones, rebeldías, conjuras, desacatos... Una escalofriante letanía. Le juro que ni me enteré de tan tremendas acciones, ni pude siquiera escucharlas: tan grande era el arrebato del acusador que no me daba tiempo ni a cerrar la boca, tan asombrosas eran. Me consolaba pensando que si el desenlace hubiera sido al contrario, habría pasado algo del mismo percal. Nada me extrañaba. Siempre he visto alrededor de mí una inexplicable saña vengativa, un ansia de machacar, duro y seguido, al de enfrente. Es que debe ser así, me digo para no pensar y no entristecerme más, que, vaya por Dios, no ha sido poco. Sí, volví. A enfrentarme con lo que había. Anda, ¿por qué me pregunta eso...? ¿Acaso no seguía amaneciendo, y anocheciendo, y todo lo demás? No sea niño, esos parones no existen, y si te paras tú o te alejas, al ratito, si te he visto -141- no me acuerdo. ¡cómo no había de volver! ¿Dónde está nuestro hueco, dónde tenemos otra tierra, sino aquí? Ande, dígamelo, explíquese. Fue penoso el recuento, el notar los huecos de amigos y colegas, de personas que quizá había tenido presente muchas veces y de otras de las que quizá no me había vuelto a acordar nunca. Daba lo mismo, todas lejos, todas muertas, todas sin luz ni siluetas precisas, ni siquiera presencia eficaz en las largas tardes solitarias, vacías, dedicadas al recuerdo. Se ve que la memoria no carbura... Ni colegas, ni familia... Nada. Parecía que todos querían estrenar nueva vida, con gustos nuevos, costumbres nuevas. No había sitio para lo anterior, qué iba a hacer. Pero el recuento... Nombres y nombres con su cara y su voz, la otra lista, la media lista doliente que no salía en la que se incrustaba en las fachadas de las iglesias o las facultades... Una vez y otra esa bobadita de que siempre faltan los mejores. ¿Por qué ese lugar común, me lo quiere usted explicar? ¿No será una manera de disimular la alegría de que no nos haya tocado la china a nosotros? Lo cierto es que no tuve sitio en mi trabajo, y eso que lo había ganado a pulso, en oposiciones, como está mandado aquí, turno libre y toda la pesca, pues de bien poco me sirvió. A la calle, de oficio y con mala cara, ya ve, si casi no había tenido tiempo de tomarle el gusto al destino... Mi plaza estaba ocupada, tendría usted que haberle visto a mi sustituto flamante, gran rezador, elegantísimo, usaba entonces floid y zapatos italianos y se disfrutaba no sé cuántas amistades en Zaragoza, y en Burgos, y en Vitoria, y en no sé qué cientos de universos más... Pobrete, en Madrid y en el gremio no lo conocía ni su sombra, pero ya fue entrando, ya. Cuestión de paciencia y acicalarse. Yo malgasté meses y meses yendo y viniendo, había

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que esperar una depuración que nunca llegaba. Tampoco me interesé más por ello y no sé qué demonios habrá pasado con aquel laberinto. Las pocas veces que fui a la conminatoria cita, me las tuve que ver con un fantasmón muy inflado, tartaja él, era de Navafáfila de no sé qué rey godo, y -142- me preguntaba disparates y disparates en medio de digestiones laboriosísimas. Se notaba de prisita que el pobre se sobrealimentaba, a ver, tantos criminales como pasábamos por sus manos... «Y usted, el acusado, ¿era contertulio del Alcalde de Madrid...? ¿Por qué no dio su beneplácito a las santas disposiciones?»... y jeringazos así. Su mamaíta. A mí, fíjese, a mí, un desgraciado que apenas conocía por los periódicos los nombres de los grandes del momento... Vivir para ver, qué verdad más grande. No volví, para qué. Ah, se me olvidaba, al par de años o cosa así de desentenderme... No, qué van a depurarme, pues sí que. Lo que le iba a decir, que me ha cortado usted, es que me topé con la esquela del tal en un periódico. Todo sea por Dios. Sí, parece que se cayó un ascensor, con él dentro, en un ministerio. Acto de servicio. O un fallo, usted me contará. Pues, sí, claro, acierta usted. Es la fetén entre nosotros: los amigos de papá, la semideuda de aquella vez, cuando entonces, etcétera, etcétera, etcétera. La recomendación, vamos, la mangancia, el saltar por encima de lo normal. No sabemos hacer otra cosa. Y como muchas veces la cosa va y pita... Pues que vamos tirando. Mi pobre padre fue, sólo Dios sabe cuántas veces, con sus piernas a rastras, su tos de viejo bronquítico, los pantalones con las rodillas marcadas y las culeras brillantes, fue, le digo, a casa de un viejales famosillo, de esos que usan cuello duro y alma encallecida... A pedirle por mí, por este desventurado, esta oveja negra que tenía ideas equivocadas, ¿me comprende? No, mi padre no pensaba así de suyo, pero, oiga, resulta muy difícil no participar de lo que nos cuentan a todas horas, ¿no le parece? No tiene usted más que ver lo que sigue pasando, nos dan todo planchadito y, luego, vaya sustazos. En cuanto pasa algo... Bueno, los sustos se los arrean, que lo que es yo... En cuanto pasa algo, y algo de cajón, ¡toma!, y tan de cajón. El vejestorio de marras se sintió magnánimo, alteró un poquillo su orden, su inflexible justicia (le debía a mi padre mucho) y me colocó. En una oficina. ¡Qué amargor en la -143- garganta el primer día, llena de sol la ventana y todo el desencanto en carne viva, todas las penas en presente! Cuánta humedad repentina en la mirada, deshaciéndose en triste renuncia las ilusiones, los proyectos, la desnuda esperanza. Supe que ya, siempre, sería todo así, los mismos papeles en la mesa, el mismo aliento en la habitación, un olor tracordado a sudor, a polvo, a balduque viejo y bocadillo mordisqueado a escondidas. Vi, nada, un relámpago, verdecer y otoñar los árboles de la calle acumuladamente, todo un lento futuro reducido a un solo tic en el presente... Pero estaba allí, yo, dónde iba a ir, mi sitio estaba ocupado, no podía ni asomarme por allí... Aquella oficina, fórmulas comerciales, sumas inacabables, reverencias interesadas... Yo era el primero empezando por abajo. Pero el calendario se fue deshojando, otros se murieron o los despacharon, y yo, que no soy tonto del todo y que nunca dije esta boca es mía, ascendí... A los cuatro o cinco años o antes, vete a saber, se me había olvidado mi antiguo quehacer, no leía jota, me parecía casi imposible que yo hubiese asistido a unos cursos, que tuviese un titulillo... Me casé y todo, sin gran ilusión, eso es verdad, los dos estábamos como deslumbrados de ver lo que pasaba, no acabábamos de darnos cuenta de tanta y tanta desdicha almacenada, exhibida... Abría usted la radio y lo mismo; agarrabas un periódico, ídem de lienzo; te asomabas al cine del barrio y, en el noticiero, para qué le voy a contar. Nos daba vergüenza casi haber convivido tres años de aquella manera. Aprendimos a andar mirando al suelo, a no abrir los labios, a pasear lejos de charangas y

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vítores. Cada vez más arrinconados, más secos. Talmente una rama a la que se ata fuerte por el arranque y acaba por irse chuchurriendo, por atabacarse y, al final, se cae, desprendida por un viento pasajero, equivocado, perdedizo... Así se me murió la mujer una mañana de fines de marzo, quince años por medio de la boda, los preparativos de un aniversario alegre por el aire. No, no me pida detalles, sólo -144- sé que, al volver a pie del cementerio, por Las Ventas, llovía, sí, eso es, estaba lloviendo... Desde entonces, todo se me ha reducido a la rutina más apretada. Y soy feliz. Probablemente, a usted le dé pena oírme, es natural, usted está fuera de juego, es más joven y todo esto le suena a conversaciones de Puerta de Tierra, qué le vamos a hacer. Me he identificado hasta donde me ha sido posible con el pandero que tocan. Me he comprado un departamento de juguete en la costa. Lo habito en mis vacaciones, que he traspasado al invierno, cuando nadie las quiere, y el resto del año lo alquilo. Vivoalquilovivoalquilovivo... Contribuyo de este modo al mejoramiento socioeconómicoculturalartístico del país. Ande, para que vea. Al mediodía, como en el figón del jurdano, un buen rapaz que se las sabe todas, aquí, en la esquina de casa, donde, entre alubias, sopas de ajo, carnes de vaya usted a saber qué fiera y unas naranjas medio pochas, voy tirando, y veo la televisión, me acostumbro a las caras famosas, a sus voces, a su ininterrumpido desvivirse por nuestro bienestar. Me siento protegido, de veras. Casi he llegado a temer una huelga de cualquier clase. Y nadie de entre los que van a comer allí, viejas pensionistas, camioneros, albañiles de las obras cercanas, algunos novios con los zapatos gastados, deberán estar buscando piso, nadie, le digo, se mete conmigo, nadie se pasma de mi soledad, ni de que no me importe la alineación de los equipos de fútbol. En confianza, le diré que me he aprendido uno, el Madrid, para justificar el bulto que esa sociedad me exige. ¡Si viera cómo lo luzco al declamarlo...! Pero allí todos somos ajenos aunque nos sentemos en la misma mesa, todos nos toleramos con una sonrisa, con una inclinación de la mirada, y pare usted de contar. Todos somos maestros en disimular el propio, escandaloso duelo. Algunas tardes me meto en el cine del barrio, ahora algo menos, ha subido mucho, y aguanto lo que me echen. Ni pasarme por la cabeza que hay un cine mejor, que yo sabía o dejaba de saber -145- algo de directores, de artistas, para qué. Ya todo para qué. En cuanto se apaga la luz, allí están Gracita Morales y Rafaela Aparicio, tan saladas ellas. También Sofía Loren, despampanante, y Raquel Welch tirando tiros a más no poder. No me hace gracia que larguen alguna película buena, algo de Bergman, o de Polansky, quite usted allá: entra poca gente y, entonces, hace frío. En cuanto se apaga la luz, le decía, yo me quedo a solas conmigo, repaso los ayeres, las caras ausentes, estoy en una inmensa isla acorralada, me siento bullir la vida por las muñecas, por las canillas, a veces por los ojos. Es un ratito delicioso. Y me voy comiendo poco a poco algo, unos caramelos, unas patatas fritas, unas rositas de maíz. Me sirve de cena. Me he librado de herencias, de los problemas de la declaración de la renta, de la amenaza de muerte que parece acosar al mundo. Allí, a oscuras, me atrevo a mirar, cabeza levantada, a los vecinos, sin llamar la atención, claro, y los veo mejor con los reflejos de la pantalla, mejor, quiero decir: mejor que son, y veo que tienen miedo, mucho miedo a lo que suelta el documental, tantos y tantos exterminios como acarrean las centrales nucleares, que si los peces, que si las aves o las tortugas con los instintos anulados, y que los ríos se han podrido, y que el aire va faltando, y que si patatín que si patatán. Y yo pienso entonces, créame, que eso no vale la pena, que todo ese horror organizado y cacareado no es nada si se le compara con esta tensa, duradera opresión continua, año tras año, una quemadura sin llaga ni remedio

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visibles, esta prolongada humillación. Y todo por no haberse despertado un día preciso en un lugar concreto, sino en otro, enfrente... ¿No cree que ya basta? Bueno, tengo que dejarle, voy a casa, mañana atizan un banquete a un antiguo compañero de carrera, me ha escrito para que vaya, se ha acordado de mí ahora, al cabo del tiempo... Se lo he agradecido mucho, él está muy arriba y yo, ya lo está usted viendo, he sido siempre un pobretón. Me hace un gran favor al convidarme... Lo que son las cosas. -146- ¿Será que ante lo que vaya a pasar...? Voy a cepillarme bien la ropa. ¿Por qué supone usted que no estaré a gusto...? Sí, sí, lo estaré: era un mendrugo el pobrecillo, me alegro de que le haya ido bien, ya lo creo, algo como lo mío no se lo deseo a nadie, de verdad. Si viera cómo cansa... -147- De «MESA, SOBREMESA» Mi querido José Luis Sastre: Me pide usted, para cumplir con los hábitos editoriales, que busque un prólogo a mis paginillas. Muy bien: usted cumple con su deber y su costumbre. Y yo, por aquello del ya veremos qué pasa, me he puesto a obedecerle. Siempre he pensado que la mejor manera de demostrar la propia personalidad, de pulirla y afianzarla, es someterla a la opinión ajena. Dicho y hecho: me he puesto a buscar un prologuito. Probablemente, usted no lo creerá, ya que mi fama de hombre un si es no es burlón y atravesadillo le va a influir. Cuando usted lea mi carta, le dará a la cabeza compasivamente y, estoy seguro, telefoneará a más de uno de nuestros comunes amigos para comprobar si le engaño o no... ¿A que sí? ¿Ve...? Genio y figura... En primer lugar, hice memoria de otras experiencias pasadas con mis libros. Recordé cómo, al salir Primeras hojas, en un momento en que entre nosotros solamente se repetía un asmático barojismo y se igualaba el «escribir» con «el llenar cuartillas», las personas que entonces pontificaban me dijeron muy compungidas: «Hijito, ¡si no sabes puntuar! Dedícate a tus cosas, déjanos esto a nosotros». Fue en vano que, tímidamente y con el brazo protector a la altura de los coscorrones, por si las moscas, les dijera que casi todo aquello se había ido publicando poquito a poco, lejos de España (muy pocos capítulos vieron la luz aquí) y que tal y tal y tal. Hubo algún ilustre escribidor de entonces que, al intentar recordarle yo a Joyce, en diálogo ocasional, -148- se escandalizó de que yo pretendiera respaldarme con nombres «ultramarinos». Vaya por Dios. Supongo que ya se habrá enterado de algo de eso. Deseché esa vertiente de posible prologuista para mi librejo. Eché por otro camino. Esto de pertenecer a la casta arrinconada produce sus resultados, créame, amigo Sastre. En vista de que por aquel lado no pasaba de ser un ignorantón que no sabía puntuar y que, para mayor inri, era incapaz de fabulación o de intríngulis alguno,

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decidí ensayar algo donde, al menos, se amontonaron las peripecias. Y ese algo, por desharrapado que fuera, resolví someterlo a las más ortodoxas reglas de puntuación, ortografía, retoricismos, etc. Oiga, era bastante puñetero el asunto: no se puede usted figurar la cantidad de apartados, subapartados y empaquetados que tiene la Ortografía de la Real Academia Española. Pero creo que salí victorioso. Una vez terminado el libro, busqué prologuista, a ser posible vehemente y rentable. Se titulaba el volumen... Bueno: otra vez que me lo guardo también por si las moscas. Tuve que cambiarle el título: el sabiazo de turno me dijo que alguien podía darse por aludido, reconocerse en el título, y ya sabe usted: juzgado de guardia, tribunal de honor, defenestración, quizá la leprosería... ¡Pero, mi querido amigo, si aún se me pone carne de gallina, y fíjese si se han deshojado calendarios...! Ahora me explicará usted, me parece, por qué llevo al editor mis originales sin el título. Que se lo ponga él, que se lo ponga, no vayamos a pringarla. En fin, el libro se llamó, después de muchas vigilias, Smith y Ramírez, S. A., y, mientras por ese mundo adelante sus páginas gustaban y se comentaban, sobre todo la novelita (o lo que sea) que da nombre al libro (la vida en el interior de un Departamento de Niños Perdidos, dentro de uno de esos grandes almacenes de hoy), aquí, alguien me dijo, con solemnidad de bronce alegórico: «Hombre de Dios, ¿qué te ha hecho el Sepu?». Le digo a usted, guardia... Le cuento la anécdota por las exigencias de mi oficio. Por esas fechas aún no se decía macho, sino hombre -149- de Dios, o muy señor mío, y empezaba a oírse cariño (en algunos barrios, darling). Qué tíos éramos, ¿no, verdad?, así de internacionales y bocerativos. No le voy a jorobar con la historia de mis librejos. Pero sí le voy a insistir en esto. Un posible prologuista me encontró «profundas reminiscencias cualitativas, con tensión hermenéutica y tempo lento kafkianos o seudokafkianos...» y no sé cuántas cosas más, procedentes todas de Dino Buzzati. Me callé, no era cosa de pregonar mi ignorancia, que, a lo mejor, vaya usted a saber de qué grado sísmico era la pobre. Procuré informarme. Creo que no, que nuestra vida colectiva, metida en un monumental Departamento de Niños Perdidos sin liberación inmediata, no se parecía en nada a la desenvoltura atormentada de Buzzati. Yo no conocí, por entonces, más que I deserti dei Tartari. Quien no tenía la más remota idea de Buzzati era quien así me hablaba, tan suficiente. Poco después me enteré del quid. El buen tipejo acababa de volver de Roma, acuérdese, aquellas peregrinaciones parroquiales, baratitas, con audiencia pública incluida, para rogar por la universal conversión y de donde se salía con el alma almidonada para un par de inviernos y con arrestos para el desarrollo planificado. Seguramente se tropezó con el nombre de Buzzati en algún periódico, en alguna cartelera al pasar. Se había estrenado «Un caso clínico»... Ahora me temo que podría pasarme algo muy parecido. No, no se moleste en acarrear un prólogo. (Sí, ya, ya le veo venir. Otro libro mío, publicado en su editorial, llevaba un prólogo de Camilo Cela, es verdad. Y muy bueno, además. Pero, mire, esto hay que puntualizarlo. Camilo y yo somos amigos desde que teníamos la refrescante y despreocupada edad de los diecisiete, los dieciocho años. Tenemos, pues, las mismas experiencias, tanto culturales como catastróficas, un ademán vital parecido. Y debemos ser análogamente raros, figúrese, aún nos gusta juntarnos a charlar, a pasear. En este trozo de planeta por donde pasa errante la -150- sombra, etcéteraetcétera, ¿no cree que tal circunstancia es pero que muy extraña, tantos años sin habernos tirado los trastos a la cabeza? ¿No deberemos consultar a un psiquiatra? Ahí es nada, medio siglo largo entendiéndonos...). (Escúcheme, Sastre, qué paréntesis tan largo. Ciérrelo, ciérrelo). Le

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estaba diciendo que no pondremos prólogo. Sin embargo, y para complacerle, he hecho algunas gestiones. Ya tenía uno casi conseguido. Precioso de veras, precioso. Hablaba (he logrado ver el primer bosquejo) de que, por fin, mi narración no se enfrascaba en la parapsicología, no se deleitaba en la moderna física nuclear o interplanetaria, apenas conoce el lenguaje de la economía contemporánea y se desentiende del novísimo afán, casi doloroso, por las artesanías en trance de extinción. Le juro que yo estaba al borde del éxtasis cuando leí estas afirmaciones. Creo que sobrepujé toda experiencia humana cuando pude entrever un poema dedicado a mis tragones personajillos (aunque la cita expresa del nombre del restaurante, que yo he ocultado cuidadosamente, me pareció una infame propaganda). Claro que siempre viene el tío Paco con la rebaja... Sí, hombre, sí, ahora ya se puede decir esta frasecilla, ha sido amnistiada. La misma persona me pidió que suprimiera la muerte del suegro de Rosenda (por escatológica, no le...), las alusiones al dictador fallecido (con lo útil que sería que muchos se fueran enterando de una vez del incomparable duelo), y, sobre todo, me dijo que juzgaba absolutamente insufrible que yo, un hombre con figura social (cátedro, una condecoración, un pariente canónigo, dignidad..., qué se ha creído usted) hiciese tan pertinaz exhibición de mi mala leche. Pero, ¿oye usted? Si por lo menos hubiese dicho «mal café», o «mala uva» o «mala milk», o siquiera «aviesa idiosincrasia»... Nada, nada. Sin prólogo. Que se trague sus versos, con su pan se los coma y Dios en casa de todos. Sin embargo, porque no quedaran teclas sin tocar (y por el uniforme del vencido, traje que ya no me quitaré nunca por muchas reformas que nos endilguen) recurrí a -151- algo que, de pronto y con alegre deslumbramiento, me pasó por el magín: consultar a mis personajes. Aunque tuviese que pagarles otra comida. Muchos ni han contestado a mi llamada. El señor homenajeado, don Carlos Luis Hontañón de la Calzada, me ha mandado un secretario, un panoli redicho, creyendo que yo buscaba un enchufito en el tejemaneje administrativo. Nicolás y Timoteo... Bueno, dispénseme usted, no puedo reproducir lo que me han dicho. Qué mal hablado es nuestro pueblo, oiga. Rosenda ha llorado a moco tendido, no sé si por su suegro o si por haber descubierto yo tan oprobioso desenlace. También es de lamentar que el viejales haya dejado tan esquilmados monises. Por lo visto, el andoba repío se conocía el percal a las mil maravillas. En fin... Ah, sí, la azafata estaba en vuelo, Lourde andaba de excursión con su novio, saltando sobre las hogueras en San Pedro Manrique, creo; don Rufino, el curita progre, en el cine, ya se supone usted qué tipo de cine; los Ríus no vienen en la guía, compréndalo, todo el mundo incordiando por teléfono, y Javier, el retratista... Cualquiera te echa un galgo a ése. Dolorinas me propuso una juerguecita económica, cena, bingo, tablao flamenco y descanso tranquilo en el chalé de... Me colgó muy ofendida cuando le confesé que no tengo coche, ni amigo a quien pedírselo. Solamente Luisa acudió a mi súplica, para confiarme que sus aventurillas amorosas se habían terminado, gracias a Dios, y que, por favor, no dijera nunca el nombre de su, digamos, colaborador... Es un gran chico y no merece que se enturbie su fama por haberse dejado querer de una cursi vejancona. Es verdad que no le quiere ya, pero cuánto le quiso, cuánto. Lo decía con los ojos húmedos y sonriendo, una desparramada ternura sobre sus manos temblorosas, sobre el transitorio jadeo. Estaba verdaderamente hermosa, un regusto de fruta seronda orlándole la voz, los ademanes... He arrancado unas cuantas páginas del original después de mi conversación con ella, las que más le atañían. El más interesante ha sido don Mario, el espiritista. Vino enseguidita, -152- contentísimo. Me preocupó de entrada su cháchara: me escoció mucho, por éstas, que haya reconocido varias citas literarias de las

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que he enzarzado en el texto, para que no todo se malote en él. Eso se debe dejar a los demás, ¿no le parece? Quiniela más o menos... Sí, ya sé que don Mario no ha dado con ellas, sino que le han avisado, desde el plano astral, los legítimos autores, pero, en fin, vamos, digo yo... Pues don Mario me ha dado las más efusivas gracias. La divulgación de mis indiscreciones ha hecho que su nombradía haya crecido y sus relaciones no digamos. Ha logrado hablar hasta con Miguel de Cervantes (¡él, que se quejaba de no lograr un solo contacto importante!). Casi nada. Le costó trabajo entenderle, Cervantes anda muy jodido de la dentadura, y así... Don Mario jura y perjura, asombradísimo, que Cervantes no entiende jota de nuestra situación política. Pero le he dicho que yo, si quería hacer algo que valiera la pena y, a la vez, salir del aprieto, copiase sus prólogos, aquél de las citas en latín y el del perro hinchado... No he sabido hacerlo, me invadía una tristura... Don Mario se largó a pedirle más ideas para superar el trance, y dispuesto a proclamarse su cónsul general. Al marcharse, frotándose las manos, le oí mascullar algo de Unamuno o un runrún parecido. Tengo el pálpito de que está malsinándolos, a los dos Migueles. Cualquiera diría que aquí es necesario morirse para andar a la greña, ¿no es verdad? Buen don Mario, infeliz. Ya solito, yo comprendí que, en realidad, he copiado a Cervantes una vez más, ya que esta carta, quiero rogárselo, Sastre amigo, deberá servir como prólogo. Prólogo que será, como en los recordados hace un instante, un verdadero epílogo. Nos queda el problemilla de siempre: cómo titular el libro. He preguntado por ahí a varios eruditos. Algunos conjeturan que lo mejor sería un título comercial, con garra. Me atrae esta opinión, a ver si de una vez se venden mis libros, qué diantre. Proponían señuelos como Meditación sobre las calorías, o Comer, ser y digerir de los hispanos, o -153- aquél tan lleno de resonancias: La pequeña burguesía organiza su orfandad. Es muy emotivo. Otros consultados, más televisivos, me han sugerido títulos breves, arrebatadores, bien insertos en las momentáneas urgencias: El desfonde, Banquetísimo. Don Apolinar, el profe depurado, me ha dado la solución. «Usted trata de contar una comida, menú impuesto, un pescado que fue un asquito... ¿qué era, por fin, el pescado?, y una carne para qué. Se tardará el leer su crónica más o menos lo que dura una comida larga, con sobremesa bien nutrida de eructos, somnolencia y majaderías. ¿Por qué no llamar a su relato así, sin más, Mesa, sobremesa?». Así lo dejo. Nada más; le ruego que cuide de este texto, incluso que haga repasar la ortografía. No quiero trifulcas luego. Suyo, A. Z. V. Selección de críticas De «PRIMERAS HOJAS» DÁMASO ALONSO

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«... Desde Primeras hojas (1955), ese libro delicadísimo, de revueltas y emocionadas estampas, como imágenes de una infancia que se amontonaran entrechocándose, para surgir como realidad, con esa barahúnda que es la realidad, notamos que estamos ante un extraordinario prosista, un maestro de la prosa, renovador o domeñador de ella. Porque hace falta mucho dominio para ese agrupamiento casi sincrónico de lo que viene de la mente del niño, de lo que dice o le dicen, de imágenes visuales o auditivas de toda suerte que le llegan. En la calle, bajo los balcones de la casa donde vive el niño, está un organillo tocando: “pide dinero también el hombre del organillo, por qué pide perras, va bien vestido, dame una que se la eche, y, niño, se va a acostumbrar, no puede ser tantos cuartos, qué te piensas tú, y yo no pienso nada, veo, triste, marcharse al hombre del organillo (arre, burro), tengo la cabeza metida entre los hierros de la barandilla...”. -166- Sí, hay por delante, en el tiempo, de toda la obra de Zamora, desde Joyce, con su monólogo interior, hasta Faulkner y sus consecuencias (y por otro lado, en estas Primeras hojas, una sensibilidad no lejana de la Generación del 98 o del Juan Ramón del burrito). Pero nada semejante a esos recuerdos de infancia, agolpados, sacudidos con cada golpe a luces nuevas, como un caleidoscopio, creadores, con el vaivén de una sintaxis en donde narración, estilo directo, avisos, anuncios, o reflexiones mentales del mismo niño, se entremezclan en un inordenable revoltijo, pero tan claro, que llega exactamente al corazón del lector. Cuánta poesía y cuánta realidad huye en esas Primeras hojas: una delicia». («Notas volanderas sobre el arte de Alonso Zamora Vicente», en PSA, núms. CCIX-CCX, Madrid-Palma de Mallorca, 1973, pp. 131-132). RAFAEL LAPESA «Alonso Zamora Vicente tardó en darse a conocer como creador literario, aunque sospecho que lo fue desde muy joven y que guarda recatadamente ocultas sus obras primerizas... También imagino que el libro Primeras hojas, aparecido en 1955, no corresponde al intento que hubo de iniciar su cultivo de la prosa narrativa. En esta elaboración de recuerdos infantiles, refrescados por la niñez de los propios hijos, nada hay en agraz. El autor está en plena posesión de un arte complicado que evoca, junto con episodios y ambientes, las impresiones, sentimientos y palabras -dichas, pensadas u oídas- que dejaron su huella en la infancia lejana. No se hacen concesiones al desbordamiento lírico ni a la melancolía facilona. Lo que Zamora pretende y consigue es reconstruir las perspectivas, contenidos y valoraciones de una realidad huida; y reconstruirlos desde dentro de un alma en estreno del

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universo, rediviva ahora... La precisión -167- descriptiva y verbal elimina toda vaguedad de contornos, pero no aminora la impresión general de caleidoscopio: imágenes nítidas, sensaciones inconfundibles y palabras exactas se suceden inestables y entremezcladas. Esto se logra mediante procedimientos estilísticos de gran novedad. La frase no se articula en períodos de compleja arquitectura, sino en unidades sueltas, yuxtapuestas o copuladas en sucesión abierta... El tránsito del narrador actual al recobrado antaño, y del mundo descrito al sentir y pensar del niño que fue, se hace en constante vaivén. O, mejor dicho, en continua integración que engloba el dentro y fuera de la conciencia y los presenta interfiriéndose. Para esto no bastaba la técnica del discurso indirecto libre o discurso redivivo, familiar a la novelística española desde Galdós a Clarín; Zamora aprovecha el stream of consciousness de Joyce, pero le da un giro especial: la incorporación del discurso directo, sin señales demarcativas, al relato y la descripción, el incesante paso de la tercera a la primera persona, no se aplican sólo al monólogo interior, a reflejar en él la influencia de las representaciones psíquicas, sino también a mostrar como realidad vivida la inextricable compenetración del yo y su circunstancia». («Discurso de contestación a A. Z. V. en su recepción pública en la Real Academia Española», 28 de mayo, Real Academia Española, Madrid, 1967). -168- De «SMITH Y RAMÍREZ, S. A.» EMILIA DE ZULETA «... Algún relato aparecido hacia 1955 y en 1957 un segundo libro, Smith y Ramírez, S. A., vienen a acreditar una nueva faceta de este escritor que -por declaración propia- pertenecía a una generación salida de la Facultad de Filosofía y Letras de Madrid, llena de escritores-profesores “donde se podía leer a Joyce antes que en la propia Inglaterra”. Esta segunda dirección de su narrativa -lo fantástico y la atmósfera de absurdo kafkiano de las grandes ciudades, dentro de un cauce expresivo liberado- tampoco era ajena al clima intelectual de Buenos Aires, dentro y fuera de su Facultad de Filosofía y Letras... Daniel Devoto y Julio Cortázar, que en 1951 había publicado su Bestiario, profesores y hombres de letras -en toda la plenitud de este término tan desvalorizado- y, sobre todo, creadores de gran potencia innovadora, estuvieron muy próximos a Alonso Zamora Vicente por entonces. Quizá por ello, en la intención y en la forma, este segundo libro en nada se parecía a lo publicado por entonces en España.

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... Como ya anticipáramos, Alonso Zamora Vicente presenta su libro Smith y Ramírez, S. A. (1957) como un conjunto de siete historietas escritas en siete tardes de domingo, al azar, con diversión y, quizá, para liberarse de un “insidioso trasfondo de lecturas”. Tras la brevísima introducción, los siete relatos: «Anita», «Pasado mañana», «Apiguaytay», «De segunda mano», «Un pobre hombre», «Smith y Ramírez, S. A.» y «Tren de cercanías». -169- Todos ellos son, en un sentido amplio, relatos fantásticos, en cuanto remiten a la metarrealidad. Tienen, asimismo, una intención unificadora, el destino del hombre como búsqueda y como espera, y un ritmo general determinado por la oscilación entre la pasividad del que aguarda y la tensión obsesiva del que busca. Sin embargo, existen grandes diferencias entre estos relatos, tanto en lo que se refiere a la modulación del género fantástico como a los temas, la estructura narrativa, los procedimientos y el lenguaje». («La narrativa de Alonso Zamora Vicente», en PSA en núms. CCIX-CCX, Madrid-Palma de Mallorca, 1973, pp. 183-192). JOSÉ ANTONIO CÁCERES «... Esta inseguridad, este horror surge, en los cuentos de Alonso Zamora Vicente que vamos a examinar, al borrarse los límites entre dos cosas opuestas, cosas consideradas como irreconciliables y/o como netamente distinguibles. -Cuatro de ellos se insertan en la literatura fantástica: “Anita”, “Pasado mañana”, “Apiguaytay”, “Un pobre hombre”. En ellos, el misterio, el horror, surgen en un nivel de sueño o de pesadilla en el que se han borrado los límites entre vida y muerte (“Anita”), o el tiempo se paraliza mezclándose pasado y presente en la conciencia de la protagonista (“Pasado mañana”), o se confunde la identidad personal, el tiempo y el espacio (“Apiguaytay”), o la identidad personal y los límites entre vida y muerte (“Un pobre hombre”). De otra manera: pasado, presente y futuro se convierten en un presente continuo (“Pasado mañana”), vida y muerte se presentan como no distinguibles (“Anita”), dos personas pueden ser la misma persona (“Apiguaytay”) o una persona viva puede ser una persona muerta, y viceversa (“Un pobre hombre”). ... Aunque el libro tiene una cierta unidad “inserción de lo irreal en lo real”, y podríamos estar tentados a calificar, -170- todos los cuentos que lo componen, como fantásticos, hay tres cuentos en que lo inquietante, el horror, tiene otro sentido: introducirnos no en un mundo en que los límites son borrosos, sino en un mundo absurdo. ... Creo que no ha sido observado hasta ahora que la nota más característica de la literatura del absurdo es la amplificación. Una imagen, un motivo, una situación... se amplifican hasta hacerlos sobrepasar los límites de la verosimilitud: es entonces cuando se produce el

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absurdo... Encontramos el procedimiento de la amplificación en los tres cuentos de Alonso Zamora Vicente que nos quedan por examinar: “De segunda mano”, “Smith y Ramírez, S. A.” y “Tren de cercanías”». («Lo fantástico y lo absurdo en “Smith y Ramírez, S.A.», en PSA, núms. CCIX-CCX, Madrid-Palma de Mallorca, 1973, pp. 225-235). -171- De «UN BALCÓN A LA PLAZA» (Cuento de transición) MANUEL ARIZA «... Nada más sencillo, aparentemente, que la descripción de una tertulia de seis personas mayores de la clase media española. Sencillez, normalidad, realidad, bases sobre las que se asienta la visión social de toda una conciencia colectiva que es reflejo fidedigno de una forma de pensar, de ser, hispánica -tristemente, cariñosamente, hispánica. ... La reunión de señoras es el marco que envuelve la acción. Y la reunión establecida es lo que las une, lo que las limita, lo que -también- las motiva. Pero Un balcón a la plaza no es sólo una descripción, en él se manifiestan además técnicas de estilo indirecto libre, del monólogo interior, del flujo de la conciencia que enriquecen -y complican- el cuento de Zamora Vicente con una multiplicidad de perspectivas. ... Decíamos, en el título de este estudio, que Un balcón a la plaza es un cuento de transición. Transición temática y literaria, casi una evolución hacia lo cotidiano, hacia lo sin importancia, hacia las figuras populares, hacia la limitación exclusivamente circunstancial. Y también es una obra de transición lingüística. La prosa exquisita, cuidadísima, de Primeras hojas, y la perfección narrativa, la exactitud expresiva de “Smith y Ramírez, S. A.” no se han perdido todavía, pero ya se preludia lo que va a ser su nueva forma de escribir: la transcripción del habla conversacional, vulgar... -172- ... Un balcón a la plaza es, ante todo, una narración social en la que una serie de personas ponen su vida en relación con la de los demás. Las personas, aisladas, no son más que el

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reflejo de esa relación e, incluso, podríamos decir que no son personas individualizadas, sino daguerrotipos de los que se abstrae una sociedad concreta y un vivir concreto». (En PSA, núms. CCIX-CCX, Madrid-Palma de Mallorca, 1973, pp. 247-252). De «A TRAQUE BARRAQUE» D. PÉREZ MINIK «... A medida que seguimos nuestra lectura se nos asegura su categoría de novela hecha y derecha, donde todos los componentes reales de la misma se agrupan, sueldan o estructuran para presentarnos una obra literaria que traduce con muy viva felicidad el acontecer de una sociedad en transformación, la española, su provisionalidad, pero también la presencia irreversible de ese fenómeno del cambio irremediable. Alonso Zamora Vicente se apoya en primer lugar sobre un personaje en cada narración separada, todos diversos, más de treinta en total, entre hombres y mujeres, de todas las clases sociales, observados, queridos o censurados, desde un cierto humor candoroso, pícaro o enternecedor a veces. ... Ya el libro hecho y leído, nos damos cuenta que tenemos en las manos una verdadera novela, con su original composición, los habitantes de un país que se sienten desplazados en la historia que le hacen los otros, con una mentalidad feudal a cuestas, la libertad tan controvertida, con su machacona soberbia, aquella agilidad mental presumida, todo cociéndose en un momento dado dentro de un capitalismo que hace de las suyas con su adhesión de esparadrapo. Cada personaje habla a su aire, cuenta su cuento, se nos confiesa de viva voz, mientras el autor los va situando en nuestro espacio-tiempo con muy aguda intención, hasta lograr esta novela colectiva que rezuma la más completa unidad, no hecha con retratos, caracteres, tipos, figuras o personas de -174- bulto, sino con las huellas que la palabra va dejando por ahí, con sus discursos, blablablás, o cháchara de ocasión, revelados con el propósito de preocuparnos, de divertirnos o de enfadarnos. Da lo mismo. En una ocasión en que nuestra narrativa intenta una cierta colonización de nuestras formas buscando no se sabe qué raros tesoros para vivir de las rentas extranjeras, a Alonso Zamora Vicente no se le ocurre otra cosa que escribir este A traque barraque que nos pone en la pista de lo que pudiera ser una novela que sin dejar de ser lo que fue nos está anunciando lo que los españoles deben de leer hoy para esclarecer su historia, entretener su espíritu abatido y recomendarles con César Vallejo que cuando se esté al borde de la violencia no está de más “ayudar a reír al que sonríe, ponerle un pajarillo al malvado en plena nuca y cuidar a los enfermos enfadándolos”». («A traque barraque, una novela distinta», en el Día, de Santa Cruz de Tenerife, 25-II-1973).

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MARCEL BATAILLON «... Se ensanchó notablemente mi concepto de Alonso Zamora Vicente, subió de punto mi admiración por su personalidad de filólogo y de escritor, cuando leí aquel libro singular, a fines del verano pasado. Me lo había entregado el autor en El Escorial con una afectuosa dedicatoria que me provocaba a la lectura “en penitencia por no leer Ya los domingos”. ¡Qué manera más indulgente y sabrosa de castigar mi ignorancia de mil cosas de la España viva! Entre los de mi generación que nos dedicamos a la enseñanza de lo español en universidades extranjeras era frecuente el pecado del academicismo más o menos casticista, de impermeabilidad a cuanto no fuese la tradición heredada de los siglos de oro. ¿Sería porque no es tan fácil empaparse en “L’espagnol tel -175- qu’on le parle”? La maravilla de A traque barraque es el salto que nos hace dar en el fluir de la cotidianidad española -vivida y hablada- de esta edad de computadoras y viajes a la luna, sin más previo aviso que unos humanísimos versos de César Vallejo y un refrán del “Vocabulario de Correas” que aconseja el “escuchar asaz”». («A traque barraque, ciencia y arte de lo vulgar», PSA, Madrid-Palma de Mallorca, 1973, p. 253). -176- De «DESORGANIZACIÓN» ANDRÉS AMORÓS La vida cotidiana en los cuentos de Zamora Vicente «... Zamora Vicente sigue fiel a una manera muy personal de narrar. Con frecuencia utiliza el monólogo verboso, complementado por una perspectiva externa. No es prejuicio nuestro el advertir la maestría en el uso del instrumento lingüístico: los neologismos, las frases hechas, las adaptaciones fonéticas... Alonso Zamora posee un poderoso catalejo para avizorar y percibir la vida, la vida en torno, la vida alrededor, y la menguada anécdota de sus relatos trasluce una amplia captación de las costumbres de nuestro pueblo: el mito ibérico de la organización extranjera, la crispación del ciudadano, el machismo, la

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hipocresía, el desamparo de los ancianos, los cambios en las creencias religiosas, las ceremonias sociales... Al fondo se percibe un amor apenas disimulado a lo popular, lo auténtico, lo que subsiste bajo las capas sucesivas de cursi modernización. Junto a la visión -tan certera- de las debilidades humanas, hay en estos relatos un gran fondo de ternura, un humor tolerante (Pérez de Ayala hubiera dicho liberal), que nace del respeto a la diversidad de los individuos. En las páginas de Zamora, en fin, está vivo el aire, el color, los gritos de la calle, el sol o la lluvia de cada hora; todo lo que -al margen de retóricas- nos llena el pecho de ilusión o de zozobra en la vida de cada día». (Diario Ya, 18-XII-1975). -177- JOSÉ MARÍA ALFARO «Desorganización es un libro de una profunda unidad, de un jugoso encadenamiento. Los diez relatos que lo componen comienzan por mantener una diestra continuidad expresiva reflejo de una persistente sustancia interior... Alonso Zamora Vicente recupera para la definición del mundo contemporáneo -por lo menos de anchas zonas características de nuestra sociedad- lo que él mismo definió, en un sagaz ensayo sobre una parte representativa de la creación valle-inclanesca, como la “realidad esperpéntica”». «... En Alonso Zamora Vicente las evidencias literarias priman sobre las de cualquier otra índole. Los métodos para hacer que trascienda una realidad, que muchas veces no se deja arrancar fácilmente ni sus secretos ni sus alcances, responden estrictamente al orbe literario. Éste es el que empadrona las auténticas significaciones del libro. ¡Gran problema el de los atributos significantes! Por ellos se definen los verdaderos objetivos del escritor, aunque sea él mismo quien, en ocasiones, los recubra o gradúe en pos de la obtención de mejores y más permanentes efectos... Se podría afirmar que los personajes se deforman ellos solos, con una naturalidad derivada del riguroso planteamiento de sus particulares esencias. Una deformación amparadora y distintos reflejos y sombras, que van haciendo amanecer las realidades de una verdad humana desembarazada de los aspectos y apariencias más inmediatos, equívocos y lineales. El soplo de unas tibias brisas de humor apoya la maniobra. El humor es un agente que colabora a la incorporación de los flujos de aire refrescante. Ayuda al despeje limpio, a la distensión sin convencionalismos. Transparenta emociones, sentimientos, motivos, sin caer en puerilidades descriptivas. Desorganización resulta, en evidente paradoja cara a su título, un libro de progresivas instrumentaciones estructurales. Con él es difícil llamarse a engaño. Incluso las innovaciones y aceptaciones estilísticas, en cuanto a las corrientes -178- en boga, se administran en sabios grados y matices. Y ello hasta tal punto que cuando el esperpento

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muestra sus desflecadas orejas lo hace a través de las ventanas abiertas en las previstas arquitecturas». (Diario ABC, 21-III-1976). De «EL MUNDO PUEDE SER NUESTRO» ANTONIO TOVAR Monólogos «Alonso Zamora Vicente ha almacenado una gran sabiduría. Ya he celebrado alguna vez en estas páginas el arte admirable con que Zamora, en sus relatos, crea una figura que habla, que se expresa no por la pluma de un escritor, sino por su propia boca incesante, boteante labios afuera palabras mostrencas, expresiones comunes, frases hechas que se dicen solas y con las que pensamos o nos ahorra la fatiga de analizar y pensar. En nuestra época maquinista se diría que el escritor ha utilizado un magnetófono poniéndolo en medio de las dos muchachas que hablan en la cafetería, o delante de un joven que interpela a un señor de edad, o para recoger las confidencias de una persona bien situada que se ha colado -casi cuarenta años de paz- en las doradas alturas de la mediocridad próspera. Pero en realidad no es documentación sociológica ni antropológica ni lingüística lo que Zamora ha buscado, y él, que no es una máquina, ha inventado los personajes, concentrándolos, haciéndoles hablar con esencia el español actual... ... Los relatos están dispuestos en tres partes. Los primeros, que son los de figuras actuales, gente joven y aun con ilusiones más o menos vanas, llevan el título general del volumen: El mundo puede ser nuestro. Pero luego siguen otras dos secciones tituladas “Pero qué bien se vive...” y -180- “Claro está que pudo vivirse mejor”, en las cuales el narrador que recoge monólogos, que es como un selectivo e ideal magnetófono, contándonos cómo es la gente ahora, se vuelve humanísimo y delicado psicólogo, y nos traslada a las almas desoladas de la pobre gente, de la viuda del asesinado en la guerra, del padre cuyos hijos también desaparecieron en ella o en la dispersión subsiguiente. “Recordar, qué mala cosa”, se titula uno de los más atormentados entre estos relatos de viejos, de solitarios, de fracasados, de inútiles, de desquiciados... Y en su crueldad, esa fatal crueldad de la literatura que no es para niños ni para bobos, resalta el escritor humanísimo, que ha vivido, ha visto, ha aprendido, y nos comunica, con arte sentimental o irónico, tanta amarga lección». (Gaceta Ilustrada, núm. 1.036, 15-IX-1976).

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MANUEL QUIROGA CLÉRIGO DE NUESTRO DIARIO VIVIR, una inquietante visión de la sociedad que nos rodea «Ciertamente, El mundo puede ser nuestro intenta, una vez más, esa peculiar forma de contar las cosas que Zamora Vicente está implantando, sosegada aunque tenazmente, en nuestro país. Son historias aparentemente sencillas, relatos de lo cotidiano, en una exquisita calidad de monólogo tan discordante como la vida misma y tan alucinador como los básicos problemas que plantean. Yo llamaría al estilo de Zamora Vicente cotidianista. Y me explico por qué: tanto en el libro ahora comentado como en Desorganización todos los personajes de sus relatos, con frecuencia uno solo que encarna el rol de un protagonista dialogante, a quien, si alguien responde, no nos es dado escuchar, van a situarse en el confín próximo de -181- aquello que está sucediendo o acaba de suceder, y sobre todo van a narrar su existencia en el marco de lo cotidiano, de lo que acontece todos los días, de lo que podríamos llamar vulgar. Esta narración contiene una inquietante visión de la sociedad que rodea al hablador y supone una especie de queja, incluso disfrazada de falsas modestias, de las dificultades de toda índole que entraña el vivir diario en medio de un universo de sociedades, amarguras, trampas, celos, odios e incertidumbres de la más variada calidad y cantidad. Pero es que, además, el conflicto no está en los personajes o en los que relatan, siempre desde una óptica harto particular, sino en la misma sociedad que da lugar a su situación, que estimula su resentimiento más o menos habitual, cotidiano». (Diario Informaciones, 7-IV-1977). De «SIN LEVANTAR CABEZA» CONCHA CASTROVIEJO Historia de unas vidas «... Este nuevo libro de Zamora Vicente viene a afirmar su personalidad narrativa, un concepto del cuento como ficción literaria y como medida de exploración humana y social y también lingüística. La curiosidad por el lenguaje vivo es patente en el autor aquí y en toda su narrativa... No se trata de recoger modismos ni de recrear un determinado lenguaje,

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sino de llegar a la expresión espontánea de la gente no letrada, ausente de toda preocupación de rigor y justeza de la palabra, de abrir su chorro comunicativo. El interés por el fenómeno de la lengua en la calle es característica de la narrativa de Zamora Vicente. ... Los tipos, pobres tipos cargados de humanidad, que los protagonizan, al descubrir sus conflictos vienen a trazar un panorama social, a proporcionarnos una visión del mundo en que viven, del mundo que los condiciona o los anula, de las circunstancias que pesaron sobre sus vidas. El autor deja hablar a sus personajes; parece, cuando mucho, permitirse propiciar sus confidencias y sus quejas desde un supuesto diálogo que pondrá en marcha el monólogo en el que se vuelca la triste historia que cada cual lleva dentro, la historia de los seres humildes que vivieron tiempos de violencia y de miseria... Los relatos forman un conjunto dentro de su variedad: distintos tipos cuentan distintas cosas y hay algo que los unifica en el patetismo que trasciende de su -183- vulgaridad, vulgaridad en su exacto sentido de algo común y corriente; la propia desgracia se reviste de este carácter sin llegar a tragedia, como si voluntariamente el protagonista quisiera despojarla de grandeza. Zamora Vicente busca la realidad por su propio camino, la trasciende también y logra en sus tipos y situaciones una literatura testimonial». (En Hoja del Lunes, de Madrid, 31-VII-1978). ANTONIO ZOIDO Relatos literarios de Alonso Zamora Vicente «La amenidad y galanura de los breves relatos de Sin levantar cabeza son exponentes de una capacidad imaginativa realmente poco frecuente, por la singularidad con que el autor sabe zurcir y adobar la realidad -una realidad viva y dolorosa- con la fantasía que retiene al lector en el espacio encantado de lo singular o inesperado. Pero al par subyuga en estos relatos palpitantes -doblados como mieses en sazón al viento inevitable del peso de una época de adverso signo- la corporeidad, el relieve y el color con que temas de suyo sencillos pueden ser asumidos cuando se visten y enjoyan con un lenguaje coloquial y lleno de gracia... En esa mezcla de realismo y mago ensueño de la buena literatura que ofrece su cauce a caballo entre la avidez del experimento y la lúdica complacencia estética, Sin levantar cabeza viene a resultar un caso distinto y sugestivo... A Zamora Vicente no sólo “no se le caen los anillos” al acometer narraciones creativas como las de Sin levantar cabeza, sino que al pergeñarlas -su pluma valiosísima en léxicos saberes- está marcando un rumbo espléndido a la vocación de literato activo, en la que nos agradaría a muchos -para nuestro regalo- una simultánea insistencia». (En el diario Hoy, Badajoz, 5-IX-1978).

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C. J. CELA «Alonso Zamora Vicente, en su literatura, doma la lengua -y hasta domeña sus inclinaciones insurrectas- y nos ofrece un paisaje de equilibradas proporciones y horizontes abiertos más allá del balcón de la página. Quizá ahí estribe su eficacia, que es la primera condición a exigir. Sin levantar cabeza es el acta notarial de un tiempo de desgracia habitado por corazones desgraciados. Ni la literatura ni el hombre se hacen de mármol solemne sino de barro humilde, y un botijo de pueblo está más cerca de la vida -y de la literatura- que el más lujoso y pulido panteón, esa orgullosa y huera residencia de la muerte. Nadie olvide que la literatura, aunque narre la muerte, es el habitáculo y la imagen misma de la vida». («Prólogo» a Sin levantar cabeza). De «MESA, SOBREMESA» MANUEL CEREZALES «... Zamora Vicente fustiga duramente costumbres y vicios de la sociedad de nuestro tiempo. So capa de una prosa desenfadada y un talante displicente, en la recámara se aposta -no ciertamente malgrá lui- un moralista implacable. Respecto a la técnica del relato, la fórmula consiste en hacerlo discurrir por dos planos paralelos: uno en forma de diálogo, que corresponde a lo que los personajes hablan, y el otro, en forma de soliloquio -el consabido monólogo interior-, a lo que los personajes piensan. Compagina el desengaño de la exterior experiencia con el examen interior y verdadero. La división ha exigido una especial tipográfica para distinguir los textos, impresos en diferentes tipos de letras y en espacios separados, evitando que se estorben entre sí, aunque tenga que leerse en orden sucesivo, lo que a veces está sucediendo simultáneamente. El lector se adapta pronto a la fórmula y el recurso técnico; lejos de constituir una dificultad, es un acicate de la lectura. En la escritura se refleja también esta dualidad: los soliloquios se desarrollan en largos períodos, dando preferencia entre los signos de puntuación a la coma sobre el punto, empleado rara vez. En la parte descriptiva y en los diálogos sigue la puntuación normal. El argumento del relato se reduce a la descripción de una comida en homenaje a un figurón de la vida política y cultural española, uno de esos trepadores que, a fuerza de -186-

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ambición, tenacidad y carácter acomodaticio, alcanzan puestos y cargos con poder e influencia superiores a sus méritos. ... Sus despiadados retratos son verdaderos y tienen vida. El lenguaje empleado por Zamora Vicente merece consideración aparte. En la transcripción de las formas del habla corriente, el lector menos avisado advertirá que muchas voces y locuciones que figuran, sin desentonar, en la novela no las emplean los hablantes actuales. Reanuda el uso de vocablos y frases, un tiempo vigentes en el repertorio del habla común, que yacían inmovilizados en los diccionarios. Los rehabilita para devolverlos al acervo vivo de la lengua popular, cuidando de que la reincorporación se efectúe con naturalidad, no de modo forzado, sin trabar ni entorpecer el curso de la prosa. A extranjerismo de uso frecuente, como metre, ofís, espich..., les da el espaldarazo representándolos con la grafía correspondiente a la fonética castellana. La transliteración concede carta de naturaleza a vocablos que estaban sólidamente instalados en el lenguaje coloquial... De cualquier modo, son detalles que, pese a su interés, se diluyen en la poderosa corriente narrativa. Porque el libro es una estupenda novela». (Diario ABC, 9-X-1980). CARLOS GALÁN «... Cuando la fiesta termina, tras el inevitable y manido discurso del homenajeado, todos se marchan “con toda su desolación a cuestas... devanando memorias y premuras y proyectos... ya sin frontera en desazón y en sus deseos”. Marchan al encuentro de la vulgaridad de todos los días y todas las horas, más desesperanzados si cabe... Junto a esta visión pesimista del hombre, reflejada con singular maestría, hay que destacar, como aporte narrativo, el manejo que Alonso Zamora hace de la lengua. Ese charloteo inconsistente de estos personajes se refleja con el dominio de los -187- niveles coloquiales de la lengua de todos y de todos los días. Ahí nos encontramos en nuestra propia comunicación, constituyendo este aspecto uno de los valores más sólidos del libro. Porque llegamos a conocer a los personajes no por lo que el autor nos cuenta, sino por lo que ellos mismos dicen en sus diálogos o en sus monólogos». (Diario Alerta, 15-XI-1980). PEDRO J. DE LA PEÑA

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«... Poco es el esfuerzo de la lectura, y sin embargo se adivina largo y costoso el trabajo de la creación. Porque esta novela está basada en la ambición de reflejar lo máximo en lo mínimo: realizar la crítica de un período histórico a través de las fruslerías, nimiedades y frustración vital de un conjunto de personajes que se reúnen con motivo de un banquete... Aquí no hay ninguna simplicidad. Con actitud perfectamente profesional el autor ha desmontado -desde el descarnamiento de la palabra cotidiana- el llamado “lenguaje coloquial”. Y como quien lanza un consomé, esa cervantina palabra que son los “relieves” ha dado, a través de una cultura literaria, un grado de calidad a lo que sería, sin ella, pura expresión del habla de la calle. Lenguaje, pues, “pseudo-coloquial”, pero nunca basado en la mera traslación de lo que el oído recoge en el trasiego de las conversaciones. El montaje de la obra resulta muy complejo. Está montada sobre una antítesis general: diálogo contra monólogo». (En «Las Provincias, 21-V-1980). JOSÉ GARCÍA NIETO «... Alonso Zamora Vicente está dentro de cada uno de estos personajes que componen Mesa, sobremesa, y al mismo -188- tiempo sabe alejarse brillantemente de tanta mezquindad, de tanta pobreza de espíritu, de tanta humana debilidad. El autor no juzga casi nunca. Ese “agresivo lujo burgués del comedor de cinco estrellas” le hiere mucho más allá de su inmediatez. Y de la complejidad de sentimientos, de la disección, casi científica, de estos comensales o de estos servidores surge una delicada conmiseración y hasta una luz velada de ternura que nos hace, a nuestro pesar, comulgar con esta diversidad de personajes. El lector de este libro se verá en cada momento obligado a identificarse, incluso por rechazo, con las figuras que le rodean, y él mismo organizará su monólogo interior. De aquí la moral que se desprende de estas páginas y la catarsis que se nos ofrece. Pocas veces un novelista habrá sido más implacable con estas marionetas que conforma la costumbre. Pocas veces un libro habrá llegado con más inteligente escalpelo a descubrirnos capas sangrantes de la miserable condición humana». (Diario Ya, 5-VIII-1981). ANTONIO ZOIDO

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«... Zamora Vicente, con esta novela refracta, a través de la prodigiosa alquimia de su pluma, el esplendor de un estilo muy próximo y cercano, tomado de sus mismas originarias fuentes, y sitúa de nuevo al idioma español “donde solía”... Viene a poner, en suma, con este libro un hito ejemplar en la fláccida narrativa del momento...». (Diario Hoy, Badajoz, 5-IX-1981). Cronología 1916 1 de febrero, nace en Madrid. 1932 Comienza sus estudios universitarios en la Facultad de Letras de Madrid. 1936 La Guerra Civil interrumpe sus estudios cuando cursaba el examen de licenciatura. 1940 Acaba la licenciatura en Filología Románica. Aprueba las oposiciones a cátedra de instituto. Marcha al Instituto de Mérida. 1942 Se doctora en Filología Románica con la tesis «El habla de Mérida y sus cercanías». 1943 Catedrático en la Universidad de Santiago de Compostela. 1946 Catedrático de la Universidad de Salamanca. — Publica la edición crítica del Poema de Fernán González. 1948 Es nombrado director del Instituto de Filología de la Facultad de Filosofía y Letras de Buenos Aires. 1949 Fray Gabriel Téllez (Tirso de Molina), Por el sótano y el torno, Buenos Aires, Instituto de Filología. — Funda la revista «Filología» del Instituto de Filología de la Facultad de Filosofía y Letras de Buenos Aires. 1950 De Garcilaso a Valle-Inclán, Buenos Aires. 1951 Presencia de los Clásicos, Buenos Aires. 1953 Es nombrado director de la Sección de Filología del Colegio de México. 1955 Primeras hojas, Madrid, «Ínsula». — Las sonatas de Valle-Inclán, Madrid, Gredos. 1957 Smith y Ramírez, S. A., Valencia, Castalia. 1958 Voz de la letra, Buenos Aires, Espasa-Calpe. -190- 1960 Dialectología Española, Madrid, Gredos. 1961 Lope de Vega, «El villano en su rincón», Madrid, Gredos. 1962 Gil Vicente, «Comedia del viudo», Lisboa, Instituto de Alta Cultura. — Camilo José Cela (acercamiento a un escritor), Madrid, Gredos. 1963 Lope de Vega, «Peribáñez y el Comendador de Ocaña. La dama boba», Madrid, Espasa-Calpe, Clásicos Castellanos. 1965 Un balcón a la plaza, Madrid, Alfaguara. 1966 Es elegido académico de la Real Academia Española. — Lengua, literatura, intimidad, Madrid, Taurus. 1967 Lee, 28 de mayo, el discurso de ingreso en la Real Academia Española sobre «Asedio a “Luces de Bohemia”, primer esperpento de Ramón del Valle-Inclán». 1968 Jorge Manrique, «Cancionero», Selección y Prólogo, México. — Catedrático de Filología Románica en la Universidad Complutense de Madrid. 1969 Lope de Vega. Su vida y su obra, Madrid, Gredos.

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— Premio Nacional de Literatura «Miguel de Unamuno» de Ensayo por La realidad esperpéntica. (Aproximación a «Luces de Bohemia»), Madrid, Gredos. 1971 Es nombrado Secretario Perpetuo de la Real Academia Española. 1972 A traque barraque, Madrid, Alfaguara. 1973 La revista «Papeles de Son Armadans», dirigida por Camilo José Cela, le dedica los números CCIX-CCX. 1975 Desorganización, Madrid, Espasa-Calpe. 1976 El mundo puede ser nuestro, Madrid, Ediciones del Centro. 1977 Sin levantar cabeza, Madrid, Novelas y Cuentos, Magisterio Español. 1980 Mesa, sobremesa, Madrid, Novelas y Cuentos, Magisterio Español. — Premio Nacional de Literatura. 1981 Tute de difuntos, Santander, Sur (La isla de los ratones).

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