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AGUA DULCE Paco Armada relatos cortos

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AGUA DULCEPaco Armada

re latos cortos

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AGUA DULCEPaco Armada

Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos porla ley, la reproducción total o parcial de esta obra por cual-quier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecá-nico, el tratamiento informático, la venta, el alquiler ocualquier otra forma de cesión de la obra sin la autoriza-ción previa y por escrito de los titulares del copyright.

© Textos y fotografías: Paco Armada, 2012

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I

Aprovechando el ordenador encendido y conectado a la red, abríla página del SIGPAC para echar una ojeada a los mapas que tantasotras veces tengo visto para planificar alguna de las muchas rutas quellegué a hacer por toda la geografía gallega. Para esta ocasión bus-caba algo relativamente cercano, y tenía claro de que se trataba.

Mi interpretación de las curvas de nivel en los mapas no es algode lo que pueda presumir, pero son una primera ayuda antes de bus-car información por otros medios.

En esta ocasión, enseguida dejé mi huella dactilar marcada en lapantalla del ordenador, señalando un punto que me parecía intere-sante, cerca de Pontevedra. Un pequeño regato en medio de unascurvas de nivel tan próximas entre ellas me hacía pensar que había laposibilidad de que existiese una fervenza –traducción gallega de «unsalto de agua», nombre que utilizaré a partir de ahora–, lo que teníaen mente encontrar desde que comenzé a ver el mapa.

Una vez bien localizado el lugar, por otros derroteros traté de en-contrar fotografías u otro material que me indicasen si era un en-torno que mereciese la pena visitar. Fué una busqueda en vano, loque me hizo pensar que sería un lugar poco relevante, aunque por losalrededores sí había cosas que podían ser interesantes a la hora dehacer alguna fotografía, una de mis aficiones predilectas; así quequedó decidido aunque con algunas dudas, en la primera oportuni-dad, emprendo la ruta.

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doles por los lugares de las proximidades que mereciesen un alto parahacer alguna fotografía, y aprovechar para preguntar si conocían ellugar al que me dirigía, aunque sin poder dar nombres, y calculandoque todavía faltaban unos cuarenta kilómetros.

—Ríos por aquí pasan unos cuantos –me dijo uno de ellos– perohay que conocer un poco para encontrar los lugares más bonitos,que quedan algo separados de la carretera.

—Bueno, algo encontraré –le contesté convencido que así sería.

A los pocos kilómetros llegué a Santa Eufemia, la última aldeapor la que tendría que pasar según los datos que tomé en el mapa delSIGPAC, antes de salir de casa.

Alrededor de un precioso cruceiro se encontraba un grupo de ju-bilados sentados –lo digo con ese término porque no creo que nin-guno bajase de los setenta años, aunque en estos lugares ese nombrees un mero nombre administrativo, ya que los puedes ver trabajandoen el campo con la misma o mayor agilidad que muchos jóvenes–,como si fuese la Plaza Mayor de algunos pueblos.

Al parar la moto, dejaron sus conversaciones y me radiografiaronsin decir una sola palabra entre ellos. Intuía que se preguntabanquien sería ese y que hace por aquí.

Bajé de la moto y me acerqué a ellos. Después de un efusivo sa-ludo, al que me contestaron de la misma forma, les pregunté si co-nocían en las cercanías algún establecimiento donde pasar la noche.

Esta gente no está muy acostumbrada a que ningún foráneo sedetenga a conversar con ellos, y sé que les agrada, por lo que quedéallí un rato contándoles el motivo del por qué me encontraba por allí.Seguro que les gusta que la gente visite esos lugares, aunque ellos no

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Los preparativos para salir de ruta viajando en una Kawasaki KLEno requieren mucho tiempo. No hay espacio para llevar muchascosas... una muda de ropa, una botella de líquido y la inseparablecámara de fotos. Mi indumentria, la normal de motero, consiste encazadora y pantalón de cordura, botas y guantes; del casco está demás hablar.

Siempre que salgo hacia Pontevedra, mi primera parada es el areade servicio de Rande, para tomar un simple café. En esta paradasiempre me dió la sensación de estar comenzando un largo viaje.

Después de dejar la autopista y las carreteras principales, escuando realmente comienzo a disfrutar de mis viajes. Lo sinuoso delas carreteras secundarias hacen más amena la ruta.

En esta ocasión, el clima está ayudando con un estupendo díaprimaveral que hace que no me preocupe mucho del acelerador parair disfrutando del entorno, cubierto de unos bonitos tonos verdesdel que sobresalen algunas especies que están en plena floración ydan un aspecto multicolor al paisaje.

Ya llevo unas cuantas paradas para hacer algunas fotografías. Esesi es uno de los pocos inconvenientes de la moto, el no poder llevartodo a mano para parar, fotografiar y continuar la ruta... quita casco,quita guantes, coge cámara, dispara y comienza el proceso inverso; yclaro, aprovechar en muchas ocasiones para fumar el cigarrillo.

El horario ya no es el adecuado para una nueva parada, en estaocasión para almorzar. Mi descontrol a la hora de las comidas no esalgo inusual. Decidí parar en un bar de uno de los pueblos por losque pasaba y tomé un café mientras comenzaba a entablar conver-sación con los paisanos que se encontraban en el local, preguntán-

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Lo que se distingue como la entrada principal del edificio debióser en su momento la entrada de las cuadras, y unas escaleras exte-riores de piedra que su momento darían acceso a la entrada de la vi-vienda, acababan ahora en una bonita terraza dispuesta con tresmesas, presumiblemente del nuevo restaurante. Una terraza que su-pongo será el primer lugar que ocupen los clientes, si el tiempo lopermite, a pesar de estar cubierto, para disfrutar de un buen al-muerzo o cena.

Por todo el entorno del edificio estaba descubriendo pequeñosrincones, cada cual más acogedor.

En uno de los laterales de la planta baja, que en principio no estáa la vista, por su disposición di por hecho que se trataba de las habi-taciones, cada una con una fuerte puerta de madera noble y una ven-tana bajo la que hay, en cada una, un rústico sillón de madera de dosplazas. Por lo que descubriría más tarde, las habitaciones eran am-plias, con una cama grande, un secreter rústico con su silla y un có-modo sillón: el armario era un mueble fuerte de madera de castaño.El amplio baño disponía de una gran bañera que destacaba entre elresto del típico mobiliario de cualquier baño.

Las vistas desde este lugar son amplias, con un típico paisaje rural,perfecto para unos momentos de relajación antes de acabar el día enla habitación, porque la finca del complejo no daba lugar a que cons-truyesen muy próximo. Todo sembrado de un cuidado cesped, conuna pequeña piscina en uno de los extremos, con sus tumbonas ysombrillas para disfrute de los clientes.

Mientras esperaba que apareciese alguien por aquel desérticolugar, escogí uno de aquellos acogedores rincones que había vistocon anterioridad, y aguardé acompañado de un libro.

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le den el mérito que le damos los visitantes. Es una cuestión de ru-tina y la costumbre de verlos. Nos pasa a todos.

—Allí arriba –me comenzó a decir uno de ellos, indicando conel dedo hacia una casa que se apreciaba en lo alto de una loma– estánpreparando una casa de turismo rural, pero no sé si ya está funcio-nando.

—Bueno, me acercaré a preguntar, que no queda tan lejos.—Para llegar, siga recto por toda esta calle y lo lleva directamente.La despedida, por mi parte, fué un simple «muchas gracias» y un

elocuente «hasta luego» de todos los allí reunidos, como si lo tuvie-sen ensayado, y salí de allí con la sensación de que a mis espaldastodas las miradas se dirigían hacia mi hasta que me perdieron de vistaen la primera curva. Me quedó la pena de no haber fotografiadoaquel precioso cruceiro, pero seguramente volvería a pasar por el sinque hubiese una reunión tan concurrida como la de ahora.

Dejé la moto en una pequeña explanada de tierra, a modo deaparcamiento, a un costado de la entrada de A Casa das Pedras (LaCasa de las Piedras), según indicaba un bonito cartel tallado en ma-dera y sujeto por unos postes de piedra.

Un pequeño letrero en una de las columnas que sujetaban el car-tel, indicaba los horarios del restaurante. Todavía faltaba hora ymedia para la apertura.

Entré en el recinto del complejo y advertí que allí no había nadie.Se trata de la típica casa labriega antigua, compuesta por varias cons-trucciones, todas rehabilitadas, al menos por su parte exterior, conmuy buen gusto. No cabe duda que las obras fueron dirigidas por al-guien que conoce muy bien como eran antiguamente esas casas.

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ponsable del restaurante, me das tiempo por si podemos acondicio-narte una habitación para esta noche.

—Con una cama, un jabón y una toalla de baño –le dije– medoy por satisfecho.

—Tampoco tenemos nada que ofrecerte de desayuno, pero yabuscaré la forma de prepararte algo.

De pronto se escuchó una voz femenina con un tono muy can-tarín —¡Holaaaaa! Perdón, creí que estabas solo –le dijo a mi anfi-trión.

—Esta es mi hermana Elena y, por cierto, mi nombre es Marcos.—Me alegro de conoceros. Yo me llamo Paco –respondí a la pre-

sentación.A el le dí un apretón de manos y a ella un beso en cada mejilla.

Elena era una mujer jóven, aunque algo mayor que su hermano,más alta y con una figura muy bien esculpida, por lo que se intuía através de la ajustada ropa que llevaba; tenía el cabello oscuro algo ri-zado hasta la altura de los hombros y un semblante moreno, en con-traste con sus ojos claros; los dos pronunciados hoyuelos en susmejillas me parecieron de una mujer simpática y estrovertida. Sulargo cuello le daba un aire de elegancia. Tuve que esforzarme bas-tante para tratar de disimular la radiografía que estaba haciendo deun cuerpo tan sensual y atractivo.

Marcos le contó mi situación a su hermana y lo que podríanhacer. Ella asintió con la cabeza.

—Pues no quiero distraeros –dije dirigiéndome a los dos–. Voso-tros hacer lo que tengais que hacer y yo me quedaré aquí leyendo unpoco, esperando que me aviseis. No tengo prisa para nada.

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En menos de quince minutos escuché el ruído de un coche, pro-cedente de donde había dejado la moto.

Al entrar, se dirigió hacia mi un joven moreno, de unos treinta ycinco años, no muy alto pero si corpulento. Di por hecho que era eldueño de la casa.

—Hola –me dijo con voz muy coloquial–, ¿buscas algo?—Hola. Perdona que entrase sin permiso, viendo que no había

nadie –fué lo primero que dije–. Quería una habitación para estanoche y me hablaron ahí al lado, en el pueblo, de este lugar. Tambiénquería algo de cenar, aunque ya me fijé en el letrero con el horariodel restaurante y veo que todavía es temprano.

—Para cenar no hay ningún problema. Ya hace una temporadaque estamos trabajando, y en esta época del año abrimos solo losfines de semana, incluyendo los viernes como hoy. Pero el tema delas habitaciones –me contaba con un tono de cierta preocupación–todavía no lo tenemos inaugurado. Solamente hay una habitaciónocupada y es por unos amigos que vinieron a pasar unos días de va-caciones y de paso nos echan una mano a la hora de la rehabilitaciónque estamos realizando, porque todo lo que ves lo estamos haciendocon nuestras propias manos. Cuando llegamos aquí esto era unaruína que nos dejaron de herencia familiar.

—Pues por lo que vi por fuera, tengo que felicitaros, porque meparece un lugar sumamente llamativo y relajante.

De todos modos, se me echó el mundo encima, viendo la horaque era y tener que pensar en buscar alojamiento en una zona tanapartada como aquella. ¿Y ahora que hago? –pensé.

Se quedó un poco pensativo y al rato me dijo... —bueno, si vasa quedarte a cenar, ahora cuando llegue mi hermana, que es la res-

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De vez en cuando se acercaba preguntándome que tal iba todo,y a punto estuve de contestarle que los mejores momentos erancuando llegaba ella. Me alegro de no haberlo dicho, porque me pa-reció un piropo ordinario.

Después de la cena me invitó a que los acompañase al interiordel restaurante. Ya habían marchado todos los clientes y sólo quedabaMarcos con los amigos que pasarían allí la noche y algún empleadode la cocina. Fué una reunión muy coloquial, y un momento queMarcos aprovechó para enseñarme el interior del local.

Entre otras cosas me explicó el nombre del establecimiento, elpor qué de A Casa das Pedras. En la entrada, donde hay una barra quedá acceso al restaurante, una parte importante del piso es una granpiedra de granito irregular, imposible para poner algunas mesas yunas sillas. Otra gran piedra, de las mismas características, confor-maba una de las paredes del restaurante. Realmente quedaba bonitoen los dos casos. Tal y como imaginaba cuando llegué y vi el exterior,el interior parecía un verdadero museo, con sus piezas de labranza an-tiguas distribuídas de forma muy meditada para conseguir un am-biente insultantemente acogedor y rústico.

Salimos fuera y me llevó a otra de las construcciones, lo que habíaimaginado como la antigua bodega, y no me equivoqué. Me dejótotalmente sorprendido, lo más bonito y espectacular de todo elcomplejo. Los útiles tradicionales de una vieja bodega estaban ma-gistralmente combinados con elementos modernistas. Un lugardigno de aparecer en las publicaciones sobre interiorismo más pres-tigiosas. Me contaba Marcos que ese lugar lo tenía reservado paragente y acontecimientos especiales.

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Todavía era temprano pero ya empezaba a oscurecer un pococuando se me acercó Elena con la carta del restaurante y preguntán-dome si quería cenar dentro o prefería el lugar donde estaba.

—Este me parece un lugar magnífico –advertí–, si no es incó-modo para vosotros el atenderme aquí.

—En absoluto; además es mi rincón favorito, donde vengo siem-pre que tengo un momento libre.

—Sabía yo que tenía buen gusto –dije con ironía.Se alejó y regresó enseguida con la carta, pero con las dudas que

tenía, conseguí convencerla para que escogiera ella el menú.

No sé cómo ni por qué, pero de repente me di cuenta que está-bamos los dos allí hablando de forma distendida y entretenida, con-tándonos un poco el uno al otro las cosas a las que nos dedicábamos.Parecíamos un par de amigos que llevábamos ya algún tiempo quenos conocíamos.

En un momento determinado, se levantó y me dijo —voy a vercomo va tu cena, que estarás pasando hambre por mi culpa.

No me importaría quedar sin cenar –pensé– por continuar coneste ambiente tan agradable que estaba disfrutando con ella.

El menú que escogió para mi no podía estar más exquisito, aun-que demasiado abundante para lo que estoy acostumbrado a cenar,aunque también es cierto que este día no había almorzado nada.

De primer plato, un delicioso revuelto con erizos de mar, y desegundo un rape con una salsa parecida a la bechamel. Un menúmuy curioso para encontrarme en una zona rural del interior, peroseguramente que elegido así por Elena a propósito, sabiendo que erade zona costera.

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Disfruté de un desayuno que no desmerecía de los mejores buf-fetes de cualquier hotel, que no se limitó al aspecto culinario, ya quetuvo la delicadeza de incluir el periódico.

Me despedí de Marcos, recogí mis trastos en la Kawasaki y medispuse a emprender la marcha. Ya con la moto encendida, ví haciatodas partes por si todavía podía ver a Elena por allí, pero fué envano.

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Llegada la hora, me despedí de todos para irme a mi habitación.Estaba una noche clara pero fresca, por lo que cogí de la habitaciónuna manta que me dejaron de repuesto y, envuelto en ella, me fuí alsofa de la entrada.

Pasado un tiempo prudencial, dí por hecho que ya todo el mundose había ido a dormir, cuando a través de una zona de cierta oscuri-dad vi una silueta que no podía olvidar.

—¡Qué abrigadito estás ahí –me dijo Elena.A pesar de mi timidez, sin decir nada, hice un gesto que nunca

pensé que haría... extendí el brazo con la manta agarrada, dando aentender que había sitio para uno más. Sin mediar palabra, se sentóa mi lado y pasé mi brazo sobre sus hombros, formando un todo conla manta.

Hubo de todo... alguna que otra palabra, momentos de silencio,y finalmente unas cómplices caricias y besos que continuaron den-tro de la habitación.

Por la mañana me despertó un pequeño tirón en la barba. Allíestaba ella, terminando de vestirse y con una sonrisa pícara que mos-traban los hoyuelos de su rostro.

—Más tarde seguramente aparecerá mi hermano con algo queofrecerte para desayunar. Yo tengo que irme a casa.

Viendo hacia atrás, sin apartar su mirada de la mía, caminó len-tamente hacia la puerta. Se detuvo allí un instante y observé como, sinperder la sonrisa, sus ojos brillaban de forma diferente y no tuvo fuer-zas para reprimir que una lágrima callese por su cara. Estuve a puntode levantarme e ir hacia ella, pero enseguida desapareció tras la puerta.

Antes de darme una ducha, quedé allí un rato en la cama, con lamirada perdida y pensando, ¿volveré algún día?

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II

El clima fue mi aliado otra vez en el día de hoy, con una tempe-ratura de lo más agradable, pensando en el calor que desprende la ca-zadora de cordura que llevo siempre para viajar en moto.

Tal y como había pensado, hice mi primera parada a los pocosmetros, junto al cruceiro donde ayer me encontrara con el grupo dejubilados. Hoy estaba solitario y pude hacer unos cuantos disparoscon mi cámara.

En un par de ocasiones tuve que preguntar por las carreteras quedebía seguir, y la indicación más clara me la dió una mujer que es-taba trabajando en el campo.

—El único lugar que se puede parecer a lo que usted dice debeser detrás de la capilla de San Cosme –aunque lo dijo sin muchoconvencimiento, lo que me hacía pensar que no descubriría ningúnparaje espectacular–. Tiene que coger la carretera que baja ahí de-lante y pronto encontrará la capilla. Allí tiene que buscar el río.

Continué mi camino, atento a ver la capilla, pero ya llevaba unoscuantos quilómetros y no veía nada. O la capilla no estaba tan pró-xima a la carretera o transité junto a ella y me pasó desapercibida enun momento en que iba más atento a la conducción, porque meencontraba en una zona de bastantes curvas.

Retrocedí, pensando que tal vez la carretera que me indicaraaquella mujer, era otra.

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grupo de gente bulliciosa, como me tiene ocurrido en lugares simi-lares.

La vegetación de todo el entorno es el clásico de un lugar comoeste, con unos helechos matizados en un verde intenso, signo de fres-cura, y alguna que otra especie de las que desconozco sus nombres.Los árboles se distribuían entre algunos robles y abedules.

Las fervenzas tenían dos características que las diferenciaban. Enuna de ellas el agua caía tropezando sobre las piedras de la pared ydesplazando el agua al medio de la poza, mientras que en la otra,algo más grande, el agua caía dejando un pequeño espacio desde lapared, aunque no vi la forma de pasar a través de ese hueco, algo quese me antojaba un placer.

Desde que llegué, el tiempo se había detenido. No puede ser queen un rincón tan reducido pudiese haber tanta belleza.

Menos mal que habia desayunado bien y abundante, porqueabandonar ahora este lugar para irme a almorzar hubiese sido un cri-men. Tenía que seguir disfrutándolo.

Me acerqué un momento hasta la moto a buscar la botella deagua que tenía en la maleta. Al regresar, unos metros antes de llegara la poza, quedé petrificado, inmovil. Lo que estaba viendo no podíaser real y no estaba soñando, o al menos me negaba a que así fuese,y no era un espejismo.

Jugueteando en medio de la pequeña poza con el agua que caíade la fervenza, una muchacha estaba nadando y se la veía disfrutar delagua.

Allí, paralizado, oculto por algo de la exhuberante vegetación, nosabía que hacer. No sé el tiempo que estuve observándola, pero no

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Yendo de camino de vuelta, me fijé en una pequeña caseta alborde de la carretera. —No puede ser esa la capilla –pensé–, ahí ma-lamente entra el cura. De todos modos aparqué la moto.

Excepto la parte que daba a la carretera, el resto estaba cubiertopor una espesa vegetación, y no podía reconocer camino alguno.Traté de afinar el oído por si escuchaba el sonido del agua, pero loque se sentía parecían más bien las ramas de os árboles al mecerse conel viento.

En un momento tuve la intuición de que un diminuto sendero,cubierto de hierba –señal de que hacía tiempo que nadie transitabapor allí– se presentaba ante mi.

A los pocos metros, el espacio comenzó a ser un poco más amplioy ahora sí tenía la sensación de estar escuchando el sonido del agua.

No podía creerme lo que estaba viendo. Me quedé sentado unbuen rato en el tronco de un arbol caído, admirando aquel paisajeque parecía recién sacado de un cuento, antes de ponerme a exami-nar un poco todo que allí había.

El agua de sus dos fervenzas, de una altura considerable, caía confuerza en una pequeña poza, que a diferencia de otras que tengovisto, su agua era oscura y no se podía apreciar el fondo.

Como si perteneciese a otro río diferente, frente a las fervenzas,el agua bajaba zizagueando por una zona con escaso desnivel, rom-piendo entre las piedras de su poco profundo cauce.

El lugar era una pequeña y profunda fraga con muy poco espa-cio para moverse por ella, lo que me hizo pensar que no era un lugarideal para una familia que pensara pasar un día de pic-nic. Segura-mente ese era el motivo de que no fuese muy conocido. Me alegré deello, porque lo que menos me agradaría allí sería encontrarme con un

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—Mi nombre es Paco –me presenté, dándome cuenta de la formaordinaria y tonta de la presentación–, ¿y tu como te llamas?

Extendió los brazos con las palmas de las manos hacia arriba e in-clinó hacia un lado la cabeza, como indicando que no sabía de quele hablaba o tral vez tratando de hacerme saber que no me importaba.

—Pues te llamaré Nefrey, el nombre de una diosa del agua, segúnleí hace poco en un libro.

—Me gusta Nefrey –me dijo– pero no soy ninguna diosa. –Nolo dijo como si pensase que me estaba burlando, sino con cierto tonode humildad.

Poco a poco fue abandonando su timidez y comenzó a nadarhacia mi, al tiempo que iba transformando su gesto desconfiado poruna leve sonrisa.

Su forma de hablar y sus gestos me hicieron ver que no se tratabade la típica mujer a la que se le sube a la cabeza su hermosura y secomporta de forma altruista. Todo lo contrario, veía en ella unamujer discreta, accesible y modesta.

Así como iba acercándose, su rostro me parecía cada vez más her-moso. Con la oscuridad del agua no podía intuír el resto de sucuerpo, pero en un momento dejó al aire sus hombros, algo que meparece de las partes más sensuales de una mujer, y los suyos erancomo los que había soñado en muchas ocasiones.

Sin salir del agua, se acomodó junto a mi dejando sus senos tam-bién a la vista. Unos senos con proporciones perfectas y firmes, po-siblemente por la temperatura del agua.

Mi corazón latía con tal intensidad que creo que se podía escu-charse en el ambiente, a pesar del ruído estridente producido por elagua de las fervenzas.

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quería que ella me viese en aquella situación, ocultándome, como sifuese el típico despreciable «mirón» contemplando a una bella mujer.

Decidí continuar hacia adelante, disimulando como si no hu-biese visto a nadie. En el momento en que advirtió mi presencia, seprecipitó a esconderse detrás de la fervenza.

Me senté disimulando que estaba leyendo un libro, pero no de-jaba de mirar de reojo hacia el lugar por donde había desaparecido.

No sé el tiempo que transcurrió, pero estaba extrañado deltiempo que aguantaba en aquellas gélidas aguas, o tal vez por detrásde aquella fervenza había alguna especie de tunel por el que había lle-gado, ya que desde donde yo había dejado la moto no veía posibleotro camino de acceso.

Después de un tiempo, que a mi me pareció eterno, vi como aso-maba timidamente la cabeza por uno de los costados de la fervenza.

Hubo un prolongado cruce de miradas que aproveché para exa-minar cada milímetro de su rostro. La piel oscura de su cara tenía unbrillo especial que le daba el agua; sus enormes ojos también oscu-ros me traspasaban el alma y su cabello, que suponía rizado, se ex-tendía formando un círculo por la superficie del agua con unmovimiento rítmico producido por las ondas que formaba la fer-venza.

—¡Hola! –fue un simple y tímido saludo que se me ocurrió porromper aquel silencio.

Ella me contestó con otro—¡Hola! –similar al mío, también muytímido.

A pesar de esa simple palabra, su voz me dejó bastante perplejo.No tenía acento extranjero, pero noté como si fuese de alguien queestá comenzando a conocer el idioma.

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que quedé con cierta incertidumbre. Se dirigió a la parte del ríodonde el agua, frente a las fervenzas, bajaba entre las piedras.

Mi asombro superó todas las espectativas. Cuando llegó a eselugar, dió una especie de fuerte aleteo y fue cuando, por primera vez,vi todo su cuerpo. Hasta la cintura era el escultural cuerpo de lamujer que había visto, pero de cintura hacia abajo era el cuerpo deuna nutria. ¿Acababa de estar con una sirena? En ese caso, ¿una si-rena especial, una sirena de agua dulce?

Desde siempre, los cuentos de sirenas los podemos leer conti-nuamente, con todo tipo de interpretaciones, pero esto que estaba vi-viendo era otra historia, esto era real. Acababa de vivirlo y no podíacreérmelo, ¿o es qué hasta tal punto pudo llegar mi imaginación?¿era ya hora de despertar de algún sueño? ¿puede ser que lo que ví selimitase a un efecto óptico que mi mente interpretó de forma ex-traña? A mi cabeza llegaron infinidad de preguntas y de repente meentró una ansiedad increíble, pensando en las últimas palabrascuando le pregunté si volvería a verla al día siguiente. En caso afir-mativo, ¿cómo reacionaría? Son tantas las cosas que me gustaría saberque me asustaba tanto su reación como la mía.

Con ese asombro y la mente en blanco, me costó abandonar ellugar pero ya comenzaba a oscurecer, y me quedé con la idea de quemañana regresaría y podría volver a verla.

En todo el viaje de regreso a casa no podía pensar en otra cosa, yya en ella apenas pude conciliar el sueño. Aunque la sensación era ex-trañísima, me consideré el hombre más afortunado de la Tierra.

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No me atreví a pedirle que saliese del agua para sentarse junto ami, en el tronco tumbado donde estaba, aunque tampoco ella diómuestras de querer hacerlo. Tal vez no tenía intención de mostrartodo su cuerpo, ni yo me veía tan desesperado por verlo, aunquetengo que reconocer que me gustaría. Lo que sí seguía era descon-certado pensando en como podía aguantar tanto tiempo sumergidaen aquel agua de tan baja temperatura.

Apenas hablábamos, casi todo se limitaba a una conversación conla mirada, y las pocas palabras que intercambiamos trataban sobre lu-gares tan mágicos como el que estábamos en ese momento. Me llamóla atención lo familiarizada que parecía sentirse con ellos, y la satis-fación con que nombraba algunos, aunque también noté tristeza ensu rostro al hablar de otros, algunos que yo conocía y me parecíanmaravillosos, aunque manipulados por la mano del hombre. Respetésu pensamiento y no quise preguntarle por los motivos, aunque ima-giné que sería la consecuencia de esa manipulación; el simple hechode notar tristeza en su rostro me pareció suficiente para no urgar ensu sentimiento. Estaba resultando todo muy bonito como para es-tropearlo.

El sol comenzó a teñir los preciosos colores del entorno en otrosmás grises y apagados, cuando me dijo que ya era hora de abandonarel lugar. La despedida fue una profunda mirada, mientras aprovechépara decirle —Quería hacer algunas fotografías, pero ya no hay la luzadecuada. Regresaré mañana, y me gustaría volver a estar contigo.

Me contestó con una deliciosa sonrisa que interpreté como unsí, lo que me llenó de placer, aunque también tengo que reconocer

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III

Este día me levanté temprano, sin apenas haber dormido. Me díuna buena ducha para terminar de despejarme, aunque con todo loque tenía en la cabeza, ya estaba bastante despejado.

Cogí los trastos del día anterior y salí en busca de la moto. En estaocasión no fuí al área de servicio de la autopista. Paré en la cafeteríade un amigo para tomarme el típico café con leche y un croissant.

No me atreví a contar nada de lo que me había sucedido el día an-terior, no solo por el convencimiento de que no me creerían, sino quequería guardármelo todo para mi.

Todavía era temprano pero tenía prisa por reanudar la marcha yllegar cuanto antes a la fervenza. ¿Estaría allí mi diosa Nefrey?

Durante todo el camino tuve un intercambio de sensaciones, ilu-siones y desánimos pensando en si la vería. ¿Sentiría ella esas mis-mas sensaciones que yo? Lo que tenía claro es que ella era conscientede que conocía su secreto... o no tan secreto, porque nunca dió mues-tras de querer ocultarme nada.

Hice todo el viaje de un tirón, a excepción de una pequeña pa-rada para repostar gasolina.

Al llegar junto a la ermita de San Cosme, aparqué la moto a lasombra y recogí todos los intrumentos fotográficos. En ese momentome dí cuenta que el día anterior no había hecho ni una sola foto-grafía de las fervenzas.

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Mi mano quedó paralizada a mitad de camino, pero no pude con-tenerme y, mientras nos mirábamos fijamente el uno al otro, apartéel cabello que tapaba parte de su rostro. Su respuesta fue una suavesonrisa.

Estábamos tan cerca el uno del otro que sentí unas ganas irrefle-mables de besarla en los labios. Ella lo notó y me frenó pasando susdedos por mis labios con tal dulzura que me dejó todo el cuerpo in-movilizado.

Fueron unos momentos de tensión pasional tan intensos, porparte de ambos, que en otras circunstancias hubiese desencadenadoen la fusión de nuestros cuerpos. Era tal esa tensión que algo habíaque hacer para relajarnos antes de que nuestros cuerpos estallasen.

A modo de juego, puse mi mano sobre su cabeza y la sumergí enel agua. Al salir a la superficie, con una sonrisa cómplice, rodeó micuello con sus brazos y me besó en los labios.

—Esto es una locura, una agradable y deliciosa locura –me dijo–.Ya viste ayer , cuando nos despedimos, lo diferente que somos.

Asentí con la cabeza, acariciando su rostro y apartando las gotasde agua que había por su cara.

Cuando había llegado, a primera hora, me había quitado el pan-talón de cordura que uso para ir en la moto y quedé con unas ber-mudas para estar más fresco y al menos poder meter las piernas enel agua.

No sé sobre que se apoyó, pero quedó a mi altura, me quitó la ca-miseta y me abrazó rozando sus senos contra mi y pegando su caracontra la mía. Fue un momento que no puedo medir en el tiempo,pero podría quedarme así, acariciando su suave y húmeda espalda

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Agua dulce

Me encontraba al borde del agua y tuve una increíble sensaciónde soledad. Tal vez todavía era temprano, pero la idea de que Nefreyno apareciese recorrió mi cerebro. Me pasé un largo rato viendo parael agua, con los ojos enrojecidos y aguantando que me saltase algunalágrima.

Con algo de desesperación y tristeza comenzé a gritar —¡Hola!,¡hola!, ¡Nefrey! ¿estás por aquí? La única respuesta que tenía era elagua rompiendo contra la poza.

Sin mucho convencimiento me puse a hacer algunas fotografías,aunque no sé si por mi estado de ánimo, pero ninguna me parecíabuena, aunque también es cierto que el escaso espacio que había nopermitía buenos ángulos.

Recogí la cámara en su bolsa y el trípode en su funda y me quedéallí sentado, pensativo, en el mismo tronco caído donde estuvieraayer. Creo que me puse a soñar despierto.

—Hola –me pareció escuchar vagamente, sin distinguir de dondeprocedía aquella voz.

—Hola Paco –volví a escuchar nuevamente sin saber otra vez laprocedencia, aunque en eta ocasión si distinguí que era la voz de Ne-frey.

En ese momento, la sensación de todo mi cuerpo cambió radi-calmente. Me dí cuenta que estaba jugando conmigo a «las escondi-das», saludándome cada vez desde un lugar diferente.

Me impacientaba y empezaba a tener ganas de volver a ver su ros-tro, cuando de repente surgió del agua justo al lado de donde me en-contraba sentado.

Mi primera intención fue acercar mi mano para acariciar su ca-bello, pero hizo un gesto, con cara de asombro, de querer apartarse.

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—Es una historia larga, entre el mundo de tu especie y el mío. Noquiero culparte de nada, pero los humanos estais consiguiendo nues-tra completa extinción.

La historia que comenzó a contarme me pareció de lo más real,y sí me hacía tener la sensación de cierta culpabilidad.

Como si del mismísimo muro de Berlín se tratase, la construcciónde innumerables embalses dividió en grupos más pequeños de lo queya eran sus individuos, al margen de limitar el acceso a a zonas dondese abastecían de alimentos, lo que produjo la aniquilación de muchosde ellos. La contaminación de muchos ríos, sencillamente los ase-sinó descaradamente. La desecación de muchos cauces los hizo des-aparecer por deshidratación, y así cantidad de motivos que loshumanos pudimos y podemos evitar.

Me contaba Nefrey que lleva muchos años tratando de sobrevi-vir en unas condiciones de extrema dureza, en soledad, y vigilandoa escondidas los pocos entornos habitables que quedan para su es-pecie, por lo que conoce bien los hábitos humanos, de los que des-taca la falta total de sensibilidad a la hora de conservarlos.

No quería ser egoísta ni hacerle pensar en desinterés por mi parte,pero le hablé sobre esa transformación que me mencionó.

—Memuero de ganas por hacer el amor contigo –le dije viéndolafijamente a los ojos–, pero no soportaría que te ocurriese algo por nopoder disponer de esa opción para escapar de alguna situación deemergencia.

Me acarició la cara y me dió a entender con su sonrisa que ellatambién lo deseaba.

La abrazé con fuerza, como queriendo disculparme por todo elmal que le estábamos haciendo, pero quiso hacer una pausa de estar

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todo el tiempo del mundo. El contacto de sus senos me producíauna excitación tal que inevitablemente hacía que ella tuviese quenotar la erección a la que estaba sometido.

Estábamos los dos en un estado de éxtasis tan profundo que noexistía nada más que nosotros dos a nuestro alrededor. A pesar detodo, en un momento en que me fijé en su mirada, aparte de sentirlo a gusto que estaba, también noté un algo de tristeza en esa mi-rada.

—¿Ocurre algo? –le pregunté con preocupación.—Podría estar así contigo –me contestó– hasta que te aburrieses

de mi.—Estás loca, nadie puede estar en estos momentos tan feliz como

lo estoy yo.Se quedó un rato pensativa y luego me dijo—Hay algo que tengo

que contarte. Existe la posibilidad de convertir mi cuerpo en el deuna mujer de tu especie, aunque sea tan solo durante unas horas.

Me pareció algo totalmente extraordinario, pensando en poderhacer el amor con ella.

—Es algo que solo puedo hacer una vez en mi vida y lo estaba re-servando para una ocasión muy especial, y tu eres especial.

A estas alturas no me parecía que sus palabras pudiesen rubori-zarme, pero noté un ardor en mi cara que me hacía pensar que sí eraposible.

Estábamos los dos con los mismos sentimientos, pero presentíaque algo ocurría con esa transformación de la que me hablaba.

—¿Por qué no lo hiciste hasta ahora? –pregunté con incerti-dumbre–. Cuéntame que te preocupa.

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Veía cada centímetro de su figura y estaba tan fascinado que eraincapaz de moverme, esperando que llegase junto a mi. Me estabadando cuenta de que el cuerpo perfecto de mujer sí existe y estabapracticamente a mi lado. Las curvas de sus caderas y aquellas piernaslargas tan bien esculpidas, con unas rodillas modeladas en armoníacon el resto, sin el mínimo defecto, eran una verdadera provocaciónpara mis sentidos.

El espacio que había junto al tronco del viejo roble caído dondeme sentaba era escaso pero ¿quién necesitaba más? Su cuerpo sobreel mío me dejó prisionero en una carcel de la que no quería escapar.Estaba en una deliciosa celda de castigo.

Acaricié cada milímetro de su cuerpo suave mientras nos besába-mos en la boca en un único beso sin que fuésemos capaces de sepa-rar nuestros labios. Era tal la intensidad del momento que ni siquierase escuchaba el sonido del agua. Los dos sentíamos una excitación tanfuerte que éramos incapaces de controlarla.

Mientras hacíamos el amor, Nefrey mostraba una pasión llena deplacer que también hacía mío, y nuestras miradas se perdían en el es-pacio, mientras nuestros cuerpos se movían al unísono, ritmicamentey nuestra respiración se aceleraba cada vez más con algún que otro ge-mido.

Quedamos extenuados, con los cuerpos sudorosos como si aca-básemos de salir del agua.

No intercambiamos palabra alguna y éramos incapaces de sepa-rarnos ni un solo milímetro el uno del otro. No sé por cuanto tiempoestuvimos así, pero debió ser prolongado aunque no era esa mi sen-sación, hasta que Nefrey se incorporó y, agarrándome de la mano,hizo un ademán de dirigirnos hacia el agua.

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con esos malos tragos y se separó de mi para comenzar a jugar y dis-frutar del momento que llevábamos juntos, chapoteando en el aguahasta dejarme totalmente empapado. La sonrisa volvió a su rostro yyo me limité a disfrutar de su presencia.

Sabía que no era posible, pero tuve tiempo para soñar que enotras circunstancias habría algunas cosas que podríamos hacer jun-tos y me resultarían extraordinarias. Pasear juntos por un parque, co-gidos de la mano; sentarnos en alguna terraza a tomar algo mientrasconversábamos de cualquier tema... entiendo que es egoista por miparte, porque seguramente sus propuestas serían mucho más intere-santes.

Encendí un cigarrillo para relajarme mientras la observaba y en-seguida me dijo —Vés, eso al final acaba también en el río.

—De eso nada, chica lista –le contesté–, y metiendo la mano enel bolsillo saqué un pequeño cenicero. Esto me lo regaló una buenaamiga malagueña.

—¿Chica? –me respondió sonriendo– soy Nefrey, ¿o ya no lo re-cuerdas? aunque no soy ninguna diosa.

—Nefrey, una sirena de agua dulce –le dije.Sonrió con picardía y nuevamente comenzó a chapotear el agua

contra mi.

De pronto, su rostro cambió la sonrisa y se convirtió en un gestoque intuí con rasgos sensuales.

Comenzó a acercarse lentamente hacia mi, saliendo del agua ydejando cada vez más partes de su cuerpo al descubierto. Había de-cidido dar marcha adelante con la transformación y yo no podía ne-garme ni evitarlo.

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Quedé allí inmerso en mi soledad y me encontraba desorientado;casi no podía saber donde estaba, viendo de un lado para otro paratratar de ubicarme.

Aquel lugar y todo lo que allí aconteció quedó grabado en mimente para siempre. Nunca llegué a saber el nombre de aquel parajey continúa siendo un emplazamiento que nunca recomendé a nadiepara visitar; lo quería para mi. Aún sin ella, desde aquellos días ellugar sigue siendo mágico, y cada cosa permanece en su sitio.

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—Voy a morir helado –le dije sorprendido– en este agua tan he-lada.

—Mientras estés en contacto con cualquier parte de mi cuerpo–dijo con todo convencimiento–, no sentirás frío en el agua.

Así ocurrió, aunque no se si era por su indicación o por el estadoen que me encontraba.

Continuamos con nuestros juegos eróticos en el agua, esta vezcon gestos sonrientes y fundiendo nuevamente nuestros cuerpos enuno solo. La sensación era tan excitante que olvidé que estábamos enel agua y la fuerza de la fervenza golpeaba sobre nuestra piel. Loúnico que sentía era que me encontraba nuevamente dentro de ella,que nuevamente éramos uno solo. Apartaba el cabello de su cara y eraincapaz de dejar de besar aquellos labios mojados mientras ella memiraba con pasión.

Pasamos todo ese tiempo sin intercambiar palabra alguna, y laúnica comunicación era la complicidad de miradas y sonrisas... y¡cuánto nos decíamos con aquello!

Llegó un momento en que advertí algo extraño en ella. El aguaque había en su cara no era agua del río, eran lágrimas. Ella se per-cató de que me había fijado en ese detalle y me pidió que saliese delagua.

Me quedé un rato desconcertado pero acaté su decisión, pasandoantes las yemas de mis dedos por aquellas lágrimas para borrarlaspero nuevamente surgían otras. ¿Qué estaba sucediendo?

Una vez fuera del agua, quedó viendo para mi fijamente, melanzó un último beso con la mano y desapareció entre las aguas. Fuela última vez que la vi.

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EPÍLOGO

Desde hace ya muchos años, una de mis aficciones de tiempolibre es hacer rutas para conocer lugares nuevos y recordar otros quevisité tiempo atrás.

En esta ocasión me encontraba por las Fragas del Eume, entreotros motivos por las ganas de ver las obras de rehabilitación de lasque había escuchado hablar sobre el monasterio de Caaveiro.

Era también una buena oportunidad para disfrutar del río que, apesar de que ya lo conocía, siempre me deleitaba encontrando cosasnuevas.

En una zona con una vegetación tan espesa que apenas dejabaentrar la luz del sol y el río se estrechaba hasta el punto en que casise podía cruzar con un par de saltos, me detuve a descansar un rato.

Las aguas del río corrían mansas en aquel lugar, y me llamó laatención unas pequeñas ondas en la superficie. En principio imaginéque eran producidas por algún pez que nadaba por allí, pero parami sorpresa, en la otra ribera del río, entre la vegetación, una nutriase revolcaba jugando con el agua.

Según mis escasos conocimientos, estos animales solo se encuen-tran en zonas fluviales donde la contaminación es escasa o nula, porlo que cada vez es más difícil encontrarlos. Me alegró pensar que allíse diesen esas condiciones.

A pesar de la idea que tenía de que se trata de un animal huidizo,no se inmutó ante mi presencia y continuó jugueteando, incluso

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acercándose descaradamente a mi en alguna ocasión a una distanciaprudencial, lo que me producía una sensación agradable, con la per-cepción «ilusoria» de que podría acariciarla.

Hacía tres años que había visto a Nefrey por última vez.

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