agradecimientos - fansoyp.files.wordpress.com · prueba su amor por darcy. una tenebroso,...
TRANSCRIPT
Pág
ina 2
Agradecimientos
Transcripción
Bren'DG, Flopyna, Lucy511, Karina27, Mary Ann, Sandriuus, Layla, Alex
Yop EO, Kte Belikov , Anaid, Lornian, Andylove, Susana, Darkiel, Vania,
Estereta, Linda Abby, Airin, Joy98, Karlaberlusconi.
Corrección
Carol, Kte belikov, Ladypandora, Lia Belikov, Karla Mich, LizC, Anaid,
Mary Ann, Patite cour, Anaid, Alex Yop EO, Eneritz.
Moderación
Karlaberlusconi
Revisión & Recopilación
Karlaberlusconi
Diseño
Eneritz
Pág
ina 3
Índice: Sinopsis 4
Prólogo 5
Capítulo 1 6
Capítulo 2 27
Capítulo 3 57
Capítulo 4 90
Capítulo 5 118
Capítulo 6 141
Capítulo 7 167
Capítulo 8 189
Capítulo 9 221
Capítulo 10 273
Capítulo 11 300
Capítulo 12 316
Capítulo 13 342
Capítulo 14 365
Capítulo 15 382
Capítulo 16 406
Capítulo 17 421
Epílogo 448
Sobre la Autora… Amanda Grange 450
Pág
ina 4
Sinopsis
i queridísima Jane:
La mano me tiembla al escribir esta carta. Tengo los
nervios deshechos y estoy tan alterada que creo que no
me reconocerías. Los dos últimos meses han sido un
espeluznante remolino de circunstancias extrañas y perturbadoras, y el
futuro... Tengo miedo, Jane...
La mañana de su boda, Elizabeth Bennet se sentía la mujer más feliz del
mundo, pero tras iniciar el viaje de luna de miel rumbo a París, se ve
inesperadamente involucrada en una trágica maldición que pondrá a
prueba su amor por Darcy. Una tenebroso, conmovedora y visionaria
historia llena de peligro, oscuridad y amor mortal.
M
Pág
ina 5
PRÓLOGO
DICIEMBRE 1802
Transcrito por karlaberlusconi
Corregido por Carol
i queridísima Jane:
La mano me tiembla al escribir esta carta. Tengo los
nervios deshechos y estoy tan alterada que creo que no
me reconocerías. Los dos últimos meses han sido un
espeluznante remolino de circunstancias extrañas y perturbadoras, y el
futuro…
Tengo miedo, Jane.
Si algo me pasa, recuerda que te quiero y que mi espíritu siempre estará
contigo, aunque quizás no nos volvamos a ver. El mundo es un lugar
sombrío y aterrador en donde nada es lo que parece.
Todo era tan distinto hace apenas unos meses. Cuando amanecí la
mañana del día de mi boda, me creí la mujer más feliz del mundo…
M
Pág
ina 6
Capítulo 1
OCTUBRE 1802
Transcrito por Bren'DG & flopyna
Corregido por Carol
a mañana del día de la boda de Elizabeth Bennet había una
suave niebla y una agradable luz solar. Elizabeth abrió las
cortinas de su habitación para ver el ensoñador paisaje inglés,
sereno y bello debajo de una suave capa blanca. La niebla era más espesa
en el río; ahí se posaba voluptuosamente sobre el agua y luego iba
adelgazándose sobre los campos y pastizales para finalmente desaparecer,
sin dejar rastro, en los árboles.
Los pájaros estaban en silencio, pero había una sensación de expectativa
en el aire. Era como si el mundo estuviera esperando que el sol se
levantara, eliminara con su calor el brumoso velo, y revelara los
verdaderos colores de la campiña, no el blanco apagado y gris de ahora,
sino verde, azul y dorado.
Elizabeth se sumió en el asiento junto a la ventana y dobló las piernas
hasta que sus rodillas quedaron frente a ella. Se abrazó las piernas y sus
L
Pág
ina 7
pensamientos volaron hacia la ceremonia que habría de tener lugar un
poco más tarde. Le pasaban las imágenes por la mente: ella y su padre
caminando por el pasillo central de la iglesia, Darcy esperándola al final, el
anillo deslizándose en su dedo…
No sólo ella se había levantado temprano. Su madre ya estaba despierta
quejándose, con todo aquel que estuviera dispuesto a escucharla, de lo
nerviosa que estaba; Mary estaba tocando el piano; Kitty preguntaba a
gritos «¿Alguien ha visto mi moño? » y el señor Bennet ponía punto final a
su seca respuesta al cerrar la puerta de la biblioteca.
Al lado de Elizabeth estaba Jane, todavía durmiendo.
Mientras miraba por la ventana el despertar del mundo, Elizabeth pensó
en el último año y en lo afortunadas que eran ella y su hermana. Ambas
habían conocido a hombres a los que ahora amaban y, después de muchas
tribulaciones y dificultades, se iban a casar con ellos.
Elizabeth no pudo recordar de quién había sido la idea de hacer una
ceremonia conjunta, pero estaba contenta de saber que su hermana
habría de compartir con ella el días más feliz de su vida; no, no el día más
feliz de su vida, pues estaba segura de que ese estaba todavía por venir,
pero sí el día más feliz de su vida hasta ese momento.
Pág
ina 8
Conforme salía el sol y la niebla se disipaba, Jane se movió, parpadeó y se
colocó de costado sobre su codo; luego se acomodó el pelo quitándoselo de
la cara y poco a poco lució su hermosa sonrisa.
—Te despertaste temprano —le dijo a Lizzy.
—También tú.
—Ten. —Jane se bajó de la cama, fue detrás de la puerta, descolgó una
bata y se la echó sobre los hombros a su hermana—. No querrás resfriarte.
Lizzy tomó la bata y se la puso, luego, impulsivamente tomó la mano de su
hermana y dijo:
—Imagínate, en unas horas más estaremos casadas. Yo estaré camino al
Distrito de los Lagos para mi viaje de bodas y tú, camino a Londres para
visitar a los parientes de Bingley.
Jane se sentó frente a Elizabeth en el asiento junto a la ventana y
Elizabeth se recorrió un poco para hacerle más espacio. Jane dobló una
pierna frente a ella, dejó la otra recargada sobre el asiento y meneó el pie
que colgaba a unos cuantos centímetros del suelo.
Mientras veía en dirección a la ventana, con la mirada ausente, se
enrollaba uno de sus hermosos rizos con el dedo; luego volteó la mirada a
su hermana y le dijo:
Pág
ina 9
—¿Hubieras preferido que fuéramos juntas a nuestros viajes de bodas?
—Sí —respondió Lizzy— y no.
Jane asintió reflexiva.
—Voy a extrañarte, Jane, pero necesitamos pasar tiempo a solas con
nuestros esposos —dijo Lizzy—, en especial durante los primeros tiempos.
Pero vas a escribirme, ¿no?
—Claro, ¿y tú a mí?
—Todos los días bueno quizás no todos los días —dijo Lizzy con una
sonrisa repentina—, y quizás al principio no voy a escribirte en lo absoluto,
pero escribiré continuamente para contarte de mí y tú deberías hacer lo
mismo.
Escucharon el sonido de pasos en la escalera y supieron que era su madre,
que venía para apurarlas a arreglarse a pesar de que la ceremonia no
empezaría sino hasta después de unas tres horas. La saludaron
afectuosamente, con una alegría que les impedía agobiarse por nada y
escucharon todas sus preocupaciones, reales e imaginarias. Le aseguraron
que Kitty no tosería durante la ceremonia y que la señora Long no se
robaría al señor Bingley para su sobrina en el último momento.
—Estoy segura de que sería capaz de hacerlo —dijo la señora Bennet.
Pág
ina 1
0
—El señor Bingley ama a Jane —dijo Lizzy.
La señora Bennet sonrió complacida.
—No me sorprende. Sabía que la hermosa de Jane no sería en vano. Bueno,
niñas, bajen ya. El desayuno está servido en el comedor.
Elizabeth y Jane se miraron. No soportaban la idea de un desayuno
familiar con su madre quejándose y Mary dando lecciones de moral.
—No tengo hambre —dijo Elizabeth.
—Tampoco yo —dijo Jane.
Su madre protestó, pero no hubo forma de persuadirlas; así que la señora
Bennet bajó la escalera gritando.
—¡Kitty! ¡Kitty, corazón, quiero hablar contigo!…
Elizabeth y Jane suspiraron aliviadas cuando volvieron a estar a solas.
—Sí deberíamos comer algo, aunque no tengamos ganas —dijo Jane.
—No podría comer nada —dijo Lizzy—, estoy demasiado emocionada.
—Deberías intentarlo —dijo Jane mientras se ponía de pie y la miró con
afecto—. Va a ser una mañana muy larga y no querrás desmayarte en la
iglesia.
—De acuerdo —dijo Lizzy—, lo haré por ti, pero sólo si no tenemos que
Pág
ina 1
1
bajar.
Jane descolgó su bata y se la acomodó sobre los hombros, después salió
de la habitación.
Elizabeth se recargó sobre la ventana y sus ojos miraron hacia Netherfield.
Imaginó a Darcy levantándose también y preparándose para la boda.
Jane interrumpió sus pensamientos al llegar con una charola con pan y
chocolate y juntas hicieron un desayuno aceptable. Cortaron trozos de
roles calientes que comieron entre sorbos de chocolate caliente.
—¿Cómo piensas que va a ser? —preguntó Elizabeth.
—No lo sé —dijo Jane—, diferente.
—Tú te quedarás aquí en Netherfield —dijo Elizabeth—, pero yo voy a vivir
en Derbyshire.
—Con el señor Darcy —dijo Jane.
—Sí, con mi querido Darcy —dijo con una gran sonrisa.
Pensó en ella y en Darcy en Pemberley, paseando por sus exuberantes
terrenos y viviendo sus vidas dentro de sus lujosas habitaciones, y se
quedó perdida en felices ensueños hasta que su madre volvió de nuevo
para decirles que era tiempo de arreglarse.
Las dos jóvenes se levantaron del asiento junto a la ventana y fueron a
Pág
ina 1
2
lavamanos; ahí se quitaron sus camisones y se lavaron con agua
aromatizada antes de ponerse su ropa interior. Se sentaron pacientemente
a que Hill las peinara, trenzando perlitas por entre los mechones de sus
delicados moños y luego, antes de ponérselos, se probaron el corsé la una
de la otra y estuvieron riéndose todo el rato.
Se tomaron más silenciosas cuando llegó el momento de ponerse sus
vestidos de boda. Habían querido que sus vestidos fueran parecidos, pero
no iguales. Ambos eran de seda blanca, pero el vestido de Jane tenía el
cuello redondeado y estaba decorado con un listón, mientras que el de
Lizzy tenía el cuello cuadrado decorado con encaje. Primero Elizabeth le
ayudó a Jane a pasarse el vestido por arriba de la cabeza. El vestido fue
cayendo sobre el cuerpo de Jane hasta que, al llegar al suelo, se oyó un
crujido de seda; Elizabeth se lo ajustó, luego se hizo a un lado y miró a
Jane en el espejo. Le dio un beso en la mejilla y dijo: «Bingley es un
hombre afortunado.»
Luego, Elizabeth levantó los brazos para que su hermana pudiera pasarle
el vestido por arriba. El vestido cayó suavemente sobre la silueta de
Elizabeth y al caer al suelo se escuchó también un buen crujido.
Elizabeth se miró en el espejo y pensó que, de alguna manera, se vea
Pág
ina 1
3
diferente. Elizabeth Bennet estaba por desaparecer y Elizabeth Darcy no
había aparecido todavía. Por el momento, se encontraba atrapada entre
eses dos mundos, no era ni una ni la otra. Le daría pensar dejar ir a la
primera, pero al mismo tiempo, estaba deseosa de que la segunda llegara:
un nuevo nombre, y con él, un nuevo mundo y una nueva vida.
Las dos jóvenes se miraron, se abrazaron y se rieron. Se pusieron sus
tocados con el velo, se pusieron sus largos guantes blancos y tomaron sus
ramos, con lo que se dispersó el aroma de rosas por el aire. Luego,
tomadas de la mano, bajaron la escalera.
—Pues aquí estamos; dos novias —dijo Elizabeth cuando llegaron al final
de la escalera y, repentinamente, se estremeció.
—¿Qué pasa? —preguntó Jane.
La voz de Elizabeth sonó rara.
—No lo sé. Tuve una sensación extraña, casi como un presentimiento.
—¡Ah! No es otra cosa que los nervios de la boda —se oyó la cálida voz de
su padre detrás de ella cuando volteó, lo vio mirándola amorosamente—.
Todos los sienten el día de su boda. A menos que —dijo repentinamente
serio— hayas cambiado de opinión, Lizzy. Si es así, es mejor que lo digas
de una vez. Sabes que sólo tienes que decirlo. Todavía no es demasiado
Pág
ina 1
4
tarde.
Elizabeth pensó en su amado Darcy y en la forma en que él la miraba
como si fuera la única mujer en el mundo y dijo:
—No, por supuesto que no, papá. Es sólo lo que tú dices, los nervios de la
boda.
—Qué bueno, porque no soportaría que te fueras con alguien que no te
mereciera o con alguien quien no amaras verdaderamente —dijo de modo
escrutador.
—Sí lo amo, papá, con todo el corazón —dijo Elizabeth.
—Bueno, el carruaje está listo y sus damas de honor están esperándolas.
Su madre ya se fue a la iglesia y es hora de que nosotros nos vayamos
también.
Le ofreció un brazo a cada una de sus hijas y luego, con Lizzy a su derecha
y Jane a su izquierda, las condujo afuera, hacia el carruaje.
* * * * *
Las calles de Meryton estaban llenas de personas llevando a cabo sus
rutinas diarias, pero todas se detenían a mirar y a sonreír conforme
Pág
ina 1
5
pasaba el carruaje de los Bennet, que fue el centro de atención en su
recorrido hacia la iglesia. Al llegar, Elizabeth y Jane vieron que la entrada
estaba decorada con flores.
—Ésa fue idea de su hermana Kitty —dijo el señor Bennet mientras
ayudaba a sus hijas a salir de carruaje.
Kitty bajó del carruaje detrás de ellas y junto a la otra dama de honor,
Georgiana Darcy, y se sonrojó de placer al ver el evidente gusto de sus
hermanas.
—No obstante, su hermana Mary pensó que era un gesto bien
intencionado pero fútil, pues el estado de la entrada no tendrá ninguna
injerencia en su felicidad futura; de hecho, eso es algo que ella ya aprendió
—añadió con sequedad el señor Bennet.
Elizabeth se rio, pero mientras recorría el pasaje hacia la iglesia, sintió que
su buen humor la dejaba y cómo los nervios empezaban a abrumarla.
¿Estaría ya Darcy ahí? ¿Habría cambiado de parecer? ¿Acaso llevaría
puesto su abrigo azul?
Ese mal pensamiento llegó a su mente y le hizo darse cuenta de lo absurdo
que eran sus preocupaciones y se rio en silencio.
Cuando llegaron a la puerta de la iglesia, el señor Bennet se detuvo.
Pág
ina 1
6
—Bueno, niñas, déjenme verlas por última vez —dijo con los ojos
sospechosamente humedecidos—. Sí, les va a ir muy bien —añadió
finalmente con una sonrisa sincera—. De hecho, les va a ir más que bien.
Sin duda, ustedes son las dos novias más hermosas de Inglaterra.
Después de darle un abrazo a cada una, las condujo al interior.
Cuando entraron a la iglesia, Elizabeth y Jane vieron que sus familiares y
amigos se habían congregado para presenciar su boda. La señora Bennet
estaba sentada a un lado del pasillo con los Gardiner y los Phillip; Caroline
Bingley estaba del otro lado con su hermana y su cuñado. Los amigos y
vecinos estaban esparcidos por todos lados y muy deseosos de presenciar
la ceremonia.
El señor Collins dijo en un fuerte susurro que, en su calidad de clérigo,
estaba listo para conducir la ceremonia en caso de que el párroco de
Meryton se hubiera enfermado repentinamente; pero como el señor
Williams era un hombre joven e incluso ya estaba de pie frente a ellos, no
parecía que su ofrecimiento fuera a ser necesario.
Los dos novios estaban esperando al frente de la iglesia; se sonreían
nerviosos uno al otro y repetidamente preguntaban a los padrinos de
bodas si loa anillos estaban a salvo. Ambos se veían muy bien y estaban
Pág
ina 1
7
vestidos inmaculadamente con frac negro y pantalón blanco. Sus fulares
estaban recién almidonados y sus camisas blancas estaban plegadas a la
altura de la cintura.
En cuanto a Elizabeth y Jane comenzaron a caminar por el pasillo central,
Mary, que estaba sentada en el órgano de la iglesia, tocó una sonata y
todos voltearon a ver a las novias. Se escuchó un murmullo de admiración
que poco a poco fue desapareciendo.
Cuando Elizabeth y Jane llegaron frente al altar, entregaron sus ramos a
Kitty y a Georgiana y luego se colocaron de pie al lado de ellas. Hubo unos
cuantos tosidos, aunque por suerte ninguno de Kitty, y el sacerdote
comenzó.
—Queridos hermanos, estamos aquí reunidos…
Elizabeth miro furtivamente a Darcy. Se veía más nervioso que nunca
antes; más nervioso incluso que cuando había ido a verla al mesón de
Lambton después de su separación. Pero, al sentir su mirada, el volteó a
verla y ella sintió que sus nervios desaparecieron y, sonriéndose uno al
otro, volvieron la mirada al sacerdote.
—¿Quién da a esta mujer en matrimonio con este hombre? —preguntó el
reverendo Williams.
Pág
ina 1
8
—Yo —respondió el señor Bennet con una mirada de amor paternal y
orgullo.
El señor Darcy tomó la mano de Elizabeth con su mano derecha y repitió
después del señor Williams:
—Yo, Fitzwilliam Charles George Darcy, te tomo, Elizabeth Eleanor Anne
Bennet, como mi esposa. Para quererte y cuidarte, desde hoy en adelante,
en las buenas y en las malas, en la riqueza y en la pobreza, en la salud y
la enfermedad, para amarnos y honrarnos hasta que la muerte nos separe.
Mientras repetía, se oyeron suspiros de toda la congregación, pero más
notablemente, de la esquina en la que estaba sentada Caroline Bingley.
Elizabeth y Darcy se soltaron las manos y luego ella tomó la mano derecha
de Darcy con su mano derecha y pronunció sus votos con una voz tan
clara, que hizo que la señora Bennet tuviera que limpiarse las lágrimas de
los ojos con su pañuelo; cuando Darcy le puso el anillo a Elizabeth, se
escucho en toda la iglesia un murmullo de aprobación.
Una vez hechos los votos, fueron a la sacristía a firmar el registro,
acompañados de Jane y Bingley, cuyos votos también se habían
pronunciado en tono igualmente amoroso. Mientras Elizabeth y Jane
firmaban sus nombres como Bennet por última vez, Mary interpretó otra
Pág
ina 1
9
sonata.
—¡Ay, señor Bennet, sólo piénselo, nuestra Elizabeth es ahora la señora
Darcy! ¡Dios mío, con un ingreso de diez mil libras al año! —escuchó
Elizabeth claramente la voz de su madre murmurando en un tono jubiloso
cuando salieron de la sacristía.
Recorrieron el pasillo central de regreso para recibir las felicitaciones.
Cuando salieron de la iglesia, se acercó a ellos sir Williams Lucas, quien
les obsequió un augusto discurso y, detrás de él, apareció el señor Collins,
quien les hizo una reverencia y aderezó sus felicitaciones diciendo:
—Estimada patrona, lady Catherine de Bourgh —antes de dejarlos
caminar libremente.
Cuando llegaron al final de camino, el señor Gardiner le entregó al señor
Darcy algunos mensajes que habían llegado de quienes no habían podido
asistir a la ceremonia y le enviaban buenos deseos. El señor Darcy se los
leyó a Elizabeth mientras llegaban a donde los estaba esperando el carro
de los Darcy.
Elizabeth subió al carro y se encontró con el aroma a cera y la suavidad de
la piel de los asientos, era totalmente diferente al carro de los Bennet, que
tenía el interior húmedo y la tapicería remendada. Incluso las persianas
Pág
ina 2
0
del carro de los Darcy eran de seda.
Entre los alegres gritos de la congregación, el carro tomó el camino de
regreso a Longbourn para el desayuno de la boda. El señor Darcy iba
sentado frente a Elizabeth y ella vio una expresión de amor tan puro en el
rostro de él, que sintió que se le cerraba la garganta.
Se volteó, momentáneamente abrumada, y él continuó leyendo los
mensajes de buenos deseos. Luego Elizabeth saludó con la mano por la
ventanilla a los jóvenes de la familia Lucas, que reían y vitoreaban
mientras el carro los pasaba. Pero no pudo mantener la mirada apartada
de él durante mucho tiempo y volteó a verlo en el reflejo de la ventanilla,
con el deseo de ver su cara otra vez… luego su corazón se sobresaltó, pues
la expresión de amor en su rostro había cambiado por una de tormento.
Se sintió repentinamente asustada y se preguntó qué podía significar.
Por un momento, pensó si quizá él se arrepentía del matrimonio. Pero no,
ciertamente, no se trataba de eso. Él le había dado tantas pruebas de sus
sentimientos, amándola a pesar de sus prejuicios ciegos, a pesar de que lo
hubiera rechazado en Rosings y a pesar de su triste e incómoda falta de
garbo cuando se encontraron de improvisto en Pemberley; que estaba
segura de que no lo lamentaba. Pero sí había visto una expresión de
Pág
ina 2
1
tormento en su rostro.
Debía saber que significaba. En espera de lo peor, volteó a verlo y encontró
que la expresión había desaparecido y que él estaba tranquilamente
leyendo los mensajes.
Estaba sorprendida; entonces pensó si quizás el cristal había
distorsionado sus rasgos. No era un espejo, era una ventanilla y no estaba
hecha para reflejar; además, la luz podía jugar trucos raros incluso sobre
la superficie más lisa. Estaba claro que ahora no había ningún rastro de
angustia en su rostro.
El carro dio la vuelta hacia el corredor de autos de la Casa Longbourn, y al
ver la multitud esperándola para darle la bienvenida, dio por concluido el
asunto. Los vecinos que habían salido antes que ellos, estaban muy
sonrientes esperando para saludarla.
El ánimo era contagioso. Darcy la ayudó a salir del carro y luego estrechó
las manos de todos los invitados mientras arrojaban pétalos de rosas y los
llenaban de buenos deseos.
El carruaje de Jane, que venía detrás del de Elizabeth, llegó, y a los gritos
de: «¡Felicidades señor y señora Darcy!» se unieron los de: «¡Larga vida y
felicidad señor y señora Bingley!»
Pág
ina 2
2
Elizabeth, dispersando su incertidumbre, tomó un puñado de pétalos de
rosas y se los arrojo alegremente a su hermana.
—¡Tres hijas casadas! —gritó la señora Bennet, y el señor Bennet se aclaró
la garganta más de lo necesario para quien no padece tos.
Todos entraron. El recibidor estaba adornado con flores y los invitados
pasaron hablando y riendo en su recorrido hacia el comedor. Ahí estaba ya
dispuesto el desayuno de la boda. La mesa estaba cubierta con tela de un
blanco inmaculado y el cristal y los cubiertos estaban relucientes.
Mientras los invitados tomaban sus lugares a la mesa, la señora Bennet
entraba y salía de la habitación incesantemente hasta que el señor Bennet
le dijo que Hill se había encargado de todo.
—Siéntese, querida, y deje que Hill se haga cargo de todo —dijo mientras
la señora Bennet se levantaba de la silla por enésima vez.
Al centro de la mesa había una variedad de platillos servidos en porcelana
china y decorados con flores cristalizadas. Pollo frío, agachadiza, gallina,
faisán, jamón, ostras y res, además de ensaladas coloridas, las últimas de
año. A un lado había tartas de frutas, bebida hecha de leche, vino y azúcar
y pasteles de queso. Al centro de la mesa, había dos pasteles de bodas
decorados, uno con las iniciales E y F y otra con las iniciales J y C.
Pág
ina 2
3
Las voces se silenciaron conforme la gente empezó a comer y lo único que
rompía el silencio eran el tintineo de las copas y el chasquido de los
cubiertos sobre los platos.
Cuando por fin los invitados saciaron su apetito, sir William Lucas se puso
de pie.
—Y ahora —dijo—, quiero proponer un brindis: a las joyas más hermosas
de país, la señorita Jane Bennet y la señorita Elizabeth Bennet…
—¡Sí, sí! —se escucharon los gritos.
—… quienes ahora serán llevadas en brazos por sus afortunados esposos
como la señora Bingley y la señora Darcy.
Se escucharon más gritos y vivas.
—Estoy segura de que no pasará mucho tiempo antes de que mis otras
niñas se casen. Kitty es muy servicial y tan bonita como Lizzy, y Mary es la
niña más perfecta de estos lugares —dijo la señora Bennet.
Una vez terminado el desayuno y pronunciados los discursos, llegó el
momento de partir los pasteles. Elizabeth y Jane se pusieron de pie, una al
lado de la otra y con sus esposos detrás de ellas. Los pasteles eran el
orgullo de la cocina de Longbourn. El rico pastel de frutas había sido
envinado con brandy antes de cubrirlo con pasta de almendras y con un
Pág
ina 2
4
suave betún blanco. Elizabeth y Darcy, así como Jane y Bingley pusieron
una mano sobre sus respectivos cuchillos y partieron los pasteles.
—¡Pidan un deseo! —les grito Kitty.
Y de repente, una corriente fría sacudió a Elizabeth, pues la asaltó el
temor innumerable de que debía haber una respuesta a sus
presentimientos.
—Quisiera que me dijera verdaderamente si lamenta nuestro matrimonio
—le dijo en voz baja a Darcy mientras lo miraba. En un instante la sonrisa
de Darcy desapareció y ella vio una fuerte emoción llegar a su rostro. La
mano de él se cerró convulsivamente sobre la de ella, de modo que la
apretó con firmeza. Y ella vio una mirada de resolución en el rostro de él
conforme le respondía.
—No. Nunca —luego, él presionó la mano de Elizabeth, forzándola hacia
abajo con una rapidez y fuerza perturbadoras y juntas sus manos
deslizaron el cuchillo hasta el fondo del pastel.
Sin embargo, a pesar de sus palabras, él no estaba tranquilo, y tan pronto
como se apagó el vitoreo, le dijo a Elizabeth—: Es hora de que nos
vayamos.
Él tomó la mano de ella y la sostuvo firmemente con la suya. Le agradeció
Pág
ina 2
5
a los congregados por su presencia y sus buenos deseos y luego dijo que él
y su esposa debían irse pues tenían un largo camino por recorrer.
Se oyeron más buenos deseos mientras él conducía a Elizabeth hacia el
carro y la ayudaba a subir.
—Ha habido un cambio de planes. Quiero que nos lleve a Dover —le indico
Darcy al conductor cuando Elizabeth se estaba acomodando dentro.
—¿Dover? —pregunto ella sorprendida en cuanto Darcy se subió al carro.
Él se acomodó frente a ella—. Pensé que iríamos hacia el norte, al Distrito
de los Lagos. Dover está en dirección contraria.
—Podemos ir al Distrito de los Lagos en cualquier momento. No debe
apegarse a esa idea; ese plan fue de corta duración y preferiría llevarla al
continente. Quiero mostrarle París.
—¿Pero no es peligroso? —pregunto Elizabeth.
Él la miró con cierta perturbación y se inclinó hacia adelante en su asiento.
—¿Qué ha oído? —le preguntó.
—Nada —respondió ella, sobresaltada por el cambio en su actitud—. Solo
que la guerra con Francia podría estallar de nuevo en cualquier momento
y que cuando eso suceda los ingleses no estarán a salvo ahí.
—¡Ah, solo eso! —dijo él, volviendo a reclinarse sobre su asiento—. No
Pág
ina 2
6
tiene nada de qué preocuparse. Es perfectamente seguro. La paz va a
durar un buen tiempo todavía. Y tengo amigos y familiares en París que
quiero volver a ver, gente a la que además quiero que conozca.
—Nunca antes había hablado de ellos —dijo ella.
—No fue necesario. Le resultarán agradables, estoy seguro, y también
usted a ellos.
—Nunca he ido a París —dijo ella en tono meditativo—. Nunca he salido de
Inglaterra.
—París está cambiando, pero todavía es una ciudad de gran elegancia, y
los parisinos son encantadores. A veces demasiado encantadores —dijo y
una sombra cruzó por su rostro. Luego su estado de ánimo se aligeró y
dijo—: Tendré que cuidarla bien.
Pág
ina 2
7
Capítulo 2
Transcrito por Lucy511
Corregido por Karla Mich
a comitiva era bastante grande. Detrás del carro de Darcy y
Elizabeth había un segundo carruaje con el criado de Darcy, la
doncella de Elizabeth y baúles de ropa. Había lacayos que
montaban guardia contra algún ataque y escoltas que iban delante de ellos
para pagar el peaje, de modo que el carro de los Darcy pudiera pasar sin
detenerse.
Todo era muy distinto de los viajes que Elizabeth había hecho con su
familia. En ellos, Elizabeth había sufrido todos los retrasos e
incomodidades que forman parte de un tipo de viaje menos lujoso. Había
viajado apretada, junto a otros seis pasajeros que se habían reído, peleado,
quejado o protestado durante todo el viaje.
El carro pronto dejó Hertfordshire atrás y comenzó a viajar en dirección al
sureste. Ese camino le resultaba familiar a Elizabeth; lo había tomado la
Pascua anterior cuando visitó a Charlotte en la rectoría de Rosings. No
obstante, esta vez no se detuvieron en Londres sino que se siguieron hasta
L
Pág
ina 2
8
Kent. El carro pasó por ciudades y pueblos, pero, la mayor parte del
tiempo, estaban en campiña, que estaba radiante por la fertilidad otoñal.
Había moras que resplandecían en los arbustos y manzanos llenos de
fruta en el campo.
Darcy habló muy poco durante el viaje. Parecía estar pensando en algo y a
Elizabeth no le gustaba molestarlo. Por lo menos, la expresión de su rostro
ya no era de tormento, sino de abstracción, pero ella seguía pensando si
quizá él era presa de humores extraños.
Ella se preguntó qué tanto lo conocía en realidad. Lo había visto en
Netherfield, en Rosings y en su casa de Derbyshire, pero siempre había
habido otras personas y ella sabía que los hombres, estando en compañía,
no son como cuando están solos. Habían estado a solas cuando
recorrieron las calles de Longbourn, ya comprometidos; pero ni si quiera
entonces habían estado verdaderamente solos: en todo momento había
habido algún vecino que iba de compras, un labriego de camino al
mercado o algún sirviente en el cumplimiento de una diligencia. Ahora que
estaban solos, Elizabeth estaba emocionada, pero también angustiada,
ante la posibilidad de saber más sobre él, y se preguntaba qué nuevas
facetas de su carácter se mostrarían en las siguientes semanas. También
Pág
ina 2
9
pensaba en qué otros cambios de planes habría durante el viaje de bodas.
Ese pensamiento la llevó a otro que la hizo sonreír.
Darcy le lanzó una mirada interrogativa.
—Pensaba en que no estaba destinada a visitar el Distrito de los Lagos —
dijo Elizabeth—. Se suponía que iría el año pasado con mis tíos, pero los
asuntos del negocio de mi tío nos hicieron cambiar de plan. Y ahora, los
planes han cambiado de nuevo. Me pregunto si alguna vez veré los lagos.
—Le prometo que iremos, pero si no vamos al continente ahora, podrían
pasar años antes de que volvamos a tener la oportunidad. Napoleón podrá
hablar de paz, pero ya he visto a hombres como él y, a pesar de lo que
digan, sólo piensan en la guerra. Ahora hay un cese a las hostilidades y
debemos aprovecharlo.
El sol estaba por ponerse, y si bien el día había sido cálido, era octubre y
los días duraban poco. Darcy comenzó a bajar las persianas del carruaje,
pero Elizabeth, deseosa de ver la puesta de sol, se desplazó para detenerle
la mano. Él no se detuvo y le explicó que el interior del carruaje guardaría
mejor el calor si bajaban las persianas. Hubo algo en la forma que lo dijo,
un tono inusual en su voz, que hizo que Elizabeth no quisiera
contradecirlo.
Pág
ina 3
0
Continuaron su viaje en silencio y Elizabeth pensó, con una leve sensación
de intranquilidad, que esto no era lo que había esperado. Había anhelado
que llegara el momento de este viaje, pensando que estaría lleno de
conversación y risas y quizás del tipo de amor que el matrimonio trae
consigo, pero su esposo parecía preocupado. Estaba sentado, con la
mirada en otro lado y ella lo observaba, examinaba su perfil. Era un rostro
fuerte, de rasgos hermosos y, sin embargo, había algo en él que no lograba
entender. Era el hombre con el que se había casado y, al mismo tiempo,
era otro distinto, más distante, y ella se preguntaba si sería por la
naturaleza agotadora del viaje o si quizás estaba retomando su anterior
forma de ser, más reservado.
Aunque Elizabeth no podía ver nada fuera del carro, percibía los cambios
en los sonidos y en los olores conforme se acercaban a la costa. El dulce
canto de los mirlos y petirrojos fue sustituido por el estridente grito de las
gaviotas, y el olor a hierba y flores fue remplazado por el penetrante olor de
la sal, que impregnó todo el carruaje. Elizabeth no sólo lo sentía en la nariz,
sino también en los labios y en la lengua.
El carruaje, que había andado suavemente sobre caminos lodosos,
comenzó a sacudirse y a traquetear debajo de los adoquines, y el chapaleo
Pág
ina 3
1
de las ruedas se sumó a los ásperos sonidos de las aves marinas.
Impaciente por ver en dónde estaban, Elizabeth abrió una de las persianas
y su esposo no se movió para detenerla.
Lo primero que vio fue la imponente silueta negra del castillo de Dover,
que se elevaba sobre el paisaje y se estremeció, pues en la oscuridad, el
castillo parecía algo enorme y maligno, un inmenso vigía montando
guardia; pero a ella no le quedaba claro si parecía proteger o aprisionar a
la ciudad. Y luego vio los riscos, eran tan blancos como los huesos de una
jibia y, bajo la pálida luz de la luna, tenían un resplandor palpitante.
Frente a ellos, se delineaban las siluetas de barcos de altos mástiles que
subían y bajaban con el oleaje. Sus cabos atracados crujían y lanzaban
fuertes suspiros con el movimiento, como el murmullo de almas
intranquilas.
Luego el carruaje dobló en una esquina y todo cobró un aspecto más
alegre. Frente a ella, Elizabeth vio un mesón. Se veían luces en las
ventanas y, afuera, colgaba un rótulo en colores brillantes. El carro entró
al patio, tan iluminado por antorchas, que incluso parecía de día. Había
alboroto y bullicio y calor y color y Elizabeth se rio de sí misma por el
miedo innombrable que se había apoderado de ella al llegar al puerto.
Pág
ina 3
2
El conductor jaló las riendas de los caballos y el carro se detuvo
suavemente. Su viaje no había tenido retrasos ni frustraciones como los
que había pasado cuando viajaba con su familia; no se había perdido
tiempo en procurar llamar la atención de alguien, pues, en cuanto el carro
se detuvo, se les brindó atención a los caballos, se abrió la portezuela, se
colocó el escalón de ascenso y descenso del carruaje y el mesonero les dio
una obsequiosa bienvenida. Los escoltó hasta el interior, reverenciándolos
continuamente mientras les preguntaba sobre su viaje y les aseguraba que
se habían detenido en el mejor mesón de Dover.
—La chimenea del salón está encendida, para cuando estén listos para
cenar —dijo— y pediré que prendan lasa de sus habitaciones. Pueden
descansar con la tranquilidad de que atenderemos todas sus necesidades.
Darcy se detuvo justo al entrar al mesón.
—Usted continúe —le dijo a Elizabeth— yo tengo que ir al puerto a arreglar
nuestros pasajes para Francia.
—¿No podría arreglarlo uno de los escoltas? —le preguntó.
—Prefiero hacerlo yo mismo —respondió él.
Le hizo una reverencia y salió. Elizabeth fue conducida al segundo piso por
la esposa del mesonero y mientras subía volvió a pensar en las acciones
Pág
ina 3
3
inesperadas de su esposo.
La mujer abrió la puerta de un departamento bien amueblado y se quedó
de pie, aun lado de la puerta, en actitud deferente mientras Elizabeth
entraba. El cuarto estaba bien iluminado, tenía una cama de cuatro postes
con un cubrecama que hacía juego con las cortinas. Había una chimenea
en la esquina y ya una de las mucamas estaba encendiendo pacientemente
el fuego.
Luego, la esposa del mesonero abrió una puerta que conectaba ese
departamento con una habitación un poco más grande y menos iluminada.
Sin duda, había sido amueblada para recibir a un caballero; tenía muebles
de roble sólido y pinturas de barcos colgadas en las paredes.
—Gracias, con esto estaremos perfectamente —dijo Elizabeth.
—Gracias, señora —dijo la esposa del mesonero al tiempo que le hizo una
reverencia—. ¿A qué hora van a cenar?
—En cuanto llegue mi esposo —dijo Elizabeth.
—Muy bien —dijo la mujer y se retiró después de una última reverencia.
Elizabeth estuvo un momento más en la habitación de Darcy. El
cubrecama estaba ya abierto y ella imaginó la cabeza de él sobre la
almohada, con su pelo oscuro contrastando contra el blanco de las
Pág
ina 3
4
sábanas. Repentinamente sintió deseos de tocar su pelo, de sentir su
textura entre sus dedos y de percibir su olor.
Volvió a su habitación y vio que la camarera ya había colocado una jarra
de agua caliente en la jofaina. Se quitó la ropa con la sensación de estar
sucia por el viaje y, de pie sobre un hermoso polibán de porcelana, se lavó
todo el cuerpo; apretaba la esponja para que el agua le escurriera y dejara
a su paso canales de agua limpia. Cuando el agua comenzó a enfriarse, se
enjuagó más rápidamente y, al termina, fue hacia su cama, en donde su
doncella había colocado el vestido azul nuevo que había traído
especialmente como ajuar de novia.
Annie, su doncella, salió del vestidor y la ayudó a vestirse; le pasó por
arriba de la cabeza su ropa interior decorada con encaje y le ajustó el corsé.
Mientras lo hacía, Elizabeth pensó en lo raro que se sentía que la vistiera
alguien a quien ella no conocía. En Longbourn nunca había necesitado
una doncella, pues siempre había estado su hermana Jane para ayudarla
y, mientras se arreglaban para los bailes, charlaban y reían; también
siempre había estado Hill, que les brindaba más ayuda cuando la
necesitaban y las regañaba y apuraba para que terminaran de arreglarse
pronto y que, cuando estaban listas, daba unos pasos hacia atrás para
Pág
ina 3
5
admirarlas. También habían estado su mama y Kitty y Mary y Lydia; pero
aquí no había nadie más que Annie.
Mientras terminaba de arreglarse poniéndose los largos guantes blancos
de noche, Annie abrió la boca como para hablar, pero volvió a cerrarla.
Luego volvió a abrirla y, en un ademán nervioso, se secó las manos sobre
el mandil.
—¿Sí, Annie? —preguntó Elizabeth.
—Bueno, señorita, señora, estaba pensando si será verdad; eso es todo.
Como los otros están diciendo que vamos a salir de Inglaterra… ¿de verdad
vamos a ir a Francia?
—Sí, así es —dijo Elizabeth, suspendiendo por un momento la maniobra
de abrocharse el botón del guante para mirar a Annie—. ¿Te preocupa? —
le preguntó.
—No —respondió Annie incierta—, pero algunos de ellos no están tan
seguros. Cosas malas suceden en Francia; eso dicen ellos, cosas muy
malas.
—En Francia han sucedido cosas terribles en los últimos años, pero eso se
acabó —dijo Elizabeth, con la esperanza de sentirse tan segura como
sonaba—. No nos quedaremos si corremos peligro.
Pág
ina 3
6
Annie asintió con una expresión que denotaba que no le creía enteramente,
entonces Elizabeth le mostró una sonrisa tranquilizadora y luego salió,
para bajar al salón privado en donde había una chimenea encendida. La
ventana daba al frente del mesón y se podía ver también el camino, así que
se quedó mirando afuera, con la intención de ver llegar a Darcy.
Finalmente se cansó y, cuando volteó la mirada a otro lado, vio que él
estaba ahí, en el salón. La recorrió un estremecimiento, no comprendía
cómo era posible que él hubiera entrado sin que ella lo escuchara abrir la
puerta.
Pero se olvidó de todo en cuanto vio su mirada de admiración y lo escuchó
decir:
—Se ve usted hermosa.
—Gracias.
Él dio un paso adelante, tomó la mano de ella y la besó.
—Elizabeth, si parezco preocupado es sólo porque tengo mucho en que
pensar en este momento. La voy a hacer feliz, se lo juro.
—Sé que lo hará —dijo ella.
Él levantó su mano hacia la mejilla de Elizabeth, pero detuvo su gesto
cuando el mesonero entró al salón. Por su rostro cruzó una expresión de
Pág
ina 3
7
frustración; luego soltó la mano de Elizabeth y tomó su lugar en la mesa al
tiempo que ella tomaba el suyo.
—¿Pudo arreglar lo de nuestros pasajes? —preguntó ella cortésmente
mientras servían la comida.
Con los sirvientes yendo y viniendo ella no quiso hablar sobre nada más
íntimo.
—Sí, zarparemos mañana por la mañana. ¿Se marea usted durante la
navegación? —preguntó él.
Ella levantó las cejas.
—No lo sé. Nunca antes he estado en un barco.
—Entonces ésta es su oportunidad para descubrirlo. Creo que lo va a
disfrutar. El capitán dice que el mar estará tranquilo mañana. Es un
hombre bastante hábil y está acostumbrado a mis formas. Por lo general
viajo con él cuando cruzo al continente.
Continuaron hablando del viaje y de sus planes para el día siguiente hasta
que terminaron de cenar y entonces Elizabeth se retiró al cuarto. Su
esposo dijo que tenía que hablar con el mesonero, así que ella subió con la
expectativa del momento en el que él se le uniera.
Se desvistió con la ayuda de Annie y se puso su camisón nuevo, decorado
Pág
ina 3
8
con un fino encaje de Brujas y luego le dijo a su doncella que podía
retirarse.
Se puso nerviosa mientras pensaba en todas las indecencias que les había
contado Lydia, las historias desalmadas sobre la vida de los casados.
Elizabeth se preguntaba si sería así para Darcy y para ella.
Ella creía que no.
Para pasar el tiempo, Elizabeth fue al escritorio de viaje que había traído
consigo y comenzó a escribir una carta para Jane.
Mi queridísima Jane:
Te vas a sorprender cuando te diga que, después de todo, no vamos al
Distrito de los Lagos; estamos de camino a Francia…
Le resultaba difícil mantenerse enfocada en la carta, así que irguió la
cabeza para ver si escuchaba los pasos de Darcy en la escalera o el girar
del picaporte de la puerta que conectaba sus habitaciones; pero el mesón
estaba en silencio, salvo por el murmullo de voces que venía de abajo.
Entonces volvió a su carta. Escribió sobre su viaje, sobre el mesón, sobre
Pág
ina 3
9
sus esperanzas para el futuro pero su esposo no llegaba.
…Dime, Jane, ¿el matrimonio es lo que esperabas?
Escribió.
¿Bingley tiene estados de ánimo extraños? ¿Cambia de parecer rápidamente?
¿Tiene extravagancias? Nunca pensé que Darcy sería así, con arranques y
caprichos extraños, y cambios de ideas tan repentinos, y tampoco nunca
pensé que me abandonaría en nuestra noche de bodas, pero he estado en
mi habitación durante una hora ya y todavía estoy sola. Quizás está
cansado después del viaje, o quizás cree que yo estoy cansada… A menos
de que haya hecho algo que lo ofendiera. Pero no, ¿qué pude haber hecho?
El reloj marcó las doce de la noche y ella continuó escribiendo hasta que
finalmente se quedó dormida en la silla.
Pág
ina 4
0
* * * * *
La doncella despertó a Elizabeth. Su cuerpo estaba rígido y adolorido por
haber pasado la noche en la silla y se sintió avergonzada de que su
doncella la hubiera visto abandonada, pero ella no mostró ninguna señal
de haber presenciado nada inusual. En lugar de ello, se ocupó de arreglar
las cosas de Elizabeth. Una hora más tarde, refrescada por el agua y el
jabón aromático, Elizabeth bajó.
Darcy ya estaba en el comedor. Cuando ella entró, él levantó la mirada y,
al verla, sus ojos destellaron; de esa forma, él le decía, más claramente que
con palabras, que lucía encantadora. Tomó su mano y la besó, luego la
condujo hacia la mesa sin mencionar nada respecto a la noche anterior y
ella no podía decir nada frente a la gente de servicio.
Comieron un buen desayuno y luego emprendieron su camino hacia los
muelles. Como Elizabeth extrañaba sus caminatas diarias, decidió no ir en
el carro, por lo que se fueron a pie. El día estaba inusualmente hermoso.
Ya era octubre, pero el aire suave, el viento fresco y el sol brillante lo
hacían parecer todavía septiembre. Todo estaba en calma, las sombras se
movían delicadamente sobre el paisaje y Elizabeth se preguntó cómo podía
Pág
ina 4
1
haber percibido el castillo, el mar y los riscos como algo amenazante.
Ahora le parecía que eran pintorescos y que le añadían encanto a la vista.
Darcy fue amable en todo momento y sus pensamientos estuvieron en
sintonía cuando comentaron sobre el puerto, la gente y el bullicio a su
alrededor. Como en la noche había llovido, Darcy jugaba a molestar a
Elizabeth siempre que su falda se arrastraba en el lodo.
—Señora Darcy, ¿se da cuenta de que sus enaguas tienen 15 centímetros
dentro del lodo?
Ella se rio y recordó cómo, casi un año antes, debido a que Jane estaba
enferma, había ido a Netherfield caminando y había llegado con aspecto de
haberse arrastrado por el suelo.
—¡Caroline estaría horrorizada! —dijo mientras dirigía la mirada abajo,
hacia su dobladillo enlodado.
—El año pasado estaba francamente horrorizada.
—¡Ya me imagino mi aspecto! Debe usted haber creído que yo era una
criatura extraña por haber aparecido en la casa con todo ese lodo.
—En lo absoluto. Es cierto que pensé que era innecesario que usted
hubiera recorrido a pie todo ese camino para ver a su hermana cuando, en
realidad, ella no tenía nada más que un ligero resfriado; sí, debo admitir
Pág
ina 4
2
que fui muy arrogante, pero sus ojos, lo recuerdo claramente, estaban
llenos de brillo por el ejercicio. De hecho, toda su cara resplandecía. No
creo haber visto jamás a una mujer lucir tan encantadora. Creo que fue
desde entonces que comencé a sentir que corría peligro frente a usted,
aunque, desde luego, no lo reconocí en ese momento.
—Está usted determinado, por lo que veo, a concentrarse en el resplandor
de mis ojos en lugar de en mi apariencia salvaje.
—¡Naturalmente! Sus cualidades positivas están bajo mi protección, si lo
recuerda, y tengo su permiso para exagerarlas tanto como me sea posible.
Ella se rio mientras recordaba ese encuentro en el verano.
—Pero en caso de que quisiera evitar el lodo en adelante, hay forma de
hacerlo. Si usted me permitiera comprarle un caballo, podríamos montar y
evitarle así la molestia a su ropa —dijo Darcy. Luego la miró pensativo y
dijo—: Siempre me he preguntado por qué usted no monta. Jane no le
tiene aversión a los caballos; la recuerdo montando hacia Netherfield, pero
a usted nunca la he visto a caballo.
—Yo tampoco le tengo aversión a los caballos, pero los recorridos a caballo
toman tanto tiempo. Primero, hay que pedir el caballo; luego tienen que
prepararlo, siempre que papá pueda permitírselo, claro; luego, caminan
Pág
ina 4
3
tan despacio que me siento tentada a bajarme y cargarlo yo en lugar de
que él me cargue a mí.
—Ah, ya veo, usted no tiene objeción alguna a montar, sino a los
inconvenientes de montar.
—Espero que esté bromeando conmigo, señor Darcy; si no, debo parecerle
horriblemente mimada.
—En absoluto —respondió él—. Me alegra que no le disguste montar. Le
compraré un caballo en París y verá la gran diferencia entre una yegua
bien elegida, con buen paso, y un caballo de granja. También verá la
diferencia de tener un animal que está listo cuando uno lo necesita, en
lugar de uno al que hay que esperar, y de uno que en realidad pueda
andar más rápidamente en sus cuatro patas de lo que uno puede andar
sobre sus dos piernas.
—¿Habrá a dónde ir a caballo?
—Desde luego. ¿Qué cree usted que hacen los parisinos? —le preguntó
jugando.
—Supongo que tienen lugares a los que pueden ir a caballo, es cierto. Muy
bien, puede usted comprarme una yegua y yo me ocuparé de descubrir si
prefiero montar que caminar.
Pág
ina 4
4
—Pero no debe tener miedo de decirme si no le gusta.
—No. Usted me conoce lo suficientemente bien como para saber que no
haré mal uso del ejercicio si estoy determinada a ello.
Él la tomó del brazo y continuaron caminando calle abajo hacia el muelle.
Había mucho movimiento ahí. Había ruido y bullicio en todos lados
mientras cargaban y descargaban los barcos y mientras las carreteras
llevaban y traían la carga desde los muelles. Los marineros se paseaban
perezosamente si no tenían trabajo en los barcos o, si estaba por zarpar,
se gritaban órdenes.
—¿Cuál es nuestro barco? —preguntó Elizabeth.
—Ése —respondió Darcy señalando un buen barco de navegación—. El
Mary Rose.
El Mary Rose se meneaba sobre el agua, sus velas estaban recogidas y sus
cabos atados firmemente al poste de anclaje. Todo a su alrededor era
actividad. La servidumbre de Darcy estaba ocupada revisando que todo
estuviera bien con el carro mientras lo subían a bordo y los mozos de
establo estaban conduciendo a los caballos hacia la pasarela de abordaje.
Los animales estaban inquietos y los mozos les hablaban con suavidad
para tranquilizarlos, de modo que cruzaron la estrecha pasarela sin
Pág
ina 4
5
ningún incidente. Luego fue el turno de subir sus pertenencias, que fueron
llevadas a bordo por marineros robustos que subieron los baúles como si
no pesaran nada.
Una vez que todo estuvo dentro, la comitiva de los Darcy caminó por la
pasarela para abordar, todos salvo uno de los escoltas, quien se negó a ir
luego de decir que Francia era un país idólatra. Se le dio su paga sin
demora, pues el oleaje era preciso para la partida.
Uno de los marineros se acercó y le ofreció a Elizabeth su ayuda para
abordar el barco, pero ella simplemente sonrió y caminó con certeza por la
pasarela, mientras lo hizo, se rio al sentir cómo se agitaba y sacudía bajo
de sus pies. Darcy fue detrás de ella y, una vez a bordo, el capitán dio la
bienvenida.
—Es un buen día para navegar —les dijo— Llegaremos del otro lado del
canal en poco tiempo. ¿Alguna vez ha cruzado el canal, señora Darcy?
—No, nunca —respondió Elizabeth.
—No hay nada como estar en el mar. Estoy seguro de que le resultará
interesante.
Ella miró alrededor de la cubierta, vio lo cabos enrollados y todos los
aditamentos para la navegación; luego vio el cañón.
Pág
ina 4
6
—¿Es común que un buque esté armado? —preguntó ella con cierta
aprehensión.
—No es inusual en estos tiempos difíciles —respondió él—. Unas cuantas
modificaciones al barco y unos cuantos hombres hábiles pueden hacer
una gran diferencia en la seguridad de un barco. El sólo verlos mantiene a
todos a salvo.
—Pero creí que estábamos en un período de paz —dijo Elizabeth.
—Y lo estamos, pero nunca se sabe cuándo puede ocurrírsele a un capitán
extranjero olvidar las órdenes que tiene; además, están los corsarios —dijo
el capitán—. Pero no se preocupe. No es probable que vayamos a enfrentar
problemas durante nuestro viaje. Estarán en Francia en un abrir y cerrar
de ojos.
—¿Hay más pasajeros? —preguntó Elizabeth.
—No, sólo ustedes —respondió el capitán—. Dispuse que les prepararan
un camarote. Tiene todo lo que puedan necesitar durante el viaje.
Apareció el maestre y los Darcy lo siguieron abajo, hacia el camarote. A
Elizabeth le pareció que era pequeño y que estaba amontonado, a pesar de
que Darcy le dijo que, para los estándares de los barcos, era espacioso.
Tenía una mesa con dos sillas y dos tarimas para dormir; Elizabeth se
Pág
ina 4
7
sorprendió de que todos los muebles estaban clavados.
—Es para cuando hay tormenta —dijo Dacy—. Eso impide que todo se
mueva de un lado a otro.
Elizabeth asintió pensativa.
No permaneció abajo por mucho tiempo. Aunque el camarote estaba bien
equipado, el aire ahí era sofocante y Elizabeth sabía que se sentiría mejor
arriba, al aire libre. Subieron a cubierta y vieron cómo el barco zarpaba
mientras los marinos levantaban anclas e izaban las velas. La tela blanca
de las velas se hinchó con el viento y movió el barco hacia adelante.
Elizabeth se sintió vivificada al sentir el viento sobre la cara y se rio
cuando ese mismo viento le deshizo el chongo que se había hecho. Darcy
sonrió y le acomodó el pelo detrás de las orejas y, al hacerlo, su dedo trazó
un arco quemante sobre su mejilla.
Al sentir su tacto, el mundo desapareció para Elizabeth y se quedó
hipnotizada mirando sus ojos. Nada ni nadie más parecía existir.
No fue sino hasta que uno de los marineros chocó contra ella, que
Elizabeth salió de su trance. El marinero se disculpó, pero al recobrar la
conciencia de dónde estaba, ella se percato de que estaba estorbando. Se
hizo a un lado y se inclinó sobre el barandal sintiendo el rocío de sal en la
Pág
ina 4
8
cara, que salpicaba conforme el barco cortaba el agua a su paso. Darcy se
quedó de pie a su lado y puso su mano suavemente sobre la espalda baja
de ella.
—¿Ha estado en Francia muchas veces? —preguntó ella.
—Sí, muchas, muchas veces.
Había algo en la voz de él que ella no lograba entender y al voltear a verlo,
se dio cuenta de que él tenía la mirada abstraída en la distancia.
—¿Las cosas estaban muy mal? —preguntó ella, mientras trataba de
imaginar qué estaba pensando él.
—No, por el contrario. No he vuelto a Francia en años —explicó—: la
última vez que visité el país fue antes de la Revolución.
—Entonces habrá sido apenas un niño —dijo ella.
—Bueno, sin duda era más joven de lo que soy ahora —respondió él. Luego,
trayendo de nuevo sus pensamientos al presente, dijo—: Veo que no se
marea.
—No, al parecer no —respondió Elizabeth—, por lo menos hoy, que el
clima está bien. ¡Aunque no estoy muy firme sobre mis pies!
—Toma tiempo acostumbrarse al movimiento —dijo él—. ¿Nunca antes
había navegado, ni siquiera en un barco de paseo?
Pág
ina 4
9
—No, rara vez íbamos a la costa. Mi madre siempre quería ir; hablaba
mucho de Lyme y de Brighton y de Cromer cuando yo era más chica, pero
mi padre siempre estaba satisfecho de quedarse en casa. Lo más que logró
mi madre fue convencerlo de que fuéramos a Londres, a visitar a mi tía
Gardiner y a su familia; bueno, también salimos en otra ocasión, cuando
ella le dijo que el aire de mar le sentaría bien para los nervios.
—¿Y sí?
—No, y es por eso que nunca más fuimos. Él dijo que ya una vez ella le
había prometido que le haría bien para los nervios y que, como no había
pasado nada, no volvería a salir en encomiendas inútiles.
—¿Y nunca quisieron conocer un lugar de temporada?
—Nunca lo pensé. Siempre había algo nuevo que hacer o que ver en casa,
tantos cambios en la gente que me rodeaba, que nunca quise otra cosa.
Pero ahora veo que me gustaría volver a la costa otra vez. Podríamos ir a
Ramsgate, siempre que Georgiana no sufra al recordar el tiempo que pasó
ahí con Wickham.
—Creo que sería mejor que no fuéramos a Ramsgate, pero hay muchos
otros lugares de temporada a los que podemos ir.
Él le platicó de los lugares a los que había ido y luego prestaron atención a
Pág
ina 5
0
los barcos que estaban a su alrededor. Algunos era buques navales, otros
eran mercantiles y otros más eran embarcaciones civiles; algunos iban
hacia Inglaterra; otros, hacia Francia; algunos incluso iban más lejos, al
servicio de la East India Company.
Cuando estaban a mitad de camino, Dzrcy bajó para asegurase de que los
caballos estuvieran cómodos y no muy tensos por el viaje y a dar
instrucciones para el desembarque cuando llegaran. Elizabeth permaneció
en cubierta, observando otros barcos y, de tanto en tanto, la inmensidad
del océano, pues el mar se llenaba y vaciaba a su alrededor.
Durante uno de estos intervalos vio una vela solitaria en el horizonte. La
siguió con la vista sin mucho interés, pero conforme se acercaba, percibió
un cambio en el ambiente y sintió la tensión entre los marineros, que
comenzaron a levantar la mirada en dirección a la embarcación y a
procurar hacerse sombra en los ojos con las manos.
—¿De qué se trata? —preguntó Elizabeth—. ¿Es una embarcación francesa?
—Se trata de problemas —respondió el maestre.
—Sí —dijo uno de los marineros—, cosarios, piratas.
Con creciente alarma, Elizabeth observó el barco. Se acercaba rápidamente
y lo que en un principio se veía como figuras informes, pronto se convirtió
Pág
ina 5
1
en formas bien definidas de personas sobre cubierta.
De pronto comenzó a haber gran actividad a su alrededor: el maestre daba
órdenes y los marineros trepaban la jarcia, izaban y recogían velas para
procurar hacer virar el barco. Pero fue inútil; no pudieron ni virar ni
moverse lo suficientemente rápido y los piratas estaba casi sobre ellos.
Elizabeth tenía miedo. Se alejó del barandal, con la mirada fija en los
piratas y con la esperanza de que hubiera un cambio en el viento o una
calma repentina, lo que fuera que pudiera alejar ese barco del barco en el
que ella estaba. Pero seguía acercándose. Ahora podía ver las caras de los
piratas, llenas de un júbilo salvaje.
Se volteó para dirigirse abajo y se topó con su esposo, que recién regresaba
a cubierta con el capitán. Él la abrazó y ella sintió una fuerza inusual
emanando del cuerpo de él y una sensación de fuerza bruta.
—¡Darcy! —dijo ella agradecida y refugiándose en su cercanía—. Los
piratas… —volviendo la mirada al barco que se acercaba rápidamente con
su tripulación de asesinos.
Y, de pronto, vio cómo los piratas palidecían y mudaban sus expresiones.
Su mirada triunfal fue sustituida por una mirada de miedo y podían
escucharse sus murmullos de angustia al tiempo que se alejaban del
Pág
ina 5
2
barandal. Luego se dispersaron y comenzaron a trepar la jarcia mientras
su capitán les lanzaba insultos. El barco viró y se retiró a toda prisa,
desapareciendo en la distancia tan rápidamente como había aparecido.
Ella se quedó de pie mirando el lugar, ahora vacío, que el barco había
ocupado unos segundos.
—¿Qué sucedió? —le preguntó al maestre mientras sentía cómo su pulso
volvía a la normalidad.
—No lo sé con certeza —respondió el maestre con el ceño fruncido.
—Yo sí —murmuró uno de los marineros lúgubremente—. Hay algo abordo
que los asusta. Y no hay muchas cosas que asusten a ese tipo de hombres.
—¡Nuestro cañón! —dijo el capitán satisfactoriamente.
Elizabeth volteó a la parte de cubierta en donde estaba ubicado el pequeño
cañón, pero los marineros todavía murmuraban y uno de ellos dijo algo
que sonó como albatros.
—¿Albatros? —dijo el maestre y escupió.
—Discúlpelo, señora Darcy —dijo el capitán—. Mis hombres son buenos
tipos, pero no tienen modales de salón.
—¿Qué significa albatros? —preguntó Elizabeth.
El capitán sacudió la cabeza.
Pág
ina 5
3
—Los marineros son tipos muy supersticiosos, y tan pronto como algo sale
mal, por nimio que sea, deben encontrarle una razón. Dicen que es mala
suerte dispararle a un albatros, así que cuando algo raro sucede, desde
luego debe ser porque alguien a bordo disparó a una de estas aves. Ésa es,
sin duda, una explicación mucho más razonable que la de que los piratas
temían a nuestras armas.
Elizabeth sonrió, pero la sensación de intranquilidad permaneció en el aire.
Todavía cuando el capitán escoltó a los Darcy abajo para que almorzaran
los tres juntos podían escucharse murmullos entre la tripulación. Algunos
era en inglés y otros en una mezcla de otras lenguas europeas. Pero una
frase sobresalía de las demás.
—¿Qué están diciendo? —un marinero le preguntó al otro.
—Viejo —respondió el marinero malhumoradamente.
—¡Viejo! ¡Nuestros cañones no tienen nada de viejo, no el barco! Son
nuevos. Bueno, nuevos en términos navales, señora Darcy, y, ciertamente,
lo suficientemente nuevos como para asustar a cualquier otro revoltoso
que se cruce con nosotros —dijo el capitán riéndose.
Abajo estaba dispuesta una comida simple sobre la mesa del capitán y,
muy pronto, los tres estaban comiendo. Darcy estaba contento de
Pág
ina 5
4
escuchar al capitán en lugar de hablar, y Elizabeth estaba contenta
mirándolo; observaba cuidadosamente sus dedos mientras él pelaba una
naranja. Él aprovechó que el capitán se retiraba de la mesa por un
momento y colocó la naranja en el plato de ella; ella la partió en dos,
separando con sus manos los suaves segmentos, y le dio a él una de las
mitades.
—Ya pronto llegaremos —dijo el capitán cuando terminaron de comer—.
Ha sido un placer tenerlos a bordo, señora Darcy. A su esposo lo he
transportado en muchas ocasiones, pero espero poder tener el gusto de
transportarla a usted de nuevo. Espero que su primer viaje no hay sido
demasiado desagradable. Le aseguro que nuestro pequeño inconveniente
fue algo inusual y no es probable que vuelva a ocurrir.
—No me asusto tan fácilmente —dijo Elizabeth, ganándose así una mirada
de admiración de su esposo—. Creo que me hubiera alarmado más una
travesía turbulenta.
—¡Sí, eso puede ser muy desagradable! Pero usted tiene algo de marinero,
señora Darcy. Apostaría a que estaría con los pies firmes incluso en una
tempestad.
Elizabeth dirigió la mirada a la portilla que permitía que la luz natural
Pág
ina 5
5
entrara al camarote y se dio cuenta de que por ahí podía ver el contorno
distante de tierra firme.
—¿Eso es Francia? —preguntó, dirigiéndose a la portilla para mirar.
—Así es —dijo el capitán, poniéndose de pie en cuanto Elizabeth se
levantó—. ¿Van a estar mucho tiempo allá?
—Quizá unas cuantas semanas —respondió Darcy, poniéndose también en
pie.
—Hay muchas cosas que ver. Esperemos que las disfruten —dijo el
capitán al tiempo que les hacía una reverencia.
Como el capitán quería hablar algunas cosas con Darcy, Elizabeth
aprovechó para volver a su camarote, en donde se arregló el pelo. Al
regresar a cubierta, vio que Darcy ya estaba ahí. Cuando estuvieron juntos
de nuevo, Darcy la abrazó protectoramente y así permanecieron mientras
se acercaban a la costa y pudieron distinguir, primero los edificios, y luego
las personas en los muelles.
—¿París está lejos de aquí? —preguntó Elizabeth.
—Nos va a tomar varios días llegar —respondió Darcy—. Pero vamos a ir
haciendo el viaje por etapas, deteniéndonos a disfrutar de los paisajes en
el camino, pues hay muchas cosas que quiero mostrarle.
Pág
ina 5
6
El barco entró sin dificultad al puerto y los Darcy desembarcaron.
Al tiempo que pisaba suelo francés por primera vez, Elizabeth miró a su
alrededor con mucho interés y pensó en qué traerían consigo las
siguientes semanas.
Pág
ina 5
7
Capítulo 3
Transcrito por Karina27 & Mary Ann♥
Corregido por Kte Belikov
i queridísima Jane:
Hace casi una semana que te escribí por última vez y, de
hecho, he sido bastante negligente, pues he olvidado
enviarte la última carta. No importa, voy a enviar las dos
cartas juntas y, así, tendrás el gusto de recibir dos cartas a la vez; o, lo que
es más probable, una después de la otra, pues dicen que el correo de aquí,
del continente, no es muy confiable.
Ahora estamos en París, y es la ciudad más hermosa. Al principio me sentí
nerviosa de venir, pero mis miedos eran infundados. Esta ciudad, contrario
a lo que esperaba, es lo que más civilizada y, hasta ahora, los franceses
parecen amistosos. Hemos tenido algunos problemas con la comida, que
está llena de ajo, y muchos de los sirvientes se han enfermado; de hecho,
uno de nuestros lacayos nos dejó, explicando que terminaría envénenado si
permanecía aquí. Afortunadamente, no nos fue difícil remplazarlo. Mi
doncella se niega comer nada que no sea el pan y queso que ella misma
M
Pág
ina 5
8
compra en el mercado y debo confesarte que, más de una vez, la he
acompañado con esas mismas comidas simples.
Tampoco Darcy come mucho aquí; pero la comida es lo de menos. Hay
muchas tiendas y todas son muy elegantes, y hay cosas esplendorosas por
doquier. Mi querido Darcy tiene un amplio círculo de amigos y parientes y
compadezco a mi pobre mamá por haberle dicho que, en Hertfordshire,
Llegábamos a reunirnos incluso hasta con veinticuatro familias, pues hasta
ahora debo haber conocido a cientos de amigos suyos. Anoche fuimos a una
soirée y hoy en la noche vamos a ir a un salón organizado por una de las
primas de Darcy. ¿No suena grandioso? Quizás empiece una tendencia por
los salones cuando vuelva a casa. Tú y yo podemos organizarlos, Jane, y
ser las mujeres más en boga de Inglaterra.
¿Qué tal Londres? ¿Están contentos tú y tu querido señor Bingley? Yo estoy
contenta con mi Darcy y, sin embargo, Jane, todavía no ha venido a mi
habitación en la noche, y no sé por qué. Quisiera que estuvieras aquí, así
tendría alguien con quien platicar. Toda la gente aquí es muy amable, pero
todos son desconocidos y a nadie de ellos puedo decirles las cosas que a ti
Pág
ina 5
9
te diría
Escríbeme en cuanto puedas a la dirección que aquí te mando.
Tu hermana que te quiere,
Elizabeth.
Le puso dirección a la carta y se la dio a uno de los lacayos para que la
llevara a la oficina postal, junto con la otra carta que había escrito en
Dover y luego subió a arreglarse. Mientras subía, se dio cuenta del abismo
que había entre su vida anterior y la de ahora. Sus experiencias en París le
habían mostrado, por primera vez, cuán verdaderamente distintas eran su
vida y la de Darcy. Antes de su boda, lo había visto en Pemberley con su
hermana, en Rosings con su tía y en Netherfield con Bingley, pero nunca
lo había visto en sociedad. Y ahora, era muy distinto.
Elizabeth pensó en la visita de lady Catherine a Longbourn apenas unas
cuantas semanas antes, cuando ella había procurado persuadirla de que
no se casara con Darcy explicándole que todas las personas vinculadas a
Pág
ina 6
0
él la censurarían, la desdeñarían y despresarían y que su alianza sería una
desgracia; le dijo también que, si fuera sabia, no renunciaría a la esfera
social en la que había crecido.
A todo ello, Elizabeth había respondido molesta que ella no consideraba
que, al casarse con él, estaba renunciando a su esfera social, puesto que
Darcy era un caballero y ella era, de igual modo, hija de un caballero.
Y era cierto, pero no fue sino hasta París que ella se dio cuenta del abismo
que existía entre la hija de un caballero de una finca en el campo y un
caballero de la talla de Darcy.
La gente que él conocía en París era bastante distinta de la alta burguesía
del campo en Inglaterra. Nunca antes había visto gente tan bonita y
fascinante. Las mujeres ondulaban, en lugar de caminar a lo largo de los
salones, con la sinuosa belleza de las serpientes, y los hombres eran
igualmente seductores. Le hablaban en voz baja, sosteniéndole la mano
prolongadamente y mirándola a los ojos con una intensidad que la atraía y
le provocaba repulsión a la vez.
No obstante, le gustaba París, y para cuando llegó al salón, estaba lista
para divertirse.
La casa parecía insignificante desde el exterior. Estaba ubicada en una
Pág
ina 6
1
calle sucia y la fachada era estrecha y austera; pero dentro, todo era
distinto. El recibidor tenía techos altos y una gruesa tapicería escarlata y
había una espléndida escalinata que conducía al primer piso. La casa
estaba llena de gente; todos vestidos con las extrañas nuevas modas de los
parisinos. Ya no se veían los elaborados estilos de los años
prerevolucionarios, con faldas amplias y arqueadas y con pelucas altísimas.
Semejantes muestras de riqueza se habían descartado por el miedo y,
ahora, la simplicidad era la orden del día. Los hombres llevaban el pelo
largo, que caía sobre los altos cuellos de su abrigos llevaban pantalones
hasta la rodilla y bastante ajustados. Las mujeres usaban vestidos con la
cintura alta y faldas ligeras, hechas de un material tan fino que parecía
casi transparentes.
Se escuchaba el sonido de conversaciones mientras los Darcy subían por
la escalinata. Una o dos personas se colocaron sus monóculos para
examinar a Elizabeth. Ella sintió que su vestido era muy inglés y que
parecía tosco al lado de la elegancia parisina. La tela era mucho más
gruesa y el estilo más rebuscado.
Darcy la presentó con algunas personas que le dieron la bienvenida a París;
pero no era como la cálida bienvenida que había recibido en Hertfordshire;
Pág
ina 6
2
era, en conjunto, un saludo de evaluación.
Elizabeth y Darcy llegaron al final de la escalinata y esperaron a ser
anunciados.
Las puertas del salón habían sido removidas y a la entrada se le había
dado la forma de un arco oriental. Enmarcada tan perfectamente a la
anfitriona, que Elizabeth supuso que todo ella era premeditado. Madame
Rousel, reclinada sobre un chaise longue, parecía un retrato viviente. Tenía
el pelo oscuro, sostenido por arriba de la cabeza con un broche de
madreperla y, desde ahí, se derramaban artísticamente sus rizos alrededor
de sus finos rasgos y hasta sus hombros desnudos. Su vestido era
escotado, con pequeños olanes que pasaban por mangas y le caían por los
hombros hasta fundirse con un olán delicado que hacía el conjunto en el
cuello. La tela transparente de su falda era acomodada a su alrededor en
pliegues que hacían recordar las esculturas y en los pies llevaba sandalias
doradas. Sobre las rodillas, y en una disposición aparentemente casual,
tenía puesto un chal rojo oscuro, cuyos pliegues hacían parecer que
flotaba sobre la tapicería dorada del Chaise longue. Pero cada pliegue era
tan perfecto que sólo podía ser resultado del artificio y no del descuido que
pretendía mostrar. Elizabeth se dio cuenta de que ésa era la razón por la
Pág
ina 6
3
que ella se sentía incómoda, todo en el salón, las personas, la ropa, los
muebles, era resultado del artificio, una superficie cuidadosamente
arreglada que brillaba como el mar en un día de verano pero que
disfrazaba aquello que ocultaba debajo.
Los Darcy fueron anunciados. Al escuchar el nombre, muchas de las
personas que estaban en el salón voltearon a verlos. Incluso aquí, en París,
el nombre Darcy era bien conocido. Los miraban abiertamente, de una
forma en que los ingleses nunca lo harían, y con un descaro inquietante.
Entraron y madame Rousel, la prima de Darcy, les dio la bienvenida.
—Por fin, Darcy, estaba pensando cuándo vendrías a visitarme. Han
pasado muchos años desde la última vez que te vi.
—No ha sido fácil visitar Francia —respondió él.
—Para uno de nosotros siempre es fácil —dijo ella en tono reprobatorio—
Pero ahora estás aquí y eso es lo que cuenta.
Ella le alargó la mano, con sus finos dedos blancos cubiertos de anillos, y
él la besó. Luego retiró la mano y la colocó de nuevo sobre sus muslos, en
la misma exacta posición en la que estaba antes.
—Así que usted es Elizabeth —dijo— Debe ser muy especial para haberse
ganado el afecto de Darcy. Nunca creí que fuera a casarse. La noticia nos
Pág
ina 6
4
sorprendió a muchos —luego volvió su mirada otra vez a Darcy.
Permaneció un momento en silencio con expresión meditativa y, por último,
inclinó levemente la cabeza entre Elizabeth y les deseó una alegre velada
en su salón.
—Vas a encontrarte a muchos de los viejos amigos aquí y a otros nuevos
también —le dijo a Darcy.
Darcy y Elizabeth continuaron hasta el enorme salón para que madame
Rousel pudiera saludar a sus siguientes invitados.
Al entrar, cuatro mujeres al mismo tiempo le dieron la bienvenida a Darcy;
se acercaron a él con movimientos ágiles y miradas prolongadas. Sus
vestidos eran de tonos arco iris, con los colores de las gemas y de tela muy
delgada, como todos los vestidos parisinos. Todas ellas tenían el pelo
oscuro y la piel pálida.
—Tendrá que tener cuidado —escucho Elizabeth detrás de sí.
Volteó y vio a un hombre de rasgos finos y pelo revuelto. Tenía aire de
aburrimiento y aunque, por lo general, a Elizabeth no le caían bien
quienes se aburrían fácilmente, había en él algo magnético. Su ennui le
daba a su boca un giro malhumorado que resultaba indudablemente
atractivo.
Pág
ina 6
5
—Si pueden, se lo van a quitar —continuó diciendo el hombre mientras la
miraba.
Elizabeth volteó a verlas y, al hacerlo, recordó a Caroline Bingley y sus
esfuerzos constantes para atraer la atención de Darcy. Él se había
mostrado impenetrable con Caroline y hacía lo mismo con las mujeres
parisinas, a pesar de todos sus esfuerzos por embelesarlo. Lo miraban
furtivamente y le hablaban y le sonreían y se recargaban en él para
sacudir restos imaginarios de polvo en su abrigo y para quitar cabellos
imaginarios de sus mangas. Pero al darse cuenta de que no respondía a
sus intentos por cautivarlo, redoblaron esfuerzos; una de ellas le
murmuraba al oído, otra se le acercaba cara a cara y otras dos caminaban
tomadas de los brazos, frente a él, para mostrarle sus figuras.
—No está bien lo que hacen, está recién casado —dijo una mujer
acercándose a Elizabeth y se quedó de pie junto a ellos —. Pero discúlpeme,
me olvidé que no nos han presentada. Soy Katrine du Bois y él es mi
hermano Philippe.
La mujer tenía un aire de calidez que le faltaba a muchos de los invitados
al salón y Elizabeth percibió en ella a una amiga. No obstante, también
pudo ver en ella algo de melancólico, como si hubiera sufrido una gran
Pág
ina 6
6
decepción de la que nunca se hubiera recuperado.
—No, no está bien —dijo Philippe—. Pero es la naturaleza, ¿qué puede uno
hacer? —y volteó a ver a Elizabeth con compasión.
Pero a Elizabeth le entretenía la escena.
—Pobrecitas —dijo.
Darcy tenía la misma expresión que tenía el día que ella lo había visto por
primera vez en la reunión de Meryton y, a pesar de la diferencia entre
ambos eventos, la ruidosa vulgaridad de la reunión y la refinada elegancia
del salón, él seguía por encima de quienes lo acompañaban. El color
oscuro de su pelo encendía en contraste con el lino blanco de su camisa y
su cara de bellos rasgos se veía hermosa incluso junto a semejante
compañía. Sus ojos oscuros vagaban inquietamente por arriba de sus
compañeras hasta que llegaron a posarse en Elizabeth. Y entonces su
expresión se relajó y se mostró lleno de calidez y amor.
—Yo quisiera que un hombre me mirara de la forma en que Darcy la mira
a usted —dijo Katrine.
—Soy muy afortunada —dijo Elizabeth con sinceridad.
No se había casado por riqueza o posición social; se había casado por amor.
Y lo que hubiera querido, más que estar en compañía de los otros, era
Pág
ina 6
7
haberse quedado en el mesón, donde podían estar solos. Peo sabía que no
se quedarían en Paris por siempre. Las visitas y los compromisos llegarían
a su fin y luego tendrían más tiempo para estar juntos, solos los dos.
—Vaya que sí —dijo Katrine—. Yo poseo muchas cosas, tengo joyas y ropa,
carruajes y caballos, una excelente casa y mejores muebles aun, pero lo
daría todo por una mirada como ésa.
Las cuatro mujeres procuraron de nuevo la atención a Darcy y él tuvo que
volver su atención a ellas. Al hacerlo, puso una de sus manos sobre su
pecho, tomó algo que tenía debajo de la camisa, se lo alejó del pecho y
luego lo soltó.
—¿Qué está haciendo? —preguntó Katrine—. ¿Lleva algo alrededor del
cuello?
—Sí, ayer le compré un crucifijo. La tiendas en París son muy tentadoras
—respondió Elizabeth—. Al principio se negó a aceptarlo, pero me ha dado
tantas cosas y yo a él tan pocas que le insistí y al final, me permitió
ponérselo al cuello.
—Debe quererla mucho —dijo Katrine en tono reverencial.
—Sí, creo que me quiere mucho —contestó Elizabeth.
—Bueno, ya hemos hablado suficiente de Darcy —dijo Philippe—. Si
Pág
ina 6
8
continuamos me voy a poner celoso. Pero las recompensaré hablando de
las muchas perfecciones de nuestra anfitriona. ¿No les parece hermosa? —
preguntó mientras dirigía una mirada de añoranza hacia ella.
—Parece encantadora —contestó Elizabeth.
—Sí, lo es; es muy encantadora —dijo él con calidez.
—Pero, ¿siempre recibe a la gente reclinada en su sofá? —pregunto
Elizabeth con humor ligero.
—Ah, le parece divertido —dijo él, percibiendo el humor en la mirada de
Elizabeth— Y sí que lo es, una afectación divertida. A nuestra gran
anfitriona, como a todos, le gusta tener alguna afectación. ¿A los
anfitriones de su tierra no les gusta causar alguna impresión?
—No le sé decir, rara vez atiendo asuntos sociales —dijo Elizabeth— o, por
lo menos, no este tipo de asuntos sociales, y nadie en Meryton se vestiría
así ni pasaría la noche reclinado en un sofá, a no ser que estuviera
enfermo.
—¿Entonces su esposo no la lleva a los salones de Londres? —preguntó
Philippe—Creí que sí.
—Difícilmente sé a dónde me lleva, o debo decir, a dónde me llevará. Nos
casamos a penas hace una semana.
Pág
ina 6
9
—Ah, claro. Tan recientemente casados que tendrán mejores cosas que
hacer con su tiempo que ir a los salones —dijo Philippe levantado las cejas.
Para su propia sorpresa, Elizabeth se sonrojó por el comentario y, al darse
cuenta de ello, Katrine le dijo:
—No le hagas caso a mi hermano —y lo golpeó con el abanico en el brazo
para mostrar su desapruebo— Es muy francés, no entiende el concepto
inglés del bueno gusto. No piensa en otra cosa que el placer carnal y no
tiene ningún tipo de discreción.
—¡Me ofendes, ma soeur! —dijo pretendiendo estar lastimado—. ¿Qué
impresión de mí le vas a dar a la belle Elizabeth? —luego, mirando a
Elizabeth dijo—: Pienso en muchas cosas, en mis caballos y carruajes, en
mis amigos y mi familia, en el arte y la música... es más, se lo voy a
mostrar. Voy a llevarla a conocer a nuestro genio residente y verá cómo lo
escucho con arrobo.
Le ofreció el brazo con tal galantería que ella no pudo negarse, y la condujo
hasta el otro lado del salón, en donde un joven comenzaba a tocar el piano.
Estaba rodeado de un círculo de admiradoras que se recargaban sobre el
instrumento o permanecían de pie en posición de adoración junto a él.
Era un joven muy guapo en el estilo francés, de aspecto intelectual, el pelo
Pág
ina 7
0
liso y brillante y rasgos pronunciados. Tocaba con un gusto exquisito; sus
dedos recorrían las teclas más rápido de lo que parecía posible y fundía las
notas con una extraña y ondulante fluidez. La música emanaba de sus
dedos a toda la habitación y llenaba el espacio con su hipnótica melodía
—Traje a alguien para que te conozca —le dijo Philippe.
Presentó a Elizabeth con las tres mujeres recargadas del otro lado del
piano y luego la presentó al pianista, Monsieur Huilot: «Un joven genio de
la música». Monsieur Huilot aceptó con gracia el cumplido, sin distraerse
ni por un momento de sus hipnóticas melodías, y le preguntó a Elizabeth
si le gustaba la música. Cuando ella respondió que sí, él dijo:
—Eso es bueno. La música alimenta el alma, y el alma necesita alimento
Siguió tocando; sus dedos medían las teclas y la música era magnifica.
Pero Elizabeth no podía mantener su mirada en él, pues siempre volvía a
Darcy, que continuaba mirándola a pesar de los esfuerzos de las cuatro
mujeres por mantener su atención.
Hubo un intervalo de silencio en la música y Darcy lo aprovecho para
cruzar el salón hasta donde estaba Elizabeth y le dijo:
—¿No va a tocar?
—Usted mejor que nadie sabe que soy una pianista promedio —le
Pág
ina 7
1
respondió
Ella había tocado frente a él en varias ocasiones, primero en Hertfordshire,
cuando ambos estaba ahí como invitados de Sir William Lucas y luego, en
Rosings, en a casa de la tía de Darcy. Ella no había querido tocar, ni
siquiera en esas reuniones pequeñas, y estaba mucho menos dispuesta a
tocar aquí, en donde había tanto talento musical.
—Le suplico que cambie de idea; usted toca muy bien. Además, no tendrá
la intención de negármelo ahora que he venido aquí con toda pompa a
escucharla —dijo él con una sonrisa irónica.
Elizabeth se rió, pues ésa había sido su queja en Rosings, donde él se
había portado indiferente y arrogante y ella había creído que él estaba
intentando incomodarla; pero estaba equivocada, él simplemente quería
estar cerca de ella.
—Muy bien —dijo ella y añadió para los demás invitados— están
advertidos.
Ella tocó y cantó y recibió una respuesta cortés, a pesar de que sí, era una
pianista promedio, pues no estaba dispuesta a dedicar varias horas al día
a la práctica. Pero esa respuesta tibia fue más que bien recompensada por
la mirada de Darcy y por el hecho de que, poco después le dijera: «Ya
Pág
ina 7
2
estuvimos aquí el tiempo suficiente ¿Qué le parece si vamos al baile de
Lebeune? Me gustaría bailar».
No fue necesario que insistiera. El ambiente suntuoso estaba empezando a
oprimirla y la gente extrañamente sinuosa era inquietante. Se sintió
aliviada al salir y respirar el aire fresco.
La noche cubría la ciudad como un manto oscuro, perforando con la luz de
candelabros y, arriba, parecía haber mil estrellas.
Había tanta actividad como durante el día. París era una ciudad que no
dormía. Los carruajes pasaban por las calles con pasajeros vestidos en
colores brillantes de camino a bailes y soirées y la luz y las risas se
derramaban fuera de las tabernas. Se podían escuchar voces en inglés
mezcladas con las francesas, pues muchos compatriotas de Elizabeth
aprovechaban el tiempo de paz para visitar París.
Pero, a pesar del color y de las risas, debajo del esplendor había algo
terrible latente, una sensación de que la violencia podría estallar de nuevo
en cualquier momento. Pues, no obstante su elegancia París era una
ciudad desgarrada por la destrucción. La Revolución había dejado su
marca.
—Está muy callada —dijo Darcy.
Pág
ina 7
3
—Estaba pensando —respondió Elizabeth.
—¿En qué?
—En la Revolución. En cómo cambió todo.
—No todo —dijo él, tomándole de la mano.
El carruaje se detuvo afuera de un edificio grande de piedra y entraron.
La casa Lebeune estaba descuidada, llena de un esplendor desvanecido y
de grandeza estropeada. Las columnas de mármol del recibidor estaban
deslustradas y la alfombra que cubría la escalinata estaba ya raída de
tanto uso. Mientras Elizabeth subía al primer piso, miró los retratos que
colgaban de las paredes, pero estaban tan sucios que no podía distinguir
los rasgos, no podía ver más que contornos oscuros y borrosos. También
los marcos estaban sucios y aunque eran dorados, hacía mucho que
habían perdido su brillo. Había un candelabro colgado del techo,
espléndido en tamaño y forma, pero tan falto de velas que no daba más
que un tenue resplandor.
También las personas parecían marchitas. Los abrigos de los hombres
brillaban en las partes más desgastadas y sus zapatos estaban raspados, y
los vestidos de las mujeres estaban remendados y parchados. Vestían al
viejo estilo, con vestidos pesados, faldas completas y telas damasquinas.
Pág
ina 7
4
Elizabeth ya había conocido a gente así, en Inglaterra, gente que alguna
vez había sido rica, pero que ahora vivía de la caridad de sus amigos: no
del dinero de ellos, pero sí aceptando invitaciones a comidas o estancias
que, bien lo sabían ambas partes, nunca podrían corresponder.
Sin embargo, a pesar del aspecto deslustrado tanto de las personas del
lugar, Elizabeth lo prefería al de la casa Rousel. Ahí, la superficie brillaba,
pero lo que subyacía era opresivo y aquí era lo opuesto: debajo de sus
deslustradas sonrisas, la gente era cálida y amigable. Ellos conocían la
pena y la pérdida y, no obstante, su espíritu había sobrevivido.
Elizabeth sintió que podía respirar con más libertad.
Le presentaron una serie de personas a quienes les platicó de Inglaterra y
de su propia cuidad, pero al final, no pudo resistir más y con una mirada a
Darcy, lo invitó a conducirla a la pista de baile.
—¿Una pareja de casados? ¡Qué outré!
Fue lo que se escuchó conforme tomaban sus lugares, pues no era usual
que las parejas de casados bailaran juntas. Pero a Elizabeth no le importó.
Era como en los días de su cortejo. Ella y Darcy hablaban libremente sobre
todo lo que habían visto y escuchado ese día. Hablaban de arte y de
música, de la gente a la que habían conocido y de la gente a la que
Pág
ina 7
5
esperaban conocer.
—Como lo suponía, usted le agradó a mi prima —dijo Darcy orgulloso.
Elizabeth recordó la mirada de madame Rousel y pensó que quizás agradó
no el término más indicado, pero por lo menos no la había desaprobado y
le había dado la bienvenida.
—Es bueno que no toda su familia esté en contra del matrimonio —dijo
ella—. ¿La invitará a que nos visite en Pemberley?
—Puede ser, pero no creo que deje Francia, Su vida está aquí, con el
glamour y los entretenimientos de París.
A Elizabeth no le pesaba. No podía imaginarse a madame Rousel en
Inglaterra, en donde sus delgadísimos vestidos, se moriría de frío.
* * * * *
Elizabeth se despertó tarde por la mañana después del baile. Ella y Darcy
no habían regresado a casa sino hasta un poco antes de las cuatro de la
mañana y, cuando por fin se levantó, era casi medio día.
—¡Dios santo! —dijo mientras saltaba fuera de la cama—. ¿Por qué no me
Pág
ina 7
6
despertaste? —le preguntó a su doncella.
—El señor dijo que la dejara dormir —respondió Annie mientras colocaba
una charola de pan y chocolate en frente de ella.
—Bueno, quizás tenía razón. Pero ahora debo apúrame —dijo Elizabeth,
mientras desayunaba—. Se supone que vamos a salir a montar en una
hora.
Darcy le había comprado una yegua que debía de haber llegado esa
mañana y habían acordado salir a dar un paseo a caballo a lo largo del
Sena si el clima lo permitía.
Ella no llevaba traje para montar, pues no tenía intenciones de hacerlo,
pero había comprado uno en París. El dinero y el nombre de Darcy habían
asegurado que le hiciera, un traje y se entregaran rápido y ahora estaba
listo para que lo usara. El traje no tenía arte de la sastrería inglesa, pero
era más fino que cualquier que ella hubiera usado hasta antes de ser la
señora Darcy. Estaba hecho con velarte color verde oscuro, con cintura
alta y una falda larga y ligera, y ella lo combinó con un sombrero verde y
guantes de color canela de York. Su camisa blanca con pechera plisada se
asomaba entre las solapas. Se miró al espejo y luego bajó las escaleras.
Mientras cruzaba el recibidor, escuchó una voz conocida y sonrió de gusto,
Pág
ina 7
7
pues se trataba de uno de los primos ingleses de Darcy, el coronel
Fitzwilliam. Ella lo conocía bien. Se habían visto por primera vez en
Rosings la Pascua anterior y habían pasado muchas horas alegres
caminando y platicando juntos. Se habían llevado tan bien, que él había
juzgado necesario decirle, aunque de forma indirecta, que no podía casarse
con una mujer pobre y que debía casarse con una heredera si quería tener
las comodidades que había aprendido a esperar de la vida. Ella no se
había ofendido pero incluso, le pareció que había hecho bien pues, además,
ella no tenía ningún interés en él como esposo; de hecho, en ese momento
tampoco estaba interesada en Darcy.
Entró al salón deseosa de saludarlo, pero antes de hablar sin que ellos se
hubieran percatado de su presencia, oyó al coronel Fitzwilliam decir:
—¿Estás loco? No debiste casarte con ella. ¿En qué estabas pensando,
Darcy?
Elizabeth estaba conmocionada. No sabía que el coronel se oponía a la
pareja, pues estaba segura de que en Rosings había trabado una buena
relación, pero parecía que, mientras que ella le agradaba como invitada del
rector de su tía, no le agradaba como esposa de Darcy.
—Déjala ir, Darcy —siguió diciendo—. No puedes hacerle esto. Envíala a
Pág
ina 7
8
su casa.
—No —dijo Darcy, dándose vuelta desafiante.
Al hacerlo, vio a Elizabeth. Le extendió la mano y ella fue a su lado; lo
tomó del brazo para presentarle un frente unificado a su primo.
—¿Y bien? —preguntó el coronel Fitzwilliam.
—¿Y bien? —respondió Darcy implacable.
—¿No vas a decírselo? Por lo menos eso le debes. Dale esa opción.
Darcy parecía estar librando una batalla interna. Luego volteó a verla y
buscó su mirada, como si fuera a encontrar la respuesta a su problema
escrita ahí y le acarició la cara.
—Bien, Lizzy, ¿usted qué dice? —preguntó mirándola a los ojos—. Mi
primo quiere que usted vuelva a Longbourn. Yo quiero que se quede
conmigo. ¿Qué responde?
Elizabeth sabía que la familia de Darcy no la aceptaba, que había recibido
miradas de desaprobación en el salón Rousel y que quizás nunca sería
aceptada por la familia, pero eso no le preocupaba más. No era el tipo de
persona que se intimidaba con facilidad y, ciertamente, no se iba a ir de
Europa ni a romper su matrimonio por malas voluntades. Si el coronel
Fitzwilliam creía que se iba a intimidar ante una recibida de mala
Pág
ina 7
9
intención, tenía mucho que aprender sobre su carácter.
Ella volteó a ver a Darcy.
—A donde usted vaya, yo voy. Si usted se queda, yo me quedo.
—¿Lo ves? —dijo Darcy tomándola por la cintura y, volteando a ver a su
primo.
—Lo único que veo es que ella no sabe qué es lo que debe temerle. Si no
vas a tomar mi consejo, habla con tu tío —dijo el coronel Fitzwilliam—. A
él siempre lo has respetado. Ve a verlo y que él te guíe.
Darcy se suavizó y luego dijo:
—Ya había decidió hacerlo. Elizabeth y yo vamos a ir a verlo cuando
terminemos nuestra estancia en París. Ahora, si nos disculpas, vamos a
salir a montar.
—Me sorprende que puedas encontrar un caballo que soporte tu peso —
dijo el coronel sombríamente.
—Traje mi propio caballo de los establos de Pemberly — respondió Darcy—.
Viajó con nosotros, apersogado a la parte trasera del carro.
—Debí suponerlo —dijo el coronel Fitzwilliam. Y luego agregó, con una
inclinación de cortesía—: Darcy, señora Darcy —y se retiró.
Elizabeth volteó hacia Darcy con una mirada interrogativa mientras el
Pág
ina 8
0
coronel salía de la habitación.
—¿Qué fue todo eso? —preguntó—. ¿Desaprueba nuestro matrimonio, o
cree que estoy esperando que su familia me dé la bienvenida? ¿Acaso no
sabe que ya sé que hay personas en su familia que nunca me van a
aceptar? ¿Y de verdad me cree tan pobre de espíritu que piensa que voy a
tener miedo de un comentario hiriente o de una actitud fría?
—Elizabeth…
—¿Si?
Él pareció estar a punto de decir algo más y de pronto ella tuvo una
sensación de terror, como si hubiera algo oscuro latiendo bajo la superficie
de su vida, algo que amenazaba su mundo, su seguridad, su felicidad.
Pero entonces él le acarició el pelo y todo volvió a la normalidad. Él se
relajó y ella también.
—No importa. Los caballos están listos. Veamos si puedo convencerla de
disfrutar Paría a caballo.
Salieron a la calle y ahí, frente a la casa, estaba el imponente corcel negro
de Darcy y la más dulce yegua que Elizabeth hubiera visto. Aunque no era
una mujer de caballos, toda su vida había vivido en el campo y sabía que
esa yegua era excepcional.
Pág
ina 8
1
—Se llama Nevada —dijo Darcy.
El nombre le quedaba muy bien. Era blanca, con crines y cola larga, no
más de catorce cuartas de alto, con las patas esbeltas y los hombros
adecuadamente inclinados. Tenía el cuello arqueado y, en general, su
aspecto era elegante.
A la señal de Darcy, el mozo de establo hizo trotar a la yegua de un lado a
otro de la calle con cabestro, mostrando sus maneras de andar y sus
pequeños y limpios cascos.
—Parece como si tuviera sangre árabe —dijo Elizabeth mientras el mozo la
hizo detenerse.
—Sí, la tiene.
Elizabeth tomó una zanahoria del mozo y, al dársela a la yegua, sintió su
suave boca en su mano.
—¿Le gusta? —preguntó Darcy.
—Vaya que sí —respondió Elizabeth.
Él le ayudó a montarla deteniéndole la mano mientras subía el escalón
para montar, luego ella se acomodó sobre el lomo de la yegua,
enganchando una pierna alrededor de la perilla de su silla lateral antes de
arreglarse la falda, para luego permitirle al mozo ajustar las correas. Por
Pág
ina 8
2
último, dijo que estaba lista.
Darcy montó su corcel y ambos emprendieron su marcha en dirección al
río.
El centro de la cuidad estaba sucio, pero ya cerca del Sena, el paisaje era
limpio y hermoso. El río estaba bordeado de edificios grandiosos cuyos
contornos, largos y elegantes, continuaban a lo largo del horizonte. Sus
muros eran de piedra y sus techos, de color gris pálido, como si un
acuarelista hubiera elegido el tono para hacerle eco al río y al cielo.
Pasaron el Louvre, en donde ya habían estado toda una mañana
observando los exquisitos cuadros de Tiziano y Rubens y en donde ahora
vieron una buena cantidad de gente aprovechando la Paz de Amiens para
recrearse con las actividades que desde hacía mucho tiempo les habían
estado negadas. Elizabeth disfrutaba de las vistas y se deleitaba con los
diestros pasos de su yegua, con el aire cálido y con la compañía de su
esposo.
—¿Cuando su primo hablo de que visitáramos a su tío, a que tío se refería?
—preguntó mientras pasaban sobre un puente para llegar a Notre Dame.
La gran catedral gótica se erguía con el cielo de fondo; era una mezcla de
espirales, ventanas rosadas y contrafuertes impresionantes por su arte y
Pág
ina 8
3
tamaño—. No se refería a su padre, supongo, o lo hubiera dicho.
—No, no se refería a su padre, Tengo otro tío aquí en el continente. Es con
él con quien iremos.
Detrás de ellos se oyó un grito: «¡Darcy, Elizabeth!»
Katrine y Philippe venían sobre sus caballos bayos; ambos estaban
espléndidamente vestidos, Katrine con un traje de montar de terciopelo y
Philippe con un gabán con capa y pantalones a la rodilla que desaparecían
dentro de las lustrosas botas.
—Esperaba encontrarlos aquí —dijo Katrine—. Éste es el lugar donde todo
el mundo se encuentra en París. Todos vienen aquí a ver y ser vistos.
—Supe que recibió la visita de su primo, Darcy —dijo Philippe, mientras él
y Katrine llegaban hasta los Darcy, y los cuatro continuaron juntos—. Me
dice que irán a quedarse con su tío. Los envidio. Han pasado años desde la
última vez que estuve en los Alpes. Extraño el aire puro, los bosques
aromáticos, sentir el viento nocturno en la cara...
—¿Alguna vez ha ido a los Alpes? —Katrine preguntó a Elizabeth.
—No, nunca.
—¿No estaban planeando como parte del recorrido?
—No habíamos planeado salir de Inglaterra siquiera.
Pág
ina 8
4
—Ah, ha sido una sorpresa; pero no ha sido desagradable, espero.
—No, en lo absoluto. Me gusta conocer nuevos lugares y gente nueva.
—Vraiment, es bueno lo que dice. Si no conocemos lugares y gente nueva
nos envejecemos antes de tiempo. Debemos esforzarnos por hacer cosas
nuevas, ¿no es cierto? Eso es lo que le da sabor a la vida.
—Pero, ¿volverán a París? —preguntó Philippe.
—No —respondió Darcy sin más.
Philippe levantó las cejas, pero no dijo nada.
—Por lo menos no durante un tiempo. Pero más adelante, quién sabe —
dijo Katrine.
—Tienen que volver —le dijo Philippe a Elizabeth—. Nunca perdonaremos
a Darcy si nos priva de su compañía, ¿cierto, Katrine?
—Yo a Darcy le perdonaría cualquier cosa —dijo mirándolo con añoranza—.
Pero vámonos, Philippe, tenemos que irnos. Tengo que llevar con los du
Barier en una hora y prometiste escoltarme.
Y se alejaron en una ráfaga de crines y cascos.
—¿Por qué necesita ver a su tío? —preguntó Elizabeth, continuando con el
tema anterior—. Por lo que escuché de su conversación con su primo, me
pareció que quiere su consejo respecto a nuestro matrimonio y nuestro
Pág
ina 8
5
recibimiento en sociedad. ¿Cierto?
—No en la forma en que usted se imagina —respondió.
—¿En qué forma entonces?
Él vaciló, como si quisiera elegir las palabras cuidadosamente.
—Usted y yo somos diferentes. Somos uno para el otro y, sin embargo, no
somos iguales. Mi tío es una persona con mucha experiencia; quizá él ya
pasó por las dificultades que nosotros hemos de pasar y sabrá cómo
enfrentarlas —dijo.
Elizabeth permaneció en silencio, Darcy también. Lo único que se
escuchaba era el sonido de sus caballos, de los cascos a lo largo del
camino.
—Está usted muy callada —dijo él después de uno o dos minutos.
—Estoy… sorprendida —dijo ella—. Creí que nuestras indiferencias
estaban resueltas, por lo menos las diferencias importantes, las que tienen
que ver con nuestro corazón y nuestra mente. Creí que las otras, las
diferencias de nuestras posiciones sociales y la opinión de los demás ya no
le importaban, así como a mí nunca me han importado. Creía que usted ya
las había superado.
—Las he superado, desde hace mucho tiempo. Tiene usted razón, eso no
Pág
ina 8
6
importa.
—Pero algo sí importa —dijo ella al tiempo que detuvo a su yegua— pues
usted no es feliz.
Él parecía sorprendido.
—Estoy feliz —dijo.
—Entonces algo respecto a nosotros lo tiene intranquilo —ella insistió—. Si
no, ¿por qué buscar el consejo de su tío?
De nuevo, él pensó ates de hablar.
—Elizabeth, hay cosas que usted todavía desconoce —dijo con el ceño
fruncido.
—¿Respecto a usted?
—Respecto a mí y a mi familia.
—¿Se refiere a que hay esqueletos en los armarios? —dijo ella mientras
daba unas palmadas a su yegua en el cuello.
Él esbozó una leve sonrisa.
—No, esqueletos no —respondió—. Pero creo que quizás desestimé los
problemas que enfrentaremos. Por mí no importa, pero por usted… Quiero
protegerla, quiero hacerla feliz.
Pág
ina 8
7
—Lo soy.
—No, no del todo. La he visto mirarme confundida ya algunas veces desde
que nos casamos.
Ella no podía negarlo.
—Es porque no siempre comprendo —dijo ella.
—A veces ni yo me entiendo.
—Siempre ha sido un hombre difícil de sondear —continuó ella—. Ni
siquiera en el baile de Netherifield pude descifrarlo. Y creo que
últimamente se ha vuelto más confuso en lugar de menos. Espero que su
tío pueda ayudar.
—Creo que mi tío le va a parecer agradable y también que le van a gustar
los Alpes. Los paisajes son distintos a todo lo que ha visto en su vida. —
Sus ojos rieron y luego añadió—: A su madre sin duda le agradaría mi tío:
vive en un castillo.
—¿Un castillo? —preguntó ella, impresionada a pesar de sí misma—. ¿Es
más bonito que Perberley?
—Sin duda es más grande.
—¿Más bonito que Rosings?
—Por lo menos, más imponente.
Pág
ina 8
8
Los caballos comenzaron un trote más rápido, como si hubieran percibido
el aligeramiento en los estados de ánimo de sus jinetes y pronto llegaron a
un lugar más amplio.
—¿Y qué hay de la repisa de chimenea? —preguntó Elizabeth juguetona.
—Es la repisa de chimenea más impresionante que he visto; el tipo de
chimenea que enloquecería al señor Collins.
—Entonces le suplico que no le hable de ella, sino encontrará una forma
de visitar a su tío y de llevar consigo a la pobre Charlotte —dijo Lizzy
riéndose—. ¿Cómo se llama su tío? ¿Es un Darcy o un Fitzwilliam?
—Viene de…una rama más antigua de la familia —respondió él—. Es un
tío lejano. No es ni Fitzwilliam ni Darcy. Es el conde Polidori.
—¿Un conde? —preguntó Lizzy divertida—. Entonces no debemos contarle
a mi madre sobre él, ¡o querrá presentárselo a Kitty!
—Es demasiado viejo para Kitty —dijo él.
—Qué alivio. La pobre Kitty ha tenido motivos suficientes para llorar estos
últimos meses, luego de que papá le dijo que la vigilaría cuidadosamente y
no la dejaría salir. Hubo que consolarla mucho antes de que pudiera creer
que papá lo había dicho en broma. ¿Cuándo planea que salgamos para las
montañas? —le preguntó.
Pág
ina 8
9
—Depende; podemos irnos tan pronto o tan tarde como usted quiera. ¿Ha
visto París lo suficiente o quisiera quedarse más tiempo?
—Creo que he visto todo lo que necesito ver —respondió ella—. Es muy
elegante a pesar de la destrucción que trajo consigo la Revolución.
También la gente me ha sorprendido, pero...
—¿Pero?
—Creo que este lugar no termina de gustarme. Todos los edificios son
bonitos, pero añoro ver los campos verdes de nuevo.
—Entonces comencemos los preparativos y saldremos en cuanto esté listo.
Pág
ina 9
0
Capítulo 4
Transcrito por flopyna & Sandriuus
Corregido por LadyPandora
l clima era bueno cuando salieron de París. Era un octubre
dorado, con días soleados, cálidos y ligeros. Emprendieron su
viaje sin prisa, para disfrutar del viaje. Al principio, Elizabeth
viajó en el carro. Una vez que pasaron la ciudad y tomaron rumbo hacia el
sureste, se detuvieron a almorzar en un mesón cerca de Fontainebleau y
después Elizabeth continuó a caballo, montando al lado de Darcy. Las
mojeras comenzaban a perder sus hojas y eso creaba un espacio abierto
por arriba de ellos, el aire tenía una claridad que hacía cantar a los colores.
Pasaron el castillo de Fontainebleau y Elizabeth lo miraba maravillada. A
su lado, Pemberley y Rosings parecían pequeñas.
―Por lo menos, la Revolución no destruyó esto ―dijo ella.
Había visto mucha destrucción en París; edificios mutilados o demolidos,
pero el palacio estaba intacto, imponente en su belleza. Tenía proporciones
gráciles y líneas elegantes y, al frente, estaba decorado con la curva de una
E
Pág
ina 9
1
escalinata en forma de herradura. Y alrededor del palacio estaban el verde
de los jardines y el azul del lago.
―El exterior no, pero el interior sí fue saqueado y los muebles, vendidos. Ni
François ni Luis, ni María Antonieta lo reconocerían.
Hablaba de ellos como si los conociera, pero la educación de Elizabeth,
aun sin haber tenido una institutriz, era suficiente para que ella supiera
que se refería a los reyes y reinas franceses de siglos pasados.
―El otoño era siempre la temporada de Fontainebleau ―dijo él―. Era
cuando la corte venía aquí a cazar. Pero ya no es así. Nada dura. Todo se
desvanece. Solo los arboles permanecen ―Señaló uno, un árbol antiguo
que se erguía solo―. Yo solía trepar ese árbol de niño ―dijo―. Era perfecto
para mí. Las ramas más bajas estaban lo suficientemente bajas para que
las pudiera alcanzar saltando, sino en el primer intento, al segundo o al
tercero, y las ramas mas altas eran lo suficientemente fuertes para
soportar mi peso. Cuando llegaba a ellas, permanecía agarrado del tronco
y miraba los alrededores de la campiña y pretendía que estaba en un barco,
que había trepado al mástil y estaba buscando la tierra.
—Puede treparlo ahora si quiere —dijo ella—. Lo espero.
Él se rio.
Pág
ina 9
2
—Dudo que las ramas soporten mi peso. Eso fue hace mucho tiempo.
A ella le gustaba oírlo hablar de su niñez y, mientras continuaban el
trayecto, él le contó más de su infancia. Ella respondía con relatos de su
propia niñez, juegos de persecuciones con su enorme número de
hermanas en el jardín de Longbourn, y de las tardes lluviosas que pasaba,
libro en mano, acurrucada en el asiento junto a la ventana de la biblioteca.
Elizabeth dio unas palmadas al cuello de su yegua cuando llegaron a una
encrucijada; tomaron hacia el sur. Los carruajes venían detrás de ellos.
—¿Ya la conquisto Nevada? ¿Le gusta montar? —dijo Darcy viendo a
Elizabeth.
—¿Como no iba a gustarme con semejante montura? —dijo Elizabeth—.
Pero…
Se reacomodó en su silla de montar.
—¿Dolor de silla? —Preguntó él.
—Sí, sabe, no estoy acostumbrada a ella.
—¿Preferiría continuar a pie?
—Creo que sí, por lo menos durante un rato.
La ayudó a desmontar y luego desmontó él. Continuaron a pie,
conduciendo a sus caballos, hasta que Elizabeth se cansó y tomó de nuevo
Pág
ina 9
3
su lugar en el carro.
Los Alpes se veían cada vez mas cerca.
—Ya son dos veces que no se me cumple la promesa de un viaje al Distrito
de los Lagos, pero en ambas ocasiones he estado contenta de cambiar de
destino. Nunca pensé que algo podría ser tan hermoso.
Levantó la vista a las cumbres, que estaban cubiertas de nieve.
—Debe haber visto imágenes de ellas —dijo Darcy.
—Sí, pero las imágenes no me prepararon para su tamaño o magnificencia
—respondió.
Conforme pasaban los días, dejaron atrás las tierras bajas y comenzaron el
ascenso, siguiendo un camino serpenteante al pie de las montañas que, a
cada vuelta mostraba una amplia vista. Teniendo las montañas como
fondo, podían ver los árboles altos, valles sombreados y, a cada tanto,
cabras de montaña. En las praderas todavía había flores. Las mariposas
revoloteaban entre las gencianas, campánulas y saxífragas, su color azul
tornasolado y sus alas amarillas atraían la luz.
De cuando en cuando, encontraban manantiales frescos y burbujeantes en
donde se detenían a beber.
Como Darcy ya conocía el camino, siempre, al término de cada día, antes
Pág
ina 9
4
de que el sol se pusiera, los conducía a una acogedora casa de campo en
donde pudieran refugiarse a salvo.
Al final de varios días de viaje, se detuvieron en un pequeño mesón a pasar
la noche.
—No es como los mesones de Inglaterra —dijo Darcy mientas se acercaban.
—Es encantador —contestó ella.
Estaba ubicado entre las montañas y al lado de un lago con aguas tan
quietas que cobraban el aspecto de un espejo. Ella miró la construcción
rústica con sus postigos pintados con colores alegres, sus maceteros
florecientes y sus aleros voladizos.
Les dieron una cálida bienvenida con hospitalidad genuina. Al principio, el
tamaño de su comitiva causó cierta consternación, pero el problema fue
rápidamente resuelto por medio del buen uso de las construcciones
anexas que se encontraban cerca del mesón.
La habitación de Elizabeth era acogedora y tenía muebles de pino. Había
un cuadro en la pared de la cabecera de la cama, pero el verdadero cuadro
era la vista que tenía la habitación, una vista magnífica que quedaba
enmarcada por la ventana. Elizabeth recargó los brazos en el reborde de la
ventana y miró la puesta del sol que, con sus últimos rayos tornó el cielo
Pág
ina 9
5
dorado; luego el sol se puso anaranjado y rojo y el cielo fue cambiando,
primero de azul a morado y, cuando el sol finalmente se hundió, a negro.
La punta blanca de la montaña, podía verse todavía resplandeciendo
suavemente bajo la luz etérea de las estrellas que perforaban el cielo.
Elizabeth la miró, disfrutando de su novedad y del esplendor de su
majestuosidad, hasta que el viento se volvió más frío y ella corrió las
cortinas.
Se lavó, se cambió y luego bajó para cenar. El comedor era un
apartamento simples con tres mesas únicamente, cada una de ellas
flanqueadas por bancas. Pero era un espacio lindo, con cojines de guinga
sobre las bancas y cortinas también de guingas en las ventanas.
A pesar de lo remoto del lugar, los Darcy no eran los únicos huéspedes.
Una pareja de ingleses, en sus cincuenta, el señor y la señora Cedarbrook,
también estaban hospedados ahí. Parecían gente de buena reputación; la
expresión del señor Cedarbrook era el de una persona sensata. Estaban
vestidos con ropa buena pero no ostentosa; la señora llevaba un chal de
casimir sobre su vestido de cambray y el señor llevaba un abrigo de buena
sastrería con pantalones y un fular al cuello.
El mesón era tan pequeño que fue inevitable que, pronto, los cuatro
Pág
ina 9
6
entablaran conversación.
—¿Vienen de lejos? —pregunto el señor Cedarbrook, mientras el mesonero
les llevaba una sopera de algo delicioso y procedía a servir una apetitosa
sopa en tazones de barro y gruesos pedazos de pan de costra dura en los
platos de al lado.
—De París —respondió Darcy.
—¡Ah, París! Me encanta París —dijo la señora Cedarbrook.
—¡Mmh! —dijo su esposo al probar la sopa; luego emitió un sonido de
aprecio y tomó otra cucharada—. Las grandes ciudades no son para mí.
—Mi esposo es botánico —explicó la señora Cedarbrook—. Prefiere la
campiña. Estamos en un recorrido a pie para acopiar plantas.
—Nuevas especies —dijo su esposo mientras trozaba un pan—. Hay
muchas en los Alpes. ¿Que hacen ustedes? —le pregunto a Darcy.
—Soy un hombre de ocio —dijo Darcy.
—Aun así, el hombre necesita un pasatiempo —dijo el señor Cedarbrook—.
Debería adoptar la botánica.
—Querido, no todos quieren ser botánicos —dijo su esposa.
—No sé por qué no —respondió él.
Pág
ina 9
7
La señora Cedarbrook sonrió con indulgencia y con una expresión en los
ojos de buen ánimo y sentido común. Ella le recordaba a Elizabeth a su tía
Gardiner, que trataba las debilidades del señor Bennet en la misma forma
en que la señora Cedarbrook trataba con las excentricidades de su marido.
—¿Siempre viajan juntos? —preguntó Elizabeth.
—Ahora sí —respondió la señora Cedarbrook—. Cuando nuestros hijos
eran pequeños yo me quedaba en casa, porque no me gustaba estar lejos
de ellos durante meses, pero ahora que ya todos se casaron y viven en sus
propias casas, disfruto nuestros viajes y aprovecho para conocer nuevas
partes del mundo.
—¿Y qué hace mientras su marido estudia plantas? —le preguntó Darcy.
—Tengo mi cuaderno de bocetos y mis acuarelas y hago un registro visual
de todo lo que vemos —respondió.
—Además eso es muy útil —dijo su esposo.
Durante la cena, los Cedarbrook platicaron de su experiencia en los Alpes
y les compartieron su gozo del lugar. También, platicaron sobre sus
respectivos viajes y, como habían llegado al mesón desde distintos rumbos
y, así, los otros supieron que dificultades habrían de enfrentar en el
camino al continuar su viaje.
Pág
ina 9
8
Cuando terminaron de cenar, el mesonero les trajo una botella de un licor
local y la señora Cedarbook le dijo a Elizabeth:
—Creo que es tiempo de que nosotras nos retiremos.
—Con mucho gusto —dijo Elizabeth.
Había pasado mucho tiempo sin que ella estuviera en la compañía de otra
mujer con la que pudiera platicar, una mujer madura y sensata y, sin
duda, sentía la necesidad de tener alguien con quien hablar.
Como no había un salón al cual retirarse, se dirigieron a la habitación de
la señora Cedarbook y ahí se sentaron a hablar. La señora Cedarbrook
miraba a Elizabeth y, luego de un rato, dijo:
—Hay algo que te molesta, querida, ¿puedo ayudarte?
—No, no es nada —dijo Elizabeth.
—Yo tengo dos hijas y puedo ver que hay algo que no anda bien. ¿Quieres
contármelo?
Elizabeth anhelaba poder hacerlo, pero no sabía cómo empezar.
—Eres de Hertfordshire, si no mal recuerdo lo que dijiste —dijo la señora
Cedarbrook.
—Sí, así es, de una pequeña ciudad llamada Meryton —dijo Elizabeth.
—No la conozco, pero he pasado por Hertfordshire en varias ocasiones. Es
Pág
ina 9
9
un distrito bonito, pero muy distinto de los Alpes. Estás muy lejos de casa,
¿no te sientes sola aquí, en donde hay tan poca gente?
—Tengo a mi esposo —respondió Elizabeth.
—Claro, pero a veces una mujer necesita otra mujer con quien hablar.
Elizabeth no dijo nada, pero estaba de acuerdo con ella. Ya llevaba un
tiempo preocupada y, como en su casa siempre había tenido alguien con
quien hablar, le resultaba muy difícil guardarse para sí sus sentimientos.
—Estás muy lejos de tu madre —dijo la señora Cedarbrook.
—Vaya que sí —dijo Elizabeth.
Y dibujó una sonrisa melancólica mientras pensó en ella.
—Ah —dijo la señora Cedarbrook casi en silencio y añadió—: Y de tus
amigas.
—Sí —respondió Elizabeth con un suspiro.
—Debes extrañarlas —dijo la señora Cedarbrook con dulzura.
—Sí, pero no tanto como a mi hermana.
—Si necesitas alguien con quien hablar querida, aquí estoy.
Elizabeth la miró con incertidumbre y luego se decidió. Si bien la señora
Cedarbrook era una desconocida, también era una mujer comprensiva y
Elizabeth necesitaba poder hablar con alguien. Sus amigas y su familia
Pág
ina 1
00
estaban muy lejos y no tenía a quien mas recurrir en su necesidad de
alguien que la escuchara y, lo que era más importante aún, alguien que la
aconsejara.
—Hay algo que te preocupa —dijo la señora Cedarbrook con gentileza.
—Es solo que… —Elizabeth no sabía por cómo iniciar—. Es sólo que…
—Sí, querida, te escucho.
—Es sólo que, a veces, no comprendo a mi esposo.
—¿Llevas mucho tiempo casada?
—No, nos acabamos de casar. Estamos en nuestro viaje de bodas.
—Parecen muy felices juntos. Es fácil darse cuente de que tu esposo te
quiere mucho.
—No sé —dijo Elizabeth y bajó la mirada hacia sus manos, que estaban
frunciendo la tela de su falda a la altura de su regazo.
—¿Qué te hace decir eso? —preguntó la señora Cedarbrook.
—Es solo que, en todo este tiempo, no me ha tocado siquiera. Es atento y
amigable y considerado, tenemos mucho de que hablar y la forma en la
que me mira, usted ha visto la forma en que me mira.
—Sí.
Pág
ina 1
01
—Pero en la noche, cuando podríamos estar solos, me evita.
La señora Cedarbrook la miró pensativa.
—Eres muy joven, quizás sólo te esta dando tiempo para que te ajustes a
tu nueva vida. Provócalo, querida. Eres muy hermosa y no hay un solo
hombre vivo que se te resistiría si te lo propones.
—Ese es precisamente el problema —dijo Elizabeth—; no sé cómo.
—Eres una mujer enamorada; sabrás cómo hacerlo cuando llegue el
momento. Ve tú a su habitación si él no va a la tuya. Estoy segura de que
no pasará mucho tiempo antes de que estés contenta.
—Me quita un peso de encima —dijo Elizabeth—. El solo hecho de poder
hablar del tema me ha servido mucho.
Se escuchó un sonido que venía de abajo.
—Creo que los caballeros han concluido su conversación. Vete ya, querida.
Estoy segura de que pronto se resolverán tus problemas.
Las dos mujeres se pusieron de pie y Elizabeth volvió a su habitación.
Annie la ayudó a desvestirse, Elizabeth le agradeció y esperó a que se
retirara para ir a la habitación de su esposo. Creía que encontraría a
Darcy ahí, pero la habitación estaba vacía, solo podía percibirse un leve
aroma suyo.
Pág
ina 1
02
Sobre la jofaina, su criado había acomodado sus cepillos y navaja;
Elizabeth se acercó a ellos y los recorrió con sus dedos. Esas eran las
cosas que él había tocado y ella quiso sentirlas. Luego, recorrió con la
mirada el pequeño y rústico departamento y por último, posó sus ojos en
la ventana. Estaba abierta. El aire nocturno era refrescante, pero estaba
frío y llevaba al interior una sensación helada. Elizabeth se dispuso a
cerrarla, pero cuando iba a hacerlo, su mano se quedó detenida sobre el
picaporte y se asomó para observar el tranquilo paisaje iluminado por la
luna. El lago brillaba plácidamente bajo la luz plateada; a lo lejos, el
contorno de los árboles se delineaba sobre el fondo blanco de la montaña y,
arriba de ella, estaba la luna, casi llena, que se veía fosforescente en la
oscuridad.
Un movimiento atrajo su atención y, al voltear, vio la silueta oscura de un
ave, no, no era un ave, era un murciélago que se estaba acercando a la
ventana. Elizabeth la cerró rápidamente para que el murciélago se quedara
revoloteando afuera. Sin embargo, mientras lo observaba, se sintió presa
de una sensación extraña. Pensó en cuán solo debía sentirse al haberse
quedado afuera a pesar de ser parte, y a la vez no, del calor y de la luz del
interior.
Pág
ina 1
03
Luego, el murciélago se alejó volando; el momento había terminado y ella
se acercó a la chimenea para calentarse.
Todavía no había ninguna señal de Darcy.
Elizabeth volvió a su habitación y se sobresaltó al encontrarlo de pie sobre
el tapete de la chimenea, pues no había oído sus pasos en el corredor; pero
la impresión pronto se convirtió en expectativa. Por fin había ido a ella.
Elizabeth se le acercó, pero sintió en él una tensión creciente, como si
estuviera intentando contener un poder inmenso con su sola fuerza de
voluntad. Ella temblaba pero no por el frío. Podía escuchar la respiración
de él, agitada y poco profunda.
Él se acercó a ella…
…entonces ella vio los puños de él apretados; parecía como si hubiera
librado una batalla interior cuyo triunfo no le brindaba ningún placer y le
había costado caro. Él le dio un suave beso en la mejilla; sus labios a
penas la tocaron y luego le dijo:
—Buenas noches, Elizabeth —y, cerrando la puerta detrás de sí, se fue a
su habitación.
Ella todavía sentía el calor de los labios de él sobre su piel y levantó la
mano para cubrirse la mejilla y conservar la sensación que, no obstante,
Pág
ina 1
04
poco a poco fue desvaneciéndose hasta que, por último, no quedó nada de
ella.
Elizabeth se estremeció y, luego de un momento, vio que también la
ventana de su habitación estaba abierta. La cerró y se fue a la cama, pero
permaneció despierta durante mucho tiempo antes de poder conciliar el
sueño.
La despertó la luz de la mañana que se filtraba por una cuarteadura en los
postigos. Por un momento se sintió confundida, no reconocía el lugar en el
que estaba; luego recordó que estaba en los Alpes y saltó fuera de la cama.
Abrió los postigos para ver que el cielo era de un azul asombroso y que las
montañas se erguían sobre él majestuosamente.
Su mirada se dirigió hacia abajo, a las praderas y las flores que rodeaban
la hostería y luego miró el quieto y plácido lago. Y al prestar más atención,
vio que había alguien nadando ahí. Su corazón latía con fuerza al darse
cuenta de que era Darcy. Quería ir con él y, aunque al principio consideró
que no era propio hacer una cosa semejante, luego cambió de parecer y
pensó, ¿por qué no?
Se puso su ropa interior y una bata, luego tomó una toalla y bajó
suavemente la escalera. Se escuchaban los sonidos usuales de las
Pág
ina 1
05
primeras horas de la mañana en la hostería, el siseo de la cocina y el
crujido de la madera al ser cortada, pero el frente de la hostería estaba en
silencio. Todavía era muy temprano y los otros huéspedes seguían
durmiendo.
Elizabeth salió sin ser vista, sintió la frescura del aire y luego, al salir de la
sombra, sintió el calor del sol y comenzó a correr a lo largo de la pradera. A
su paso, sus pies aplastaban la alfombra de flores silvestres y liberaban
así su aroma, que la rodeaba como una nube dulce y embriagante.
Cuando por fin llegó al lago, se detuvo, ya sin aliento pero vivificada. Era
del azul más profundo que ella hubiera visto y tan liso como el cristal, y
reflejaba las montañas y los altos pinos que lo rodeaban, pues no había
una sola onda que deformara el reflejo.
Dejó su toalla al lado del agua y metió un dedo del pie en el lago. Estaba
muy frío, pero poco a poco fue acostumbrándose a la temperatura y, en
lugar de fría, comenzó a sentirla refrescante. Entonces metió el tobillo,
luego la pantorrilla y se sintió sobrecogida por el repentino deseo de nadar.
Se desabrochó la bata y se la quitó; estaba a punto de echarse al lago en
ropa interior cuando le llegaron las palabras de la señora Cedarbrook a la
cabeza: «Provócalo». Permaneció indecisa por un momento, pero no había
Pág
ina 1
06
nadie alrededor, ni era probable que alguien llegara a tan temprana hora
de la mañana, así que se quitó también la ropa interior y se deslizó dentro
del agua.
Se le cortó la respiración cuando el frío líquido cubrió su cuerpo y
emprendió un vigoroso nado hacia la otra orilla del lago. Poco a poco, el
movimiento comenzó a calentarla. Buscó a Darcy con la mirada y vio la
cabeza saliendo de la superficie. Comenzó a acercarse y, cuando estuvo
más cerca, vio también que le escurrían gotas de agua por el cuello,
pasando por dos pequeñas cicatrices que tenía, y hasta los hombros. De
pronto se sintió nerviosa, pero era demasiado tarde para retroceder. Él ya
la había visto. Una expresión de sorpresa y deleite cruzó su rostro y sus
ojos, que primero se mostraron alegres, luego se oscurecieron conforme el
deseo inundó su rostro. Con unas cuantas brazadas, él llegó hasta ella;
sus ojos recorrieron su cara y pelo y, por último, se posaron sobre su
cuello, que estaba desnudo fuera del agua.
—Usted es tan hermosa —murmuró mientras inclinaba la cabeza hacia
ella—. Es embriagante, cautivadora, exquisita.
Ella sintió cómo su deseo la debilitaba, se sintió rendida frente a la
sobrecogedora fuerza de deseo de él, y su piel lo anhelaba. Entonces sintió
Pág
ina 1
07
como si ellos no fueran dos seres separados sino dos mitades de un ser
entero que había estado dividido durante mucho tiempo y que anhelaba
volver a unirse. Él puso sus manos sobre los hombros de ella y ella sintió
su cuerpo volverse pesado y lánguido. Él se inclinó para besarla; Elizabeth
sintió su respiración como un murmullo de seda cálida en el cuello y
volteó la cara para exponer el cuello, pues sus sentidos estaban
consumidos por el deseo que sentía por él e hipnotizados por su
respiración y por el rítmico latido de su corazón.
Y luego, como un sonámbulo al que despiertan, escuchó las ruedas de un
carruaje que se detuvo al lado del lago. Oyó el abrir y cerrar de la
portezuela y luego, una voz que le resultó a la vez conocida y desconocida.
Darcy levantó la cabeza y cuando Elizabeth volteó, vio la silueta de Lady
Catherine de Bourgh y, a su lado pálida y exangüe, a su hija Anne.
Elizabeth pensó que debía estar soñando, pues todo, el nadar en el lago,
las manos de Darcy tocándola, su pesada languidez y la extraña e
inquietante aparición de Lady Catherine y su hija, parecía irreal. Lady
Catherine se veía insustancial y fantasmal bajo la fuerte luz del sol.
Pero cuando sus sentidos comenzaron a volver a la normalidad, Elizabeth
se dio cuenta de que no era un sueño: estaba despierta y todo aquello sí
Pág
ina 1
08
estaba ocurriendo.
Darcy la puso detrás de sí y ella se alegró de recibir su protección, pues
algo en Lady Catherine le resultaba amenazante. En Rosings, su presencia
había sido dictatorial; en Longbourn, ridícula; pero aquí, resultaba
aterradora.
Estaba vestida de negro. Su larga caperuza colgaba pesadamente sobre su
cuerpo y su velo, que caía desde el sombrero, le cubría el rostro. Estaba
recargada sobre una sombrilla, también negra, que usaba a modo de
bastón.
—¿Cómo nos encontró? —preguntó Elizabeth.
—Nuestro viaje y nuestro destino no eran ningún secreto —respondió
Darcy—. Si estaba en París, simplemente debió haber preguntado en
dónde estábamos y alguien le habrá dicho.
Lady Catherine dio un amenazante paso hacia adelante.
—Así que lo hiciste. Contra todos los consejos, te casaste con esta...
persona. Nunca pensé ver el día en que harías algo tan estúpido, tú de
todos, Fitzwilliam —dijo lady Catherine.
—Sabías que me iba a casar con ella —dijo Darcy con hostilidad.
—Sabía que pretendías casarte con ella, pero pensé que, con el tiempo,
Pág
ina 1
09
volverías a tu sano juicio. Te dije que la familia iba a rechazarla, ya incluso
estuviste en París, sabes que tengo razón. Pero te empecinaste y te casaste
con ella.
—Tengo derecho a mi propia vida —dijo él.
—¡Tú no tienes derechos! Casarse es una cuestión de familia. La decisión
está en manos de los que son más viejos y más sabios que tú. No es
cuestión de caprichos.
—Ya es demasiado tarde para quejarse —dijo Darcy en un tono de
advertencia—. Estamos casados y así es.
—¡Claro que te casaste! —dijo Lady Catherine en tono malévolo—. Lo
hiciste a mis espaldas, cuando estaba fuera del país; no debí haberme ido,
y no lo hubiera hecho de haber pensado que llevarías a efecto este acto
escandaloso.
—No debió haber venido aquí. Darcy y yo estamos felices —dijo Elizabeth—.
Una vez trató de separarnos y no lo logró. Ya debería saber que no lo
logrará. ¿Quién es usted para decidir qué podemos hacer y qué no? Es
hora de que lo acepte u nos deje en paz.
Lady Catherine la miró con ojos malévolos y Elizabeth sintió temor.
—¡Guarde silencio! —dijo siseando Lady Catherine.
Pág
ina 1
10
Elizabeth abrió la boca como para decir algo, pero no pudo emitir palabra.
—Debiste haberte casado con Anne —dijo Lady Catherine, dirigiéndose de
nuevo a Darcy—. Anne es tu consorte. Ella es con quien estabas destinado
a casarte. Proviene de una familia antigua y honorable. Ella es quien
mantendrá la línea de sangre pura.
—Es demasiado tarde para eso —dijo Darcy sombríamente—. Lo hecho,
hecho está.
—No —dijo Lady Catherine—. No es demasiado tarde. Para nosotros nunca
es demasiado tarde. Sólo espero que vuelvas a tu juicio más temprano que
tarde, porque sin duda volverás a tu juicio.
—Entonces déjame en paz y déjame disfrutarlo mientras pueda —dijo
Darcy.
—¿Disfrutarlo? —dijo Catherine con una sonrisa amarga—. No vas a
disfrutarlo. Cada momento será tormentoso para ti. Sabes que no te
puedes casar con una mujer como ella y ser feliz. Tu orgullo debió haberlo
impedido, orgullo de quién eres y de lo que eres y orgullo del lugar que
ocupas en el mundo. Y si tu orgullo estaba aletargado, entonces tu
conciencia debió habértelo impedido.
—¡Suficiente! —dijo Darcy—. Vete ya.
Pág
ina 1
11
—El solo verte me enferma, así que sí me iré, pero no será la última vez
que me veas —dijo lady Catherine—. Si continúas por este camino nos
pondrás a todos en riesgo. De ti depende, de todos nosotros depende,
asegurar la continuidad de nuestra especie, para que no se extinga. Has
visto cómo capturan y asesinan a tus semejantes; sabes de lo que hablo.
Elizabeth pensó en la Revolución y en las personas acaudaladas y con
títulos que habían sido presas de su despiadada guadaña.
—¡Eso no tiene nada que ver conmigo! —dijo Darcy.
—Tiene algo que ver con todos nosotros —dijo ella.
Luego lanzándole otra mirada venenosa más, volvió a su carruaje seguida
por Anne, que parecía un espectro apesadumbrado.
Cuando se fue, Elizabeth se percató de cuan fría estaba. Había estado
inmóvil en el agua helada durante toda la perorata de Lady Catherine y
temblaba.
—Está helada —dijo Darcy, repentinamente solícito—. Necesita vestirse.
Elizabeth comenzó a nadar hacia la orilla del lago, pero el agua estaba
muy fría y le rechinaban los dientes. Cuando llegó a la otra orilla y se
dispuso a salir, vio a su doncella Annie que venía corriendo hacia ella.
—¡Señora, ay, señora! Tuvo visitas —dijo Annie rebosante de alegría—.
Pág
ina 1
12
Una señora muy distinguida, una tal Lady Catherine de algo. Le pedí que
esperara, pero me dijo que no podía.
—Está bien, Annie —dijo Elizabeth—. Nos encontró.
—¿Nos?
Elizabeth miró alrededor y vio que Darcy se había ido.
No lo había visto irse y se sintió perdida sin él. Pero al considerar cuál
podía ser la razón de que hubiera desaparecido, reparó en que lo había
hecho para ahorrarles un sonrojo a ella y a su doncella.
Annie le ayudó a salir del lago.
—Esta agua está muy fría para ponerse a nadar —dijo Annie al pasarle la
toalla a Elizabeth—. Va a agarrar un resfrío de muerte.
Elizabeth se secó vigorosamente, pero los dientes continuaban
rechinándole; luego se puso su ropa. Seguía temblando cuando llegó a la
hostería. En cuanto volvió a su habitación, se quitó la ropa húmeda y se
sentó frente al fuego mientras Annie le secaba el pelo con una toalla.
—Fue un buen gesto de Lady Catherine venir a brindarle sus buenos
deseos —dijo Annie—. Dijo que era la tía del señor Darcy; que estaba de
visita en los Alpes. Debe haberse sorprendido de encontrarlos también a
ustedes aquí.
Pág
ina 1
13
Elizabeth no respondió nada. Se acurrucó cerca del fuego y luego comenzó
a estornudar.
—Ahí lo tiene, se lo dije, va a agarrar un resfriado de muerte —dijo Annie,
mirándola con una expresión de preocupación.
—No es nada —dijo Elizabeth—, pero, de cualquier forma, me gustaría
tomar algo caliente.
—Se lo traigo enseguida.
Annie salió de la habitación y cuando la puerta volvió a abrirse, Elizabeth
volteó a punto de decir gracias, pero no era Annie, era Darcy.
—La escuché estornudar, no debí haberla dejado en el lago por tanto
tiempo.
—No fue su culpa —dijo Elizabeth—. Sabía que Lady Catherine no estaba
de acuerdo con nuestro matrimonio, pero nunca pensé que nos seguiría en
nuestro viaje de bodas. ¿Por qué lo hizo? ¿Y por qué dijo todas esas cosas
horribles?
—Lady Catherine es una mujer vieja —explicó él.
—No tan vieja como para no saber cómo comportarse, y no tan vieja como
para que la edad disculpe semejante comportamiento —dijo Elizabeth.
—Las cosas no son tan simples.
Pág
ina 1
14
—A mí me parecen simples.
Él la miró con una sonrisa nostálgica.
—Usted es muy joven —dijo él.
—Sólo tengo siete años menos que usted.
Sus ojos se quedaron mirando los de ella durante un largo rato y luego dijo:
—Lo lamento profundamente.
Sus palabras sonaban tan tristes que Elizabeth sintió que se le cerraba la
garganta y extendió la mano hacia él, pero él ya se había dado la vuelta y
un instante después estaba en el pasillo, dándole instrucciones a su criado.
Elizabeth tenía el ánimo apachurrado. La perorata de Lady Catherine la
había inquietado, pero el extraño comportamiento de Darcy la inquietaba
aún más, así que anhelaba tener a alguien con quien hablar. Una
conversación alegre sobre cosas ordinarias era justo lo que necesitaba
para disipar su desaliento. De inmediato pensó en la señora Cedarbrook,
pues sabía que unos cuantos minutos de charla sobre el señor Cedarbrook
y su botánica podrían ayudarla a dibujar una sonrisa en su cara. Escribió
una pequeña nota en la que le pedía a la señora Cedarbrook su compañía
y cuando Annie volvió con su bebida, le pidió que se la llevara.
—Lo siento, señora, pero ya se fueron —dijo Annie—. Salieron hace una
Pág
ina 1
15
hora. El señor Cedarbrook quería continuar con su acopio de plantas.
Elizabeth se sintió decepcionada, pero no había nada que hacer al respecto,
así que apuró su bebida y luego escribió una carta a Jane.
Mi queridísima Jane:
Quisiera que estuvieras aquí. Cuánto añoro poder hablar contigo. Han
sucedido tantas cosas que no sé por dónde comenzar. Salimos de París hace
unos días y ahora estamos en los Alpes. Las cosas están cambiando tan
rápidamente que la cabeza empieza a darme vueltas. Primero Dover, luego
cruzar el mar, luego París y ahora las montañas... Jane, querida, hoy me
desperté sin saber en dónde estaba. Pero luego vi a Darcy por la ventana,
nadando en el lago y las cosas comenzaron a cambiar. Fui con él y por
primera vez, la vida de casada comenzó a ser lo que creí que sería.
Estábamos cerca, cuerpo, mente y espíritu y yo lo deseaba tanto como él a
mí. Todo lo demás cayó en el olvido hasta que llegó Lady Catherine de
Bourgh y se rompió el momento.
¿Puedes creerlo? Nos siguió hasta aquí.
¿A ti te importunan los familiares de Bingley? ¿Los persiguen?
Pág
ina 1
16
Estoy empezando a pensar que la familia de Darcy nunca nos va a dejar en
paz. Quizás lady Catherine tenía razón. Quizás su actitud sí me importa
después de todo.
¡Pero no! ¿Qué estoy diciendo? ¿Cómo puede importarme si tengo a Darcy?
Durante unos minutos en el lago estuvimos tan cerca, y si sucedió una vez,
puede volver a ocurrir. Para estar seguro, Darcy se ha vuelto a retirar a
donde no puedo seguirlo y, sin embargo, no será por mucho tiempo. Él me
desea, sé que sí, es su familia y su preocupación por mí o quizás lo que él
cree que yo siento debido a que todo esto es nuevo para mí, lo que lo
mantiene distante.
Escribirte me hace sentir bien. Estaba desalentada cuando comencé a
escribirte, pero ahora las cosas están cobrando un aspecto más colorido.
Vamos a adentrarnos aún más en las montañas para visitar a un tío de
Darcy y, quizás ahí, podamos acercarnos de nuevo. Darcy respeta a su tío y
va en busca de su consejo, no sé bien sobre qué. Sólo espero que eso le
sosiegue la mente y le permita sentirse libre para escuchar su corazón, que
yo sé, Jane, que lo guía hacia mí.
Debo irme, pero volveré a escribirte cuando lleguemos al castillo. Por ahora,
adieu.
Pág
ina 1
17
Puso arenilla en la carta y luego la guardó en su escritorio para terminarla
después.
Durante un tiempo, Annie había estado empacando sus cosas.
—Las órdenes del señor son que emprenderemos el viaje en cuanto
estemos listas —dijo ella.
—Sí —dijo Elizabeth—. Quiere que lleguemos al castillo antes de que
anochezca.
Se vistió con ropa más caliente que antes, pues todavía tenía frío. Eligió un
vestido de manga larga y se puso un pellón largo en lugar de su abrigo
corto. Se quitó el sombrero que traía puesto y eligió un gorro que le
cubriera las orejas. Se anudó el listón debajo de la barbilla y estuvo lista.
Darcy la estaba esperando abajo. El carro ya estaba listo en la puerta y
ella pudo percibir que él estaba impaciente por irse.
Sus anfitriones les desearon buen viaje y se fueron.
Elizabeth estaba contenta de dejar atrás el mesón. Sabía que Darcy estaba
ansioso y lo único que esperaba era que las cosas mejoraran cuando
llegaran al castillo.
Pág
ina 1
18
Capítulo 5
Transcrito por Layla
Corregido por Lia Belikov
l principio de su viaje Elizabeth estaba complacida de mirar
por la ventanilla, en donde el sonriente paisaje estaba
iluminado por el cálido resplandor de las primeras horas de la
mañana; pero para cuando llegó el mediodía, el paisaje cobró un aspecto
más salvaje. Las faldas de la montaña se volvieron más escabrosas y
pasaron varias cascadas espectaculares, cuyas aguas caían en torrentes y
levantaban nubes de espuma color arco iris en el aire. Las plantas alpinas
florecían aferradas a las rocas y los precipicios bostezaban al lado del
camino.
Darcy miraba a Elizabeth mientras ella veía el paisaje. Él ya había visto
esos magníficos paisajes muchas veces antes, pero para Elizabeth todo ello
era nuevo. Sin embargo, el ver las expresiones de Elizabeth frente a las
vistas provocó que su gusto por el paisaje se revitalizara y le despertó de
nuevo la capacidad de maravillarse ante él.
Había muy poca gente en el camino, pero cada tanto veían algún hombre
llevando a cuestas una carga de leña o alguna mujer conduciendo una
A
Pág
ina 1
19
mula o, de vez en cuando, a un niño llevando una canasta llena de bayas.
—La gente de por aquí parece muy religiosa —dijo Elizabeth, mientras un
hombre se hacía a un lado del camino para esquivar el carro y se
persignaba; lo que parecía una costumbre común.
—Las cosas aquí son muy diferentes —dijo Darcy—. La gente tiene sus
propias tradiciones y su propia manera de hacer las cosas.
Elizabeth, cansada de montañas y glaciares y cataratas, observó la
vestimenta rústica de las mujeres, admiró sus faldas coloridas con
mandiles blancos y las curiosas telas con las que se cubrían la cabeza.
—¿Se molestará su tío de que lleguemos de visita sin habérselo anunciado?
—preguntó ella cuando se encontraban de nuevo en un tramo desierto del
camino—. ¿O le escribió para avisarle que vamos?
—No —respondió Darcy—. En estas partes tan remotas no hay oficinas
postales y un mensajero viajando solo sería blanco de ataques. Pero mi tío
no se va a molestar. Siempre le da gusto verme y el castillo es tan grande
que hay lugar de sobra para invitados.
—¿Incluso con nuestra enorme comitiva?
—El castillo va a engullirse a la comitiva —dijo él—. Podría recibir a diez
comitivas así. Es un castillo muy viejo y de formas muy irregulares, y es
Pág
ina 1
20
tan grande que podría albergar a un pueblo entero si fuera necesario.
—¿Y alguna vez es necesario? —preguntó Elizabeth con curiosidad.
—Lo fue en el pasado; cuando los bandidos atacaban el pueblo, todos iban
a meterse al castillo llevando consigo su ganado y sus pertenencias, y no
salían hasta que el peligro había pasado.
—¿Cómo es él, su tío? —preguntó ella.
—Es un hombre de mundo, inteligente, encantador —dijo Darcy—. Es un
gran pensador y tiene algo de filósofo. Ha viajado mucho y sabe muchas
cosas. A veces es divertido y vivaz, pero la mayoría de las veces se sienta y
escucha o apela a sus compañeros con preguntas y comentarios
interesantes. Tiene mucha sabiduría a su disposición, pero nunca busca
imponerse. Creo que le resultará agradable.
«¿Y le agradaré yo?» se preguntaba Elizabeth.
En casa nunca se le hubiera ocurrido semejante pensamiento, pero aquí
era diferente. No tenía amigos ni familia cerca que le hicieran sentir
seguridad, ni lugares conocidos y queridos que le dieran certeza. Al
principio eso no había importado, pero conforme se alejó de su mundo,
perdió confianza en sí misma; así que esperaba que la bienvenida fuera
cálida o, por lo menos, no tan fría.
Pág
ina 1
21
El ascenso comenzó a volverse más sinuoso y el carro continuó su camino
muy lentamente. Elizabeth sugirió que salieran y caminaran para
facilitarles la tarea a los caballos, pero Darcy no estuvo de acuerdo.
—Los caballos están bien entrenados. Han llevado cargas más pesadas a lo
largo de caminos más empinados que éste —dijo.
—Pero no es necesario que lo hagan aquí. No nos hará ningún daño
caminar. Además, me gustaría hacer un poco de ejercicio y sentir el viento
en la cara —ella protestó.
—En otro momento estaré gustoso de complacerla —respondió él mientras
puso su mano sobre la de Elizabeth para impedir que abriera la
portezuela—, pero no estamos en Inglaterra.
Estaba a punto de preguntarle a qué se refería con eso cuando miró por la
ventanilla y vio dos órbitas rojas, mismas que había pensado que eran
bayas, parpadear y moverse repentinamente, e impactada se percató de
que eran Ojos. Miró a derecha e izquierda y vio que había más ojos a su
alrededor.
—¿Hay lobos aquí? —preguntó nerviosa.
—Lobos y Cenas peores —añadió él casi murmurando.
Ella volvió a reclinarse sobre su asiento, asustada. Lobos, osos quizás...
Pág
ina 1
22
Estaba muy lejos de Hertfordshire. Entonces se sintió alegre y segura de ir
dentro del carro. Era un carro bastante sólido y soportaría un ataque de
lobos o de cualquier otro animal que pudiera estar al acecho. También
estaba contenta de que hubiera escoltas armados, que eran una
advertencia para los predadores de dos piernas y una protección contra los
de cuatro patas.
Ella se esforzó en interesarse de nuevo en las vistas, pero sentía que
habían perdido algo de su encanto, pues debajo de su belleza, acechaba el
peligro.
Mientras el carro continuaba su ascenso, el cielo comenzó a tornarse
oscuro, como si estuviera poniéndose a tono con sus pensamientos, y pasó
de azul a índigo. Las nubes se movían rápidamente y pronto se hizo
evidente que iba a llover
—Va a haber tormenta —dijo Elizabeth—. ¿Hay algún mesón cerca en
donde podamos refugiarnos hasta después de que pase?
—No, no hay nada en muchos kilómetros; pero no hay problema, en otra
media hora más, una hora cuando mucho, estaremos ahí.
Se escuchó un estruendo a lo lejos y la tormenta que amenazaba se hizo
presente. De pronto, atrás de ellos, el cielo se iluminó y resplandeció con
Pág
ina 1
23
un brillo espeluznante antes de volver a oscurecerse. Se estaba volviendo
difícil ver dentro del carro, y la cosa empeoró cuando el camino se adentró
en un denso bosque con árboles más grandes y gruesos que arrojaban
largas sombras. Elizabeth apenas podía distinguir los rasgos de su esposo,
a pesar de que estaba sentado apenas a unos cuantos centímetros de ella.
Cuando salieron de la espesura el cielo ya estaba casi negro y dentro del
carro siguió igualmente oscuro. Otro trueno, que se escuchó más cerca
esta vez, rompió el silencio y unos cuantos minutos después comenzó a
llover. Los truenos se hicieron más fuertes con la tormenta; un relámpago
dentado que cayó hasta el suelo en una red de venas brillantes rasgó el
cielo. Los caballos relinchaban mucho, se empinaban y agitaban las patas
en el aire. El carruaje se tambaleaba de un lado a otro; el conductor estaba
procurando controlar a los caballos y Elizabeth tuvo que sostenerse de la
correa que pendía del techo del carro. Se sujetó con fuerza, pues iba
traqueteándose y rebotando de aquí para allá. Logró mantenerse sentada
hasta que los caballos por fin se aquietaron, pero ni siquiera entonces se
soltó, pues sabía que otro relámpago volvería a asustarlos.
—¿Cuánto más falta? —preguntó ella.
—Ya no está lejos —dijo Darcy sostenido de la correa que colgaba de su
Pág
ina 1
24
lado.
Cayó otro relámpago que iluminó el cielo y mostró una forma misteriosa en
el horizonte, una silueta de espirales y torrecillas que se erguía en un
pináculo rocoso: un castillo, pero no como los de Inglaterra, cuya sólida
magnitud yacía pesadamente sobre el suelo. Era una inercia frágil, alta,
delgada y larguirucha. Y luego, el cielo se oscureció y se perdió de vista.
La lluvia estaba cayendo a cántaros y golpeteaba sobre el techo del carro,
así que Elizabeth estuvo contenta cuando por fin vio la caseta de
guardabarrera. El conductor hizo que los caballos disminuyeran su
velocidad y los condujo por el último tramo del camino. Hubo una pausa
en la caseta y, sobre el aire y la lluvia, Elizabeth escuchó un intercambio
de palabras gritadas entre el conductor y el guardabarrera. En ese
momento, chirrió el torno y se abrió el puente levadizo; sus cadenas
chacolotearon contra el aire lluvioso antes de caer y producir un ruido
seco al acomodarse en el suelo.
Al atravesar el puente, Elizabeth vio un precipicio profundo a cada lado.
Finalmente, llegaron al patio. Había hombres armados, cubiertos con
capas que ondeaban por el aire y gorros que les cubrían hasta los ojos;
estaban patrullando con una mano sosteniendo la correa de grandes
Pág
ina 1
25
perros sabuesos que parecían más lobos que perros y con la otra sobre la
empuñadura de sus espadas.
—No hay nada que temer —dijo Darcy al ver que Elizabeth se retraía en el
asiento—. Éste es un distrito salvaje y mi tío emplea a soldados para
protegerse de grupos de bandidos que andan por ahí.
—¿Se refiere usted a que emplea mercenarios? —preguntó Elizabeth.
—Si así quiere verlo. Como sea, son hombres armados a su servicio.
Elizabeth escuchó como volvía a levantarse el puente levadizo detrás del
carro y al oír el chacoloteo de las cadenas contra la reja al cerrarse, sintió
pánico de pensar que estaban encerrados.
Darcy le tomó la mano en un gesto silencioso de apoyo y eso la tranquilizó,
y el ver lacayos con librea que salían del castillo disipó mucho de su miedo.
Darcy salió del carro mientras los lacayos lo descargaban y luego ayudó a
Elizabeth a salir. Entonces apareció el mayordomo, un hombre que había
ya pasado la juventud y que no obstante, no estaba viejo aun, con ojos
luminosos a los que no se les escapaba nada al observar a Darcy para
reconocerlo y al observar con atención vigilante, a Elizabeth. Los saludó
con unas cuantas palabras difícilmente comprensibles, con un inglés
bastante confuso y pronunciado con un fuerte acento extranjero; luego les
Pág
ina 1
26
hizo una reverencia y les señaló la escalinata que conducía a la enorme
puerta de roble. Darcy devolvió el saludo y se quedó a un lado para
permitirle a Elizabeth pasar delante de él hacia la puerta.
Elizabeth cruzó el umbral de la puerta y se escuchó un sonido áspero: una
de las hachas exhibidas sobre la puerta, dentro del recibidor, se soltó de
su amarre y se cayó al suelo. Poco faltó para que cayera sobre Darcy,
quien en ese momento estaba cruzado la puerta; Elizabeth ya estaba a
unos treinta centímetros de ahí. Hubo un momento inicial de conmoción,
pero todos rápidamente recobraron la compostura. No así el mayordomo,
quien soltó un grito en un idioma raro y movió sus ojos rápidamente por el
miedo.
No era un principio de buen agüero para la visita, ni tampoco lo fue la
caminata a lo largo del enorme recibidor, cuyos grandes muros de piedra
oscura devolvían un sonoro eco de los pasos y exhibían lóbregos colguijes,
y en donde, además, las antorchas estaban apagadas por las corrientes de
aire. Pero una vez que llegaron al salón, las cosas mejoraron. Se sentía
más caliente gracias al calor de los leños que ardían en una enorme
chimenea de piedra. La alfombra era vieja pero no estaba raída y los
muebles, a pesar de ser oscuros y pesados, eran de buena calidad. Había
Pág
ina 1
27
un hombre, sentado en una silla y con las piernas extendidas en dirección
al fuego, a quien Elizabeth tomó por el conde.
El mayordomo anunció a los Darcy en un idioma extranjero y el conde se
puso en pie con un sobresalto, pero su mirada de asombro cedió
rápidamente a una de bienvenida. Su apariencia era de cierto modo
extraña, pues era inusualmente alto y de facciones muy angulosas, dedos
largos y delicados y rasgos que le daban un aspecto perpetuo de altivez,
pero a pesar de ellos, sus formas, al saludar a Darcy fueron amistosas.
Elizabeth se permitió observar la ropa del conde, que le hizo sentirse más
segura, pues le resultaba familiar: era el tipo de ropa que usaban los
caballeros del campo en Inglaterra. Llevaba un abrigo desgastado por el
uso, pero de buen corte, hecho de velarte color bermejo, con una camisa
con pechera plisada, que alguna vez debió de ser blanca pero que ahora
estaba percudida y, debajo de ella, llevaba pantalones a la rodilla, también
color bermejo, y medias zurcidas. Sus zapatos negros estaban lustrados,
pero también parecían desgastados por el uso. Lo único que Elizabeth no
había visto en ninguno de sus vecinos campestres era la peluca polveada.
Que en Hertfordshire lo hubiera hecho destacar por estar fuera de moda o
incluso como alguien excéntrico.
Pág
ina 1
28
El conde y Darcy se hablaban en una lengua extranjera que Elizabeth no
reconoció. Parecía guardar semejanzas con el francés, pero muchas de sus
palabras eran desconocidas y ella no entendía lo que se estaban diciendo.
En cuanto Darcy se percató de ello, cambió de nuevo al inglés. El conde se
sorprendió por un momento, pero miró a Elizabeth y una vez comprendió
la razón del cambio, comenzó también a hablar en inglés, aunque el suyo
era un inglés con mucho acento y pronunciado con una entonación
extraña.
—Darcy, éste es un gusto que no esperaba —dijo él—, pero son
bienvenidos aquí. Tu invitada también, también ella es bienvenida.
Le extendió la mano a Darcy y ambos se estrecharon las manos con
firmeza.
—Gracias —dijo Darcy—. Siento mucho no haberte enviado noticias de
nuestra venida, pero no quise enviar a un mensajero solo al castillo.
—El camino al castillo no es seguro —estuvo de acuerdo el conde—. Pero
eso no importa, mi ama de llaves siempre está preparada para recibir
visitas. Y esta joven tan encantadora ¿es? —preguntó.
—Elizabeth —respondió Darcy tomándole la mano y acercándola hacia él.
—Elizabeth —dijo el conde inclinándose frente a su mano—. Un bonito
Pág
ina 1
29
nombre para una hermosísima dama. ¿Elizabeth?
—Elizabeth Darcy. Mi esposa —dijo Darcy con un orgullo circunspecto.
—¿Tu esposa? —preguntó el conde retrocediendo un poco como si hubiera
sentido una picadura.
—Si, nos casamos hace tres semanas.
—No lo sabía —dijo el conde recuperándose rápidamente, eso es inusual,
en général, me entero de las cosas que conciernen a la familia muy
rápidamente. Pero aquí estamos bastante fuera de alcance —dijo mirando
con curiosidad a Elizabeth antes de volver su atención a Darcy—. Así que
estás casado, Fitzwilliam. Es algo que creí que no vería.
—Hay un tiempo para todo —dijo Darcy—, y éste es mi tiempo, —Y
terminó la presentación diciendo—, Elizabeth, él es mi tío, el conde
Polidori.
Elizabeth le hizo una reverencia y dijo todo lo necesario, pero no estaba
completamente tranquila. Aunque el conde era cortés y encantador, ella
percibía una curiosidad subyacente y algo más, no exactamente hostilidad,
pero sí algo que le decía que no lo complacía el matrimonio. Se preguntaba
si también él pensaba que Darcy debía haberse casado con Anne.
—No es un día placentero para el viaje que hicieron —dijo el conde—. Vaya
Pág
ina 1
30
que llueve mucho en las montañas, y tenemos muchas tormentas. La
oscuridad, tampoco la oscuridad es agradable, pero no importa, ahora
están aquí. Mi ama de llaves los conducirá a sus habitaciones de
inmediato. Querrán cambiarse la ropa mojada creo. Yo ya cené, pero deben
decirme cuando quieran comer y mi ama de llaves les preparará una
comida, a menos de que prefieran que les lleven algo a sus habitaciones.
Sintiéndose repentinamente cansada, y también sabiendo que había algo
que Darcy tenía que hablar con el conde, Elizabeth aprovechó la
oportunidad para retirarse a su habitación y dijo que, para ella era más
que suficiente con que le llevaran algo en una charola a su habitación.
El conde le hizo una reverencia completa y tocó la campana. Se escuchó
una campanada lastimosa, que hizo eco en algún lado del interior del
castillo, y Elizabeth se preguntó desde dónde tendría que caminar el ama
de llaves para llegar hasta el salón. Mientras esperaban, el conde continuó
preguntándoles sobre su viaje y se compadeció de ellos por las dificultades
que habían pasado. Por fin llegó el ama de llaves, una mujer hosca,
pequeña y alerta. Al parecer no hablaba inglés, pues el conde se dirigió a
ella en su propia lengua. Ella inclinó la cabeza y luego ella dijo algo
incomprensible pero tan esperado, que Elizabeth creyó comprenderlo bien;
Pág
ina 1
31
y, por último, condujo a Elizabeth fuera del salón.
Conforme la puerta se cerraba detrás de ella, Elizabeth escuchó a Darcy
decirle al conde: «Debo hablar contigo respecto a un asunto de suma
importancia» y al conde responder seriamente; «Sí, eso veo. Hay mucho de
qué hablar».
Qué era lo que había que hablar, Elizabeth no lo sabía, pero comenzaba a
preguntarse si tenía algo que ver con la dote del matrimonio. Eso
explicaría el por qué Darcy estaba renuente a hablarlo con ella, pues él no
querría que ella se sintiera incómoda de que su dote hubiera sido tan
pequeña. Sus padres habían dejado de ahorrar dinero desde hacía muchos
años y lo poco que poseían lo habían usado cuando tuvieron que pagar a
Wickham al casarse con Lydia. Elizabeth sabía que a Darcy eso no le
importaba para sí mismo, pero, ¿para sus hijos?... Lo usual era que la
parte de la novia se legara a los hijos, y muy bien podía tratarse de que
Darcy necesitara el consejo del conde respecto a cómo compensar a un
futuro hijo por la falta de fondos de ella. También era posible que ese
asunto fuera en parte responsable de la frialdad con la que algunos
familiares de Darcy la trataban.
Ella siguió al ama de llaves a lo largo del recibidor y hacia arriba por una
Pág
ina 1
32
escalera de piedra. Los escalones estaban desgastados en la parte del
medio, en donde un incontable número de pies había pisado a lo largo de
los siglos, y sus pasos producían un eco hueco. Luego, el ama de llaves dio
vuelta hacia un pasadizo enrollado antes de subir una escalera espiral
hacia la habitación de una torrecilla.
Annie ya estaba ahí, desempacando las cosas de Elizabeth. Había una
enorme cama de cuatro postes en el centro de la habitación, adornada con
colgaduras de terciopelo rojo y había una mezcla de muebles pesados
dispuestos alrededor de ella: una jofaina, un armario, una cajonera, un
escritorio y, acomodada debajo de la mesa, una silla. También había un
tocador, pero era un tipo de mueble distinto a los otros, una pieza delicada
pintada en azules suaves y rosas, con patas que se iban adelgazando y
terminaban con una delicada cubierta de oro en la base. Los gruesos
muros tenían ventanas verticales estrechas. Al lado de las ventanas
colgaban gruesa cortinas de terciopelo que no estaban corridas aún. Ya
había fuego en la chimenea, aunque era muy débil todavía, pues había
sido recientemente encendido; pero los enormes leños comenzaban a arder
y pronto habría un fuego vivo. Se habían dispuesto velas alrededor de la
habitación que trazaban un círculo perfecto dentro ella. El muro de piedra
Pág
ina 1
33
arriba de la cama estaba suavizado con un tapiz.
El ama de llaves murmuró algo inteligible, luego hizo una reverencia y
estaba a punto de retirarse cuando Elizabeth le dijo:
—Un momento.
El ama de llaves se detuvo.
—No hay espejo sobre el tocador —dijo Elizabeth, procurando mostrarle
con una especie de pantomima lo que quería decir—. ¿Podría hacer que me
subieran uno, por favor?
Pero ya sea que el ama de llaves no la entendió o bien que no había
espejos que pudieran darle, ella negó con la cabeza enfáticamente y luego
se retiró.
—Bien —dijo Annie—, no hay duda de que las personas de por aquí son
raras. Primero, toda la plática en el recibidor de la servidumbre y ahora
esto. ¡De verdad no hay espejo! ¿Cómo esperan que una dama se vista sin
un espejo?
—No importa —dijo Elizabeth, pensando en que se lo pediría al conde al
día siguiente—. Quizás no me entendió —se quitó la caperuza y luego
preguntó con curiosidad—: ¿Qué plática en el recibidor de la servidumbre?
—Puros disparates inútiles —respondió Annie—. Estaban diciendo que la
Pág
ina 1
34
caída del hacha significaba que usted causará la muerte del señor Darcy.
Dijeron también que ya una vez se había caído cuando el conde y su
esposa pasaron por la puerta y mire lo que le pasó a ella. ¿Va a ponerse el
vestido azul o el color limón para la noche, señora?
—Ninguno —dijo Elizabeth—. Voy a comer algo aquí en la habitación, así
que no necesito arreglarme para la cena. ¿A qué te refieres con que la
caída del hacha significa que le voy a causar la muerte al señor Darcy?
—Bueno, señora, dicen que como el hacha se cayó mientras ambos
estaban cruzando por la puerta y cayó más cerca de él que de usted
significa que usted va a matarlo o algo así. Todos estaban negando con la
cabeza y murmurando al respecto cuando entré a la cocina. La mayoría de
ellos no habla una palabra de inglés, pero el criado del señor Darcy me dijo
de qué estaban hablando. Puros disparates de idólatras.
—Yo no creo que sean idólatras —dijo Elizabeth abstraída—, por el
contrario, al parecer se persignan mucho. De camino al castillo, los
lugareños se persignaban siempre que el carro los pasaba.
—De todas formas, señora, no son como la gente de Hertfordshire.
—No, no lo son —dijo Elizabeth.
Pensó en todos sus amigos y vecinos de casa. A la distancia, las cosas
Pág
ina 1
35
absurdas de allá no parecían tan absurdas, y más bien, parecían
reconfortantes. Incluso el recuerdo del señor Collins parecía entrañable
más que ridículo.
Annie terminó de desempacar y luego cerró las cortinas. El fuego ya estaba
llameante y la habitación comenzaba a sentirse más cálida. Elizabeth se
quitó la ropa mojada y se puso un vestido de lana. Luego extendió sus
manos al fuego, pues las tenía muy frías y, poco a poco sintió cómo
comenzaron a entrar en calor.
Se oyó que llamaron suavemente a la puerta. Entró una joven doncella con
una charola con algo caliente y apetitoso y, mientras cruzaba la habitación
para colocar la charola sobre el escritorio, permaneció lo más alejada que
pudo de Elizabeth y la miraba con ojos llenos de miedo.
—¿Qué le dije? —preguntó Annie en un tono afligido mientras la doncella
se apuraba a salir de la habitación—. Es una de las sirvientas de día. Ésas
son peores. Ni siquiera pasan la noche en el castillo; dicen que ven cosas,
cosas anormales.
Elizabeth caminó hacia la charola y miró el estofado.
—Sabe mejor de lo que se ve —dijo Annie—. Yo comí un poco en la cocina.
Elizabeth tomó la cuchara que estaba junto al tazón y probó el platillo, que
Pág
ina 1
36
era una especie de estofado de pollo con un sabor distintivo.
—Pimientos, eso es lo que le ponen para que sepa así —dijo Annie—.
Mucho mejor que tanto ajo en París; esto no sabe tan mal.
Elizabeth trozó un pedazo de pan y se lo comió con el estofado. Cuando
terminó, Annie se llevó la charola y Elizabeth, ya sola, se paseó por la
habitación. Examinó los pocos libros que estaban sobre un estante junto a
la ventana y observó el tapiz, pero en lugar de tranquilizarla, el contenido
de la habitación la inquietó. Los libros no eran como los de la biblioteca en
Longbourn, que olían claramente a piel, estos libros estaban húmedos y
olían a polvo. También el tapiz era inquietante. Mostraba una imagen en
rojos, esmeraldas y dorados ya desteñidos y parecía ser un tipo de
bestiario. Mostraba un bosque habitado por criaturas extrañas: lobos de
proporciones gigantescas con las caras afiladas, en las que predominaban
los ojos rojos y brillantes; murciélagos de tamaños monstruosos con
rostros humanos; sátiros y dragones y basiliscos; y en una pequeña
esquina, una mujer demacrada con flores en el pelo. Los monstruos le
hicieron recordar las imágenes en los libros de los cuentos de hadas que
leía de niña en Longbourn, pero allá, en donde se sentía segura, esas
imágenes le parecían ridículas y aquí, en el castillo, no le resultaban
Pág
ina 1
37
fáciles de olvidar. La idea de que Caperucita Roja se perdiera en los
bosques cercanos al castillo no parecía imposible; ni la idea de la Bella
Durmiente bajo el hechizo de una bruja malévola que la hizo quedarse
dormida durante cien años; ni la de hombres que eran bestias y bestias
que eran hombres.
Lo único que le daba satisfacción era el tapiz que colgaba de la cama, pues
le impedía ver las imágenes mientras se dormía.
Se dirigió a su escritorio de viaje, que ya Annie había desempacado y sacó
los utensilios para escribir. Se sentó a terminar su carta para Jane. Leyó lo
que había escrito hasta ese momento, que terminaba con:
Darcy respeta a su tío y va en busca de su consejo, no sé bien sobre qué.
Sólo espero que eso le sosiegue la mente y le permita sentirse libre para
escuchar su corazón, que yo sé, Jane, que lo guía hacia mí.
Debo irme, pero volveré a escribirte cuando lleguemos al castillo. Por ahora,
adieu.
Entonces continuó.
Pág
ina 1
38
Ya hemos llegado al castillo y es el lugar más remoto que espero visitar en
mi vida. También es el más raro, y me siento muy sola. Cómo quisiera que
estuvieras aquí, Jane. Extraño tu carácter tranquilo y dulce y tu bondad y fu
capacidad de ver lo mejor en los demás. Todo aquí es raro. Llegamos al
castillo bajo una terrible tormenta. Está ubicado en un área remota de las
montañas y está rodeado de bosques en los que habitan lobos. Los vi de
camino aquí, corriendo junto al carro, con el pelaje gris y los ojos rojos
brillando por entre el follaje. Puedo escucharlos aullando a la luna mientras
escribo. El castillo es una construcción vieja de roca, es oscuro y tenebroso y
está en mal estado. Cuando llegamos, una de las hachas se cayó de la
pared y por poco nos cayó encima a Darcy y a mí. La servidumbre dice que
eso significa que yo voy a causar la muerte de Darcy. Y, a pesar de que sé
que es ridículo, no puedo evitar sentir miedo. Me siento encerrada aquí; de
hecho, cuando el puente levadizo se levantó detrás de mí, me sentí como
una prisionera. Las cosas no parecerían ni la mitad de lo malo que parecen
si estuvieras a mi lado. Juntas nos reiríamos de los lobos y de los presagios
extraños. Pero sin ti, mi querida Jane, estoy increíblemente nerviosa. Dios no
quiera que termine como mi madre. Escríbeme pronto y sácame de mis ideas
idiotas con risas. Sin recibir cartas de casa me siento extrañamente sola.
Pág
ina 1
39
Cuéntame de mi tía y tío Gardiner y de sus hijos. Ayúdame a recordar, que
hay un mundo más allá de éste y que el orden y la familiaridad y la calma y
la seguridad sí existen. Cuéntame también sobre los encantos de Londres y
de tu amado Bingley. Espero que tus miedos sean menos y tus alegrías más
que las mías.
¡De verdad quisiera que estuvieras aquí! Necesito a mi jane para platicar, y
no sólo del castillo. También necesito hablar contigo sobre mi matrimonio.
Darcy no ha vuelto a acercarse a mí, aunque ya es tarde. Y me doy cuenta
de que ya no me sorprende su ausencia. De hecho, ahora pienso que lo que
me sorprendería sería que viniera. Eso no puede ser bueno. Pero quizás
estoy pensando así porque estoy cansada. Ha sido un día muy largo y raro.
Me voy a descansar. Estoy segura de que las cosas cobrarán otro aspecto
mañana.
Puso arenilla sobre la carta y la guardó, luego, apagó todas las velas
menos una y se subió a la cama. Arregló el cubrecama, apagó la última
vela y se acostó. Se durmió rápidamente, pero no fue un descanso
reparador, pues estuvo plagado de sueños perturbadores.
Pág
ina 1
41
Capítulo 6
Transcrito por Alex Yop EO, Kte Belikov & Anaid
Corregido por Lia Belikov
lizabeth estuvo contenta de despertarse a la mañana
siguiente. Había pasado la noche corriendo por el bosque
perseguida por lobos o perdida en el castillo o atormentada
por pesadillas inquietantes, así que le alegró de poder dejarlas atrás.
Se vistió con ropa para el frío. Se envolvió en su grueso chal y salió de la
habitación. Encontró fácilmente el camino fuera de la torrecilla, pero al
llegar abajo se detuvo, pues no tenía certeza sobre por dónde seguir. Por
suerte, uno de los lacayos del conde pasaba por ahí. La miró lleno de
miedo, pero ella no lo dejó continuar sin antes hacerle entender que quería
comer, así que él la guió hasta el comedor. Darcy ya estaba ahí para el
desayuno. Se puso de pie con una sonrisa en los labios y ella tranquilizó
inmediatamente. Ésta era la realidad. Aquí estaban la cordura y el reposo,
no el mundo del sueño, sino en el de la vigilia.
—¿El conde ya desayuno? —preguntó ella mientras le servían una especie
de avena que se veía poco apetecible pero que estaba sorprendentemente
E
Pág
ina 1
42
buena.
—Sí, se levantó antes del amanecer. Se fue a consultar a algunos de sus
amigos y vecinos sobre el asunto que me ha estado inquietando. Todos
ellos están dispersos en un área de unos cincuenta kilómetros de terreno
de difícil acceso, así que no volverá sino hasta la noche.
—¿Le fue posible darle algún consejo al respecto?
—No todavía, pero espero que pronto encontremos una respuesta.
Ella esperó a que los sirvientes salieran del comedor y luego dijo:
—Ya una vez le pregunté si lamentaba nuestro matrimonio y me respondió
que no. Necesito preguntárselo de nuevo —hizo una pausa, pues no sabía
cómo continuar. Quería decirle, ¿Por qué no me visita en las noches? Pero
ahora que el momento había llegado, se sintió con la lengua anudada y no
supo cómo abordar el asunto.
—No, desde luego que no —dijo él con el ceño fruncido—. La pregunta ni
siquiera cabe y lamento mucho hacerla sentir así.
—¿Los problemas que lo inquietan tienen que ver con la dote? —preguntó
ella—. ¿Es por eso que necesita el consejo de su tío?
—No, no es eso precisamente —dijo en tono evasivo—. Pero espero que los
asuntos se aclaren pronto y entonces podamos olvidarnos de esto y
Pág
ina 1
43
disfrutar el resto de nuestro viaje de bodas.
Él tomó la mano de ella y la besó; ella sintió que su mano irradiaba calor
en el lugar en el que él había puesto sus labios.
Un haz de luz entró por la ventana y Elizabeth, que ya se había terminado
la avena, dijo:
—Salgamos al patio —pues alcanzaba a ver algo como un pequeño jardín
por la ventana y quería estar al aire libre.
—Por supuesto —respondió él.
La lluvia había cesado, pero a pesar del brillo del sol, la mañana estaba
cerrada y prometía más lluvia por venir.
El jardín alguna vez debió ser bonito, pero ahora estaba cubierto de hierba.
Era cuadrado y estaba rodeado por los muros de piedra gris del castillo; en
su centro había un estanque lleno de maleza. Le entraba muy poca luz e
incluso esta poca era lánguida y pálida, como si el esfuerzo de llegar hasta
el patio la hubiera despojado de su energía. La maleza crecía por entre las
piedras y la hierba amarilla competía por espacio con los helechos de
aspecto insalubre. De una maraña de plantas trepadoras se erguía la
estatua de un sátiro, pero estaba rota, sus flautas de Pan estaban a un
lado, sobre el suelo, cubiertas de musgo y liquen.
Pág
ina 1
44
—Es una pena que este tan descuidado —dijo ella—. Es un lugar protegido
del viento y podría ser agradable caminar aquí si el jardín no estuviera
cubierto de hierba.
—El castillo es viejo y su mantenimiento es caro —dijo Darcy al mismo
tiempo que le ofreció su brazo—. Mi tío no tiene suficiente dinero para
atender todo lo que se necesita aquí. Su fortuna ha sufrido un revés, se ha
estado mermando últimamente, y él ha tenido que dejar que algunas
partes del castillo caigan en el descuido —la miró y comenzaron su paseo
por el jardín—. Supongo que yo no noto sus deficiencias porque estoy
acostumbrado a ellas. Amo este lugar desde que era niño. Pero creo que a
usted no le gusta.
—No, debo confesar que no —respondió ella—. Me parece bastante
amenazante, y no solo es el castillo. El idioma es raro y los chismes…
—Usted no es el tipo de persona que atiende los chismes —dijo él.
—No, lo sé, pero aquí me siento diferente, como si no fuera yo misma. Me
siento atrapada, encerrada —ella se estremeció al recordar el puente
levadizo retumbar al momento de cerrarse y se ajustó un poco más el chal
alrededor del cuerpo—. Cuando levantaron el puente detrás de mí, sentí
como si fuera una prisionera.
Pág
ina 1
45
—El puente levadizo es para mantener a la gente fuera, no para encerrarla
dentro —dijo él poniendo su mano sobre el brazo de ella para
tranquilizarla—. Estamos en una parte bastante remota y hay muchos
bandidos por estos lugares que gustosos saquearían el castillo si no
estuviera bien defendido.
—Sí, claro. Pero no solo es el puente, es todo. Esta mañana, al mirar fuera
por la ventana, vi un precipicio terrorífico al final del cual solo se veían
piedras puntiagudas. No estoy acostumbrada a eso —dijo ella
disculpándose.
—Usted está acostumbrada a praderas ondulantes y ríos serpenteantes en
una parte pacífica del mundo —dijo él— pero este castillo está en un área
menos hospitalaria. Fue construido como una fortaleza en el tiempo en el
que se necesitaban fortalezas. Las rocas lo mantienen a salvo; sirven para
asegurar que nadie puede trepar y asaltarlo por atrás. Sé que puede
parecer prohibitivo si uno no está acostumbrado a ello, pero ¿dentro
también se siente asustada?
—No, no precisamente asustada, pero sí ansiosa. Las ventanas son
pequeñas y el castillo es lóbrego. Y los rumores…
—Continúe.
Pág
ina 1
46
—Son tonterías, desde luego, pero en el recibidor de la servidumbre dicen
que el hacha que se cayó fue una premonición de su muerte y de que yo la
causaría. Dicen que la misma suerte sobrevino a la esposa del conde. ¿Es
cierto?
Él vaciló.
—Hasta cierto punto —dijo él—. El conde perdió a su esposa, pero no hubo
nada en raro en su muerte. Había estado enferma durante mucho tiempo.
—¿Y se cayó el hacha?
—Sí, pero el castillo es muy viejo. Algunos de los accesorios de los muros
se han aflojado, eso es todo.
—Sí, claro —dijo ella; las palabras tranquilas de Darcy la llenaban de
alivio—. No sé por qué hice caso. Es simplemente que la atmósfera aquí es
opresiva.
—Es una pena. Esperaba que le gustara. Pero no estaremos aquí mucho
tiempo. El conde volverá esta noche y no tenemos que quedarnos más que
unos cuantos días. Tengo un pabellón de caza cerca de aquí y quiero
aprovechar para ir a verlo y, por cortesía, debemos quedarnos unos días
más, pero para el final de la semana, si todavía se siente incómoda, nos
iremos.
Pág
ina 1
47
Elizabeth se sintió reconfortada.
—¿De verdad tiene un pabellón de caza aquí? —preguntó ella—. Ésta muy
lejos de Pemberley.
—Tengo pabellones de caza por toda Europa, reliquias de los viejos
tiempos. Ya no los uso, pero de vez en cuanto encuentro algún inquilino
para alguno de ellos. El conde cree que a uno de sus amigos le gustaría
rentar el pabellón más cercano de aquí, así que quiero ver si necesita
reparaciones. ¿Por qué no viene conmigo? Podemos ir mañana y eso le
dará un descanso del castillo.
—Ay, sí —dijo ella—. Eso me gustaría mucho.
—Muy bien, voy a hacer todos los arreglos para ello.
Mientras él se fue a los establos, Elizabeth entró y no encontró el salón
sino hasta después de tres intentos. No lo había visto bien la noche
anterior y esperaba que hubiera un piano, pero no había ningún
instrumento. Se dio toda una vuelta por el salón, examinado los retratos
que colgaban de los muros hasta que llegó a la chimenea. Arriba de ella
había un magnifico retrato de dos caballeros con ropa del siglo XVII.
Estaban vestidos a la moda de entonces, con abrigos y pantalones y
llevaban pelucas oscuras y rizadas que les caía hasta la cintura.
Pág
ina 1
48
Los observó con más cuidado. No era fácil distinguirlos claramente desde
donde estaba, pero algo en ellos le pareció familiar. Se preguntó a quien le
recordaban y luego se dio cuenta de que se trataba de Darcy y el conde.
—Los cuadros son muy buenos, ¿no le parece? —se escuchó una voz
detrás de ella.
Ella casi saltó del susto.
—Me disculpo, no tenía la intención de asustarla —dijo el conde, que era
quien estaba ahí.
—Pensé que estaba visitando a sus vecinos —dijo ella.
—Sí, pero las cabalgatas son difíciles con huesos viejos. Le hubiera dicho a
mis sirvientes: vayan y hagan la diligencia por mí, pero Darcy es un
sobrino a quien valoro mucho y no me gusta enviar a un criado en asuntos
que le conciernen a él. Cuando llegué, mis vecinos, que son buenos
conmigo, me dijeron «Nosotros mismos iremos al siguiente castillo para
evitarle el viaje. Así su cometido se realizará en la mitad del tiempo y con
menos ajetreo para sus huesos viejos». Y así se hizo. Una visita al otro y
cada uno de ellos viaja solo un trayecto corto hasta el siguiente castillo. Y
los motivo diciéndoles «Bienvenidos a mi castillo, tengo conmigo una novia
nueva» —dijo él con brillo en los ojos—. Usted recibió poca hospitalidad
Pág
ina 1
49
ayer, pero hoy será distinto. Le agradarán mis vecinos, creo. Algunos de
ellos son familiares y todos son amigos míos. La van a atender y repararán
la oscuridad del castillo con su humor y conversación. Y usted les
agradará. Usted es un adorno para mi casa. Ya son muchos años desde
que no había tanta hermosura en este castillo. Espero que usted se sienta
cómoda. ¿Tiene todo lo que necesita?
—Sí, gracias.
—Si hay algo que pueda hacer para que su estancia aquí sea más
aceptable, debe decirme: ¡conde, requiero esto!
—Sí hay algo —dijo Elizabeth
—Solo menciónelo.
—No hay espejo alguno en mi habitación.
Él se quedó estático como una garza. Luego, por fin sus manos se
movieron y dijo:
—¡Qué pena! No tengo espejos. He sido viudo durante mucho tiempo,
usted comprenderá, soy un hombre sin pretensiones de belleza, un
hombre que no busca llenar su casa con estas cosas. Pídame lo que quiera
excepto eso.
—No importa —dijo Elizabeth rápidamente con la esperanza de no haber
Pág
ina 1
50
herido sus sentimientos—. Gracias, no hay nada más que necesite.
—Me alegra. El castillo es antiguo y no está hecho para el presente, está
hecho para los viejos tiempos, cuando mis ancestros necesitaban de una
fortaleza contra la guerra, pero yo lo he convertido en mi casa.
Elizabeth se sintió incómoda por un momento, preguntándose si quizás él
había escuchado sus comentarios respecto al cuidado del castillo, pero
luego pensó que eso era imposible.
Conforme continuaron conversando, Elizabeth comenzó a sentirse más
tranquila de su alrededor. El conde hablaba disculpándose por el castillo,
pero era evidente que lo amaba como su casa, y ella empezó a verlo con
ojos nuevos.
—¿Los retratos son buenos, no le parece? —preguntó el conde volteando a
ver el cuadro que ella había estado examinando—. Por lo menos de ellos no
tengo de qué avergonzarme. Fueron hechos por un artista local, un
hombre con mucho talento. Ése en particular es uno de mis preferidos. El
artista logró una excelente textura para las telas. ¡Vea el encaje!
—¿Quiénes son? —preguntó Elizabeth—. ¿Los hombres retratados?
—El primero es de mi estirpe, el primer Polidori —dijo él señalando al
hombre de la izquierda—. Es de él de quien heredé el castillo. Y el de la
Pág
ina 1
51
derecha es Darcy.
—Sí, eso creí. El parecido familiar es asombroso —dijo Elizabeth.
—Oui, aunque creo que Darcy es más delgado que el hombre del retrato. Y
más guapo, ¿n´est-ce pas?
Cambiaba al francés con la facilidad de la aristocracia inglesa y Elizabeth
estaba contenta de que no cambiara a su propia lengua materna que, si
bien se parecía un tanto al francés, era un idioma que no reconocía.
—¿Cuándo lo pintaron? —preguntó ella.
—Hace más de cien años, en 1686. Los tiempos eran muy diferentes
entonces. El castillo estaba lleno de luz y de risa. Ha cambiado mucho —el
conde pareció perderse en el ensueño y Elizabeth no quiso molestarlo; pero
luego se levantó y dijo—: Pero no podemos vivir en el pasado. Debemos
aceptar lo que tenemos en el presente y eso no es tan malo, pues
esperamos una visita de los amigos. Mi ama de llaves hará todo lo que
pueda para mejorar la apariencia del castillo en honor de mis queridos
invitados. Si no es demasiada molestia para usted, tomará su comida al
medio día en su habitación y permanecerá ahí hasta la hora de la cena, a
las seis. Lo hacemos todo temprano en el castillo, me parece que en
Inglaterra las llaman horas del campo.
Pág
ina 1
52
Elizabeth respondió que eso no le molestaba en lo absoluto y el conde se
disculpó y se retiró. También ella se retiró del salón con su ánimo más
ligero que el que había tenido desde que había llegado al castillo.
Encontró a Annie en su habitación; estaba planchando sus vestidos para
la noche con una plancha calentada al fuego y esa escena hogareña la
reconfortó aún más.
—Hoy almorzaremos de una charola, Annie —dijo ella— y luego habrá
invitados para la cena. Creo que me pondré mi vestido de seda color ámbar,
con muchas enaguas. Hace mucho frío cuando se está lejos de las
chimeneas. Y me pondré mi chal de casimir.
—¿Se va a poner las cuentas de ámbar o el collar de oro? —preguntó Annie.
—Creo que las cuentas —dijo Elizabeth, recordando la ropa desgastada del
conde: ella quería que Darcy estuviera orgulloso de ella, pero no quería
parecer demasiado refinada.
—Muy bien, señora.
Una de las doncellas pronto llegó con una charola en la que llevaba un
estofado caliente y humeante que sabía exactamente igual a la cena de la
noche anterior y Elizabeth pensó cuán impresionada estaría su madre por
esta deficiencia en el manejo de la casa y luego se puso a pensar en la
Pág
ina 1
53
esposa del conde. Se imaginó cómo habría sido la condesa y pensó que era
una tragedia que se hubiera muerto. Pues ella sospechaba que, de estar
viva la condesa, el castillo estaría mejor cuidado, a pesar de la
disminución de la fortuna del conde.
Después del almuerzo. Elizabeth terminó la carta para Jane y, bueno,
sabía que no la podía enviar en un lugar tan remoto y que tendría que
esperar hasta que regresaran a la civilización para poder mandarla.
No había cuarto de vestir, la habitación ocupaba toda la torrecilla, pero
uno de los lacayos subió cargando un polibán y las doncellas subieron
jarras de agua caliente para que Elizabeth pudiera bañarse. Fue un deleite
poder enjuagarse en el agua caliente y jabonosa y mitigar todas las
dolencias ocasionadas por el ajetreo en el carro el día anterior.
Alrededor de las tres de la tarde, comenzó a escucharse un escándalo que
provenía de abajo y que se filtraba por la por la puerta cada vez que Annie
la abría para traer más agua caliente y Elizabeth se dio cuenta de que
estaba ansiosa de que llegara la noche. Aromatizada, caliente y
delicadamente enjuagada, salió de la bañera y se secó frente al fuego;
luego, comenzó a arreglarse para la noche. El vestido ámbar le quedaba
bien con su color de piel y su cuello redondo complementaba la forma de
Pág
ina 1
54
su cara.
—Listo —dijo Annie al terminar de arreglarle el pelo, dando un paso hacia
atrás con aire de satisfacción.
—Gracias, Annie —dijo ella.
Le pareció extraño bajar sin haberse mirado en un espejo para asegurarse
de que estaba arreglada de forma que les gustara, pero no había nada que
hacer al respecto, así que se puso sus guantes, recogió su chal y bajó.
El castillo estaba más iluminado que antes, con una gran cantidad de
velas alumbrado el recibidor y tazones con flores silvestres dispuestos
sobre las mesas. Había un murmullo de voces y, desde afuera, se
escuchaba el sonido de los caballos y de las ruedas de los carruajes. La
puerta se abrió y una corriente entró al recibidor. Con ella entró también
el sonido de risas.
—Se ve muy hermosa —dijo Darcy, materializándose a su lado—.
¿Le parece si entramos?
Ella lo tomó del brazo y entraron al salón.
Todo se veía completamente distinto. Había velas por todos lados y el salón
tenía un aire luminoso de bienvenida. El fuego rugía en la chimenea y no
sólo irradiaba calor, sino también luz, y el sonido de conversación bullía
Pág
ina 1
55
por todas partes. Era una lengua extranjera, pero sonaba de buen ánimo y
vivaz.
Poco a poco el bullicio se apagó y uno a uno los invitados del conde
voltearon hacia la puerta. La mayoría eran hombres, vestidos con ropa
desgastada y cómoda que, no obstante, parecía ser lo mejor que tenían.
Las pocas mujeres que había entre ellos estaban todas vestidas con ropa
de lana, también desgastada por el uso, y Elizabeth se percató de que
estaba mejor arreglada que sus vecinas.
Era la primera vez que se sentía así desde que habían iniciado el viaje de
bodas.
En Francia se había sentido evidentemente fuera de moda al lado de las
criaturas tipo mariposa que revoloteaban alrededor de las salas de baile y
los salones, pero aquí se sentía como un ave exótica en un habitación llena
de gorriones; pero también pronto se dio cuenta de que los invitados del
conde no lo resentían, sino que les daba gusto ver a una novia en todo su
esplendor.
—¿Así que usted es la mujer que atrapó a Darcy? —dijo uno de los
hombres con jovialidad y acercándose a ella—. Es fácil ver por qué perdió
su corazón.
Pág
ina 1
56
Se hicieron las presentaciones y los invitados hicieron sentir a Elizabeth
muy bienvenida. Por primera vez desde su boda, Elizabeth sintió que
estaba en un mundo que podía comprender. Aunque la ropa, las
costumbres y el castillo fueran desconocidos, ella estaba recibiendo todas
las reverencias que se acostumbran para la novia en un viaje de bodas.
Ella era el centro de atención y cada una de sus palabras era escuchada
con gran interés.
—Cuéntenos cómo se conocieron —dijo Gustav—. No sabemos nada al
respecto.
—Nunca nos enteramos de nada aquí —dijo Clothilde.
—Sí, cuéntenos —dijo Isabella.
—Sí —dijo Frederique.
—Nos conocimos en Hertfordshire —dijo Elizabeth— cuando un amigo de
Darcy rentó una casa en mi vecindario. Darcy asistió a una asamblea local
con su amigo…
—Y fue amor primera vista, ya veo —dijo Louis.
Elizabeth se rio.
—En absoluto —dijo ella.
—¿No? Pero ¿cómo? Darcy; ¿no te enamoraste de inmediato de la bella
Pág
ina 1
57
Elizabeth? —él volteó a ver a Elizabeth—. Si yo hubiera estado ahí, me
hubiera postrado a sus encantadores pies.
—¿Cuándo fue entonces que Darcy vio el error de sus formas? —preguntó
Gustav.
—No fue sino hasta meses después —respondió Elizabeth.
—¡No lo creo! ¡Darcy, eres un zopenco! —dijo Frederique.
Darcy sonrió.
—¡Ah, sí, querido amigo, tú puedes permitirte sonreír! Tú te ganaste la
mano de la bella Elizabeth y nos la traes aquí como tu esposa.
—Pero ¿cómo fue? —preguntó Carlotta—. Cuéntenos cómo fue que Darcy
cambió de parecer.
Nada iba a ser suficiente para ello a no ser que escucharan el relato entero.
Elizabeth no mencionó a Georgina y a Wickham para nada; sólo mencionó
de pasada la huida de Lydia y no dijo más que Darcy había ido a ayudar a
su hermana cuando, estando tan lejos de casa, había pasado tiempos
difíciles.
Todavía seguían haciéndole preguntas cuando anunciaron la cena y,
durante ésta, que consistió de venado, tubérculos y perdiz, le hicieron
contar sobre su casa en Hertfordshire. Gustav dijo que él había ido a
Pág
ina 1
58
Inglaterra muchos años antes y platicó con Elizabeth respecto a los
méritos de ese país.
Las mujeres se portaron simpáticas y los hombres atentos, así que
Elizabeth se sentía encantada. Pues, a pesar de su ropa desgastada,
sabían cómo tranquilizarla y los hombres sabían cómo elogiarla con
delicadeza y cómo hacerla reír.
Luego del postre, se repartió oporto y las damas se retiraron. Las invitadas
del conde estaban llenas de admiración por el vestido de Elizabeth y
querrían que les contara todo sobre las modas de París.
—Y dígame, ¿cómo se llevan las mangas este año, largas o cortas? —
preguntó Clothilde.
—Difícilmente hay manga —dijo Elizabeth—. No tienen nada más que
olanes en la parte superior del brazo.
—Eso está muy bien para un salón calentado, en donde la cercanía de los
cuerpos hace que uno permanezca caliente, pero no va a funcionar en las
montañas, en donde tenemos nieve la mitad del año —dijo Isabella
riéndose.
—Podría funcionar si nos sentáramos cerca de la chimenea —dijo
Clothilde—. Me gusta la idea de mangas que no son más que olanes.
Pág
ina 1
59
—¿De verdad quieres estar sentada cerca de la chimenea todo el día? —le
dijo Isabella jugando—. No puedes quedarte sentada más que unos
minutos. Te levantarías e irías a algún lado a hacer algo.
—No siempre; en las noches, cada tanto, quedarse un rato sentada no
sería tan malo si eso significara estar comme á la mode. ¿Y cómo son las
faldas, son todas como su vestido, con la cintura muy alta?
—Sí —dijo Elizabeth—. Son así desde hace tiempo.
—Pues entonces vamos muy retrasadas —dijo Carlotta—. Antes nos
llegaban revistas de moda, pero desde que empezaron los problemas no ha
sido fácil que lleguen hasta acá.
—Entonces deberíamos ir a París —dijo Clothilda—. Deberíamos darnos
ese gusto. Durante mucho tiempo nos hemos conformado con vivir en los
bosques. Haremos un viaje a la capital y volveremos cargadas de vestidos y
chales y guantes y abanicos. Sorprenderemos a nuestros hombres con
nuestros vestidos a la moda y quizás eso los anime a ir también a la
ciudad y conseguir ropa nueva. Estoy segura de que les haría mucho bien.
Nuestros amigos se ven bastantes torpes junto a Darcy.
—No creo que Frederique vaya a usar ropa nueva; su ropa vieja es
bastante cómoda —dijo Clothilde—. ¡Creo que va a usar esa ropa hasta
Pág
ina 1
60
que se caiga de vieja! ¿Tienes hombres así en Inglaterra, Elizabeth?
—Tenemos hombres de todo tipo —respondió ella—. Hay algunos que
siguen la moda y otros que se visten como les viene en gana.
—¡Ah, entonces es lo mismo en todos lados! Pero, bueno, ya llegan.
Estábamos hablando de cuánto nos gustaría ir a París y comprar ropa
nueva y de que también ustedes deberían ir —dijo ella mientras los
hombres entraban.
—¡Ropa nueva! —dijo Louis horrorizado—. No la soporto. Siempre es
incómoda: o pica o es demasiado dura o demasiado holgada y nunca tiene
la forma adecuada. Un abrigo debe usarse un año antes de que se vuelva
cómodo.
—Lo ve, Elizabeth, no hay nada que hacer con ellos —dijo Carlotta
riéndose.
Alguien sugirió que jugaran a las cartas y todos rápidamente estuvieron de
acuerdo con el plan. Estaban tomando sus lugares a la mesa de juegos
cuando se escuchó que alguien tocaba a la puerta principal con fuerza.
Elizabeth, sobresaltada, levantó la mirada y todos voltearon hacia el
recibidor.
—¿Quién podrá ser? —preguntó el conde.
Pág
ina 1
61
Se escucharon voces en el recibidor. Se escuchó al mayordomo enojado y
despectivo y a una mujer, que sonaba como una mujer vieja y no obstante,
resuelta. Un momento después, la puerta se abrió de par en par y la vieja
entró, seguida del mayordomo furioso, quien dijo algo en su propia lengua
al conde. A pesar de que Elizabeth no comprendía sus palabras, su
indignación era evidente, así como el hecho de que estuviera avanzando
hacia la vieja. Pero el conde levantó su mano y el mayordomo dio un paso
atrás murmurando.
—Tenemos ante nosotros una vieja bruja que pide decirnos nuestro
destino. ¿Qué opinan?
—Que la dejen entrar —dijo Frederique, bajando su mano de cartas—.
Sería una verdadera pena dejar pasar este entretenimiento.
—¿Qué opinan las damas? ¿Les gustaría? —preguntó el conde.
—Desde luego —dijo Clothilde.
—¡Sin duda! Me gustaría descubrir qué ve en mi mano —dijo Isabella con
una sonrisa pícara.
El conde cuyos ojos brillaban por la luz de las velas, volteó hacia Elizabeth.
—¿Tiene algún inconveniente, señora Darcy?
La vieja se hizo hacia adelante. A la luz del fuego Elizabeth pudo ver que
Pág
ina 1
62
no era tan vieja como le había parecido al principio, su rostro tenía líneas
de expresión, pero no estaba arrugado y su presencia se dio por sentada.
Elizabeth supuso que la mujer era una amiga del conde, alguien que había
accedido a hacerse pasar por adivina por divertir a sus amigos y entonces
dijo:
—No, no tengo ningún inconveniente.
—Alars, por favor, acérquese al fuego —dijo la adivina.
Hablaba con bastante acento, pero hablaba en inglés, lo que confirmaba la
opinión de Elizabeth respecto a que era una amiga del conde y no la mujer
campesina que parecía.
Se acomodó en un banco junto al fuego, protegida del resplandor de las
velas por la sombra que hacía la repisa de la chimenea.
Clothilde dio un paso al frente, pero la vieja la detuvo.
—No todavía, mi oscura dama. Hay alguien aquí que debe pasar antes que
usted; veo una novia —la vieja fijó su mirada sobre Elizabeth— le voy a
decir su suerte a la novia.
Elizabeth se acercó a la mujer y se sentó frente a ella; la mujer alargó el
brazo con la mano abierta hacia ella.
—Debe hacer una cruz en mi palma con plata —dijo.
Pág
ina 1
63
—¡Ah, con que de eso trataba! —dijo Frederique riéndose—. La suerte no
es nada, la plata lo es todo.
Hubo un murmullo de risas entre los invitados del conde y luego Darcy se
acercó a la mujer y puso una moneda en su palma.
La adivina asintió, mordió la moneda y luego la deslizó dentro de uno de
los pliegues de su caperuza.
—Ahora, acérquese, ma belle —tomó la mano de Elizabeth y la colocó con
la palma hacia arriba— Veo una mano joven, la mano de una mujer al
inicio de su travesía. Ve —dijo, señalando unas líneas que atravesaban su
mano—, aquí están los peligros y dificultades que va a enfrentar. Su mano
es el mapa de su vida y las líneas son los peligros que correrá. Hay
muchos y son grandes y riesgosos. Va a ser sometida a una dura prueba,
en cuerpo y espíritu, y debe tener cuidado si quiere salir librada.
—¡Todo eso suena muy emocionante! —dijo Gustav.
—Y muy general —dijo Clothilde riéndose.
Ella se había acercado y estaba ahora junto al fuego.
—¿Le parece? —preguntó la adivina incisivamente—. Entonces deme su
mano.
Antes de que Clothilde pudiera reaccionar, la adivina tomó su mano y la
Pág
ina 1
64
puso con la palma arriba. Pasó su dedo a lo largo de las líneas y luego
soltó un lamento y comenzó a mecerse.
—¡Oscuridad! —dijo ella con un lamento—. ¡Aahh! ¡Aahh! ¡La nada! ¡El
vacío! ¡Todo es oscuridad!
—¡Vaya que monta un buen espectáculo! —dijo Federique con un
murmuro que pudiera escucharse.
—¡No monto ningún espectáculo! —dijo la mujer volteando a verlo con
severidad—. Nunca antes había sentido tanto vacío, tanto terror ni tanta
oscuridad. Ese frío me aterroriza, me hiela los huesos. Pero usted, ma belle
—dijo volviendo su atención de nuevo a Elizabeth y mirándola con
sinceridad—, usted pertenece a la luz. Debe tener cuidado. Hay peligro a
todo su alrededor. Crea esto si no va a creer nada de lo demás. El bosque
está lleno de criaturas extrañas y hay monstruos encubiertos bajo
distintas apariencias. No todos los que caminan sobre dos piernas son
hombres; no todos los que vuelan son bestias; y no todos los que recorren
el camino de los tiempos lo pasarán siendo sombras.
Elizabeth no pudo sacar nada en claro de lo que dijo la mujer, pero, a
pesar de sí misma, estaba impresionada por su intensidad y la
luminosidad de su mirada.
Pág
ina 1
65
—Mais oui —dijo la vieja asintiendo—¸ comienza usted a creer. Ha visto
cosas en sus sueños. Y no es la primera. No, sin duda no es usted la
primera. Hubo una joven como usted, hace muchos años, que vino a este
castillo. La llamaban la gentille, porque era noble y buena y porque amaba
las flores gentiane. Siempre llevaba una ramita en el pelo. Era joven y
estaba enamorada y, como todas las jóvenes enamoradas, pensaba que
podía conquistarlo todo. Y tenía razón, pues el amor puede conquistarlo
todo si es verdadero y profundo. Pero cuando llegó el horror, dudó; y
cuando llegó el terror, huyó. Corrió por los bosques y los lobos la
persiguieron y, al final, la atraparon. ¡Tenga cuidado! ¡Tenga cuidado! Hay
oscuridad a todo su alrededor. No vacile; no dude o también usted correrá
la misma suerte.
Elizabeth miró fijamente los ojos de la vieja, desalentada, a pesar de sí
misma, por las palabras de la mujer. Luego, el contacto de una mano
sobre su brazo la hizo volver al salón con las velas danzarinas y el
ambiente de bonhomie y alegría y se rio de sí misma por haberse dejado
llevar por la adivina y estuvo de acuerdo con los otros invitados en que
había sido un buen entretenimiento.
El conde le pagó generosamente a la mujer, pero mientras ella salía por la
Pág
ina 1
66
puerta, Elizabeth miró a Darcy y vio que él no estaba sonriendo. En lugar
de eso, su mirada era amarga.
Hubo mucha risa mientras se comentaba la visita de la adivina y el tema
fue olvidado cuando la atención volvió al juego de cartas. Se dividieron en
grupos y jugaron con puntuación; Elizabeth quedó en segundo lugar de su
grupo, después Clothilde y Darcy ganó en el suyo.
—Darcy siempre gana —dijo Louis.
—No siempre —dijo Darcy y una sombra cruzó por su rostro.
Pero luego se fue.
La noche llegó a su fin. Uno a uno, los invitados dieron las buenas noches
y se retiraron a sus habitaciones. Elizabeth se disculpó y se retiró también.
Su habitación estaba fría, pues la madera se había quemado lentamente
hasta consumirse. Se desvistió rápidamente y pronto estuvo en la cama.
Pero cuando se dispuso a apagar la última vela, miró el tapiz y algo le
llamó la atención. Levantó la vela para poder verlo mejor y vio, con horror,
que la mujer que destacaba de entre la multitud de criaturas extrañas
llevaba una ramita de genciana en el pelo.
Pág
ina 1
67
Capítulo 7
Transcrito por Lornian
Corregido por LizC
la mañana siguiente, mientras se arreglaba para ir al
pabellón de caza con Darcy, Elizabeth pensó que, sin duda, se
trataba de lo que había sospechado: la adivina era una de las
amigas del conde. ¿De qué otra forma hubiera tenido acceso al castillo y
cómo más pudo haber sabido sobre la figura femenina del tapiz? Sin
embargo, 1a noche había dejado su marca y no le resultaba fácil dejar de
pensar en ello. Había algo misterioso en la adivina y su historia parecía
fuera de proporción para alguien que quería entretener a un grupo de
amigos.
Mientras el carro salía por la entrada principal, Elizabeth se sintió
contenta de dejar el castillo, aunque fuera por un rato. No le animaba el
recorrido por el bosque, pero para su sorpresa, vio que con la luz del día
cobraba otro aspecto. Ya no había sombras oscuras y tenebrosas y en su
lugar había rayos de sol danzarines y claros de luz. La maleza estaba llena
de la generosidad de la naturaleza, con bayas y nueces que crecían por
A
Pág
ina 1
68
doquier y también, por aquí y por allá, se podían ver pedazos de tierra con
hongos.
—Cuando éramos niñas, Jane y yo acostumbrábamos salir a recoger
zarzamoras con una canasta —dijo Elizabeth—. Salíamos temprano por la
mañana y Hill nos daba algo de lo que sobraba en la alacena, un trozo de
empanada de pollo con una manzana y una rebanada de pastel, por
ejemplo. Nos íbamos a los campos y bosques de alrededor de Longbourn y
pasábamos el día llenando la canasta. Cuando volvíamos a casa,
llegábamos cargadas de fruta y cansadas, pero muy contentas. Kitty y
Lydia bailaban a nuestro alrededor y Mary levantaba la vista del piano y
sus ojos resplandecían. Mamá nos regañaba por haber ensuciado nuestros
vestidos, o por lo menos a mí, porque Jane nunca arruinaba su ropa, y
papá nos sonreía y decía que habíamos hecho bien. Luego de presumir
nuestro botín a la familia, llevábamos la canasta a la cocina. Hill decía que
era la mejor cosecha que había visto y preparaba un pay para el té.
Recuerdo muy bien el sabor de ese primer pay de zarzamora de la
temporada; siempre sabía mejor que los demás.
—Yo recogía fruta en estos mismos bosques. Siempre me sentía libre aquí,
en el despoblado. En Pemberley me sabía el señor de la casa y sabía que
Pág
ina 1
69
tenía que ser ejemplar ante quienes me rodeaban. Aquí podía ser yo mismo.
Paseaba por los bosques desde la mañana hasta la noche y no volvía a
casa sino hasta que oscurecía —dijo Darcy con nostalgia.
—¿No temía a los lobos o llevaba escoltas que lo cuidaran incluso entonces?
—No, no tenía escoltas y no, no tenía miedo. Sabía cómo protegerme.
Elizabeth pensó en la educación de un caballero inglés y supo que él
habría aprendido a manejar una espada y armas de fuego, así como ella
había aprendido a coser y a pintar. Lo imaginó caminando por los bosques
con certeza y sin miedo.
—¿A sus padres les agradaba que usted paseara?
—Sí —respondió él—. Nunca me impidieron que hiciera nada que quisiera
hacer y, además, pensaban que era bueno para mí estar al aire libre.
—¿Acostumbraba quedarse en el pabellón de caza o se quedaba con el
conde en el castillo?
—Cuando llegaba me quedaba con el conde, pero después me iba al
pabellón.
—¿Tiene muchos pabellones de caza? —preguntó ella.
—Cinco. Eran siete, pero dos de ellos estaban en tan mal estado que me
deshice de ellos ya hace tiempo. Ahora casi nunca viajo a Europa; mi
Pág
ina 1
70
tiempo está comprometido en Permberley.
—La propiedad de Pemberley es más grande de lo que creí y abarca más de
lo que imaginaba —dijo Elizabeth mientras pensaba, aunque no por
primera vez, en que había cambiado a una esfera de vida muy distinta—.
Desde luego, sabía de la existencia de las casas de Londres y Pemberley,
pero no sabía nada de propiedades en Europa.
—Antes había una casa en París, pero fue destruida durante la Revolución.
Tengo la intención de remodelarla o quizás de comprar otra allí cuando la
revuelta se acabe definitivamente.
—¿Cree que las guerras con Francia acabarán alguna vez?
Él asintió.
—Eventualmente todo termina, y espero que suceda más pronto que tarde
—respondió él—. También hay otras propiedades en Europa y otras más
pequeñas dispersas por Inglaterra; espero poder mostrárselas con el
tiempo.
Elizabeth pensó en cómo los ojos de su madre se abrirían grandes ante la
idea de más propiedades en Europa y de propiedades dispersas por
Inglaterra. Casi podía escucharla contándoles a lady Lucas y al señor Long
al respecto.
Pág
ina 1
71
El carro continuó por entre los árboles hasta que llegó a un muro alto que
corría al lado del camino. Un poco más allá, había una reja de hierro y, a
través de sus barrotes, Elizabeth pudo ver una casa cuadrada, tan alta
como ancha. Uno de los lacayos saltó fuera del carro para abrir la reja, que
chirrió al moverse, y el carro pasó; subió por un camino descuidado, lleno
de maleza y hierba robusta, que invadía también los jardines descuidados
y se detuvo fuera del pabellón.
Aunque lo llamaban pabellón, era más grande que muchas de las casas de
Meryton, con tres pisos y grandes chimeneas. Parecía, por lo menos a
primera vista, estar en buen estado. La escalinata que conducía a la
puerta principal era sólida y las habitaciones, aunque olían un poco a viejo,
estaban secas y en buenas condiciones. Las tablas del piso se sentían
firmes y las contraventanas no mostraban señales de descomposición. No
había muebles ni decoración, salvo por las telarañas hiladas en todas las
esquinas y que colgaban como guirnaldas de todos los anaqueles o repisas.
Elizabeth abrió las ventanas de par en par, para dejar entrar el aire fresco.
—Está mejor de lo que esperaba —dijo Darcy, mientras recorrían las
habitaciones y abrían las ventanas—. Necesita limpieza y los jardines
necesitan atención; también necesita muebles, pero más allá de eso, no
Pág
ina 1
72
veo ninguna razón por la que no se rentaría.
Elizabeth pensó en otro alquiler, lejos de ahí, hacía justo un año y recordó
lo emocionante que había sido. Su madre no había pensado en otra cosa
durante semanas. Ella se preguntaba si, en las montañas, había familias
semejantes a la suya que estuvieran tan emocionadas de tener un nuevo
inquilino en Netherfield Park. Se imaginaba a esta gente arreglándose con
su mejor ropa y yendo... ¿a dónde?, no había salones de reunión cerca; a
un baile privado, quizás.
Cuando ya habían revisado el pabellón de arriba abajo, Darcy, luego de
haber visto lo que quería ver, sugirió que volvieran al castillo. Estaban por
salir del pabellón cuando oyeron una conmoción afuera. Lo primero que
pensó Elizabeth fue que se trataba de bandidos, pero pronto se escuchó
más claramente que se trataba de gritos amigables y de patas galopantes
que se detuvieron justo afuera de la ventana del salón. Al asomarse,
Elizabeth vio a algunos de los invitados del conde saltando fuera de sus
monturas y dirigiéndose, sin aliento y emocionados, hacia dentro de la
casa.
Estaban vestidos con ropa simple de lana, adecuada para cabalgatas
rudas en el campo; las mujeres llevaban trajes prácticos para montar y los
Pág
ina 1
73
hombres llevaban abrigos gruesos y pantalones con botas desgastadas de
tanto uso. Desaparecieron de la vista y luego se escuchó que se abrió la
puerta principal y la voz de Gustav.
—El conde fue quien nos dijo que habían venido al pabellón de caza, así
que pensamos que quizás les gustaría un poco de compañía. Trajimos
cosas para hacer una comida de campo.
El salón pronto estuvo lleno de gente; sus caras estaban ruborizadas por el
ejercicio y todos reían y hablaban a la vez.
—¡Qué mañana! —dijo Gustav—. La mejor de muchas. No hay nada que le
gane a una luminosa mañana de otoño, cuando el aire está fresco y la
sangre fluye con la emoción de la persecución. Debemos persuadir a Darcy
y a Elizabeth de salir de caza mañana.
—Elizabeth no caza —dijo Darcy abruptamente.
—Entonces debes enseñarle. No hay nada como la caza para aguzar los
sentidos y hacerlos cobrar vida. Cada vista, olor y sonido se magnifica.
Vivir sin cazar es estar vivo a la mitad. ¿Qué dice, Elizabeth? ¿Saldrá a
cazar mañana con nosotros? —preguntó Isabella.
—No, gracias, no es para mí —respondió Elizabeth.
—Es una pena. Pero quizás todavía podamos convencerla —dijo Louis.
Pág
ina 1
74
Para entonces, Carlotta había desempacado lo que había en la canasta y lo
había acomodado sobre el tapete del asiento de la ventana. Había pollo frío
y jamón, panes y quesos, aves de caza y carne de venado, y para
acompañar la comida, había botellas de vino.
—A usted tenemos que agradecerle por esto, Elizabeth —dijo Gustav
mientras pasaban los platos—. Polidori no nos había invitado al castillo en
años. Me había olvidado de cuán divertido es cazar por estos lugares.
—Espero que no hayan olvidado nuestro acuerdo y no estén matando
cosas que no deben —dijo Darcy.
—No hay nada que temer, hemos respetado la propiedad del conde y sus
deseos. Cazamos para vivir, no para enemistarnos con nuestros vecinos.
—Deberían venir más seguido —dijo Frederique, llevándose una pierna de
pollo a la boca.
—Sí y también deberían traer a sus amigos y familiares. ¿Tiene alguna
hermana tan hermosa como usted, Elizabeth?
—Sí —respondió Elizabeth.
—No —respondió Darcy al mismo tiempo que ella.
—Tengo cuatro hermanas —dijo Elizabeth.
—Pero ninguna tan hermosa como usted —dijo Darcy.
Pág
ina 1
75
—Naturalmente. ¿Cómo sería posible igualar la perfección? —preguntó
Louis con galantería pícara—. Pero si no son tan hermosas, por lo menos
son muchas. Cuatro hermanas es toda una familia.
—Dos de ellas están casadas —dijo Elisabeth.
—Lo que significa que las otras dos no. Tendré que ir a Inglaterra de nuevo
cuanto antes.
—¿Y usted tiene hermanos? —le preguntó Elizabeth.
—Yo tengo dos hermanos, pero ninguno de ellos es tan guapo como yo —
dijo sin pena.
Frederique se rio.
—Sus hermanos son los hombres más guapos que haya usted visto. Lo
dejan, como se dice comúnmente, en la sombra.
—¿Están casados? —preguntó Elizabeth.
—Mais oui. Ambos llevan muchos años casados.
—¿Tiene sobrinos? —preguntó Elizabeth.
—Más de los que puedo contar. Tengo cientos —dijo él.
Elizabeth se rio. A veces le parecía como si su tía Gardiner tuviera cientos
de hijos, cuando todos estaban corriendo ruidosamente en una tarde de
Pág
ina 1
76
verano.
—¿Alguno de ustedes tiene hermanas? —preguntó Elizabeth, mientras se
congregaban en el tapete y comenzaban a comer.
—Yo tengo dos —dijo Clothilde, entre mordidas de pay—, ambas mayores
que yo. Yo soy la bebé de la familia.
—¿Viven cerca de aquí? —preguntó Elizabeth.
—No, mi familia está dispersa —respondió ella—. Algunos viven en Francia,
otros en Austria y algunos incluso más lejos.
—Así es que por eso pensó que Charlotte se había establecido a buena
distancia de su familia —le dijo Elizabeth a Darcy—. Si se compara con
establecerse en otro país, entonces sí.
—Todo es relativo —dijo Frederique mientras se servía un vaso de vino y
luego le sirvió uno a Elizabeth.
—¿Y qué están haciendo aquí? —Isabella le preguntó a Darcy—. Espero
que no estén pensando en vivir entre nosotros de nuevo.
—No —dijo darcy—. El conde cree que quizás haya encontrado un
inquilino para mí.
—¿Vraiment? ¿Quién?
Todos estaban deseosos de saber, y cuando Darcy dijo el nombre cada uno
Pág
ina 1
77
tuvo su opinión al respecto.
—No le va a gustar. Cree que quiere vivir en el campo, pero nunca va a
estar contento fuera de la ciudad —dijo Louis.
—Vendrá por unos meses, pero luego se irá —dijo Carlotta.
—¿Está casado? —preguntó Elizabeth—. Cuando un caballero soltero se
mudaba a Meryton, todo mundo hablaba de él y se le veía como la
propiedad de una u otra de las hijas de Hertfordshire. Siento mucho si los
ofendo, pero así era.
Isabella se sentó derecha y miró a Louis con interés.
—¿Y es guapo? —preguntó ella.
—No es lo suficientemente guapo para ti —respondió Louis riéndose.
—¿Y cómo sabes qué es guapo para mí? —ella preguntó—. Quizás me
agrade mucho.
—Sí, supongo que sí. Pues es soltero.
—¡Louis! —dijo Frederique con un gemido—. ¡Eres un traidor! Por qué no
les dices que está casado, para que el hombre pueda estar en paz cuando
llegue.
—Creo que le gustará mucho la compañía de tan hermosas jóvenes; le va a
divertir que todas ellas lo visiten en cuanto llegue.
Pág
ina 1
78
—¿Pero qué dices? —dijo Isabella—. ¿Cuándo nosotras hagamos una visita?
Serán nuestros padres quienes harán la visita. El padre de Carlotta no
puede hacer la visita, es cierto, pero mi padre la hará en nombre de
nosotras dos.
Siguieron riendo y bromeando y molestándose durante toda la comida; las
mujeres hicieron más preguntas sobre el posible inquilino y los hombres
se reían de ellas mientras le servían a Elizabeth todo lo más exquisito de la
canasta. Fueron atentos y galantes y Elizabeth respondió a ello encantada.
Cuando terminaron de comer, las damas guardaron lo que sobraba en las
canastas y los caballeros las llevaron afuera y las pusieron sobre el techo
del carruaje. Doblaron el tapete, y dejaron limpio el espacio, de donde
antes habían limpiado el polvo, y cerraron las ventanas. Cerraron la puerta
y salieron. Los que traían caballos los montaron en una ráfaga de faldas y
botas, todos menos Carlotta, que confesó estar cansada. Darcy le ofreció
su lugar en el carro y la ayudó a subir, al igual que a Elizabeth.
El camino de regreso estuvo lleno de jocosidad y no olvidaron a Elizabeth y
a Carlotta. Louis y Frederique cabalgaron al lado del carruaje, riendo y
platicando con ellas por la ventanilla.
Por fin el castillo apareció a la vista. Con la luz de la tarde como fondo, el
Pág
ina 1
79
castillo parecía menos tenebroso que hasta entonces, pero una vez que
cruzaron el puente levadizo, Elizabeth volvió a sentirse nerviosa. Los
mercenarios estaban todavía patrullando el patio con sus sabuesos en
correas y ni siquiera el ver a Gustav y a Frederique desmontar y hablar
con ellos hizo que el panorama pareciera menos amenazante. Los que
habían cabalgado llevaron a sus caballos a los establos, para que los
mozos los limpiaran y Elizabeth entró de nuevo al castillo. Subió a
arreglarse el pelo y a cambiarse la ropa de exterior.
Cuando había subido la mitad de la imponente escalinata de piedra,
escuchó a Darcy llamándola. Se detuvo y dio vuelta. Él estaba de pie en la
base de la escalinata viéndola.
—¡Elizabeth! —dijo él de nuevo mientras comenzó a subir hasta donde ella
estaba.
Iluminada por la luz de la gran ventana, Elizabeth se veía hermosa. Sus
mejillas estaban radiantes, sus ojos brillaban y toda ella irradiaba ánimo y
salud.
—Me alegra que haya disfrutado la compañía de los invitados de mi tío,
pero sería bueno no alentarlos demasiado —dijo él con cierta agitación.
—No sé a qué se refiere —dijo ella sorprendida.
Pág
ina 1
80
—Estaba disfrutando de sus atenciones —dijo él con un arrebato repentino
de celos.
Lo injusto de su comentario la tomó por sorpresa y respondió:
—¿Y por qué no habría de hacerlo? Nunca recibo las suyas.
Él se sobresaltó.
—¿A qué se refiere?
—Sabe perfectamente a qué me refiero. Hemos estado casados durante
semanas y, a pesar de ello, todavía no soy su esposa.
—Elizabeth —dijo él, y luego se detuvo, como si no encontrara las palabras.
—¿Por qué nunca viene? —ella le preguntó dolida.
—Yo... —sacudió la cabeza—. No debí haberla traído aquí —dijo él.
—¿Por qué lo hizo entonces? —preguntó ella.
—No sabía que iba a ser así. Pensé que sería distinto.
—¿Distinto cómo?
—No tan difícil, o sí, difícil, pero difícil de otras formas.
—No veo qué es tan difícil —dijo ella y extendió la mano para tocarlo.
—No, sé que no —dijo él, pero se abstuvo de tomarle la mano.
—Entonces explíquemelo. Hable conmigo, Darcy —le suplicó y, mirándolo
Pág
ina 1
81
fijamente a los ojos, lo tomó de las manos—. Dígame qué es lo que está
mal. No me moveré de aquí hasta que hable conmigo, no importa si el sol
se mete y todo se oscurece; aquí me quedaré.
Él levantó la mirada, pero no la dirigió hacia ella, vio más allá, por encima
de su hombro, hacia el sol enrojecido. Entonces toda su actitud cambió.
—Ésa no es la puesta del sol —dijo.
Ella se sobresaltó y mirando atrás sobre su hombro, vio que tenía razón.
El cielo no estaba teñido de carmesí, estaba teñido por el resplandor del
fuego.
En los establos comenzó a sonar una campana y afuera, del lado del patio,
se escuchó un clamor. Elizabeth vio por la ventana cómo los mercenarios
montaban sus caballos a toda velocidad mientras el chirrido de las
cadenas del puente levadizo rasgaba el aire. El vasto puente comenzó a
descender y los mercenarios lo cruzaron a toda velocidad, llenando el aire
con el resplandor de sus espadas brillantes.
—No hay tiempo que perder —dijo Darcy, tomando a Elizabeth de la mano
y jalándola escalera abajo, y en ese momento el conde apareció al pie de la
escalera.
—Rápido —dijo el conde—, tienen que irse de inmediato. La multitud viene
Pág
ina 1
82
en camino.
Elizabeth estaba alarmada, pues recordó todo lo que había escuchado
sobre la Revolución en Francia, cuando el pueblo había tomado por asalto
las casas de la nobleza y había destrozado todo, prendiendo fuego y
asesinando a su paso.
—No podemos dejar el castillo —dijo ella—. Los muros son gruesos. Aquí
estaremos a salvo.
—Sí podemos y tenemos que irnos —dijo Darcy.
El conde murmuró algo y Elizabeth creyó escucharlo decir:
—Sácala de aquí. A ella no la van a defender —pero se dio cuenta de que
debía estar equivocada, pues esas palabras no tenían sentido. Luego, con
más volumen, dijo—: No se detengan por sus cosas. Yo se las haré llegar.
—No podemos salir de noche —dijo Elizabeth—. Los caballos...
—No podemos montar nuestros caballos, no hay tiempo para que los
preparen —dijo Darcy.
—Van a encontrar todo lo que necesitan en su sitio —le dijo el conde a
Darcy—. Váyanse pronto, amigo mío, y ojalá que el viento esté a sus
espaldas.
Darcy asintió y luego dijo:
Pág
ina 1
83
—Envía entonces nuestras cosas —y luego se dirigió a Elizabeth—:
Tenemos que irnos.
Arrebatada por la sensación de urgencia, Elizabeth corrió escalera abajo al
lado de Darcy, pero cuando se dirigió hacia la puerta, él la tomo de la
mano y la llevó a otras escaleras que descendían a las entrañas del castillo.
Los escalones estaban suaves y resbalosos y su frío penetró en los pies de
Elizabeth por las suelas de sus zapatos. La luz fue haciéndose más tenue
conforme las ventanas se hacían más pequeñas, así que estaban corriendo
casi en la oscuridad total. Luego, Darcy la jaló hacia una puerta claveteada;
ahí tomó una antorcha de un brazo de luz en la pared y tocando sin ver
sobre un anaquel, buscó un polvorín y encendió la antorcha; su luz brilló
como un espantoso eco de las antorchas de la multitud.
Estaban en una bodega en donde había costales de harina apilados contra
las paredes. Estaba labrada en la roca sobre la que se erguía el castillo, y
el techo era tan bajo que Darcy tenía que agacharse y Elizabeth corría
peligro de pegarse en la cabeza.
Darcy empujó los costales y, detrás de ellos, había una puerta. Tomó la
antorcha con una mano y a Elizabeth con la otra y la guió. Ella vio que
estaban en un túnel oscuro y mojado, por cuyas paredes escurría agua y
Pág
ina 1
84
tembló de frío y de miedo. El suelo estaba disparejo y se tropezó dos veces,
pero rápidamente se reincorporó. Mientras continuaba se preguntó hacia
dónde se estarían dirigiendo. Supuso que estaban pasando por debajo de
los muros del castillo y el sólo pensar todo el peso que estaba sobre ellos la
oprimió tanto que apresuró su paso. Finalmente, llegaron a otra puerta
gruesa que tenía barrotes de troncos de roble. Darcy le entregó la antorcha
y luego levantó un barrote para zafarlo y abrió la puerta. Más allá había
una maraña de espinas y hiedra que encubría una entrada y, a lo lejos, el
bosque.
Un lobo aulló y el pulso de Elizabeth se disparó ante el pensamiento de los
peligros que les esperaban adelante y los que dejaban atrás.
Darcy apagó la antorcha y la aventó a un lado de ellos. Luego, la condujo
cuidadosamente hacia delante, quitando con sus manos las trepadoras del
camino y abriéndole paso entre la gruesa y espinosa maraña. Con todo y
eso, ella se raspó la cara y su caperuza se atoró en una raíz antes de que
ella pudiera ponerse de pie en la parte densa del bosque.
Por un claro de la bóveda celeste arriba, se vio la tenue y pálida luz del
ascenso de la luna nueva en el cielo, flotando como un fantasma en la
terrible y severa oscuridad. Y debajo de ella había un furioso resplandor
Pág
ina 1
85
rojo desplazándose hacia el castillo; pero el castillo ya estaba detrás de
ellos y Elizabeth se detuvo a recuperar el aliento.
—No, no nos podemos detener aún —dijo Darcy—. Todavía no estamos a
salvo.
Se escuchaban gritos lejanos y el golpear de acero contra acero, pero cerca,
todo estaba en silencio.
Darcy volteó hacia el frente; más adelante podía verse una cabaña por
entre los gruesos y retorcidos troncos de los árboles y se dirigieron hacia
allá. Se movían rápida y sigilosamente; su aliento se volvía vapor en el
viento y sus pulmones jadeaban por el frío.
Casi habían llegado a la cabaña cuando vieron el movimiento de una
sombra desplazándose fuera del resto de la oscuridad y Elizabeth se quedó
helada. Al principio no pudo ver qué era, parecía demasiado grande para
ser un lobo o un hombre, pero luego se dividió y pudo ver que estaba
conformada por unos seis hombres, cada con un garrote.
—Nos estaban esperando —dijo Darcy en un murmullo—. Nos traicionaron.
Y comenzó a retroceder de los hombres y empujó a Elizabeth tras de sí
para protegerla con su cuerpo. Entonces ella escuchó que una rama se
rompió atrás de ella y, aterrada, sintió que alguien la tomaba del brazo y la
Pág
ina 1
86
empujaba hacia atrás en una ráfaga de golpes y gritos. Y luego, de la nada,
se levantó un viento, que se arremolinaba con fuerza y velocidad, y
escuchó un rugido. No podía ver ni escuchar nada con claridad, todo era
un desorden confuso de sonidos e imágenes y luego, repentinamente, todo
se tranquilizó. El viento descendió, los gritos se silenciaron y, de pronto,
estuvo sola, de pie, en el bosque. No estaba atrapada por las manos que
antes la sostenían, no había nadie en ningún lado. El bosque estaba vacío.
—¿Darcy? —dijo suavemente al principio por si había algún enemigo cerca.
Pero luego, la necesidad de escuchar una voz conocida al costo que fuera,
la hizo hablar más fuerte—. ¿Darcy?
—Todo está bien —dijo él—. Aquí estoy.
Él estaba justo ahí, al lado de ella, aunque ella no lo hubiera visto ni
escuchado antes.
—¿Qué pasó? —preguntó ella.
—Alguien debió saber lo que íbamos a hacer y trataron de interceptarnos
—dijo él.
—Sí, ¿pero y luego? ¿El viento, los gritos, qué les pasó a los hombres?
—Se fueron —dijo él.
Y cuando volteó hacia ella, la luz de la luna le iluminó un lado de la cara.
Pág
ina 1
87
Estaba despeinado, tenía la ropa desajustada y ella vio con horror que
tenía sangre en la boca.
—Está lastimado —dijo ella; se quitó el guante y levantó la mano para
tocarle la herida.
Él la detuvo y de pronto ya no estaban en el bosque, no estaban en ningún
lado; se encontraban en algún reino entraño en donde sólo existían ellos
dos y en donde toda ella lo necesitaba. Lo miró a los ojos y algo se detonó
entre ellos, algo que los conectaba, los unía y los hacía uno. Ella sintió el
deseo de él, lo veía en sus ojos, y su corazón dejó de latir. Luego, él se
separó abruptamente de ella.
—¿Qué pasa? —ella preguntó suplicante—. ¿Qué pasa? ¿Por qué no me
dice?
—Nunca debí permitir que ella me hiciera esto —murmuró él—, pero de no
ser así, nunca la hubiera conocido a usted.
Escucharon llegar hasta ellos un murmullo grave como el mar y vieron que
se estaba acercando el resplandor rojo.
—Tenemos que irnos —dijo él.
De nuevo, la tomó de la mano y juntos corrieron por el bosque,
serpenteando por entre los troncos de los árboles y saltando por encima de
Pág
ina 1
88
las raíces retorcidas hasta que llegaron a la puerta de la cabaña.
Rápidamente, Darcy tocó a la puerta con un golpeteo distintivo. De
inmediato, apareció una mujer que llevaba una vela que irradiaba una luz
muy tenue. La mujer le dijo algo a Darcy en una lengua extranjera y él le
agradeció, luego llevó a Elizabeth por la casa y hacia afuera por el otro
extremo. Delante de ellos había un granero y un hombre conduciendo un
par de caballos, ambos ensillados y listos para partir.
Elizabeth miró a su caballo con algo de nerviosismo. No parecía una
criatura gentil, sino enorme e ingobernable y tenía montura para hombre.
No había nada que hacer; tenía que montarlo. Darcy la ayudó a subir,
luego él montó su caballo y emprendieron su marcha. Ella apenas podía
controlar al caballo, pero tenía la esperanza de que se volviera un poco
menos ingobernable cuando ya hubiera desgastado algo de energía.
—¿A dónde vamos? —preguntó ella.
—Al otro lado de las montañas —respondió él.
—Pero, ¿y el conde?
—Sobrevivirá. Ha sobrevivido a cosas peores.
El caballo de Darcy apuró el paso y el animal de Elizabeth lo siguió hasta
lo profundo de la oscuridad.
Pág
ina 1
89
Capítulo 8
Transcrito por Alex Yop EO & andylove
Corregido por Anaid
a noche fue larga y agotadora. Los caballos eran fuetes y no
estaban acostumbrados a sus jinetes, de modo que Elizabeth
apenas podía aguantar la cabalgada. La montura era incómoda
y no pasó mucho tiempo antes de que le dolieran los brazos y las piernas
por el esfuerzo, al que no estaba acostumbrada. Por fin, su caballo
comenzó a agotarse y ella pudo relajarse un poco, pero, aunque eso era un
alivio, el camino parecía no tener fin y ella deseaba con toda el alma que
pronto terminará la travesía.
Al principio, cabalgaron lado a lado, pero conforme el camino fue
estrechándose, Darcy comenzó a cabalgar delante de ella, deteniéndose en
cada intersección a decir por donde continuar.
—¿No había estado aquí antes? —preguntó ella.
—Sí, pero hace mucho tiempo —respondió él mientras observaba cada uno
de los tres caminos—. Creo que es por aquí.
—¿Cree? —preguntó ella con voz desanimada.
L
Pág
ina 1
90
Él la miró con compasión.
—¿Está cansada? —preguntó él preocupado.
Ella se irguió sobre la montura.
—No —mintió—. Nunca me he sentido mejor.
Él sonrió, pues era evidente que ella estaba mintiendo, pero también era
evidente que su mentira denotaba valentía. La miró con admiración y
luego ambos se rieron. Había un sonido luminoso en el bosque desierto
que resonaba por entre los árboles y eso los mantuvo alentados hasta que
ese sonido fue respondido por el aullido de un lobo y sus risas se apagaron.
Darcy dio vuelta a la derecha y Elizabeth lo siguió.
El camino empezó a descender y a hacerse sinuoso hasta que llegó a un
valle, en donde le agua que se había acumulado ahí ya estaba congelada;
una vez que cruzaron el valle, el camino comenzó a ascender de nuevo y
fue haciéndose cada vez más estrecho hasta que finalmente se convirtió en
un sendero, y los caballos tenían que elegir cuidadosamente donde dar el
paso.
Las ramas de los árboles estaban cada vez más cerca de ellos, y el sendero
continuó estrechándose; los árboles estaban ya tan cerca que las ramas se
alargaban hasta ellos y rasgaban a Elizabeth al pasar, enganchando su
Pág
ina 1
91
caperuza y enredándose en la crin de su caballo. El animal relinchaba
continuamente, y movía los ojos de un lado a otro. Su cansancio lo ponía
cada vez más nervioso e intento volver atrás, así que Elizabeth tuvo que
batallar para hacerlo continuar hacia adelante por entre la maraña de
troncos y la maleza mientras ella atendía la posición de su cuerpo para
evitar las ramas bajas.
El nerviosismo del caballo se le trasmitió a Elizabeth y ella comenzó a
sobresaltarse incluso con el más mínimo ruido. Sus nervios se tensaron
tanto que se estremecían como un arco pulsado, pues el bosque estaba
lleno de ruidos. Las hojas y las ramas crujían, y cada tanto, un lobo
aullaba, enviando sus solitarios aullidos a lo alto del aire, pero se oían
como lamentos de almas torturadas. Todavía peor era la agonía de la
expectativa, pues a un aullido llegaba otro en respuesta, así que era casi
un alivio escucharlo, aunque pronto aparecía de nuevo la tensión
provocada por un nuevo terror: el saber que los lobos estaba ahí afuera y
que cazaban en grupo.
Continuaron cabalgando más allá de sus fuerzas, hasta que Elizabeth se
desvaneció por el agotamiento. Entonces Darcy tomó las riendas del
caballo de ella y lo condujo detrás del suyo, mientras ella permanecía
Pág
ina 1
92
desplomada sobre la moldura. La luna salió y se ocultó, deslizándose por
la oscuridad como un espectro pálido. No fue sino hasta que ella la vio
ocultarse, tan lejos que parecía alcanzar el horizonte, cuando se percató de
lo que eso significaba; estaban saliendo del bosque. Más adelante, la
espesura cedía y, justo al final de la línea de árboles, había una pequeña
choza. Estaba en ruinas, pero a ella le pareció tan atractiva como un
palacio.
Para cuando llegaron, ella estaba tan cansada que se dejo caer de la
montura a los brazos de Darcy, que la estaban esperando. La llevó adentro
y la recostó sobre una cama de helecho cubierta de suaves pieles blancas
de cabra, pero para cuando tocó la cama, ya estaba dormida.
* * * * *
A la noche siguió el día, que se metió a la choza como un fantasma,
lentamente y vacilante, pero cobrando fuerza mediante la oscuridad se
desvanecía, pasando del negro al gris antes de reunir valor e iluminar la
pequeña choza y mostrar un cotillón de motas de polvo bailarinas y el
cuerpo de Elizabeth durmiendo.
Pág
ina 1
93
Estaba vestida tal y como había estado durante la huida, salvo por el
hecho de que Darcy le había quitado el gorro y se le veía el pelo suave y
revuelto, y que estaba cubierta con el abrigo de él. Se veía angelical. La
preocupación había desaparecido de su rostro y, en cambio, tenía un gesto
de tranquilo reposo. Sus pestañas descansaban pesadamente sobre sus
mejillas y su color café ahora se veía dorado cremoso contra el gris oscuro
del abrigo. Su mano estaba encima del adorable cubrecama, con las uñas
cortas y bien formadas con lunas crecientes en las puntas.
Cuando el sol tocó su mejilla, ella se movió, pero simplemente se dio vuelta
y siguió dormida.
Pero ya su sueño fue más ligero, y continuo moviéndose hasta que
finalmente emergió al mundo de la vigilia para ver a Darcy sentado
enfrente de la puerta, viéndola.
—Se ve hermosa cuando duerme —le dijo.
Había algo tan tierno en su mirada que le llegó directo al corazón y ella se
sentó, deseosa de empezar el día. Al hacerlo, el abrigo se cayó y al darse
cuenta de que él la había cubierto, se sintió tibia y halagada. El dolor de
sus extremidades dejó de importar, así como la cama dura y el frío
empañando el aliento. Lo único que le importaba era él.
Pág
ina 1
94
Empujo suavemente el abrigo para hacerlo a un lado y se puso de pie,
sacudiéndose el vestido arrugado y estirándose para liberar los calambres
en sus extremidades.
—¿Cuánto tiempo lleva despierto? —le preguntó.
—Lo suficiente —respondió el.
Ella lo miró con curiosidad.
—Lo suficiente para asegurarme que nada la molestara.
Ella recordó a los lobos y dijo:
—Tuvimos suerte de no haber sido atacados anoche. Estaba segura de que
los lobos nos atacarían.
—No tiene nada que temer. Siempre la protegeré y la mantendré a salvo —
dijo él.
—Esto no es lo que imaginé cuando emprendimos nuestro viaje de bodas
—dijo ella recobrando su buen humor natural—. Pensé que me estaría
despertando en un mesón con agua caliente y un buen desayuno a la
mano.
—Puedo darle por lo menos la primera. Afuera hay agua caliente al fuego.
Él salió y volvió con el agua caliente en un balde.
Pág
ina 1
95
—¿Puedo beberla?
—Sí, aquí esta.
Él vertió un poco dentro de un bote que había en las alforjas y se lo pasó.
Ella bebió gustosa y el resto del agua la usó para rociarse.
Los ojos de él seguían el movimiento de las manos de ella, que tomaban el
agua del balde, y luego miraba las gotas de agua correr por su cara y
cuello.
Se secó lo mejor que pudo con su pañuelo y luego salió para ponerlo al
fuego a secarse. Pero al hacerlo, vio que había un hombre de pie junto al
fuego y retrocedió. La cara del hombre estaba curtida por la intemperie y
su ropa estaba hecha de piel de gamuza, que paseaba con pies firmes en
las montañas. El hombre parecía un pastor, pero tenía una bolsa en la
mano izquierda y, luego de todas las alarmas del día anterior, ella temió
que quizás llevara ocultos un arma de fuego o un cuchillo. Sin embargo, el
no hizo ningún movimiento que pareciera amenazante, y de la bolsa saco
una hogaza de pan oscuro y una buena porción de queso duro.
—No se puede comprar con roles y chocolate caliente —dijo Darcy con
buen ánimo—, pero por lo menos le quitará el hambre.
Elizabeth tomó la comida agradecida y comió rápidamente, casi sin sentir
Pág
ina 1
96
su sabor en la boca, y hasta que no hubo más. Cuando acabó, se dio
cuenta consternada de que se lo había comido todo e intentó disculparse,
pero Darcy simplemente se rio y le dijo que él y Jean-Paul ya habían
comido.
Él volteo a decirle algo al pastor y, a pesar de que no hablaron en francés,
Elizabeth no pudo comprenderlo, pues parecía tener algún tipo de acento
regional o ser un dialecto.
—¿Está lista para continuar? —le preguntó Darcy—. Todavía no estamos
fuera de peligro y no podemos regresar, así que debemos seguir adelante; y
quizás sea bueno, pues todavía hay muchas cosas que quiero mostrarle.
Eso significa que hay que seguir cabalgando y ahora debemos viajar en
mula, pues a donde vamos no pueden llegar los carros, pero tampoco los
caballos.
—¿A dónde vamos, que ni siquiera los caballos aguantan? —preguntó ella.
—A cruzar las montañas —dijo el—. Vamos a cruzar los Alpes, por el
monte Cenis, en donde sólo las bestias de pies firmes pueden andar. Y
luego hacia abajo, por el otro lado de las montañas, hasta Italia.
—¡Italia!
—Sí, Italia —dijo Darcy—. Creo que le va a gustar, y tengo muchos amigos
Pág
ina 1
97
allá.
—Tiene muchos amigos en todos lados —dijo ella.
—Cuando un hombre ha vivido hasta mi edad, es imposible que no sea así
—dijo él sombríamente. Luego, abandono su desánimo y dijo—: Quiero
llevarla a Venecia. Es una ciudad hermosa, llena de tesoros y hay uno que
quiero mostrarle especialmente. Sé que ha tenido que soportar mucho en
los últimos días, pero se supone que éste es su viaje de bodas, y quiero
que sea algo que recuerde siempre.
—No corremos ningún peligro de que lo olvide, se lo aseguro —dijo Lizzy
jugando.
Darcy se rio.
—No, supongo que no, pero quiero que lo recuerde por mejores razones
que las que tiene por el momento. Quiero que lamente volver a casa, no
que lo desee.
—¿Lamentar ir a casa, a Pemberley? Creo que eso nunca va a suceder.
Pero debo confesar que si me gustaría ver algo de Europa más allá de
lobos y bosques. En casa no me van a creer cuando les cuente todas estas
aventuras.
—Jean—Paul viene con nosotros —dijo Darcy—. El será nuestro guía.
Pág
ina 1
98
¿Está lista para continuar?
—Sí —respondió ella.
—Entonces es hora de irnos.
Luego de procurar arreglarse el pelo, Elizabeth se colocó el gorro y lo
amarro firmemente debajo de su barbilla.
Miró desconfiada a su mula, pero el animal permaneció plácidamente
inmóvil mientras Darcy la ayudó a montarlo.
Solo esperaron a que Jean—Paul reuniera algo de comida y luego se
pusieron en marcha. Salieron de los últimos árboles protectores y pronto
estuvieron por encima de la línea de los árboles. A todo su alrededor había
picos de color morado, eran los Alpes bañados por una luz solar directa y
cubiertos de nieve resplandeciente. Elizabeth sintió el frio y estuvo alegre
de traer caperuza, guantes y botas calientes.
Sintió que su ánimo comenzaba a levantarse a pesar de sus
preocupaciones. Era imposible estar deprimido en medio de semejante
magnificencia, pues estaban rodeados por la majestuosidad de los Alpes.
Sus viajes hasta el momento no la habían preparado para la sublime y
terrible grandiosidad de esas vistas. Pronto se acostumbró a la mula. El
robusto animal elegía su camino obstinadamente, pero con seguridad,
Pág
ina 1
99
sobre los duros y rocosos senderos que se elevaban hasta alturas
vertiginosas durante el ascenso de la montaña.
Pasaron por glaciares cubiertos de nieve y cataratas que caían con
estruendo a los valles de abajo. Cruzaron puentes desiguales que pasaban
sobre los espantosos torrentes y que extendían su frágil fuerza a lo ancho
de las majestuosas cascadas.
Pasaron fuertes corrientes de nieve y caminaron al lado de precipicios
escarpados; ascendieron hasta estar por arriba de las nubes; se detuvieron
a mirar abajo y vieron como las nubes despejaban lugares que mostraban
visos de moradas e iglesias en las praderas de abajo. Luego, se pusieron en
marcha de nuevo y subieron aún más, hacia las cumbres vertiginosas.
El aire iba haciéndose cada vez más frío, hasta el punto en que incluso las
cascadas estaban congeladas y caían en gruesas hojas de hielo que
reflejaban verde y blanco bajo el cielo despejado.
No vieron a nadie en su camino, salvo por uno o dos pastores desviados y,
por aquí y por allá, algún cazador. Vieron muy poco de la vida silvestre,
sólo las gamuzas que recorrían los riscos y, ocasionalmente, ganado
robusto de montaña.
Por fin comenzaron el descenso. Bajaron por entre las nubes; el nebuloso
Pág
ina 2
00
vapor los cubría como una mano húmeda y no podían ver nada salvo la
blancura que los rodeaba. Pero eventualmente, mojados y temblorosos,
emergieron y vieron el sendero de la montaña hacerse más amplio y menos
escarpado y, más allá, abajo, el pasto verde y fresco de las planicies. El
aire comenzó a volverse más callado y sintieron que dejaban atrás el
invierno y entraban a la primavera. Las rocas y los peñascos fueron
gradualmente remplazados por árboles y hierba y luego por pedazos de
pradera iluminados por la luz y por el verde, azul y amarillo de las últimas
flores silvestres.
Se detuvieron a descansar en una ladera con hierba al pie de la montaña.
Jean—Paul miró a Darcy y dijo algo que Elizabeth no comprendió, pero
entendió la respuesta de Darcy: le estaba agradeciendo por toda su ayuda
y se estaba despidiendo de él. Jean—Paul asintió a modo de despedida y
luego de tomar las riendas de las mulas comenzó a caminar de regreso por
las faldas de las montañas y hacia los peñascos rocosos, camino a su casa.
Elizabeth lo miró irse con pesar. Él había sido una presencia valerosa, de
pies firmes y conocedora durante su cruce por los Alpes y ella le estaba
agradecida por haberlos acompañado y haberles mostrado el camino.
—¿Ahora caminamos? —preguntó Elizabeth.
Pág
ina 2
01
—No, está demasiado lejos como para caminar. Contrataremos unos
caballos allá —dijo Darcy señalando una granja cercana.
Él le dio su brazo y emprendieron la marcha.
—¿Qué son esos lugares a la distancia? —preguntó ella volviendo su
atención hacia las tierras que se veían al fondo de las laderas.
—Piamonte —dijo Darcy—, el pie de la montaña. Más allá está Lombardía,
y a la distancia se puede ver Turín. Y después de Turín está Venecia.
Contrataron caballos en la granja, animales robustos que marchaban
lentamente por las faldas de la montaña y continuaron su recorrido al lado
del río Doria. Pasaron por bosques con una sucesión de lagos que le daban
variedad al paisaje y con casillos y monasterios animados entre ellos.
Por fin llegaron al valle, en donde había ovejas que pastaban plácidamente.
Luego llegaron a Susa, un pueblo amurallado.
—Nunca pensé que estaría tan contenta de ver un pueblo —dijo Elizabeth
al cruzar la entrada principal.
A pesar de que los paisajes de los Alpes habían sido sublimes, ahora sentía
la alegría de tener acceso al agua caliente, a una cama suave y a una
comida caliente y satisfactoria.
Pronto estuvieron en el mesón. Cuando entraron al patio, los demás los
Pág
ina 2
02
miraron con sospecha, inclusos los mozos de establo, quienes vieron con
desconfianza los caballos de granja; pero luego, la cara de uno de ellos se
iluminó por el reconocimiento y gritó algo en italiano. El mesonero salió
rápidamente y su esposa detrás de él; saludaron emocionados y, aunque
Elizabeth no entendió ni una sola palabra, entendió las sonrisas en sus
caras, su reverencia de cortesía y su alegre gesto que indicaba la puerta
abierta.
Ella y Darcy fueron muy bienvenidos y la esposa del mesonero condujo a
Elizabeth hacia las escaleras mientras llamaba a las doncellas. Pronto,
Elizabeth estuvo en una pequeña habitación bonita con un polibán y todo
listo para su uso. La rapidez con la que resolvían todo la mantuvo en
asombro hasta que se vio reflejado en el espejo y retrocedió horrorizada
por lo que vieron sus ojos. No se había cepillado en días y su pelo parecía
un nido de pájaros, revuelto y cubierto con trozos de ramas y hojas
colgantes. Parecía que había dormido con su ropa, lo que era cierto, y su
cara estaba manchada de mugre. Estaba segura de que, sino hubiera
entrado con Darcy a un mesón en donde lo conocían bien, la hubieran
echado cual si se tratara de una vagabunda.
Agradeció al poder quitarse la ropa y se hundió en la abundante agua con
Pág
ina 2
03
un suspiro de satisfacción. Y no fue sino hasta que sus dedos comenzaron
a arrugarse, que se lavó el pelo y salió del polibán. Se seco con una toalla
esponjosa y luego se sentó junto al fuego para secarse el pelo.
Cuando estaba casi seco, la esposa del mesonero entró a la habitación
seguida de una doncella que llevaba un tazón grande con sopa y un
enorme pedazo de pan, que Elizabeth comió agradecida. Luego de eso, le
llevaron una comida que ella desconocía con una salsa a base de carne
sobre algo ni suave ni duro, de color dorado pálido y cortado en tiras
delgadas y largas. Le fue muy difícil comerlo y estuvo contenta de haber
elegido comer en su habitación, pues su barbilla terminó llena de salsa.
Pero su sabor era agradable y al terminar se sintió repleta.
Fue al tocador, en donde se cepillo para desenredarse el pelo y mientras lo
hacía, pensó en los raros y maravillosos acontecimientos de los últimos
días.
No había pensado mucho durante la travesía por los Alpes; de hecho, el
camino había sido tan difícil y tan sublime, que había tenido poco tiempo
para pensar en otra cosa que no fuera cómo continuar por entre los riscos
o para mirar con admiración temerosa los magníficos paisajes. Pero ahora,
pensó en los peligros que habrían enfrentado todos los que se habían
Pág
ina 2
04
quedado en el castillo y se preguntaba con angustia cual había sido su
suerte.
Intento convencerse de que seguramente estaban ilesos y de que Darcy
tenía razón al asegurarle que todos estarían bien y que el conde había
sobrevivido a cosas peores. Pensó en los gruesos muros del castillo y en el
puente levadizo y en los mercenarios pero no lograba consolarse. Si no
había peligro, entonces ¿por qué habrían huido sabiendo que enfrentarían
un camino tan arduo, aunque bellísimo?
Pensó en las extrañas palabras del conde «Sácala de aquí. A ella no la van
a defender», y se preguntó si las había escuchado correctamente. Por
mucho que intentó, no logró entender qué sentido podían tener. Y, no
obstante, ella y Darcy habían huido del castillo casi inmediatamente
después de ello. Era un acertijo sin respuesta; otro acertijo sin respuesta,
ahora su vida estaba llenándose de ellos.
Y, no obstante, su vida también estaba llena de alegrías.
Pero ya habían pasado las incomodidades de la travesía y ahora podía
recordar las vistas maravillosas y encantadoras de los últimos días con
mayor placer, tanto las alturas inesperadas de las montañas como las
profundidades insondables del carácter de su esposo. Recordó su ternura
Pág
ina 2
05
y recordó también, con placer, la expresión de amor puro en su rostro
cuando se había despertado y él estaba ahí, frente a ella, cuidándola.
* * * * *
Los siguientes días fueron días bastante ajetreados, pues tuvieron que
ocuparse de llevar a cabo todas las actividades correspondientes a su
llegada repentina sin sus pertenencias.
La modista local visitó a Elizabeth en su habitación y le prometió ropa
nueva pronto. Afortunadamente, Susa era una parada para muchos de los
viajeros ingleses que visitaban Italia y la modista estaba acostumbrada a
cubrir las necesidades de las damas que recién llegaban al país. Sabía que
requerían ropa a la moda italiana y que la necesitaban rápido, así que
mantenía un almacén de vestidos ya cortados y a medio coser en una
variedad de tallas. Llegó con tres asistentes que llevaban cajas llenas de
estos vestidos y Elizabeth pasó una encantadora mañana probándose una
multitud de ropa. Mientras ella se los veía en el espejo, la modista doblaba
la tela, la marcaba con alfileres y la bastillaba para ajustarlos y luego
Elizabeth se los quitaba, cuidando de no pincharse con los alfileres.
Pág
ina 2
06
Cuando terminaron, la modista se fue con la promesa de que, al menos
uno, estaría listo a la mañana siguiente y que el resto se lo entregaría
pronto.
También Darcy necesitaba ropa y a él también lo visitó un sastre del lugar
para tomarle las medidas y prepararle un nuevo guardarropa.
Mientras terminaban su almuerzo, que estaban comiendo en un salón
privado, llegaron las noticias esperadas. El mesonero entró al salón y le
habló a Darcy en italiano. Darcy respondió y el mesonero salió después de
responderle «Si, signor».
Elizabeth miró a Darcy intrigada.
—Acaba de llegar un mensajero que quiere hablar conmigo.
—¿Viene del castillo? —preguntó Elizabeth.
—Pronto lo sabremos —dijo Darcy mientras se quitaba la servilleta para
levantarse.
Dejó la mesa y se dirigió a la chimenea, en donde se detuvo y permaneció
de pie con las manos entrelazadas por la espalda.
El mesonero regresó seguido del mensajero, un joven despeinado y de
aspecto vigoroso que al entrar se quitó el sombrero.
—Ah, signor Darcy —dijo mientras entraba a la habitación y luego añadió
Pág
ina 2
07
algo que Elizabeth no comprendió.
Le entregó una carta a Darcy.
—Es del conde —dijo Darcy mientras rompía el sello y abría la carta—. El
mensajero ha viajado noche y día por las montañas, acompañado de dos
de los mercenarios del conde, para traérnosla.
Elizabeth fue al lado de Darcy, deseosa de saber qué decía la carta, pero
cuando Darcy la desdobló, vio que estaba en italiano. La escritura era
delgada y fina y cubría muchas páginas.
—¿Y bien? —preguntó ella con impaciencia mientras los ojos de Darcy
examinaban la primera página.
—El castillo está a salvo —dijo Darcy todavía leyendo.
—¡Gracias a Dios! —dijo Elizabeth con un suspiro de alivio.
Había temido lo peor y el mensaje era un gran consuelo para ella.
—Hubo una breve escaramuza cuando algunos hombres treparon por la
entrada posterior y comenzaron a prender fuego a las banderas y a las
carretas en el patio —continuó Darcy—, pero los mercenarios de inmediato
controlaron la situación y el peligro pronto pasó. Extinguieron el fuego y
no hubo ningún daño mayor —Darcy pasó la primera página atrás del
resto y continuó leyendo—: Varios de los mercenarios fueron heridos, así
Pág
ina 2
08
como uno de los lacayos del conde; también muchos de los habitantes
resultaron heridos, pero no hubo muertos ni heridos graves.
—¿Y Annie? —preguntó Elizabeth, mirando por encima del hombro de él
para procurar ver el nombre de Annie en algún lado de la página.
Él pasó a la tercera página y Elizabeth señaló el nombre de su doncella.
—Annie está bien —dijo Darcy—. Le suplica al conde que le informe que
empacará sus vestidos con cuidado y le dará su carta al mensajero para
que la lleve a la oficina postal —dejó de hablar, para leer mejor y luego,
cuando hubo terminado de leer, dobló de nuevo la carta y le entregó toda
su atención a Elizabeth. Sonrió—. Creo que pronto, todos estarán con
nosotros. El conde ya dispuso lo necesario para que escolten a nuestra
comitiva por las montañas.
—El carro no va a poder cruzar como nosotros lo hicimos —dijo Elizabeth,
recordando los senderos escarpados y los estrechos puentes que cruzaban
los barrancos.
—No, el carro tendrá que ser enviado por mar, al igual que las cosas más
grandes y más pesadas, pero los hombres del conde cargarán la mayoría
de nuestras cosas por las montañas.
—¿Los esperaremos aquí? —preguntó Elizabeth.
Pág
ina 2
09
—Creo que no —respondió Darcy—. Ellos viajaran más lentamente de lo
que lo hicimos nosotros porque son más y porque llevan equipaje, lo que
los hará más lentos aún. Y no quiero retrasar nuestro viaje. Aquí podemos
contratar escoltas que nos acompañen. Le diré al conde qué ruta
tomaremos para que nuestra comitiva nos encuentre fácilmente luego de
cruzar las montañas. Quizás nos encuentren antes de que nos
embarquemos a Venecia.
Le dijo algo al mensajero y luego fue al escritorio que había en el salón. Se
sentó, metió la pluma en la tinta, se acercó un papel y escribió una nota
con escritura fluida.
—¡Qué bonita escritura, señor Darcy, y qué rápido escribe! —le dijo
Elizabeth con buen ánimo.
Él sonrió.
—Por el contrario, mi escritura es inusualmente lenta —dijo él.
—Estamos a un mundo de distancia de Netherfield, ¿no es cierto? —
preguntó Elizabeth mientras miraba alrededor del mesón, con sus
acogedoras mesas y bancas de pino, para luego mirar el paisaje de las
montañas más allá.
—Sí, así es —dijo Darcy, deteniéndose a mirar a su alrededor antes de
Pág
ina 2
10
proceder a poner sobre la carta arenilla—. Pero espero que sea un cambio
mal recibido.
—No, en lo absoluto. Estoy disfrutando ver más del mundo.
En cuanto la tinta se secó, Darcy dobló la carta y luego la selló,
presionando el anillo contra la cera para dejar el sello Darcy. Se la dio al
mensajero, que la guardó en uno de los bolsillos de su frac; luego, Darcy le
dijo algo en italiano, el mensajero respondió, hizo una reverencia y se fue.
—No hay ninguna razón para que nos quedemos en Susa —dijo Darcy—.
En cuanto esté lista nuestra ropa, continuaremos el viaje. Estoy deseoso
de mostrarle Venecia y el palazzo.
—¿Palazzo? —preguntó Elizabeth—. ¿Se refiere a un palacio? —preguntó
ella sorprendida—. Nos quedamos con un conde en los Alpes, y ahora ¿nos
vamos a quedar con un príncipe?
—No, no nos vamos a quedar con nadie. Nos vamos a quedar en una de
mis propiedades italianas, el palazzo Darcy.
—¿Me está diciendo que tiene un palacio? —preguntó Elizabeth.
—No, le estoy diciendo que tenemos un palacio —respondió Darcy
riéndose—. Está sobre el Gran Canal y creo, no, estoy seguro, de que le va
a encantar.
Pág
ina 2
11
* * * * *
Luego del esplendor de las montañas, Elizabeth se deleitaba con la belleza
más discreta de las tierras bajas conforme viajaban por el norte de Italia
hacia Padua, en donde pretendían tomar la barcaza a Venecia. Pasaron la
noche en un mesón y, a la mañana siguiente, Elizabeth estuvo encantada
de saber que su comitiva los había alcanzado ahí. Annie estaba entre ellos
y no se veía nada mal luego de su aventura, pronto le hizo un recuento a
Elizabeth de la noche fatídica, con toda su inquietud y violencia y con su
conclusión pacífica.
—Estoy muy contenta de que estén a salvo —dijo Elizabeth—.
Cuando atacaron el castillo, temí lo peor.
—No fue nada en realidad —dijo Annie, con toda la bravura de alguien
cuya horrible experiencia ya ha concluido—. Fue muy desagradable
cuando la multitud penetró por la entrada posterior, de verdad, y también
cuando prendieron fuego a las cosas del patio a su paso. Estaba asustada,
pero los mercenarios del conde pronto se encargaron del asunto. Debo
Pág
ina 2
12
decir que cuando llegamos al castillo, no me gustó el aspecto de esos
hombres, pero me sentí aliviada y agradecida de que estuvieran ahí esa
noche y, al final, todo terminó bastante rápido.
De cualquier forma, la noche había dejado sus estragos, pues dos de los
lacayos de Darcy se habían regresado a Inglaterra explicando que no
podían más. El conde había intentado persuadirlos de que se quedaran y
les ofreció una mejor paga, pero para cuando fue claro que ninguna
cantidad los haría quedarse, el propio conde ya había conseguido sustituir
su ausencia con dos de sus hombres.
De Padua continuaron el viaje en barcaza por el río Brenta. Ahora que
sabía que todos estaban a salvo, Elizabeth estaba de buen ánimo para
disfrutar y vio muchas cosas que le agradaban. A su paso vieron las villas
de los nobles venecianos en un paisaje de esplendor siempre cambiante,
lleno de álamos, cipreses y sauces que sumergían sus ramas en el río. Y
luego, la milagrosa ciudad de Venecia se hizo presente a la vista,
elevándose del agua como si fuera un sueño.
—Nunca había visto algo así —dijo Elizabeth mientras se acercaban—. No
tenía idea de que algo pudiera ser tan maravilloso y, sin embargo, de cierta
forma parece irreal. ¿Con qué se sostienen los edificios? ¿Por qué no se
Pág
ina 2
13
hunden?
—Sus cimientos están construidos sobre vigas enormes que se fijan al lodo
dentro del agua —le respondió Darcy.
—¿No pudieron encontrar un lugar más hospitalario para erigir su ciudad?
—Sí, y así lo hicieron, pero fueron forzados a dejar sus tierras sureñas
hace muchos siglos. Huyeron al norte y se asentaron a orillas de la laguna
en donde las tierras pantanosas los mantenían a salvo. Cuando el peligro
volvió a amenazar, esta vez desde el mar, se refugiaron en el centro de la
laguna, en donde las aguas eran someras y los barcos de sus atacantes
encallaban. Se dieron cuenta de que ahí estaban a salvo y comenzaron la
construcción de su ciudad.
Llegaron a Venecia por agua, pues no había ahí caminos ni bulevares
sobre los que resonaran las ruedas de los carruajes y el trote de los
caballos. En lugar de ello, había canales que atravesaban la ciudad y que
cambiaban de color con el juego del aire, el movimiento de las nubes y el
reflejo de las construcciones a cada lado de ellos.
Llegaron al Gran Canal, cuyo cauce serpenteaba por el corazón de la
ciudad. Ahí dejaron la barcaza y continuaron su viaje en góndola. Las
estrechas vías acuáticas estaban llenas de embarcaciones delgadas cuyos
Pág
ina 2
14
remos elevados partían el agua. Sobre una plataforma, en la parte trasera
de la barca, había un gondolero de pie, sosteniendo su largo remo
firmemente con ambas manos. Darcy ayudó a Elizabeth a abordar la
góndola y a tomar su lugar sobre los cojines que estaban esparcidos
dentro. Ella se reclinó de la misma forma en que vio a otros hacerlo y poco
a poco se fue acostumbrando al mecerse de la barca.
Ya no había más nieve de las montañas ni más frío. Aquí había calor, color
y luz. ¡Y qué colores! El azul del cielo se reflejaba en el agua, los rosas y
verdes de la ropa de seda generaban vistas deslumbrantes. Pasaron
palazzos de una belleza gloriosa, adornados con balcones suspendidos
sobre el agua, decorados con arcos góticos y coronados con un delicado
trabajo de filigrana en piedra. Las fachadas eran de diferentes colores y se
erguían desde el agua como prodigios de fuerza y orgullo.
Se detuvieron frente al palazzo Darcy. Elizabeth miró el impresionante
edificio, con su fachada rosa oscuro. Su pasillo de arcos agudos conducía
hacia una terraza sombreada en donde las sombras oscuras contestaban
agudamente con los pedazos iluminados por la brillante luz. Al mirar
arriba, vio que tenía tres pisos, cada uno de ellos con su propio peristilo.
El gondolero ató la barca a uno de los postes de colores brillantes junto a
Pág
ina 2
15
los escalones y, con la certeza de quien está acostumbrado a semejante
actividad, Darcy saltó de la embarcación a la plataforma de desembarco.
Luego, le extendió la mano a Elizabeth, quien se puso de pie con cuidado,
se levantó el dobladillo de la falda y salió de la góndola sintiendo como se
mecía debajo de sus pies. Subió los escalones, tomó el brazo de Darcy y
juntos caminaron bajo los arcos góticos.
Elizabeth sintió frío al pasar de la luz a la sombra y continuó caminando
hacia un patio ensombrecido antes de subir la escalinata de piedra que
conducía a la puerta del palazzo.
Ahí, los esperaba el ama de llaves, quien saludó a Darcy con respeto y
calidez. Al verla, Elizabeth recordó a la señora Reynolds, el ama de llaves
de Pemberley, pues ambas mujeres le tenían mucha admiración a Darcy.
Luego de darles la bienvenida, el ama de llaves los condujo hacia un
departamento grande. Estaba fresco y apenas iluminado por los rayos de
luz que podían filtrarse por entre las contraventanas, pero cuando el ama
de llaves las abrió, la luz del sol inundó el interior.
—¿Le gusta? —preguntó Darcy.
Y alegre miró cómo Elizabeth daba vueltas en el centro de la habitación,
con la cabeza inclinada hacia atrás, para admirar las magníficas pinturas
Pág
ina 2
16
en el techo. Ella había visto muchas casas grandiosas en Inglaterra, pero
nada la había preparado para el tamaño y la magnificencia del salón, con
sus cuadros históricos y alegóricos en el techo. Ni siquiera Rosings era tan
magnífica.
—Es impresionante —respondió ella.
Salió al balcón y miró la abundante vida abajo: las góndolas que iban y
venían por el Gran Canal y la gente yendo de un lado a otro.
—Podría mirar esta vista por siempre y no cansarme de ella —dijo
Elizabeth—. ¿Desde cuándo tienen los Darcy este palazzo?
—Desde hace cien años —respondió él, saliendo al balcón detrás de ella—.
Venecia es todavía hermosa, pero ya no es lo que era. Debería haberla
visto antes, Elizabeth, en toda su gloria, cuando estaba en la cima de su
poderío.
Su voz era hipnótica y Elizabeth podía imaginar todo aquello que él iba
relatando: los primeros pobladores refugiándose en la miríada de
pequeñísimas islas en medio de la laguna salada y luego domesticando las
crecientes del agua para construir canales a modo de vías de tránsito; la
ciudad que creció alrededor de los canales; el orgullo del Dux y el
esplendor del Palacio Ducal; la construcción de la Basílica de San Marcos;
Pág
ina 2
17
los venecianos viajeros que exploraban los mares, trayendo tesoros para la
fachada de la Basílica; los grandes exploradores que descubrían nuevas
tierras. Darcy habló también del desmonte de los edificios alrededor de
San Marcos y de la pavimentación de la gran plaza; del Campanile, con su
enorme campana; de la construcción de los barcos que habrían de salir al
mundo para explorar y comerciar; de la construcción del Rialto, con sus
múltiples tiendas que vendían mercancía de todas partes del mundo y de
los príncipes mercaderes que se enriquecían con las ganancias del
comercio. Y habló de toda la riqueza y orgullo y amor que sentían los
venecianos por el hecho de que su ciudad le diera forma a su arte y por los
grandes artistas Tiziano, Bellini, Canalettol; y habló también de los bailes
de máscaras y del carnaval.
Ella podía imaginarlo todo claramente, así de vívida era su narración; y
mientras él hablaba, ella sentía el suave murmullo del aliento de él
acariciándole delicadamente el cuello.
—No sabe usted lo bien que huele, ni lo encantadoramente apetitosa que
es —dijo él conforme acercaba su boca al cuello de ella y su aliento
encontraba rutas seductoras y provocativas que atravesaban la piel de
ella—. Su cuello es tan delicado, tan preciado, tan frágil. Es tan tentadora
Pág
ina 2
18
—el retiró los rizos que le caían sobre la nuca y le besó el cuello
respetuosamente—. Tan blanco, tan puro, tan seductor. Usted es ambrosía
para mí. He intentado resistirla, pero es tan difícil… tan difícil…
Y ella se desvanecía con el éxtasis.
Él volvió a besarla, sus labios acariciando su piel con una sensibilidad
exquisita.
El corazón de Elizabeth comenzó a acelerarse, enviando la sangre en
pulsaciones extáticas por sus venas y embriagándola de placer. También
hubo un cambio en él, pues el éxtasis de ella lo seducía más allá de lo que
podía soportar. Ella sintió el corazón de él casi saliéndose del pecho y
latiendo cada vez más fuerte mientras le besaba el cuello y la estrechaba
contra sí. Sus besos estaban llenos de un fervoroso deseo y de algo más,
algo peligroso y mortal. Y en ese momento de exquisita anticipación, ella se
contuvo por fuerza de algún poder grandioso que se mantenía en equilibrio
entre la seguridad y el peligro, lo conocido y lo desconocido, lo natural y lo
sobrenatural.
—¡Darcy! —dijo ella en un murmullo.
…Y, con un repentino bramido de frustración, él la soltó, separándose
violentamente de ella, con la cara lívida por la emoción, y caminó hacia el
Pág
ina 2
19
otro lado de la habitación, en donde se quedó de pie, de espaldas a ella
para que no pudiera verle la cara.
El extraño poder que la había controlado comenzó a disiparse y ella sintió
su pulso y sus sentidos volver a la normalidad. Se quedó mirándolo, sin
comprender qué había pasado, hasta que, por fin, él volteó hacia ella y,
con una sonrisa torturada, le dijo:
—Le voy a dar una hora para que descanse y luego la llevaré a conocer
todos los lugares de los que le hablé.
Cuando se fue, Elizabeth se retiró a su habitación con la sensación de
estar exhausta. Lo que había sucedido recién era confuso, pero también,
muy estimulante, pues a pesar de ser aterrador, era también fascinante.
Finalmente, se cansó de intentar entender las sensaciones que fluían
dentro de ella y que la mantenían perpleja y decidió cambiarse la ropa de
viaje por uno de los trajes nuevos que había comprado en Susa. Cuando
bajó, Darcy ya estaba esperándola. Ni él, que estaba todavía sacudido por
el hecho, ni ella mencionaron nada al respecto. En lugar de eso, ella le
sonrió y le dijo que estaba lista. Afuera, había luz por doquier,
descendiendo del cielo bailoteando en los reflejos del agua, salpicando los
recubrimientos dorados y dando vueltas sobre las piedras.
Pág
ina 2
20
Exploraron la ciudad como amantes, viajando en góndolas, caminando por
las estrechas calles tomados del brazo, cruzando los puentes jorobados
que se extendían sobre el canal y recorriendo plazas con fuentes e
iluminadas por la brillante luz solar. Darcy parecía estar de buen ánimo y
despreocupado y se mostró atento y cariñoso con ella mientras le enseño
todos sus lugares preferidos de la ciudad.
«Por fin», pensó Elizabeth, «esto es lo que siempre esperé de mi luna de
miel»
Pág
ina 2
21
Capítulo 9
Transcrito por Lora & Naná
Corregido por Karlaberlusconi
os Darcy no eran los únicos ingleses en Venecia. Muchos de
sus compatriotas, animados por la posibilidad de viajar más
fácilmente debido al cese de las hostilidades con Francia,
también habían decidido visitar Italia. La mesa de Elizabeth pronto estuvo
llena de tarjetas tanto de gente a la que conocía de antes, como de aquellos
a quienes recién habían conocido, pues, al viajar, todos los ingleses
estaban autorizados a hacerse amigos. Y una mañana, al volver de conocer
el Campanile, mientras Elizabeth revisaba las tarjetas que acababan de
llegar exclamó de gusto.
—¿Qué pasa? —preguntó Darcy.
—Esta tarjeta es de los Sotherton.
—No creo conocerlos —dijo él.
—Pero tiene una razón para estar agradecida con ellos, al igual que yo,
pues ellos son los dueños de Netherfield Park y, por las deudas del señor
Sotherton, se vieron obligados a dejarla y a rentársela al señor Bingley.
L
Pág
ina 2
22
Sabía que estaban viajando en el exterior, pero nunca creí encontrarlos
aquí.
—Al final, todo el mundo viene a Venecia —dijo Darcy—. Debemos
invitarlos a nuestra conversazione y tengo que evitar la tentación de
agradecerle al señor Sotherton por haber manejado mal sus finanzas, pues
de haber sido más diestro con sus negocios, nunca la hubiera conocido.
—Enviaré la invitación cuanto antes —dijo Elizabeth.
Entraron al salón. Ella miró el techo, como lo hacía siempre al entrar,
maravillada por la habilidad artística de los pintores que habían logrado
crear semejante obra de arte sobre una superficie tan fuera del alcance.
Se dirigió al escritorio en el otro extremo del salón, escribió la invitación y
luego se la dio a uno de los lacayos para que fuera a entregarla.
—¿Ya está todo preparado para la noche de mañana? —preguntó Darcy.
—Sí.
—¿Está nerviosa? —le preguntó.
—No —respondió ella, aunque no era estrictamente cierto.
Era la primera vez que ella organizaba una reunión social y quería que
todo estuviera perfecto. Si la hubiera organizado en Longbourn, le hubiera
resultado natural; si lo hubiera hecho en Pemberley, hubiera sido un reto,
Pág
ina 2
23
pero habría sabido perfectamente qué era lo que se esperaba de ella y lo
que ella pretendía lograr; pero aquí, en Italia, todo era diferente, las
formalidades, las costumbres, la comida y la bebida y, para acabar de
complicarlo todo, estaba el problema del idioma.
Darcy la ayudaba hablándoles a los sirvientes en su nombre y traduciendo
siempre que era necesario, pero Elizabeth sabía que el hecho de no hablar
italiano era un obstáculo para ella y ya había empezado a tomar clases con
un maestro brillante. Pero todavía habría de pasar algún tiempo antes de
que pudiera entender y hacerse entender y, hasta entonces, la ayuda de
Darcy era invaluable. Juntos habían conseguido arreglar todo al gusto de
Elizabeth y ahora ella esperaba con ansiedad la conversazione.
Cuando Darcy fue a hablar con el mayordomo para disponer los arreglos
finales respecto al vino, Elizabeth tomó una hoja de papel y escribió una
carta muy retrasada para su hermana. Recordó la última carta, la había
escrito desde el castillo y bajo la impresión de que todo ahí era muy
extraño. Aquí, desde su ventana veía el Gran Canal, las góndolas y los
edificios iluminados por la luz solar, de modo que el miedo del bosque le
pareció ya muy lejano.
Pág
ina 2
24
Mi queridísima Jane:
Lo primero que tenía que hacer, lo sabía bien, luego del tono alarmante de
la última carta, era asegurarle a su hermana que todo estaba bien.
A veces pienso que debo haber soñado las últimas semanas, en las que todo
era oscuro y aterrador y te ruego que también tú te olvides de ellas, pues
eso se acabó. De hecho, comienzo a cuestionarme si en realidad fueron tan
oscuras y aterradoras como las percibí. El castillo estaba en un lugar
solitario y creo que eso me pesaba en el ánimo y provocaba que todo me
pareciera peor de lo que era en realidad. La aparición de la multitud fue
alarmante, es cierto, pero el peligro pronto pasó y nadie resultó seriamente
lesionado, sólo hubo heridas menores que para ahora ya habrán sanado.
Aquí en Italia todo es muy distinto. No hay castillos tenebrosos ni bosques
siniestros. Todo es mágico. Debes decirle a Bingley que te traiga, Jane. Los
edificios, la gente, las tiendas, ¡ay, las tiendas! El Rialto es una cueva de
Aladino, y ahí te compré un abanico. También compré partituras para Mary,
un nuevo vestido para Kitty y otro para Lydia, un chal para mamá, algunos
libros para papá y un par de guantes para Charlotte. Darcy me compró una
Pág
ina 2
25
sombrilla para proteger mi piel del sol.
Mañana en la noche vamos a ser anfitriones de una conversazione aquí, en
el palazzo Darcy; en Francia las reuniones se llaman salones y aquí,
conversaciones, pero son lo mismo en realidad: reuniones por la noche en
las que la gente se encuentra con sus amigos y se divierte. A la noche
siguiente vamos a ir a una cena a la que invita un grupo de buenos amigos
de Darcy. Tengo muchas ganas de ir, pues me dará la oportunidad de
conocer a más personas que son importantes para él.
Los italianos que he conocido son encantadores. Tienen la voz más musical
que te imagines y mueven mucho las manos al hablar. Son gente muy
expresiva, tanto los caballeros como las damas. En eso son muy diferentes a
los caballeros de Inglaterra, que la mayoría del tiempo lo pasan con las
manos entrelazadas por detrás.
También hay compatriotas nuestros aquí, así que, por lo menos podré
comprender lo que digan algunos de nuestros invitados, aunque mi italiano
está mejorando mucho.
Darcy regresó; Elizabeth dejó la carta inconclusa y juntos repasaron la
lista de cosas que tenían que hacer para asegurarse de que todos sus
Pág
ina 2
26
preparativos estuvieran listos para la conversazione.
* * * * *
A la noche siguiente, la plataforma de desembarco, el peristilo y el patio
estaban llenos de antorchas llameantes para cuando comenzaron a llegar
los invitados. Elizabeth estaba de pie en la entrada del salón para
recibirlos junto a Darcy. Él hablaba un italiano perfecto con los invitados
italianos y Elizabeth los saludaba con algunas frases cuidadosamente
ensayadas. Ambos lograron hacer sentir a sus invitados ingleses como en
casa.
El salón estaba colmado de conversaciones en una variedad de idiomas,
pues había también algunos invitados de Suiza, de Austria y de otros
países europeos. Elizabeth vio con gusto que todos tenían su propio grupo
de amigos y que Darcy conocía gente de muchos países. Con todos ellos
era liviano y seguro de sí y ella pensó que, con quienes conocía, no era el
mismo hombre formal y reservado al que le resultaba difícil conversar con
desconocidos. A pesar de que había hecho un gran esfuerzo en ese sentido
desde que la había conocido, todavía no estaba enteramente cómodo a
Pág
ina 2
27
menos que conociera bien a la gente. Con los desconocidos o con los que
sólo conocía muy poco siempre se volvía reservado.
—¡Elizabeth! —gritó Susan Sotherton cuando apareció en el umbral de la
puerta.
Era bajita y rechoncha, con un pelo hermoso y abundante que se rizaba
naturalmente alrededor de su cara y llevaba un vestido moderno de seda
color marfil.
—¡Susan! —dijo Elizabeth, dándole una cálida bienvenida—. Ella es la
señorita Sotherton —le dijo a Darcy.
—Ya no, ahora soy la señora Wainwright —dijo Susan—. Me casé en el
verano. Mamá y papá me pidieron que los disculpe, porque papá no está
bien y mamá no creyó que fuera buena idea dejarlo solo.
Elizabeth asintió comprensiva. La palabra más precisa para describir la
enfermedad del señor Sotherton era embriaguez y esa propensión, aunada
a la de apostar descontroladamente, era lo que había ocasionado las
dificultades económicas de los Sotherton.
—Permíteme presentarte a mi esposo —dijo Susan—. Ah, aquí está.
El señor Wainwright se acercó. No era un hombre bien parecido, pero tenía
un semblante complaciente y parecía tener buen humor. También, por la
Pág
ina 2
28
ropa y joyas que llevaba Susan, se veía que era rico. Pero el sólo ver la
expresión de Susan le mostraba a Elizabeth que el matrimonio no se había
realizado por razones mercenarias, y eso le daba gusto. A ella le había
costado mucho trabajo perdonar a Charlotte por haberse casado por
razones prácticas, así que le alegraba que Susan no hubiera sucumbido a
la misma suerte.
—¿Desde cuándo están aquí? —preguntó Susan.
—Recién llegamos —respondió Elizabeth.
—Eso pensé, si no ya te hubiera visto. Es bueno ver caras conocidas;
hemos estado viajando durante meses. Pero hablaremos más de eso
después, tienes otros invitados a quienes darles la bienvenida.
Una vez que todos habían llegado, Elizabeth estuvo libre para unirse a las
conversaciones. Había mucha plática, en especial, sobre la situación
política; se hablaba larga y pesarosamente sobre la reciente invasión de los
franceses a Venecia. Cuando el ánimo estuvo a punto de tornarse
demasiado oscuro, Elizabeth cambió la conversación hacia el arte, un tema
que, sin duda, revitalizó a los invitados italianos, que eran grandes
defensores de todas las artes.
Los invitados admiraron extasiados los techos del palazzo Darcy, así como
Pág
ina 2
29
las estatuas y esculturas que decoraban las habitaciones.
A Elizabeth le resultaron encantadores y amenos muchos de los invitados,
pero fue cuando por casualidad se encontró con Susan en el salón de las
damas cuando realmente comenzó a disfrutar de la noche.
—Nunca me había sorprendido o alegrado tanto como cuando me enteré
de que te habías casado con Darcy —dijo Susan mientras se miraba al
espejo y se reacomodaba el pelo—. Me alegro de que algo bueno saliera de
las locuras de mi pobre papá. Siempre pensé que no querrías casarte con
nadie de Meryton; eres demasiado lista para ellos. El señor Darcy parece
estar muy enamorado, difícilmente puede mantener su mirada lejos de ti
—separó los rizos alrededor de su cara y, uno por uno, los enrolló
alrededor de su dedo para refrescarlos—. ¿Y qué te parece mi señor
Wainwright?
—Me agrada —dijo Elizabeth.
—También a mí. Tuve suerte de encontrarlo. Pensé que iba a tener que
quedarme con mamá y papá en casas de huéspedes el resto de mi vida,
pues papá perdió todo el dinero de mi dote en sus apuestas. Era un dinero
que no estaba bien resguardado, así que pronto se le resbaló de los dedos.
Lo bueno es que Netherfield está sujeta a vínculo, sino, también la hubiera
Pág
ina 2
30
apostado. Mamá quería que me casara con el heredero de papá, alguna
relación distante de apellido Mobberley, para que cuando papá muera, yo
pueda volver a casa y, desde luego, ella conmigo.
—Eso es exactamente lo que mamá quería que yo hiciera —dijo
Elizabeth—. Quería que me casara con el señor Collins, una relación
lejana de papá, y se enojó mucho cuando me negué.
—Supongo que tu papá te apoyó —dijo Susan.
—Sí, dijo que yo debía ser una desconocida para uno de mis padres, pues
mi mamá ya había declarado que no me volvería a ver si rechazaba al
señor Collins y él, que no me volvería a ver si lo aceptaba.
—Ah, mi querido señor Bennet, qué suerte tienes de tener un papá así,
aunque no ha sido muy sensato en lo que respecta al ahorro. Por lo menos
nosotras no tendremos ese tipo de problemas cuando nos hagamos viejas,
pues ambas hemos tenido la fortuna de amar a hombres ricos.
—Y, no obstante, no te casaste por dinero. Es fácil ver que amas a tu
esposo.
—Tienes razón. El odioso señor Mobberley es más rico que mi querido
Arthur, pero nunca me hubiera casado con él, pues nunca me gustó. Y
amo a mi Wainwright; quizás demasiado —dijo traviesamente al tiempo
Pág
ina 2
31
que recargó la mano sobre su estómago—. Ya viene en camino un pequeño
Wainwright. Al principio, Wainwright fue prudente, para no arriesgarse a
darme un hijo mientras estábamos viajando, pero su prudencia tuvo un
límite, así que ahora tenemos que retrasar nuestro regreso a Inglaterra. No
es muy seguro para mí hacer un viaje por los Alpes en esta condición y no
tengo ganas de emprender un viaje largo por mar. Me dan náuseas con
mucha frecuencia y no quiero arriesgarme a tener mareo marino justo en
los momentos en los que las otras náuseas me dejen en paz.
Mientras la escuchaba, Elizabeth pensó en que eso era algo que no había
considerado. Había pensado en un sinnúmero de razones por las que
Darcy podía estar evitándola, pero acababa de escuchar una que no se le
había ocurrido antes. Él quería mostrarle Europa, pues sabía que ella
nunca había salido de Inglaterra y que quizás, debido a la volatilidad de la
situación política, no hubiera otra oportunidad de hacerlo. Quizás él había
determinado que era bueno retrasar cualquier posibilidad de que ella
sufriera mareos o algún otro tipo de malestar hasta no estar de vuelta en
Inglaterra.
De haber resultado encinte como Susan, su viaje habría tenido que ser
mucho más reducido y su huida del castillo hubiera sido verdaderamente
Pág
ina 2
32
complicada. La magnífica travesía por los Alpes le hubiera resultado de lo
más desagradable por los mareos y, además, hubiera sido peligrosa para
ella y para el bebé. Pero no habrían de estar en Europa para siempre y
quizás tampoco la contención de Darcy duraría tanto más, así como la del
señor Wainwright. Mientras bajaba la escalinata, trató de comparar las
ventajas de que no ocurriera sino hasta regresar a Inglaterra contra el
placer de que ocurriera durante su viaje por Europa y, al volver con sus
invitados, se encontraba de mejor ánimo.
—Se ve alegre —le dijo Darcy acercándosele.
—Lo estoy —dijo ella con una sonrisa radiante.
Él la abrazó por la cintura y la llevó a conocer a algunos de los invitados
más importantes que se declararon encantados de conocerla. La noche se
volvió todavía más alegre con las interpretaciones musicales de
improvisación; así que fue con gran pesar que Elizabeth vio la noche llegar
a su fin. Conforme se retiraban, los invitados les expresaron su
agradecimiento por una de las noches más amenas que habían pasado en
mucho tiempo.
—Fue un gran éxito —le murmuró Susan a Elizabeth al oído, al despedirse.
Darcy y Elizabeth observaron desde la ventana cómo sus invitados
Pág
ina 2
33
abordaban las góndolas, que los esperaban al igual que en Londres lo
hacían los carruajes. Elizabeth reclinó la cabeza sobre el hombro de Darcy
y emitió un suspiro alegre mientras veía la flotilla de barcas gráciles
deslizarse por las suaves aguas del canal.
* * * * *
Al día siguiente, Elizabeth recibió muchas notas de felicitaciones y estuvo
contenta de que su primera fiesta hubiera sido un éxito. Eso la animaba a
organizar más de esas fiestas cuando estuvieran de regreso en Pemberley.
Luego de complacerse con el tono de las felicitaciones, Elizabeth volvió su
atención al siguiente compromiso, esta vez, como invitados a casa de uno
de los amigos venecianos de Darcy. Ese amigo no había podido asistir a la
conversazione Darcy y Elizabeth estaba deseosa de conocerlo.
—¿Cómo fue que conoció a Giuseppe? —preguntó Elizabeth, que quería
saber más sobre la vida de su esposo.
—Estaba caminando de regreso a casa, después de un baile, y escuché
Pág
ina 2
34
gritos. Vi a unos criminales atacando a dos jóvenes, una dama y un
caballero —dijo Darcy—. Fui a ayudarlos y juntos, el joven y yo,
ahuyentamos a los asaltantes. Él me agradeció, se presentó y luego me
presentó a su hermana. Luego me invitaron a su casa, en donde conocí al
resto de la familia. Me hicieron sentir bienvenido y decidieron mostrarme
la ciudad, ayudándome a verla no como un turista sino como un local. Me
llevaron a todos los sitios famosos, pero también, a los lugares menos
conocidos y me abrieron puertas que, de otra forma, hubieran
permanecido cerradas.
—¿No tenía usted cartas de presentación cuando llegó? —preguntó
Elizabeth.
Ella sabía que eso era lo habitual para los jóvenes de las altas esferas
sociales en su Grand Tour.
—Sí, y también tenía una guía, pero me servían sólo hasta cierto punto.
Giuseppe y Sophia hicieron mucho más por mí. Me llevaron a conocer los
talleres de los grandes pintores y me mostraron dónde comprar las
mejores esculturas. Me enseñaron cómo apreciar el arte en una forma en
que mis tutores no lo habían hecho. Los venecianos llevan el arte en la
sangre; es parte de ellos, de su vida. Giuseppe, que ama todas las cosas
Pág
ina 2
35
bellas, una vez me dijo que, si lo lastimaran, de su cuerpo no emanaría
sangre, sino pintura.
—Esperemos que no sea necesario comprobarlo —dijo Elizabeth.
Darcy se tornó silencioso, pero luego, poniéndose de pie, dijo:
—Me ayudaron a elegir muchas de las obras de arte que ahora decoran los
muros de Pemberley; un buen número de los cuadros en el pórtico y la
mayoría de las esculturas del recibidor y del resto de la casa son de
Venecia.
Hablaba tan cálidamente de sus amigos, que Elizabeth se sintió ansiosa
por conocerlos, pero la noche siguiente, cuando estaban en la góndola de
camino a casa de sus amigos, Darcy dijo:
—Quizás, a veces, Giuseppe pueda dar la impresión de ser malhumorado.
Los problemas recientes de Venecia lo han vuelto sombrío. La invasión de
Napoleón a la ciudad lo lastimó mucho y se sintió profundamente
insultado cuando la ciudad que ama fue entregada a los austríacos como
si no fuera más que una moneda de cambio. Los despojaron de muchas de
las costumbres y tradiciones que él ama y se llevaron a París los grandes
caballos que decoraban la Basílica, el carnaval fue proscrito, y ahora
cuelgan banderas francesas de las ventanas del Palacio Ducal.
Pág
ina 2
36
—Sí, entiendo —dijo Elizabeth.
Y era cierto, comprendía los sentimientos de Giuseppe al ver invadida la
tierra que amaba. También Inglaterra había enfrentado la amenaza de
invasión y, a pesar de que la firma del tratado de paz suspendía
momentáneamente la amenaza, podía volver a presentarse algún día.
Cuando los Darcy llegaron a la casa de los Deleronte, Elizabeth vio que era
tan espléndida como cualquiera de las del Gran Canal. El pabellón de
desembarco estaba muy iluminado y el poste de amarre estaba pintado de
colores alegres. Había muchas más góndolas yendo y viniendo, así que la
góndola Darcy tuvo que esperar antes de poder acercarse.
Darcy salió primero de la barca, luego le ofreció la mano a Elizabeth y ella
salió detrás de él. Ahora estaba acostumbrada al meneo de la barca y
podía calcular con exactitud su movimiento al acercarse y alejarse de la
plataforma de desembarco, de modo que salió en el momento preciso.
Caminaron por el peristilo y hacia el patio iluminado con antorchas, y
luego subieron la escalinata, en donde encontraron a los anfitriones
esperando para recibirlos.
Se trataba de una fiesta pequeña, así que no hubo la ceremonia que se
acostumbraba para las reuniones más grandes. El ambiente era más
Pág
ina 2
37
informal, una reunión de amigos, y la bienvenida de Giuseppe y Sophia
reflejaba esa informalidad. Saludaron cálidamente a Darcy y expresaron
su deleite de conocer a Elizabeth.
Conforme los conducían al salón, Elizabeth recordó a Charles y Caroline
Bingley, pues Caroline había sido la anfitriona de su hermano en
Netherfield, así como Sophia era la anfitriona de Giuseppe aquí; pero ahí
terminaba la semejanza. Sophia no era la mujer fría y con aires de
superioridad que era Caroline; Sophia era cálida y apasionada y movía sus
manos expresivamente al hablar. Su hermano era más callado y, al
recordar las palabras de Darcy, Elizabeth pensó que era evidente que él
tenía aspecto melancólico.
Físicamente, los hermanos eran muy parecidos: tenían el pelo y los ojos
negros y la piel suave y translúcida. Estaban vestidos a la vieja usanza, al
igual que sus otros invitados. No eran para ellos los estilos griegos que
habían cobrado fuerza en Inglaterra y Francia en los últimos cinco años.
En lugar de ello, llevaban ropa suntuosa en colores de piedras preciosas, y
los vestidos de las mujeres se ajustaban a la altura de la cintura.
A Elizabeth la presentaron con los otros invitados, doce en total, y ella vio
que todos compartían el color oscuro del pelo y los ojos, así como la piel
Pág
ina 2
38
suave y translúcida. Le resultó difícil calcular sus edades, pues sus caras
no tenían líneas de expresión, pero sus ojos estaban llenos de experiencia.
La trataron con deferencia y la hicieron sentir como en casa. Les exigieron
detalles del viaje de bodas y molestaron a Darcy diciéndole a Elizabeth que
era evidente que ella le había hecho mucho bien.
—Nunca lo había visto tan contento —dijo Sophia, quien, como anfitriona,
llevaba la batuta de las conversaciones.
—¿Quién no estaría contento de haberse casado con una mujer tan
hermosa como Elizabeth? —preguntó Giuseppe con galantería.
—¿Y qué le parece Venecia? —preguntó Alfonse, que estaba con su esposa
María—. ¿No es la ciudad más prodigiosa que ha visto?
Elizabeth estaba encantada de poder compartir su visión de Venecia y los
invitados asentían sabiamente con cada cumplido a su tierra.
Le preguntaron si había conocido las grandes catedrales y si había
caminado en las plazas y cuando ella respondió que sí, que ella y Darcy ya
habían recorrido muchos lugares y que todo era milagrosamente hermoso,
Sophia sonrió y respondió: «Ha dicho usted lo indicado para agradar a mi
hermano. Él ama nuestra gran ciudad».
—Y me queda claro el porqué —dijo Elizabeth.
Pág
ina 2
39
—Es una lástima, Venecia ya no es tan hermosa —dijo Giuseppe— como
antes de que Napoleón pusiera su bota sobre su hermoso cuello.
—Disculpe a mi hermano. Él resiente mucho lo que sucede —dijo Sophia.
—¿Quién no? —gritó él—. Elizabeth lo va a entender, ella es inglesa. Vive
en una isla, así que puede comprender nuestros sentimientos. Fue un
momento terrible para nosotros cuando los soldados de Napoleón
marcharon dentro de Venecia.
Luego de la mención de Napoleón, el ambiente se alteró sutilmente y se
llenó de melancolía. Elizabeth se imaginó las tropas de Napoleón
marchando por las calles de Hertfordshire y se estremeció, pero para ella
era sólo una imagen, la visión de un instante, nada más. Para los que la
rodeaban, la invasión de su tierra era una realidad.
—Ah, sí, sabía que usted entendería —dijo Giuseppe al ver el
estremecimiento de Elizabeth—. Los ingleses y los venecianos tenemos
mucho en común. Ambos somos grandes naciones que son islas, somos
valientes e intrépidos, somos exploradores y aventureros, tenemos un gran
amor por nuestras naciones y tenemos un gran orgullo en nuestros logros.
Navegamos los mares en busca de nuevas tierras y nuevas mercancías
para comerciar… Ah, pero se me olvidaba —dijo él con una sonrisa
Pág
ina 2
40
graciosa— que los ingleses desprecian el comercio. A Darcy le horroriza
incluso la palabra.
Contrario a lo que dijo, Darcy estaba sonriendo, consciente de que lo
estaban molestando. Pero debajo de ello había algo más. Elizabeth se
percató de que Giuseppe estaba indagando sobre sus creencias y sabía
que, a pesar de que los amigos de Darcy habían hablado del mucho bien
que ella le había hecho a él, todavía estaban evaluándola y cuestionándose
si ella era suficiente para su amigo, no en términos de posición social o
riqueza, sino en términos de poder hacerlo feliz.
—¿Qué pensará Elizabeth de nosotros, cuyas fortunas provienen de
grandes aventuras mercantiles? —continuó Giuseppe.
—Siento mucho decepcionarlo, pero no desprecio el comercio. Uno de mis
tíos tiene un negocio en Londres, e incluso, si no fuera así, no lo
despreciaría, pues fue justamente el comercio lo que le procuró a Bingley,
el amigo de Darcy, el dinero para rentar Netherfield, y si eso no hubiera
sucedido, nunca hubiera conocido a mi esposo.
Hubo risas generales y Darcy miró a Elizabeth con admiración y apruebo.
—¡Excelente! Bien dicho. Entonces tenemos mucho en común, como era de
esperarse, pues ambos amamos el comercio y odiamos a Napoleón —dio
Pág
ina 2
41
Alfonse riéndose.
—¡Napoleón! —dijo Giuseppe de nuevo acongojado—. ¡Ese advenedizo!
¿Qué le dio derecho a marchar hacia nuestra ciudad, destruir en unos
cuantos días lo que nos tomó siglos construir y robarnos nuestros más
grandes tesoros? ¿Qué le dio derecho a despojar al mundo de algo
maravilloso?
El ánimo se estaba tornando melancólico y los hombres se estaban
poniendo de malas. Las mujeres estaban incómodas y daban vuelta a los
abanicos en sus manos o se arreglaban las faldas para ocultar su
inquietud.
Sophia probó su valor como anfitriona al aligerar el ánimo de inmediato y
al dar en el blanco de lo único que podría rescatarlos de la melancolía: una
celebración.
—Dejemos que Napoleón haga sus decretos —dio ella, despidiéndolo de la
conversación con un gesto de oleaje con la mano—. Dejemos que le
entregue Venecia a Austria. Dejemos que todos conspiren para
controlarnos. No romperán nuestro espíritu. Dejemos que digan lo que
quieran, nosotros tendremos un baile, un gran baile de máscaras en honor
a Elizabeth y en honor a la esplendorosa Venecia. Mostrémosle a Elizabeth
Pág
ina 2
42
cómo vivíamos los venecianos.
La idea fue bienvenida de inmediato.
—Y sí, mostrémosle a Elizabeth algo del viejo esplendor de Venecia. ¡Un
baile de máscaras para Elizabeth!
El ánimo había cambiado. La melancolía había desaparecido y fue
reemplazada por gusto y emoción. Todos hicieron sugerencias y
comenzaron a definir los detalles del baile.
—Que sea un baile de disfraces —dijo María.
—Sí, un baile de disfraces. Y que refleje uno de nuestros mejores siglos,
usemos la ropa de un tiempo glorioso. Nos vestiremos con ropa del siglo
XIII —dijo Alfonse.
—No, del siglo XV —dijo María.
—Del XVI —dijo Giuseppe—, el siglo de los grandes artistas Tiziano y
Tintoretto.
—Muy bien —dijo Sophia—, será con ropa del siglo XVI.
—No tengo ese tipo de ropa —dijo Elizabeth con pesar, pues la idea del
baile era emocionante.
—Usará la mía, yo tengo mucha, y también máscaras con las que
sorprenderemos a los caballeros —dijo Sophia.
Pág
ina 2
43
—Claro —dijo Lorenzo—, eso es parte de lo emocionante, tratar de adivinar
quién está detrás de la máscara.
—Dejemos que los demás terminen de afinar los detalles y ocupémonos en
algo más interesante: le ayudaré a elegir su ropa. Venga, Elizabeth —dijo
Sophia—, ya verá que nos vamos a divertir.
Llevó a Elizabeth arriba y a lo largo de corredores bordeados por grandes
obras de arte hasta un hermoso departamento, con techos altos y enormes
espejos alrededor. Tocó la campana para llamar a la doncella y pronto la
habitación estuvo iluminada con las velas que iban floreciendo a la vida.
—¡Aquí! —dijo Sophia, abriendo un par de enormes puertas y entrando a
una antecámara llena de ropa. Era ropa de todos los estilos y colores,
algunas prendas nuevas y otras muy viejas—. De aquí vamos a elegir lo
que vamos a usar en el baile —dijo Sophia, mostrándole a Elizabeth una
colección de vestidos—. Estos vestidos son del tiempo de la gloria
veneciana.
Al observar la ropa, Elizabeth se dio cuenta de que era muy vieja: las telas
hermosas se habían decolorado con el paso del tiempo, pero los vestidos
eran de una belleza exquisita.
—¿Su familia nunca se deshace de la ropa? —preguntó Elizabeth
Pág
ina 2
44
asombrada ante la cantidad de prendas que había.
—En mi familia… —dijo Sophia melancólicamente—. No, nos recuerdan
otros tiempos, otros bailes, otras vidas, otros amores. Y para eso vivimos,
¿cierto?, para amar. Usted que acaba de casarse sabe que tengo razón.
Mire, éste es el vestido que llevaba puesto cuando conocí a Marco Polo.
—¿Cuando conoció a Marco Polo? —preguntó Elizabeth divertida—. ¡Eso la
haría ser una mujer de quinientos años!
Las manos de Sophia se quedaron inmóviles sobre la tela y dijo:
—Se está riendo. ¿Entonces Darcy no se lo ha dicho?
—¿Decirme qué?
Sophia se quedó tan inmóvil que parecía un retrato, extraordinariamente
hermosa pero de cierta forma irreal. Luego, justo cuando Elizabeth
comenzaba a desconcertarse, Sophia encogió un poco los hombros y dijo:
—No es nada importante, es sólo que debió haberle dicho que mi inglés no
es muy bueno. Tendrá que perdonarme si las cosas que digo no siempre
tienen sentido.
—Desde luego —dijo Elizabeth—. Y de todas formas, su inglés es mucho
mejor que mi italiano.
Se rieron y luego Sophia volvió a la ropa.
Pág
ina 2
45
—A ver, ¿cuál será para usted? —le dijo.
Elizabeth miraba los gloriosos vestidos hechos de suntuosas telas en
colores azules, amarillos y escarlatas. Luego, sacó un vestido de terciopelo
azul oscuro, entrecruzado con un patrón de celosía dorada que hacía juego
con los cortes largos en las mangas que permitían ver la seda dorada de la
manga interior. Lo levantó y la luz de las velas hizo tintinear el oro del hilo
con el que estaba hecho el patrón de celosía.
—¡Ah, sí! —dijo Sophia—. Ése es muy hermoso. Está muy bien elegido.
Pruébeselo.
Sophia ayudó a Elizabeth a ponerse el antiguo vestido. Mientras Sophia se
lo amarraba, Elizabeth se miró al espejo y se sorprendió.
—Me veo bastante diferente —dijo.
—Ya ocurrió la transformación —dijo Sophia poniéndose de pie detrás de
ella.
El vestido se ajustaba a la altura de la cintura, lo que mostraba la figura
de Elizabeth, que por lo general permanecía oculta bajo sus vestidos de
cintura alta; y las faldas de mayor volumen flotaban en pliegues hasta el
piso. El vestido era escotado, con el cuello cuadrado y suntuosamente
bordado con más hilo de oro.
Pág
ina 2
46
Elizabeth recordó su infancia, el día que ella y Jane se vistieron con la
ropa vieja de su mamá para un juego de charadas. Les habían encantado
las telas suntuosas y las faldas con aros y habían disfrutado mucho
probarse una variedad de pelucas.
—Y ahora tiene que elegir una máscara —Sophia le mostró a Elizabeth una
colección de máscaras de todas formas y estilos y le dijo—: Nosotros los
venecianos adoramos nuestras máscaras. Las hemos usado siempre, hasta
ahora que Napoleón las prohibió. Pero son parte de nosotros, parte de
nuestra herencia. Amamos el misterio y la emoción de lo desconocido. Eso
es bueno para una nación de exploradores. Tanto lo amamos que incluso
en un baile debemos explorar: nos exploramos uno al otro.
Levantó una de las máscaras.
—Ve, aquí tenemos una máscara que cubre toda la cara; los rasgos están
exquisitamente moldeados. Y mire —dijo levantando otra máscara—: aquí
tenemos las máscaras más sencillas. Ésta no tiene ningún sujetador, sólo
una barra por atrás que debe sujetarse con los dientes.
—Debe ser muy incómoda —dijo Elizabeth mientras la examinaba con
curiosidad.
—Pero claro, es cierto, esta máscara no es nada cómoda y hace que
Pág
ina 2
47
conversar sea imposible. No va a usar ésa. Quizás le guste ésta.
Elizabeth levantó una máscara completa que estaba sostenida por un palo,
pero luego de sostenérsela frente a la cara por unos minutos, supo que
muy pronto se le cansaría el brazo.
—Creo que ésta —dijo al elegir una media máscara que se sujetaba por
medio de una banda que pasaba por detrás de la cabeza.
—Sí, con ésa se puede comer y hablar, pues tiene la boca descubierta,
pero la nariz y los ojos no se distinguen, ni las mejillas ni la frente, de
modo que se preserva el misterio. ¡Los otros van a tener que adivinar quién
es usted! También el pelo tiene que cambiar; los estilos de entonces eran
semejantes a los de ahora, pero no iguales. Debe dividirlo y sujetarlo
suavemente por arriba, con ondas a los lados de la cara y el resto recogido
en un —dijo algo en italiano—. No, no se entiende, no sé cómo decirlo en
inglés; pero no importa, mis doncellas saben cómo arreglar en esos estilos
y voy a enviar a una de ellas para que la ayude el día del baile. Es muy
importante hacerlo bien —dijo ella—, si no se arruina todo.
Bajaron justo en el momento en que se estaba anunciando la cena y, ya en
el comedor, la plática sobre el baile se intercaló con conversaciones sobre
otros temas de interés, y para los italianos uno de los temas de mayor
Pág
ina 2
48
interés era su arte. Alfonse dijo que Tiziano era mejor artista que Canaletto
y Giuseppe declaró que no, que Canaletto era el mejor de los dos.
Consultaron la opinión de Darcy y, a todo lo largo de la cena, continuó una
viva discusión.
Al final de la noche, Elizabeth abordó con alegría y ligereza la góndola, que
habría de llevarla, junto a Darcy, a su propio palazzo.
* * * * *
Elizabeth estaba tan ocupada con las novedades de Venecia que no fue
sino hasta algunos días después que terminó la carta que había empezado
para Jane, pero cuando tuvo un poco de tiempo libre, tomó su pluma y
terminó la carta.
Darcy y yo hemos estado por todo Venecia, conocí el Palacio Ducal y el
Arsenale y una multitud de otros lugares maravillosos. Cruzamos el puente
Rialto y paseamos por la plaza de San Marcos. Los venecianos me dicen que
la ciudad ya no es lo que era antes de que Napoleón saqueara sus tesoros,
pero todavía hay grandes bellezas por doquier.
Pág
ina 2
49
Hoy en la noche vamos a ir a un baile de máscaras en mi honor y lo espero
con ansias.
Quizás podríamos tratar de organizar algo similar en casa, aunque pienso
que esta ropa y máscaras se verían muy extrañas en Hertfordshire. Aquí, en
Venecia, parecen de cierta forma adecuadas. La máscara se siente
increíblemente cómoda, aunque no puedo ver muy bien a los lados cuando
la llevo puesta. Es hermosa, una obra de arte, como todo lo demás en
Venecia. Tiene la forma de un rostro humano y, en la parte superior, está
decorada con joyas.
Ya no hay tiempo de nada más, pues si no, nunca voy a enviar esta carta.
Adieu por ahora, mi querida Jane,
Ta hermana que te quiere,
Elizabeth.
—¿Está escribiendo a Jane? —se oyó la voz de Darcy, que recién entraba
al salón.
—Sí —dobló la carta y le puso la dirección.
Pág
ina 2
50
—¿Le cuenta sobre el baile?
—Sí, o por lo menos, le cuento que vamos a ir a uno. Le escribiré de nuevo
mañana para contarle todo al respecto.
—¿Está listo su disfraz para la noche? —preguntó él.
—Sí, ¿y el suyo?
—Sí.
—¿Qué va a ponerse?
—Si se lo digo, arruinaría la sorpresa —dijo él. La miró con una sonrisa—.
Me encanta verla así, contenta y emocionada. Sabía que Venecia le iba a
gustar.
El reloj, una obra de arte decorativo, hecho de bronce y recubierto de oro,
dio la hora.
—Es hora de arreglarse —dijo Elizabeth.
Volvió a su habitación, un departamento grande y fresco, decorado con
frescos y muebles de mármol recubierto de oro y ahí comenzó su
prolongado proceso de prepararse para el baile. Mientras se bañaba con
agua aromatizada, pensó en todas las veces que se había arreglado para
un baile en Longbourn y recordó todo el ruido que había: Lydia corriendo
por todos lados en busca de un zapato o un listón que no encontraba;
Pág
ina 2
51
Mary moralizando, y su madre regañando a todo el que se encontraba,
antes de quejarse de sus nervios. No extrañaba ni el ruido ni la charla con
ellos, pero sí extrañaba a Jane. ¡Qué divertido hubiera sido arreglarse y
disfrazarse con ella!
Pero esos pensamientos no duraron mucho; había muchas cosas en qué
pensar y muchas cosas que hacer.
Sophia cumplió su palabra y envió a una de sus doncellas para ayudarla.
Al principio, Annie receló la presencia de la italiana, pero pronto se le pasó.
Elizabeth se sentó frente al tocador para que la doncella de Sophia le
arreglara el peinado y Annie prestó mucha atención y ayudó a alisar el
pelo de Elizabeth a la altura de la coronilla y a arreglar las ondas alrededor
se su cara y luego, a colocar el resto del cabello en un chongo en la parte
trasera de la cabeza.
Ambas le ayudaron a Elizabeth a ponerse el vestido, que era más pesado
que los habituales, lo amarraron por atrás con manos diestras y, por
último, retrocedieron un poco para admirar el resultado. Elizabeth
difícilmente se reconocía en el espejo móvil de cuerpo entero y al ponerse
la máscara, el disfraz estuvo completo.
—¡Ay, señora, los va a engañar a todos! —dijo Annie.
Pág
ina 2
52
La doncella de Sophia soltó una serie de expresiones en italiano que ni
Elizabeth ni Annie comprendieron, pero parecía estar complacida.
—¿El señor Darcy está todavía aquí? —preguntó Elizabeth.
—No, señora, ya se fue —respondió Annie.
—Entonces yo también debo irme —dijo Elizabeth.
Habían acordado transportarse al baile por separado, porque parte del reto
era ver cuánto tiempo les tomaría reconocerse.
Elizabeth se puso su caperuza, pues las noches eran frías, y corrió
escalera abajo con buen ánimo y lista para divertirse. Cruzó el patio y bajó
al canal, en donde abordó la góndola con toda facilidad. Ya estaba tan
acostumbrada al movimiento que no titubeó y, mientras la góndola se
encaminaba hacia el canal, se acomodó grácilmente sobre los cojines de
seda dispuestos en el interior. El agua estaba oscura y la perforaban los
reflejos dorados de las muchas antorchas que retaban la oscuridad de la
noche. Su movimiento la hacía plegarse al contacto con la barca y su
sonido se mezcló con la voz del gondolero cuando comenzó a cantar con
una espléndida voz de tenor y rebosante de emoción.
—¿De qué trata su canción? —preguntó ella mientras él tomaba aliento.
—Sobre el amor, signora. ¿De qué más se puede cantar? El hombre y la
Pág
ina 2
53
mujer de esta canción no encuentran la forma de estar juntos, así que ella
decide ahogarse en el canal. Es muy trágica y romántica.
—Pero es mucho más romántico vivir —dijo Elizabeth.
—La hermosa Signora tiene razón —dijo él—. Los vivos disfrutan de
placeres que les están negados a los muertos.
Se detuvieron frente al palazzo de Sophia. El gondolero salió de la góndola
y la ató a uno de los postes de colores alegres. Elizabeth salió de la góndola
con tanta certeza como lo había hecho él y luego subió la escalera hacia el
palazzo. Estaba todo encendido y sus luces se derramaban por las
ventanas e iluminaban la noche.
Entró al patio y, mientras ascendía por la escalinata de piedra hacia la
puerta, escuchó un alboroto de conversaciones y risas. Cuando le abrieron
la puerta, escuchó también música de violines.
Al entrar, los invitados voltearon a verla y, con rostros enrarecidos por las
máscaras, mostraron su interés por la recién llegada. Algunos llevaban
medias máscaras, como ella, que les cubrían solamente los ojos, las
mejillas y la frente y otros llevaban máscaras completas. Algunas estaban
hechas especialmente para ajustarse a quienes las llevaban puestas, con
hoyos bien formados para los ojos y la boca y algunas otras estaban
Pág
ina 2
54
distorsionadas para que las caras cobraran aspectos extraños y
animalescos. Narices largas respingadas o encorvadas, como picos de aves,
cambiaban la fisonomía y le añadían un toque grotesco a la escena. Ella
procuró encontrar algunas caras familiares, pero o las máscaras
funcionaban muy bien o la gente a la que ella conocía no estaba cerca de
la entrada.
Se deslizó entre la gente para llegar al salón de baile y, a su paso,
provocaba miradas de aprecio de los hombres. Estaba lleno de gente
disfrazada; las faldas completas de las mujeres competían en brillo con las
túnicas de terciopelo de los hombres.
Algunos de los invitados ya estaban bailando, pero Elizabeth no reconocía
ni la música ni los bailes, de modo que supuso que provenían de tiempos
pasados pues la fiesta era para celebrar la gloria de Venecia en siglos
anteriores. Los hombres daban saltos atléticos y levantaban a sus parejas
y les daban vueltas antes de volver a ponerlas sobre el piso. Todos los
invitados se sabían los pasos, así que ella pensó que debían haber
contratado maestros de baile. Ella no conocía la danza y se preguntó si
más tarde habría bailes que ella sí supiera.
Mientras observaba a los otros invitados con la esperanza de reconocer a
Pág
ina 2
55
alguien, vio una extraña figura que la observaba por un hueco entre la
multitud. Estaba vestido con colores de hojas muertas y su máscara era de
color crema oscura con toques dorados. No era Darcy, de eso estaba
segura, y le pareció extrañamente convincente. Su máscara estaba
diseñada con un semblante sonriente, pero la sonrisa estaba distorsionada,
de modo que parecía casi malévola. Su mueca tenía algo de regocijo, algo
cruel. Ella quiso mirar a otro lado, pero alguna fuerza incomprensible se lo
impedía. Sólo pudo librarse cuando alguien se interpuso entre ambos.
—¿Me permite el honor? —preguntó el hombre que le había tapado la vista.
Hablaba con una voz fingida, pero era imposible no reconocerlo.
—¿Está seguro de que es aceptable bailar con su esposa? —preguntó ella
en tono juguetón.
La máscara de él también era una media máscara, así que ella pudo
apreciar en él una sonrisa de decepción.
—Me reconoció —dijo él.
—Sí —dijo ella y pensó: lo reconocería en cualquier lado, sin importar
cómo estuviera vestido—. Y usted a mí —añadió.
Él había seguido el tren del pensamiento de ella, pues la vio con mirada
amorosa y dijo:
Pág
ina 2
56
—Siempre. Ninguna máscara podría ocultarla de mí. Conozco su presencia,
Lizzy, y nada puede cambiar eso.
Él le ofreció la mano, pero ella dijo:
—No conozco ese baile. Ni siquiera sé cómo se llama. Aunque no creo que
sea tan difícil —añadió con una sonrisa pícara.
—¿No? —preguntó él.
—No. Incluso los salvajes bailan.
Él se rio.
—Esa noche estaba de mal humor. No sé cómo pude haber sido tan
grosero con sir William; después de todo, el pobre hombre sólo estaba
tratando de hacerme sentir bienvenido.
—¡Mientras consideraba a una joven que había sido ignorada por otros
hombres!
—¿Alguna vez mereceré perdón por semejante comentario? Quizás no, no
lo merezco.
—Bueno, creo que, ahora que me ha dado un palacio, es posible que lo
considere —dijo ella juguetona.
—¿Sólo es posible? —preguntó él.
Pág
ina 2
57
—Muy bien, si me enseña el baile, puede considerarse absuelto. ¿Es un
baile únicamente veneciano? —preguntó ella mientras él le daba la mano
para llevarla a una esquina tranquila de la pista de baile.
—No, la gallarda se baila en todos lados, o se bailaba, hace mucho tiempo.
Era un baile extraño, lleno de saltos y levantamientos y giros, pero pudo
aprender los pasos observando a los demás y escuchando las indicaciones
de Darcy.
—Y ahora, la levanto —dijo él.
La tomó por la cintura, la levantó y dio una vuelta. Ella sintió el calor de
las manos de él traspasando su vestido y se reclinó sobre él antes de que
él la pusiera de nuevo sobre el suelo.
—Huele maravillosamente —dijo él luego de inhalar profundo.
—¡Así debería ser, estoy usando el perfume más fino de Venecia! —dijo ella.
—No —respondió él con fuerza—, no es el perfume, es usted.
Se habían trasladado a un mundo propio, en el que no tenían ojos para
nadie más; se quedaron envueltos en el olor, la visión y el tacto del otro y
no salieron de ahí sino hasta que acabó la música.
Elizabeth tuvo una honda sensación de pérdida y se esforzó por recobrar el
mundo de los sentidos agudizados. Tomaba a mal el que algunos invitados,
Pág
ina 2
58
elogiando la forma en que bailaba Darcy, se lo llevaran a conocer a otros
invitados. Y luego, también ella fue requerida, un caballero la tomó de la
mano y le suplicó que bailara con él. Era un hombre alegre y de buen
ánimo y, para su sorpresa, descubrió que era Giuseppe.
—¡Ah! ¿Pero cómo lo supo? —preguntó él.
—Le reconocí la voz.
—Entonces debo fingirla si no quiero arruinar la sorpresa también para
otros. ¿Ya reconoció a Sophia?
—No —dijo Elizabeth mientras miraba alrededor de la sala de baile—.
¿Está aquí?
—Sí, adivine quién es.
Elizabeth hizo dos intentos incorrectos antes de adivinar, pues Sophia
llevaba máscara completa. La verdad es que Elizabeth le reconoció porque
recordó el vestido como uno de los que había visto en el vestidor de Sophia
el día que habían elegido su ropa para el baile.
—¿Se están divirtiendo? —preguntó Sophia luego de haber cruzado la sala
de baile y llegar hasta donde ellos estaban.
—Sí, mucho —respondió Elizabeth.
—¿Es distinto de los bailes que hacen en su país?
Pág
ina 2
59
—Sí, es completamente distinto.
—Ustedes no usan máscaras, ¿cierto?
—No, no las usamos. Pero no sólo son las mascaras —dijo Elizabeth—. La
ropa, los bailes, la música, todo es distinto.
—Ah, sí, ustedes en Inglaterra tienen bailes bastante solemnes —dijo
Alphonse uniéndose a ellos—. Lo sé porque lo he visto; levantan la nariz y
no ven a nadie; luego caminan por la sala de baile en silencio y dan vuelta
cuando llegan al otro extremo.
Elizabeth se rio de la descripción de los bailes ingleses.
—Quizás sea así en los bailes privados, pero es muy diferente en las
reuniones, en donde hay una multitud de bailarines del campo —dijo
ella—. Hay mucha charla y risa, se los aseguro.
—¿Una reunión? Creo que nunca he ido a una reunión.
—Entonces es preciso que vaya —dijo Elizabeth.
—Darcy, ¿alguna vez has ido a una de estas reuniones? —le preguntó
Giuseppe al momento en que llegó con ellos.
—Sí.
—Pero no le gustó en lo absoluto —dijo Elizabeth juguetona.
Pág
ina 2
60
Darcy levantó las cejas y los otros exclamaron, pues querían saber más.
—No es para tanto —dijo Darcy.
—Confiéselo —dijo Elizabeth riéndose—, le pareció insufrible.
—¿Cómo es posible si está llena de bailes animados? —preguntó Sophia—.
A mí me suena fascinante.
—Sólo había estado ahí unos días y no conocía a nadie —dijo Darcy.
—Y claro que es imposible conocer a otros en una sala de baile —dijo
Elizabeth.
Giuseppe se rio.
—Me lo imagino perfectamente —dijo y volteó a ver a Darcy—. Darcy, con
la nariz respingada al aire y caminando con grandes zancadas. Tienes
gesto de estar horrorizado, amigo mío, pero así es. Lo he visto —volteó a
ver a Elizabeth—. Se ha casado con un hombre orgulloso, de linaje noble;
así ha sido siempre.
—Pero Elizabeth lo ha hecho más humano. Y ahora, a bailar —dijo
Sophia—. Darcy, sea mi pareja.
—Y la adorable Elizabeth será mi pareja —dijo Alfonse haciendo una
reverencia.
Volvieron a la pista, Elizabeth se sintió ciertamente más cómoda con la
Pág
ina 2
61
gallarda y pronto pudo bailarla sin tener que ver a los demás. Era un baile
energético y la sala resonaba con el sonido que producían los caballeros al
aterrizar sobre el suelo luego de saltar y girar.
A ése, siguieron otros bailes igualmente extraños y Elizabeth tenía que
aprenderse los pasos de cada uno de ellos, así que estuvo contenta cuando
fue hora de la cena.
Mientras se dirigía al comedor, sintió una emoción extraña recorrerle el
cuerpo y, casi contra su voluntad, sus ojos voltearon hacia las sombras de
la esquina, en donde volvió a encontrarse con el hombre de la máscara
rara.
—¿Quién es él?—preguntó.
—¿Quién? —preguntó Giuseppe.
Elizabeth volteó para señalárselo, pero se había ido.
—No se preocupe —dijo Giuseppe—, verá quién es cuando llegue el
momento de desenmascararse, después de la cena.
Elizabeth disfrutó de la comida tanto como disfrutó de la compañía. Había
bullicio y buen ánimo y risas. La comida era buena y abundante y el vino
era muy fino. Para los italianos era muy importante pronunciarse respecto
al sabor del vino y discutir sobre los viñedos e incluso sobre el tipo de uvas
Pág
ina 2
62
con que estaba hecho.
Todos comieron contentos, aunque fue más difícil para quienes traían
máscaras completas, pues tenían que levantar la esquina de la máscara,
pero tenían que hacerlo con cuidado, para no revelar su identidad. Hubo
muchos intentos por descubrir la identidad de los invitados y, al final de la
cena, hubo un murmullo de emoción, pues pronto sería el momento de
desenmascararse.
Volvieron a pasar a la sala de baile, en donde los músicos tocaron
suavemente para darle música de fondo a las conversaciones y, a la
medianoche, se escuchó un acorde fuerte de los violines. Sophia y
Giuseppe pidieron la atención de todos.
—Han sido todos muy pacientes… —comenzó Sophia, alzando la voz para
que se escuchara por encima del alboroto.
Se escucharon sonidos pidiendo silencio por toda la sala y se acabó el
alboroto.
—Todos han sido muy pacientes —dijo Sophia de nuevo, hablando con
menos volumen ahora que no tenía que sobreponerse al ruido general —,
pero el momento ha llegado. Signore e signori, quítense las máscaras.
Se escuchó un crujido al momento en que todos los invitados se retiraron
Pág
ina 2
63
su máscara y se vieron rostros sonrientes y emocionados por doquier.
Hubo gritos de sorpresa, gritos de reconocimiento y muchas voces diciendo
que ya habían adivinado las identidades de los otros, algunas hablaban
con verdad y otras no tanto.
Quienes la rodeaban, felicitaron a Elizabeth y Darcy, que se había
acercado a ella.
—¿Disfrutó su primer baile de máscaras? —preguntó Darcy.
—Sí, mucho —respondió ella—. Quizás podríamos pensar en organizar
algo similar en Pemberley. Sería divertido. Y estoy segura de que a
Georgiana le gustaría.
—Lo que usted quiera —dijo él.
La noche estaba por terminar. Algunos de los invitados comenzaron a
despedirse y les agradecían, a Sophia y a Giuseppe, por una noche
maravillosa y también le agradecían a Elizabeth, ya que el baile había sido
en su honor. Elizabeth y Darcy sumaron sus agradecimientos a los de los
demás y, una vez que se fueron el resto de los invitados, también ellos
bajaron al canal.
No fue sino hasta que Elizabeth estaba subiendo a la góndola, cuando se
percató de que no había visto al desconocido cuando todos se habían
Pág
ina 2
64
quitado la máscara; pero se olvidó del asunto tan pronto como se recargó
de espaldas sobre Darcy y sintió su abrazo. El gondolero estaba cantando
cuando comenzó a mover su remo y la barca se deslizó por el Gran Canal,
iluminado por la luz de la luna.
La atmósfera romántica ejerció su encanto: una vez de vuelta en el palazzo,
Darcy escoltó a Elizabeth hasta la puerta de su habitación y le dio un beso
en los labios: no se trataba de una señal de tortura, sino de profunda
añoranza.
—Buenas noches, Lizzy —dijo él suavemente y ella se estremeció luego de
pensar que ya pronto llegaría su momento.
Se desvistió lentamente, pues estaba cansada, y cuando tuvo puesta su
bata de noche, bostezó y se metió en la cama. Apagó la vela, pero se quedó
un rato en un estado como de ensueño, ni dormida ni despierta. Por su
mente pasaban y pasaban las imágenes de la fiesta hasta que, finalmente,
el sonido del correr del agua sobre las piedras la arrulló hasta quedarse
dormida.
Pasó del mundo de la vigilia al del sueño sin ningún impedimento. Las
imágenes de Venecia, la ropa excéntrica, las máscaras extrañas, las calles
estrechas, los canales oscuros, los palacios relucientes y las góndolas
Pág
ina 2
65
románticas se arremolinaban en el paisaje de sus sueños. Soñó que estaba
en el baile de máscaras, bailando con Darcy. Luego, la escena cambiaba y
estaba platicando y riéndose con él mientras caminaban por la plaza de
San Marcos. Había gente alrededor de ellos, riéndose y gesticulando con
las manos mientras hablaban en italiano, francés e inglés y los lenguajes
se fundían en un único murmullo. Bandadas de pájaros cruzaban el cielo
revoloteando. El sol brillaba a lo alto y de muy lejos llegaba la canción del
gondolero.
Cruzaban la plaza, daban vuelta en una calle estrecha y salían a una plaza
más pequeña con una fuente. Luego, entraban a otra calle pequeña,
también ruidosa, también alegre; pero algo cambiaba en cuanto entraban.
El bullicio se suspendía, como si lo hubieran cortado con cuchillo, y, en un
abrir y cerrar de ojos, la luz cambiaba del color dorado solar a la dura y
fría luz de la luna. Elizabeth se sintió abrumada por una creciente ola de
pánico y quiso correr. El mundo había dejado de ser un lugar
reconfortante y, ahora, era ominoso. Los edificios se alzaban por encima de
ella como peñascos y la estrechez de la calle la hacía sentir encerrada,
atrapada. Los canales que corrían al lado de la calle habían dejado de
parecerle románticos y se habían tornado oscuros y amenazantes, la
Pág
ina 2
66
profundidad de sus aguas ocultaba secretos oscuros y mortíferos.
Ella buscó el brazo de Darcy, pero no lo sintió. Volteó hacia él y vio
horrorizada que se había ido. Corrió calle abajo buscándolo y llamándolo,
pero no hubo respuesta. Continuó corriendo por el laberinto de calles
hasta que supo que se perdería si no daba marcha atrás. Intentó regresar
por el camino que había seguido, pero se dio cuenta de que las calles
habían cambiado y que ella también había cambiado. Ya no estaba vestida
con muselina color azul pálido y, en lugar de ello, ahora estaba
sosteniendo amplias faldas de seda escarlata que flotaban a su alrededor
como fuego líquido.
—¿Darcy? —gritó con miedo, pero su voz sólo fue respondida por la
frialdad del silencio—. ¿Darcy? —gritó de nuevo.
Pero no hubo respuesta.
Y luego, justo cuando más añoraba el sonido de otra voz humana, escuchó
algo. Apenas lo oía, de modo que no distinguía qué era, pero luego
reconoció que era música. Sus notas apenas audibles provenían de algún
lado frente a ella. Eran violines tocando una tonada alegre.
Sonaba extraña en ese lugar oscuro y sombrío, pero ella comenzó a correr
hacia el lugar de donde provenía. Conforme se acercaba, también comenzó
Pág
ina 2
67
a escuchar voces, parecían muy lejanas, pero su sonido era inconfundible,
así que las siguió, corrió sobre los puentes y a lo largo de los estrechos
pasajes con sus faldas flotando detrás de ella.
Adelante vio la luz de muchas antorchas. Había personas en la plaza;
estaban vestidas con disfraces luminosos y máscaras amigables. Sintió un
flujo de alivio recorrerle el cuerpo y comenzó a correr más rápidamente
cuando vio a las personas voltear a verla con sorpresa mientras ella
cruzaba el último puente y; en ese momento, desaparecieron. La luces se
apagaron en un abrir y cerrar de ojos; las voces se silenciaron
abruptamente y, de pronto, estaba, sola y con una sensación de horror, en
la plaza vacía.
Se apuró a cruzar la plaza en busca de los parranderos, pero se habían ido.
Se asomó en todas las calles estrechas, con la esperanza de ver alguna
señal de ellos; pero no había nada. Al final de la última calle, vio a un
hombre disfrazado y con una máscara cuyo gesto era una sonrisa
extrañamente distorsionada. Él se volvió para mirarla y, en ese momento,
ella sintió cómo se le iba toda la fuerza; sintió como si su cuerpo estuviera
drenando toda su voluntad y como si su voluntad estuviera flotando fuera
de ella y directamente hacia él.
Pág
ina 2
68
Él la llamó con una seña y ella se movió hacia adelante, como un títere sin
control. Ella sintió un breve despertar de su voluntad, que duró mientras
resistían sus últimos vestigios y, por un momento, permaneció inmóvil,
luchando contra la fuerza que la atraía hacia él. Pero luego él volvió a
llamarla con una seña y las piernas de ella comenzaron a moverse por su
propia cuenta.
—No —dijo ella. Y luego, gritó despiadadamente—: ¡No!
De pronto, las calles estaban llenas de gente otra vez. La gente estaba
corriendo enloquecidamente y gritando: «¡Incendio, incendio!»
Se respiraba pánico en el ambiente y el horizonte tenía un resplandor rojo
que se hacía cada vez más brillante y, cuando ella volvió la mirada hacia
arriba, vio que el Palacio Ducal estaba en llamas. Las llamas
perversamente victoriosas lanzaban fuertes latigazos al aire y tronaban y
quemaban todo alrededor de la oscura pesadilla. Ella continuó corriendo
hacia adelante, para ir a ayudar, pero antes de que llegara al palazzo, todo
volvió a cambiar y ella se quedó de pie, perpleja y sin saber por dónde
continuar. Sin el resplandor del fuego, no podía ver nada más que la
oscura silueta de los edificios.
Y luego sintió que los vellos de la piel se le erizaban. Sintió que el horror la
Pág
ina 2
69
tomaba presa, pues supo, con toda la certeza de la que era capaz que
había alguien o algo detrás de ella. Estaba detrás de las sombras,
esperando su oportunidad, jugando con ella como un gato con un ratón,
burlándose de ella. Era algo aterrador y, a la vez, glorioso, grandioso y
terrorífico. Y viejo. Ella se sentía muy atraída hacia ello, pero sabía que no
debía acercarse, no debía acercarse, no debía…
Se resistió a su atracción, comenzó a retroceder y gritó.
—¡No!
Sintió que aquello se reía y se hacía más fuerte, de modo que ejercía más
presión sobre ella, doblaba su voluntad.
—¡No! —gritó ella de nuevo.
Se recogió las faldas, se dio vuelta y corrió a lo largo de las calles y los
canales huyendo de la implacable fuerza oscura y maligna.
Continuó; pasó por el Palacio Ducal, y los fantasmas que se aparecían en
sus puentes trataron de agarrarla. Se llevó las manos a las orejas para no
escuchar el lamento de sus suspiros, de sus terribles suspiros.
—¡No! ¡No! ¡No! —gritó
—Sí —llegó un murmullo en el aire—. Eres mía, eres mi amor, mi novia,
mi sereníssima.
Pág
ina 2
70
Ella siguió corriendo; el agua, rezumando y viva, comenzó a crecer a todo
su alrededor, se desbordó por los canales, inundó las calles, iba detrás de
ella, persiguiéndola.
—¡Acque alte! —gritó ella.
—¡Elizabeth!
—¡Acque alte! ¡Acque alte!
—Elizabeth —dijo Darcy de nuevo, sacudiéndola—. Elizabeth, despierte.
Es un sueño, amor mío, es sólo un sueño.
Las aguas lo escucharon y se detuvieron; se retrajeron hacia los canales
como serpientes sumisas. Darcy estaba ahí, a su lado, era un pasaje de
regreso al mundo real. Estaba inclinado hacia ella y la sacudía
suavemente. Su pelo revuelto le caía por los ojos y hasta la tela blanca de
su camisa de noche con pechera plisada. Mientras ella salía del extraño
mundo de los sueños, él la cargó, se dejó caer en una silla y la acunó con
su cuerpo. Ella estaba en su habitación de nuevo; las velas brillaban, el
fuego resplandecía y todo estaba a salvo y en serenidad.
—Shhh —dijo él para calmarla y se quedó abrazándola y envolviéndola con
su calor.
—¡Ah, es usted, es usted! —dijo ella con un suspiro de alivio—. Estaba tan
Pág
ina 2
71
asustada… Las calles estaban inundadas, el Palacio Ducal estaba en
llamas y usted se me había perdido. Y yo buscaba y buscaba, pero no
podía encontrarlo en ningún lado.
—Calma, amor mío, no fue nada. Sólo fue un sueño.
Ella lo abrazó por el cuello y recargó su mejilla sobre el hombro de él. Su
corazón comenzó a tranquilizarse y a normalizar su ritmo.
Sobaba su mejilla contra la suave tela de la camisa de noche de él y
suspiró varias veces antes de que el resto del sueño fluyera fuera de ella
por completo. Luego, volteó a verlo y le sorprendió ver que estaba
angustiado.
—¿Qué pasa? —preguntó ella mientras acariciaba su mejilla con el dorso
de su mano.
Ahora que estaba a salvo y que el sueño se había desvanecido, se sintió
una tonta por haberse asustado tanto.
—Nada —respondió él. Le besó la mano y luego le dio vuelta y le besó la
palma y luego, la muñeca—. Es sólo que estoy sorprendido, eso es todo.
¿Cómo supo sobre las inundaciones? ¿Y cómo supo que los venecianos las
llamaron acque alte?
—No lo sé —dijo ella—, alguien debió habérmelo dicho; quizás Giuseppe —
Pág
ina 2
72
pero ella misma sabía que no había tenido ninguna conversación al
respecto.
—¿Y el fuego? ¿Cómo supo que el Palacio Ducal se incendió?
—No lo sabía. Pensé que sólo era mi sueño. ¿De verdad se quemó?
—Sí, hace mucho tiempo. Hace siglos.
—Entonces alguien debió habérmelo dicho, o quizás lo leí en algún lado.
—Sí, quizás —dijo él, pero su ánimo permaneció sombrío.
—No fue nada, amor mío —dijo, y ahora era ella quien lo reconfortaba—.
Una pesadilla, eso es todo.
—Claro —dijo él con una sonrisa distante.
Pero la abrazó y no la soltó.
Pág
ina 2
73
Capítulo 10
Transcrito por Karina27 y Susana
Corregido por Mary Ann♥
la mañana siguiente hubo un cambio en el clima. La luz solar
del verano había desaparecido y en su lugar había una
neblina brumosa, espectral. Cuando Elizabeth salió a su
balcón, no vio el glorioso cielo azul y los resplandecientes colores del final
del verano, sino el miasma blanco y fantasmal del otoño, que envolvía los
palacios y los puentes como una enredadera asfixiante. Las góndolas se
vislumbraban por entre la niebla como espectros y aparecían y
desaparecían debajo de ella con un aire sepulcral, y el doloroso tañido de
la campana del Campanile parecía muy distante.
Durante el desayuno, tanto Elizabeth como Darcy estuvieron deprimidos y
no comieron en el patio, como lo habían hecho hasta entonces, sino en el
comedor, una habitación imponente y formal decorada con frescos clásicos.
Darcy comió poco y, en cuanto terminó, se retiró para ir a una cita que
tenía para que le hicieran unas botas. En cualquier otro momento,
Elizabeth hubiera mostrado interés, pero estaba pensando en la cita que
A
Pág
ina 2
74
tenía con Sophia en el Venezia Trionfante con un mal presentimiento.
Habían acordado encontrarse ahí para platicar sobre el baile pero, con
semejante niebla, ella no tenía ningún interés de salir. Se consoló
pensando en que quizás la niebla se desvanecería para cuando llegara el
momento de salir, pero no fue así.
Muy a su pesar, Elizabeth se puso la caperuza, la capucha y los guantes y
salió del palazzo con Annie. El patio parecía triste y melancólico por la
falta del sol y, por primera vez, ella se dio cuenta de que los escalones se
estaban desmoronando y que había lama verde sobre la plataforma de
abordaje. Se quedó debajo del peristilo, pues pensó que la góndola no
estaba y no se dio cuenta de que la góndola estaba ahí, en su lugar
habitual, sino hasta que el gondolero la llamó. Ella tomó su mano y se
alegró de que la ayudara. Ahora que la plataforma estaba resbalosa por la
humedad y la góndola oscurecida por la niebla, no le pareció cosa fácil
abordar la frágil nave. Se sentó y se reclinó sobre los cojines, pero estaban
húmedos y fríos, así que volvió a erguirse. Volteó a ver a Annie y ambas,
con el rostro abatido, se ajustaron sus caperuzas y miraron la niebla
adelante.
—¿A dónde va, signora? —preguntó el gondolero
Pág
ina 2
75
—Al Venezia Trionfante —respondió ella.
—¿Venezia Trionfante? —preguntó él con el ceño fruncido—. No conozco
ese lugar.
Se escuchó un grito por entre la niebla cuando otro gondolero lanzó un
grito de advertencia y unos segundos después, apareció otra barca.
—¡Hey, Carlo! ¿Dónde está el Venezia Trionfante? —gritó su gondolero.
Hablaba en italiano, pero Elizabeth descubrió con gusto que podía
entenderlo.
—¿El Venezia...? No conozco tal lugar —respondió el otro gondolero,
recargándose sobre su remo para pensar.
—Es un café —dijo Elizabeth.
—¡Un café! —gritó su gondolero.
—No hay ningún café con ese nombre en Ven... ¡Ah, se refiere al Florian!
Desde hace muchos, muchos años no se llama Venezia Trionfante, creo
que sólo se llamó así cuando lo abrieron, y eso fue hace ochenta años.
Estos ingleses, están locos, no saben nada.
—¡Ah, sí, el Florian; está en la plaza de San Marcos! —gritó el gondolero de
Elizabeth; le agradeció a su compañero y emprendieron de nuevo la
partida por entre la arremolinada neblina y hacia las aguas ocultas más
Pág
ina 2
76
allá.
Los edificios aparecían frente a ellos cada vez que la niebla se desvanecía
por unos segundos, pero en lugar de ver los colores cálidos y las
espléndidas proporciones; Elizabeth veía las esquinas desmoronadas y los
ladrillos expuestos en las partes en las que se había caído el yeso. El
recubrimiento dorado estaba resquebrajado y se veía poco elegante bajo la
luz opaca. También el agua parecía más oscura, más sucia y llena de
secretos sombríos.
La niebla seguía igual de densa para cuando llegó a la plaza de San
Marcos. La gran basílica estaba oculta y también el alto Campanile. No
veía el Florian por ningún lado; recorrió cubriéndole la cara hasta que por
fin lo encontró.
Entró y se sintió reconfortada por la compañía de Annie, pues la gente la
miraba con hostilidad y ella se sentía incómoda y fuera de lugar. Cuando
se dio cuenta de que Sophia no estaba ahí, se sintió aún peor y decidió
quedarse de pie junto a la puerta un momento para determinar qué hacer.
Los clientes continuaban mirándola, algunos con miradas de evaluación,
otros con sospecha y los meseros la escudriñaban inexpresivos. Hubiera
querido que hubiera alguna mujer, porque no había ni una y, aunque
Pág
ina 2
77
Sophia le había dicho que las mujeres eran bienvenidas en el café, todos
eran hombres.
—Esperaremos un poco —le dijo a Annie, al tiempo que tomaba asiento en
mesa un tanto alejada del resto—. Estoy segura de que Sophia llegará
pronto. Me temo que llegamos temprano.
El mesero llegó y Elizabeth pidió café.
En Inglaterra hubiera disfrutado de mirar a las personas que estaban
sentadas platicando o de mirar la vida pasar, pero algunos de los que
estaban en el café tenían aspecto peligroso y ella mantenía la vista baja,
sin querer ver a nadie a los ojos. Miraba su café y lo revolvía con la
cuchara de plata. Y luego, por fin escuchó llegar a Sophia. Se sintió
aliviada, levantó la mirada y vio que los meseros y muchos de los clientes
la saludaban con calidez y, de pronto, el café cobró aspecto más alegre.
—Ah, Elizabeth, siento haberla hecho esperar, me retrasé —dijo Sophia—.
María y yo fuimos a ver a los enfermos y moribundos para socorrerlos y la
niebla nos retrasó durante el regreso. Esta mañana nada se ha movido con
rapidez en Venecia, ni la gente en las calles, ni las góndolas en los canales;
todo es pesadez y duda, y con razón, pues un paso mal dado puede
acarrear una desgracia con semejante clima y la ciudad tan llena de
Pág
ina 2
78
canales. Es el cambio de estación. En el verano tenemos sol, y este año
duró bastante, pero ahora, hoy, ya es otoño y la niebla ha descendido
como una cubierta sobre nosotros.
—¿Es común la niebla aquí? —preguntó Elizabeth.
—Sin duda, y el invierno es peor: tenemos nieve. El viento frío desciende
de la montaña y los canales se congelan. Pero no importa, estamos en el
Trionfante, ¿qué nos importan la niebla o el hielo o la nieve? Espero que
no haya tenido problema para encontrarlo.
—Al principio sí; mi gondolero tuvo que preguntar dónde estaba el
Trionfante. No sabía en dónde encontrarlo hasta que se percató de que
ahora se llama Florian —respondió Elizabeth.
Sophia hizo una pausa.
—¡Ah, sí, Florian; claro! Florian fue el dueño hace muchos años y el café se
conoce con ese nombre, lo olvidé. Es un lugar encantador, ¿no es cierto?
—Sssssí —dijo Elizabeth.
—¿No le gusta? Ah, lo veo en sus ojos, tiene miedo de algunas de las
personas que están aquí. Parecen murmurar para ocultarse, ¿cierto?
—Sí, parece que están conspirando —dijo Elizabeth con una sonrisa para
mostrarle que sabía que semejante pensamiento era ridículo.
Pág
ina 2
79
Pero Sophia tomó sus comentarios con toda seriedad.
—Sí, están conspirando: quieren ponerle fin a la intervención francesa;
quieren que Venecia vuelva a lo que era antes. ¿Pero cómo podemos
recuperar lo que se ha ido? —preguntó ella sombríamente.
Elizabeth tenía la sensación de que estaba hablando de algo más personal
que el destino de Venecia y no interrumpió sus pensamientos con una
respuesta; de hecho, estaba segura de que Sophia no estaba esperándola.
—La gloria se ha terminado —continuó Sophia, mirando alrededor del
café—. Los buenos días se han ido. No hay lugar en el mundo para
nosotros —dijo y volvió repentinamente la mirada hacia Elizabeth—. A
menos de que volvamos a tomarlo, y eso derramaría mucha sangre. Hay
quienes lo harían, pero yo amo a los seres humanos y no puedo acabar
con sus vidas, ni siquiera para restaurar lo que se perdió. Y sin esa
crueldad, la gloria se desvanece y la fuerza se pierde.
El ánimo de Elizabeth, que de por sí era sombrío, decayó aún más. Algo
oscuro acechaba debajo del recubrimiento dorado de la ciudad, y Venecia
había perdido su atractivo. No sabía bien cómo o cuándo había sucedido,
pero ahora, en lugar de belleza, veía sólo decadencia. Y también Sophia,
que había lucido tan iluminada la noche anterior, ahora parecía agotada y
Pág
ina 2
80
su conversación, macabra.
Al percibir algo del decaimiento de Elizabeth, Sophia se esforzó por aligerar
la conversación y comenzó a hablar sobre el baile.
—Usted fue un éxito total anoche. Por todos lados se hablaba de «la novia
inglesa». Nosotros, los italianos, somos apasionados del romance, y su
matrimonio con Darcy es justo el tipo de cosas que nos gustan: dos
personas que se juntan, a pesar del gran abismo que los separa, por el
amor que triunfa sobre todo lo demás. Es algo que no sucede con
frecuencia y, cuando sucede, lo celebramos, sin importar lo duro que
pueda ser el futuro. Todos mencionaron el vestido que usó, lo buen que le
quedaba y los sorprendidos que estaban cuando se quitó la máscara.
Elizabeth hizo un gran esfuerzo para responder, pero no logró retomar su
entusiasmo ni por Venecia ni por el baile, y estuvo agradecida cuando
tanto ella como Sophia se terminaron el café, pues era momento de
despedirse. Elizabeth y Annie volvieron al palazzo Darcy con el mismo
ánimo con el que habían salido.
La niebla se había dispersado un poco para cuando llegaron, pero las
nubes todavía estaban bajas y había poca luz. Elizabeth subió la escalera
de piedra del patio y, al entrar al enorme recibidor, vio que también Darcy
Pág
ina 2
81
ya había vuelto de su cita matinal.
—¿Se divirtió? —preguntó él mientras ella entraba—. ¿Sophia charló
mucho sobre el baile?
—Sí, charló mucho —dijo Elizabeth, haciendo caso omiso de la primera
pregunta.
Ella pensó en lo distinto que era hablar del baile con Sophia en lugar de
platicar sobre los bailes en Meryton con Jane y Charlotte. En Inglaterra
hubiera sido placentero revivir casa instante, bueno o malo, y aquí sólo
había sido fatigoso.
Mientras se quitaba la caperuza, Elizabeth volvió a sentirse lejos de casa.
Los paisajes que tanto la habían deleitado apenas unas cuantas semanas
antes, ahora eran inquietantemente ajenos y sólo pudo mostrar un poco de
entusiasmo cuando Darcy le recordó que irían a una conversazione esa
noche.
—¿Se siente usted enferma? —preguntó él mirándola con intriga—. No
tenemos que ir si se siente mal.
—No, desde luego que no, estoy perfectamente bien. Estoy un poco
cansada, eso es todo. Descansaré durante el mediodía y estoy segura que
luego estaré de mejor ánimo para divertirme.
Pág
ina 2
82
Pero no fue así. Había algo opresivo en el ambiente de la conversazione y el
aire estaba viciado. Con un clima más cálido, las ventanas hubieran
estado abiertas, pero ahora que el clima había cambiado, las ventanas
estaban firmemente cerradas y el bullicio le taladraba los oídos. Vio a
Giuseppe, quien le hizo una reverencia desde donde estaba, y vio también
a Sophia y a Alfonse, pero había muchas personas a las que no conocía. El
sólo pensar en conocer a tanta más gente nueva la intimidaba y, por
primera vez en su viaje de bodas, Elizabeth deseó estar en su habitación
con las cortinas cerradas. Se retiró a una esquina, en donde Darcy pronto
la encontró. De inmediato se dio cuenta de que estaba pálida. Y cundo ella
confesó que tenía dolor de cabeza, él dijo:
—Hace calor aquí. Le voy a traer algo de tomar.
Lo observó abrirse paso entre la gente mientras ella se acomodaba
grácilmente sobre un sofá. Por casualidad, uno de los caballeros miró en
dirección a donde ella estaba y se acerco de inmediato.
—Discúlpeme, signorina, pero me parece que no se encuentra bien.
¿Necesita que le traiga algo?
Ella logró dibujar una especie de sonrisa en su rostro y se esforzó por
hablar alegremente.
Pág
ina 2
83
—No, gracias, estoy perfectamente, se lo aseguro.
—No parece. Creo que está abrumada por el calor. Permítame traerle algo
refrescante.
—Es muy amable de su parte, pero no es necesario; mi esposo ya fue a
traerme una bebida.
—¿Su esposo? Ah, le suplico me perdone, signora, me toma por sorpresa.
Semejante hermosura no debería estar casada, debería ser tan libre como
el viento para inspirar a todos los hombres con su belleza.
Elizabeth se rio.
—¿Se divierte en lugar de sentirse halagada? —preguntó él sorprendió,
pero luego bajó las cejas y sonrió—. ¡Pero, claro, es usted inglesa! Son de
lo más prosaicas y para nada románticas.
—Le aseguro que somos muy románticas, con el hombre correcto.
—¿Y su esposo es el hombre correcto? Él es mil veces afortunado.
—Debe conocerlo —dijo Elizabeth viendo que Darcy se acercaba a ellos—.
Darcy, este caballero se dio cuenta de que yo estaba indispuesta y fue lo
suficientemente amable como para ofrecerse a traerme algo refrescante.
Tomó la bebida que Darcy le había traído y se la bebió con sorbos cortos.
—¿Darcy? —preguntó el caballero sorprendido—. ¿El Darcy de Pemberley,
Pág
ina 2
84
en Derbyshire, Inglaterra?
Su acento hacía que los nombres tan conocidos sonaran raros y exóticos y
Elizabeth pensó si su país le resultaría tan exótico a los venecianos como
esa ciudad le resultaba a ella.
—Sí —respondió Darcy.
No parecía sorprendido de que incluso aquí su nombre resultara conocido
entre los desconocidos.
—Pero qué maravilla. Nunca creí que lo conocería y ya ve. Pues tenemos
amigos en común, su primo, el coronel Fitzwilliam y yo nos conocemos
desde hace muchos años. Permítame presentarme, soy el principe Ficenzi.
Elizabeth no sabía cómo debía responder a la presentación, no sabía si
debía hacer alguna reverencia especial en reconocimiento de su titulo, pero
el propio príncipe le salvó de su ignorancia al decirle:
—No, se lo suplico, no se levante; es preciso que se recupere.
Felicitó a Elizabeth por su nuevo estatus de esposa y le dijo que el coronel
Fitzwilliam le había mencionado la boda, y felicitó a Darcy por su hermosa
esposa. Luego habló amenamente sobre la ocasión en la que había
conocido al coronel Fitzwilliam.
—Fue cerca de mi casa, más al sur de Italia, cerca de Roma. Es un lugar
Pág
ina 2
85
hermoso, mejor que Venecia, creo, aunque no se lo diría a ninguno de mis
amigos de aquí. Tenemos la hermosura del mar, pero también otras cosas.
Hay agua, que la tienen mis amigos de Venecia, pero también colinas y
montañas, que no tienen mis amigos de Venecia. Tenemos senderos en la
campiña... ¡Ah! —interrumpió su conversación al ver la reacción de
Elizabeth— ¿Le gustan las caminatas por el campo?
— Sí.
En ese momento, el pensamiento de una caminata en la campiña le
pareció extraordinario y extrañó aún más su casa.
—Entonces, les suplico que me visiten —dijo él—. Tengo una villa allá y
ahora todo está muy hermoso. Mi jardín es uno de los mejores de Italia.
Las estaciones son más amables con nosotros, cerca de Roma, que con
Venecia. No tenemos vientos tan fríos ni niebla, ni la nieve del invierno.
Nuestras flores todavía están floreciendo y llenan el aire con su aroma; no
como aquí, en donde el aire no es tan bueno. Los canales son intrigantes,
pero el olor no siempre es de lo mejor —dijo, haciendo una cara cómica—.
Creo que les gustará el campo. Es magnífico y... ¿cómo dicen los ingleses?
Hogareño.
No podía haber dicho nada más calculado para atraer a Elizabeth.
Pág
ina 2
86
—Me enteraría ir, ¿sí...? —dijo ella y volteó a ver Darcy.
—Entonces está hecho —dijo el príncipe con una reverencia galante—;
pues, ¿quién puede negársele a una dama?
Por lo menos, Darcy no; así que pronto se hicieron los arreglos para el
viaje.
Elizabeth no supo si fue la bebida refrescante o la sola idea de dejar
Venecia, pero su dolor de cabeza simplemente había desaparecido cuando
el príncipe los dejó para ir a reunirse con los demás invitados, y ella se dio
cuenta de que ya se sentía mejor para tomar parte en las conversaciones y
mostrar interés en la vida de los demás invitados, lo que le hubiera sido
imposible media hora antes.
* * * * *
El palazzo estuvo lleno del alboroto propio de los preparativos previos a la
partida. La habitación de Elizabeth estaba llena de cajas y mientras Annie
empacaba la ropa, Elizabeth reunió su papel, tinta y pluma y las puso
dentro de su escritorio de viaje. Abajo, Darcy se aseguraba de que los
preparativos para el viaje se estuvieran llevando a cabo a su entera
Pág
ina 2
87
satisfacción y, por fin, estuvieron listos para partir. Al abordar la góndola
por última vez, Elizabeth pensó en lo contenta que había estado al llegar,
pero también en lo contenta que estaba de partir.
El carro de los Darcy había sido enviado a Italia por mar y los estaba
esperando fuera de la ciudad. El verlo fue muy gratificante para Elizabeth.
Ahí estaba, con su exterior negro pulido, sus faroles encendidos y sus
cuatro caballos. Cuando vio a los caballos, se percató de lo mucho que los
había extrañado. Los caballos eran parte de su vida diaria en Hertfordshire,
a pesar de que ella eligiera no montar. Se usaban para arrastrar los arados
en las granjas, sus amigos y vecinos los montaban para llevar a cabo sus
rutinas diarias o los usaban para jalar sus carruajes y los oficiales
mostraban orgullosos el paso de sus animales. En Venecia no había visto
ni uno sólo y había extrañado verlos, olerlos y escuchar tanto sus
conocidos resoplidos como el reconfortante sonido de sus patas sobre los
caminos.
En cuanto cargaron las cajas, Darcy ayudó a Elizabeth a entrar. Ella se
acomodó gustosa en el asiento con vista al frente, inhaló el reconfortante
olor de la piel y miró todos los detalles conocidos, desde la seda de las
persianas de las ventanillas hasta los aros de las correas colgantes, con el
Pág
ina 2
88
placer de quien se reencuentra con viejos amigos.
El conductor chasqueó a los caballos y el carro comenzó a moverse en
dirección al sur. Detrás de él, comenzaron a moverse también el carro
donde venían el criado de Darcy, Annie y muchas cajas y el resto de la
comitiva. Poco a poco, el clima fue volviéndose más cálido y la vista desde
la ventanilla era la de una campiña suave y ondulada. Luego de ver tantos
edificios, plazas, calles y canales, qué bien le caía esta vista a Elizabeth.
Los olivos y los árboles de cítricos, algunos de ellos con las últimas frutas
sobre sus ramas, eran el recordatorio de un ritmo de vida más pausado, y
el panorama era más amplio y distante. El horizonte ya no estaba a unos
cuantos metros de ella, sino a kilómetros de distancia, pasando por acres
de onduladas colinas y valles.
—Supongo que ha estado en Roma antes —dijo Elizabeth.
Su ánimo se había mejorado desde que salieron de Venecia y también
Darcy parecía estar de buen humor.
—Sí.
—¿Hay algún lugar al que no haya ido? —preguntó ella en tono juguetón.
—A China —respondió y luego añadió—, todavía.
—Quizás vayamos un día —dijo ella.
Pág
ina 2
89
—¿Le gustaría?
—Creo que, por el momento, estoy bien con Europa. Tiene suficientes
cosas nuevas que ver, quizás incluso demasiadas. Me alegra estar en el
campo otra vez.
—¿Le gustaría cabalgar? —preguntó él.
La yegua de Elizabeth había hecho el viaje con el carro Darcy y ahora
estaba trotando detrás de ellos junto al propio caballo de Darcy.
—Sí, creo que me gustaría.
Darcy tocó en el techo del carruaje y comenzaron a descender la velocidad
hasta detenerse por completo.
—Debí haberme puesto mi traje —dijo Elizabeth mientras él la ayudaba a
salir.
—Aquí no hay nadie que la vea, sólo yo, y yo no puedo criticar su
apariencia —dijo él con una sonrisa.
Las riendas de su yegua estaban apersogadas en la parte trasera del carro,
al igual que las del caballo de Darcy; él la ayudó a montarse y luego montó
él. El coche emprendió su marcha de nuevo y ellos a su lado, cabalgando
dentro del camino cuando estaba bordeado por muros y sobre el campo
cuando podían, disfrutando de la frescura del viento.
Pág
ina 2
90
Cabalgaron intermitentemente durante su viaje al sur: volvían al carruaje
cuando Elizabeth estaba cansada o cuando la lluvia hacía desagradable la
cabalgata y estaban cada vez más cerca de Roma. Pasaron un bosque de
pinos que llenaba el aire con un aroma limpio y dulce y más allá del
bosque pudieron ver el mar Mediterráneo. Sus aguas eran de un azul
radiante y cambiaban de tono en donde se volvían más profundas y donde
se encontraban con el horizonte celeste.
Al conductor le habían dado instrucciones para llegar a la villa, pero aun
así, tuvo que detenerse varias veces para pedir referencias.
El príncipe la llamaba villa y Elizabeth no sabía si se encontrarían con la
pequeña residencia de un caballero o con una gran propiedad. Por fin la
vieron en la distancia, tenía tres pisos, pero daba la impresión de ser un
edificio bajo porque era muy extensa. Era una construcción simétrica, con
ventanas altas en forma de arco y balcones que adornaban la fachada.
Cuando pasaron la entrada principal se encontraron con elegantes
jardines. A cada lado del impresionante camino había arriates de flores
dispuestos en rectángulos y cuadrados, bordeados con cercas bajas y
cubiertos de flores que florecían tan profusamente como si fuera agosto y
no noviembre. En conjunto, la vista era un aluvión de colores rosa, rojo y
Pág
ina 2
91
naranja, con un fondo salpicado de verde.
Los arriates de flores estaban divididos con senderos de grava para pasear
y había fuentes en donde los senderos se entrecruzaban. Estaban
adornadas con estatuas de figuras míticas, sirenas, grifos y sátiros, que
arrojaban agua al aire. Las caras de las estatuas estaban mirando hacia
arriba, de dónde salía el chorro de agua, y parecían observarlo justo
mientras colgaba en su exuberante ápice antes de descender como una
lluvia de diamantes brillantes que centelleaban y destellaban por la luz del
sol.
—Nunca pensé que existiera algo así —dijo Elizabeth mientras bajaba la
ventanilla para ver mejor—. En noviembre del año pasado estaba viendo la
lluvia en Hertfordshire y ahora, estoy aquí, en medio de toda esta belleza, y
en la misma temporada del año.
Darcy sonrió plenamente. Era evidente la alegría que le provocaba el
deleite de ella y esa alegría llenaba el carruaje con su energía, como los
efectos posteriores de una tormenta de rayos.
Y de hecho, Elizabeth se sentía como si hubiera sobrevivido a una
tormenta. Los sueños oscuros se habían quedado atrás y unas cuantas
semanas de diversión despreocupada en la villa eran justo lo que
Pág
ina 2
92
necesitaba.
Las ruedas del carruaje crujían sobre el camino de grava que los llevaba
cada vez más cerca de la villa. Cuando Elizabeth logró apartar su mirada
de los jardines, prestó atención a la villa. La entrada estaba en el primer
piso y se accedía a ella por medio de dos escalinatas, una que subía desde
el este y otra desde el oeste, y se encontraban en una terraza en el medio.
El carruaje se detuvo y lacayos en librea se desbordaron escalera abajo
para formar una avenida viviente de color púrpura y dorado, por la cual
apareció el príncipe. Estaba vestido con telas de oro y se veía cómodo entre
todos los esplendores de su casa; les dio una cálida bienvenida, sin
ostentaciones, y los condujo arriba por la escalinata oriental hacia la
puerta principal.
Cuando llegaron a la terraza, Elizabeth vio que el techo estaba sostenido
por columnas de mármol, entrelazadas por sirenas esculpidas y recordó su
primera visita a Rosings, con sus muchos esplendores; pero Rosings
parecía palidecer ante esta villa, y entonces imaginó la opinión que la villa
le merecería al señor Collins. Se lo imaginó caminando adelante de ella
hablándole sobre el peso de las columnas, el tamaño de las esculturas, el
número de ventanas y haciendo un recuento de lo que debía haber costado
Pág
ina 2
93
el encristalado.
—Algo la ha hecho sonreír —dijo el príncipe.
—No, no es nada; bueno sí. Tengo una amiga casada con un hombre al
que le impresionan las casas grandes. Y simplemente estaba imaginando
cómo reaccionaría ante su villa.
—Ah, sí, también tenemos ese tipo de personas en Italia. ¿Usted no está
impresionada?
—Sí, lo estoy —dijo Elizabeth mirando a su alrededor mientras entraban al
recibidor y admirando los frescos, las estatuas de mármol y las pinturas—.
Es una casa verdaderamente extraordinaria y muy hermosa.
—Pero usted no la admira tan verbalmente como su amigo; ni tan
obsequiosamente.
Había buen humor en su voz.
—No —admitió ella y pensó: sería imposible.
—Además, usted también tiene una casa hermosa. Me han dicho que
Pemberley es muy elegante.
—Sí, lo es —dijo Elizabeth y miró a Darcy—, y está llena de recuerdos.
—¿Tan pronto? ¿Cómo puede ser?, pensé que estaban en su viaje de bodas.
Aunque, claro, deben haberla visitado antes de su boda, desde luego.
Pág
ina 2
94
—Elizabeth iba con sus tíos —dijo Darcy—, no muy seguido pero son días
que jamás vamos a olvidar.
Elizabeth le sonrió y compartieron un momento privado mientras
recordaron la ocasión en que se habían encontrado ahí inesperadamente.
Había sido un momento lleno de incomodidad y vergüenza pero,
justamente por ello, exquisito y lleno de nerviosismo y esperanza.
—Les suplico que disfruten de la villa tanto como si fuera su propia casa
—dijo el príncipe—. Hay una biblioteca y una sala de música y pueden
hacer uso de ellas siempre que lo deseen. Encontraran mucha compañía
en la villa; tengo muchos invitados y creo que les resultarán agradables y
divertidos. También van a encontrarse con más ingleses aquí, al igual que
con gente de toda Europa e incluso de más lejos.
Luego de haberlos hechos sentir enteramente bienvenidos, los dejó con el
ama de llaves, quien inclinó la cabeza respetuosamente ante ellos y luego
los condujo a su departamento. Las habitaciones eran elegantes y frescas,
con muebles de mármol y enormes espejos de adorno en todas las paredes.
Elizabeth vio que su vestido estaba desacomodado, así que se lo arregló
antes de volver a bajar.
Se encontró con los otros invitados, con Darcy y con el príncipe en el
Pág
ina 2
95
jardín. Había pasado el calor del día y había una brisa refrescante que
hacía que caminar fuera un deleite.
Muy pronto, Elizabeth se sintió como en casa. El príncipe le dio una copa
de vino que tomó de la charola de uno de los lacayos que recorrían la
propiedad con bebidas refrescantes y la presentó con una serie de
invitados ingleses, varios de los cuales conocían Hertfordshire. Para su
sorpresa, uno de ellos, sir Edward Bartholomew, conocía a sir William
Lucas, pues les habían conferido el título al mismo tiempo.
—Lo recuerdo bien —dijo él—. Estas piernas se arrodillaron frente al Rey,
y estos hombros sintieron el contacto de su espada cuando me nombró sir
Edward Bartholomew. El momento en que me invistieron con mi insignia
ha sido el mayor orgullo en mi vida. Yo no era más que un humilde
tendero hasta el momento en que recibí el nombramiento de caballero,
señora Darcy, nunca creí elevarme a semejante altura.
—Pero todos lo sabíamos —dijo su esposa con lealtad y, volteando hacia
Elizabeth dijo—; sir Edward ha hecho una gran contribución a nuestro
distrito, y su alcaldía fue ejemplar. Todo el mundo opinaba lo mismo.
Sir Edward sonrió con modestia y dijo que no había sido nada y añadió:
—Sir William Lucas siente lo mismo que yo, que es un honor servir a
Pág
ina 2
96
nuestra nación y que se nos recompensa ampliamente con este
reconocimiento a nuestro servicio. Espero que su familia esté bien, ¿cómo
están su esposa y sus encantadoras hijas?
—Los conocimos en Londres —explicó la señora Bartholomew—, o por lo
menos, a los hijos más grandes. Los otros no estaban, porque eran
demasiado pequeños para comprender el honor que se le confería a su
padre.
—Sí, todos están bien —respondió Elizabeth, luego de darle un sorbo a su
vino—. La mayor de sus hijas, Charlotte, está casada. Se casó con un
conocido mío, un tal señor Collins, que es pastor en Kent.
Lady Bartholomew pareció sorprendida, pero pronto ocultó su sorpresa y
dijo:
—Me da mucho gusto saberlo. Era una joven sensata y agradable. Espero
que no se haya establecido lejos de su casa.
—Mi esposo cree que es una distancia corta, pero a mí no me lo parece,
pues está a unos ochenta kilómetros —dijo Elizabeth.
—Un poco más de medio día de viaje si hay buenos caminos —dijo Darcy.
—¡Ay, cómo añoro los buenos caminos! —dijo otra mujer inglesa, la señora
Prestin—. Tenemos la impresión de que todos nuestros viajes han sido
Pág
ina 2
97
traqueteados desde que salimos de Inglaterra.
Los otros invitados se unieron a la conversación, los franceses e italianos
declararon que viajar era más fácil en sus países que en ningún otro lado y
uno, un tal monsieur Repar, afirmó con buen humor que su carruaje se
había volcado tres veces durante su viaje por Inglaterra.
—Es bueno escucharla reír —dijo el príncipe acercándose a Elizabeth—.
Sabía que le agradaría mi casa. Me honra tenerla aquí, y a su esposo; me
agradan mucho los ingleses y cualquier amigo del coronel Fitzwilliam es
bienvenido aquí.
Elizabeth sintió que su ánimo revivía en el aire suave y cálido. Ella y Darcy
aprovecharon una pausa en la conversación para alejarse de los otros
invitados y caminar solos por los jardines, en donde la blancura de los
enarenados contrarrestaba con el color escarlata de las flores y con el azul
del mar.
—¿Contenta? —preguntó Darcy.
—Sí, mucho —respondió Lizzy tomándolo del brazo.
—Cuando estábamos en Venecia pensé que quería irse a casa.
—Sí, así fue, pero ahora me siento mejor. No creo que volvamos a venir tan
lejos otra vez, así que aprovechemos mientras estemos aquí.
Pág
ina 2
98
Elizabeth intentó dejar su copa en la charola de uno de los lacayos que
pasó al lado de ellos, pero en el último momento, el lacayo se dio la vuelta
y la copa cayó al suelo y se rompió. Elizabeth soltó una exclamación de
disgusto y se agachó a recoger la copa antes de que alguno de los otros
invitados la pisara
—¡No! —le gritó Darcy, que se había agachado al mismo tiempo que ella,
con una rapidez inexplicable. Le agarró la mano, e intentó impedírselo,
pero al hacerlo, uno de los dedos de ella se pinchó con la punta del cristal
roto y de la herida brotó un chorro de sangre color escarlata luminoso. Ella
sintió que una energía terrible emanaba de él y lo vio temblando—. ¡Vaya
inmediatamente adentro! —dijo él mientras se ponía de pie y se alejaba de
ella—. Que su doncella le atienda la herida. ¡Ya!
—No es nada —dijo ella perpleja mientras se reincorporaba —Sólo
permítame usar su pañuelo, eso es todo lo que necesito.
—Venga —le dijo lady Bartholomew, que había visto el accidente y se había
acercado a ayudar—. Su esposo tiene razón. En este clima caliente,
cualquier herida, sin importar lo pequeño que sea puede infectarse —y en
una voz más queda, le dijo—: Casi siempre pasa esto, muchos caballeros
no toleran ver sangre; por lo general son muy delicados. Agrade a su
Pág
ina 2
99
esposo en esto, no querrá parecer débil frente a los otros invitados.
Elizabeth le permitió a la señora Bartholomew guiarla, pero cuando entró a
la villa, sintió una sensación de agitación e intranquilidad, la mirada en los
ojos de Darcy no había sido delicada, había sido voraz.
Pág
ina 3
00
Capítulo 11
Transcrito por Skye
Corregido por Mary Ann♥
i queridísima Jane:
Ahora estamos en el sur de Italia, cerca de Roma, y el
clima es tan cálido que hoy ni siquiera tuve que usar mi
chal para salir. Tú, supongo, estás envuelta en tu pelliza y
caperuza. Aquí los días son largos y se pasan lentamente. Hay bailes
improvisados casi todas las noches, y si no estamos bailando, estamos
jugando cartas o backgammon y, si no, entonces tocamos el piano y
cantamos. Durante el día, caminamos por los jardines. Justamente estoy por
salir a jugar una partida de croquet.
¡Me estoy volviendo una experta!
Darcy sigue siendo un enigma. Cuando me mira, unas veces tengo una
fuerte sensación de expectativa, pero otras, me lleno de una inquietud
inexplicable. Quisiera poder hablar contigo y, sin embargo, no deseo volver a
casa. Todavía no me he cansado de Italia. Y, por ahora, adieu.
M
Pág
ina 3
01
El juego de croquet estaba por comenzar cuando Elizabeth se unió al resto
de su grupo en los prados detrás de la villa. Sir Edward y lady
Bartholomew estaban ahí, al igual que monsieur Repar, la señora Prestin y
Darcy, cuya mirada seguía siendo voraz.
—¡Ahí está, señora Darcy! Llega justo a tiempo para darnos cuerda —dijo
sir Edward con jovialidad.
Elizabeth hizo su tiro y pasó la pelota limpiamente por en medio del aro. A
ella le siguieron lady Bartholomew y la señora Prestin. Los caballeros
elogiaron sus tiros y luego hicieron los suyos. Había una rivalidad
amigable entre sir Edward y monsieur Repar, quien sonrió ampliamente
cuando sir Edward hizo un mal tiro, pero sólo para recibir lo mismo de
parte de su contrincante cuando él mismo hizo un tiro demasiado abierto y
provocó una risa amigable en sir Edward.
Darcy jugó bien, pero fue lady Bartholomew quien los superó. Todos los
tiros que hizo fueron limpios: la pelota iba a donde tenía que llegar, no
demasiado lejos, sino sólo lo suficiente y navegaba por entre los aros
rodando suavemente sobre el pasto.
Estaba a punto de hacer su último tiro, lo que la haría ganar el juego,
cuando, de la nada, aparecieron nubes en el cielo y se hizo presente una
Pág
ina 3
02
tormenta. El día se oscureció y la luz se volvió morada. La única nube que
había, pasó de ser un ligero bollo luminoso a una masa oscura e hinchada
que pulsaba como si fuera un moretón vivo.
—Pobre hombre, no le tocó ver el lugar en su mejor momento —dijo sir
Edward al ver que un carro se detenía frente a la entrada de la villa y
arrojaba a un nuevo visitante—. Difícilmente se ve nada con esta luz.
Lady Bartholomew hizo su último tiro y ganó el juego justo a tiempo, pues
un fuerte viento sacudió los vestidos de las damas a la altura de sus
tobillos y luego comenzó a llover. Todos corrieron hacia adentro, pero para
cuando llegaron al recibidor a refugiarse, ya estaban empapados. El grupo
se dispersó; los caballeros acordaron que, una vez estuvieran secos, se
reunirían a jugar una partida de billar y las damas anunciaron su
intención de escribir cartas y de ocuparse en sus propias habitaciones.
Cuando Elizabeth estuvo lista, decidió retirarse a la biblioteca, en donde
esperaba encontrar algo en inglés que pudiera leer con el propósito de
pasar el tiempo mientras llegaba la hora de la cena. Había visitado la
biblioteca poco después de haber llegado a la villa y era impresionante. Era
muy grande, tenía techos altos y estaba llena de libros. Pero hoy, a pesar
de las ventanas altas, era muy difícil ver, pues afuera estaba casi tan
Pág
ina 3
03
oscuro como si fuera de noche, tanto, que era casi indispensable una vela;
pero prefirió no encender velas, pues consideraba que era demasiado
temprano para hacerlo.
Los libros estaban encuadernados en piel y tenían un exquisito trabajo de
labrado sobre sus pastas. Los títulos y los nombres de los autores estaban
escritos en inscripciones doradas y con caligrafía florida. Elizabeth pensó
en la biblioteca de Longbourn, con sus libros desgastados por el uso, y
pensó en cuánto le agradaría a su padre la colección del príncipe.
Mientras se paseaba por la habitación, inclinó la cabeza para leer mejor los
títulos, a pesar de que la mayoría estaban en italiano y eran
incomprensibles para ella. Pero por aquí y por allá reconocía algunos libros
ingleses: Tom Jones, Robinson Crusoe y las obras de Shakespeare.
Se sintió curiosamente atraída hacia una esquina, en donde había mayor
densidad de libros y un libro en particular le llamó la atención.
Lo sacó y lo miró. Estaba encuadernado en piel vieja de color rojo profundo
y con caligrafía dorada, pero había sido hojeado tantas veces, que su
cubierta comenzaba a escamarse; pero, de cualquier forma, se podía ver el
título: Civitates Orbis Terrarum.
Al abrir el libro, vio que había sido publicado en 1572, en Colonia, y que se
Pág
ina 3
04
trataba de un libro de grabados. Contenía mapas, perspectivas y vistas
aéreas de varias ciudades del mundo. También aparecían personas en los
grabados, estaban ataviadas a la moda del siglo XVI: las mujeres con
vestidos largos flotando hacia dentro de los carruajes detrás de ellas y los
hombres con capas cortas.
Era fascinante ver las vistas de varias ciudades en tiempos pasados y,
conforme daba vuelta a las páginas, se dio cuenta de que había imágenes
de lugares que conocía. Inmediatamente reconoció las imágenes de
Venecia, que mostraban San Marcos y el Palacio Ducal; y al ver esta
última, se sintió sobrecogida por el miedo, pues el Palacio Ducal estaba en
llamas. Era el fuego que había visto en su sueño, y si ya entonces la había
asustado, ahora se asustó tanto que quiso soltar el libro, pero de alguna
manera, el libro parecía estar atorado entre sus dedos y ella se sentía
obligada a ver la imagen.
«Debo haber visto este grabado antes, en algún lado, y debe ser por eso
que vi esa imagen en mi sueño. Debe ser un recuerdo».
Pero estaba segura de que no había visto ese libro antes y de que, aunque
ya lo hubiera visto, el libro no podía ser la fuente de la imagen de su sueño,
pues la vista en el Civitates presentaba la imagen del palacio ardiente
Pág
ina 3
05
desde el canal, y en su sueño ella lo había visto desde el otro lado.
«No lo soñé», pensó Elizabeth horrorizada, «estuve ahí, en el pasado».
Tiró el libro, los dedos se le habían entumecido y simplemente lo dejó caer.
Y, a pesar del enorme valor y la antigüedad del libro, Elizabeth no sintió
más que un ligero alivio cuando vio que el libro no cayó al suelo, sino que
aterrizó sobre otras manos, las de uno de los invitados del príncipe que
había entrado a la biblioteca y había impedido que el libro se azotara
contra el suelo.
—Señorita —dijo él preocupado—, está tan blanca como los fantasmas.
¿Se siente mal?
Ella volteó a verlo y le costó trabajo distinguir los rasgos de su rostro, pues
parecía eterno: no tenía arrugas, pero daba la sensación de ser muy viejo y
tenía una expresión comprensiva y, a la vez, diabólica. El hombre flotaba
alrededor de ella en una especie de burla silenciosa y su comportamiento
era completamente contrario a sus palabras, de modo que ella se sintió
muy extraña.
—Tenga —dijo él al tiempo que le ofreció su brazo.
Ella no respondió, sólo lo miraba. Entonces él tomó el brazo de ella y lo
pasó por sobre su propio brazo diciéndole:
Pág
ina 3
06
—Permítame acompañarla a un asiento.
Cuando él la tocó, ella sintió que su voluntad se alteraba: fluía en
dirección a él y se fundía con la suya mientras se desplazaban hacia uno
de los asientos junto a la ventana. Estaba hechizada por él, sentía su
cuerpo ligero y etéreo y sus pensamientos sin nada de claridad, como si su
mente estuviera llena de niebla.
Y luego se sintió aún más extraña cuando la biblioteca comenzó a
distorsionarse y a cambiar cual si se tratara de un cuadro mojado por la
lluvia: el tapiz verde comenzó a derretirse y a escurrirse por las paredes
mientras un color ocre oscuro descendía en grandes gotas para
remplazarlo. También las cortinas estaban cambiando, su terciopelo verde
oscuro se deslavó y fue sustituido por ríos de seda dorada. Aparecieron
imágenes y desaparecieron los espejos y, sobre el suelo, las patas de las
consolas comenzaron a estrecharse y de sus superficies fluía el mármol;
los floreros fueron remplazados por piezas de porcelana y relojes de bronce.
La alfombra cedía el paso a tarimas pulidas y el ambiente se llenó con el
sonido de risas sobrenaturales. Él la tenía apresada en sus brazos y
bailaba con ella al son de un vals por todo el salón, mientras le
murmuraba frases en un lenguaje ininteligible.
Pág
ina 3
07
—No me siento muy bien —dijo Elizabeth; su corazón latía de forma
extraña y su mente intentaba asirse a la realidad.
—¿No? —preguntó él—. A mí me parece que usted está muy bien.
Caras desconocidas la miraban fijamente, pues también el salón se había
llenado de gente que reía, charlaba y la examinaba por entre los orificios
de sus máscaras.
Elizabeth se llevó la mano a la cabeza, pues la sentía palpitar, y luego,
entre toda esa confusión, escuchó una voz conocida; era Darcy.
—No es nada, no tema; la dama no se siente bien, eso es todo y yo estoy
cuidando de ella. Por favor, no se detenga por nosotros —dijo el caballero
dirigiéndose a Darcy.
Elizabeth quería decirle: «No, no quiero que me cuide, quiero estar con mi
esposo». Pero no emitió ni una sola palabra.
Entonces miró a Darcy con ojos suplicantes y le pareció que estaba
inmensamente lejos de él y como si lo estuviera mirando a través de un
vidrio que distorsionaba su imagen. Pero las palabras de él fueron claras.
—Ella no apetece su compañía —le dijo al hombre.
—¿No? Pero yo sí la apetezco.
«Apetezco la suya», pensó Elizabeth. «Debió haber dicho “Apetezco la suya”».
Pág
ina 3
08
—Déjela ir —dijo Darcy en tono amenazante.
—¿Por qué? —preguntó el caballero.
—Porque es mía —respondió Darcy.
No fue sino hasta entonces que el caballero volvió su mirada hacia Darcy y
lo mismo hicieron los ojos de Elizabeth.
Y en ese momento, vio algo que hizo que su corazón retumbara sobre su
caja torácica y se colapso. Presenció algo tan impactante y tan terrorífico
que el suelo subió hasta ella al tiempo que todo se fundió en oscuridad.
* * * * *
Cuando volvió en sí, estaba en su cama y su doncella le estaba refrescando
la frente con una esponja mojada en agua fresca y aromatizada.
—¿Qué pasó? ¿En dónde estoy? —preguntó Elizabeth, mirando alrededor
de la habitación sin reconocerla.
—Está a salvo, señora, está en su propia habitación en la villa del príncipe.
Se desmayó, eso es todo —dijo Annie.
—Pero nunca me desmayo —dijo Elizabeth esforzándose por levantarse.
Pág
ina 3
09
—Recuéstese —dijo Annie al tiempo que la detuvo por el hombro con
presión suave pero firme.
Elizabeth, al ver que la habitación empezaba a dar vueltas, no tuvo más
alternativa que obedecer. Al recostarse, se dio cuenta de que llevaba
puesto el mismo vestido, pero que le habían aflojado el corsé para que no
le constriñera la respiración y trató de recordar exactamente lo que había
sucedido: estaban jugando al croquet, cayó una tormenta, se fue a la
biblioteca y luego… No se acordaba de nada más.
—Fue el clima —dijo Annie—. Cuando las nubes se hincharon, el aire se
volvió sofocante. Es una suerte que nadie más se haya desmayado.
—Sí, supongo que sí —dijo Elizabeth—. Sólo que estoy segura de que algo
pasó…
Se esforzó por traer a su memoria el recuerdo, pero se había ido.
Esperó hasta sentirse un poco más recuperada; luego, volvió a tratar de
incorporarse y consiguió sentarse. Si bien la habitación había dejado de
dar vueltas, todavía le costaba trabajo respirar libremente y al mirar
afuera por la ventana descubrió por qué. El cielo estaba oscuro y las nubes
bajas, de modo que atrapaban el calor como una manta. El paisaje se veía
extraño debajo de ese cielo oscuro, los colores parecían transformados y la
Pág
ina 3
10
luz innatural.
Annie seguía enjuagándole la frente, pero el agua, que al principio estaba
fresca, ahora estaba desagradablemente tibia, así que, irritada, Elizabeth
le empujó la mano para que dejara de hacerlo.
—Voy a buscar agua fresca —dijo Annie.
Salió y cuando la puerta se cerró detrás de ella, Elizabeth se sentó a la
orilla de la cama y se columpió las piernas. Permaneció así durante unos
minutos con el propósito de asegurarse de que ya no se sentía débil; luego,
se puso de pie y caminó alrededor de la habitación, pero estaba muy
intranquila y no lograba calmarse. Cuando la puerta volvió a abrirse,
Elizabeth estaba por pedirle a Annie que se retirara, pero al volver la vista,
vio que no era ella sino Darcy, con una expresión atormentada en el rostro.
Levantó la mano en dirección a él, con la intención de recibir consuelo y
seguridad cuando él le tomara la mano, pero él no respondió a su gesto y
tampoco hizo ningún ademan de entrar en la habitación. Simplemente se
quedó en la puerta mirándola.
—¿No se acuerda, verdad? —le preguntó.
—¿Acordarme de qué? —preguntó ella deteniendo su incesante andar.
—¿No se acuerda de lo que sucedió?
Pág
ina 3
11
—No —respondió ella—. Pero Annie me dijo que me desmaye por el calor.
—El calor.
Su voz sonaba rara y Elizabeth se sintió muy lejos de él, a pesar de que no
había más de tres o cuatro metros de distancia entre ellos. Todos los
incidentes que habían complicado y perturbado las últimas semanas,
además de la nostalgia de estar tan apartada de su ambiente familiar y el
pesar de la desavenencia con Darcy, y es que era imposible seguir
pretendiendo que no había desavenencias entre ellos, así como la
conmoción y el llanto que todo lo anterior le provocaba, amenazaron con
ocasionarle una recaída. Dejó caer la mano y se sentó a la orilla de la cama.
Se había repetido mil veces a sí misma que sólo era cuestión de tiempo
antes de que las cosas estuvieran bien entre ellos. Había inventado
innumerables razones para justificar el hecho de que él no fuera a su
habitación, pero ya no podía continuar engañándose. Él simplemente no
quería estar con ella.
Había confundido sus sentimientos y ahora era preciso que enfrentaran
las consecuencias.
—¿Todavía se siente mal? —le preguntó mirándola con preocupación.
—Sí.
Pág
ina 3
12
—Elizabeth, fue una mañana desagradable, pero…
—No tiene nada que ver con la mañana —dijo ella—. Tiene que ver con
nosotros. Nunca debimos casarnos.
Él se quedó pasmado.
—He tratado de hacerme creer usted no me busca porque me está dando
tiempo para adaptarme a nuestra nueva vida juntos y que ya pronto lo
hará, pero no puedo seguir engañándome. Ahora sé que nunca debimos
habernos casado. No me voy a quedar aquí para avergonzarlo y para
afligirme aún más —pensó el Longbourn y una oleada de melancolía la
anegó. Hubiera querido estar entre su gente—. En cuanto me sienta lo
suficientemente bien, voy a hacer mis maletas y me iré de regreso a
Inglaterra.
—No, no puede irse, se lo prohíbo —dijo él y entró con grandes pasos a la
habitación, pero antes de llegar hasta donde ella estaba se detuvo. Su
rostro estaba desgarrado por el dolor.
—No hay nada que hacer —dijo ella—. Esto no es un matrimonio. No soy
su esposa.
Darcy palideció; era evidente que estaba procurando contener una
emoción demasiado fuerte para mantener la compostura; pero le fue
Pág
ina 3
13
imposible y, presa de la conmoción, dijo:
—No puedo tocarla, hay cosas de mí que usted desconoce…
—¡Entonces dígamelas! —gritó ella mientras saltaba fuera de la cama—.
Eso es lo que hacen los hombres y las mujeres cuando están enamorados:
hablarse. Comparten sus pensamientos y sentimientos; comparten sus
problemas; comparten sus secretos; comparten todo —ella se detuvo y
suspiró, esforzándose por dominar su abrumadora emoción y luego de una
pausa, un poco más tranquila, continuó—: ¿No va a decirme qué es lo que
le preocupa? Estamos casados, Darcy. Hicimos un juramento para
amarnos en los buenos tiempos y en los malos, en la riqueza y en la
pobreza, en la enfermedad o en la salud. Esas palabras significan algo:
significan que estamos juntos incluso en los momentos más difíciles y que
compartimos nuestros problemas al igual que nuestras alegrías. No hay
nada que no podamos enfrentar juntos.
Él seguía pálido.
—No puedo compartir esto con usted —dijo él.
—¿Por qué no? ¿No confía en mí? —le preguntó.
—No es eso.
—Entonces, ¿qué es? —gritó ella.
Pág
ina 3
14
Él sacudió la cabeza como si lo estuvieran acicateando más allá de lo que
podía soportar y dijo:
—Es por su propio bien.
—¿Cómo puede ser por mi propio bien? —gritó ella sorprendida—.
Cualquiera que sea su secreto, no puede ser peor que el dolor que siento
en este momento.
Él se sobresaltó, pero luego soltó un grito y dijo:
—Si se lo digo, entonces no hay marcha atrás. Una vez que lo sepa no
podrá hacer de cuenta que no lo sabe; y va a ser demasiado tarde cuando
decida que era más feliz antes de saberlo.
—Pues si no me lo dice, no tenemos ninguna esperanza de que esto
funcione —dijo ella dejando caer sus hombros.
—No diga eso.
—¿Qué más se puede decir?
La expresión de él sufrió un ligero cambio y ella pensó que lo estaba
convenciendo. Así que, de nuevo, extendió la mano hacia él, que estuvo a
punto de tomarle la mano, extendió los dedos en dirección a ella, pero
luego los retractó.
—¡No puedo! Pero tampoco puedo seguir así —dijo él en agonía—. Tengo
Pág
ina 3
15
que pensar.
Y caminó con grandes pasos hacia la puerta.
Ella tuvo la horrible sensación de que si lo dejaba ir no volvería a verlo.
—¡Darcy! —gritó, pero era demasiado tarde, él ya se había ido.
Pág
ina 3
16
Capítulo 12
Transcrito por Darkiel
Corregido por patite cour
ronto Annie regreso con un tazón de agua fresca y volvió a
refrescar con una esponja la frente de Elizabeth. Pero ella no
sentía nada más que el vacío de su propio corazón. Cuando
Annie terminó, Elizabeth se puso de pie y fue al escritorio para terminar la
carta que había empezado para Jane.
Ya no puedo seguir ocultándote el verdadero estado de las cosas, pues ya
también es imposible ocultármelo a mí misma. Mi esposo no me ama. Me he
esforzado por creer que no es así, pero no puedo seguir negándolo. Cuando
me casé con mi querido Darcy, nunca pensé que regresaría sola a casa unos
meses después de mi boda, pero ya no veo otra alternativa. No puedo estar
con él, pues me rechaza constantemente. No sé qué le voy a decir a papá, y
con mamá será incluso peor. Pienso que la única forma de ganarme su
afecto es siendo la señora de Pemberley y sin ello, creo que no me querrá de
nuevo en casa. Temo sus exhortaciones constantes, pero contigo, mi querida
P
Pág
ina 3
17
Jane, sé que contigo habrá consuelo. Te visitaré todos los días en
Netherfield. O, bueno, no todos los días, para darles a ti y a Bingley tiempo
para estar a solas. Qué maravilloso debe ser que tu esposo te ame.
Escríbeme, Jane, no he recibido ni una sola carta desde que salí de
Inglaterra y, aunque quizás ya no me encuentre aquí, sería una bendición
para mí recibirla. Escuchar el sonido de tu voz, aunque sea por escrito, me
resultaría enormemente reconfortante. Y de verdad necesito sentirme
reconfortada. ¿Cómo voy a vivir sin él? ¿Y será posible siquiera que lo
intente? Es un escándalo que una mujer casada deje a su esposo y, sin
embargo, seguir viviendo con él es algo que rebasa mis fuerzas. Necesito
amor, consuelo y buenos consejos y anhelo estar en casa, en donde tú y mi
tía Gardiner me ayudarán.
Tu hermana que te quiere,
Elizabeth.
Cuando terminó la carta, se la entregó a Annie y le dijo:
—Entrégasela de inmediato a uno de los lacayos, quiero asegurarme de
que se envíe hoy mismo.
Pág
ina 3
18
—Muy bien —dijo Annie.
Elizabeth miró por la ventana y vio que el clima había mejorado. Después
de la tormenta, el cielo se había aclarado. Desde la ventana entró una
brisa fresca que la hizo querer salir a dar un paseo. Había un grupo de
gente cerca de la puerta, charlando y riéndose, pero más allá, cerca de la
ventana francesa que conducía hacia fuera de la sala de estar, no había
nadie. Y como no tenía ánimo de estar en compañía, decidió salir de la
villa por ahí.
La sala de estar tenía una opulencia que le resultaba atractiva y repulsiva
a la vez. Los espejos recubiertos de oro, las mesas de mármol y las sillas
damasquinadas eran hermosas, pero desalmadas. Estaban en perfecto
estado, sin señales de uso o de antigüedad, a diferencia de los muebles de
Longbourn que estaban raspados y desgastados por los años de uso de la
vida familiar. Había algo innatural respecto a la villa, como si hubiera sido
preservada artificialmente, atrapada en el tiempo sin poder envejecer.
Parecía un museo más que un hogar.
Sintió unas suaves pisadas detrás de ella y el corazón de Elizabeth dio un
salto, pero se trataba del príncipe. Su cercanía la asombró, pues no había
percibido su presencia y, a pesar de que estaba cerca de un espejo y de
Pág
ina 3
19
que eso le daba una buena visión de la puerta, en ningún momento había
visto su reflejo.
Volteó hacia él y lo vio haciéndole una reverencia. El príncipe era guapo y
cortés, y estaba vestido con las mejores ropas, pero ella anhelaba estar
cerca de sus amigos y de su familia, cerca de la gente a la que conocía de
toda la vida, porque, por amable que fuera, el príncipe era un perfecto
desconocido para ella.
—Me dicen que se encuentra usted mal —dijo él preocupado—. Lo lamento
mucho. Tanta belleza no debería nunca estar afligida. Espero que aquí
encuentre todo lo que necesita.
—Sí, gracias, todo está bien.
—¿Y se siente mejor? —le preguntó y la miró fijamente—. Discúlpeme,
pero todavía parece estar bastante pálida.
—Estoy mucho mejor, gracias.
—Es el calor; es hermoso, sin duda, pero a veces es abrumador. En el
jardín hay brisa fresca que le va a caer muy bien. ¿Quiere salir a caminar
conmigo? No iremos bajo el rayo del sol, caminaremos por los senderos
sombreados y descansaremos, si así lo quiere, en la casa de campo.
Elizabeth todavía se sentía algo inestable al estar de pie, así que pensando
Pág
ina 3
20
en que quizás podría necesitar de su brazo como apoyo, le dijo:
—Sí, gracias.
Salieron por las puertas francesas y hacia el jardín. Pronto estuvieron de
camino sobre una avenida en la parte trasera de la casa, en donde la
sombra de los árboles altos hacía más agradable la caminata, y la brisa
era refrescante, como ella lo había esperado. El príncipe parecía percibir el
ánimo de Elizabeth, pues no le requería su compañía. Él le hablaba con
gentileza de las vistas y, cada tanto, se detenía a mostrarle alguna vista
agradable, pero no esperaba que ella le respondiera y eso la ayudó a
comenzar a relajarse.
A medio camino se encontraron con una fuente y Elizabeth, que ya tenía
necesidad de descansar, se sentó sobre el borde.
Él se sentó a su lado y la miró con gentileza mientras le tomaba la mano.
—Creo que hay algo que la está haciendo infeliz. Y no se moleste en
negarlo, porque puedo verlo. En la sociedad inglesa no siempre es de buen
gusto hablar sobre los asuntos del corazón, pero aquí en Italia es distinto.
Aquí no tiene a nadie de su confianza, pero yo soy un caballero con
experiencia y usted es una joven dama muy lejos de casa, así que espero
que confíe en mí como anfitrión y como amigo también —su voz era sueva
Pág
ina 3
21
y reconfortante y la sentía como un bálsamo para su espíritu afligido—. Es
Darcy, ¿verdad? —le preguntó.
—Sí —dijo ella con renuencia; pero entonces no pudo aguantar más y las
palabras salieron en un torrente que brotaba de ella como agua contenida
durante mucho tiempo desbordándose por la presa—. No sé qué le ha
pasado, qué nos ha pasado. Pensé que estábamos enamorados… sí
estábamos enamorados… Cuando recién nos comprometimos, acordamos
que seríamos la pareja más feliz del mundo —dijo ella y sonrió al recordar.
Luego, su sonrisa se desdibujó—. Pero en cuanto nos casamos, todo
cambió.
—¿Cuándo se dio cuenta del cambio en él? —preguntó con gentileza el
príncipe.
—Es difícil saberlo —dijo ella y puso su mano bajo el chorro de la fuente
para que el agua fresca se resbalara entre sus dedos—. Aunque no, quizás
no. Comenzó el día de la boda. Fue justo después de la ceremonia. Íbamos
de regreso a casa después de la iglesia y, en un momento dado, vi su
rostro reflejado en la ventanilla del carruaje y vi que tenía una expresión
de tormento. Pero creí que me lo había imaginado y dejé de pensar en ello.
Ahora estoy segura de que fue ahí donde comenzó. Entonces supuse que
Pág
ina 3
22
habría leído algo que lo había perturbado, pero ahora creo debe haber sido
otra cosa.
—Ah —dijo él e hizo una pausa para pensar—. ¿Su relación comenzó como
amor a primera vista? —le preguntó.
—No, en lo absoluto —ella respondió—. De hecho, cuando nos conocimos,
nos desagradamos.
—Yo creo que usted no puede desagradarle a nadie —dijo el príncipe.
—Bueno, quizás no le desagradé, porque no me conocía y hubiera sido
difícil que tuviera alguna opinión respecto a mí o, más bien, respecto a mi
carácter; pero no le parecía adecuada para bailar conmigo: «apenas
aceptable» —dijo Elizabeth riéndose, pero su risa se desvaneció en cuanto
pensó que quizás él había vuelto a adoptar esa primera opinión.
—Y eso a usted la intrigó, ¿no es cierto? Lo sintió como un reto y procuró
ganarse su favor. Ya veo cómo fue. Él es un hombre rico y poderoso y a
usted no le gustó que él la descartara, así que se dispuso a cautivarle y a
ganarse su favor.
—Muy por el contrario —dijo Elizabeth—. Yo no tenía ningún interés en él
y mucho menos en querer cautivarlo, porque él no significaba nada para
mí.
Pág
ina 3
23
—Es un hombre con muchas propiedades y excelentes ingresos, ¿cómo me
dice que no significaba nada para usted? —dijo el príncipe sorprendido.
—No era mi amigo, ni mi vecino y en cuento al hecho de que tiene muchas
propiedades y excelentes ingresos, ¿qué con eso? —dijo Elizabeth—.
¿Cómo puede eso importar si viene acompañado de rudeza, arrogancia y
desdén por los sentimientos de los otros?
—Y ¿se lo dijo, le dijo que era rudo y arrogante y desdeñoso? —preguntó el
príncipe.
—Sí —aceptó Elizabeth con una sonrisa triste.
—Ya veo —dijo él y se quedó pensativo.
Elizabeth le lanzó una mirada interrogativa.
—¿Qué ve? —le preguntó.
—Veo cómo sucedió —dijo él y la miró con compasión—. Así es con
algunos hombres. No quieren una conquista fácil; quieren un reto. El reto
es difícil de encontrar para hombres como Darcy, porque las mujeres lo
buscan; lo elogian, lo halagan, se le arrojan. Sonríe porque lo ha visto, ¿no?
—Sí —dijo Elizabeth—. Había una mujer en Inglaterra, la hermana de su
mejor amigo; siempre estaba intentando llamar su atención y ganar su
aprobación, y también en París había mujeres así.
Pág
ina 3
24
—Pero usted es diferente. Usted no se fascinó por su nombre o su fortuna,
usted exigía algo más de él, una prueba de su dignidad de hombre. Y eso
despertó su interés. Hay hombres así. Y una vez que una mujer atrapa su
interés, las procuran con pasión y dedicación; hacen lo que sea por
ganársela, hacen amistad con sus amigos y familiares, se ofrecen a
ayudar… ¡ah, se sorprende!
—Darcy ayudó a mi hermana —dijo Elizabeth—. E hizo amistad con mis
tíos, a pesar de que al principio también a ellos los había catalogado como
gente por debajo de su interés.
—Así es como procede un hombre determinado. No se detiene ante nada
para conseguir a la mujer que quiere; pero cuando la tiene, ¿qué le digo?
—y se encogió de hombros—. Es la persecución lo que cuenta. Esos
hombres son cazadores, predadores; para ellos es un reto conseguirla, y el
éxito de su empresa los revitaliza. Pero cuando la tienen, cuando han
atrapado a la presa, el interés decae hasta que finalmente desaparecer por
completo.
Elizabeth quitó la mano del chorro y la recargó sobre la piedra caliente del
borde de la fuente.
—¿Y eso es lo que usted cree que le pasó a Darcy?
Pág
ina 3
25
—No se me ocurre otra razón por la cual esté descuidándola.
—Él dice que hay una razón, pero que no puede decírmela.
—Ah —dijo el príncipe.
Y su expresión dijo más que mil palabras.
—¿Usted cree que si tuviera una razón me la diría? —preguntó ella.
—No creo nada.
—Quizás no, pero yo sí.
Él la miró compasivo.
—Usted es muy joven —dijo él—. Usted es una novicia en estos asuntos. Él
ha lastimado a una inocente y eso estuvo mal hecho.
—No tenía intención de lastimarme.
—¿No? —dijo incrédulo y añadió—: Bueno, quizás usted tenga razón; pero
de cualquier forma la lastimó, y si se queda con él, volverá a hacerlo.
¿Quiere tomar mi consejo?
—Quizás —dijo ella siendo cautelosa.
—Entonces le aconsejo que se vaya de aquí cuanto antes. No está sola;
tiene amigos y familiares que se preocupan por usted; vaya con ellos.
Vuelva a Inglaterra. Dígale a Darcy que se equivocó. Si él se entera de que
Pág
ina 3
26
usted es verdaderamente infeliz a su lado, la dejará ir. Y usted volverá a
vivir, volverá a amar…
—¡No!
—Ah —dijo el príncipe con delicadeza—. Bueno, quizás no, pero ¿quién
sabe? Usted es muy joven y el tiempo lo cura todo. Pero sea lo que se que
aguarda el futuro, una cosa es segura: no hay nada para usted aquí, solo
infelicidad, rechazo y pérdida.
—Lo sé —admitió ella.
Era la misma conclusión a la que había llegado ella misma hacía menos de
una hora y con el consejo del príncipe en el mismo sentido, no había nada
que le levantara el ánimo.
—Es difícil, lo sé, pero es para mejor —dijo él—. Una vez que logre romper
con esto, podrá comenzar a vivir de nuevo.
Ella pensó en lo agradable que sería quedarse sentada en la fuente por
siempre. La idea de tener que moverse, aunque fuera un solo paso, era
demasiado pesada, peor aún el tener que llegar de nuevo a la villa y dar la
orden de que se empacaran sus cosas y lidiar con los mil y un arreglos que
tenía que atender a su regreso a Inglaterra. Pero sabía que debía hacerlo.
Se puso de pie con gran esfuerzo; sacudió la mano, enviando así gotas de
Pág
ina 3
27
agua que brillaban en el aire y mientras movía la mano su anillo de bodas
reflejó la luz. Era un símbolo de todas sus esperanzas y sus sueños, pero
ahora parecía burlarse de ella y, no obstante, no lograba decidirse a
quitárselo.
El sonido de pasos crujiendo sobre la grava la sacó de su arrobo y cuando
levantó la mirada vio que Annie iba hacia ella con paso apresurado.
—Señora —dijo Annie sin aliento.
—¿Qué pasa? —dijo Elizabeth.
—Sí, ¿por qué molestas a tu señora? —preguntó el príncipe al tiempo que
se puso de pie y puso una mano protectora sobre el hombro de Elizabeth—.
¿Es algo urgente?
Annie parecía extrañada y dijo:
—No, en realidad no.
—Entonces no fastidies a tu señora ahora —dijo el príncipe.
Annie vaciló, luego inclinó la cabeza y se volteó para regresar a la villa,
pero se volvió de nuevo hacia Elizabeth y dijo:
—Solo vine a decirle que ya terminé de bastillar los pañuelos nuevos que
me pidió, señora, y los puse en su valija.
—Gracias —dijo Elizabeth abstraída.
Pág
ina 3
28
El príncipe despidió a Annie con un gesto autoritario de la mano y Annie
se retiró, pero Elizabeth siguió abstraída.
—Hágalo ya —dijo el príncipe—. No va a encontrar la fuerza si se espera, y
aquí no hay nada para usted más que pesares. Hágalo mientras su esposo
está fuera: salió a cabalgar. Escríbale una nota y yo me encargaré de que
la reciba. Mi carro está a su disposición y enviaré un aviso por adelantado
a los mesones a lo largo del camino para que la estén esperando cuando
llegue, y también enviaré un mensajero con usted para que haga todos los
arreglos que sean necesarios durante su viaje y para que le haga guardia.
—Es muy amable de su parte.
—No es nada —dijo él—. No podría hacer nada menos por una hermosura
afligida. Sea fuerte, se recuperará. Usted cree que no, pero unas cuantas
semanas en el calor de su familia serán muy buenas para sanar su herida.
—Sí —dijo ella—, mi familia.
Pensó en Jane y en su tía Gardiner y anheló estar en casa.
—Solo necesita hacerse cargo de que empaqueten sus cosas, lo demás
puede dejármelo a mí —dijo él.
El príncipe la escoltó de regreso a la villa, hablándole con gentileza de
asuntos insignificantes hasta que llegaron a la puerta.
Pág
ina 3
29
Cuando estuvo en su habitación, Elizabeth tocó la campana para llamar a
Annie y se sentó a escribir una nota para Darcy. No fluían las palabras,
pero al final, logró decir lo que tenía que decir.
Mi querido Darcy:
No puedo quedarme aquí más tiempo. No lo estoy haciendo feliz y el abismo
que existe entre nosotros ha destruido toda mi paz y alegría. Me voy a casa,
a Longbourn. El príncipe ha sido muy amable dejándome usar su carruaje y
va a enviar a un mensajero conmigo para que me ayude a hacer más fácil el
viaje. Espero que encuentre lo que está buscando. Ahora sé que no soy yo.
Elizabeth.
Volvió a tocar la campana para llamar a Annie, pero al ver que su doncella
no llegaba, bajó a buscar al príncipe. Lo encontró en la sala de música con
sus otros invitados. Elizabeth pensó en lo extraño que era que continuaran
Pág
ina 3
30
con la fiesta como si nada hubiera sucedido. Sir Edward y lady
Bartholomew tan francos y alegres, monsieur Repar y la señorita Prestin y
todos los demás invitados. Para ellos era un día como cualquier otro.
Tan pronto como el príncipe la vio, se escabulló y dejó a sus invitados
cantando y charlando para encontrarse con Elizabeth junto a la puerta.
Tomó la nota, le prometió asegurarse de que Darcy la recibiera y le dijo
que el carruaje estaba listo.
—Enviaré a uno de los lacayos arriba para que cargue sus cajas —le dijo.
—Todavía no están empacadas —dijo Elizabeth y añadió con un toque de
buen humor—, parece que extravié a mi doncella.
—Ah, lo ve, se ha quitado un peso de encima. Una decisión tomada, sin
importar lo difícil que sea nos libera del peso de la indecisión y, vaya que
la indecisión pesa. Ya está más alegre. Es bueno verla sonreír, aunque sea
por un instante —dijo él con jovialidad—. Pero ahora debemos encontrar a
su doncella.
Llamó a uno de los lacayos y le pidió que fuera al recibidor de la
servidumbre a buscar a la doncella de la señora Darcy.
El lacayo se incomodó.
—¿Qué pasa? —le preguntó el príncipe.
Pág
ina 3
31
El lacayo dijo algo en italiano y aunque Elizabeth no entendió todas sus
palabras, logró captar que recién había ido al recibidor de la servidumbre y
que Annie no estaba ahí. El lacayo tenía aspecto de tener más información
pero de no estar segura de que fuera prudente decirla.
—¿Qué más sabes? ¡Dilo! —exigió el príncipe.
El lacayo, un poco inseguro, dijo que Annie era amiga de uno de los
jardineros, que el jardinero tenía la tarde libre y que él mismo los había
visto de camino al bosque.
—¡Ah! —dijo el príncipe con una sonrisa burlona—. ¡Amore! Está muy mal
de su parte, desde luego, pero ¿qué le vamos a hacer? —luego, miró a
Elizabeth—. Enviaré a una de mis doncellas para que la ayude y la
acompañe al mesón más cercano y, en cuanto vuelva, le enviaré a la
signorina Annie —y al lacayo le dijo—: Encárgate de todo. —El lacayo hizo
una reverencia mientras se retiraba y el príncipe le dijo a Elizabeth—:
Lamento que tenga este inconveniente.
—No importa, por lo menos el amor de alguien sí está prosperando. Solo
me apena tener que llevármela justo ahora.
—Ya volverán —dijo el príncipe—. Sepa que las puertas de esta casa están
siempre abiertas para usted y espero que, la próxima vez que venga a Italia,
Pág
ina 3
32
traiga a su encantadora familia. Todos ustedes serán bienvenidos aquí.
¿Cree que le guste a su madre?
—Estoy segura de que sí —dijo Elizabeth, y volvió a sonreír mientras pensó
en su madre exclamando de admiración ante los muebles y luego
intentando persuadir a todos los caballeros en la villa de que Kitty o Mary
serían unas encantadoras esposas para ellos.
Pero Elizabeth no estaba tan segura de que el príncipe fuera a disfrutar la
visita tanto como su madre.
—Entonces vuelva pronto y sepa que puede quedarse aquí todo el tiempo
que quiera —dijo el príncipe y le hizo una reverencia.
Elizabeth le agradeció la invitación tan generosa y volvió a su habitación,
donde se sintió decaída de nuevo. Dejar la villa era una dura prueba para
ella, pues ahí había estado contenta y todavía esperanzada en que ella y
Darcy pudieran estar juntos finalmente. De modo que irse significaba
aceptar que la esperanza había muerto.
La llegada de una de las doncellas del príncipe hizo que los pensamientos
de Elizabeth cambiaran de rumbo, pues tenía que darle instrucciones.
Muy pronto, las cosas de Elizabeth estuvieron empacadas y llegó un lacayo
para llevarlas al carruaje. Elizabeth se detuvo un momento más a mirar de
Pág
ina 3
33
nuevo la habitación y luego siguió al lacayo escalera abajo.
El carruaje la estaba esperando en la puerta lateral y todo estaba listo; el
carro tenía un escudo de armas blasonado y estaba flaqueado por dos
lacayos.
—Para que la protejan —le dijo el príncipe.
Ambos estaban vestidos con las libreas color escarlata de servidores del
príncipe y, de pie a un lado de la portezuela del carro, estaba el mensajero.
Era un joven bien parecido, encantador y respetuoso y tomó su lugar al
lado del conductor sobre el pescante, en donde ya estaba acomodada
también la doncella.
—Hasta la próxima vez —dijo el príncipe y se inclinó frente a la mano de
Elizabeth.
—Gracias por su hospitalidad —dijo ella—, y gracias por su amabilidad y
su consejo.
—No es nada —dijo él—. Sea valiente, pronto estará con su familia y
entonces recuperará su alegría.
La ayudó a subir y, una vez arriba, ella se acomodó las faldas alrededor de
sí sobre el suntuoso asiento tapizado en seda.
Los lacayos tomaron sus lugares, de pie sobre los estribos a cada lado del
Pág
ina 3
34
carruaje; luego, el conductor chasqueó a los caballos y el pesado carruaje
comenzó a moverse lentamente y fue adquiriendo velocidad y rodada
conforme salía del camino particular de la villa.
A su llegada, las fuentes habían estado cantando y, ahora, parecían estar
llorando, así como Elizabeth. Por orgullo, había aguantado sus lágrimas,
pero aquí, en la soledad del carruaje, dio rienda suelta a su emoción y
brotaron ríos de lágrimas cálidas de sus ojos.
Buscó su valija, en la que Annie había guardado sus pañuelos nuevos
recién bastillados y la encontró debajo el asiento. La sacó y, al abrirla, su
corazón dejó de latir, pues ahí, sobre las telas había un paquete de cartas,
todas escritas por ella y dirigidas a su familia y amigos.
Incrédula, lo tomó en sus manos.
Debe haber algún error, pensó ella sin dar crédito de lo que estaba viendo
con sus propios ojos y, con las manos temblorosas, lo desató y abrió la
carta que estaba hasta arriba.
Mi queridísima Jane:
Pág
ina 3
35
Te vas a sorprender cuando te diga que, después de todo, no vamos al
Distrito de los Lagos; estamos de camino a Francia…
Sacó otra carta:
Mi queridísima Jane:
(…) Ahora estamos en París, y es la ciudad más hermosa…
Y otra:
Mi queridísima Jane:
Quisiera que estuvieras aquí. Cuánto añoro poder hablar contigo. Han
sucedido tantas cosas que no sé por dónde comenzar. Salimos de París hace
unos días y ahora estamos en los Alpes.
Todas, cada una de ellas, eran las cartas que había escrito desde que se
había ido de Inglaterra. Su mente estaba dando vueltas. ¿Por qué estaban
ahí? ¿Cómo es que nunca se habían enviado?
Pág
ina 3
36
Y entonces pensó en el extraño incidente cuando Annie había ido a
buscarla a los jardines para decirle que ya había bastillado sus pañuelos.
No era una noticia urgente, podría haber esperado. Y entonces, con una
sensación de pánico que le subió por la espalda cayó en la cuenta de que
Annie no había ido a buscarla para decirle lo de los pañuelos; la había
buscado para decirle lo de las cartas y, al ver que Elizabeth no estaba sola,
no había dicho más que una advertencia velada.
Entonces, ¿si Annie sabía lo de las cartas, habría sido ella quien las puso
ahí? Si sí, ¿en dónde las había encontrado? ¿Y quién se había encargado
de que no se enviaran?
Elizabeth recordó el comportamiento extraño de Annie cuando vio que
estaba el príncipe con ella y pensó si quizás Annie sospechaba que él
mismo se había robado las cartas. Pero luego de un momento pensó que, a
pesar de lo que Annie sospechara, no podía haber sido el príncipe, pues la
mayoría de las cartas se habían escrito antes de que Elizabeth fuera a la
villa.
¿Entonces quién? Los únicos que habían tocada las cartas, además de ella,
eran Annie y los lacayos que las llevaban a las oficinas postales. A Annie la
podía excluir, de modo que solo quedaban los lacayos. ¿Pero qué buena
Pág
ina 3
37
razón tendrían cualquiera de ellos para hacer semejante cosa? Todos eran
leales a Darcy. Habían sido empleados de su familia durante años.
Excepto…
Recordó un incidente en París cuando uno de los lacayos se había
enfermado y había sido rápidamente remplazado. Tenía excelentes
referencias pero ellos no sabían nada de él personalmente. Parecía ridículo
pensar que estuviera involucrado, pero hecho era que las cartas no habían
sido enviadas. ¿Acaso le habrían pagado para que ocultara las cartas? Y si
sí, ¿por qué? ¿Y de parte de quién?
Era posible que Annie supiera, pero Elizabeth no podría preguntarle
porque… se estremeció… porque Annie había desaparecido. ¿Qué le había
pasado a Annie? ¿En dónde estaba? ¿En verdad estaba en el bosque con
un amante o le había pasado algo?
—¡Detengan el carro! —gritó Elizabeth, golpeando sobre el piso del
carruaje con la sombrilla para que el conductor la escuchara—. ¡Detengan
el carro ahora mismo!
Pero el carro no parecía desacelerar su tumultuosa marcha.
Bajó la ventanilla y gritó:
—¡Deténgase! ¡Deténgase, señor conductor, se lo ordeno!
Pág
ina 3
38
Pero la respuesta del conductor fue acicatear a los caballos y hacerlos
correr más rápido. Elizabeth sintió una creciente ola de pánico al darse
cuenta de que estaba en el carruaje del príncipe, conducido y rodeado por
servidores del príncipe.
Se asomó por la ventanilla para ver si era posible saltar fuera del carro,
pero iba demasiado rápido. Cuando el carro pasaba granjeros de camino al
mercado, ella les gritaba pidiendo ayuda, pero ellos se persignaban y se
hacían a un lado para dejar pasar al carruaje. Las expresiones en sus
rostros eran hoscas y hostiles, pero cuando escuchaban sus gritos, esas
expresiones mudaban por unas de horror y piedad. Una mujer,
determinada a ayudarla, corrió a acercarse cuando el carruaje desaceleró
para tomar una curva, le arrojo un collar de florecitas blancas por la
ventanilla y le dijo algo ininteligible, pero su gesto era claro: póngaselo
alrededor del cuello.
Elizabeth, aterrada por la forma en que la mujer le había mirado y por el
hecho de que luego de verla había comenzado a llorar, hizo lo que le dijo.
Al ponérselo, sintió un olor punzante y supo que las flores eran de ajo
silvestre.
Comenzó a recordar relatos extraños, cuentos populares que había leído
Pág
ina 3
39
en la biblioteca de Longbourn, historias de criaturas extrañas que se
alimentaban de los seres vivos y que rondaban los bosques de Europa,
mitad hombres, mitad bestias, hipnóticas y seductoras, pero peligrosas y
malignas; criaturas que mordían a sus víctimas para perforarles la piel y
beber su sangre; bestias a las que era posible mantener a raya con el ajo.
—No, no voy a pensar en eso —dijo Elizabeth en voz alta—. No son más
que historias, mitos, cuentos populares. No hay tal cosa como un vampiro.
Pero se aferró al collar y con la presión que ejercía al sostenerlo, trituraba
las delicadas flores.
El carro continuó su marcha tumultuosa y, cuando Elizabeth se dio
cuenta de que se dirigían al bosque, se apoderó de ella una terrible
sensación de pánico y tuvo miedo de los árboles que comenzaban a
vislumbrarse.
Debe haber algo que pueda hacer, pensó.
Buscó desesperada con la mirada a todo su alrededor y vio que su
escritorio de viaje estaba empacado debajo del asiento frente al suyo. Tan
pronto como pudo, lo sacó y abrió y, luego de mojar la pluma en la tinta,
comenzó a escribir:
Pág
ina 3
40
Mi queridísima Jane:
La mano me tiembla al escribir esta carta. Tengo los nervios deshechos y
estoy tan alterada que creo que no me reconocerías. Los dos últimos meses
han sido un espeluznante remolino de circunstancias extrañas y
perturbadoras, y el futuro…
Tengo miedo, Jane.
Si algo me pasa, recuerda que te quiero y que mi espíritu siempre estará
contigo, aunque quizás no nos volvamos a ver. El mundo es un lugar
sombrío y aterrador en donde nada es lo que parece.
Todo era tan distinto hace apenas unos meses. Cuando amanecí la mañana
del día de mi boda, me creí la mujer más feliz del mundo… ¿Pero de qué
sirven esos pensamientos ahora? Hubiera preferido evitarte este pesar, pero
corro un terrible peligro. No tengo a dónde dirigirme y tú, mi querida Jane,
eres la única persona en la que puedo confiar. Los servidores del príncipe
Ficenzi me han raptado y estoy escribiendo esta carta desesperada, desde
el carruaje del príncipe, porque no se me ocurre ninguna otra forma de
ayudarme. Pretendo arrojar esta carta por la ventanilla, con la esperanza de
que uno de los habitantes de aquí la vea. Y creo que se asegurarán de
Pág
ina 3
41
enviar la carta pues, gracias a Dios, tengo razones para suponer que si
pueden, me ayudarán.
Si esta carta te llega, pídele por favor a papá que pregunte por mi paradero,
empezando por la Villa Ficenci, cerca de Roma. Dile que no permita que lo
despachen con alguna excusa, pues sin duda el príncipe sabe a dónde me
están llevando y seguramente también sabe qué suerte me espera.
Cuando pienso en la enorme distancia que nos separa, temo que mi padre
llegará demasiado tarde, pero debe intentar y, si Dios quiere, querida Jane,
quizás podamos volver a vernos.
No hay tiempo para más, ya casi llegamos al bosque y debo dejarte.
¡Ayúdame, querida!
Elizabeth.
Dobló la carta y escribió la dirección en la parte de afuera luego, bajó la
ventanilla y arrojó la carta fuera. Y lo hizo a penas justo a tiempo, pues el
carruaje estaba entrando al bosque y de pronto los árboles se cerraron a
su alrededor y no hubo más personas a la vista. El mundo se volvió oscuro
Pág
ina 3
42
y misterioso, con sombras verdes, espectrales y malévolas, proyectadas
alrededor del carruaje. Los sonidos desaparecieron y el ambiente se tornó
denso y pesado.
Por fin llegaron a un claro en donde crecían grandes y exuberantes
helechos y del cielo llegaba un resplandor desvanecido, que le indicaba a
Elizabeth que era el atardecer, el momento nebuloso en el que los mundos
opuestos se tocan, la noche con el día y la oscuridad con la luz.
El carruaje se detuvo.
Elizabeth, que durante kilómetros había querido que el coche se detuviera,
ahora sentía pánico.
—¡Siga andando! —gritó ella llena de miedo—. ¡No se detenga! ¡Continúe!
Pero el carruaje no se movió.
Pág
ina 3
43
Capítulo 13
Transcrito por ALex Yop EO & Vannia
Corregido por LadyPandora
lizabeth miró desesperada a su alrededor y, bajo la brumosa
luz, vio que en medio del claro había una figura, un hombre,
de pie, inmóvil y en silencio. Su ropa era de satín, llevaba un
abrigo verde decorado con encaje de oro y pantalones verdes cosidos con
hilo de oro. Sobre la cabeza llevaba un sombrero de plumas y sobre la cara,
una
máscara. Era la máscara que había visto en el baile de Venecia y luego, en
un sueño. Era la máscara del hombre que se había apoderado de su
voluntad y la había llevado al pasado. Una sensación de horror le recorrió
el cuerpo. El miedo le subía por la espalda y su voluntad se paralizó. No se
podía mover; solo pudo observar como, con espantosa ceremonia, él le hizo
una reverencia y se quito la máscara.
Ahora lo reconocía, no era el príncipe, como lo temía, sino uno de sus
invitados. Era el hombre que había aparecido a su lado en la biblioteca
E
Pág
ina 3
44
cuando estaba viendo el libro de los grabados y cuando las paredes se
habían derretido.
Lo miró fijamente llena de miedo. Era un hombre de una hermosura
terrible y su cara resplandecía con una luminosidad pavorosa. Sus rasgos
eran tan suaves que parecían tallados en mármol; eran de una perfección
rígida y fría.
Él levantó el brazo y la llamó con la mano; la portezuela del carruaje se
abrió sola. Ella se movía conforme a la voluntad de él, así que salió del
carruaje y cruzó el bosque hasta llegar a dónde él estaba. Él le tomó la
mano y la besó en una especie de farsa de un saludo cortes.
De pronto, Elizabeth empezó a escuchar notas de música extraterrena y el
bosque comenzó a disolverse. Los árboles fueron remplazados por
columnas de mármol y el claro dio paso a un piso
de baile. Él la tomó entre sus brazos y comenzó a darle vueltas al compás
de un vals y luego, también la sala de baile se disolvió y estaban en las
calles de Venecia; había parranderos que los pasaban riendo y corriendo
por entre la luz de las antorchas y las góndolas y los canales. Luego, las
calles de Venecia desaparecieron y estaban de nuevo en el bosque, sólo
ellos dos, el carruaje y los servidores habían desaparecido.
Pág
ina 3
45
—Permítame presentarme —dijo mientras hacia una reverencia frente a la
mano de ella—. Es un honor conocerla, señora Darcy. Pero ¿cómo? No me
devuelve el saludo.
—No sé su nombre —dijo ella y, al hacerlo, se dio cuenta de que por lo
menos su boca si obedecía su voluntad.
—Entonces es preciso que se lo diga. Mucha gente me llama de diferentes
formas, pero usted puede llamarme esposo.
—Yo ya tengo un esposo —dijo ella.
Él sonrió con una sonrisa antinatural.
—Usted no tiene nada. Tiene un hombre que teme tocarla. Se casó con
usted, pero no la ha hecho su esposa; así que no es su esposo.
—¿Qué quiere conmigo? —preguntó ella.
—No quiero nada más que hacerla feliz —dijo en un murmullo mientras
caminaba alrededor de ella y le recorría la espalda, de hombro a hombro
con los dedos de la mano. Quiero darle lo que su corazón desea. Usted es
tan hermosa —dijo y se detuvo frente a ella. Luego, levantó su mano
blanca y fría, le tocó el pelo y continuó su caricia pasando sus dedos por
las mejillas y los labios de Elizabeth, con lo que provocó un escalofrió
helado en la espalda.
Pág
ina 3
46
—¿Quién es usted? —preguntó ella pasmada.
—Ya se lo dije —respondió él, posando su mano sobre el hombro de ella e
inclinando la cabeza para acercársele al cuello.
—¿Quién es usted? —preguntó ella.
—Soy un vampiro —respondió—. El más viejo de los viejos, el más antiguo
de un linaje antiguo. Soy el miedo y el horror.
Ella comenzó a temblar. Quería correr, pero no podía moverse. La voluntad
de él la mantenía inmóvil.
—Tan hermosa —dijo él reverencialmente mientras acercaba más y más la
cabeza hacia el cuello de ella—; tan madura, tan exquisita, tan llena de
vida; tan vital, tan saludable, tan llena de sangre.
Inclinó la cabeza y sus dientes rozaron la piel de ella…
…y del otro lado del claro, se escuchó una voz amenazante.
—¡Aléjese de ella!
Elizabeth volteó y vio a Darcy acercándose rápidamente al claro con una
mirada furiosa.
—Déjala ir —dijo Darcy con un gruñido—. Es mía.
El vampiro se rió.
Pág
ina 3
47
—¿Tuya? —dijo burlándose—. No es tuya. No has tenido la fuerza para
tomarla. No hay ningún aroma tuyo en su sangre, no hay ninguna señal
tuya en su piel.
—¡Aléjese de ella! —dijo Darcy amenazante.
El ánimo burlón del vampiro se tornó siniestro y detestable.
—No intentes interponerte entre mí y lo que por derecho me pertenece —
su voz estaba llena de amenaza, y con ella llegó la tormenta. De la nada,
aparecieron nubes negras que se desplazaban
por el cielo con terrible rapidez y que burbujeaban y rodeaban con horrible
malevolencia mientras se tragaban el cielo y las estrellas. Era una fuerza
voraz que retumbaba a lo largo del claro; su horror era inexplicable, era
una entidad apabullante e innombrable, una cosa vil, grotesca y muy vieja.
Darcy se vio obligado a retroceder y el vampiro sonrió.
—¡Ah! Ahora sabes quien soy —dijo y su voz fue tan repugnante como la
tormenta.
—¡No, no puede ser! —dijo Darcy con miedo y aversión—. ¡Está muerto! La
gente descubrió cuál era su ruina y lo destruyó.
—Una criatura de mi edad no muere fácilmente, a pesar de lo que crean
tus amigos.
Pág
ina 3
48
—Pero le prendieron fuego a su cuerpo con las antorchas cuando estaba
tan débil que no podía ni alimentarse…
—Me atacaron cuando estaba desamparado y se burlaron de mí —dijo—.
Sabían que mis hijos me habían abandonado y que no podía defenderme.
Se me acercaron, temerosos y dubitativos, y al ver que no los atacaba, se
volvieron valientes.
—«Envíenlo a la guillotina», gritaban. «Que vean que la guillotina también
tiene colmillos». Y ese fue su error. Me llevaron a un sitio de matanza y me
alimenté por la piel. Cuando me fortalecí, me levanté por encima de ellos,
elevado por alas poderosas. Se quedaron inmóviles de horror ante mí,
temerosos por lo que habían hecho y luego, caí sobre ellos y bebí con
placer goloso. Bebí y bebí; satisfice mi sed, mi piel revivió, mis huesos
recobraron su fuerza y seguí bebiendo hasta que volvía a cobrar un
aspecto de juventud y vigor. Cuando por fin terminé, salí del sitio de la
matanza y volví a la vida en todo su glorioso esplendor. Me fui a Paris y a
mis andanzas de siempre, para tomar parte en todos mis placeres
conocidos. ¿Y de qué me entero? Que había una novia en nuestra familia
pero que me la habían ocultado en lugar de habérmela enviado, como
corresponde a mi derecho. Ya ves, todavía tengo algunos amigos que me
Pág
ina 3
49
cuentan lo que sucede. Primero, pensé en tomarla, pero deseaba vivir la
emoción de la persecución. Así que la observé y la seguí. Mis buenos
amigos, que me son leales, me ayudaron en mi cometido. Y ahora estoy
aquí para reclamar mis derechos. Estoy aquí por mi droit de signeur.
—¡No! —dijo Darcy.
—¿No? Lo dices como si hubiera una alternativa. Toda novia vampiro debe
venir a mí. Debe ser mía antes de que pueda sentir el contacto de su
esposo.
—¡Nunca! —dijo Darcy—. ¡Déjela ir!
—¿Por qué, para que tú la disfrutes? —dijo con una sonrisa diabólica—.
No sabes como hacerlo. Eres débil, Darcy. Ella te deseaba, te necesitaba,
pero tu conciencia te prohibió probarla. La mía no tiene esos escrúpulos.
—No tiene conciencia —dijo Darcy con un gruñido, saltando hacia
adelante y mostrando sus colmillos.
A Elizabeth le vinieron los recuerdos como cascada: el momento en el que
la biblioteca se estaba transformando, se abría la puerta y ahí estaba
Darcy, primero sorprendido, luego enojado y después terrible.
Ahora sabía porque se había desmayado, y es que cuando Darcy había
gruñido, lo había visto tal como era.
Pág
ina 3
50
Había descubierto su horrible secreto y el impacto había sido demasiado
para ella. Pero ahora no era demasiado para ella.
Elizabeth corrió hacia uno de los bordes del claro y se quedó de pie junto a
los árboles por donde había aparecido Darcy. De la nada, apareció un
viento fuerte que impedía el avance de Darcy; pero él hizo un esfuerzo
firme y continuó su marcha inexorable hacia adelante, hacia el antiguo
vampiro. Luego, el viento se intensificó y Darcy ya no pudo continuar; lo
único que podía hacer era permanecer de pie. Y durante un momento
ambas fuerzas se quedaron trabadas, Darcy no podía continuar hacia
adelante y el viento no podía hacerlo retroceder. Luego, Darcy volvió a
avanzar, pero el viento repentinamente lanzó una ráfaga que lo tumbó y lo
hizo estrellarse contra un árbol al otro lado del claro. El árbol crujió y se
quebró con un sonido desgarrador y Darcy cayó al suelo ofuscado. El
vampiro saltó hacia él, llevado por el terrible viento, y con una mano lo
tomó del abrigo y lo levantó y, con la otra, lo agarró del cuello.
—¡No! —gritó Elizabeth mientras la mano del vampiro se cesaba… pero de
pronto, la mano del vampiro empezó a arder en llamas y no tuvo más
alternativa que dejar caer a Darcy. De la mano del vampiro, brotaban
nubes de humo negro que ascendían en espirales hacia el cielo.
Pág
ina 3
51
—¡Aahh! —gritaba horrorizado y se retorcía mientras de su mano seguían
saliendo nubes de humo negro.
Elizabeth corrió hacía Darcy, que estaba levantándose del suelo lo más
rápido que podía y tomados de la mano, se apresuraron hacía el caballo,
cuyos ojos estaban desorbitados por el miedo.
Él la subió en la montura y luego montó detrás de ella, soltó las riendas
que estaban atadas a una rama y le dio rienda suelta a su caballo.
No necesitaba que lo acicatearan, el odio y el horror que inundaban el
claro estaban ahuyentando a todas las criaturas. Los pájaros volaban
como dardos fuera de las ramas y piaban desesperados; los animales se
escabullían de sus madrigueras; los gusanos salían de sus hoyos en la
tierra. El suelo del claro estaba lleno de criaturas huyendo.
El caballo corrió, saltó arroyos y zanjas, serpenteó entre los árboles y entró
y salió de valles. Continuó hasta dejar los árboles atrás y hasta
encontrarse galopeando por sobre los caminos. Siguió por campos y
olivares hasta llegar al mar. Continuó a lo largo de la costa. Y siguió su
marcha hasta llegar a un valle lleno de verdes
colinas, con el mar de un lado y la campiña del otro. Y ahí, anidada en un
valle, había una casa pequeña y cuadrada y hacia allá se dirigió Darcy.
Pág
ina 3
52
Se acercaron por un camino tranquilo del campo y llegaron hasta las rejas
de hierro forjado que se abrieron en cuanto Darcy las tocó.
—Un pabellón de caza —dijo Elizabeth cuando, al entrar al camino
particular del pabellón, el caballo cambió de galope a trote—. ¿Es suyo?
—Sí —respondió él.
Elizabeth suspiró y se recargo sobre Darcy mientras el miedo terminaba de
salir de ella.
Se detuvieron frente al pabellón. Darcy desmontó, luego levantó a
Elizabeth y ella se deslizó grácilmente hasta el piso. Ninguno de los dos
habló sobre la revelación; todavía era demasiado terrible como para
discutirse. El caballo estaba temblando; los había llevado a lo largo de
varios kilómetros y estaba cubierto de sudor.
—Tengo que encargarme del caballo —dijo Darcy—, aquí no tengo mozos
de establo capaces de atender sus necesidades.
Elizabeth asintió comprensiva.
—Entre —dijo él y con una sonrisa añadió—, hay alguien adentro a quien
le dará gusto ver.
Elizabeth subió las escaleras y entró por la gruesa puerta principal.
Cuando estuvo en el recibidor, una mujer estaba bajando las escaleras y,
Pág
ina 3
53
para su sorpresa, vio que era su doncella.
—¡Annie! —exclamó.
—¡Ay, señora, esta a salvo! —dijo Annie.
—¡Y tú también! —dijo Elizabeth—. He estado tan preocupada por ti.
Cuando encontré las cartas temí lo peor.
—Y yo de usted. Se ve agotada. Aquí esta la sala de estar —y se dirigió a la
puerta para abrirla—. Voy a traerle té. No pensé que iba a encontrar té en
Italia, pero el señor lo mandó a traer especialmente para usted. Eso fue lo
que me dijo su criado.
Elizabeth entró, era una sala pequeña pero agradable. Tenía pocos
muebles, sólo un sofá raído y unas cuantas sillas desgastadas que, no
obstante, parecían cómodas. Pero no se sentó, pues había pasado mucho
tiempo en la montura, así que se quedó de pie junto a la
ventana y dejó sus ojos vagar mientras su mente intentaba acomodar lo
que recientemente había descubierto.
Annie volvió con el té.
—No esta tan bueno como el de casa, pero está caliente y le dará nuevo
bríos —dijo.
Elizabeth se lo tomó agradecida, y luego de beber dos tazas, se sintió lo
Pág
ina 3
54
suficiente refrescada como para preguntar:
—¿Qué fue lo que pasó, Annie?
A Annie no le hizo falta que le hicieran ninguna otra pregunta.
—Todo empezó cuando usted me dio la carta para que la enviara, justo
después de que se había desmayado —dijo Annie—. La llevé abajo, se la di
a uno de los lacayos y él dijo que se encargaría de enviarla al correo; un
momento después, me volví otra vez hacia él, para preguntarle cuándo iría
a la oficina postal y fue entonces cuando lo vi metiendo la carta dentro de
su chaqueta. Estaba a punto de decirle algo, pero me contuve. Él estaba
mirando furtivamente a su alrededor, así que supuse que algo estaba
pasando. Me hice hacia atrás para que no me viera y luego lo seguí para
saber qué iba a hacer con la carta, con el propósito de recuperarla.
Entró a su habitación y luego de un momento volvió a salir. Así que
seguramente la había escondido ahí. De modo que esperé a que se fuera,
entré a su habitación y busqué en su armario hasta encontrarla. Nunca se
me va a olvidar la imagen cuando la encontré, porque no era la única carta
que había, estaba hasta arriba de una pila entera de cartas, todas sus
otras cartas envueltas en un paquete.
—¿Era el lacayo que contratamos en París cuando nuestro lacayo se
Pág
ina 3
55
enfermó? —preguntó Elizabeth.
—Sí, era él. Uno de nuestros hombres nunca hubiera hecho algo así. Total
que puse las cartas en la bolsa de mi mandil y fui a buscarla para
contárselo, pero entonces vi que estaba con el príncipe y dudé. No quise
que el príncipe me escuchara, señora; porque no confiaba en él. Los
rumores en el recibidor de la servidumbre decían que había heredado la
villa de un primo suyo, pero que ese primo se había muerto
repentinamente, que un día estaba sano y fuerte y que al otro había
muerto. La explicación fue que había sufrido un accidente, pero nadie
nunca vio el cuerpo, y tampoco el accidente, aunque seguramente debía
haber personas en el camino cuando ocurrió. Y luego, apareció el príncipe
para reclamar la herencia. Los sirvientes dicen que asesinó a su primo por
la herencia, que lo envenenó y ocultó el cuerpo. Dicen también que el
príncipe tiene un amigo que es mucho, mucho peor que él y que lo más
probable es que él estuviera detrás de todo esto. Al principio no hice caso,
pensé que eran chismes, pero cuando encontré sus cartas me puse a
pensar. El lacayo no las hubiera ocultado por sí mismo; ¿para qué? Así
que alguien debía estarle pagando para que lo hiciera, el único que podía
hacer algo así según yo, era el príncipe.
Pág
ina 3
56
—Así que inventaste la excusa de los pañuelos para asegurarte de que yo
viera dentro de mi valija —dijo Elizabeth.
—Sí, señora, fue lo único que se me ocurrió en ese momento. Volví a su
habitación y guardé las cartas del pasillo. Los escuché detenerse fuera de
la puerta y cuando el picaporte dio vuelta me asusté y me deslicé por la
puerta que conectaba con la habitación del señor Darcy. Y qué bueno que
lo hice. Luego, escuché al lacayo entrar la habitación junto con el
conductor del carruaje y, por lo que dijeron, supe que me estaban
buscando. No querían que yo la ayudara.
Luego, uno de ellos caminó hacia la puerta de conexión y la cerró; «Para
que no nos molesten», dijo. Y yo pensé, «Es demasiado tarde para eso, ya
escuché todo lo que dijeron».
Pensé que lo mejor era quedarme ahí hasta que regresara el señor Darcy,
pero el conductor se burló del lacayo por haber cerrado la puerta y le dijo
que no corría ningún peligro, pues el príncipe tenía hombres en los
establos esperando al señor Darcy.
No sabía qué debía hacer y como usted parecía estar bien, creí que lo
mejor sería avisarle al señor Darcy. De modo que fui a esperarlo un poco
más allá de los establos y le conté lo que había sucedido. Me dijo que no
Pág
ina 3
57
me preocupara, que él la iba a cuidar y me dijo que me fuera al pabellón
con su criado, que él conocía el camino. Me dijo también que le enviara un
mensaje a su criado con uno de nuestros mozos de establo y así lo hice. Y,
bueno, aquí estamos.
—¿Y qué hay con el resto de la comitiva? —preguntó Elizabeth—. ¿Dónde
están?
—Se fueron de regreso a Venecia, al palazzo, por órdenes del señor —
respondió Annie—. Nunca me alegró tanto ver a alguien como cuando la vi
a usted cabalgando hacia acá.
—Y aquí estoy, a salvo, gracias a ti —dijo Elizabeth—. Sin tu ayuda… —
dijo y se estremeció.
—No vale la pena pensarlo —dijo Annie.
—No —dijo Elizabeth—. Nunca podré agradecerte lo suficiente.
—Me alegra que esté a salvo, señora.
Annie se llevó la charola con el té de regreso a la cocina y, por fin,
Elizabeth se sentó en el sofá, pero estaba demasiado inquieta para
permanecer sentada mucho tiempo. Todo lo que recién había pasado era
una pesadilla: el viaje en el carruaje, el hombre de la máscara y ver a
Darcy con… a Darcy con… colmillos.
Pág
ina 3
58
Todas las historias que había escuchado sobre vampiros y que en Meryton
le habían parecido simplemente increíbles, ahora le murmuraban con
terror siniestro y cobraban un nuevo aspecto de horror. Ahora sabía por
qué Darcy no la había hecho su esposa. Ahora
sabía cuál era el secreto que había entre ellos, la verdad que él no se
atrevía a decir.
Qué rara su suerte, conocer a un hombre que al principio le había
desagradado; luego, tener que cambiar todas sus opiniones respecto a él y
darse cuenta de que lo amaba y ahora, descubrir que era una criatura de
la noche. Y quién sabe qué más le deparaba el destino todavía.
Se escuchó el chirriar de la puerta y ella levantó la mirada; era Darcy.
Era el mismo y, a la vez, otro distinto. Estaba desaliñado por la larga
cabalgata. Se había quitado el abrigo y llevaba sus pantalones y su camisa
blanca con pechera plisada, desfajada y húmeda por el esfuerzo. Su pelo
revuelto y sus ojos desorbitados. Se paró frente a ella, enteramente
vulnerable, pues no sabía si ella lo iba a aceptar o a rechazar. Elizabeth
impulsivamente extendió la mano hacia él. Él luchó consigo mismo por un
momento, pero luego la restricción cedió y caminó con grandes paso
rápidos a lo largo de la sala hasta ella y la miró fijamente, como si en sus
Pág
ina 3
59
ojos pudiera leer las respuestas a los misterios del universo. Luego, la
tomó por detrás de la cabeza y la besó con total abandono, disolviéndose
en ella, fundiéndose con ella… hasta que le mordió el labio y de su boca
salió una gota de sangre. Todo su cuerpo se estremeció, como si lo hubiera
recorrido una sacudida de electricidad y hubo un cambio en él, una oleada
estrepitosa de hambre, un ansia de necesidad tribal y corrió lejos de ella
atormentado.
—¿Qué he hecho? —dijo horrorizado—. Ay, amor mío, ¿qué he hecho? La
asusté. Está temblando —caminó hacia adelante, pero luego se detuvo con
un esfuerzo de la voluntad y se obligó a desandar sus pasos—. Nunca
quise que fuera así. Creí que no era necesario que lo supiera jamás. Creí
que podía mantenerlo oculto de usted, creí que podíamos ser felices y,
quizás, si las cosas hubieran sido distintas, si hubiera sido lo que creí que
eran… Pero no debí haber corrido el riesgo, nunca debí haberla arrastrado
a esta pesadilla. Lo lamento tanto Elizabeth. La quería tanto, que me
engañé y creí que era posible. Pero no lo es. Nunca lo seré.
—Darcy…
—He querido decírselo tantas veces. Cuando me preguntaba qué pasaba,
intentaba decírselo, pero no me era posible encontrar palabras, e incluso si
Pág
ina 3
60
las hubiera encontrado, no tenía el derecho de despojarla de su mundo
conocido y seguro. ¿Cómo pude arrastrarla a un mundo de semejantes
pesadillas? Un mundo más profundo, más oscuro, en el que las criaturas
acechan la noche. No fue mi intención lastimarla. No fue mi intención que
supiera. Nunca quise hacerle esto, hacerla temer, ni verla temblar…
—No estoy temblando de miedo, estoy temblando de alivio —dijo con la
garganta cerrada—. Si supiera lo que he estado pensando, los
pensamientos oscuros que han plagado mi alma. Pensé que era algo
mucho, mucho peor. Creí que no me amaba.
Él la miró incrédulo.
—¿Creyó que no la amaba? —Se quedó de pie, asombrado. Luego se acercó
a ella con un solo paso y le acarició el pelo—. La amo hasta la locura.
Pensé que iba a enloquecer estando con usted todos los días y sin poder
tocarla. Si sólo supiera cuánto he añorado poder hacer esto, sentir su piel,
pasar mis manos entre su pelo y sobre su cara, sentirla, tocarla, estar con
usted… pero no podía, no podía. Fue distinto cuando nos casamos. Pensé
que mientras no la mordiera, usted nunca se convertiría y que podía
ocultarle mi naturaleza; creí que podíamos vivir juntos en Pemberley y que
no era necesario que usted lo supiera, jamás. Pero el día de la boda supe
Pág
ina 3
61
que había una posibilidad, una simple posibilidad de que usted se
convirtiera en un vampiro si yo la hacía mi esposa.
—La expresión de tormento —dijo Elizabeth, recordando—, eso fue lo que
la causó.
—Sí.
—Fue uno de los mensajes —dijo ella, luego de caer en cuenta que eso
debió haber sido.
—Sí, estaba entre los mensajes de felicitaciones. En ese momento no sabía
si era cierto; podía ser una broma cruel, diseñada para destruir mi
matrimonio, pero tenía que saberlo con certeza. Así que fue por eso que la
traje a Europa, para consultarlo ampliamente con personas que quizás lo
sabrían.
—¿Y lo sabían?
—No, amor mío. Nadie lo sabe con certeza. Y mientras haya una sola
posibilidad de que yo la convierta si estamos juntos, ése debe ser nuestro
último beso. Si tengo que estar con usted, día tras día, antes o después, mi
fuerza de voluntad va a sufrir un desliz y podría usted terminar siendo
como yo, una criatura de la noche. Tiene que alejarse de mí.
—No —dijo ella resuelta—. Nunca lo voy a dejar. Estamos juntos por
Pág
ina 3
62
siempre. Pase lo que pase, sólo hay un lugar en el que quiero estar, y ése
es cerca de usted.
Él le tomó la mano y le besó la palma, con lo que provocó un cálido
estremecimiento en todo el brazo de Elizabeth. Los párpados de ella se
cerraron y sus extremidades se sintieron pesadas y lánguidas. Luego, lo
sintió inclinarse hacia ella y, por un momento, se quedó inmóvil, pues
sabía que estaba ante un animal predador; pero instintivamente inclinó la
cabeza y expuso el cuello. En una esquina recóndita de su mente,
Elizabeth sabía que era peligroso, pero ya no le importaba. Sentía su
aliento cada vez más cerca del hermoso arco de su cuello y luego, sintió el
suave tacto de sus labios sobre su piel. No se quitó, estaba hipnotizada por
él y sabía que sería incapaz de resistirse a su mordida.
Darcy hizo a un lado los mechones de pelo que le caían a Elizabeth sobre
el cuello y sus labios volvieron a encontrar su piel. Él emitió un murmullo
al que respondió la sangre de ella siguiendo su curso por sus venas. Y en
eso momento, se escuchó el tronar de los leños al fuego. El sonido rompió
el hechizo y él se alejó del cuello de ella a su pesar, lentamente y con toda
la fuerza de su determinación.
Sus manos permanecieron sobre los hombros de Elizabeth hasta que con
Pág
ina 3
63
un gruñido, logró separarlas de ella. Sus ojos estaban llenos de dolor y su
cuerpo se retorcía de agonía, pero se obligó a caminar hasta el otro lado de
la chimenea, en donde se desplomó sobre una silla ya lejos de la tentación.
Conforme él se alejó, los sentidos de Elizabeth se despejaron y ella volvió a
recargarse sobre sus talones.
—Es por eso que debe alejarse —dijo él en voz baja y pesarosa—. Nosotros
los vampiros somos fascinantes; de modo que si yo pierdo el control, usted
no tendrá otra alternativa más que rendirse. Si hubiera… ¿De qué sirven
ya los hubiera? Le permití hacerme esto y está hecho.
—Ya antes había dicho algo así —dijo Elizabeth, recordando la vez que
había dicho algo similar, cuando estaban huyendo del castillo del conde—.
¿Alguien lo convirtió en vampiro? ¿Es eso lo que está diciendo? ¿Así que
antes era humano?
—Sí, hace mucho, mucho tiempo.
—¿Cómo sucedió?
Él no dijo nada.
—Quiero saberlo —dijo ella.
—Muy bien. Por lo menos eso se merece. Pero tiene frío —dijo él al verla
temblar—. Necesita una comida caliente —tocó la campana y, al llamado,
Pág
ina 3
64
respondió uno de los sirvientes del pabellón. Darcy le dio instrucciones y el
hombre hizo una reverencia y se retiró—. Primero comeremos algo y luego
se lo contaré todo.
Pág
ina 3
65
Capítulo 14
Transcrito por estereta & Vannia
Corregido por Ladypandora
os sirvientes regresaron para avisarles que la cena estaba lista.
Darcy condujo a Elizabeth al comedor, en donde ya estaban
puestos sus dos lugares. El brillo de los cubiertos de plata
resaltaba contra el color de la madera oscura de la mesa. Había sillas
dispuestas de forma extraña a cada lado y una estufa de leños encendida a
un lado del comedor. El fuego de la chimenea resplandecía con el
movimiento caprichoso de las llamas.
Uno de los sirvientes sostuvo las sillas mientras Elizabeth y Darcy se
sentaban y luego llevó una procesión de bandejas de plata al comedor. No
fue sino hasta que las vio y olió el aroma de carne asada y verduras que
Elizabeth se dio cuenta de lo hambrienta que estaba. No había comido
nada desde el desayuno, en la mañana, y el día había estado lleno de
miedo y angustia. En cuanto le sirvieron el plato, tomó el tenedor y el
cuchillo y Darcy le pidió que comiera.
Elizabeth no necesitó que le insistieran; las manos le estaban temblando
L
Pág
ina 3
66
por todo lo que había sucedido durante el día y conforme se metía bocados
de comida caliente a la boca, iba sintiendo que la energía y la fuerza fluían
de nuevo dentro de ella.
Él la miraba amorosamente y seguía con la mirada el subir y bajar del
tenedor, del plato a la boca, y cada vez que ella abría los labios, los ojos de
él se abrían un poco más, como si quisiera poder ver lo más posible de ella.
Él permaneció sentado en silencio mientras ella comía y no habló sino
hasta que ella hubo terminado su copa de vino.
«—Fue en el año 1665 —dijo—, el año de la Peste Negra. La plaga se
dispersaba desenfrenadamente por las calles de Europa cobrando miles de
vidas. Ningún lugar era seguro. Los pueblos, las aldeas y las ciudades se
infestaron con su toque terrorífico. Había pánico en las calles y se evitaba
a todo aquel que tuviera los signos de la plaga. Las casas en las que
alguien se hubiera contagiado, las marcaban con cruces y, en muchas
ciudades, los muertos superaban a los vivos.
»Yo estaba en Londres cuando comenzó. Mi familia pertenecía a la clase
media con propiedades y estaba vinculada a la nobleza sin ser noble por sí
misma. Teníamos una casa en la ciudad y una propiedad en el campo. Mi
padre estaba buscando un ascenso y decidió que nos mudáramos a la casa
Pág
ina 3
67
de Londres durante un año. Poco después de que llegamos hubo un brote
de la plaga, pero no parecía demasiado alarmante. Había aparecido en una
de las áreas más pobres de Londres, y no se esparció a ningún otro lado de
la ciudad. Pero eso cambió cuando llegó el verano. Fue uno de los veranos
más calientes que ha habido. El calor quedaba atrapado entre los edificios
y la plaga prosperó bajo esas condiciones de calor sofocante y se esparció
por toda la ciudad. La corte se mudó al palacio de Hampton Court y la
nobleza comenzó a trasladarse hacia sus propiedades en el campo.
Nosotros permanecimos en Londres hasta que el benefactor de mi padre
decidió retirarse a Northumberland. Entonces, mi padre determinó que lo
mejor era irnos a la propiedad que teníamos en el campo. Hubo mucho
ajetreo en la casa; todavía lo recuerdo: los sirvientes corriendo de arriba
abajo, mi madre supervisando todo y, mientras, Georgiana jugaba en el
jardín con su muñeca.
»Cuando todo estuvo empacado, subimos al carro y emprendimos la
marcha en dirección al campo. Desafortunadamente, todos los demás
habían pensado igual que mi padre. Parecía que todo Londres estaba
mudándose. Las calles estaban atestadas de carruajes y nos movíamos a
la velocidad de los caracoles y, entonces, el movimiento se detuvo
Pág
ina 3
68
definitivamente. El alcalde había cerrado las puertas de la ciudad en
respuesta al pánico. Las únicas personas a las que se les permitía salir
eran aquellas que llevaran un certificado que asegurara que estaban en
buenas condiciones de salud.
»Así que, cuando fue evidente que no íbamos a poder continuar nuestro
viaje, simplemente nos regresamos. Mi padre procuró conseguir un
certificado para nosotros en el que se aclarara que estábamos libres de la
enfermedad. Tenía amigos en altos cargos y, luego de un día entero de
buscarlos para pedirles su ayuda, cosa difícil, puesto que quedaban muy
pocos de ellos en la ciudad, regresó a casa satisfecho. Le habían prometido
un certificado, y él le dijo a mi madre que en unos días más podríamos
emprender el viaje nuevamente.
»Pero antes de que le otorgaran el certificado, cayó enfermo. De inmediato
supimos de qué se trataba. Mi madre llamó al médico, pero ninguno de los
remedios que le recetaron surtió efecto. Entonces supimos que no había
nada que hacer más que mirar y esperar. Mi madre lo atendió leal y
amorosamente hasta que también ella se contagió, y Georgiana y yo
vivimos sus procesos de enfermedad y los vimos morir. Supuse que pronto
sería mi turno de contagiarse y que no quedaría nadie para cuidar de
Pág
ina 3
69
Georgiana. Ese pensamiento me puso en marcha. Empaqué unas cuantas
cosas y comida, y emprendí de nuevo el viaje con mi hermana con la
esperanza de que pudiéramos escabullimos por las puertas de la ciudad y
de llegar a la seguridad del campo.
»Las calles de Londres estaban vacías y, al llegar a las puertas de la ciudad,
nos escondimos hasta que se acercó una procesión de carruajes de la
nobleza. Mientras los guardias examinaban la documentación, Georgiana y
yo nos metimos en el carruaje del medio y logramos pasar las puertas de la
ciudad como parte de la comitiva de nobles. Una vez que estuvimos en el
campo, saltamos del carruaje, comimos algo de lo que llevábamos y luego
emprendimos la caminata en dirección a nuestra propiedad, hacía el
norte.»Sabía que viajaríamos muy lentamente, pero creí que llegaríamos
antes del invierno. Yo atrapaba peces en los ríos para que comiéramos y
recogíamos frutas y bayas en los campos y de los arbustos. Dormíamos al
aire libre; evitábamos pasar por los pueblos, pues no sabíamos hasta
dónde se había esparcido la plaga y tampoco sabíamos si nosotros
estábamos infectados y podíamos contagiar a otros. Cuando llovía, nos
refugiábamos en graneros. Una noche de tormenta en la que no había
ningún granero a la vista, dimos con el camino particular para carruajes
Pág
ina 3
70
de una casa. Mi hermana se veía cansada y tenía frío, y no habíamos
comido en todo el día. Como ya estábamos muy lejos de Londres, decidí
correr el riesgo de acercarme a la casa para ver si alguien nos daba algo de
comer.
»Al doblar la esquina, vi que no había luz en las ventanas. Primero me
desalenté, pero luego pensé que quizás era mejor que la casa estuviera
deshabitada. Encontré una ventana a la que se le había roto el picaporte,
en la parte trasera de la casa, y pronto estuvimos dentro. Había algo de
comida en la alacena, un poco de queso y unas cuantas manzanas, y yo
tomé algunos huevos del gallinero que estaba afuera. Comimos hasta
saciarnos y luego subimos y, por primera vez en semanas, vi a Georgiana
dormirse en una cama.
»A la mañana siguiente quise que continuáramos el viaje; pero Georgiana
era todavía una niña y estaba agotada por todo el esfuerzo del viaje y por el
pesar de la muerte de nuestros padres, que frecuentemente la hacía llorar.
Era necesario que continuáramos para poder llegar a nuestra propiedad,
pero decidí que podíamos quedarnos ahí durante unos días en lo que
Georgiana se reponía. Yo atrapaba conejos, palomas y peces y Georgiana
recogía fruta y hierbas; con eso, con lo que sobraba del queso y los huevos,
Pág
ina 3
71
sobrevivimos.
»Yo intentaba animar a Georgiana con la idea de llegar a ver a nuestra
querida nana y, finalmente, me dijo que estaba lista y decidimos ponemos
en marcha a la mañana siguiente.
»Pero al llegar la mañana, Georgiana estaba enferma y yo vi, alarmado, que
los síntomas de su cuerpo eran los de la plaga.
»Fue un momento horrible. Yo había creído que nos habíamos librado,
pero estaba decayendo muy rápidamente, y para empeorar la situación, en
ese momento volvió la dueña de la casa.
»Por la tarde, escuché el carruaje. Había pasado tanto tiempo sin que
hubiera escuchado los sonidos de los quehaceres humanos que, por un
momento, no supe lo que era, pero en cuanto lo identifiqué, me escondí.
Caminé a gatas hasta la ventana y me asoné para ver cuántas personas
venían.
»Cuando el carruaje se detuvo frente a la casa, salió una mujer. Estaba
vestida espléndidamente, se trataba, sin duda de una mujer de rango y a
la moda y estaba acompañada de una niñita delgada y demacrada. La
perdí de vista en cuanto entró al pórtico y supe que estaba entrando a la
casa; me llené de miedo. Me dirigí a toda velocidad hacia la puerta, con la
Pág
ina 3
72
intención de subir y proteger a Georgiana, pero oí voces en el recibidor y
me escondí detrás del sofá, con la esperanza de que la mujer no entrara al
salón. Pero no fui lo suficientemente rápido y me vio.
»—Vaya, ¿qué tenemos aquí? —dijo ella al entrar al salón.
»Si hubiera estado solo, hubiera corrido, pero Georgiana estaba arriba y no
podía irme. Me puse de pie y le dije a la mujer que no tenía ninguna mala
intención. Le dije que me había resguardado en su casa durante una
noche y que iba a continuar mi viaje.
»—¿Estás solo? —me preguntó.
»Le dije que sí, pero mis ojos me traicionaron y ella siguió la dirección de
mi mirada: arriba. Me agarró de las muñecas y me llevó consigo por el
recibidor y escalera arriba; la niñita pálida venía detrás de nosotros. No
fue necesario que me preguntara a dónde dirigirse, pues se escuchaban los
lamentos de Georgiana.
»La mujer entró a la habitación donde estaba Georgiana y al verla dando
vueltas inquieta sobre la cama, se dio cuenta de que estaba a punto de
morir. Yo esperaba que la mujer retrocediera, pero en lugar de eso se
quedó en donde estaba, y tampoco detuvo a su hija cuando se acercó a
Georgiana y le tomó la mano. De inmediato, Georgiana dejó de revolcarse,
Pág
ina 3
73
abrió sus ojos y dibujó una leve sonrisa. Hubo una conexión instantánea
entre las dos niñas.
»—Ten, si quieres, puedes abrazar a Evelina —le dijo la niña pálida a mi
hermana al tiempo que le pasaba su muñeca.
»Yo esperaba que la mujer agarrara la muñeca para impedir que Georgiana
la tocara, pues la gente estaba aterrorizada por la posibilidad de contagio
en ese tiempo, pero no lo hizo, y cuando me volví para verla, vi que tenía
lágrimas en los ojos.
»Subió la mirada para evitar que las lágrimas le rodaran y adoptó un modo
enérgico.
»—¿Quieres que salve a tu hermana? —me preguntó—. Puedo salvarla si
quieres.
»—¿Es usted médico? —le pregunté.
»—No —me respondió—. Soy un vampiro.
»Pensé en todas las historias que había escuchado, pero no tuve miedo.
Había visto la forma en que miraba a su hija y era la misma forma en que
mi madre miraba a Georgiana.
»—¿Si la salva también ella se hará vampiro? —le pregunté.
»—Sí; pero debes apresurarte, le queda poco tiempo. Si te tardas
Pág
ina 3
74
demasiado, no podré salvarla. Nadie podrá hacerlo.
»Me volví a ver a mi hermana.
»—Georgie —le dije—, esta señora puede salvarte, pero si lo hace, te vas a
volver como ella: te vas a convertir en un vampiro.
»También Georgiana había escuchado historias al respecto y miró
nerviosamente a la mujer y luego a la niña.
»—¿Eres un vampiro? —le preguntó.
»Sí —respondió la niña.
»Mi hermana volteó a verme y asintió.
»—Muy bien —le dije a la mujer—. Pero sólo si también me convierte a mí.
»Ella me miró con agudeza.
»—No tienes ningún síntoma de la plaga —me dijo.
»—A donde vaya Georgiana yo he de seguirla. Le prometí a mi madre que la
mantendría a salvo y no lo podría hacer si ella sigue viva mientras yo
envejezco y muero.
»—Pues entonces mi Annie tendrá dos compañeros de juegos en lugar de
una —dijo y añadió pensativa mientras me miraba—: y con el tiempo…
quizás… ¿quién sabe?
Pág
ina 3
75
»Se movió con tanta rapidez que no distinguí lo que hizo, y luego vi las
marcas de una perforación en el cuello de mi hermana. La mujer se volvió
en dirección a mí, con los colmillos escurriéndole rojo y, en un instante,
me perforó el cuello».
—¿Así que eso es lo que son tus cicatrices en el cuello? —dijo Elizabeth
pensativa—. Las vi cuando nadamos en el lago.
—Sí. Nunca sanaron, aunque, por lo general, quedan ocultas bajo mi fular;
pero nunca van a sanar.
Darcy se quedó en silencio. Su cara se ensombreció y Elizabeth
permaneció sentada mirándolo: sus bellos rasgos se acentuaban por la luz
tenue, su mirada misteriosa. Elizabeth pensó en todas las cosas que él
debía haber visto en sus siglos de vida: el nacimiento y la caída de
naciones, las vidas y muertes de reyes… Pensó en él viviendo en Pemberley
durante siglos y se preguntó cómo era que nadie se había dado cuenta de
la permanencia de su vida.
Al verla mirándolo, él alargó su mano hasta ella, sobre la mesa y luego se
retractó.
—No tengo derecho a tocarla —dijo.
—Tiene todo el derecho. Es mi esposo.
Pág
ina 3
76
—¿Todavía?
—Sí, todavía. Lo amo, Darcy, nada puede cambiar eso.
Ella tomó la mano de él y él la estrechó agradecido, devolviéndole el gesto.
—Pero no está comiendo —le dijo él.
Era cierto. Ella se había terminado su sabroso plato de carne y verduras y
estaba ahí, vacío frente a ella. Él se puso de pie y jaló la cuerda de la
campana que estaba junto a la pared y luego volvió a su lugar en la mesa.
—No se ha terminado su comida —dijo ella mientras miraba su plato.
Él vaciló.
—No —respondió.
—¿Come? O ¿come… otras cosas? —le preguntó y un escalofrío le recorrió
el cuerpo.
—No, eso nunca —respondió él luego de haberle leído la mente—. Elegimos
lo que comemos. Hay quienes se alimentan de los humanos, pero
Georgiana y yo nunca lo hemos hecho; satisfacemos nuestra sed de otras
formas.
Elizabeth recordó algo que había escuchado en Venecia. Recordó a Sophia
diciendo «La gloria se ha terminado. Los buenos días se han ido. No hay
lugar en el mundo para nosotros, no a menos de que volvamos a tomarlo,
Pág
ina 3
77
y eso derramaría mucha sangre. Hay quienes lo harían, pero yo amo a los
seres humanos y no puedo acabar con sus vidas, ni siquiera para
restaurar lo que se perdió. Y sin esa crueldad, la gloria se desvanece y la
fuerza se pierde».
Ella había creído que Sophia se refería a la caída de Venecia y al conspirar
de algunos para derrocar a los franceses con derramamiento de sangre,
pero ahora entendía.
—Sophia es vampiro, ¿verdad? —dijo Elizabeth.
—Sí —respondió Darcy.
—¿Y los demás que conocí en Venecia?
—Muchos sí.
—¿Así que por eso querían hacer un baile de disfraces: les recuerda su
propio pasado, su propia juventud?
—Sí.
Elizabeth pensó en la hermosa ropa. No había pasado de generación en
generación como había creído; la habían guardado sus propios dueños.
—Y es por eso que sabía los pasos de la gallarda. Ya la había bailado. Y
Sophia, como usted, eligió no cazar humanos.
—Todos mis amigos, todos mis amigos vampiros, han tomado la misma
Pág
ina 3
78
decisión. Sólo aquellos que deciden encaminarse a la maldad o aquellos
que son convertidos por un vampiro maligno, en contra de su voluntad,
cazan humanos —dijo él.
—Vampiros malignos —dijo Elizabeth y se estremeció al recordar su
experiencia—. ¿Quién era el vampiro del bosque?
—Respecto a su identidad, nadie sabe. Él es uno de los más viejos de
nosotros, es un Antiguo, pero no sabemos cómo se convirtió.
—¿Cree que nos encuentre aquí?
—Espero que no. Estamos bien escondidos y no sabe que poseo este
pabellón. Además, está herido. Permanecerá oculto para recuperarse y lo
más probable es que no salga sino hasta dentro de muchos años.
—¿Tanto?
—Un año no es nada para un vampiro —dijo él.
La puerta se abrió y los sirvientes regresaron. Sus pisadas suaves eran
casi mudas sobre la alfombra.
—Un poco de fruta y queso, y cualquier otra cosa que tengan para agradar
a mi esposa —les dijo Darcy mientras recogían los platos.
Pronto regresaron con una bandeja con pan y queso y varios racimos de
uvas. Colocaron la comida cerca de Elizabeth y le pusieron un plato limpio
Pág
ina 3
79
en su lugar; siempre con movimientos respetuosos. Ella tomó una uva, y la
separó de su racimo y se la llevó a la boca.
—¿Y la gente en Pemberley? ¿Lo sabe? —le preguntó.
—Algunos de los sirvientes sí.
—¿La señora Reynolds? Dijo que lo conocía desde que usted tenía cuatro
años.
—Ella era nuestra nana. Nos estaba esperando cuando volvimos a nuestra
propiedad, a donde nos llevó lady Catherine; fue ella quien nos convirtió.
También ahí se había esparcido la plaga y los otros sirvientes habían
huido, pero la señora Reynolds se había quedado. Al vernos, nos dijo que
nos mantuviéramos alejados de ella, pues creyó que nos iba a infectar,
pero lady Catherine le ofreció la misma elección que a nosotros y la señora
Reynolds aceptó.
Elizabeth asintió. Tomó un cuchillo y cortó un trozo de queso y lo comió
con un poco del pan rústico y luego comió más uvas.
—Si estaba vivo en 1665, entonces debe tener ciento cincuenta años —dijo
Elizabeth pensativa—. Y en todo ese tiempo nunca estuvo casado. ¿Nunca
hubo una señora Darcy?
—No, ni una vez —dijo él.
Pág
ina 3
80
—Por la maldición —dijo ella.
—No —dijo él con simpleza—, porque no la había conocido a usted.
Él acarició con sus dedos el dorso de la mano de ella y con su pulgar, le
acarició la palma; luego, levantó la mano hasta sus labios y la besó
amorosamente.
—¿No hay nada que podamos hacer? —preguntó ella—. ¿No hay forma de
cambiar las cosas? ¿De deshacer lo hecho?
—No —respondió él, con una profunda mirada de tristeza—. Ninguna.
Los sirvientes se inquietaron.
—¿Terminó? —le preguntó a Elizabeth.
—Sí —respondió ella.
—Entonces vayamos al salón y dejemos que los sirvientes recojan.
—Desearía… —dijo Elizabeth mientras se retiraban.
—¿Sí?
—Quisiera que pudiéramos olvidar todo esto, aunque fuera por un día, o
dos.
—Entonces lo haremos, aunque sea por unos días —dijo él con una
sonrisa—. Seamos simplemente el señor y la señora Darcy como se supone
Pág
ina 3
82
Capítulo 15
Transcrito por LadyPandora & Linda Abby
Corregido por Anaid
na vez resguardados en el pabellón de caza, y lejos de todo,
Elizabeth estuvo más contenta de lo que había estado desde
el día de la boda. Ella y Darcy, olvidados temporalmente de
los problemas que los aquejaban, se paseaban por los jardines en las
primeras horas de la mañana, cuando el pasto estaba lleno de rocío y el
aire estaba fresco y limpio. Se deleitaban con las flores que, aunque
estaban menos vigorosas que al principio de la estación, todavía estaban
floreciendo. Platicaban de muchas cosas, de su niñez y de sus familias y,
como todos los recién casados, de sus esperanzas y de sus sueños.
Charlaban de todos los temas menos de uno pues, por el momento, lo
estaban evitando.
En las horas más calientes, durante el medio día, se quedaban dentro, se
sentaban en el pórtico sombreado y comían aceitunas y otras exquisiteces.
Más tarde, cuando el calor comenzaba a disiparse, se aventuraban más
lejos para oler el dulce aroma de la hierba y caminaban a lo largo de los
U
Pág
ina 3
83
arroyos o paseaban bajo las sombras de los álamos de Lombardía, que se
erguían como centinelas en guardia en los campos.
—Mañana traeremos comida para comer aquí afuera. Hay un lugar que
quiero mostrarle —dijo Darcy.
Al día siguiente, se pusieron en marcha antes de que hiciera demasiado
calor y recorrieron un camino en el campo hasta llegar a un sendero que
conducía hacia un risco, desde cuya cima se veía el mar. Ahí, había un
pequeño bosque de árboles y sus ramas extendidas proyectaban una
buena sombra. Cuando el viento agitaba las hojas, se reflejaba una luz
moteada que bailoteaba en el suelo y formaba patrones siempre
cambiantes sobre la hierba. Cerca de ahí había un arroyo, y el sonido del
paso del agua sobre las piedras era refrescante.
Darcy extendió el tapete, se sentaron y desempacaron la buena comida
que llevaban desde casa: pan, queso, carnes frías, pastelillos,
racimos de uvas y vino dulce. Comieron a placer, disfrutando de la vista y
de la novedad de comer al aire libre. Cuando terminaron, Elizabeth se
recostó y colocó la cabeza sobre el regazo de Darcy y él le acarició el pelo y
la besó suave y gentilmente. Estuvieron un buen rato así, charlando sobre
sus planes para Pemberley.
Pág
ina 3
84
—Cuando volvamos a Inglaterra, me gustaría que pintaran su retrato. He
pensado en ello durante mucho tiempo, desde la vez que caminó hasta
Netherfield cuando Jane estaba enferma. Fue Caroline quien sugirió la
idea, aunque lo hizo para ridiculizarme, porque se dio cuenta de que yo
estaba interesado en usted. Primero me dijo que colgara en la galería un
retrato de sus tíos, los Phillip, junto al de mi tío abuelo, el juez, y luego me
dijo que no se me ocurriera mandar pintar un retrato de usted, porque no
habría pintor alguno que pudiera hacerle justicia a sus ojos. Supongo que
se ofendió cuando yo dije que los ojos de usted eran muy hermosos —
explicó él.
Elizabeth sonrió por el cumplido y, como sus ojos estaban más hermosos
que nunca, Darcy se sintió animado a besarla otra vez.
—Desde entonces he estado pensando lo bien que se vería su retrato en
Pemberley. Pretendo colgarlo en el recibidor —dijo Darcy.
—No —dijo Elizabeth—. En el recibidor no, debo estar junto a su retrato de
la galería, el que vi cuando visité Pimberley con mis tíos por primera vez.
El artista captó perfectamente sus rasgos; lo retrató con una sonrisa
especial que me hizo recordar que usted me había mirado con esa misma
sonrisa, y entonces lamente todos mis prejuicios tontos que me habían
Pág
ina 3
85
impedido ver quién era usted en verdad y que me habían hecho aferrarme
a la primera impresión que tuve de usted.
—Que no fue muy favorable.
—No, así como tampoco fue favorable la primera impresión que tuvo usted
de mí.
—¿Cómo no pude haber visto su belleza? —pregunto él—. Ahora veo esa
belleza en todo su esplendor y apenas puedo contenerme para no…
Se quedó en silencio al percatarse de que se había acercado a un terreno
peligroso.
—Deberíamos hacer una reunión familiar para Navidad —dijo él para
cambiar el tema.
—Si —respondió Elizabeth—. Deberíamos invitar a mamá, a papá y a las
chicas, y también a Jane y a Bingley y Charlotte y al señor Collins.
Darcy dejó de acariciar el pelo de Lizzy justo cuando ella mencionó los
Collins.
—¿Es necesario que vengan ellos también? —pregunto él.
—No si usted no quiere, pero a mí me gustaría invitarlos o, por lo menos,
me gustaría que Charlotte nos acompañara.
—Quizás ella prefiera ir a la casa de los Lucas a visitar a su familia —dijo
Pág
ina 3
86
Darcy con la esperanza de que así fuera.
—Sí, es cierto, pero creo que de cualquier forma debo invitarla. No la
admiro por haberse casado con el señor Collins; de hecho estoy bastante
decepcionada de su gusto y de su discernimiento, pero tuvo razón cuando
me dijo que ella y yo no somos iguales, y no tengo derecho a juzgarla por
su decisión. Aunque quizás ya no sienta la amistad tan grande que antes
sentía por ella, es mi amiga y me gustaría volver a verla.
—Entonces invítela —dijo Darcy—. Desde luego tendrán que venir sus tíos
Gardiner. De no ser por ellos, quizás nunca nos hubiéramos vuelto a ver.
—Si no hubiéramos ido a Pemberley, ¿hubiera dejado las cosas como
estaban? —preguntó Elizabeth y volteó a verlo—. ¿Hubiera seguido su
camino y me hubiera dejado a mí seguir el mío?
—No —confesó él—. No podía olvidarla, aunque lo intentara y a pesar de lo
grandes que eran los obstáculos que nos separaban. Creo que hubiera ido
a Netherfield con Bingley. Sabía que tenía que decirle que Jane había
estado en Londres y que yo se lo había ocultado y, una vez que se lo dijera,
sabía que él volvería a Netherfield. Y estoy seguro de que no hubiera
resistido las ganas de volver a verla, así que yo también hubiera ido.
—Y todo hubiera resultado igual.
Pág
ina 3
87
—Sí, Lizzy. Usted y yo estábamos destinados a estar juntos.
—Sí, yo también lo creo. Aunque...
—¿Sí?
—No sé por qué le tomó tanto tiempo proponerme matrimonio. Vino de
nuevo a Longbourn con Bingley, pero luego no volvió a hablarme durante
semanas. ¿Fue por lo de su maldición? —le preguntó Elizabeth.
—Sí, fue por eso. Yo estaba convencido de que era imposible, pero al final,
la amaba tanto que no podía vivir sin usted. Había intentado olvidarla y no
lo había logrado y, mientras más cosas sabía de usted, más tenía la
certeza de que quería estar con usted.
—¿No se le ocurrió que yo me daría cuenta de que usted no envejecería?
¿O acaso me iba a decir que su familia estaba bendecida con longevidad
natural? —añadió en tono travieso.
Él se rio.
—Sabía que eventualmente iba a darse cuenta, pero también sabía que
podría estar junto a usted por lo menos quince años antes de que
comenzara a sospechar. Y eso son más de cinco mil días, más de cien mil
horas, más de dos millones de minutos y cada uno de ellos preciado. Pero
fui egoísta.
Pág
ina 3
88
—No, me halaga que me quisiera tanto —dijo ella con alegría.
Él la besó suavemente.
—Entonces no puedo lamentarme por ello —dijo él—. No puedo
lamentarme de nada, pues todo en mi vida me condujo hacia este
momento con usted.
Permanecieron así, en un silencio afable hasta que el sol se ocultó detrás
de una nube, entonces recogieron las cosas de la comida y volvieron juntos
al pabellón tomados de los brazos. Elizabeth se sentó a tocar el piano. Se
trataba de un instrumento viejo y estaba desafinado, pero era una
actividad familiar para ella y le resultaba agradable, además de que a
Darcy le gustaba escucharla.
Después, se acomodaron para escribir cartas, Elizabeth a Jane y Darcy a
Georgiana. Pero cuando Elizabeth tomó su pluma recordó algo que había
olvidado y se volvió hacia él consternada.
—Cuando estaba en el carruaje del príncipe le escribí una carta a Jane y la
aventé por la ventanilla con la esperanza de que uno de los habitantes de
esos lugares se encargara de enviarla. En ella le decía que me estaban
secuestrando y le suplicaba que le pidiera a mi padre que me buscara.
—Sólo a usted se le pudo haber ocurrido semejante cosa en ese momento
Pág
ina 3
89
—dijo Darcy admirado.
—Si la carta llega, mi familia se va a preocupar —dijo Elizabeth un tanto
alterada.
—Enviaré a los sirvientes a que vayan a buscarla cuanto antes. ¿En dónde
estaba?
Elizabeth le explicó lo mejor que pudo.
—Si ya la enviaron... —dijo ella.
—Nos preocuparemos por eso después. Por el momento veamos si es
posible encontrarla.
Él caminó al otro lado del salón, en donde estaba la chimenea, y jaló la
cuerda azul de la que colgaba la campana. Escucharon el conocido sonido
de la campana a lo lejos y pronto apareció uno de los sirvientes.
—La señora Darcy dejó caer una carta en el bosque —dijo Darcy y le dio
indicaciones al hombre—. Encuéntrela si es posible, si no, pregunte en la
aldea qué pasó. Y tráiganmela en cuanto la encuentren.
—Sí, Señor de los Tiempos —dijo al tiempo que hizo una reverencia y se
retiró.
—¿Señor de los Tiempos? —preguntó Elizabeth con la mirada desorbitada.
Y soltó la pluma por el asombro—. Entonces, ¿lo saben?
Pág
ina 3
90
—Sí, sí lo saben.
—Y no les molesta —dijo Lizzy con admiración.
—No —dijo Darcy; caminó de regreso al escritorio y se sentó junto a ella en
una silla maltratada pero cómoda—. Hace mucho tiempo les ayudé a
salvar la vida del jefe de la aldea. Estaba de camino a la otra aldea para
arreglar un matrimonio y unos bandidos lo emboscaron y atacaron. Él me
agradeció y me invitó a que hiciera una casa aquí y cuando así lo hice, él
dispuso de su gente para que me sirviera. Durante muchos años viví aquí
y protegí la aldea de los ataques. Las colinas y los bosques de por aquí
ahora son seguros, pero entonces estaban asolados por bandidos.
—Hay tantas cosas de usted que desconozco —dijo Elizabeth—.Usted no es
el hombre que creí que era.
—Ojalá lo fuera. Nada me gustaría mas que llevarla a Pemberley y que
viviéramos nuestras vidas como usted quería, como usted esperaba...
como usted tenía derecho a esperar.
El ánimo se tornó sombrío, pues había surgido el tema que, con tanto
cuidado, habían evitado y, esta vez, no había manera de evitarlo.
—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Elizabeth con la mirada triste.
—No lo sé —respondió él—. Solo sé que quiero que estemos juntos.
Pág
ina 3
91
—¿Ya no quiere que me vaya?
—No, no soportaría que se fuera. Pero ¿qué es lo que quiere usted?
¿Todavía quiere ir a casa en Pemberley? —su voz se escuchaba bien, pero
ella se daba cuenta de la fuerte emoción que lo abarcaba—. La libero de
nuestro matrimonio si eso es lo que desea. Usted no sabía con qué se
estaba casando entonces, en la iglesia de Meryton.
—La iglesia —dijo Elizabeth al recordar —. ¿Cómo fue posible que usted
entrara? ¿Y como le fue posible usar la cruz que le regale?
—Ésa no es mi debilidad —dijo él—. Cada familia vampiro tiene una
debilidad. Para algunas es el ajo; la debilidad de mi tío, el conde, es que no
tiene reflejo. La debilidad de mi familia es que no podemos estar fuera
durante el amanecer o el atardecer. En esos momentos del día, nos
volvemos traslúcidos, de modo que no podemos pasar desapercibidos entre
los hombres, y si estamos fuera en esos momentos del día con mucha
frecuencia, una parte de nuestra solidez se desvanece y nunca volvemos a
recuperarla. Así que, como ésa no es mi debilidad, yo puedo entrar a una
iglesia y llevar una cruz, aunque me irrita la piel. Pero no respondió mi
pregunta. ¿Quiere liberarse de este matrimonio? Para un hombre con una
fortuna como la mía es posible encontrar una forma de hacerlo.
Pág
ina 3
92
Había algo tan vulnerable en él mientras la miraba, que ella extendió su
mano hacia él y él la tomó con fervor.
—No —respondió ella—. Estamos destinados a estar juntos. Me gustaría
que volviéramos a Pemberley, como estaba planeado. Pero ¿en verdad
podemos vivir ahí? ¿No cree que sus vecinos en Derbyshire se vayan a dar
cuenta de que no envejece?
—Tengo formas de ocultarlo. Justo antes de que mis vecinos se den cuenta
de que hay algo fuera de lugar, me voy de Pemberley y, unos meses
después, se corre la noticia de que tuve un accidente o de que sucumbí a
una enfermedad. Mucho después, vuelvo a Pemberley como el nuevo
heredero, algunas veces como mi propio sobrino o como si fuera un primo
mío. Esta vez regrese como si fuera mi hijo.
—¿Y nadie sospechó de que nunca hubieran visto a su hijo de niño?
—Uno de mis primos, Fitzwilliam tenía un hijo chiquito que me visitaba
cada tanto. Los sirvientes y vecinos lo aceptaron como el señorito Darcy,
que había nacido en el extranjero y cuya madre tristemente había muerto
durante el parto. Su ausencia se explicaba con visitas prolongadas a los
familiares, la escuela y luego, la universidad.
—¿Y nadie se daba cuenta de que era usted mismo? —preguntó Elizabeth.
Pág
ina 3
93
—El parecido siempre se ha entendido como parecido familiar, en especial
porque las modas me ayudan a enmascarar mi apariencia. Hasta hace
muy poco, era usual que los hombres llevaran pelucas y un hombre con
una peluca de pelo oscuro que le cae hasta la cintura en una multitud de
caireles siempre se verá diferente a un hombre con una peluca corta y
polveada. Y recientemente, la moda es no llevar peluca.
—¿Y supongo que usan el mismo tipo de artimaña para ocultar el que
Georgiana no envejece? —preguntó Elizabeth—. Qué difícil debe haber sido
su vida —dijo ella en tono compasivo.
—Pero ésa no era la peor parte de mis dificultades —explicó él.
Miró la hoja de papel de Elizabeth, que seguía sin una sola palabra escrita.
—¿Se lo contará a Jane? —le preguntó.
—No lo sé. Siempre le he confiado todo a ella, pero esto… no sé decidirme.
¿Lo sabe Bingley?
—No.
—¿Se lo dirá?
—Quizás más adelante, si usted se lo dice a Jane.
—Por ahora creo que no lo voy a mencionar. Voy a decirle que hemos
estado viajando por Europa, pero que tenemos la intención de volver
Pág
ina 3
94
pronto y voy a dejar lo demás para otro momento.
* * * * *
El interludio dichoso no podía durar por siempre. Ambos sabían que
debían de enfrentar de nuevo el mundo y cuando el clima cambió y llegó la
lluvia, supieron que había llegado el momento de hacerlo.
—Annie me dijo que usted había enviado a la comitiva de regreso a
Venecia —dijo Elizabeth mientras miraba la lluvia caer.
—Sí —respondió Darcy—. En ese momento me pareció que ése era el lugar
más seguro para ellos.
—¿Volvemos a Venecia en nuestro camino de regreso?
—No. Creo que el viaje de regreso será por mar. Será más fácil que cruzar
las montañas en esta temporada del año. ¿Está lista para volver a
Inglaterra? —le preguntó.
—Sí, creo que sí —respondió Elizabeth—. Me gustaría estar en casa para
Navidad.
Y pensó que una vez que estuvieran de vuelta en Pemberley ella y Darcy
tendrían que encontrar una forma de vivir, una forma de soportar el
Pág
ina 3
95
terrible tormento de su maldición.
—Entonces empezaré a disponer las cosas para el viaje. La voy a dejar por
unas horas; debo ir al banco de Roma, porque esa tarea no puedo
encargársela a nadie más, pero estaré de regreso en cuanto pueda.
Salió del salón y Elizabeth lo escuchó dando instrucciones para que
prepararan su caballo.
La lluvia no duró mucho y Elizabeth decidió salir a caminar a la playa para
sacarle el mayor provecho a sus últimos días en Italia. Eran playas muy
diferentes a la de Inglaterra. Muchos años atrás, cuando había visitado la
costa con su familia, se había encontrado con playas a las que las recorría
un viento frío y con vacacionistas que se cambiaban la ropa en las casetas
de playa alineadas sobre la arena y que, determinados a divertirse, se
metían al agua helada del mar. Aquí no había viento frío y el agua era
cálida; no había casetas de playa ni ningún signo de quehaceres humanos,
sólo había arena, mar, riscos y por arriba de todo, el cielo.
Las olas eran pequeñas y juguetonas; se enrollaban de camino a la playa y
luego se desenrollaban de vuelta al mar con un sonido silbante que
mezclaba con los gritos de las gaviotas que revoloteaban en el cielo.
En un impulso repentino, Elizabeth se sentó, se quitó los zapatos y las
Pág
ina 3
96
medias, se puso de pie, se levantó la falda y caminó hasta el agua. La
arena estaba caliente, así que avanzó a saltos alternando los pies, que se
hundían en la arena fina cada vez que caían, hasta que por fin llegó a una
arena más firme, oscura y mojada, que soportaba mejor su peso y, a su
paso, iba dejando huellas perfectamente trazadas de sus pies.
Su mirada vagaba placenteramente por todo el agradable paisaje y se posó
sobre un carruaje que rodaba a toda prisa a lo largo del amplio camino en
la punta del risco. Pero cuando se detuvo y dio vuelta en el estrecho
sendero que conducía a la playa comenzó a sentirse nerviosa. Corrió al
otro lado de la playa para refugiarse en los riscos y rápidamente se secó
los pies con su pañuelo se puso los zapatos. El ruido del carruaje se
escuchaba cada vez más fuerte y el crujido de las ruedas y los relinchidos
de los caballos se escuchaban cada vez más cerca y, cada tanto, se
escuchaba también al conductor proferir blasfemias conforme el camino se
volvía más complicado.
Luego, el ruido cesó y se escuchó el sonido de las portezuelas del carruaje
abriéndose y Elizabeth escuchó una voz que reconoció y, asombrada, vio
que se trataba de lady Catherine de Bourgh.
—¡Señorita Bennet!
Pág
ina 3
97
Cualquier intento de esconderse era inútil. Lady Catherine ya la había
visto, así que Elizabeth se salió de su refugio en los riscos y encaró a lady
Catherine que, junto con su hija Anne, iba caminando por la arena en
dirección a ella.
—¡Señorita Bennet! ¿Dónde está mi sobrino? Debo hablar con él cuanto
antes. Es un asunto urgente. Ya estuve en el pabellón, pero la servidumbre
se negó a decirme dónde puedo encontrarlo.
Al igual que cuando la había visto en los Alpes, lady Catherine estaba
vestida de negro y Anne, al lado de ella, estaba vestida de verde opaco, con
la pelliza colgándole pesadamente sobre su delgada figura. Vestidas así, se
veían inapropiadas para la playa.
—Salió a caballo —dijo Elizabeth.
—No juegue conmigo —dijo lady Catherine—. ¿En dónde está?
—No puedo decírselo.
—Por lo menos dígame cuándo lo espera de regreso —dijo lady Catherine.
—Tampoco puedo decírselo —respondió Elizabeth.
—Jovencita necia, obstinada —dijo lady Catherine en tono molesto—.
Tiene que decírmelo pronto.
—Los traicionaron —dijo Anne, y con ese par de palabras en tono tranquilo
Pág
ina 3
98
logró lo que su madre no había conseguido con su iracunda perorata y
obtuvo así la atención de Elizabeth—. Fue Wickham.
—¡Wickham! —exclamó Elizabeth asombrada.
—Sí, George Wickham. Venimos de París. Mamá quiso quedarse allá por
unos días después de que los vimos en los Alpes y fue ahí donde vimos a
George.
—Había bebido —dijo lady Catherine, determinada a participar en la
conversación.
—Y estaba asustado —dijo Anne.
—Y con buena razón —declaró su madre.
—Si Darcy se entera de lo que ha hecho… —dijo Anne.
—Wickham parece haber nacido para ser una espina al lado de Darcy —le
dijo lady Catherine a Anne—. Primero el intento de fugarse con Georgina;
luego su huida con la hermana de la señorita Bennet; y ahora esto.
—Y esto no es lo peor de todo —dijo Anne.
Lady Catherine asintió.
—La traicionó con un viejo diablo —le dijo a Elizabeth—, con una cosa que
es más vieja de lo que se puede imaginar, un monstruo, un…
Pág
ina 3
99
—¿Vampiro? —dijo Elizabeth.
—¿Lo sabes? —dijo lady Catherine frunciendo el ceño.
—Se cansó de su hermana y la dejó en Inglaterra para volver a su
libertinaje en París —dijo lady Catherine—. Se complació en la bebida, las
mujeres y las cartas y se lamentó de su suerte frente a compañeros
comprensivos. Pero había alguien ahí que debía estar muerto y que no
debió haber escuchado a Wickham decir que se había casado con la
cuñada de Darcy; porque entonces supo que Darcy se había casado. El
Antiguo todavía cree en las viejas formas, así que cree que toda novia
vampiro debe ser suya en la noche de bodas. Por eso, está determinado a
tomarla. Tiene un amigo, un príncipe, que pretende invitarla a su villa. Si
aprecia su propio bienestar, no vaya.
—Su advertencia me llega tarde —dijo Elizabeth—. Ya estuvimos ahí, y el
Antiguo ya intentó reclamarme como suya.
—¡Imposible! —dijo lady Catherine—. Si la hubiera encontrado no habría
podido escapar.
—Escapé con la ayuda de Darcy.
—¿Darcy? Pero entonces eso significa que… —dijo lanzó una mirada aguda
a Elizabeth.
Pág
ina 4
00
—Sí, ya sé la verdad sobre Darcy —dijo Elizabeth con osadía.
—¿Y no huyó de su lado llena de repulsión o desesperación? —preguntó
lady Catherine asombrada.
—Como ve, todavía estoy aquí.
—Me sorprende, es más valiente de lo que creí —dijo con admiración
reticente—. Pero eso no le servirá de nada. Al final, terminará
sucumbiendo al miedo o a la aversión. Eso es lo que siempre pasa cuando
un mortal ama a un vampiro.
—No, mamá —dijo Anne—, papá no sucumbió.
—Tu padre fue la excepción —dijo lady Catherine y su expresión se
suavizó—. Él era excepcional en todo.
—Yo creo que también Elizabeth es excepcional —dijo Anne y miró a
Elizabeth con una mirada de evaluación.
—No es nada fuera de lo ordinario —dijo lady Catherine mientras, con la
mano, hacía ademán de descartar la idea.
—Ella cautivó a Darcy, y eso es algo que nadie más había podido hacer —
dijo Anne.
Lady Catherine miró a Anne y dijo:
—Quizás hay algo de cierto en lo que dices, pero eso no tiene caso ahora —
Pág
ina 4
01
y miró d enuevo a Elizabeth, pues lo que importa es que asegura que
Darcy la salvó del Antiguo, y eso no debió suceder. Ahora que el Antiguo
ha recuperado mucha de su fuerza, nadie puede oponérsele.
—No fue fácil —dijo Elizabeth—, pero cuando agarró a Darcy del cuello, su
mano comenzó a quemarse. Creo que fue porque Darcy llevaba una cruz al
cuello.
—Una cruz no pudo hacerle daño —dijo lady Catherine desdeñosa—. Lo
único que puede lastimar a un vampiro es algo más viejo que él, y el
Antiguo ya era anciano cuando Cristo era joven. Además, ¿qué buen
motivo tendría Darcy para llevar puesta una cruz? Nunca usaría algo así.
—Porque yo se la di —respondió Elizabeth.
—¿Por qué usted se la…? —preguntó lady Catherine asombrada y luego,
para sorpresa de Elizabeth, sonrió—. Así que fue de ese modo como Darcy
consiguió vencer al Antiguo. Estaba equivocada respecto a usted, señorita
Bennet, no, no le voy a decir así, la voy a llamar por su verdadero nombre:
señora Darcy. Ahora veo que estaban destinados a estar juntos, así como
Sir Lewis estaba destinado a estar conmigo. En lugar de enviarle mi
maldición, le doy mi bendición —se levantó el velo para inclinarse hacia
adelante y darle un beso a Elizabeth en la mejilla—. La mano del Antiguo
Pág
ina 4
02
no se quemó por la cruz, se quemó por su regalo: se quemó por…
De pronto, de improviso, lady Catherine fue empujada con enorme fuerza
hacia atrás y Elizabeth, sobresaltada, vio que era Darcy quien estaba de
pie entre ellas. Había vuelto de su diligencia y al ver la postura de lady
Catherine, se había desplazado a una velocidad fuera de lo normal para
defender a Elizabeth.
—¿La lastimó? —preguntó Darcy y preocupado tomó la cara de Elizabeth
entre sus manos examinarla—. ¿La tocó? ¿La mordió?
—No —respondió Elizabeth—. No es lo que usted cree. No me estaba
amenazando vino a advertirme sobre el Antiguo, pero cuando se enteró de
que usted lo había vencido nos deseó bien. Ahora sabe que no es posible
separarnos.
Él se alegró y sonrió.
—Tenía la esperanza de que se diera cuenta en algún momento. Ella amó a
un mortal y sabe lo que significa ser incapaz de dejar a quien se ama.
Entonces se dio vuelta para ayudar a lady Catherine a reincorporarse, pero
ella ya no estaba ahí.
A pesar de que él le había dado un levísimo empujón, la fuerza la había
arrojado hasta un risco del otro lado de la playa. Pero semejante golpe,
Pág
ina 4
03
aun cuando hubiera podido matar aun mortal, no le había causado
ningún daño a lady Catherine. Elizabeth la vio ponerse de pie y
encaminarse al sendero de la playa seguida de Anne. Y vio que había
dejado una hendidura en el risco; así de poderoso había sido el golpe. El
velo de lady Catherine había salido volando y se había incrustado en la
roca, en donde permaneció ondeando al aire.
—Vinimos a entendernos un poco mejor —dijo Elizabeth mientras veía a
lady Catherine retirarse—. No tuvo tiempo de terminar su oración, pero sé
lo que iba a decirme. El Antiguo fue vencido por mi regalo para usted, por
algo más viejo que él: por el amor.
La expresión de Darcy se suavizó y se inclinó hacia adelante para besar a
Lizzy suavemente.
—No puedo sopórtalo más —dijo ella mientras acariciaba la cara de él con
sus manos—. Quiero estar con usted, a cualquier costo. Tómeme, se lo
suplico, deje que estemos juntos como esposos pase lo que pase.
—No sabe lo que dice —dijo él, la voz le temblaba por el esfuerza de
controlar la enorme marea de pasión que ella podía sentir agitándose
dentro de él—. Hay tormentos que tendrá que enfrentar si se convierte. No
envejecerá, pero tendrá que ver a todos los que la rodean envejecer y morir.
Pág
ina 4
04
Se va a quedar aislada de la vida, formando parte de ella y a la vez, no. Va
a ser una desterrada por siempre.
—No me importa —murmuró ella—. Soportaré cualquier destino por ser su
esposa.
Él la miró a los ojos profundamente para asegurarse de que ella sabía bien
lo que estaba diciendo y entonces la tomó entre sus brazos y la cargó por
toda la playa y hasta el pabellón, en donde subió los escalones de dos en
dos y pateó la puerta para abrirla.
Conforme cruzaba el recibidor en dirección a las escaleras una sombra se
movió en la esquina y un criado caminó hacia él.
—Hay alguien que quiere verlo —dijo.
—Ahora no —dijo Darcy sin detenerse.
—Sí, ahora —se escuchó una voz desde las sombras.
—Es el jefe de nuestra aldea, Nicolei —dijo el criado.
Un hombre viejo y encorvado salió de las sombras. Estaba recargado sobre
el brazo de un hombre más joven.
—Puede esperar hasta mañana —dijo Darcy ya encaminado hacia las
escaleras.
—No, Señor de los Tiempos, no puede esperar —dijo Nicolei, miró a
Pág
ina 4
05
Elizabeth y luego volvió a mirar a Darcy—. Debe ser ahora, antes de que
haga algo de lo que luego pueda arrepentirse. Hay una forma de liberarlo
de su peso. Hay una forma de romper la maldición.
Pág
ina 4
06
Capítulo 16
Transcrito por Airin
Corregido por Alex Yop EO
e hizo un profundo silencio en el recibidor. De afuera llegó el
sonido del crujir de las hojas y el grito de un ave marina, que
se escuchó más fuerte que siempre por tan innatural quietud.
Darcy dejó a Elizabeth suavemente sobre el suelo, la tomó de la mano y la
llevó a la sala de estar; Nicolei fue detrás de ellos. Darcy caminó con pasos
largos hasta la chimenea, Elizabeth se puso de pie a su lado y se quedaron
abrazados por la cintura mientras Nicolei caminaba lentamente para llegar
hasta donde ellos estaban. El joven lo llevó hasta una silla y lo ayudó a
sentarse.
—Me está diciendo entonces que conoce una forma de que vuelva a ser
humano —dijo Darcy con incertidumbre una vez que Nicolei estuvo
sentado.
Hablaba en italiano, pero Elizabeth ya estaba tan acostumbrada al idioma
que no necesitaba traducción.
—Nunca había escuchado algo semejante —dijo Darcy.
—Y sin embargo, así es —dijo Nicolei y lo miró respetuosamente—. Ese
S
Pág
ina 4
07
conocimiento se ha pasado de jefe a jefe en nuestra aldea durante
generaciones
—Nunca me había dicho nada al respecto —dijo Darcy frunciendo el ceño.
El viejo descansó las manos sobre su bastón.
—No sabía que le interesaba, Señor de los Tiempos. Usted es
magníficamente, una criatura de la noche, que no está muerta y no es
mortal. Usted vuela con alas poderosas; protege a los débiles; es un
heraldo tanto del bien como del mal; trae venganza y justicia. Disipa a sus
enemigos como si fueran paja al viento. Nunca creí que querría dejar
semejante grandiosidad. Los siglos son para usted lo que las estaciones
son para sus hijos, pues eso es lo que somos bajo su sombra, nada más
que niños, débiles, ciegos y dignos de compasión. La tierra y el mar y el
cielo son su hogar. Usted viaja grandes distancias antes de que nosotros
podamos dar un solo paso. Sus sentidos son más agudos y más claros que
los nuestros: usted ve la hormiga llevando a cabo sus tareas, escucha el
chasquido de su mandíbula, huele el mar cuando está en la cima de la
montaña y siente el sabor del polen en la brisa. ¿Acaso le preguntamos al
viento si ya no quiere soplar? ¿Acaso le preguntamos al trueno si preferiría
ser silente? No. Nunca pensamos en eso.
Pág
ina 4
08
—Y sin embargo ahora lo piensa.
—Sí —dijo al tiempo que asentía lentamente—, así es. Mi familia, aquellos
a quien usted tiene aquí a su servicio, lo escucharon hablar cuando estaba
comiendo con su hermosa esposa. Supieron que había encontrado el amor
y que ahora era un hombre distinto del que conocían. Se dieron cuenta de
que su maravilloso carácter ahora es para usted una maldición, y eso los
preocupó. Ellos están orgullosos de servirlo, ésa es su forma de
recompensarle los servicios que usted hace por ellos, pero ese servicio ha
sido siempre, de ambos lados, de buena voluntad. Y ahora ya no es así.
Entonces vinieron a buscarme para preguntarme qué hacer y yo les pedí
que me trajeran aquí para que pudiera hablarle de aquello que debe saber.
El fuego estaba llameando resplandecientemente sobre la chimenea. La
atmósfera era pacífica. Los muebles estaban desgastados pero firmes y la
luz del sol estaba brillando afablemente por las ventanas.
«Qué extraño», pensó Elizabeth, «que todo esté tan en calma cuando se
están desvelando secretos tan oscuros».
—¿De verdad puede ofrecerme una forma para librarme de mi parte
vampiresa? —preguntó Darcy, todavía incrédulo pero con un tono de
esperanza en la voz.
Pág
ina 4
09
—Sí, si es lo que desea. Pero piense sobre ello, Señor de los Tiempos, se lo
suplico.
—No he pensado en otra cosa en este último año. He deseado que fuera
posible, pero pensé que no lo era.
Nicolei asintió.
—Si es así, voy a ayudarlo. Mi deseo es servirlo y si ese es el servicio que
desea, entonces lo haré de buena gana.
—¿Cómo es posible lograrlo? —preguntó Darcy mientras lo miraba
resueltamente.
—No puedo hacer más que señalarle la primera parte de su travesía —dijo
Nicolei—. Las respuestas que busca han de ser encontradas en una
cámara subterránea. Es tan vieja, que un templo romano fue construido
encima de ella y el templo ya tiene una edad venerable. Pero antes de que
decida recorrer este camino, tenga cuidado, porque implica grandes
peligros. Ya una vez, en los tiempos de mis antepasados, se hizo un
intento. No sé qué pasó con el vampiro que lo intentó, sólo sé que nunca
volvió.
—Hay peligro en todo —dijo Darcy—. Vivir implica peligro también. Y una
aventura como esta no viene a la ligera, siempre se paga un precio; pero
Pág
ina 4
10
estoy dispuesto a pagarlo. ¿En dónde está el templo?
—Eso no lo sé. Sólo sé que está ubicado sobre un risco en un valle verde y
que enfrente está el mar y detrás hay un risco aún más grande con un
árbol que crece sobre él. Sé de tres templos cerca de aquí, pero ninguno
tiene esas características. Tienen el mar o los riscos o el valle, pero no las
tres cosas a la vez, y no conozco ningún templo con un árbol cerca.
—Y no obstante, lo que usted describe me suena conocido —dijo Darcy
meditabundo—. Creo quo he visto ese lugar, a unos quince kilómetros al
noroeste de aquí.
Nicolei frunció el ceño, como si estuviera tratando de recordar el lugar al
que Darcy se refería. Luego, el gesto se le aclaró, asintió y dijo:
—Ya sé a qué lugar se refiere, pero no es un templo romano, son las ruinas
de un monasterio.
—Pero debajo de ellas hay un templo romano —dijo Darcy—. Lo descubrí
un día que estaba jugando ahí, de niño. Me caí en un agujero del suelo del
monasterio mientras exploraba las cavas y vi que estaba en un lugar
extraño circundado por columnas y estatuas. Era un lugar muy viejo y
estoy seguro de que era un templo. Las estatuas parecían ser de los dioses
romanos.
Pág
ina 4
11
—Entonces quizás sí sea ese lugar —dijo Nicolei con cautela—. Si es así, la
cámara que está buscando debe estar en algún lado, ahí, debajo.
—Entonces es preciso que vaya. En ese entonces no vi ningún pasaje hacia
abajo, pero quizás haya uno oculto —dijo Darcy separando su brazo de la
cintura de Elizabeth.
—Yo iré con usted —dijo ella.
—No —dijo Darcy—. Ya escuchó a Nicolei; puede ser peligroso. —Ella
estaba a punto de protestar cuando Darcy dijo—: No puede venir conmigo.
No se trata sólo de que quiera protegerla, también se trata del destino.
Recuerde el castillo, Lizzy, el hacha que se cayó de la pared; y recuerde el
significado de la premonición: que usted causaría mi muerte. No puede
venir conmigo, amor mío. Debo ir solo.
Elizabeth pensó en el tiempo que estuvieron en el castillo del conde. Qué
lejano le pareció todo aquello ahora. Recordó que el hacha se había soltado
y que había caído más cerca de Darcy que de ella; y recordó lo que Annie le
había dicho respecto a que en el recibidor de la servidumbre se decía que
la caída del hacha significaba que ella habría de causar la muerte de Darcy.
—Pero esas eran solo supersticiones —dijo ella con voz incierta—. Eso dijo
usted mismo— pero al ver el cambio en la expresión de Darcy se dio
Pág
ina 4
12
cuenta y dijo—: Lo dijo para reconfortarme.
—Sí, así fue —admitió él.
—Entonces usted cree en la premonición.
—No lo sé —respondió él—, pero prefiero no ponerla a prueba.
—Y, no obstante, en realidad no sabe lo que significa —dijo Nicolei
inesperadamente—. Las premoniciones son cosas maravillosas, pero no
nos hablan abiertamente; nos hablan de formas misteriosas.
Vio a Elizabeth y luego a Darcy.
—¿A qué se refiere? —preguntó Elizabeth.
—Me refiero a que una premonición, si es cierta, sucederá no obstante
todas las medidas que se tomen para evitarla. Y si no es cierta, entonces
no afectará el futuro, a pesar de lo que se haga —luego volteó a ver a
Darcy y dijo—: Si su esposa ha de causar su muerte, ¿cómo sabe que será
así si lo acompaña? ¿No puede ser que cause su muerte si se aleja de
usted?
Elizabeth y Darcy se miraron profundamente y luego ella dijo:
—Iré con usted.
Esta vez Darcy no dijo nada, pero su rostro tenía una expresión de
tormento.
Pág
ina 4
13
—Y también yo —dijo Nicolei—, con mi hijo Georgio, para que me ayude.
Iré con ustedes, mi destino está ligado al suyo, Señor de los Tiempos. Creo
que este es mi destino.
Aunque Darcy estaba renuente, al final accedió.
—Pero tendrá que viajar en el carruaje que lo trajo hasta aquí, pues no
tengo carruaje en el pabellón —le dijo Darcy.
—De acuerdo —respondió él.
Darcy tocó la campana. Cuando respondieron a su llamado, dio
instrucciones de que prepararan el carruaje y Elizabeth añadió sus propias
instrucciones para que pusieran plumas para suavizar los asientos y
algunas mantas para hacer más caliente el interior.
Luego, Darcy volteó a ver a Nicolei y dijo:
—Ha hecho un largo viaje para llegar hasta aquí. ¿Cuándo comió por
última vez?
—Hace muchas horas —respondió el viejo.
—Entonces es preciso que usted y Georgio coman algo antes de que
partamos.
—Gracias —dijo Nicolei.
Georgio lo ayudó a ponerse de pie y a salir del salón, pero antes de llegar a
Pág
ina 4
14
la puerta Nicolei dijo:
—Estaremos listos en cuanto hayan enjaezado a los caballos.
Cuando se retiraron, Darcy volteó a ver a Elizabeth y le dijo:
—Vaya por su caperuza, amor mío. El viaje será largo y el viento está frío.
Elizabeth asintió, pero luego, repentinamente dijo:
—¿Está seguro de que esto es lo que quiere? —Y lo vio con mirada
escrutadora—. Nicolei tiene razón; no lo había considerado, pero usted
tiene dones privilegiados en su vida. Si se libera de la maldición, también
se deshará de ellos. Ya no verá ni escuchará ni sentirá las cosas con tanta
agudeza, riqueza o profundidad y perderá su inmortalidad. Dejará de ser
eterno; envejecerá y morirá.
Él tomó la cara de ella entre sus manos y dijo;
—Con gusto trocaría la eternidad por estar con usted un momento.
Ella emitió un suspiro largo y estremecido; luego, él la besó. Fue un beso
suave y prolongado, un dulce encuentro de bocas, corazones y espíritus. Al
separarse, ella supo que no había vuelta atrás.
Ella hubiera querido permanecer entre los brazos de él, pero se separó de
su abrazo y subió a buscar su capa. Al hacerlo, vio su escritorio. Vaciló, y
luego se sentó a escribir rápidamente y con letra desigual.
Pág
ina 4
15
Mi queridísima Jane:
Te he escrito muchas cartas a lo largo de mi luna de miel con la certeza de
que habían sido enviadas y, sin embargo, ninguna de ellas fue depositada
en la oficina postal. Esta carta la escribo con la esperanza de que nunca
salga de mi escritorio, hasta que, al final, la eche al fuego, porque voy a
enfrentarme a un gran peligro y pretendo darle instrucciones a mi doncella
para que lleve esta carta a la oficina postal en caso de que yo no regrese.
¡Ay, Jane! Si pudiera decirte aunque fuera la mitad de las cosas que han
sucedido desde que me fui de Longbourn. Ha habido mucha cosas difíciles y
aterradoras en mi vida, pero también ha habido mucha belleza: la pavorosa
e impactante majestuosidad de los Alpes mientras Darcy y yo
cabalgábamos sobre sus alturas cubiertas de nieve; la pacifica tranquilidad
de Piamonte; el grandioso río Brenta con sus sauces llorones sumergiendo
sus ramas al agua; Venecia irguiéndose como un sueño desde la laguna y
asoleándose con la cálida luz solar de la mañana, eterna, sin tiempo y
serena. Y la gente: Phillip con su galantería; Gustav con su buen humor
irreprimible y Sophia con sus vestidos antiguos, su gran amor por su ciudad
Pág
ina 4
16
y sus recuerdos: el nacimiento de los príncipes mercaderes; la construcción
de los palacios; la creación de las esculturas; las pinturas y la poesía; las
travesías de los grandes exploradores; los triunfos de Marco Polo, con quien
ella habló y bailó. Sí, Jane, lo conoció y ella todavía baila y canta, aunque él
se haya convertido en polvo desde hace mucho tiempo. Ella es la custodia
de todas las cosas del pasado, ella y otros como ella; también mi querido
Darcy es un custodio, un guardián, un protector: uno de los sin tiempo. Mi
querido Darcy es un vampiro. Y, sin embargo pretende librarse de su
maldición y de su ser de guardián protector.
Va a emprender una travesía oscura y peligrosa y yo voy con él. No sé
cuánto tiempo estaremos en ello, y tampoco sé si regresaremos. Pero lo amo
con todo mi corazón e iré a donde él vaya. Piensa mucho en mi si no vuelves
a verme y dale mi nombre a una de tus hijas, pero no a la primera, ella debe
llamarse Jane, como su madre, pero sí a la segunda, a menos de que sea un
niño y no pueda llamarse Elizabeth.
Ay, Jane, qué bueno es hablar contigo, aunque estés tan lejos. Incluso en los
tiempos oscuros y difíciles, me siento más alegre de sólo pensar en ti.
Debo irme, ya oigo a los caballos abajo. Pero no podía irme sin hacerte saber
la verdad de mi vida. Si regreso, quizás nunca te lo diga. Pero si muero en
Pág
ina 4
17
alguna cámara subterránea, entonces me reconfortará saber que conoces la
verdad, tú, que siempre has sabido todo sobre mí y que ahora también
sabrás la verdad respecto a mi querido Darcy.
Y ahora, mi querida, mi más amada hermana.
Adieu.
Llamó a Annie y le dio la carta, que ya había sellado y en la que ya había
escrito la dirección de Jane.
—Annie, tengo que hablar contigo respecto a un asunto de gran
importancia. El señor Darcy y yo vamos a hacer una travesía y quizás sea
peligrosa. Si no volvemos dentro de una semana, quiero que le envíes esta
carta a mi hermana. Llévala a la oficina postal tú misma, Annie. No dejes
qua nadie más la toque.
—Así lo haré, señora, se lo prometo —dijo Annie al tiempo que tomó la
carta.
—Mientras tanto, quédate aquí y atiende el pabellón durante el tiempo que
estemos fuera. Si ni yo ni el señor Darcy regresamos, entonces vuélvete a
Inglaterra. Hay dinero en el cajón de mi tocador, puedes llevártelo todo. El
criado del señor Darcy irá contigo y él sabrá cómo hacer los arreglos para
Pág
ina 4
18
el viaje. Ve con mi tío en Gracechurch Street, su dirección la puedes
encontrar en mi escritorio; él te ayudará.
—¿Pero qué debo decirle, señora? —preguntó Annie preocupada.
—Dile... —Elizabeth hizo una pausa—. Dile que hicimos un viaje y no
regresamos. Dile que al lugar al que fuimos estaba lleno de bandidos y que
debemos haber sufrido un accidente o que fuimos victimas de la violencia
en las colinas —el sonido de las patas de los caballos y de las ruedas de un
carruaje llegó desde abajo—. Debo irme.
Se puso su pelliza y su caperuza, se cambió los zapatos por botas gruesas
y tomó un par de guantes antes de correr escalera abajo. Se dirigió a la
sala de estar y ahí encontró a Darcy.
Estaba vestido con ropa de exterior. Tenía el gabán con capa sobrepuesto
por encima del frac y los pantalones y se había puesto sus botas para
montar. Estaba mirando hacia abajo, en dirección a algo que llevaba en la
mano y tenia una mirada de placer inesperado, sus rasgos bien parecidos
estaban dispuestos en una sonrisa.
Al escucharla entrar a la sala, le extendió la mano y ella vio que se trataba
de una carta. Su corazón saltó de emoción y el rostro se le cubrió con una
gran sonrisa cuando se dio cuenta de que era la carta que le había escrito
Pág
ina 4
19
a Jane mientras se la llevaban en el carruaje del príncipe.
—Los sirvientes la encontraron justo en donde la arrojó —dijo Darcy.
—¡Gracias a Dios! Ahora, por lo menos Jane no habrá de sufrir ese pesar.
—No, ese problema se acabó —dijo Darcy.
—¡Ése es un buen augurio! —dijo ella—. Pensé que nunca iba a escapar de
esa situación y, sin embargo, así fue. Y si una situación tan desesperada
terminó bien, ¿no es posible que una menos desesperada resulte bien
también?
—Claro que lo es, y así será —dijo Darcy—. Elizabeth, estamos destinados
a estar juntos. Nos libraremos de esta carga y seremos lo que siempre
estuvimos destinados a ser.
Ella lo tomó de las manos y sus ojos resplandecieron.
—Sólo piense que, quizás muy pronto, estaremos caminando juntos en
Pemberley o de visita con Jane y Bingley en Netherfield y caminando por
los senderos de alrededor, los cuatro juntos, felices y a salvo, con un
futuro floreciente en el horizonte, en lugar de uno lleno de angustia y
miedo.
—Entonces, en marcha —dijo él.
Salieron y vieron que Nicolei ya estaba en la parte trasera del carretón y
Pág
ina 4
20
que Georgio, su hijo, ya estaba listo sobre el pescante para conducirlo. El
caballo de Darcy estaba al lado.
—¿Cabalgará conmigo? —le preguntó a Elizabeth.
Elizabeth montó alegre delante de Darcy; a pesar de la inquietud del
caballo, ella se sentía segura teniendo a Darcy detrás y, de inmediato,
emprendieron su marcha.
Pág
ina 4
21
Capítulo 17
Transcrito por Joy89
Corregido por Anaid
l camino a las ruinas pasaba a lo largo de senderos
soñolientos bordeados por olivos y viñedos. A pesar de las
circunstancias, Elizabeth se complacía en el paisaje, en el
trote continuo del caballo y por sentir los brazos de Darcy rodeándola
mientras llevaba las riendas. Era un buen jinete, pues tenía una vida
entera de experiencia cabalgando y conducía a su caballo sin más que una
suave presión de los talones cada tanto o con un leve movimiento de las
riendas. Elizabeth, que era una jinete promedio, pensó en lo diferente que
era ver el mundo desde el lomo de un caballo cuando no era ella quien
tenía que guiarlo.
Pasaron árboles de cítricos y casas con techos rojos y siempre, de su lado
izquierdo, las tranquilas aguas azules del mar.
Luego de un rato, Darcy se dirigió tierra adentro, el carretón iba detrás de
él e ingresaron a un sendero estrecho en el campo. Unos veinte minutos
después, dejaron el sendero y se adentraron por una senda abrupta que
subía por una colina y, una vez que llegaron a la cima, Elizabeth pudo ver
E
Pág
ina 4
22
unas ruinas abajo, a lo lejos. Estaban ubicadas en un valle con hierba y
estaban flanqueadas, al este, por el muro de un risco y, al oeste, por un
precipicio hacia el mar y estaban cubiertas por las grandes ramas de un
viejo árbol retorcido.
La luz ya estaba desapareciendo cuando el caballo comenzó a descender la
colina y el carretón marchaba estruendosamente detrás de él. Conforme se
acercaban, Elizabeth pudo distinguir que las ruinas eran grandes y que
sus portales tenían arcos que se habían colapsado, al igual que el techo.
Había partes de los muros que todavía estaban en pie, y debajo de ellos,
yacían las rocas que se habían caído. Entre las rocas crecía la hierba larga
y había flores silvestres alrededor.
Darcy detuvo al caballo al lado de las ruinas; desmontó y luego ayudó a
Elizabeth. El carretón se detuvo al lado de ellos. Darcy apersogó al caballo
a las ramas más bajas del árbol y el caballo comenzó a mordisquear el
pasto.
Darcy miró hacia el horizonte con nerviosismo. El sol había comenzado a
ponerse y esparcía franjas rojas a lo largo del cielo. Darcy caminó aprisa
hacia las ruinas, dando grandes pasos sobre la roca derrumbada y el piso
roto y continuó hasta más allá de los arcos del portal. Ahí se detuvo y miró
Pág
ina 4
23
a su alrededor, como si quisiera llevar a su mente la imagen de un
recuerdo muy lejano. Dio unos cuantos pasos más, se arrodilló y comenzó
a separar las largas hierbas que habían crecido entre las rocas
derrumbadas con la intención de encontrar una forma de bajar.
Elizabeth lo estaba observando y, conforme los colores del sol se hicieron
más vibrantes y espléndidos, él comenzó a cambiar. Estaba dejando de ser
enteramente sólido; su contorno resplandecía débilmente en la luz del
atardecer y cobraba una calidad etérea. Se volvió transparente ante la
mirada temerosa y maravillada de ella. Elizabeth tuvo la necesidad de
tocarlo y, para su tranquilidad, se sentía sólido; de hecho, al recargar la
mano sobre el hombro de él, pudo sentir sus músculos, pero tuvo la
extraña sensación de que si él continuaba perdiendo más forma, su mano
terminaría por deslizarse en medio de él como si no estuviera tocando
nada más que aire.
—¡Aquí! —gritó Darcy repentinamente y ella quitó la mano justo cuando él
comenzó a tirar de la hierba con más fuerza; arrancaba manojos enteros
para dejar ver el oscuro pasaje que yacía debajo de la tierra.
Georgio, que se había quedado al lado del carretón para atender a caballo,
fue a ayudar a Darcy: sus fuertes músculos trabajaban rápidamente para
Pág
ina 4
24
retirar el escombro de la entrada. En cuanto la entrada fue visible,
Elizabeth alcanzó a distinguir una rampa que conducía al interior, hacia
las entrañas de la tierra. Estaba muy oscuro, de modo que no se veía el
final de la rampa. Georgio volvió al carretón y regresó con antorchas. Las
encendió y le dio una a Elizabeth y otra a Darcy, luego volvió al carretón
para ayudar a su padre a salir. En cuanto Nicolei y Georgio llegaron hasta
la entrada de la rampa, juntos, los cuatro, procedieron cuidadosamente el
descenso encabezados por Darcy.
Se encontraron en un pasadizo subterráneo con techos bajos. Extrañas
sombras oscilaban en los muros y podía escucharse el goteo de agua. La
rampa continuaba descendiendo. Más abajo, más abajo. Luego, cuando
Elizabeth creyó que ya no aguantaría más tiempo en un espacio tan
confinado, la rampa desembocó en una cava, en la que todavía podían
verse botellas de vino sobre una rejilla de madera cubierta por una gruesa
capa de polvo.
Darcy continuó lentamente hacia adelante y le hizo una seña a Elizabeth
para que se quedara donde estaba. La razón pronto se hizo evidente: en el
suelo, hacia el fondo de la cava, había un enorme hoyo negro en donde el
piso se había hundido.
Pág
ina 4
25
—Probablemente hace tiempo hubo un movimiento telúrico que dañó los
cimientos y ocasionó que se colapsara la construcción —dijo Darcy. Bajó la
antorcha y se asomó por el hoyo—. Esta parte no va a ser fácil —les dijo a
Elizabeth y a Nicolei—: ¿Siguen determinados a continuar?
—Yo sí —dijo Elizabeth.
—Yo también —dijo Nicolei.
Darcy asintió renuente. Luego, le pasó su antorcha a Georgio y se metió en
el hoyo.
Todo estaba en silencio, sólo el goteo del agua marcaba el paso del tiempo.
Y luego, escucharon la voz de Darcy:
—Está bien, pueden bajar.
Elizabeth se sentó al lado del hoyo y luego, con toda precaución, se metió.
Darcy la estaba esperando para sostenerla y ayudarla a llegar hasta abajo.
Se encontró en el interior de una caverna subterránea iluminada con una
extraña luz verde y sintió admiración y temor al mirar el sublime
remanente de los tiempos antiguos a su alrededor. El templo era grande y
circular. Entre las sombras alcanzaban a verse columnas romanas
acanaladas y coronadas con un exquisito trabajo ornamental que
circundaba el templo en los ocho puntos cardinales. La mayoría de ellas
Pág
ina 4
26
todavía estaba de pie, pero dos se habían derrumbado y yacían rotas sobre
el suelo. Dentro del círculo, estaban colocadas seis estatuas de mármol
que, sostenidas sobre sus plintos, alcanzaban unos cuatro metros de
altura. Elizabeth caminó alrededor de círculo con la antorcha levantada y,
al examinar las estatuas, se dio cuenta de que eran similares a las que
había visto en los museos de Londres cuando fue a visitar a sus tíos y que
se trataba de dioses romanos. Detrás de ella y con gran dificultad, Darcy y
Georgio lograron pasar a Nicolei a través del hoyo.
Ella se detuvo frente a la primera estatua y vio que era Neptuno, el dios del
mar. Llevaba una toga plisada que le cubría la mitad del torso, tenía una
barba larga y rizada y en la mano sostenía un tridente. A sus pies, al lado
de él, había un monstruo de las profundidades. La siguiente estatua era
Apolo, el dios del sol; el joven, sin barba, llevaba un arco y flecha en las
manos y tenía su lira a un lado. Luego estaba Minerva, la diosa de la
sabiduría, con un búho posado sobre su brazo extendido. Después de ella
estaba su padre, Júpiter, el señor de los cielos. Luego Plutón, el dios del
inframundo, de aspecto temible, con su Cerbero, el perro de tres cabezas.
Después de él y para cerrar el círculo, justo en frente de la diosa Minerva,
la del amor por el aprendizaje, había una imagen perturbadora de Baco, el
Pág
ina 4
27
dios de vino, el señor del caos, con un imprudente sátiro enroscado en sus
piernas.
Una vez que lograron pasar a Nicolei por el hoyo, Georgio pasó
rápidamente después de él y se reunieron todos en el centro del templo.
—¿Y ahora qué? —preguntó Elizabeth.
—Si estamos en el lugar correcto, debe hacer una cámara debajo de
nosotros —dijo Nicolei—, y ésa es la cámara que buscamos.
—Entonces en marcha —dijo Darcy.
Georgio encendió otras dos antorchas más y con más luz pudieron ver que,
más allá de las columnas había una serie de pasadizos. Mientras los
demás se daban a la tarea de examinar los pasadizos, Nicolei se sentó
sobre una de las columnas rotas.
—Éste conduce hacia abajo —dijo Darcy.
—Éste también —dijo Georgio desde otro de los pasadizos.
—Y éste también —dijo Elizabeth desde la boca de otro.
—¿Sabe cuál es el que debemos seguir? —le preguntó Darcy a Nicolei.
Nicolei, que todavía estaba respirando pesadamente por el esfuerzo del
descenso, negó con la cabeza.
Pág
ina 4
28
—No, señor de los Tiempos.
—Entonces voy a tener que recorrerlos uno por uno.
—Iremos juntos —dijo Elizabeth.
—No —dijo Darcy—. No sabemos qué acecha en la oscuridad. Quédese
aquí con Nicolei y yo iré acompañado de Georgio. En cuanto encuentre el
camino hacia abajo, regresaré por ustedes.
Le dio un beso en la frente y se fue, desapareció con Georgio por uno de
los pasadizos.
Elizabeth lo miró irse y, cuando desapareció, ella fue a sentarse junto a
Nicolei sobre la columna rota.
—¿De dónde vienen, los vampiros? —le preguntó. Ella sabía muy poco
sobre ellos y Nicolei parecía saber más—. ¿Tuvieron su origen aquí, cerca
de Roma?
—No lo sé —dijo él—. Sólo sé que mi gente los reverencia y que son muy
viejos.
—Darcy me dijo que conoció a su gente cuando le salvó la vida al jefe
durante su viaje hacia otra aldea para arreglar un matrimonio.
—Sí, así es. El hombre al que salvó es mi bisabuelo y el matrimonio que
iba a arreglar era el de su hijo, mi abuelo. Si el Señor de los Tiempos no lo
Pág
ina 4
29
hubiera salvado, el matrimonio no se hubiera efectuado y hubiera habido
guerra entre nuestras aldeas. Se hubiera creído que los vecinos habían
rechazado las propuestas de mi bisabuelo y que lo habían matado por
orgullo y enojo. Pero gracias al Señor de los Tiempos, nuestras aldeas se
unieron y prosperaron en paz durante muchos años. Toda mi gente está
agradecida con él por esta razón; y yo estoy agradecido porque, sin su
ayuda, mi abuelo no se hubiera casado con mi abuela y ni yo ni Georgio
estaríamos aquí.
Elizabeth se quedó pensativa y luego dijo:
—¿Sabe qué hay en la cámara que estamos buscando?
—No —respondió Nicolei.
—¿Pero se trata de algo más viejo que el templo?
—Mucho, mucho más viejo. Proviene de un tiempo en el que la naturaleza
era superior al hombre y, a la vez, estaba más en armonía con él. El
vampiro encarna esto, pues es hombre y bestia a la vez.
—¿Qué hará cuando Darcy deje de ser vampiro? —preguntó Elizabeth con
la palabra 'cuando' y no 'si' con la intención de desear que así fuera—.
¿Quién protegerá su aldea?
—Las cosas ya no están tan mal como antes, ahora somos más prósperos
Pág
ina 4
30
y más numerosos. Tenemos muchos hijos fuertes y, si es necesario,
podemos pagarles a otros para que nos ayuden. También, ahora las
colinas son menos peligrosas que antes. Sí hay bandidos, pero no tantos.
Sobreviviremos —dijo Nicolei—. Pero algo está pasando, algo de gran
majestuosidad y un poder está saliendo del mundo.
Ambos se quedaron en silencio.
Luego, Elizabeth no aguantó más y se paró a caminar alrededor de la
cámara para calmar su espíritu. Nicolei la observó, pero luego, curioso
respecto a sus alrededores, le suplicó que le ayudara sosteniéndolo con su
brazo. Ella se lo dio gustosa. Examinaron las estatuas más detalladamente
y luego las columnas, y vieron que las había esculpido un artista con
mucho talento. Los muros detrás de las columnas parecían estar hechos
de roca sólida, tenían la superficie desigual y les escurría agua en
pequeños arroyos continuos. Tenían el color de la arena seca teñido por
vetas ocasionales de verde y óxido que destellaban caprichosamente bajo
la luz de las antorchas. Y entre cada dos columnas, a la altura de la
cintura, los muros tenían una vasija insertada. Al principio, Elizabeth
pensó que eran vasijas naturales, pero su disposición espacial era tan
regular que poco a poco se dio cuenta que también estaban talladas.
Pág
ina 4
31
Habían dado ya tres cuartos de la vuelta completa cuando Elizabeth
escuchó pasos. Al principio se escuchaban tan débilmente que ella creyó
que los estaba imaginando, pero luego se volvieron más sonoros y fuertes y
ella corrió hacia la boca del túnel de donde provenía el sonido. El eco fue
engañoso, pues Darcy emergió de la boca de otro túnel.
Estaba totalmente desaliñado: tenía el pelo revuelto, su abrigo estaba todo
cubierto de un polvo fino arenoso y rasgado a la altura del hombro; su
fular estaba desgarrado y le colgaba del cuello en una maraña de hilo; sus
pantalones estaban rasgados a la altura de la rodilla y sus botas estaban
cubiertas de lodo. Georgio estaba justo detrás de él y estaba pálido.
—¿Qué pasó? —preguntó Elizabeth que corrió hacia él y levantó la mano
para tocarle la mejilla.
Él tomó la mano de ella y la besó, pero lo único que dijo fue:
—Ése no es el camino. Tenemos que intentar otro de los pasadizos.
Georgio palideció aún más.
—No puedo... —dijo temblando de miedo.
Darcy lo miró compasivamente.
—No pretendo que me acompañes. Has enfrentado un reto que muy pocos
hubieran hecho y te condujiste con enorme valentía, pero los horrores de
Pág
ina 4
32
los pasadizos no son para ustedes. Debo enfrentarlos yo solo.
—¡No! —dijo Elizabeth.
—Amor mío, es la única forma. Debo hacerlo; por usted, por mí, por
nosotros.
—Y sin embargo —dijo Nicolei hablando lentamente—, quizás nadie tenga
que hacerlo; creo que hay otra forma.
Darcy le lanzó una mirada interrogativa y Elizabeth siguió la mirada de
Darcy. Nicolei estaba de pie junto al muro en la parte oriental del templo,
cerca de una de las vasijas.
—Encontré... creo que encontré... inscripciones —dijo Nicolei.
Frotó el polvo de la superficie con sus dedos y Elizabeth pudo ver que
debajo del polvo había una magnífica inscripción.
—¿Qué dice? —preguntó ella.
—Es muy antigua, es un dialecto. Pocos lo hablan ahora. Dice... dice que
el camino se facilitará por medio de... por algo cerca de... No puedo leer
esta palabra... Algo cerca del pellejo... no, la piel... Creo que esta palabra
significa padre... no, padre no, el que hace. Creo que significa procreador.
—No comprendo —dijo Elizabeth.
—Significa que tener algo que haya usado mi procreador, el vampiro que
Pág
ina 4
33
me convirtió, me facilitará el camino —dijo Darcy.
—Hay más —dijo Nicolei mientras volvió a frotar con sus dedos—. Dice:
descánsalo en... colócalo en... colócalo en el hueco. Creo que significa que
debe poner el objeto dentro del hueco del cuenco.
—Si tan sólo tuviera algo —dijo Darcy con pesar—, pero no tengo nada.
Tendré que continuar mi búsqueda así.
—Quizás no —dijo Elizabeth, vaciló un momento para recordar claramente
y luego volteó a ver a Darcy—. Cuando empujó a lady Catherine creyendo
que me estaba atacando, en la playa, su cuerpo dejó una hendidura en el
risco y su velo se quedó incrustado en la roca. Lo vi ondeando al viento.
La cara de Darcy se iluminó.
—Entonces iré a traerlo —dijo enérgicamente—. No tardaré mucho.
—Nos tomó horas llegar aquí —dijo Elizabeth.
Darcy sonrió, sus ojos brillaban por la luz de la antorcha.
—Pero yo soy un vampiro —dijo él.
Hubo una agitación repentina del aire y luego, desapareció con una
rapidez que ella creía imposible. Elizabeth sólo alcanzó a percibir una
forma negra fluida que desapareció ante su vista. Difícilmente podía digerir
lo que recién había sucedido, así que tuvo que sentarse, pues sintió sus
Pág
ina 4
34
piernas debilitarse. Era un día de prodigios, terribles y temibles, pero
también maravillosos y únicos.
Nicolei volvió a sentarse junto a ella sobre una de las columnas caídas y
Georgio se sentó sobre la otra, mirando hacia el suelo y en silencio. En
cuanto Elizabeth recuperó la calma, quiso preguntarle qué había sucedido,
pero no se atrevió a hablar de ello. A Georgio le había vuelto el color, pero
cuando una de las antorchas chisporroteó y encendió otra con la que
estaba por apagarse, Elizabeth pudo ver que todavía le estaban temblando
las manos.
También Nicolei se había quedado en silencio y parecía estar absorto en
sus pensamientos.
Elizabeth se dispuso para una larga espera, pero antes de que creyera que
era tiempo de que Darcy volviera pronto, hubo un batir de alas y un
revoloteo de aire y Darcy apareció de nuevo frente a ellos y con el velo
negro de lady Catherine en la mano izquierda.
—¡Lo encontró! —dijo ella—. Temía que quizás se hubiera volado con el
viento.
—No, estaba justo donde usted dijo que estaría —dijo él con una sonrisa.
Luego su expresión se volvió seria—. Y ahora hay que ver qué sucederá.
Pág
ina 4
35
Caminó hacia la estatua de Apolo, pasó entre dos de las columnas
estriadas y llegó al muro. Las antorchas no iluminaban hasta el techo, sólo
iluminaban una pequeña porción del muro sobre el que estaba la vasija y
la luz oscilaba constantemente. Darcy miró la escritura durante un
momento antes de colocar el velo dentro. Una vez dentro, el velo yacía en
la vasija suave e insustancial; nada más que una sombra en el hueco del
cuenco.
Elizabeth lo observó, pero como nada sucedía, comenzó a sentir su ánimo
decaer. Nada ocurrió. Y la verdad es que, en el fondo, ella no había
esperado que algo sucediera.
Y luego, lentamente y con un chirrido, el muro de roca frente a ellos
comenzó a moverse. Se abrió con suavidad y Elizabeth se dio cuenta de
que estaban frente a un balcón de roca que daba a una caverna mucho
más grande, una cámara modelada naturalmente sobre la piedra que
estaba a unos seis metros de donde ellos estaban.
Darcy tomó la antorcha con una mano y a Elizabeth con la otra y
continuaron juntos; pasaron a través del enorme portal y llegaron hasta el
balcón que corría alrededor de la circunferencia de la caverna.
Elizabeth miró hacia abajo. Al principio creyó que eran columnas que se
Pág
ina 4
36
erguían desde el suelo allá abajo, lejos de ellos y hasta el techo, pero luego
vio que no eran columnas, sino árboles y que sus ramas sostenían el techo.
—Es un bosque petrificado —dijo Darcy.
Elizabeth miró admirada y temerosa los árboles petrificados y se preguntó
cómo y cuándo se habrían convertido en piedra. Algunos estaban
exactamente como cuando estaban creciendo, con gruesas ramas que
sostenían ramas más delgadas y que terminaban en pequeñas ramitas;
todas con hojas petrificadas que resplandecían con destellos verdes y
cobrizos. Algunas se habían caído y yacían como montones de piedra sobre
el suelo del bosque. Entre ellas había helechos petrificados. Todo ello tenía
una apariencia misteriosa e, iluminado por la luz artificial, producía un
resplandor entre azul y morado.
Tomados de la mano, Elizabeth y Darcy comenzaron a descender la
escalera que conducía hacia el suelo del bosque. Nicolei, que iba bajando
lentamente detrás de ellos con la ayuda de su hijo, dijo sin aliento:
—¡Es magnífico!
—Los árboles están resplandeciendo —dijo Elizabeth y escuchó con
atención—, y zumbando.
—Es cierto —dijo Darcy deteniéndose a escuchar.
Pág
ina 4
37
Sin el sonido de sus pasos, el murmullo se escuchaba más claramente,
parecía un zumbido grave y distante de abejas.
Elizabeth y Darcy reemprendieron en el descenso y llegaron al final de la
escalera y ahí se detuvieron un momento a mirar a su alrededor. Ahora
que estaban más cerca, pudieron ver que algunos de los troncos de los
árboles habían sido moldeados para dar forma a figuras extrañas que no
eran ni hombres ni bestias, sino reliquias asombrosas de un tiempo
largamente olvidado. Y no obstante, eran hermosas. Se erguían orgullosas
en medio de los claros que había por aquí y por allá o aparecían desde
atrás de grupos de árboles, algunas vacilantes, otras traviesas; otras más,
bizarras y, sin embargo, gloriosas a la mirada.
Elizabeth y Darcy comenzaron a caminar hacia adelante, eligiendo su
camino cuidadosamente por el suelo del bosque, pisando sobre leños
caídos, y tejiendo su camino entre los helechos de piedra. Por un truco
extraño de la luz parecía que caían rayos de luz de color morado y azul por
la bóveda arriba de ellos y hasta el suelo del bosque, a pesar de que ni un
rayo de luz exterior se filtraba hacia el interior de la caverna. Parecía ser
un efecto provocado por la luz de la antorcha, que se reflejaba por los
minerales de los árboles y los muros.
Pág
ina 4
38
Sin que ése hubiera sido su propósito, llegaron hasta un claro en el centro
del bosque; era como si hubieran sido guiados hasta ahí por senderos
misteriosos. En medio del claro se erguía un tronco roto y sobre él,
iluminada por uno de los extraños y maravillosos rayos de luz púrpura,
había una tablilla de piedra. Ellos miraron la tablilla y vieron que había
runas extrañas talladas a todo lo largo de ella.
—Ya antes había visto este tipo de escritura, en la biblioteca del conde —
dijo Darcy, mientras acercaba la antorcha para verla mejor.
—¿Puede leer lo que dice? —preguntó Elizabeth.
—Sí, por lo menos puedo leer las palabras; pero no comprendo su
significado. Dicen algo respecto a la caída... algo con caída...
Y como si fuera una respuesta a sus palabras, se escuchó un crujido y
luego un chirrido detrás de ellos. Elizabeth se dio vuelta justo en el
momento en que una enorme placa se desprendía del techo y, al caer,
cubrió enteramente el portal. La tierra debajo de sus pies se sacudió,
perturbada por el impacto, y comenzaron a aparecer pequeñas grietas en
el suelo del bosque. Las estatuas se mecían lentamente hacia adelante y
hacia atrás sobre sus plintos y Elizabeth contuvo el aliento, pero poco a
poco la tierra comenzó a asentarse de nuevo y luego de un suspiro y un
Pág
ina 4
39
crujido, se quedó quieta. Con un último traqueteo, las estatuas también
terminaron por quedarse quietas.
Nicolei no había tenido tanta suerte. Estaba todavía en las escaleras, pero
se había caído. Darcy comenzó a moverse en dirección a él, preocupado.
—¡Continúe! —gritó Nicolei con voz temblorosa para asegurarle a Darcy
que no estaba herido, mientras Georgio lo ayudaba a ponerse de pie—.
Debe terminar lo que ha iniciado. Es la única forma.
Darcy asintió y volvió de nuevo su atención a la tablilla.
—Esta palabra es romper... —dijo.
Hubo otro retumbo desde abajo y la tierra volvió a sacudirse; las pequeñas
grietas se hicieron más grandes y aparecieron otras nuevas. Algo golpeó a
Elizabeth en el hombro y al volver la mirada hacia arriba, vio que el
movimiento de la tierra había causado que aparecieran también grietas en
el techo y que estaban cayendo pequeños pedazos de piedra.
—Apresúrese —le dijo a Darcy.
—Todo estará iluminado —dijo Darcy leyendo— sí... sí... elegir...
El suelo se enrolló y Elizabeth se cayó hacia adelante. Darcy la atrapó y la
puso de nuevo sobre sus pies, pero no había nadie que atrapara las
esculturas que se mecían con enorme fuerza, hacia adelante y hacia atrás,
Pág
ina 4
40
como péndulos gigantes, mientras caían grandes trozos de roca. Y lo que
fue más alarmante aún, de una de las grietas salió disparada una
llamarada de fuego, y a ella siguieron llamas más pequeñas que
aparecieron en las fisuras de alrededor.
Darcy y Elizabeth se miraron y luego Darcy volvió a leer: ... no te
alarmes ...no temas ...comenzará a derrumbarse, cayendo, rompiendo,
destruyendo...
El retumbo, que se había escuchado grave y ronco, se desató en un
bramido al tiempo que gigantes estacas de roca empujaban hacia arriba
por las fisuras; eso provocó que las estatuas cayeran al suelo y se
quebraran en trozos petrificados, de modo que se levantó una nube de
polvo que se arremolinó en el aire lleno de llamas.
Luego se escuchó un repugnante sonido de desgarramiento y, mirando
alrededor como si fueran uno solo, Elizabeth y Darcy se percataron de que
se había abierto un enorme precipicio a mitad de las escaleras que las
separaba del portal. Nicolei, todavía sostenido por Georgio, se veía como
una figura pequeña y frágil al otro lado.
—Ya no podemos regresar, aunque quisiéramos —dijo Elizabeth.
Darcy elevó la antorcha y dio unos cuantos pasos a un lado, para poder
Pág
ina 4
41
ver mejor la inscripción.
—Aférrate —leyó, mientras el bramido se hacía más fuerte y ahogaba el
zumbido del bosque—. Aférrate a la verdad... no, aférrate a aquello que es
verdadero.
Se escuchó un sonido de resquebrajamiento y se abrió una fisura
profunda entre Darcy y Elizabeth, que, con una rapidez aterradora, se hizo
cada vez más grande, hasta que estuvieron separados por un océano de
lava fundida, y entonces aparecieron nuevas fisuras que los separaban de
la tablilla.
—¡La inscripción! —gritó Elizabeth.
—Se acabó —gritó Darcy por sobre el ruido de las llamas—. Eso era todo lo
que decía.
—Entonces haga lo que dice —gritó Nicolei—. Aférrese a aquello que es
verdadero. La tablilla, Señor de los Tiempos, la tablilla es verdadera.
Darcy miró la tablilla. Pero justo cuando iba a saltar al otro lado del vasto
precipicio cubierto de lava, tuvo un instante de calma, y mientras la
tempestad destruía todo alrededor, una voz le habló en la tranquilidad de
su alma.
—No —dijo—, es Elizabeth. Elizabeth es lo verdadero.
Pág
ina 4
42
Saltó hacia el otro precipicio y se aferró a ella mientras el suelo se
desplazaba, los majestuosos árboles se derrumbaban y el techo comenzaba
a colapsarse. Llovían pedazos enormes de roca sobre ellos y él cubrió a
Elizabeth con su pecho y sus manos.
El suelo hervía alrededor, y con un bramido salvaje aparecieron una masa
hirviente de rojo deslumbrante y un fuerte viento que los sacudió y
amenazaba con lanzarlos fuera de su isla y arrojarlos a la lava. Elizabeth
se aferró a Darcy y él a ella.
Y entonces apareció el agua. Salía a grandes chorros por las
resquebrajaduras que recién se habían abierto, desde el interior de la
tierra, y comenzó a anegarlo todo, ascendiendo rápidamente en forma de
un río helado.
Elizabeth observaba con fascinación y terror, desgarrada entre la
desesperación y la esperanza, cómo el fuego y el agua libraban su batalla
ante ella. El fuego hervía el agua y la convertía en vapor, pero el agua
seguía ascendiendo y consumía el fuego con un siseo áspero.
—Todo va a estar bien —dijo ella, sintiendo todavía la esperanza, mientras
veía las llamas chisporrotear y apagarse.
Pero su esperanza duró poco. El fuego se sofocó por completo, pero el agua
Pág
ina 4
43
siguió ascendiendo y comenzó a cubrir la isla de roca sobre la que ellos
estaban, de pie y con los cuerpos presionados uno contra el otro. Primero,
les cubrió los pies, luego las rodillas; era un océano cálido, como la sangre,
que continuó ascendiendo rápidamente hasta que ella y Darcy estuvieron
cubiertos de agua hasta los muslos.
—Era la tablilla —gritó Nicolei con pesar, su voz era apenas audible por la
conmoción des desgarramiento de la tierra abriéndose, el siseo del fuego y
el bramido del viento—. Debió haberse aferrado a la tablilla, Señor de los
Tiempos. La tablilla era verdadera.
Elizabeth elevó la mirada hasta los ojos de Darcy.
—No debí haberle permitido que viniera —dijo Darcy, entregándole toda la
atención a ella y tomándole la cara entre sus manos—. Nunca debí haberlo
permitido.
—No fue su culpa; fue mía —dijo ella—. Debí haberme quedado. Usted
intentó hacerme escuchar. No debí haber ido en contra de la premonición.
—No hubiéramos podido evitarla, hiciéramos lo que hiciéramos, ahora lo
sé —dijo Darcy—. Sólo desearía que usted no hubiera tenido que estar
involucrada en esto y que no tuviera que morir conmigo.
—Usted es inmortal —dijo ella—. Usted no morirá.
Pág
ina 4
44
—No puedo morirme de viejo, pero sí puedo ahogarme —dijo él—. Pero
usted no debió haber tenido que compartir mi suerte. Debería estar en
casa, a salvo en Meryton.
—No me arrepiento de nada —dijo ella. El agua los cubría ya hasta la
cintura y continuaba su pavoroso y vertiginoso ascenso hacia sus
hombros—. No me importaba morir si puedo morir con usted. Sólo béseme
y moriré contenta.
Él le levantó la cara en dirección a la suya y la besó desenfrenadamente;
ella respondió con un beso apasionado mientras el agua ascendía hasta
sus hombros y ahí, en medio del ruido y de la agitación, se besaron y se
besaron de nuevo mientras esperaban el fin.
Pero el fin no llegó. El agua comenzó a retroceder; primero descendió poco
a poco de los hombros hacia la cintura, y luego fue cobrando más
velocidad, pasando por las rodillas hacia los tobillos, para desaparecer
debajo del suelo rocoso tan rápidamente como había aparecido. Hubo una
convulsión final de la tierra y cayó una lluvia de piedras desde arriba, pero
luego todo quedó en silencio. Ahí estaban, de pie en medio de toda la
destrucción y, no obstante, milagrosamente, ambos estaban intactos.
Elizabeth separó su mano del cuello de Darcy y, al hacerlo, se llenó de un
Pág
ina 4
45
temor reverencial.
—Sus marcas. Las mordidas —dijo ella mientras pasaba sus dedos sobre
la suave piel del cuello de él—, se han ido. El agua las curó.
Él llevó su mano hasta el cuello y se tocó, y entonces sus ojos se llenaron
de profunda admiración.
—¿Qué significa? —preguntó ella.
—No lo sé. Espero...
Lo interrumpió el llamado de Georgio y, al voltear, vieron que Nicolei y
Georgio no habían sufrido ningún daño. Ambos habían vuelto a subir las
escaleras y estaban de pie junto al portal. Nicolei se recargaba
pesadamente sobre el brazo de Georgio.
—Sigan su camino —gritó Darcy desde el otro lado del precipicio que los
separaba—. No nos esperen. Encontraré la forma de que Elizabeth y yo
salgamos. Vuelvan al pabellón, ahí los volveremos a encontrar.
Georgio hizo un ademán con la mano para indicarles que así lo harían y él
y Nicolei desaparecieron por el portal.
—Y ahora, es preciso que encontremos una forma de salir —dijo Darcy;
pues estaban rodeados de fisuras y resquebrajaduras—. Creo que si vamos
por aquí —dijo él, señalando un sendero por el que parecía posible
Pág
ina 4
46
continuar con pequeños saltos sobre grietas no muy grandes—, podemos
acercarnos más hacia el portal.
Elizabeth, que había llegado a la misma conclusión, estuvo de acuerdo.
Comenzaron a saltar sobre las grietas, pero apenas habían cruzado dos de
ellas cuando la tierra volvió a mecerse y Elizabeth estuvo a punto de
caerse. Se incorporó rápidamente, luego se puso las manos sobre las
orejas, pues se escuchó un terrible retumbo y, para su sorpresa, ese lado
de la caverna comenzó a deslizarse, separándose del resto.
Ella miró atenta y sorprendida. Se alejaba cada vez más rápidamente,
deslizándose hacia abajo y revelando a su paso la vista del cielo azul y la
luz del día. Antes de que hubiera pasado un minuto, estaban en una
nueva caverna desde donde podía verse el agua luminosa del Mediterráneo.
Darcy emitió una exclamación de asombro y ambos miraron a su alrededor
fascinados.
—Es lo más hermoso que he visto —dijo Elizabeth.
El sol estaba levantándose en el horizonte, esparciendo su luz dorada
alrededor del mundo. Difícilmente se atrevió a volverse hacia Darcy por
temor a lo que habría de ver, pero lo hizo y se sintió enteramente aliviada.
—¡No está transparente! —le dijo.
Pág
ina 4
47
Él bajó la mirada para verse.
—Así que eso es lo que significaba la premonición —dijo—. La maldición se
ha roto, ya no me cubre la sombra. Después de todo, sí causó mi muerte,
Lizzy, o por lo menos la de una parte de mí. Fue la muerte del vampiro la
que usted provocó.
Darcy volteó la cara hacia el sol, luego estiró sus brazos y echó la cabeza
hacia atrás para recibir el resplandor de la salida del sol.
—Hacía muchos, muchos años que no hacía esto —dijo él—. Ver el
amanecer de un nuevo día, sin miedo, es algo en verdad maravilloso.
Ella lo miró con un amor irresistible.
Y luego, él se volvió hacia ella.
Por primera vez, desde que lo había conocido no había ninguna tensión en
él, ninguna reserva, ningún secreto doloroso. Sólo había un hombre
despojado de cargas y maldiciones. Un hombre libre.
Sus ojos se oscurecieron y comenzaron a llenarse de deseo y ella sintió que
sus piernas se debilitaban. Él acarició con el dorso de su mano las mejillas
de ella y ella comenzó a temblar. Y ahí, junto al mar, a la luz de la mañana,
se hicieron uno.
Pág
ina 4
48
Epílogo
Transcrito por Karlaberlusconi
Corregido por Eneritz
i queridísima Jane:
Estoy segura que debes haberme escrito, pero ninguna de
tus cartas me ha llegado y yo sé que ninguna de las cartas
que yo escribí te llegaron. El correo es muy poco confiable
por aquí. No, no en el Distrito de los Lagos, mi querida Jane, en el continente.
Mi querido Darcy me trajo a Europa y hemos tenido muchas aventuras en el
camino. He aprendido mucho respecto a él, la mayoría de ello, inesperado,
pero todo, en su propia forma, maravilloso; con ello quiero decir, querida
Jane, que estuvo lleno de fascinación. Ahora sé por qué era tan reservado y
por qué nunca permitía que se le acercaran las personas. Y ha aprendido
esto, Jane: conocer absolutamente a otro ser humano y amarlo es la
aventura más grande de nuestras vidas.
Ahora debe irme; el carruaje me espera. Pero no pasará mucho tiempo antes
de que vuelva a Inglaterra. Añoro volver a verte. ¡Cuántas cosas habremos
de contarnos!
M
Pág
ina 4
49
Y cuántas cosas habré de ocultar, pensó Elizabeth mientras leía su carta y
luego pensó que quizás habría de contárselo todo a Jane, un día.
La puerta se abrió y un criado respetuoso estaba ahí, de pie.
—El carruaje está en la puerta —dijo.
—Un minuto —dijo Elizabeth. Firmó la carta, luego la dobló y le escribió la
dirección. El criado caminó hacia ella para tomarla—. Gracias, pero la
llevaré yo misma a la oficina postal —dijo ella.
—Muy bien.
Darcy entró al salón, con aspecto alegre y despreocupado.
—¿Estás lista? —le preguntó—. El carruaje nos está esperando, no es tan
cómodo como nuestro propio carro, pero tuve suerte de poder contratar
algo con tan poco tiempo de anticipación y tan lejos de una ciudad. No
viajaremos mucho en él. Pronto estaremos a bordo de un barco con rumbo
a Inglaterra.
—Inglaterra y Pemberley —dijo ella. Elizabeth miró alrededor del pabellón
de caza por última vez y luego tomo el brazo de él—. Entonces, vámonos.
Es tiempo de ir a casa.
Fin.
Pág
ina 4
50
Sobre la Autora… Amanda Grange
Amanda Grange nació en Yorkshire y pasó sus años
de adolescencia leyendo a Jane Austen y Georgette
Heyer, mientras que también encontraba tiempo para
estudiar música en la Universidad de Nottingham.
Tiene dieciséis novelas publicadas incluyendo entre
ellas seis narraciones de Jane Austen. Ella misma
dice sobre el diario de Mr Darcy: "Mucha diversión,
esta es la historia detrás del macho alfa".