Ágata de medellín jacques...

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1 Ágata de Medellín Jacques Jouet Traducción al español Martha Pulido – Profesora Universidad de Antioquia Episodio I Ágata de Win’theuil estaba entusiasmada. Medellín se presentaba nueva ante sus ojos. Medellín era un descubrimiento. A la presidenta del Mundo- Mundos le bastaba mirar a su alrededor para olvidarse, olvidar sus preocupaciones, olvidar sus colores, olvidar sus preocupaciones de colores cuando estos no son reales, olvidar sus dolores, olvidar sus cólicos y sus deseos de dormir, olvidar su irritación ilusoria, olvidar sus desgracias. La única visión del mundo local y bicolor, -el rojo y el verde en contraste armonioso: el rojo de los ladrillos, el verde de las hojas-, ofrecía a Ágata la posibilidad casi reflexiva de transformar cualquier dolor en su contrario, cualquier tormento del alma en alegre rosado en las mejillas. El llanto se convertía en carcajada solo con la magia del paisaje. La ciudad que Ágata tenía en sus manos, suavizaba como por encantamiento, esas melancolías, que solo existen porque las adoramos de rodillas. La roca negra interior de lo agrio, o de la cólera, se fundía con la suavidad del aire: más rápido que un terrón de azúcar en una taza de café negro, de preferencia colombiano, luego de revolverlo con la cuchara. En una palabra como en cien (de hecho, eso está muy bien, porque la novela por entregas comienza, ¡qué coincidencia!) Ágata de Win’theuil, presidenta titular de la República general del Mundo-Mundos no pensaba ni un segundo en arrepentirse de haber cruzado la cordillera ni de haber dejado sin resolver una cantidad astronómica de expedientes unos más desesperantes que otros. De cuando en cuando odiaba esos expedientes. Le fastidiaban por la lentitud desesperante que tomaba su ejecución. Ágata estaba cansada de orinar fuera del tiesto, de avanzar sin avanzar, de hacer cosas inútiles, cada vez más exigentes y caprichosas y que no proporcionaban satisfacción. En esas horas negras, en lugar de enervarse, lo que le restaba belleza, la decisión razonable de Ágata consistía en hacer una visita improvisada aquí o allá, es

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Ágata de Medellín

Jacques Jouet

Traducción al español Martha Pulido – Profesora Universidad de Antioquia

Episodio I

Ágata de Win’theuil estaba entusiasmada.

Medellín se presentaba nueva ante sus ojos. Medellín era un descubrimiento. A la presidenta del Mundo- Mundos le bastaba mirar a su alrededor para olvidarse, olvidar sus preocupaciones, olvidar sus colores, olvidar sus preocupaciones de colores cuando estos no son reales, olvidar sus dolores, olvidar sus cólicos y sus deseos de dormir, olvidar su irritación ilusoria, olvidar sus desgracias.

La única visión del mundo local y bicolor, -el rojo y el verde en contraste armonioso: el rojo de los ladrillos, el verde de las hojas-, ofrecía a Ágata la posibilidad casi reflexiva de transformar cualquier dolor en su contrario, cualquier tormento del alma en alegre rosado en las mejillas. El llanto se convertía en carcajada solo con la magia del paisaje. La ciudad que Ágata tenía en sus manos, suavizaba como por encantamiento, esas melancolías, que solo existen porque las adoramos de rodillas. La roca negra interior de lo agrio, o de la cólera, se fundía con la suavidad del aire: más rápido que un terrón de azúcar en una taza de café negro, de preferencia colombiano, luego de revolverlo con la cuchara.

En una palabra como en cien (de hecho, eso está muy bien, porque la novela por entregas comienza, ¡qué coincidencia!) Ágata de Win’theuil, presidenta titular de la República general del Mundo-Mundos no pensaba ni un segundo en arrepentirse de haber cruzado la cordillera ni de haber dejado sin resolver una cantidad astronómica de expedientes unos más desesperantes que otros. De cuando en cuando odiaba esos expedientes. Le fastidiaban por la lentitud desesperante que tomaba su ejecución. Ágata estaba cansada de orinar fuera del tiesto, de avanzar sin avanzar, de hacer cosas inútiles, cada vez más exigentes y caprichosas y que no proporcionaban satisfacción. En esas horas negras, en lugar de enervarse, lo que le restaba belleza, la decisión razonable de Ágata consistía en hacer una visita improvisada aquí o allá, es

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decir, allá mejor que aquí, siendo aquí como lo hemos visto, el lugar de la más grande insatisfacción.

Cada vez que Ágata se encontraba en este mood, como se dice bellamente en lengua gran-bretañona, comenzaba con dos días de baño turco, tres días de ultravioletas, una sesión exhaustiva donde su peluquero preferido, así que un auto de fe de todo su guardarropas con la perspectiva de renovarlo todo. Puesto que todo esto se daba por sentado, la nueva Ágata llegó también como el Beaujolais nouveau, o como el primer salario de un estudiante de una escuela de comercio. Era completamente nueva, tan irreconocible como fácil de reconocer, grande y pequeña a la vez, fina y entrada en carnes, blanca y castaña, nerviosa y lánguida.

Naturalmente, el escritor de novelas por entregas podía muy bien describir su personaje de manera más detallada y más sugerente, pero que se le deje la posibilidad de poner en funcionamiento algunos escrúpulos: la lectora tiene el derecho –incluso, el deber- de proveer su propio alimento y de hacerse un retrato definitivamente carnal en el secreto de su mentalidad que le será útil durante toda la lectura y que, quizás, no pueda compartir con su padre, con su hermano o con su enamorado, lectoras también ellas, Hm… quiero decir, lectores con otras preferencias. Es suficiente anotar que Ágata era encantadora, que atraía las miradas, que a cinco minutos de encanto seguía siempre un cuarto de hora de belleza estrepitosa y que ese cuarto de hora de belleza estrepitosa daba lugar inevitablemente a una hora de una voluptuosidad potencial inquietante.

De todas maneras, si Ágata de Win’theuil había escogido Medellín como destino para el teatro de su renovación, había una razón y esta razón era lo suficientemente fascinante para ser ella sola objeto de un episodio, episodio que, con toda evidencia, no podría ser otro que el que

Sigue.

Episodio II

La buena ciudad de Medellín estaba repertoriada dos veces de manera elogiosa, en la gran archivística erudicional del Mundo-Mundos. Un palmarès absolutamente honorable que provocaba la envidia de más de una ciudad a la que los rumores le otorgaban más de lo que era reconocido oficialmente.

Medellín era ciudad de ciudades en lo que concierne a las orquídeas (pero eso no le interesaba a Ágata de Win’theuil, como no le interesaba el Corán, por lo menos hasta ese instante, pues veremos más adelante, pero no nos anticipemos), y sobre todo era el lugar totalmente único de una gran experimentación social de gran envergadura, que no tenía comparación.

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Desde que Ágata se enteró de esta tentativa pasablemente revolucionaria, se prometió que iría a ver esto de cerca.

Me dirán, ¿de qué se trata, como decía Guillermo Tell? Yo responderé, que me esperaba un poco esta pregunta que intentaré responder lo antes posible, puesto que no veo a nombre de qué privilegio puedo demorarme para narrar una historia divertida (detesto las historias divertidas, aún sea aquella sobre la gallina feminista que logró hacerme sonreír, no para retorcerme de risa debajo de la mesa).

Las cosas eran muy simples en Medellín, luego de unos cortos años, en cuanto a la inestabilidad programada de dos estados de la humanitud que se caracterizan generalmente por la más grande constancia, quiero decir la riqueza y la pobreza. Cuando se tiene la una o la otra es por mucho tiempo. No es posible tener la una y la otra. Se puede creer que uno persevera, con la una o con la otra. En Medellín, entonces, el consejo comunal, el consejo de los viejos, el consejo de los nuevos y el consejo de los cachorros (este último consejo acogía a los representantes de los niños de temprana edad) habían decidido de manera unánime que, cada seis meses, los ricos estarían obligados a volverse pobres, mientras que al mismo tiempo, los pobres se verían gratificados con el estado de riqueza. Claro está, que seis meses después, el movimiento volvía a comenzar.

La idea era sencilla, simplona incluso los dirigentes del Fondo monetario mundo-mundano se habían alzado de hombros el día que tuvieron tiempo para pasar por la oficina entre dos marcos; idiota, estaban listos a refutar los tecnosabios de la Intersocialo, la Oficina de estabilidad social con sede en Dacca; cándida, había sonreído de manera condescendiente el papado.

Ahora bien, precisamente esta simplicidad había golpeado los dos ojos esmeralda de Ágata de Win’theuil, quien había conocido muy bien planes tan laberínticos (puesto que se encontraban a la altura de la pretendida complejidad del sujeto), que ninguno había logrado nunca alcanzar al otro y no se avanzaba ni una pulgada para este cara a cara permanente cargado de todas las revueltas y de todas las matanzas.

La propuesta, que pronto se conoció entre los especialistas como “la solución de Medellín”; planteaba sin duda, algunas dificultades de realización sobre el terreno. No podía ser de otra manera. “Que soplen los cierzos y los aquilones”, como dice un proverbio, en particular referido a los vientos en las Islas Baleares. Precisamente, estas aparentes aporías, vistas desde la distancia, en las que Ágata mostraba gran interés y de las que ella quería pesar in situ los pros, los contras y lo concreto. Un rincón de su hermosa cabeza, en particular aquél donde se encuentra la inteligencia proposicional, le había susurrado en su deliciosa oreja, allí donde yace la sutileza receptora, que generalmente los pobres son más numerosos que los ricos y que por lo tanto

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era bastante improbable que el intercambio pudiera darse en proporciones iguales. Entonces, ¿cómo resolvieron los medellinenses, que han sido siempre los habitantes de Medellín, esta primera dificultad?

Continuará

Episodio III

En cuanto bajó del aeropuerto –bajar es la palabra pues el taxi descendía por la cordillera para sumergirse en el valle en donde se encontraba la ciudad desde sus orígenes- Ágata de Win’theuil empezó a hacer una gran cantidad de preguntas indiscretas al conductor que respondía al nombre de Álvaro y de cuando en cuando el teléfono.

‐ Álvaro, amigo mío, si de alguna manera usted me autorizara a emplear este tono, lo admito, un tanto familiar…

Álvaro asintió. Autorizó.

‐ ¿Desde hace cuánto es usted taxista, Álvaro, amigo mío?

‐ Exactamente, seis meses.

‐ ¿Y qué hacía usted antes?

‐ Antes, yo era el principal accionista de la firma Linguadoil que se ocupa de extraer y tratar el petróleo que duerme bajo los pies de toda Colombia, así como La Fina, especie de margarina elaborada a partir de nuestras mejores plantas verdes. Aún si mi posición era un tanto familiar, puesto que hacia todo lo que podía para que las posiciones de la OPEP no dejaran manchas de aceite. Mantenía mucho dinero y no me parecía que oliera particularmente mal. No es necesario decirle que he cambiado mucho, que un taxista está obligado a ponerle él mismo la gasolina al carro y que no ensuciarse los dedos es una operación difícil, pues las bombas de gasolina son ancestrales. Además, hay que darle la devuelta a los clientes sin tomarse el tiempo de enjabonarse las manos. ¡Así es, soy quizás, un poco menos refinado que en el pasado! ¡pero, asumo mi condición!

‐ Es decir, comentó Ágata, eso se entiende, tengo sin embargo la impresión que es mejor decirlo, ¿antes de ser conductor de taxi usted era entonces un hombre rico?

‐ -Si y no, amiga mía.

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‐ Amigo mía, amigo mía… va usted muy lejos, amigo mío, pero ¿a nombre de qué quiere esto decir que un taxista deba ser pobre? ¡Un verdadero pobre es alguien que no tiene trabajo, ni salario, ni ocupación!

‐ Pues bien, veo que usted no sabe mucho sobre la situación que predomina actualmente en Medellín. ¿Me equivoco?

‐ Digamos que estoy aquí para aprender, murmura de manera melindrosa la presidenta del Mundo-Mundos que viajaba de incógnito e incluso sin escoltas.

Y diciendo esto, se acercó a su conductor, es decir, que pasó la pierna por encima del espaldar de la silla de adelante para irse a sentar a la derecha de Álvaro, quien pretendió no darse cuenta de nada; a pesar de que la pierna izquierda de Ágata había rozado muy de cerca, el mentón mal afeitado o seguramente sin afeitar, del conductor, arriesgando que la piel tan femenina y tan fina se viera irritada como por una rama vulgar de espino blanco o de zarza salvaje.

‐ Sepa usted, comenzó Álvaro, que en lo que a mi concierne no me arrepiento de nada. El capitalismo puro y duro no es amable con el hombre. Lo pone a rodar 24 horas sobre 24, aunque aparentemente él sea el primer beneficiario. No se detendrá por sí mismo, ni bajo el efecto de cualquier “alzarse en armas“ (nunca entendí porque en francés se dice siempre “alzarse en escudos”). Lo único que puede desestabilizarlo seriamente, es esa capacidad que encontramos en Medellín de cambiar radicalmente de nivel de vida y de definición. Así, yo que he cambiado veintiséis o veintisiete veces de estado, estoy en la incapacidad de decirle si soy un rico o un pobre, tanto es así que soy alternativamente el uno y el otro. Si mi caso fuese único, no sería nada extraordinario, pero después de que haya estado usted unos días en nuestra ciudad, la desafío a encontrar una sola persona que tenga la capacidad de afirmar que es, tanto por esencia como por existencia, rica de los ricos o pobre de los pobres.Todos están en la misma situación, lo que significa que no hay ya ni ricos ni pobres ¿Qué piensa usted, mi querida y tierna cliente?

‐ Digo que es alucinante, susurra Ágata, avanzando su mano izquierda hasta colocarla sobre el muslo que aceleraba.

Continuará

Episodio IV

Todo esto no me dice, continuó Ágata limpiándose las manos, cómo se las arreglan ustedes para organizar el asunto del número de pobres que es

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excesivo, siempre ha sido excesivo, siempre será excesivo, en todas partes, y siempre sobrepasará el número de ricos…

Álvaro, que se dormía sobre el volante, debido al gasto de energía que no había anticipado, no respondió inmediatamente a la pregunta agatiana. Prefirió tomar una vía diferente hablando sobre el placer que le hacían sentir los muros de simple ladrillo y el hierro de las barandas de la terraza, después de seis meses de vivir en una casa grande residencial con jardín o en un gran apartamento con terraza y riego automático para los ficus, con aves del paraíso y otros tamarindos.

‐ Y recíprocamente, si le entendí bien… ¿Le entendí bien?

‐ De hecho, parece usted comprenderme con mucha facilidad, admitió Álvaro que, apoyando el pedal, no refrenaba la atracción que sentía crecer en su fuero interno hacia la bella desconocida. ¡Es necesario que comprenda, que el estado de pobre, no es de ninguna manera, en este protocolo, un momento de vacio y de desespero, un mal momento que se pasa, durante el cual uno se contentaría con esperar los mejores días por venir a los que se tiene derecho! De la misma manera, el estado de rico no es de ninguna manera un período de veleidad irresponsable, de bocados dobles y de gozo inmoderado. El pobre, sabe usted, no es nunca del todo pobre, el rico no es nunca rico en todos los campos. En consecuencia, la experiencia programada de esos dos extremos es una prueba tal de la ducha fría, que los esfuerzos de cada uno se verán, tanto como se pueda, atenuados de estas dos radicalidades. No sé si me hago comprender bien.

La novela por entregas se ve en la obligación de añadir que, para hacerse comprender aun mejor, Álvaro se autorizaba en ese momento a dejar deslizar su mano derecha por la nuca de Ágata de Win’theuil y hasta el coxis, como si quisiera controlar el número de vértebras.

- Si, si, comprendo mejor, gemía Ágata. Bajo semejantes manos piadosas, la pedagogía conoce un aumento de eficacia, me parece.

- Era lo que intentaba en vano explicar a mi maestra, cuando estaba en la escuela primaria de Santo Domingo, hace ya no sé cuantos decenios, Señora…

Ágata se mordió los labios al responder rápidamente. Por fortuna, balbuceó lo que seguía en una especie de “djeouinoeil”que no lograba hacer una palabra, sobre todo no un sustantivo, común o propio, ni siquiera una partícula.

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‐ ¿Ágata, cómo la presidenta? Sugirió Álvaro sin mostrar mucho interés por su hipótesis interrogativa.

‐ - Si, articulando difícilmente puesto que no quería que su estado de incógnita se perdiera ni que se viniera a tierra su anonimato.

‐ En mi escuela elemental en Santo Domino, como he tenido el honor de contarle…

‐ ¿Era usted un niño rico o un niño pobre, Álvaro?

‐ Ni lo uno ni lo otro.

‐ ¿Cómo es eso posible?

‐ Entonces era posible.

‐ ¿Qué quiere usted decir?

‐ Qué había entonces una clase media, grupos intermedios, la mayoría… Pero han sido completamente decimados, pauperizados descaradamente, atribuyéndolo a circunstancias fatales. No me diga que le estoy contando algo nuevo…

‐ De pronto, Ágata de Win’theuil se puso sombría. ¡Si, ella estaba al tanto de esta situación! ¿Quién sino ella, la había visto venir año tras año, había dudado de ella, la había afrontado, sin nunca encontrar la palanca para soliviar esa roca de Sísifo e impedirle rodar de una vez por todas al abismo, empujada por su propio peso y por la fuerza de accionarios irresponsables? Mirando hacia el pasado, tenía que recordar que hizo todo lo que había estado en su poder para liberar las fuerzas resistentes. Todo lo que estaba en su poder… ¡Qué ridiculez! Si se atrevía a mirar de frente el balance, esto significaba que nunca había tenido, nunca con mayúscula, el mínimo poder.

Continuará

Episodio V

El Jardín Botánico dejaba caer la noche de Medellín sobre sus espaldas vegetales. Como ya se habían cerrado las puertas a esta hora tardía, el reino dominado levantaba la cabeza y bombeaba el torso regodeándose, tanto como le era posible, de la humedad que exhalaba la tierra después de la última lluvia y aun sin ella. Era el momento del aperitivo para las hojas resecas por las horas de contemplación popular, el instante de una copa entre amigos para

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las flores tan admiradas que debían desmaquillarse y dejar descansar sus pétalos. Será bastante temprano, mañana en la mañana, para rehacer su belleza y volver al trabajo a la espera de los visitantes del día. Los murciélagos hacían su ronda periódica, con la incertidumbre de su mamiferidad o de su avicolidad.

‐ Sabe usted, dijo una voz que se dirigía a un oído o mejor no, usted no sabe… este jardín estuvo en una época a punto de cerrar pura y simplemente, a punto de ser borrado del plan de la ciudad para ser reemplazado por no se sabe qué proyecto de parqueadero o de supermercado. Se necesitó un movimiento popular, materializado por una suscripción masiva a golpes de micro adquisiciones simbólicas: cientos (quizás miles) de personas adquirieron uno o dos metros cuadrados de terreno, impidiendo la quiebra. ¿No es una riqueza conquistada a golpes de pobreza? Aunque esto no haya sido suficiente para salir de la quiebra, no se hubiera logrado lo que se tiene ahora sin ese movimiento colectivo. El consejo de ancianos, de modernos, de cachorros, etc… se vio obligado a hacer parte del movimiento tirándose frente a los buldócer.

-Qué agradable es pasearse con usted en esta noche tan dulce, dijo la voz que pertenecía al oído del que hablamos hace poco, dirigiéndose hacia las orejas que colgaban de cada lado de la boca que se manifestó primero, mientras que las cuatro manos continuaban a palpar los lugares palpables sobre los cuerpos concernidos.

- Es verdad que no es particularmente insoportable.

-Es lo menos que se puede decir.

- ¿Un eufemismo?

- Con frecuencia he pensado que en el estado amoroso el eufemismo y la hipérbole eran los dos extremos entre los cuales era agradable navegar.

- ¿La riqueza y la pobreza del lenguaje?

- Quizás si. Aunque las palabras comunes que se encuentran en el medio no deben por lo tanto descuidarse, me parece.

- Pienso como usted.

- ¿Quiere usted decir que está de acuerdo?

- Casi.

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- Escucho su objeción.

- No se trata realmente de una objeción. Digamos que el lenguaje amoroso vive de su parecido con todo menos con el diccionario, o entonces, se trataría de un diccionario escrito por un poeta en el que las palabras estarían clasificadas sobre todo, por orden alfabético.

- Con usted, me siento obligada a darle mantenimiento a la fachada de mi pensamiento. Álvaro, déjeme decirle que es bastante agradable, en mi posición, que es con frecuencia muy pesada.

-¿De qué posición habla usted, Ágata? Frunció Álvaro la frente en la que se veían sus cejas abundantes y crespas.

Ágata de Win’theuil empezó a sudar frío. Se vio atrapada por el día. Se mordió la lengua hasta sangrar interrumpiéndose justo antes del mordisco.

-¡No se lo diré! Canturreó, evadiendo la mano alvaresa que había comprometido la parte trasera de su cintura.

Y Ágata se puso a saltar en el jardín repitiendo su canción vivaracha. Sin duda, este desmán en su conducta será apropiado para desviar la conversación hacia las locuras sin consecuencia, tanto es así que este tipo de escapada se concibe generalmente para suscitar una persecución lúdica del tipo el gran lobo malo de comedia persiguiendo una cordera de pies suaves.

Desafortunadamente, en el momento mismo en que Álvaro se preparaba para aplicar los atributos que le otorgaba el papel que le había sido tendido desde la punta de una percha y le había sido presentado en bandeja, Ágata de Win’theuil emitió un grito de terror que no podía ser fingido.

-¡Ayyyyyyyyyyyy!

¿Qué sucedió, de pronto en el Jardín Botánico? Ágata lloraba, enloquecida en el suelo. Como no podía pronunciar ni una palabra, es mejor interrumpir aquí este episodio.

Continuará

Episodio VI

En ese preciso momento sonó el teléfono; Álvaro contestó.

“El celular es una prisión”, pensó apretando la tecla verde. Le habló en español a quien estaba al otro lado de la línea –el español era su lengua favorita:

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-Estoy con ella.

Era mejor que Ágata de Win’theuil no hubiera entendido esta revelación tan imprudente. Estaba bastante ocupada con el espectáculo que la asustaba. Álvaro colgó, no sin antes especificar que se encontraba en una emergencia y que llamaría más tarde.

Álvaro era un monstruo de sangre fría. Se tomó todo el tiempo para deslizar el celular en su bolsillo-revólver. Levantó los ojos hacia los árboles-un inmenso eucalipto, una araucaria-, que se erguían por encima de su cabeza hacia las luces de la ciudad que parecían remontar la colina hasta la cima, allí donde comienza el otro valle. Respiró profundamente y se dirigió hacia el lugar de donde venía claramente el llanto de Ágata.

En ese momento entonces, tuvo delante de los ojos, algo que no constituía para él una visión tan horrorosa como para Ágata, pero que le ocasionó un rictus que era apenas perceptible, sin embargo, asimilable a la inscripción de una manera de miedo que aún los más terribles males humanos no podían arrancarle. Quizás la lectora no sepa hasta qué punto el escritor de la novela por entregas se siente desarmado en el momento de tener que revelarle con sus pobres palabras la catástrofe que había sufrido el jardín botánico, una tragedia horrenda para una sola espectadora, primero, luego para un segundo espectador, habiendo entrado los dos a la sala espeluznante, si se puede decir, después de la batalla. El crimen se había cometido antes de que se levantara el telón y no se podía afirmar, como Stéphane Mallarmé, que “nada había tenido lugar sino el lugar”. Un crimen se había cometido, pero la palabra no es suficiente. Las palabras del novelista son indigentes. Será mejor buscar sonidos roncos en el fondo de su gran bolsa vocal. Será mejor ir a buscar los gritos desarticulados por el camino de la laringe o de los encantamientos volcados hacia las desgracias del mundo como para bendecir la curación esperada. ¡Son estos momentos en los que las profesiones son quizás simples, pero el arte es bastante difícil! (Por favor, no hablemos de la crítica). Y las dudas que nos agobian se quedan pegadas a los dientes de la manera más desagradable, un poco como cuando en una pesadilla masticamos arena o vidrio dudando entre una sensación de fusión petrificante o más bien una sensación crocante deliciosa como cuando se mastica un caramelo.

El paso estoico de Álvaro era de una lentitud exasperante y muy apropiado para exasperar los nervios de un occidental común y corriente, que no hubiese asimilado la sabiduría zen. No era exactamente la imagen convenida de lo que se hubiera esperado en términos de desplazamiento suramericano. Pero como decía con frecuencia, en la lengua de John Grisham, Ágata de Win’theuil al hombre de su vida, de quien todavía no hemos hablado

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en estas páginas: “Hay mas cosas en el cielo y en la tierra, Don Mispel-Hotas, que sueños en tu filosofía”.

Los murciélagos, por su parte, se habían quitado el delantal de Batman. Se habían ido a acostar muy juiciosos, es decir, a colgarse de cabeza, lo que no significa que hubiesen decidido irse por adelantado de este mundo de dolor, sino simplemente que habían subolfateado una circunstancia funesta. Dormir en la noche era para ellos como hacer la siesta, para lo que su naturaleza generosa no ponía ningún obstáculo.

Álvaro avanzaba en el silencio. Sus pasos no se escuchaban sobre las hojas muertas. No quebraban ninguna rama. El tejido de su pantalón no producía ningún ruido entre las dos rodillas. Su corazón latía solo un poco más fuerte de lo acostumbrado, pero el control que Álvaro ejercía sobre sus emociones le había permitido colocarse en modo de vibración. Era un momento de intensidad inexplicable y que no obstante acabamos de explicar con cierta maestría.

Continuará

Episodio VII

Lo primero que vio Álvaro fue una Ágata recuperada de sus emociones. Estaba sentada con un vestido sastre, la espalda derecha, enfrentando el increíble desastre; alrededor de ella cientos, miles quizás de orquídeas habían sido desenraizadas de manera salvaje, estrujadas, retorcidas, estripadas, decoloradas, despetaladas, peladas, trituradas, machacadas, mezcladas sin pudor la una con la otra, golpeadas bestialmente como se golpea un tapete para sacarle el polvo, o como la pulpa que suaviza los billetes para ponerlos en circulación. La colección de orquídeas que se preparaba para la gran fiesta de las flores, la que tiene lugar cada año en el mes de agosto en Medellín, el cuidado de estas maravillas envidiadas por los enamorados de las flores y los amantes de bulbos, todo esto había quedado en la nada. Era terrible. Era patético.

-Exijo una explicación, dijo Ágata, quien hacia gala en ese momento de toda la frialdad de la que su mirada era capaz y que no iba dirigida hacia Álvaro.

-Exijo, exijo… ¿A nombre de qué exige usted alguna cosa? ¿Con qué derecho?

-Usted lo sabe perfectamente, mi viejo.

-¿Quiere usted decir, que ya no soy su amigo?

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-¿A quién dijo usted hace un rato, desde su caja de espionaje, que estaba de mi lado? ¿Quién es esa “ella” de quien usted se vanagloria de no dejar ni un instante? Espero que no pertenezca usted a ETA.

-¿A la ETA? ¿Pero, qué cosas está pensando?

-¡Es un chiste malo!

-No la estoy espiando, Ágata. No sé quién es usted.

-¿Me toma usted por una tonta? ¿Por qué dice que no sabe quién soy? ¿Qué le hace pensar que no me haría feliz que usted conociera mi identidad? ¿Quién le ordenó venirme a buscar al aeropuerto para tener que viajar en su auto sucio y no en otro? ¿Por qué aquí, casi siempre, desde que le conozco, no me deja usted nunca sola, excepto cuando lloro y cuando precisaba justamente un poco de conmiseración? ¿Quién le aconsejó que me contara todas esas historia de pobres que duermen de pie y de ricos que velan en tierra? ¿Me va usted a denunciar, finalmente? ¿Cómo explica lo que tengo frente a mis ojos? Confiese que sabía perfectamente lo que nos esperaba en el jardín botánicoen el momento en que decidió que debíamos entrar como ladrones cuando ya habían cerrado? ¿Conoce usted el hombre de mi vida? ¿Sabe usted como se llama el hombre de mi vida? ¿El hombre de mi vida lo contactó? ¿Cuándo lo contactó el hombre de mi vida? ¿Sabe usted que sobre la bandera del hombre de mi vida, por razones etimológicas, existe precisamente una orquídea en pleno centro del rectángulo?¿Cree usted que es una coincidencia? ¿Cómo es que no muestra usted ninguna emoción ante el espectáculo del crimen contra esta vegetalidad? ¿Quiere decir que en esta ciudad toda especie de simpatía, en el sentido fuerte, esta atrofiada, irremediablemente como irremeavemaríamente? ¿Comparte usted el odio del hombre moderno, de su cultura y de sus culturas como se muestra en los libros ásperos de su compatriota Fernando Vallejo? ¿Qué sucedió en este campo de batalla? ¿Terminó la batalla? ¿Se trata de una batalla o más bien de una guerra? ¿Me va usted a responder finalmente? ¿Quién es el responsable? ¿Quién es el culpable? ¿Qué mano machete pasó por aquí? ¿A quién debo dirigirme para conocer una brizna de verdad. Si la paloma que se eleva allá arriba poseyera letras, me diría lo que vio. No me dejaría en esta ignorancia, no tendría el coraje. Todas estas flores están ahí, completas. ¡Nadie se las ha llevado! Devastación, devastación, devastación, solo devastación… ¿Va usted a abrir finalmente su caja de palabras?

-Eso que usted describe, no es totalmente exacto, dijo finalmente, Álvaro, en tono severo.

-¿Qué quiere usted decir?

-Faltan los tubérculos.

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Continuará

Episodio VIII

Lo que declaraba Álvaro era cierto. Ágata de Win’theuil quería recoger las evidencias y no se privaría de ello. A primera vista, no había sabido percibir que habían cortado la base del tallo –la base de todos los tallos, sin excepción- con sumo cuidado con una herramienta corto punzante bien afilada, podadora o tenaza, después de haber arrancado de la tierra cada flor individuo. Solo lo rápido de la intervención provocó esa falsa apariencia de un acto de cólera y de iconoclasia pura.

-No, dijo Álvaro. Esto es un robo, una agresión, una rapiña. No tiene nada que ver con vandalismo. No nos dejemos engañar por las apariencias.

-Habla usted como un comisario de novelas policíacas, mi pobre Álvaro.

-¡Ah, no! No puede usted decir “mi pobre Álvaro”, Señora Ágata.

-¿Y eso por qué?

-Porque son las 12 y un minuto, mi querida mi amiga.

-Si, pero sea discreto, por favor, no hemos leído juntos Durante mucho tiempo me acosté temprano, si entiende lo que quiero decir… Entonces ¿por qué no puedo decir “mi pobre Álvaro”, mi pobre Álvaro?

-Porque hoy es precisamente el último día de mi período de pobreza, en un minuto seré de nuevo rico. En lugar de ofrecerle una mera tortilla sin jamón, tendremos hormigas culonas para el almuerzo, (un manjar raro y costoso), tendremos papaya, piña, melón y todas las delicatessen que se le antojen.

-¿Quién le dijo que estoy contenta de presenciar precisamente el momento de su retransformación? ¿Cree que me complace? ¿Tengo yo necesidad de que se me complazca?

-¿Por qué pregunta usted tanto, Ágata?

-Por el placer de enmierdarlo con sus propias no-respuestas generalizadas, ¡especie de gaznate, que arrulla más de lo que informa!

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-¿Por qué me dice usted todo esto?

-Porque parece que no es mi día. ¿No cree usted que sería más eficaz partir en busca de los ladrones de bulbos, en lugar de estar peleando entre nosotros?

-¿No sabe usted porque detesto el giro interro-negativo?

En ese momento, Álvaro abandonó su bella indiferencia. Se acercó a aquella que había considerado su amiga y poniendo su mano sobre el hombro derecho, allí donde se extendía un hermoso tatuaje polícromo, le dijo mirándola a los ojos:

-Todo eso lo sé, Ágata de Win’theuil, amiga mía, mi presidenta.

Esta revelación no pareció ejercer ningún efecto sobre la emotividad agatiana. Dijo, simplemente, con palabras de todos los días:

-Hace muchos años entendí que usted sabía quien soy.

-Yo no diría eso. ¿Quién puede saber quién es usted realmente, Ágata de Win’theuil? Debo decir que ni siquiera es mi ambición saberlo. Desde mi punto de vista, usted podría ser perfectamente una. Eso me tranquilizaría. Nunca he entendido porqué los políticos quieren reflejar un retrato unívoco de sí mismos. ¿No se ven ellos confrontados a situaciones cambiantes?

-Acaba de hacer usted elogio del cambio radical de vida, mi rico amigo. No se confié usted.

-Sin embargo, avanzamos, Ágata de Win’theuil. Sé quien es usted. Siempre lo he sabido…

-… en cambio, yo no sé precisamente, quién es realmente usted.

-Es verdad.

-¿Entonces?

-¿Llegó el momento?

-Lo he llamado.

-¿Es suficiente para que le obedezca?

-Creo que sí.

-Demuéstrelo.

-No he desenterrado argumentos de la panoplia de la coerción, ese concepto inmaterial que se arma de pinzas y tenazas, de bañeras y tenacillas.

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Todas esas vidas sobre las que hace cómodamente su duelo el más sudoroso y apático de los tiranos, he aprendido a mantenerlos a flote, imagínese usted…

-Todo esto es en su honor, en su honor. Y puesto que es así, debe usted saber, querida amiga, que soy

Continuará

Episodio IX

Don Mispel-Hotas estaba en la oscuridad, sentado y atado de manos y pies. No se amarró solo, como se puede imaginar. Sus antebrazos estaban pegados a sus muslos, las manos abrazaban las rodillas, y el conjunto completo se mantenía en estrecho contacto con una cinta adhesiva de las que se utilizan en electricidad, distribuida generosamente, reforzada con fibras de metal que ni siquiera una dentellada hubiera logrado debilitar. En esta posición, y mientras que con una argolla estaba fijo a otra argolla de metal que salía del pavimento, el prisionero tenía dificultad para mantener consciencia de su existencia. La bola de algodón que tenía en la boca y la mordaza mantenían todo en su lugar, no permitían un eventual monólogo, que por lo menos hubiera dado testimonio de la capacidad de la palabra o de la risa, consideradas generalmente propias al hombre. Un guiño en la oscuridad absoluta no se parece al que se efectúa a plena luz. Lo mismo para la agitación de las orejas hacia adelante y hacia atrás, hazaña inútil de la que Don Mispel-Hotas se sabía capaz, pero que pensándolo bien, no le ayudaba mucho. La utilización misma de los recuerdos, no era un recurso cómodo, puesto que estos se escabullían hacia la sombra. Aceptar la inercia era la única posibilidad de no desfallecer. Estaba apretado como una salchicha. La momia se imponía.

En consecuencia, Don Mispel-Hotas no era más que espera. Estaba reducido a no dejarse caer en una especie de demencia que podría desarrollarse a causa de la inmovilización. Debía tener paciencia, no podía soñar con maratones matinales por los viñedos o sobre los pasos de los pantanos. Estamos de acuerdo, pregunta quién te oprime. Piensa que si el desgraciado no te ha ejecutado es porque tiene algo que debe decirte de frente, algo seguramente qué preguntarte. En consecuencia, prepárate para ese cara a cara que probablemente llegará muy pronto. Han querido debilitarte. No has comido desde hace diez o quince horas (¿cómo saber cuánto tiempo ha pasado?), tienes sed, pero vives de tus reservas, recuerdas que el cuerpo tiene una cantidad considerable de agua. Tampoco ignoras que tienes una cantidad apreciable de vegetal en ti, cuando se siente necesidad, los órganos de reserva, los tubérculos, por ejemplo, enterrados con frecuencia están a tu disposición así como el agua y los glúcidos.

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Don Mispel-Hotas se decía todo esto en la oscuridad de su fuero interior, puesto que él mismo se encontraba en otra oscuridad.

Duerme, duerme, negrito

Que tu mama está en el campo

Negrito, negrito…

Como en la versión de Atahualpa Yupanqui. Y Don Mispel-Hotas recordaba esta canción que le salía armoniosamente por la nariz; por la boca era imposible. Otro recurso que utilizaba para ocupar su mente, el único elemento de su ser que todavía podía mover: dejaba pasar una y otra vez por su memoria los titulares de las carteras de los ministros colombianos desde la Independencia. Los había aprendido de memoria en el avión que lo traía a Medellín, una costumbre que tenía desde que era niño, por una preocupación a la vez de entrenamiento de memoria y de republicanismo incurable: “ministro del Interior y de las orquídeas… ministro del metro rodante y del metro-cable… ministro de Limpieza de las Aguas y de su recuperación… ministro de las artes y de la literatura elitista para todos… ministro de los Suéteres Rojos… ministra de la traducción paralela… ministro del café y de las almendras tostadas…” mientras que a cada enunciado de la cartera seguía un nombre propio, de por lo menos, cuatro elementos, Rubén Armando Contreras Ibarra o Darío Patricio Víctor Hugo Sánchez…

Don Mispel-Hotas estaba ahí en su lucha contra la parálisis asistida por la cinta scotch, cuando llegó a sus oídos un ruido de pasos, un ruido que peldaño a peldaño multiplicaba generosamente una escalera en hierro en una celda de cemento.

Continuará

Episodio X

Una llave de hierro giró, manipulada por una mano de hierro, en la cerradura de hierro. De hecho, la mano era de hierro, por lo menos con guante de hierro, un excelente atajo para lo que podría ser un carcelero en el infierno.

Sin embargo, Don Mispel-Hotas estaba feliz. Lo que hubiera podido representar un deterioro de su suerte parecía ser en un primer momento una satisfacción. El que se decía visitante decía también que había una razón para que la visita se diera. Don Mispel-Hotas estaba convencido que detrás de todo eso se

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anunciaba una transacción y que el volvería a ver la dulce luz de Medellín, aquella bajo la cual se podía caminar sin mucho temor (no siempre fue así, de ninguna manera, en la historia de la ciudad). Don Mispel-Hotas, además ¿no había sido secuestrado a plena luz del día?...

La mano de hierro manipulaba en ese momento otra cosa en hierro, era una navaja. La acercó a la boca del prisionero y con precisión de cirujano cortó la mordaza. Mispel-Hotas expulsó algunos trozos de algodón salivófilo.

-Creo, Señor, dijo una voz que tenía algo de metálico y de destemplado, como si hubiera sido accionada por un cuasi violinista debutante, creo que el interés súbito de las más altas autoridades del Mundo-Mundos para la ciudad de Medellín no es de muy buen augurio para la integridad física. Espero, evidentemente, equivocarme, porque me parece usted simpático. ¿Qué vino a hacer aquí?

-No vengo a hacer nada a ninguna parte, dijo Mispel-Hotas de manera muy suave. Vea usted, hace muchos años que no tengo el más mínimo proyecto. Tomo los lugares como me llegan, la predicción meteorológica como la posibilidad de que el clima sea frío, húmedo, canicular. Los hombres me interesan todos por lo que son. Me siento satisfecho con muchos fenómenos que no parecen atraer la atención de nadie o de casi nadie. No lo tome a mal, eso no significa de ninguna manera la más grande indiferencia ante lo que sea. Vine a Medellín porque pasaba por aquí y mi trabajo es pasar por aquí y por allá.

-¿En qué se ocupa usted?

-Sabe usted, nunca he dejado de ser conductor de vehículos de utilitarios.

-Miente usted. Es presidente del Mundo-Mundos.

-No soy ya el presidente del Mundo-Mundos desde hace tiempo. He sido liberado de mis funciones.

-¿Por quién?

-Por mi incompetencia.

-¿Quién lo remplaza?

-Un incompetente siempre es irremplazable.

-¿Quiere usted decir que ninguna necesidad particular lo atraía a usted a estos lugares?

-No quiero decirlo. Lo digo.

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-Cuando usted fundó, en otra época, su república individual, nombrada por usted de manera tan elegante la República de Mispel-Hotas…

-¡Hace mucho, muchísimo tiempo, no en otra época!...

-¡En otra época o hace mucho, muchísimo tiempo, poco importa! ¿Olvidó usted de qué estaba hecha su bandera?

-No lo recuerdo.

-¿Cree usted que esto podría reavivar su memoria? (Jugaba con la navaja haciendo salir la hoja de metal, escondiéndola y haciéndola salir de nuevo) ¡Quiero decir darle la vida! Su vida está en peligro, Señor.

-¿Es usted quién trae ese peligro?

-Así es.

-¿Con quién tengo el honor?

-¿Qué quiere usted decir?

-¿No tiene usted un nombre? ¿Un nombre de pila, un nombre de clan, un nombre de cartel?

-De nada le servirá saberlo.

-De nada, sin duda, solo lo exijo en aras a la cortesía que debe presidir esta conversación.

-Puede llamarme el Hombre de Hierro, si eso lo hace feliz.

-Es un nombre frío.

-La temperatura apropiada para pronunciar la sentencia extrema.

-¿Quién le dijo a usted que me aferraba a la vida?

-Su voz me lo dice. Como me lo dijo la voluptuosidad que expresó al respirar la noche de Medellín. La única noche de Medellín que se le permitirá conocer.

-¿Porqué esperó usted el día para atraparme?

-Por que necesitaba atrapar todo lo que pudiera.

-Es usted misterioso.

-El misterio no va a durar mucho tiempo.

-La navaja entró de nuevo en acción, esta vez para retirar el adhesivo y liberar el brazo y las piernas del prisionero. Don Mispel-Hotas estiró las piernas,

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quejándose, resintiendo una multitud de picadas virtuales administradas por una multitud de hormigas núbiles que agredían el macho.

-Sígame, dijo el violón chillón y que hacía sonar los dientes.

-Hago lo que puedo.

Los dos hombres salieron de la cárcel. Mispel-Hotas con la cinta scotch erizada parecía un espantapájaro. Tomaron el camino de la escalera de hierro, cuarenta y ocho peldaños de bajada, y finalmente un largo corredor que terminaba en un callejón sin salida.

-¿Sabe usted lo que hay detrás de esta puerta?

-El futuro, dijo Don Mispel-Hotas.

Continuará

Episodio XI

La mano izquierda de Ágata de Win’theuil estaba comprometida con la mano derecha de Álvaro y la mano derecha de Win’theuil Ágata, con la de un nuevo personaje que respondía al nombre de Fernando. Todos tres caminaban por la misma línea, considerando con atención el suelo macadamizado del camino que habían tomado.

-¿A qué se parece exactamente un tubérculo? preguntó Ágata.

-A una papa minúscula, respondió Fernando, pero de cáscara un poco más fina.

-¿Fina como la mía? Soltó el cumplido Ágata de Win’theuil, de hecho, no tan finamente.

-No se me hubiera ocurrido compararla con una papa, a pesar de que como botánico que soy tengo una idea bastante buena de ese tipo de legumbre que es también un tubérculo…

-Agradezco sus buenos pensamientos, pero no me ha dicho todavía, por una parte, si es rico o pobre, por otra parte, ¿con que objetivo fueron arrebatados todos esos bulbos de orquídeas a la reservas nacionales?

-Se lo va a decir, le dice Álvaro tranquilizándola, dándole un apretón de mano afectuoso.

-El tubérculo de la orquídea, debe usted saberlo como el común de los mortales que no conocen de etimología, es doble. Los ignorantes ignorantistas, diré mejor, los obscurantistas creen de manera firme como el hierro que, la

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pólvora puesta durante varias horas bajo la lengua, esta sustancia es el afrodisíaco más extraordinario que se pueda encontrar sobre este maldito planeta, y falta le hace.

-¡Qué estupidez! Dijo Ágata.

-Estoy de acuerdo con usted, es como decir que el núcleo de la nuez es bueno para el cerebro porque se parece al cerebro o que la alcachofa hace crecer el cabello si se come el heno. De hecho, para responder a su primera pregunta, soy rico en este momento, rico, en todo caso, en ideas más científicas que esta sorprendente historia de orquídeas.

-No solamente es estúpido desde el punto de vista científico, dice Álvaro.

-¿Además?

-Le voy a revelar algo, Ágata de Win’theuil, pero quisiera que guardara para usted esta revelación.

-Por supuesto, ¿en dónde quiere usted que la difunda, yo que nunca participo en las cenas de la ciudad?

-¿Me lo jura?

-¡Se lo juro!

-¿Y que esta confidencia no la escribirá usted en una novela por entregas traducida a varias lenguas comenzando por el español de América Latina?

-¡Juro y rejuro!

-Pues bien, Ágata, le diré algo que nunca me he atrevido a decir a nadie. A pesar de que esta verdad me ha quemado la lengua. ¿Por qué me la he guardado siempre para mi como si no hubiera que desperdiciarla en el primer oído que apareciera? Creo que hoy es el día o nunca. Pero no quiero que Fernando me escuche. Venga para acá.

Álvaro esperó que Ágata le soltara la mano al botánico, quien se ocupaba de mover con el pie el polvo del camino como si estuviera en busca de una pepita. Ágata siguió a su guía que la conducía detrás de un van estacionado en la acera y que esperaba el día y el servicio público. Protegidos por esa mampara, diría mejor vanpara, Álvaro tomó la mano de Ágata y la besó profundamente. Después de esto, la miró a los ojos. Ágata sentía que el mundo le daba vueltas con toda esta ceremonia y dijo con una voz débil pero inteligible:

-Voy a decirle, Ágata, para un hombre, -quiero decir, por lo menos para un heterosexual-, el único afrodisíaco eficaz es simplemente una mujer.

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Escuchando esto, Ágata de Win’theuil estuvo a punto de desmayarse, y ni siquiera se esforzó en impedirlo. Cayó en los brazos de Álvaro que la sostuvo como una pluma, es decir, que se sintió convertido en portaplumas, presto a acostar por escrito lo que le acontecía.

Regresaron tranquilamente donde se encontraba el botánico que tenía entre dos dedos una pequeña esfera vegetal y doble, con aire triunfal.

-Vamos, dijo, por buen camino.

-Entonces, sigamos, decidió Ágata.

-Vamos, confirmó Álvaro.

Y, extendiendo el brazo, Fernando señaló con el índice el sur apurando el paso.

Episodio Doce

El astro estaba en toda su plenitud. Era suficiente dejarse guiar por su luz.

-La luz no es suficiente, Ágata, dijo Álvaro.

-¿Qué podría añadirse a esta luz? Esta luz es suficiente, veamos… No la vamos a atosigar.

-Hay, sin embargo, algo que se encuentra más allá de la luz.

-¿Qué?

-Su plural.

-No entiendo.

-Las luces. Incluso quizás aquellas con L mayúscula. Las Luces.

Fernando asintió con muestras de convencimiento.

-Y Las Luces me dicen, Ágatha de Win’theuil que la hora es peligrosa. No tenemos derecho a exponerla innecesariamente. Lo primero que haremos es dejarla en el hotel.

-No tengo hotel.

-Le encontraremos uno.

-No tengo la intención de dormir, esta noche. No vine a Medellín a recuperar una llave magnética en un hotel de cuatro estrellas, ni a subirme en un ascensor silencioso, ni a penetrar en una habitación con una cama de dos

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metros, bañera y lociones para el baño. No cuenten conmigo para esa payasada. Soy pobre esta noche y no pido nada. Ustedes me han convencido de la necesidad de una cura y ahora que ha comenzado, no me voy a echar para atrás. Desafortunadamente, todos dos, si entendí bien, están en un período de riqueza, por lo que no puedo ir a alojarme ni en la casa del uno ni en la del otro. Realmente, la mejor solución es que los acompañe a lo de los ladrones de bulbos con el fin de ponerles los puntos sobre las ies. No dudo un solo segundo que el solo hecho de anunciármeles con mis títulos y calidades les hará entregar las armas si es que tienen alguna.

-¿Duda usted un solo segundo que sea ese el caso? Dijo Álvaro con inquietud. No quisiera tratarla de inconsciente, algo que la altura de su función me prohíbe absolutamente hacer, de todas maneras, ¡usted no tiene derecho a arriesgar así su bella existencia!

-Sea sincero, Álvaro, respóndame ¿a son de qué fue usted a recogerme al aeropuerto? ¿A qué policía exactamente pertenece usted? No tiene usted derecho a esconderme nada. ¿A quién le dijo usted por teléfono “Estoy con ella”, en español, que es su lengua favorita, en el episodio seis?

Durante todo este intercambio, caminaban a buen paso, Fernando se agachaba de tanto en tanto para recoger un tubérculo que dejaba caer en su bolsillo imaginando el momento en que pudiera finalmente volverlo a enterrar en el lugar de donde no debería haber salido.

Álvaro sentía que no podía echarse atrás. Respiró profundamente y, bastante inspirado, le dijo a Ágata:

-Desde el día en que la ví por primera vez, Ágata de Win’theuil, he madurado. Fue hace dos años. Estaba usted en París y caminaba a lo largo de La Villete. Mi memoria no me traiciona, pues La Villete estaba escrita en letras completas sobre un panel luminoso de la gran ciudad. Que la Villete fuese un barrio de la ciudad, me pareció de la lógica más elemental. Yo me encontraba en París para terminar mi tesis de literatura comparada dedicada al tema de la tempestad marina en la literatura europea de Rabelais a Conrad. Desde el día en que la vi, no me sentí capaz de terminar mi proyecto. Tenía finalmente la consciencia interior de la borrasca, estaba en buena medida bajo su yugo.

-Pues bien, mi pobre rico amigo, dijo Ágata que no era capaz de jugar a ser modesta, si lo hubiera sabido… En fin, reconozca que no he hecho mucho para avivar el fuego del que me habla. Lo único que he hecho es ser yo misma y…

-Quizás, interrumpió el enamorado que temblaba de pies a cabeza como un Populus tremola tremola de todas sus hojas (había renunciado a su bello estoicismo), y créame que durante dos años logré convencerme que mis

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sueños deberían contentarse con la distancia y con la desactualización de todo el potencial que, de todas maneras, acariciaba. Todo esto para decirle que no pertenezco a policía ninguna, que no dependo de ningún presupuesto de la defensa o de los servicios secretos, que soy solamente su servidor, su conductor, su mayordomo, su vestidor si usted lo desea o su desvestidor y su peluquero, su cosmetólogo preferido, pero eso en una primera etapa, luego su protector.

-Mi protector… va usted rápido, amigo mío.

Continuará

Episodio Trece

-Mi protector… ¡se puede decir que, por lo menos usted no se anda con rodeos!... A decir verdad, todo esto me parece duro de sobrellevar. Hace mucho tiempo que renuncié a contratar personal menor… Ya no está de moda y nadie quiere humillarse realizando ese tipo de tareas. En jerarquía estoy por encima de usted. Es lo único que le puedo conceder. Pero, en este momento, va usted a dejar sus zalamerías de enamorado transido pues comienza a enfriármelas, como se dice vulgarmente. Estamos en una operación de envergadura, Álvaro. El azar ha querido que hubiésemos presenciado un crimen de la más abominable especie, esto es un signo de que nuestro deber es ponerle orden a las cosas, es decir, volver a plantar los bulbos una vez que los hayamos encontrado. Fernando, no tiene sus miedos ni sus pusilanimidades. ¡Mírelo! ¡No pesa el peligro en la balanza de la acción! ¡Así me imagino el ciudadano del futuro, el de las mañanas que cantan entonados!

-Pero, Ágata, conozco el…

-¡Yo también, lo conozco! El no sé qué que usted quiere decir: el contexto, probablemente el país, la conjetura , la Historia y el pasado, todo esto con el mismo cuidado, pero es cuido para los gatos, ¡así es mi viejito! No quiero saber lo que usted conoce. ¡Exprima el limón de sus conocimientos a favor de la acción que debemos realizar, en eso, estoy con usted, pero no me calienta la oreja con el detalle de sus deducciones o de sus dudas!

-Álvaro miraba a Ágata con ojos del Quijote para su Dulcinea, Ágata cuyo brillo constante en los ojos iría hasta el disco lunar como chispas de acero en fusión.

-Pues, qué así sea, dijo Álvaro más con filosofía que con entusiasmo real. Estaba convencido que corría delante de ráfagas que no serían más que viento.

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La novela por entregas debe informar que Álvaro no sentía sus intestinos tan valientes como lo deseaba.

-No se puede pedir a una jirafa que camine como un cocodrilo, dijo Ágata alzándose de hombros, Ágata que leía muy bien los comentarios narrativos en el desarrollo de la vida misma.

-¡Silencio! Dijo Fernando agachándose una vez más. Nos acercamos a nuestro objetivo. No es momento de alborotar al enemigo.

-¿Cómo sabe usted que nos acercamos al final? Solo estamos en el episodio trece.

-La temperatura, precisó el sabio.

-¿Cómo? ¿La temperatura?

-El tubérculo que acabo de recoger, como no sucedió con los anteriores, se siente afectado por el calor que seguramente emanan también una gran cantidad de sus coetáneos verdaderamente almacenados a veinticinco metros a la redonda. Con seguridad el cargamento pasó por aquí en camión de carga. Aquél que está aparcado un poco más allá. Apuesto mi cabeza, pues, de todas maneras, solo tengo una a disposición. Basta con encontrar una puerta de garaje que acoja esta hipótesis para que la búsqueda termine en belleza.

-Con Ágata de Win’theuil, dijo Álvaro, ¿cómo puede acabar cualquier proyecto sino en belleza?

Ágata pretendió no haber escuchado, de todas maneras, levantó el dorso oscilándolo de manera provocativa haciendo pivotear su pelvis.

-Allá, dijo ella, señalando una fachada de mala muerte, un puerta pesada cerrada, que levantada podía dar paso a un camión de doce toneladas de carga.

Sobre el metal pelado, se podía leer, escrito con pintura blanca: GARAJE EN USO.

-Vamos, al ataque, exclamó tranquilamente Fernando, como lo hubiera dicho delante de cualquier puerta a la que hubiera tenido la intención de tocar.

-Despacio, despacio, lo calmó Ágata de Win’theuil como si hubiera sido el general Córdova en la batalla de El Santuario. Debemos organizar nuestras tropas.

-Pero, ¿de qué tropas habla usted, general?, dijo Álvaro que más aún que su amor, era capaz de leer entre líneas el diálogo con los comentarios narrativos.

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-¿Me puede prestar su celular, teniente Álvaro?, dijo Ágata de un tono tranquilo.

Continuará

Episodio XIV

Álvaro metió la mano en el bolsillo y entregó el celular a su general. A este gesto añadió una precisión verbal.

-En el jardín botánico estuve solamente con Fernando.

-¿Es verdad, Fernando?

-Claro que es verdad.

-¿Sabía usted que los bulbos estaban en peligro?

-Lo sabíamos desde hace tiempo. Pero la arrancada de los bulbos sucedió mucho antes de lo que habíamos previsto.

-¿Saben ustedes porqué?

-Porque el crimen no fue cometido por quienes nosotros imaginábamos.

-¿La competencia, entonces?

-¡Así es, la competencia! Y no nos lo esperábamos. Entre ellos habrá chispas y centellas, cuando los primeros se den cuenta que fueron remplazados.

-¿Cómo conoció usted a los primeros?

-Me había infiltrado entre ellos en la época en que era pobre.

-¿En dónde vivía usted en ese entonces? En que tipo de casa, quiero decir.

-Se está burlando usted de mi, Ágata…

-¿Por qué piensa usted que me estoy burlando?

-Pues porque no tenía casa… ¿Qué cree usted? Dormía al borde del río donde la lluvia caía sobre mis espaldas. Cuando llovía, enrollaba mi ropa seca, la metía bajo una plancha y me duchaba esperando a que saliera el sol. Siempre estaba impecable… Estudié mucho, en esa época lo que llamamos la “maleza”.

-¿La maleza de la sociedad?

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-No, en el sentido botánico… No hay maleza, el viento que las trae no es ni malo ni bueno, un viento solamente. La maleza de la sociedad no se encuentra solamente entre los pobres…

-Álvaro nunca me supo explicar cómo resolvió la “solución Medellín” el asunto del número de pobres, infinitamente superior al de los ricos, en el momento del intercambio de condiciones…

-Con gusto, Fernando, pero le recuerdo que estamos en un momento crucial y que la actualidad consiste mejor en forzar la puerta de esa especie de bunker, que se encuentra ahí, delante de nosotros. Cuando triunfemos, tendremos muchas horas de ocio para dedicarnos a la conversación.

-Como usted quiera, Ágata de Win’theuil. Es usted quien manda. Yo solamente puedo aconsejarla, desde mi punto de vista científico, cuando sea necesario. No es aconsejable poner en peligro el precioso cargamento de tubérculos que estos malandrines robaron a la colectividad planeando un allanamiento a esa fortaleza.

-No tema, no estoy acostumbrado a entrar como un elefante en una tienda de porcelana o como el enorme y malvado lobo en un rebaño de corderos. Mi plan es muy delicado y comprometeré las premisas utilizando este teléfono, que no sé cómo utilizar y que parece más bien una barra de jabón que una herramienta de comunicación. Álvaro, quiere usted por favor marcar con sus dedos el número que tendré el placer de dictarle.

Álvaro escuchó el número (que la novela por entregas no reproducirá aquí por evidentes razones de seguridad) y lo marcó con los dos pulgares. Tendió la barra de jabón a Ágata de Win’theuil con un golpe de talón.

-Descanse, mi viejo.

Ágata pegó el objetó de su oreja derecha. La panela sonaba. La desplazó hasta su oreja izquierda. Inclinó la cabeza dándose cuenta con algo de inquietud que escuchaba mejor de ese lado. ¿Estaba ya perdiendo la agudeza auditiva?

-Aló, dijo Ágata. Pueden enviar la tropa (…) Si, el rebaño, si lo prefiere (…) Hará lo que estaba previsto (…) Exactamente (…) No sé en qué parte de la ciudad nos encontramos, pero diablos, no me diga que no va a poder localizarme con el GPS (…) Avise a los otros, claro (…) Todo debe hacerse en el próximo cuarto de hora. Mañana al mediodía todo debe haber terminado. (…) Si, concluido.

-Ágata le devolvió el teléfono a Álvaro para que lo apagara.

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-Solo nos queda esperar, dijo Ágata, acercándose a Fernando para besuquearle el crespo bigote.

Continuará

Episodio XV

-Nada de eso, dijo Don Mispel-Hotas.

El relato del Hombre de Hierro había sido preciso, frío y detallado. Había durado exactamente el tiempo que necesitaba la lectora para leer los episodios once, doce, trece y catorce. Había terminado con una propuesta formal, lo que Mispel-Hotas esperaba sin conocer realmente el alcance. Confirmó su rechazo, persistió y se persignó:

-Nada de eso.

-La risa del Hombre de Hierro chirrió como si le faltara aceite. Mispel-Hotas no puedo evitar sentir escalofrío, cualquiera que haya sido su estado de ánimo. Recordó el maelstrom de Edgar Poe y pasó su mano por entre los pocos cabellos que caían sobre sus sienes. “La amenaza lo argentará, quizás… lo emblanquecerá en una noche de horror…”

Detrás de la puerta, hacia un rato, Mispel-Hotas había descubierto, llevado por su guía y sin embargo extorsionador potencial, un espectáculo terrible: en medio de un inmenso hangar se elevaba una pirámide blanca, que a cierta distancia, podía parecer un morro de piedrilla. Una volqueta tuvo que descargar en una tolva, allá encima, y el material fue a parar al sótano, como el montículo de arena en la parte baja de un arenal. Un olor grasoso violentaba el olfato.

Alrededor de la pirámide, siguiendo un anillo regular, se encontraba una cuarentana de obreras y obreros sentados en el piso e incluso en el puro pavimento. Estaban encadenados el uno al otro por medio de una argolla de hierro ajustada a cada tobillo, los pies desnudos posados sobre el suelo y las rodillas plegadas vueltas hacia el techo. Trabajaban con las dos manos entre las piernas.

Mispel-Hotas se acercó, obedeciendo a un gesto del puño de hierro que se mostraba acogedor, con algo de ironía.

La multitud laboriosa dio apenas una mirada al visitante. Tenía mucho que hacer con el rallador que Mispel-Hotas percibía entre los dedos de todos y que se le parecía a algo que usan los cocineros cuando quieren dar a la crema una sospecha de nuez moscada. Había allí niños, cuyos dedos delgados estaban con toda evidencia mejor adaptados para la pequeñez de la

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herramienta, mucho más en todo caso, que las manos regordetas de los adultos que con frecuencia dejaban caer el rallador, dejaban escapar lo que rallaban o se rallaban torpemente los dedos hasta sangrar.

“Veamos, veamos, se dijo Mispel-Hotas, el… ¡se diría que tenemos todavía hermosos días! El… ¿Cómo se llama eso? ¿Por qué se me escapa la palabra? Si no es una palabra rara. La tengo en la punta de la lengua. La hubiera creído olvidada. Ciertos diccionarios seguramente la han sacado de su repertorio. Poco importa, ya la recordaré, puesto que llegó su referente… ¿Pero, qué están rallando, exactamente?”

Mispel-Hotas no se decidía a cuestionar al Hombre de Hierro, tan decidido estaba a responder negativamente a sus propuestas deshonestas. Esto, no lo hacía, sin embargo, un interlocutor cualquiera. Que no se haga ninguna ilusión.

Lo que rallaban no eran minerales. Era evidente cuando uno se acercaba bastante. Eran vegetales y eran dobles.

Mispel-Hotas no sabía lo que era. Tomar un ejemplar y ponerlo en la palma de su mano no estaba prohibido. Entonces se lo permitió, sin avanzar mucho más. Solo tenía que devolver el objeto al montón y empezar a hacer el tour completo del equipo de trabajo.

Cada proletario (“pero no es esa la palabra que busco”, pensaba ofuscado Mispel-Hotas), cada trabajador (“tampoco es esa”) tenía entre sus piernas una pirámide minúscula de polvo, que se parecía a la grande, a pesar de su tamaño irrisorio. Cuando el montoncito llegaba a la altura de una mano –la medida era del pulgar al suelo y del auricular al aire- el que maniobraba (“de nuevo la palabra se me escapa, no se parece a esa”) llamaba al que recogía que se acercaba con una palita, una pequeña escoba y un balde grande.

Solo en ese momento, era posible descansar recostando en el suelo la espalda encadenada (“la tengo, tengo la palabra”), pero menos de dos minutos, tiempo que era decidido por un rejo al que no era posible replicar.

Continuará

Episodio XVI

Mispel-Hotas había encontrado la palabra, pero no quería pronunciarla. No era una palabra digna de pasar por una boca libre que le volvería a dar la actualidad perdida. ¡Que la realidad se las arregle con lo indecible y con la bancarrota del léxico! Ofrecerle el aparato de una palabra histórica, sería otorgarle demasiado honor. Claro está, que siempre habrá la posibilidad de

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pronunciarla con desagrado y de acompañarla de un rictus que indique el rechazo. Te pronuncio y te escupo. En cuanto dispongo la memoria de mi lengua para pronunciarla, la enuncio y la rechazo, la anuncio y la tiro lejos de mi, la farfullo y la mascullo, la destrozo con mis dientes como lo hiciera con una pulga. Mi paladar se contrae, mientras la palabra pasa: mis papilas reaccionan produciendo una saliva envenenada de palabras, una saliva que duerme en una bolsa de veneno. Mi lengua carnuda toma la palabra con sus pinzas para no dejarse contaminar. Mis mejillas se retuercen y se vuelcan hacia el exterior. Pero la protesta con la que se podría gratificar esta actitud sería insignificante a los ojos del maestro, mucho más descorazonador a las oídos de aquellos que no lo son, maestros –ni de si mismos ni de su destino. Quizás. Por lo menos lo que me queda de consciencia estará tranquilamente sentado a mi lado, sin conocer vergüenza ni remordimiento de haber sido cobarde.

La voz insoportable que se escuchaba en ese momento como una puerta que se abre mientras unas piedrillas se deslizaban entre ella y el suelo de porcelana, ponía los puntos sobre las tres íes de la incomprensión mispel-hotana:

-No deberían intrigarle esas pequeñeces, Mispel-Hotas. ¿Es posible que x no se reconozca en el espejo? ¿Nunca? Es verdad que el espejo tiene tendencia a invertir las cosas… pero no la X, precisamente, la letra irreversible.. El tubérculo, la orquídea, Mispel-Hotas, es oro…

La voz había dicho “es oro”, iluminando de pronto sus ojos. Y la voz de pronto, perdió su timbre. Los labios súbitamente temblaban sobre la base de la quijada. Los vellos se erizaban. La voz se había convertido en una larga expiración, un movimiento de máquina. Mispel-Hotas recordaba los frenos de su remolque, de otros tiempos, cuando los hacía chirriar por una bajada. La “r” no sonaba, tan ligera, sobre los neumáticos, sino sobre las llantas. Una humareda salía, tabaco caliente, el caucho quedaba inservible. “!Qué horrrrrrrr!…” Ni un gramo de liquido en la “r” de este riachuelo. El odio de Mispel-Hotas por el metal amarillo, aquél que había hecho tanto daño aquí mismo en tiempos de la Conquista, subió desde un rincón oscuro de su estómago, algo que después de mucho tiempo, hubiera jurado que estaba vacío. Mispel-Hotas que estaba en ayunas, vomitó un líquido amarillo, era la bilis.

-¡Pues bien, dijo con desagrado, porqué no lo produces sólido si tienes la fórmula!...

Respondió con un rechinamiento que no podía llamarse “risa”.

-No sea melindroso. He aquí lo que hará, continuó el crujido que no merecía el nombre de “voz”. O mejor, he aquí lo que haremos juntos. Tengo la materia prima, como lo ve, y tengo todavía la mano de obra. Estamos en el

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proceso de producción. Es un trabajo de titanes, de acuerdo, pero al tiempo no le hacen falta titanes desde que uno los sepa fabricar. Es mi trabajo. Toda la cadena de comercialización está lista para entrar en acción. La clientela espera. Su cuerpo y su imaginación echan chispas. La clientela está cautivada, puesto que cada uno se cree encerrado en sus deseos, es decir en sus insatisfacciones. Todo esto, lo manejo, Mispel-Hotas, todo esto lo domino. Hace años que maduro este proyecto. Hoy se encuentra en su fase decisiva. Solo hay algo que me falta, que me falta y que usted tiene. Y tendré que obligarlo a que me venda ese algo. Ese algo es su nombre, Mispel-Hotas.

-Lo comprendo, pero no soy vendedor.

Continuará

Episodio XVII

-Lo comprendo perfectamente, continuó realmente molesto Mispel-Hotas, pero no soy vendedor.

-Solo los cerdos no cambian de overol y solo los imbéciles no cambian de opinión. De hecho, no tengo afán. Vea usted la altura de esta pirámide. Necesitamos, mis colaboradores y yo, muchos días para rallarla toda. Desafortunadamente, el trabajador es una bestia que debe descansar de tanto en tanto. Otra solución sería hacerlos trabajar hasta la sed y luego remplazar las piezas y la mano de obra, dejando de lado lo que no sirve para nada.Los nazis decían “Ersetzbar”, lo que significa “reemplazables”. Sabían trabajar. Sin embargo, prefiero la experiencia. No se puede hacer un trabajo eficaz con debutantes perpetuos. Lo voy a dejar con ellos, con seguridad lograrán convencerlo de que colabore con nosotros. ¿Quién no busca ponerle fin a sus males? Es el caso de cada uno de ellos. Es también su caso. Lo llevaré luego de regreso a su habitación. Mientras tanto, puede usted aprender con ellos. No son peligrosos. Están demasiado ocupados. De todos modos, usted esta siendo observado permanentemente. No tiene nada que temer.

Mispel-Hotas se sintió en un primer momento aliviado con la desaparición momentánea del humano metálico. No quiere esto decir que una bocanada de oxígeno obrara en favor de su liberación, pero, por lo menos, la cólera impotente que henchía por todo el pneuma mispel-hotano, logró debilitar la tensión y el calor. Mispel-Hotas retomó la ruta por detrás de los ralladores teniendo cuidado de no dar una apariencia tranquila. Recordaba el juego del pañuelo al que jugaba cuando era niño: el que perdía debía dar una vuelta alrededor del grupo dando vueltas sentado y dejando caer el pañuelo sobre la espalda de otro. Si aquél no se daba cuenta y el perdedor lograba recuperar su

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pañuelo al terminar la vuelta, debía salir a correr y dejar su lugar al antiguo perdedor.

Mispel-Hotas no corría, sino que examinaba una a una las espaldas curveadas y cansadas por el trabajo, una escoliosis allí, una joroba allá, una espalda musculosa de mujer que se había desnudado sin pudor, esas espaldas de niño muy suaves con lunares, una perla de sudor descendía por las montañas rusas de la columna vertebral…

En cuanto un cuerpo se desmadejó, extenuado y jadeante, Mispel-Hotas lo levantó para ponerlo a un lado y tomar su lugar. Se encontraba ahora sentado entre un niño de diez años, algo ridículo, y un viejo de mirada fija.

- Rallas bien, dijo Mispel-Hotas al niño. ¿Me muestras cómo lo haces?

-Es un asunto de dedos. Si tuviera los tuyos, no lo haría mal.

-Trabajas concienzudamente.

-Si.

-¿Por qué?

-Puedo llegar a ser jefe.

-¿Qué hace el jefe?

-Recoge las manos. Esto se llama una “mano”. Un montón calibrado. El jefe es el recogedor.

-Si, lo he visto.

-¿Al recogedor, le pagan más?

-¿Pagar? Ninguno recibe paga aquí. ¿Dime, de dónde sales tú?

-De la pereza.

-¿Qué es eso? ¿Tiene eso algo que ver con el oso perezoso?

-No exactamente, pero podría.

-Dime, ¿me harás trabajar un día en tu perezocidad?

-Te lo prometo. Si logro salir de aquí, te prometo que te daré un curso intensivo en perezocidad.

-¿Aprenderé a perecear?

-A vivir muy lentamente, si.

-¿Cómo una tortuga?

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-Como una tortuga no estaría mal.

-¿Y podría colgarme de los árboles?

-Si quieres colgarte de los árboles diríamos mejor un murciélago digamos una ardilla, o incluso un mico. Los micos no necesitan un lugar muy grande para vivir. Vamos por un mico.

-Si.

-Escribiré eso en mis tabletas

-¿De chocolate?

-No, no de chocolate. No llevo chocolate.

-¿Y comería solamente bananos?

-¿Por qué querrías tu comer solamente bananos?

- Porque tenemos bananos en abundancia, incluso podría invitarte a comer bananos.

-¿A comer patacón, entonces?

-A comer patacón.

-Estoy contigo.

Continuará

Episodio XVIII

-Me causas mucha impresión, dijo Mispel-Hotas al niño que le respondía con risa.

La risa era de aquél que hubiera logrado hacer una buena farsa.

-¿Por qué ríes?

-¿No es mejor que llorar?

-Por supuesto.

-¡Yo río también porque no veo qué te causa impresión de mí!. ¿No soy un niño?

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-¿Por qué no puede un niño causar impresión en su momento? Trabajas con precisión y hablas y trabajas al mismo tiempo, lo que no te quita ni una pizca de habilidad. Mírame, soy torpe con mis dedos, mi polvo de orquídea está lejos de ser tan fino como el tuyo y mientras organizo mi frase mis dedos descansan obligatoriamente.

-Es porque acabas de llegar. Trabajas hace muy poco.

-¿Y tú, hace cuánto trabajas en esto?

-Hace ya unas ocho horas, pero me entrené antes para estar seguro de conseguir el trabajo.

-Un trabajo debería ser remunerado.

-Un día lo será.

-¿Quién te lo ha dicho?

-El jefe.

-¿Y le creíste?

-Pues claro, que le creo. El fue quien tuvo la idea de crear la empresa. ¿Por qué no habría de creerle?

-Porque no tiene ningún interés.

-Se diría que no quieres.

-Ya te diste cuenta de eso…

-No es difícil.

-Contigo, se diría que nada es difícil. ¿Vas a la escuela?

-¿La escuela? ¡Allí solo se aprenden cosas inútiles!

-¿Quién te metió eso en la cabeza?

-No se aprende a rallar, no se aprende a decorticar, no se aprende a hacer montoncitos regulares ni a empaquetar.

-Te lo podrían enseñar, no sería difícil. Se aprenden otras cosas.

-¿Qué?

-Por ejemplo, a tener ideas para hacer trabajar otra gente que no sean los niños, y pagarles por lo que hacen.

-¿Y te crees que yo podría tener ese tipo de ideas?

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-Sin duda. No me parece fuera del alcance de tus capacidades.

-Es lo que dice mi padre.

-¿Tú padre es pobre o rico?

-En este momento, es pobre.

-¿El hijo es siempre pobre cuando su padre es pobre y rico cuando su padre es rico?

-Si. Van de la mano hasta que el hijo comienza a trabajar.

-¿Trabajar solamente o trabajar para ganarse la vida?

-Cuando tu padre, por ejemplo, está en su período rico ¿hace el mismo trabajo que hace en el período pobre?

-Si, claro, mantiene su puesto de trabajo pero no se le paga de la misma manera.

-¿Qué es lo que cambia?

-Eso puede adivinarse, ¿no? Cuando es pobre se le paga con una cauchera, de otra forma se volvería rico antes de los seis meses reglamentarios. Cuando él es rico, le pagan bien, sino caería rápidamente en la pobreza.

-¿Y tú mamá?

-Lo mismo pasa con mi mamá, pero ella no trabaja ni de un lado ni del otro, por lo que no vale la pena preguntar.

-¿Qué hace ella?

-Niños.

-Eso no es un trabajo.

-No se considera.

-¿Dónde están en este momento?

-¿Los otros niños o mi padre y mi madre?

El niño señaló con el mentón el otro lado de la pirámide, escondido a la mirada de Mispel-Hotas.

-¡Quieres decir que están allá!

-¡Claro está!

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-¿Y tus hermanos y hermanas?

-El niño señaló con el mentón dos más pequeños que trabajaban a su derecha.

-¿Entonces están todos aquí? Dijo Mispel-Hotas algo sorprendido.

-Claro.

-¿Pero cómo logran subsistir?

-No nos lo preguntamos, puesto que somos pobres. Basta con defenderse con lo que llegue a las manos.

-Cuándo pase tu padre de lado de los ricos…

-Si, en cuatro meses y dieciocho días.

-…en ese momento, le pagarán. ¿No es verdad?

-Generalmente, si.

-¿Por qué dices, “generalmente”?

-Porque en ese momento el trabajo habrá terminado.

-Ves, entonces, que nunca ganarás dinero.

-Soy un niño, no es una obligación. Mi padre dice que eso llegará pronto.

-Quisiera ir a decirle unas cuantas cosas a tu padre.

-Es el que tiene la gorra que le cae sobre los ojos.

-Porque sus ojos son frágiles.

-Es la única razón.

-No.

-¿Cuál es la otra?

-Mi madre dice que tiene vergüenza.

Continuará

Episodio XIX

Mispel-Hotas no encontraba razón, al final de este diálogo, para ser optimista en cuanto a su propia situación a corto plazo. Luego de devolver el lugar al buen hombre que había estado remplazando, cuando éste adepto al servilismo voluntario, vino a darle una palmadita en la espalda pidiéndole que le

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devolviera su lugar, Mispel-Hotas dio dos vueltas alrededor del grupo laborioso. Los padres del niño escondieron la cabeza cuando lo sintieron venir. Los otros reaccionaban de manera similar, pues habían escuchado, sino las palabras, por lo menos el rumor del diálogo que había tenido lugar. Recorriendo esta circunferencia por la periferia, Mispel-Hotas no se daba por rendido. Quería seguir creyendo que un fermento de revuelta podía de alguna manera existir, como una brasa que permanecía todavía viva algunas horas bajo las cenizas calientes. Tuvo la idea de una especie de acontecimiento del cual sería el agente y que tendría la capacidad de revelar un posible sobresalto. Un salto por un sobresalto. Mispel-Hotas detuvo su lenta marcha y saltó en el aire, lo más alto que pudo levantando las rodillas a la altura del pecho, como lo hacía cuando era niño, en clase de gimnasia. El salto solitario no tuvo ningún efecto sobre el primer hemiciclo, pero cuando este reiterado por los obreros del segundo, se levantó una cabeza, dos manos se interrumpieron, dos ojos lo miraron con sorpresa y sin hostilidad.

Mispel-Hotas se dirigió hacia la joven de ojos cansados que reflejaba ya la edad de su agotamiento, más que la de su estado civil.

Se sentó a sus espaldas y comenzó a masajearla dulcemente. La mujer no protestó, retomó tranquilamente su trabajo moviendo sus hombros en círculo de tanto en tanto, atrás adelante, adelante atrás, como diciendo que era agradable, y que si era posible, un poco más a la izquierda, no estaría mal. Si, ahí precisamente, había un músculo contraído. ¿Lo siente usted? Puede masajear un poco más fuerte. Mispel-Hotas no dejaba de obedecer la desiderata expresada con tanta exactitud y discreción.

El niño de ahora después de haber entregado una mano de orquídea en polvo e inmediatamente haberse atacado a la segunda, el recogedor habría entrado y consideraba la presencia de Mispel-Hotas con agresividad explícita. Mispel-Hotas interrumpió el masaje, para no comprometer a su amiga que también había terminado una mano. Ella se recostó de espaldas, levantando las rodillas hasta los senos, durante el minuto de pausa a la que tenía derecho. El recogedor hizo su trabajo y salió de nuevo, furioso de no poder, según las órdenes que seguramente había recibido, descargar su rejo en la espalda de Mispel-Hotas o mejor aún por entre los muslos, allí donde quemaría durante semanas con la mínima caminada, por el roce.

-¿Es necesario rallar tan rápido? Murmuró Mispel-Hotas, en la espalda de la joven que había retomado su labor.

-Es necesario masajear muy suavemente, respondió ella.

Mispel-Hotas apreció la respuesta como una motivación que no tenía derecho a descuidar. Decidió forzar las cosas:

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-¿Es una vocación entre ustedes, matarse con esta labor de desinterés general y aún particular que hace experimentar una regresión terrible al código del trabajo enmantequillando las espinacas de los peligrosos rufianes?

La fórmula había hecho su efecto.

-Me llamo Anita, dijo ella, entre dos risas claras agradables de escuchar.

-Mispel-Hotas, dijo Mispel-Hotas.

-Anita se dobló de la risa. No podía parar, Mispel-Hotas no tenía nada en contra de este acceso de libertad súbita, pero no quería poner en peligro a la comunidad de trabajo. Hizo todo lo que pudo para transformar la risa anitesca en una reacción más benéfica, es decir, que el masaje se encargara de difundir un mensaje y que en la trabajadora, la caricia motivara la pereza. Los pies de Mispel-Hotas se deslizaron bajo las nalga de Anita, y no le digo todo lo que hicieron sus manos para hacerse uno con Anita.

Continuará

Episodio XX

Amaneció a la hora debida, un poco más temprano en la montaña que en los valles. Desde el punto más elevado de las cosas, tan considerable era la diferencia de altura, que la mirada caía sobre Medellín como si fuera aérea. Podría uno creerse un pájaro o una yegua parada en las patas traseras, o una nube. De hecho ¿no hay cantidad de nubes que fugaces se parecen a sujetos del reino animal? Para asegurarse, habría que tomarse el tiempo de mirar con más frecuencia las nubes.

Una larga caravana se había propuesto seriamente emprender la ruta zigzagueante de bajada, saliendo de Rionegro y llegando a Medellín. Estaba compuesta por vacas y bueyes, sin ningún vaquero que los cuidara. Las bestias ocupaban inteligentemente la vía más a la derecha de la ruta pavimentada. Caminaban a buen paso, sin preocuparse por mugir, no dudaban de su camino.

Un poco más lejos, descendiendo por los torrentes, una cuadrilla de martín pescador de alas azules y vientre rojo, la cola manchada de blanco marcaba su trayectoria atrapando a su paso moscas aquí y allá, que reservaban vivas en la boca.

A veces tan materiales, a veces inmateriales, las aves y los bueyes tenían el mismo objetivo: bajar a la ciudad en donde se encontrarían, donde

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incluso se reunirían también con los miles de caballos de la parta alta y con los mapaches.

Todos habían lustrado su piel y sacudido sus plumas, le habían sacado a sus colores francos todo el polvo que los pudiera opacar.

Las abejas en enjambre, entrenadas desde la eternidad para poder penetrar por cualquier intersticio, avanzaban sobre Medellín y sin perder el norte.

Los instintos permanecían intactos. Los tratamientos químicos más diversos no los habían realmente afectado después de todos estos años durante los cuales, sin embargo, la tentativa se había reiterado muchas veces. A menos que, dada la ocasión que les permitía desarrollar lo mejor de su capacidad en detrimento de lo peor, fuesen a buscar en las reservas que no imaginaban, el alimento para su coraje y su determinación.

Un hombre, que no tenía con ellos nada en común y que no era ni de su especie ni de su entorno, había seguido a los bueyes. No tenía casa, no tenía país, no tenía familia, no tenía meta. El vestido de nuestro vagabundo era demasiado grande para él, y mucho. Flotaba alrededor de su cuerpo como una bandera sin color y que solo le pertenecía a él. El hombre no tenía lenguaje, pues el lenguaje lo había traicionado y él lo había abandonado sin el menor remordimiento. Por eso se sentía muy bien entre las bestias. Se sentía parecido a ellas. Correr para él no tenía más sentido que saltar o revelarse. Fumaba marihuana para tener siempre consigo algo de fuego. Si esa mañana seguía a las bestias, es porque las bestias tenían aire decidido y eran muchas, iban oscuras y en derecho propio, fuera de toda jerarquía y de todo plan decidido en el rincón de una mesa de estado mayor que será siempre más pequeña que el mapa que se despliega por encima de ella. Y como las bestias no le prestaban atención, ni los erizos, ni las palomas, ni los escarabajos, ni los pumas, no temía ninguna agresión así como tampoco esperaba ninguna ternura desconsiderada en la que se pierde el animal de compañía. Ese hombre era el último hombre, era esa su ambición. El no entendía que alguien pudiera venir a disputarle el título que él había logrado conseguir en débil lucha. Era un último hombre, y no el último, debido a que el último hombre era la modestia encarnada, sobre cuyo ejemplo efímero ninguna nueva religión lograría construirse.

El último hombre no buscaba apurar el paso, tampoco buscaba frenar en la abrupta cuesta. Era necesario continuar al ritmo de las cosas, con constancia, con lo absurdo, quizás.

Y cuando todos estos rebaños llegaron a buen puerto, se dio cuenta que había mucha gente.

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Continuará

Episodio XXI

Ágata de Win’theuil estaba febril. No comprendía muy bien el comportamiento de la ciudad que tenía tendencia a desocuparse bajo sus ojos, así como una represa después de que se abren todas las compuertas. Los taxis habían desaparecido del barrio desde las primeras horas del día, y también los carros particulares y eso desde las primeras horas de la noche. Los almacenes habían cerrado sus puertas, cada inquilino se encerraba en sus aposentos con dos o tres días de patacones y unas cuantas galletas. Los pequeños vendedores ambulantes habían recogido sus pertenencias y las habían colgado alto en los árboles, fuera del alcance de los malandrines. Las palomas miraban todo esto aterradas como si fueran espantapájaros. En los talleres los trabajadores precavidos habían recogido lo esencial de sus herramientas. Las cajas se balanceaban desde lo alto de la cadena a diez metros del suelo: hubiera sido necesario robarse la grúa. Esperando días mejores se quedaban a la intemperie.

Ágata de Win’theuil interrogaba a Álvaro con la mirada, pero Álvaro continuaba su caída vertiginosa, que lo alejaba más y más de su bella constancia. Esta no era más que un recuerdo. Es importante constatar que el amor loco no mejoraba su carácter, lo que no es una fatalidad. Quizás le había legado un poco de sus cualidades anteriores a su amigo Fernando, quien comprendía muy bien los cuestionamientos agatianos y se ponía en cuatro para responder con la esperanza de una recompensa contada en besos en su bigote, de lo que Ágata no se mostraba avara, para desespero de Álvaro quien comenzaba a atormentarse de celos. “Oh, sufro, sufro, sufro tremendamente, tanto es así…”, como decía Paul Verlaine.

-No tiene usted de que preocuparse decía Fernando, que había puesto una oreja sobre el macadán y la otra contra el tronco de un gualanday. Sin dudarlo sus tropas llegan. Se siente el golpeteo sobre el pavimento que hace vibrar el aire. ¿De dónde vienen? ¿A qué grupo pertenecen? Yankees, probablemente, o algo por el estilo…

-¡Comprenderá usted que tengo dificultad para responder a su pregunta que es secreto del Mundo-Mundos, como se decía tiempo atrás “secreto de Estado”, pero le quiero señalar que los yankees no son más que un viejo recuerdo que ya se ha diluido debido a todos los movimientos, mezclas, intercambios de población que hemos conocido desde hace muchos años a lo largo de esta intermitente (en sentido estricto) novela por entregas!

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-Comprendo, Ágata, pero me permitirá usted, no obstante tener mi opinión y aferrarme a ella.

-No me gustan mucho las “opiniones”, generalmente, como dice usted. Si usted no fuera el científico que conozco, le haría una escena, Fernando, téngalo en cuenta. ¿Pero, qué va a suceder ahora? ¿Puede usted alumbrar mi lámpara?

La gente está abandonando el combate. Sabe usted, han visto tanto durante el período anterior que una especie de sexto sentido, un dolor en la pierna o una neuralgia, los convence de que habrá problemas.

-¿Quiénes serán los protagonistas? Es lo que quiero saber.

-Serán cuatro.

-¿No son muchos?

-Podrán jugar el juego de las cuatro esquinas.

-¿Quiénes serán?

-a) Usted y los suyos, es decir, también nosotros, Álvaro y Fernando. b) La bacrim de los eficaces ladrones de bulbos. c) La bacrim de los eficaces ladrones de bulbos que fueron suplantados sin tener tiempo de darse cuenta.

-Si cuento bien, no somos más de tres.

-Hay una cuarta fuerza, pero todavía no estoy en capacidad de identificarla.

-¿De dónde vendrá?

-Creo que ya se encuentra adentro.

-¿Quiere usted decir, aquí?

Ágata de Win’theuil señalaba el hangar con su hombro tatuado como si le faltara un brazo.

-Si. Es eso exactamente lo que pienso.

-Pues bien, decididamente, Fernando, amigo mío, siento mucho tener que forzar la situación, pero para saber más hay que entrar. No podemos echarnos para atrás.

Continuará

Episodio XXII

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-¡Eres una desgracia, Toño!

-¿Qué, jefe?

- ¡Toño, todo es culpa suya!

-¡Está exagerando un poco, jefe!

-Cierra tu bocota mientras yo te regaño. Te digo que eres tú quien ha mandado todo al diablo. Si te lo digo es porque es así, nos quitaron la mercancía, porque te fuiste a ver a tu papá…

-Al hosp…

-¡Pues si, al hospital, sé que está en el hospital, tu pobre papá… yo no lo envié allí, que yo sepa… pero no quiero tener un brazo derecho que pase su tiempo en el hospital para ir a ver a su papá! Necesito trabajar con los duros, ¡Voy a eutanasiar a tu papá si eso sigue así! Y me harás el favor de no pasar todo el tiempo en el cementerio, ¿de acuerdo?

-Si, jefe.

-Si fuera tu mamá, lo entendería…

-¡Bah! ¡Ella ya está muerta, jefe!

-Pues que Dios la tenga en su reino. !Y bien, te escucho!

-¿Escuchar qué?

-¡Pues, tus ideas!

-Porque ¿se supone que yo tengo ideas?

-¡Ideas para recuperar la mercancía, si! ¿Eres mi brazo derecho o no? ¡No quiero un brazo derecho atrofiado! Despierta buen hombre. Un camión con veinte toneladas de bulbos de orquídeas no puede estar escondido mucho tiempo, ¿no tienes amigos que lo hayan visto pasar?

-Pues no.

-¿Les has preguntado?

-Se me hace que fue un golpe del Hombre de Hierro, jefe.

-¡Bueno, ya es algo! Y el Hombre de Hierro como dices, ¿quién es ese Hombre de Hierro?

-Todo el mundo lo sabe, jefe.

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-¿Quién es?

-¡Es su primo, jefe! Hasta dicen que es hermano suyo, pero eso no me lo creo, no tienen aire de familia.

-¡Pues si, especie de bruto! ¡Es mi hermano, casi mi hermano, pues tenemos el mismo padre! ¡Afortunadamente, no tuvimos la misma madre, sino hace mucho tiempo que la mía estaría de espaldas en su tumba! ¿Y si es mi hermano, en dónde está encuevado?

-Usted debería saberlo mejor que yo, jefe.

-¿Y dónde hace sus actividades ilegales? ¡En la Isla de Gales!

-Las actividades nuestras no son más legales, jefe.

-¡No es ese el problema, especie de hormiga culona, lo vas a mover un poco, tu centro de gravedad!

-Es tan fácil como encontrar una aguja en un panal, jefe.

-Mírame a los ojos.

-Dígame, jefe. ¿Qué quiere usted que le diga, que tiene bonitos ojos? Usted se pone furioso cuando se lo digo. Y sin embargo, es la pura verdad…

-Lo sé. Pero, no necesito de ti para escuchar ese tipo de cumplidos. Los prefiero cuando vienen de otra parte y ojalá de una fuente femenina.

-Está bien, jefe, perdóneme, no pude evitarlo.

-¡Mírame!

-Si.

-¡Y respóndeme!

-¿Cuál es la pregunta, jefe?

-¿Te hice una pregunta?

-Pues no, jefe.

-Pensé.

-Pero todavía puede, jefe.

-Si. ¿Sabes por qué soy jefe?

-Porque…

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-¡No! ¡No porque tengo bonitos ojos. Sino porque yo sé dónde está él escondido con su banda!

-Entonces jefe, si usted lo sabe ¿por qué me pregunta?

-¡Para probarte, bananudo!

-Y ahora, ¿la prueba, jefe?

-¿Cuál prueba, idiota?

-¡El resultado de la prueba!

-Me produces compasión, ¡especie de patacón podrido! !Miserable! ¡Desastroso! ¡Negativo!

-Ah, ya sé jefe, está escondido en el campo, allá arriba, del lado del cultivo de cannabis de su otro primo, el…

-¿Entre la hierba? ¡Imbécil! No sirves para nada. Para que te sirve la nariz si no eres capaz de olfatear. ¡Comes mucho queso ahumado! ¡Está en la ciudad, eso lo sé yo! ¡Está a dos pasos de aquí. Está en su sótano, en la antigua electrificadora!

-¿Está seguro, jefe? ¿Allí de dónde se robaron las turbinas el año pasado para llevarlas al Ecuador?

-¿Tienes que gritar tan fuerte, especie de bafle? ¿Quieres que todos conozcan la crónica de nuestras aventuras?

-Entonces, ¿qué vamos a hacer, jefe?

-Necesito unos treinta hombres de verdad.

-Somos solamente veintidós.

-Dije treinta.

-Vamos a tener que reclutar.

-Te doy dos minutos, el tiempo de cambiar de episodio.

Continuará

Episodio XXIII

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-Los tenemos, jefe.

-No me empelicules, veo veintisiete.

-Con nosotros dos, somos veintinueve.

-Dije treinta.

-¡Ah, no! ¡Usted dijo una treintena!

-Dije primero, una treintena, y después dije treinta. Podemos verificar unas líneas arriba, si quieres.

-Para mi veintinueve son ya una treintena.

-Ah si…

-Si, eso se llama una pequeña treintena.

-Nunca hablé de una pequeña treintena, dije una treintena…

-De acuerdo, jefe, pero hay uno que no cuenta.

-¿Quién?

-Álvaro, jefe

-¿Álvaro? ¿Qué decía yo desde que ese llegó? ¿Cuál era mi convicción sobre ese maloso? ¿Puedes refrescarme la memoria?

-Siempre dijo usted que era un policía infiltrado, jefe.

-¿Y quién me juraba lo contrario? ¿Quién salía en su defensa?

-¡Uhm! Me parece que era yo, jefe, lo que demuestra que nunca podré ser jefe.

-Te sales con la tuya muy fácil.

-Sin embargo, jefe, si de todas maneras lo contamos, ya seríamos los treinta.

-¿Y por qué lo contaríamos, cerebro de repollo, si está del lado del enemigo?

-Por que hará menos daño por fuera que con nosotros, y eso no hace más que reforzar nuestra eficacia.

-¿Y dónde están tus veintinueve?

-Pues, ahí están, jefe.

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-Cuento solo veintisiete.

-Tiene que contarme a mi también, jefe. No hay que olvidarlo a usted tampoco.

-No tengo costumbre de olvidarme y quedar fuera de lugar.

-¿Les va a hablar, jefe?

-¡Claro está que les voy a hablar!

-¡El jefe les va a hablar! ¡Cállense, el jefe les va a hablar! ¡El jefe les habla a sus hombres! ¡Silencio! ¡Les digo esto para usted, jefe!

-¡Viva el jefe! Repitan todos conmigo ¡Viva el jefe!

-¡Compañeros, amigos míos, camaradas! ¡Levanten las armas por encima de sus cabezas para que yo vea un poco la artillería! Gracias, eso será suficiente. Tengo un plan. Forzamos la puerta y penetramos. Abatimos todo lo que se mueva y nos tomamos el lugar. ¿Está claro?

-Debimos haberlo pensado.

-Y la filosofía de la vaina, jefe, ¿cuál es la filosofía de la vaina?

-¿De dónde salió éste?

-Es un filósofo, jefe, estaba cansado de agitar ideas abstractas, tiene urgente necesidad de acción, respondo por él como si fuera yo, jefe.

-¿Cómo si fueras tú? ¿No tienes una mejor referencia?

-Pues no, jefe.

-Entonces, adelante.

-¡Viva el jefe!

-Perdóneme jefe, con el respeto que le tengo, le voy a preguntar algo, ahorita, cuando le preguntaban por la filosofía de la operación, me parece que no ha respondido ni en las grandes líneas ni detalladamente. ¿Quiere que reformule la pregunta, jefe?

-¡Viva el jefe!

-¡Escúchenme compañeros, amigos míos, camaradas! Una badcrim sin conciencia ni fe ni ley es culpable de una destrucción masiva de flores nacionales, quiero decir Orquidea Cattleya Trianae. Esta operación vandálica esconde una empresa comercial mezquina que pretende mejorar, digamos, la media nacional de la libido. Es una superstición o no estoy al corriente. Y yo sé,

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puesto que soy el jefe, y ustedes lo saben tanto como yo o mejor que yo, porque soy su jefe. Si yo soy su jefe, es porque son ustedes, nadie más, quienes reconocieron mi vocación y mi talante triunfal para los campos de entrenamiento. Si hubieran visto como yo la devastación en el jardín botánico, anoche, hubieran llorado como yo lloré, y hubieran dicho, como lo hice yo, debo salvar la flor, el presente de la flor, el futuro de la flor y hacer dinero con la flor para poder pagar bien a aquellos que arriesgaron su vida por esta santa operación. Amén. ¿Les queda claro?

-¡Es filosofía!

-¡Entonces, adelante! Tomaremos el mini-bus.

-Solo hay puesto para nueve. Como nos vamos a acomodar treinta ahí adentro.

-Pensé que solo seríamos veintinueve.

-Si, así es. Pero entre veintinueve y treinta, no queda mucho lugar ni de menos ni de más…

-Iremos apretados. ¡Si hay lugar para nueve, hay lugar para veintinueve!

-¡Muévanse, abran la puerta del garaje y a la carga! ¿Escucharon al jefe?

-¡Viva el jefe!

Continuará

Episodio XXIV

-¿Pero, qué animales son esos que veo allá?

-¿Dónde?

-¿Aquél es que tiene mierda en los ojos o qué?

-Son bueyes, aparentemente.

-¿Y qué es lo que hacen en plena ciudad?

-Tiene que haber una razón.

-Nunca había visto tantos.

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-Se pueden ver muchos en el campo, en las ferias de ganado, o en las películas del oeste…

-¿No estaríamos mejor a caballo que en un mini-bus?

-¿Qué darías por un caballo?

-¡Acelera! ¡Empújalos, empújalos!

-¡No puedo, son ellos los que empujan, son más fuertes que el motor!

-¡Son cuarenta caballos de fuerza! ¡Eso debería contar contra veinte bueyes!

-¡Pero, quien me manda a tener un chofer tan torpe! ¡Haz sonar el pito, don dios! ¡Voltea las llantas! ¡Atraviesa el montón!

-¡No son veinte, son doscientos!

-Incluso hay marranos.

-Mehgr…, megrrr…

-Nunca habíamos visto eso.

-¡Al que vuelva a decir una frase así ‘nunca habíamos visto algo así’ le arranco los ojos!

-Nunca habíamos visto algo así.

-Nunca habíamos visto algo así.

-¡Cuidado, el toro, nos va a pinchar la llanta!

-No, como se te ocurre.

¡Bum!

-Pinchamos.

-Pasó por debajo.

-¿Qué estás diciendo?

-¡Oh! ¡Un águila!

-¡Dos!

-El toro pasó por debajo. ¡Tres pasaron por debajo!

-¡Cuatro!

-¿Pero, a dónde nos van a llevar?

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-Me estoy mareando, voy a vomitar, quiero salir…

-Pero, estás loco, te van a aplastar…

-No me importa, ¡soy claustró!

-Además, ¿no van a dejar de mugir?

-¡No volveré a comer carne!

-¡Ay!

-¿Qué pasa?

-Una abeja.

-La tienes en el pelo.

-¡Uy!

-Mira, nos hacen era de honor.

-¡Pero disparen, porque no disparan al montón! ¡Pita!

-¿A dónde nos llevan?

-Cuando le cuente esto a mi papá en el hospital no me lo van a creer, ni las enfermeras ni los médicos.

-No vas a volver a ver a tu padre.

-¿Tú crees?

-O mejor, es él que no te volverá a ver.

-¿Porqué el cielo se oscureció?

-¿Porqué la trompeta toca la marcha fúnebre?

-Gansos salvajes.

-“Qué gritaban la muerte al pasar” como dijo Paul Verlaine.

-Son cuervos marinos.

-¡Ah, no! Lo siento, no es Verlaine, es Aragón.

-¡Nunca me imaginé que un ganso salvaje pudiera tocar así de bien la trompeta!

-¿Quién es esa niña que veo allá abajo?

-No es una niña, es una mujer.

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-¡No es una mujer, es una dama!

-¿Agarrada al gran puma con el perezoso bajo el brazo?

-Si.

-Me parece que la he visto.

-Su hombro derecho me dice algo.

-¡A su lado está Álvaro!

-¡Si, es Álvaro! ¡Qué basura! ¡Voy por él! ¡Voy por él! ¡Ay! ¡Cierren las ventanas, por dios! Hay avispas ahora.

-¡Álvaro!

-¡Dispárenle. Es una orden!

BZZZZ…. BZZZZZ

-Las ventanas están cerradas. Se están entrando las abejas por la caja de cambios, por el tablero.

-¡Imbécil, disparó a través del parabrisas!

-¡Cuidado! ¡El cóndor, el cóndor!

-¿Alguien entiende lo qué está pasando?

-Es un misterio por descubrir.

-Lo bueno del misterio es que no hay sorpresa.

-¡Manada de buenos a nada! ¡No sirven sino para sorprender a aquellos que ya lo han anticipado todo! … ¡La puerta!

-¿Qué, la puerta?

-¡Pues esa, la puerta del garaje!

-¡Allí está! ¡Allí está! ¡Allí está la puerta! ¡Disparen al montón!

-Cálmese, jefe, por el momento no somos dueños de la situación.

-Tengo un montón de picadas, ¡Miren esto!

-Nos van a poner a jugar estos corderos!

-¡Agárrense!

Beeee… Beeee

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-Ahora son las ovejas.

-Me parece que estamos muy mal parados.

-¿Sabes dónde me meto tu opinión?

-¡Atrás. Demos marcha atrás, atrás!

-No es posible, va a llover.

-Y quedamos sin parabrisas.

-¡Retrocedamos!

-¡No me jodas! ¿No ves que estamos en el aire? Para qué sirve meter reversa.

-¡Cuidado, la puerta, la puerta!

¡Bum!

-¡La vaca aguantó!

-¿Están bien los de adelante? ¿Hay heridos?

-El conductor se desmayó.

-¡Remplácenlo!

-¿Va a servir de algo reemplazarlo?

-Nunca se sabe.

-¡El volante quedó torcido!

-Están retrocediendo.

-¿Quiénes?

-Nuestros porteros, los toros.

-Retroceden para volver a avanzar.

-¡Agárrense bien!

-¿De qué?

-¡Suéltame las orejas, güevon! ¡Me las vas a arrancar!

-José entró en pánico, jefe, está escurriendo babas.

-¡Otra vez el ataque de epilepsia!

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-¡Atención!

¡Bum!

-La puerta, aguantó. Garaje en uso. ¡Se raspó la pintura!

-¡Qué desastre!

-Retrocedemos de nuevo.

-¡Mete el cambio, mete el cambio, por dios!

Mmmmmuuuu…. M……

-Te digo que no sirve de nada meter cambios.

-¡Sería mejor que mataras los otros!

-¡Pero quien nos metió en esta operación de retrasados!

-¡Me importan un carajo tus filósofos!

-Es el momento, va a ceder, estoy seguro que va a ceder

-¡Jefe, jefe, va a ceder!

-¡Pues que ceda!

-¡Ayyyyyyyyy!

-¡Grrrrrr….! Banggggggg…. Pummmm….

Continuará

Episodio XXV

La puerta había cedido como se había previsto. Había cedido de los dos lados. Había cedido de adentro y de afuera, recto y verso. Por el exterior había cedido por los golpes que acabamos de escuchar, pero Anita había ayudado con un trabajito de sabotaje, con la complicidad del niño-trabajador, que conocía más de una astucia. Todo esto había sido posible gracias a una estrategia mispel-hotana, que consistió en fingir que vendía su nombre al Hombre de Hierro, mientras que se preparaba una tentativa (que solamente implicaba unos cuantos voluntarios) de evasión.

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De la misma manera, Mispel-Hotas, debió dejarse vestir presentablemente, lo que siempre era útil en caso de escape. No llevaba más el traje coqueto decorado con la cinta scotch que le hacía parecer una carroña de lo sucio y desordenado.

Ahora bien, el Hombre de Hierro no le creyó a Mispel-Hotas, así de buenas a primeras, como se pudo haber pensado. Puesto que la sinceridad del cambio de 360 grados era dudosa, dos acólitos tenían siempre a Mispel-Hotas bajo observación. En el momento en que la puerta cedió, la puerta de hierro del Hombre de Hierro, maquillaban a aquél que iban a filmar para una publicidad sobre comprimidos de bulbo de orquídea de doble acción, que despertaría a los amantes dormidos, cualquier fuera su sexo.

Anita y Zorino, que era el nombre del Gavroche resucitado, habían logrado abandonar el equipo de trabajo llevándose el polvo de tubérculo. Lo hicieron muy bien. Encontraron la manera de subir hasta el embudo, primero con un cadena que caía hasta el suelo (la cadena accionaba la puerta), luego avanzando de tornillo a arandela de arandela a tornillo, llegaron hasta el garaje donde dormía el camión que había transportado, algunas horas antes, el precioso cargamento. La puerta del garaje estaba cerrada con llave, pero dos cables metálicos, que no estaban en los primores de su belleza, aseguraban la apertura de la puerta. Mirando silenciosamente, Anita y zorino se habían puesto de acuerdo: por lo menos debilitar o mejor cortar esos cables les daría la oportunidad de deshacerse del obstáculo en el momento en que decidieran escapar. Y puesto que no disponían de una mejor tijera o tenaza, cada uno hacía lo que podía con su rallador.

Desde afuera, les llegaban mugidos estruendosos que eran incapaces de explicar: probablemente se trataba de alguna feria agrícola y de ganado que corría a la desbandada.

Zorino trabajaba más rápido que Anita, pero Anita tenía un cable más viejo. Estaba concentrada en un punto particularmente débil. Pronto, estuvo a punto de dar el último golpe de rallador. Por temer a recibir en los ojos los dos pedazos de cable en el momento en que éste cediera, retrocedió para ayudar a Zorino.

En ese momento se escuchó el primer golpe que comenzó a doblegar el metal de la puerta. El cable de Anita cedió con el choque. Los ojos de los rebeldes se iluminaron. Zorino duplicó los esfuerzos para terminar de cortar el cable que le correspondía, pero Anita lo convenció de retroceder algunos pasos, subolfateando que el ataque se repetiría.

Entre todo este desorden, el maquillaje de Mispel-Hotas había tenido que interrumpirse. El ruido proveniente del garaje había llegado hasta los oídos del Hombre de Hierro quien ordenó inmediatamente rescotchar a Mispel-Hotas

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y llevarlo a la oscura celda, sin consideración por sus gritos de protesta ni por los golpes insuficientes que intentaba dar a quienes le apuntaban con revólver.

Mispel-Hotas volvía a su inoperancia pasada, profundamente inquieto por la suerte de aquellos que había enviado a la revuelta y a quienes no podría proteger. ¿Cómo iban a salirse de esa situación sin ayuda?

Todavía no sabía que la bacrim del jefe había penetrado en el garaje con los toros, que la caja de cambios había entregado el alma, y que los guerreros habían entrado en la guarida como los griegos en Troya en el vientre del caballo.

Episodio XXVI

Continuará

Los veintinueve no entraron solos, ni tampoco se puede decir que entraron con los aliados.

Los grupos de animales sentían que no habían terminado su tarea solamente con la forzada de la puerta del garaje. Su estrategia instintiva era de una exactitud que confundía porque, apenas llegados al lugar, los mapaches se precipitaban en conjunto para invadir los mas mínimos rincones, morder los tobillos de los francotiradores que no lograban mantener los dedos en el gatillo. Al mismo tiempo los bueyes como podían taponaban las bocas de los cañones dejando allí la punta de sus cuernos, lo que podría provocar la explosión del arma en las manos de quien la manejaba. Trataban por igual los dos campos rivales, sin buscar lo mejor o lo peor. Su objetivo no era que ellos se entremataran. Preferían desmotivarlos, lo que era más difícil y más exaltante.

Avispas y abejas mostraban tremenda eficacia, aunque aparentaban indiferencia frente a los tiros de gran calibre que pasaban a su lado.

A todo esto se añadía el hecho de que la sorpresa era total y el hecho de que los mismos que intervenían no eran, en lo más mínimo, esperados, los brazos fuertes, los duros, y hasta el Hombre de Hierro estaban pasmados. El labio inferior , incapaz de luchar contra la ley del peso, les hacia abrir la boca en donde se introducían moscardones liberados por los martín pescador. Y aún allí, ese tipo de agresión, benigna en si misma, ejercía un gran efecto sobre la moral de las tropas.

Ágata de Win’theuil jugaba a mover las cuerdas. Pretendía dar órdenes aquí a un enjambre allá a una horda de lobos. Ni los unos ni los otros la escuchaban, como es seguramente el caso en una batalla preparada. Álvaro

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jugaba a cuidarla, cuando en realidad nadie pensaba en amenazarla. Alejaba una cabra o una oveja inofensiva dándole palmaditas en la joroba.

De todos, Fernando era el más serio. Pensaba en el tesoro que había sido robado del jardín botánico y era el único pensamiento que lo ocupaba, era una obsesión. Un buen científico es un hombre tanto de imaginación como de exactitud. Sabía que un Hombre de Hierro en situación de derrota es capaz de escapar abandonando sus hombres y sus bienes, lo que sería un mal menor, o, al contrario, sería capaz de quemar sus barcos y los tesoros allí escondidos. Si en el lugar hubiese de explosivos con detonador de emergencia eso si sería un drama.

-¿Dónde están los tubérculos?

No se demoró para entender que la pareja Anita y Zorino no pertenecían a la bacrim hostil.

-Sígame, dijo Anita.

-Cuidado, hay que bajar la cabeza para evitar las balas.

Pero Anita no quería doblar la espalda una vez más. Pensaba que ya la había doblado durante mucho tiempo.

-Eso, nunca más.

Seguía avanzando feliz, despreocupada, embellecida. Nada ni nadie podían detenerla. Bajó por la escalera de hierro indicándole a Fernando que estaría satisfecho.

-Es ahí.

Zorino avanzaba a su lado a grandes pasos, buscando con los ojos a su madre. La descubrió estática en un ángulo del hangar, protegida por cincuenta caballos que se habían puesto delante para protegerlos.

-¿Dónde está el Hombre de Hierro?

-No lo sé. Hay puertas secretas. Esta cerradura, por ejemplo. Tendríamos que forzarla. Un macho cabrío se acercó, levantó una pata y orinó en la cerradura. El hierro cedió casi instantáneamente, el pestillo cedió. Un golpe de espalda de un asno, un golpe de cabeza del macho cabrío forzaron el ala de la puerta. Fernando penetró seguido y luego precedido por el vuelo de los buitres. Un largo pasillo sin luz. Una puerta, al fondo, que estaba abierta, un rectángulo amarillo, y el Hombre de Hierro de pie sobre una mesa. Alrededor de su cuello tenía una fuerte cuerda anudada, un pie sobre el detonador y una copa en la mano. Sin beber todavía, iba a apoyar el talón sobre la manija, a

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escuchar el efecto que seguiría y a decidirse finalmente. Llevar a sus labios el veneno, empujar con la mesa con el pie.

Fernando tomó delicadamente el detonador.

Continuará

Episodio XXVII

Un buitre tiró la copa al suelo, quedando el brebaje sobre el cemento. Otra ave rapaz agredió los atributos de hierro del Hombre de Hierro. Pico y garras atacaron la mano de hierro que dejó lugar a cinco dedos banales con uñas carcomidas. Pronto era un hombre desnudo, la cuerda que los buitres hubieran querido destrozar hasta el hueso seguía en el cuello. Pero Fernando se interpuso a tiempo.

-¿Vas a continuar o vas a dejar que se te acabe esa complacencia, esa fascinación por la ley de la fuerza?

-No soy yo quien decide, dijo la voz adiposa.

-Entonces, que decidan los buitres…

La amenaza era demasiado real. El Hombre de barro saco su cabeza del nudo que colgaba y sus piernas lo abandonaron. Se desmayó sobre la mesa, mientras los buitres aleteaban emitiendo sus gritos guturales.

Fernando había logrado desmontar el detonador. La chispa no se propagaría a lo largo del hilo de cobre.

-Vámonos, dijo Fernando.

Tomó la mano de Anita, Anita la de Zorino. Regresaron cerca de la pirámide.

Había un hermoso silencio en el gran hangar. Todos los animales descansaban acostados sobre las armas torcidas o descargadas. Se rascaban mutuamente, se lamían, se peinaban. Si se daban mordiscos era para desenredar los nudos del pelo. El dulce perfume de las bestias hacia olvidar el hedor de los bulbos.

Algunos animales, bien minoritarios, que se consideraban como de la especie humana, para mantener su honor se mostraban discretos. La calma después de la conmoción era respetar según los criterios animales. Un hombre caminaba en medio de las bestias como si fuera una más. Era el último hombre que había bajado con los bueyes. Un último hombre. Su aliento era fuerte, quizás porque se alimentaba exclusivamente de pimienta. Un suspiro algo

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profundo salía de su pecho, ni desgraciado ni satisfecho. Tampoco era indiferente, pues nada se le escapaba de lo que había para ver. Recuperó la palabra perdida para lo que eran sin duda sus adioses definitivos al lenguaje. Dijo:

-Falta alguien.

Anita se llevó la mano a la boca, siguiendo un gesto reflejo que indicaba un olvido o un acto fallido:

-¡Mispel-Hotas!

Y sus ojos mearon un arroyito de lágrimas.

-Y entonces qué, Mispel-Hotas, salió al estrado una Ágata de Win’theuil con deseos de recuperar aunque fuera un poco de su papel dominante. ¿Qué viene a hacer aquí, ese irresponsable perezoso como un oso?

-Estaba aquí. Estaba con nosotros.

-¿Mispel-Hotas?

-Así se nos presentó… ¿No es así, Zorino?

-Pues si, debe estar en una celda.

-¿Quién tiene la llave de la celda?

Una urraca se acercó aleteando llevándola en el pico.

Una rata se acercó y dijo:

-Ahí vivo yo.

-¿Quién va a buscarlo?

-Yo, dijo Ágata de Win’theuil de mal humor.

-Yo puedo ir, dijo Anita, le debo mucho. Le debemos todo.

-Yo también, quiero ir, dijo Zorino.

Agatha de Win’theuil emitió un buen gruñido mascullando quejas sobre las niños impertinentes y los niños que se meten en lo que no deben.

-¡Si solamente les contara un cuarto de los cuatrocientos golpes que hicimos juntos, él y yo, no después de que el mundo es mundo, no hay que exagerar, sino después del Mundo-Mundos, considerarían ustedes que sus pequeñas aventuras de este día no pesan mucho y no merecen cuatro episodios de esta novela a entregas que no parece acabarse nunca!

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Pero Anita imploraba con los ojos húmedos, y Zorino parecía tan decepcionado que el corazón de Ágata se doblegó.

-Vámonos, consintió finalmente.

Y todos tres siguieron la cacatúa. Y todos tres le siguieron el paso a la rata.

-Deberían llevarse eso, dijo el Hombre de barro, extendiendo la navaja cerrada que había puesto en la palma de la mano abierta. Así no la balanceaba ni amenazaba a nadie.

Continuará

Episodio XXVIII

-¿Pero qué vino a hacer por aquí, a rodar entre mis piernas, especie de Mispel-Hotas al aceite de nuez?

-Mmmmmmmmmmmmmmmm….

-Pues bien, no vamos tan rápido, no me molesta comenzar en posición de fuerza este pequeño diálogo con usted. ¿Qué piensa usted?

-Mmmmmmmmmmmmmmmm….

-Calma, calma, lo vamos a liberar, no se preocupe. Aquí hay por lo menos una mujer y un niño que desean ardientemente que lo liberemos… Es menos verdad en mi caso.

-Mmmmmmmmmmmmmmmm….

-¿Porqué? ¡Pues por que cuando pienso en que voy a volver a encontrar sus argucias insoportables, su lógica de colegial y sus terribles bromas, se me sube la mostaza a la nariz más rápido de lo que se puede imaginar! ¡La idea de salir del país en el mismo avión que usted me da urticaria por adelantado! ¡Ah, Mispel-Hotas, Mispel-Hotas, si me hubiera amado como lo merezco, hubiésemos sido felices, los dos! ¡Pudimos haber hecho grandes cosas!

-Mmmmmmmmmmmmmmmm….

-¡Pero, no! ¡Usted no me ama Mispel-Hotas! ¡No me eche a mi cuentos! ¡Ni tampoco se eche cuentos a usted mismo! ¡Ya está muy viejo para eso, diablos! ¡Medellín! ¡Cuando pienso que me siguió usted hasta Medellín! ¡Qué insolencia!

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-Mmmmmmmmmmmmmmmm….

-Vaya a contarles sus mentiras a otro, especie de mmmmmmmmmm….! ¡Usted ni siquiera sabía, bueno yo tampoco, la importancia crucial que tenía la orquídea, en esta buena ciudad! Quiero simplemente, míreme a los ojos Mispel-¡ Le prohíbo encontrarlo en mi camino sin que yo lo haya invitado ¿Está claro?

-Mmmmmmmmmmmmmmmm….

-Si, lo amo, gran bandido del gran banditismo del corazón, pues claro que lo amo con locura y que usted es el más delicioso bandido que me haya ofrecido la vida! Evidentemente no debería decírselo, ni echarme a sus pies como lo hago en este momento. Usted me enloquece, Mispel-, usted me vuelve tonta, me rebaja al estado de la reina de la yuca!

-¿No cree usted que deberíamos abrirle un poquito la boca? Dijo Anita tímidamente, que no soportaba este casi monólogo.

Le hubiera gustado no estar allí, no tener que inmiscuirse en un asunto privado que no tenía nada que ver con ella. Sin embargo, no se resolvía a dejar a Ágata con la navaja frente a un Mispel-Hotas indefenso. Esta historia no había visto sangre derramada. Es importante que esto se verifique hasta el epílogo. Zorino, él, descubría una panoplia impúdica de sentimientos de los que percibía las consecuencias, se preguntaba si no era una manera expedita de envejecer cinco años.

-Después de todo, he dicho lo que tenía que hacerse, hagan ustedes lo que quieran, dijo de una voz cansada lanzándole la navaja a Anita que la recibió con habilidad. ¿Qué más quieren que les diga? Me he desnudado completamente, he desnudado mis sentimientos delante de ustedes, lo que es más difícil que desabrocharse el corsé o sacarse los calzones por las rodillas!

-Mmmmmmmmmmmmmmmm….

-Ah, eso no, no me diga eso, Mispel-Hotas, nunca lo he calumniado! Pase revista por nuestras aventuras con ojos de honestidad, si le queda uno por lo menos de los dos que le dio la vida, si me prueba lo contrario estoy lista a recibirla de su mano!

-¿De qué habla usted?, dijo Anita cada vez más inquieta.

-¿De qué hablo, patita? ¡Pues hablo de la muerte!

Y Ágata de Win’theuil se puso de pie con todo lo grande que era. Abrió los brazos como si esperara la saeta que Mispel-Hotas estaría a punto de

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lanzar dada la situación en la que se encontraba. Fusiló con la mirada la patita, tratándola probablemente en secreto de gallina. Miró con melancolía a Zorino de quien tuvo un segundo el deseo de haber sido su madre. Finalmente, sin mirar a Mispel-Hotas, dejó el lugar caminando como una modelo que presenta un nuevo vestido en un desfile.

Epílogo

Cuando Mispel-Hotas entró de nuevo en el gran hangar había mucha animación. Los animales se felicitaban mugiendo sus gritos preferidos, urracando, silbando y trompeteando. Se gritaba en todas las lenguas, nadie escuchaba a nadie. Mispel-Hotas que apretaba fuerte la mano de Anita, pasó cerca de Ágata de Win’theuil que parecía ya bastante relajada. Ella se dirigió a Fernando que, sentado sobre un búfalo tenía una copa en la mano, pues había barriles de vino chileno:

-Fernando, !Nunca me dijo usted como hicieron para resolver el asunto del número en la historia de la alternancia entre ricos y pobres. Es quizás el momento!

-Fernando asintió con una carcajada y se puso a explicar todo el asunto a Ágata de Win’theuil. Pero como los convives se pusieron a brindar una y otra vez, su voz era completamente inaudible.

FIN