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FUEGCERROS DE

ACTUALIDAD

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GO [ Por Nicolás Alonso, Natalia Correa y Carolina Sánchez // Fotos: Dedvi Missene ]

EN EL VALPARAÍSO QUE SE ESCONDE DETRÁS DE LOS

CERROS BOUTIQUE, LAS LLAMAS SON UN ENEMIGO QUE

NUNCA SE APAGA DEL TODO. LA FALTA DE PLANIFICACIÓN

URBANA, EL CALENTAMIENTO GLOBAL

Y LA DESCOORDINACIÓN POLÍTICA HAN CREADO UN

CÍRCULO DE FUEGO DONDE SÓLO SE QUEMAN LOS POBRES.

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Dice que lo que vio fue el infierno, y tal vez sea cierto. Cuando el carpintero Carlos Urbina observó a las lenguas de fuego atra-vesar la carretera y avanzar como un gigante en llamas hacia el basural acumu-lado frente a su casa, la primera de varios centenares que abarrotan las tomas del ce-rro Playa Ancha, lo que hizo fue agarrar una manguera y correr a mojar la tierra. Pero sólo alcanzó a dar unos pasos, y en-tonces miró al cielo. Lo que vio fue a una lavadora en llamas cruzar los aires, y caer como un meteorito sobre montañas de ba-sura. Por unos minutos se quedó ahí, hipnotizado por el fuego. Vio cabras que-marse y chillar de dolor. Vio árboles prenderse sin ser tocados por las llamas. Vio una casa frente al basural, donde vivía una mujer con un niño, arder como un pe-dazo de papel. Vio a la gente correr despavorida. Y entonces él también entró

a su casa, tomó a su mujer y a su hija, y se lanzaron cerro arriba, mientras el mundo desaparecía a sus espaldas. Una semana después de ese lunes 2 de ene-ro maldito, en que cerca de 222 casas se quemaron en el cerro y las 400 familias que vivían en ellas quedaron sin nada, Car-los Urbina, de 47 años, abre la puerta de lo que era su casa y comienza el tour del de-samparo. Muestra unos fierros retorcidos que fueron un columpio, la sombra de un estanque de 200 litros de agua que se eva-poró, sus herramientas fundidas. La casa tomada la había comprado hace una déca-

da, y había sido su punto de partida luego de una vida precaria que incluyó un paso por el Sename. Pero el fuego no perdona. —Toda la gente venía de arriba a tirar la basura acá —dice, con la mirada en la tie-rra—. Yo mismo a veces lo hacía, porque por acá no pasa el camión recolector. Su-pongo que todos somos culpables… pero se podría haber prevenido. Yo nunca vi un alcalde por acá. Hacia arriba, por la trama de pasajes que apenas encuentran espacio para subir, fla-mean las banderas de Chile clavadas en el suelo negro. En el piso hay juguetes que-mados, tenedores derretidos, zapatos de niños hechos carbón. Rostros tristes de mujeres mayores observan desde las casas, y resulta difícil pensar cómo podrían subir la basura por estos corredores hasta los contenedores cerro arriba. Muchos de esos rostros ya han visto pasar más de un incen-

dio, y saben que el fuego, si se es pobre en Valparaíso, es un enemigo que regresa. Desde el año 2000, en la ciudad han ocu-rrido 352 incendios de gran magnitud y la cifra crece cada vez más rápido, consu-miendo los corredores de miseria y las tomas en los cerros ubicados sobre la Ave-nida Alemania. Según la oficina de urbanismo Atisba, de Iván Poduje, que ha monitoreado durante ocho años la región, hoy más de 29 mil viviendas se encuentran en zona de fuerte riesgo de incendio. La primera línea de fuego la ocupan 1.579 fa-milias en 36 campamentos que crecen por

las quebradas de los cerros más posterga-dos, ajenas al aire boutique de la zona Unesco, sin servicios básicos, hacinadas y cercadas por la droga y la violencia. Las culpas de ese fuego que no deja de ar-der, reconocen autoridades, científicos y urbanistas, son compartidas: la falta de planificación urbana —hasta 2013 los in-cendios ni siquiera eran considerados un factor de riesgo por el plano regulador—, el efecto del calentamiento global —Valpa-raíso es la región que más se ha desertificado en la última década—, y la in-capacidad del municipio y del gobierno regional para erradicar las tomas cada vez más sobrepobladas. También la falta de medidas de seguridad, como cordones cor-tafuego, vías de acceso y zonas desforestadas, que las alejen de las 12 mil hectáreas de pinos y sobre todo de eucalip-tus plantados por la industria forestal, una especie que genera llamas de ocho metros y que tiene una resina explosiva, que al quemarse lanza bolas de fuego por sobre las casas. Y que luego de arrasar con todo sobreviven a su propio incendio. —Valparaíso arde por varios costados, pero los males de la ciudad tienen predilección por los más pobres —dice el abogado y co-lumnista porteño Agustín Squella—. La falta de planificación, la sobreforestación con especies inadecuadas, las quebradas densamente pobladas, los basurales por doquier, la red anacrónica de grifos, todo favorece una feroz expansión de los incen-dios. Ha habido condescendencia de las autoridades con asentamientos que en su momento se pudieron regular y que hoy es casi imposible hacer. Las familias en las quebradas se han tenido que acostumbrar a una vida incendiada. Por el sector de Puertas Negras, en la parte superior del cerro y donde se quemaron la mayor parte de las casas, una que se salvó del fuego luce una bandera chilena en la

“Cuando la humedad en la zona baja hasta el 12%,

producto del cambio climático, la bomba se activa.

“Es como si alguien diera el gas y lo único que todos

queremos es que no se produzca la chispa gatillante”,

dice el geógrafo Luis Álvarez.

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puerta. El paño tiene escrito un recordato-rio: “Flameó en cerro las Cruces y ahora en Puertas Negras”. Adentro, la familia Rojas Arancibia, una de las primeras que tuvo una mediagua en el cerro, espera con abati-miento volver a empezar. Son casi veinte personas, y el incendió se llevó hasta los ci-mientos de cinco de sus casas. Sólo ésta quedó en pie. En 2014, ya habían tenido que correr a ayudar a salvar del fuego a sus familiares del cerro La Cruz, en el mayor incendio registrado en la zona, donde se quemaron 3 mil casas y murieron 15 perso-nas. Ahora son los otros los que los ayudan a ellos, al menos a retirar los escombros. —La historia se repite, ¿no? —dice Víctor Sepúlveda, de 38 años. Nacido en la Legua Emergencia, se instaló en Puertas Negras hace cinco años, y lo impresionó la pobre-za. Con su pareja, Leslie Araya, perdieron su casa por completo, y él estuvo cerca de ser atrapado por las llamas tratando de res-catar al gato de la familia. Ahora no saben qué harán, porque después del incendio la iglesia evangélica les dijo que les iba a qui-

tar el terreno donde tenían su casa —que había pertenecido a los cuidadores de la iglesia— para hacer un templo más grande. Mientras camina por sobre un living que ya no existe, mira para abajo, hacia el cerro en ruinas, y dice que no lo puede creer que en un instante desaparezca todo. En el cuarto de atrás, tres mujeres se la-mentan. La abuela de la familia y dos de sus hijas. Una de ellas, Ina Arancibia, de 49 años, llora. Lo que dice es esto: —Se podría desmalezar, se podría hacer un cortafuego, se podría limpiar la basu-ra. Pero nunca pasa eso. Ahora se irá el incendio y en un mes más nadie va a ve-nir a ayudar. Y el incendio va a volver, aquí y en otros cerros. Nos incendiamos porque somos pobres.

*** Lo único que el geógrafo Luis Álvarez con-serva de su casa es un robot fundido de su hijo, unos lentes rotos y un joyero con pla-ta derretida en su interior, prueba de que

el fuego llegó hasta los 500 grados. Todo el resto lo perdió en 2014 en el gran incendio del cerro La Cruz, una catástrofe que él mismo venía anunciando desde hacía años. Entre las torres de papeles que se amonto-nan en su oficina de director del Instituto de Geografía de la Universidad Católica de Valparaíso, saca dos gráficos idénticos. Uno es de abril de 2014 y el otro de enero de 2017. La situación, dice, es exactamente igual: cuando la humedad en la zona baja hasta el 12%, producto del cambio climáti-co, la bomba se activa. —En ese punto, es como si alguien diera el gas y lo único que todos queremos es que no se produzca la chispa gatillante —dice. El principal problema son los árboles. Val-paraíso siempre fue una zona de fuego —los changos la llamaban Alimapu, que quiere decir “tierra quemada”—, pero a partir de 1930, cuando sus arbustos empe-zaron a ser reemplazados por pinos y eucaliptus, árboles que chupan las napas subterráneas y secan la tierra, la amenaza fue creciendo. Una vez que en 1986 Fores-

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Víctor Sepúlveda y Leslie Araya perdieron su casa en el incendio. Su familia perdió además otras cuatro casas.

Luis Barrera y Patricia Sepúlveda no pudieron salvar sus casas porque en Puertas Negras no había presión de agua.

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tal Valparaíso perdió interés en la producción de la zona, el bosque siguió ex-pandiéndose sin control. Para el geógrafo, la situación es tan crítica que sólo queda desplegar a bomberos y brigadistas de la Conaf rápidamente cada vez que la hume-dad baje hasta el 12%. Y preparar a la población con simulacros de incendio. Las otras medidas que se necesitan son corta-fuegos —franjas de tierra baldía—, parques de vegetación autóctona, y mayor infraes-tructura de conectividad: en el incendio de 2014, donde murieron 15 personas, la gente no tenía cómo salir ni los bomberos cómo entrar. Pero las partes involucradas reconocen que hoy no existe una institu-cionalidad coordinada y capacitada para enfrentar el tema a nivel regional. El proyecto más ambicioso que se ha im-plementado para enfrentar el fuego cíclico

de Valparaíso es el plan presidencial de re-construcción por el incendio de 2014, de 502 millones de dólares de presupuesto. El proyecto, anunciado en su momento como una solución al problema, incluía, además de 2.998 subsidios de reconstrucción —de los que están terminados la mitad—, un plan de obras públicas sin precedentes: la construcción de tres ascensores nuevos, un plan de intervención de 30 quebradas, la construcción de parques y cordones cor-tafuego, la conexión a través de Avenida Alemania de los cerros vulnerables y la creación del Camino del Agua, una nueva

arteria por sobre la cota 375, donde suelen comenzar los incendios. Y el compromiso de evitar que se reubicaran familias en las zonas de riesgo. Pese a las buenas intencio-nes, dos años después gran parte de los campamentos en riesgo han vuelto a insta-larse donde estaban, los ascensores aún no se construyen, y según el informe del Min-vu de noviembre del año pasado, la construcción de las nuevas rutas estaba re-cién terminando su etapa de diseño. El plan de intervención de quebradas, por su parte, acababa de ser licitado para comen-zar los primeros estudios. Lo que sí se construyó fueron 18 tanques de agua, y se destinaron cerca de mil millones de pesos a la limpieza de basurales, pero las condi-ciones para otro gran incendio siguen allí. —Se están entregando bien los subsidios, pero nada de lo demás existe —dice el ur-

banista porteño Marcelo Ruiz, de la Corporación Metropolítica, que busca ins-talar problemas urbanos en la agenda política—. Hoy la gente volvió a las quebra-das, subsidiada en parte por el Estado, y los eucaliptus volvieron a crecer. Este es un problema de planificación y de precarie-dad urbana, y son todas bombas de tiempo. Quienes se queman son los pobres, que son expulsados a las zonas más riesgosas. El urbanista camina por entre las casas ne-gras, y dice que otro problema es el miedo de las autoridades a enfrentar el costo de expropiar zonas riesgosas. Así, Puertas Ne-

gras, que partió siendo un grupo de mediaguas instaladas por Frei Montalva para las familias derrumbadas por el terre-moto de 1965, ha continuado su expansión cerro abajo sin ninguna protección, con pasajes estrechos y sin servicios básicos, como una suerte de favela rodeada de bos-ques y de basura. En ella también hay diferencias sociales: las cincuenta familias propietarias de terrenos, los arrendatarios y las tomas. La entrega de ayuda por el in-cendio y los saqueos han aumentado la tensión, al punto de que hay rumores de que a Juan Carlos Espinoza, el bombero que se hizo famoso por apagar otras casas mientras la suya se quemaba, le podrían incendiar la nueva casa que le prometió Leonardo Farkas apenas esté en pie. Frente al sitio en ruinas donde estaba la casa de Espinoza —que el bombero prefirió abandonar—, Patricia Sepúlveda, de 56 años, está sentada en silencio. Ya había perdido su casa anterior en el cerro La Cruz en un incendio décadas atrás, y ahora el fuego volvió a destruir su casa. Al lado de ella, su vecino Luis Barrera, de 59 años, mira el terreno en donde antes del incen-dio acababa de remodelar toda su casa. El piso, la tabiquería, la pintura, el techo. Dos días antes del fuego había puesto lo último, la puerta. Estaba, dice, contento. En ese sector, sólo se quemaron las casas de ellos y las dos de atrás, pero alrededor todas las demás quedaron intactas. Luis lo vio venir: un trozo de eucaliptus en llamas del tamaño de una pelota atravesó el cielo y cayó justo donde tenía sus mate-riales de construcción. Cuando corrió a abrir la manguera, se dio cuenta de que no había agua. Los bomberos ya se habían co-nectado al sistema y habían encontrado muy poca presión. Así que Luis se quedó mirando, con la manguera en la mano, cómo el fuego se lo llevaba todo.

“Se podría desmalezar, hacer un cortafuego, limpiar

la basura. Pero nunca pasa eso. Ahora se irá el

incendio y en un mes más nadie va a venir a ayudar.

Y el incendio va a volver. Nos incendiamos porque

somos pobres”, dice Ina Arancibia, de Puertas Negras.

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*** Es la tarde del primer domingo después del incendio, y el sol sigue golpeando. Jor-ge Sharp se dirige a 13 familias que perdieron sus casas en Fonasa 5, un terre-no del cerro Playa Ancha donde casi todas las viviendas son parte de una toma. Lleva pantalón negro y una camiseta del Che Guevara, cubierta de tierra. El alcalde au-tonomista les pregunta a los vecinos si ellos quieren irse o quedarse. Todos res-ponden que quieren quedarse, y entonces les asegura que nadie los moverá de allí, porque todo Valparaíso, dice, es una zona de riesgo. Que, en cambio, se tomarán deci-siones de prevención. —El foco no está en si los lugares son ries-gosos o no —dice al otro día, en su oficina municipal—. Porque Valparaíso es una ciu-dad riesgosa. Es una ciudad donde un tercio de la población vive en quebradas. Las personas que están viviendo en esas zo-nas en particular no están en un situación de riesgo más grave que quizás otras en

otro lado. Nosotros creemos que la persona tiene derecho a vivir donde quiera vivir. La postura del alcalde no concuerda con las medidas del gobierno, que ya anun-ció que todos los pobladores que vivan en sectores de alto riesgo sólo accederán a subsidios si salen de allí. El equipo de Sharp cree que la clave está en evitar la propagación, y por eso pretende crear un nuevo plan maestro para presentarle al Estado, pero primero piensan formar un consejo ciudadano antes de crear una propuesta. Actualmente, reconocen sus asesores, no existe ningún procedimien-to coordinado para prevenir incendios, ni el municipio tiene un presupuesto fijo para esa materia. La limpieza de quebradas, por ejemplo, la hace el De-partamento de Asistencia Técnica municipal y también la Conaf, cada uno por su cuenta y según sus prioridades. En el equipo de Sharp pretenden cam-biar eso y actualizar el plan regulador para atacar de base el problema —proba-blemente empezando de nuevo la

actualización que ya estaba haciendo la administración anterior—, luego de ha-cer consultas a la ciudadanía. El intendente Gabriel Aldoney dice que en las últimas semanas han llegado a registrar 18 incendios en un solo día, y que la magni-tud de la emergencia supera los recursos económicos y logísticos con que cuentan. Para enfrentarlo, dice, se requiere un cam-bio estructural. —Las autoridades, los parlamentarios, la prensa hablamos cinco días de esto y luego viene el silencio. Eso no es correcto. Hay un problema: no existe alguien preocupa-do permanentemente de la vulnerabilidad territorial. Es un problema de diseño insti-tucional que hay que zanjar, pero no podemos solucionar todo sólo con planifi-cación. Deberíamos también tener más recursos aéreos: helicópteros y aviones que permitan actuar. Mientras tanto, la Intendencia está organi-zando su primera unidad dedicada al tema. En principio, estará compuesta por un geó-grafo, un ingeniero civil y un arquitecto.

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*** Parada frente al montón de escombros que solía ser su casa, Elizabeth Rojas, de 39 años, dice que no tiene pena. Su mari-do está en la cárcel, tiene cuatro hijos, y la tarde del incendio lo único que alcanzó a sacar de la casa fue el celular que le había regalado para Navidad al mayor, de diez años. Todo el resto lo consumió el fuego. Pero ese fuego, dice durante la mañana del lunes, es quizás lo más parecido que ha tenido a otra oportunidad. —Mis niños se asomaban al patio y veían a los que se juntaban a fumar pasta. Aquí hay drogas, pistolas, peleas. Gracias a Dios ahora me van a ayudar a irme de aquí. Más tarde, cuando la noche al fin da tregua, el cerro se reúne en la junta de vecinos. Más de cien habitantes de todos los secto-res incendiados —Puertas Negras, Villa Hermosa, Montedónico, Fonasa 5, Villa Es-peranza— escuchan en voz de un dirigente el primer ofrecimiento del gobierno. Luego discuten a gritos. Algunos son propietarios,

otros arriendan, y la gran mayoría viene de tomas. Muchos siguen viviendo en carpas en sus terrenos quemados, junto a sus ni-ños. El gobierno ofrece a los propietarios de terrenos viviendas de emergencia y $23 millones para reconstruir sus casas. Tam-bién el compromiso de iniciar un programa para mejorar la infraestructura del sector, con escaleras, muros antifuego y lumina-rias. A los arrendatarios y a los que viven en tomas se les prometió un subsidio para arrendar o comprar una casa en otro sec-tor, siempre que abandonen la zona y se vayan a albergues. Pero buena parte de los vecinos se sienten dolidos porque el go-bierno aún no los ha declarado zona de catástrofe, y al día siguiente, amenazan, se tomarán la carretera para mostrarle al país que también existen. Los rostros son de ra-bia, de decepción y de abatimiento. El único que logra calmar la discusión es el Core Manuel Murillo, que es de la zona y a quien los vecinos respetan. Cuando habla y les pide tranquilidad porque las soluciones vienen en camino, lo aplauden incluso.

Confían en su palabra. Cuando termine la reunión y quede solo, sentado bajo la noche oscura, dirá eso: –¿Qué va a pasar? Que mucha de esta gente va a volver a construir aquí mismo. Aquí hay que sacar a 200 familias, y la goberna-ción no va a sacar a nadie, menos en año eleccionario. Te puedo asegurar que vienes en un mes y la gente va a tener construidas sus mediaguas. Ya se quemó allá, se quemó acá, Laguna Verde está a nada de quemarse de nuevo, y en Pueblo Hundido, poco más allá, hay sesenta familias hacinadas que tienen una sola calle de acceso. Es así. No se le toma importancia. Un día después, algunos de los incendiados se tomarán la carretera y se enfrentarán por primera vez a Carabineros. El miérco-les, otro incendio rabioso se prenderá en el Camino La Pólvora, un sector arriba de Puertas Negras, y el gobierno declarará zona de catástrofe. Se evacuará la cárcel, se quemarán casas y el círculo comenzará de nuevo. El fuego va y viene, y siempre que-ma a los pobres de Valparaíso.

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