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Janusz GŁowacki

A vuela pluma

Traducción deAnna Rubió y Jerszy Slawomirski

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One way ticket

La noche del 18 de diciembre de 1981 me abrí paso através de una multitud de setas, ángeles, Papás Noel yenanitos para salir en la gala navideña más vista de latelevisión británica. Suena bien y todo habría ido deperlas, si no hubiera sido por las circunstancias.

El caso es que diez días antes, todavía en mi pisitode la calle Bednarska de Varsovia, me había ceñido mismejores pantalones negros de pana fina con un cintu-rón de piel porcina repujada, había sacado lustre a miszapatos y, empujado por el afán de lucro y de fama, había viajado hasta Londres para asistir al estreno demi Cinders, es decir La Cenicienta, en el Royal CourtTheatre. Dejé atrás las huelgas, las negociaciones, losporrazos de los antidisturbios y el régimen comunistaque tambaleaba a ojos vistas. Y también a mi madre, ami hija Zuzia, de dos años y medio, a quien prometítraer una muñeca, y a Ewa Zadrzynska, por aquel en-tonces mi novia y más tarde mi mujer, que me ha pro-hibido mencionar su nombre en este relato siquiera unavez, ya que no se hace ilusiones en cuanto a su nivel éti-co. Yo se lo he prometido, pero no he cumplido mi pa-labra, igual que la mayoría de las veces que he hechopromesas, tanto a ella como a otras mujeres.

Como es natural, ninguno de mis amigos de Varso-via me había creído ni por un segundo cuando anunciécon ínfulas que uno de los mejores teatros de Londresiba a estrenarme una obra. Claro que asentían con lacabeza cortésmente y me felicitaban, pero a mis espal-

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das intercambiaban gruñidos de entendimiento. Comomi billete de vuelta era para el 22 de diciembre, llevéconmigo sólo una maleta vacía para los regalos, unamuda de vaqueros, dos camisas y veinte libras esterlinasen efectivo.

Entonces me pareció que aquello bastaría.Me alojaba de balde en el hotel Holiday Inn y mi ca-

pital empezó a aumentar vertiginosamente, porque mepagaban por participar en los ensayos, no como en Po-lonia, donde el autor sólo es admitido en el teatro a re-gañadientes. Los actores eran impecables, y el director,Danny Boyle, el de la película Trainspotting, también.Ya en el primer ensayo me cercioré de que Cinders erauna obra sólida, al contrario de La Cenicienta, despuésde cuyo estreno en Polonia yo me había jurado no escri-bir nunca más teatro. Los tres cónsules de Polonia enLondres, los señores Kopa, Séomka y Mucha, llamaronal teatro para anunciar que vendrían a celebrar conmigoel evento. Esto me supo a gloria, porque hasta enton-ces sólo había conocido a un diplomático polaco (y, porañadidura, retirado): el cónsul de Glasgow. Su puntoflaco era un desconocimiento total de lenguas extranje-ras. Su punto fuerte, su mujer, una actriz guapetona. Eraa causa de ella que el cónsul solía pasar las vacacionessentado en el club de la SPATIF1 de Varsovia donde, des-pués de ingerir unos cuantos cubatas, no tenía reparosen compartir sus experiencias en el servicio diplomáticocon la concurrencia. «En principio –decía–, este currono está nada mal, si no fuera que de vez en cuando algúninglés asienta el culo en tu despacho y pide algo. Diréisque no hay para tanto, pero el caso es que esos tíos ha-blan tan raro que no se les entiende ni papa.»

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1. Asociación de Actores de Teatro y de Cine de Polonia. (Todaslas notas son de los traductores.)

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Por la noche, al terminar el ensayo, iba con los ac-tores a algún pub de Sloane Square a tomar unas guin-ness, y Jaruzelski, Brezhnev, Waé[sa, Kuron y Michnikme parecían cada vez más lejanos. No cabía en mí deorgullo y esperaba tranquilo la noche del estreno.

Pero el 13 de diciembre, el día en que Ewa, mi no-via de entonces, iba a tomar el avión de las ocho paravisitar Londres, comprarse algo de ropa y asistir a lafiesta del estreno, me despertó el teléfono a las siete dela mañana. Me llamaba mi amiga Nina Smolar con lanoticia de que el general Jaruzelski había empezado la operación que mis lectores polacos conocen tan bien.Añadió que tal vez aún permitirían que saliera el pri-mer avión y que, de ser así, yo tenía que llevar inme-diatamente a Ewa a la BBC, donde el marido de Nina,Gienio Smolar, dirigía la sección polaca.

–Vale, vale –le contesté, reaccionando lentamentepor culpa de las guinness de la víspera.

No fue hasta después de colgar el teléfono que meincorporé en la cama, tieso como el vampiro de la fa-mosa película de Herzog.

No permitieron que saliera el primer avión. Perogracias a aquella operación del general Jaruzelski y alsufrimiento de la nación polaca, yo, un escritor desco-nocido de provincias, me convertí en una celebridad dela noche al día.

Aunque los cónsules Séomka, Kopa y Mucha no hi-cieron acto de presencia en el estreno, una gran muche-dumbre se amontonó delante del teatro. Los periodis-tas hacían cola y en sus críticas subrayaban a una vozel carácter antitotalitario de La Cenicienta y su humortétrico y kafkiano.

De ahí que el 18 de diciembre enfilara un largo y an-cho pasillo forrado de alfombras y cuadros y me abrie-ra paso a través de una multitud de setas, ángeles, Pa-

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pás Noel y enanitos para salir en la gala navideña másvista de la televisión británica. En la solapa de una ame-ricana de la colección de Barbara Hoff para los grandesalmacenes Junior me había clavado un pin de Solidar-nosc. Avanzaba, ora de prisa, ora despacio, avergonza-do de los pensamientos que se me agolpaban en la ca-beza y que más o menos eran éstos: «¿Por qué diabloshe aceptado hacer el payaso por la tele? Pagar pagan,eso sí, y además en libras esterlinas, pero tampoco tan-to, y mi fama se desvanecerá en menos que canta un ga-llo. Y si suelto lo que pienso de la ley marcial, mi queri-da hija no verá la muñeca que le he prometido ni dentrode cien años. Es verdad que uno puede jurar y perjurardelante de las cámaras que la política le importa un pe-pino, y que sólo le interesa el arte. Pero ¡qué bochornomás horroroso! ¡Y, después, cómo mirar a la cara a esepatriota que ha intentado convencerme de que cruce lafrontera con un camión lleno de armas para Solidar-nosc! ¡Aunque es un agente de la secreta, me escupirá ala cara en público! Además, ¿quién les ha dado mi nú-mero de teléfono a los de la tele? Seguramente, un po-laco envidioso que quiere hundirme. Y otro asunto es-pinoso: ¿cómo hablar de una tragedia nacional con unhorrible acento? ¡Y Dios me libre de cometer algúnerror gramatical!».

Sumido en estos pensamientos, avanzaba por el pa-sillo, empujado por una preciosa actriz inglesa, y en losúltimos tiempos también traductora, que en aquel mo-mento me caía gorda por ser la culpable de todos misproblemas.

Hacía algunos meses había venido a Varsovia. Esocoincidió con una época en que me las arreglaba bastan-te bien. Aunque el guión para Himilsbach y Maklakie-wicz que tiempo atrás había engendrado en colabora-ción con Marek Piwowski y que iba a ser una versión

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polaca de Easy Rider no tenía ninguna posibilidad, unaeditorial clandestina acababa de sacar mi libro sobre lahuelga de los astilleros de Gdansk, que la censura habíaprohibido publicar legalmente. Y Suecia y Alemania delOeste emitían algunas de mis obras radiofónicas. El úni-co problema es que, cuando a uno las cosas le empiezana ir bien, se le va la olla.

A aquella actriz le endilgué un rollo macabeo. Lallevé a Sciek, a la SPATIF y, finalmente, a la calle Bed-narska. Consciente de las sagradas leyes de la hospitali-dad, me desmelené, y ella me lo agradeció poniéndosede inmediato a traducir mi texto. Para colmo, hinchótanto la cabeza a los productores londinenses que unose divorció y el otro accedió a representar mi obra.

Presa de malos pensamientos, llegué a la sala de ma-quillaje, donde me dieron una mano de pintura, me em-polvaron, me regaron el pelo con colonia, me peinaron,y me hicieron esperar. Mientras tanto, delante de lascámaras, un famoso presentador se partía de risa, dán-dole palmadas en la espalda a Paul Mc Cartney. Los dosiban mucho mejor vestidos que yo, así que enseguidaempecé a consolarme repitiendo para mis adentros queno importa lo que uno se enjarete y que los últimos se-rán los primeros. Entonces, alguien me dio un empujóny me encontré a plena luz de los focos. A pesar del ma-quillaje, mi aspecto debía de reflejar mi estado de áni-mo, porque mi aparición apagó la sonrisa en los labiosdel presentador. Una mueca de dolor le desencajó el ros-tro y en sus ojos brillaron unas lágrimas. Cariñosamen-te, me hizo sentar en el sillón y durante un buen rato selimitó a menear la cabeza sin decir nada, hasta que, fi-nalmente declamó:

–Sin embargo, no todo el mundo goza de paz y feli-cidad en estas fiestas de Navidad. Tenemos aquí connosotros al Polish playwright Djanus Glovaki. Todos

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sabemos lo que ha pasado hace tan sólo unos días en suinfortunada patria. Djanus, cuéntanos en qué estás pen-sando en estos momentos.

Y entonces, muy preocupado por no confundir elpresente con el pretérito perfecto ni she con he, pronun-cié con voz de ultratumba algunas frases sobre la nocheque había envuelto Polonia. El presentador se quedómomentáneamente patitieso de dolor y, al volver en sí,me dio un apretón de manos fuerte y masculino, exhor-tándome a no perder el coraje, lo cual era totalmenteimposible, ya que nunca lo había tenido. La sonrisa vol-vió a iluminar su rostro mientras exclamaba:

–¡Y ahora las propuestas de Gianni Versace para laNochevieja!

Yo quería quedarme un ratito para mirar, pero al-guien me tiró de la americana por detrás y alguien másme empujó hacia la caja. Me gratificaron con doscien-tas cincuenta libras y me pusieron de patitas en la ca-lle. En un primer momento, quise dirigirme a PortobelloRoad para comprarle a mi traductora unos pendientesde oro que le había prometido, pero se dio la circuns-tancia de que justo en aquel momento desfilaba por lacalle una manifestación bastante numerosa de compa-triotas míos que hacían ondear por encima de sus cabe-zas un muñeco del general Jaruzelski de tamaño naturalcolgado de una horca reproducida a pequeña escala,mientras que los anarquistas, que se apuntan a un bom-bardeo, se habían sumado a la comitiva aporreando losbombos. Así las cosas, me sumé yo también.

Delante del consulado, nos esperaba un nutrido des-tacamento de la policía inglesa. Nos colocamos frente aellos, gritando las consignas adecuadas para la ocasiónhasta que las cortinas se corrieron y asomaron a la venta-na, en primer lugar, los rostros ominosos de mis especta-dores frustrados, los cónsules Kopa, Séomka y Mucha,

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y, después, el ojo de una videocámara. Como respuesta,los propietarios de pasaportes polacos, quejándose delfrío, iniciaron de inmediato la acción de levantarse elcuello del abrigo y calarse la gorra hasta la nariz. «Tie-nen miedo», pensé con desdén, y entonces me di cuentade que tenía el cuello del abrigo levantado y la gorra ca-lada hasta la nariz.

Las fiestas estaban en su apogeo. Y de Polonia obien llegaban noticias lúgubres o bien no llegaba nin-gunas. Mi situación también empeoró.

Es cierto que las críticas habían sido entusiastas,pero mi estancia pagada en el hotel había terminado y, para colmo, llegó el marido de mi traductora que,dando muestras de un egoísmo típicamente británico y de una completa falta de sensibilidad ante la desgra-cia de un polaco, le prohibió dormir conmigo.

Por suerte, Adam Zamoyski, un escritor e historia-dor a quien Cinders había gustado mucho, se disponíaa alquilar o poner en venta uno de sus apartamentoscon vistas al Hyde Park y, temporalmente, me dejó pa-sar allí las noches. O sea, que cada mañana me desper-taba presa del pánico, con la sensación de que algo ibamal, y tardaba en volver a la realidad hasta que llegabaAdam, se subía a una escala para pintar con sus propiasmanos el techo con molduras y se ponía a darme con-sejos. Básicamente, se trataba de si yo debería regresara Polonia o todo lo contrario.

Mientras tanto, preparando el café con manos tem-blorosas y atento a no manchar una flamante alfombraque cubría el suelo en la cocina, yo lo escuchaba sin oír-le. Y después, vagaba por un Londres festivo atiborra-do de árboles de Navidad, engalanado con bolas de vi-drio y abarrotado de Papás Noel.

Si hubiese habido vuelos a Polonia, seguramentehabría cogido alguno. Porque más o menos podía ima-

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ginar lo que me esperaba en Varsovia además del aliviode mi añoranza: algo que no sería nada agradable, peroque me resultaba familiar. En cambio, lo que me ocu-rriría en el extranjero se me perfilaba con menos niti-dez. Era cierto que mi obra de teatro iba viento enpopa, pero nadie se gana el pan con esto. Jerzy Gie-droyc hizo un esfuerzo personal para encontrarme ypublicó un fragmento de El poder tiembla, es decir, demi libro sobre la huelga de los astilleros de Gdansk, yhasta lo mandó a la elegante editorial parisina Flam-marion. Por desgracia, se lo devolvieron junto con unacarta de la redactora responsable de la sección polaca,donde recomendaba que el señor Géowacki aprendiesea escribir en polaco antes de ponerse a hacer literatura.En estas palabras capté un tono siniestro, porque aquellibrito era el monólogo de un mísero obrero de los asti-lleros de Gdansk que había perdido la capacidad dediscernir entre el bien y el mal y, sin saberlo, se habíaconvertido en confidente de la secreta. Y tampoco sa-bía muy bien por qué se había sumado a la huelga, demanera que en esta novela no hay ni por asomo eleva-dos arrebatos patrióticos. Sólo calles tristes, restauran-tes sin comida, ciudades abarrotadas de secretas, huel-gas lideradas por confidentes, miseria y compañía, ¡y alprotagonista aquello le parece de lo más normal! Paracolmo –y eso es justo lo que sacó de quicio a la redac-tora de Flammarion– lo cuenta todo con un lenguajeque ha dejado de ser un instrumento de comunicaciónen el sentido tradicional del término para convertir-se en una mezcla de los eslóganes socialistas con la jeri-gonza del lumpenproletariado, es decir, en vete a saberqué. Ya en Polonia, El poder tiembla no había sidobien recibido por los críticos; no era pues de extrañarque en un país normal nadie le viera ninguna gracia. Enresumidas cuentas, mis perspectivas eran chungas.

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O sea que paseaba por Londres, a veces tenía al-guna cita con un agente literario, concedía entrevistas a cualquiera y me sentía cada vez más desazonado,porque las noticias de mi país en la prensa local eranbastante horribles, y los rumores eran todavía peores:inundaciones de minas con los huelguistas dentro, fusi-lamientos de soldados rebeldes. Por el contrario, en laradio oficial polaca, paz, alegría y entrevistas con fa-bricantes de buñuelos. Y, en medio de todo aquello, mihijita, mi mamaíta y mi novia. ¿Qué hacer, pues? ¿Re-gresar o no?

Tengo que admitir que, fuera de las consideracionesde tipo patriótico o familiar, en favor del regreso habla-ba el mero cálculo profesional. Aquella ley marcial mevenía como anillo al dedo. Durante toda la vida me ha-bía repetido a mí mismo con envidia que Norman Mai-ler, Joseph Heller, Hemingway o Babel tenían sobre quéescribir. ¡Y he aquí que el tema llama a la puerta y yo noestoy en casa! No me lo perdonaré mientras viva. En-tonces, ¡hay que regresar!

Sin embargo, Adam me lo desaconseja desde lo altode la escalera. «No sé qué posición tienes en Polonia.Pero los de allí tienen un pie en el cuello, mientras quetú puedes escribir toda la verdad sin censura y encon-trarás editores a porrillo.»

Siguiendo el consejo de Adam me senté, ni corto niperezoso, en un pub irlandés y me puse a escribir comoescritor no sólo liberado, sino liberado a todos los efec-tos, lo cual resultó una empresa más difícil que hacerlode una manera normal y corriente.

Me mordisqueaba los labios, sorbía mi guinness ylos músculos se me tensaban debajo de la piel; escribídurante toda una semana, y después durante otra.Cuando llegó la tercera, lo pasé todo a limpio y me aver-goncé. En mi relato, la ira era justificada y la indigna-

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ción brillaba como el oro. Los antidisturbios tenían ojosfríos y sonrisas crueles, mientras que, los activistas deSolidarnosc perseguidos, justamente todo lo contrario.En resumidas cuentas, tiré el manuscrito a la basura yme puse aún más nervioso, porque ¿y si me habían libe-rado demasiado tarde, cuando ya era inválido de porvida, un inútil, un individuo incapaz de dar un solo pasosin censura? Durante los últimos decenios me había ex-primido las meninges para escribir algo verdadero, perode un modo lo bastante sutil para que me lo publicaran.¡La de cosas que había hecho para esquivar y trampearla censura! Por ejemplo, ¿adónde trasladar la acción deldrama o del libro, a qué país o a qué siglo, para que secomprendiera la alusión sin que nadie se diera por alu-dido? ¿Con qué parábola adormecer la vigilancia delcensor? El Imperio romano se prestaba muy bien a ello,y la inquisición española tampoco se quedaba manca.Y, utilizando recursos más sencillos, siempre se podíaechar mano de una cárcel o un reformatorio para chi-cas, como en el caso de La Cenicienta. Hay que recono-cer con el corazón en la mano que los lectores y los es-pectadores de la República Popular de Polonia eranparticularmente diestros en el arte de captar alusiones, yque lo hacían incluso allí donde no las había. Bastabacon decir que el protagonista era alcohólico, tenía joro-ba o le ponía cuernos a su mujer para que nadie tuvieradudas de que el culpable de todo era el comunismo y elautor recibiera un baño de aplausos.

El 20 de diciembre, si la memoria no me falla, seanunció que Varsovia permitiría que saliera un avión yentrara otro. Para comprobarlo, fui al aeropuerto deHeathrow. El avión de la LOT llevaba retraso, y yo memezclé con la muchedumbre triste y callada que se pre-paraba para recibir a los polacos que volvían a Lon-dres. Todos se miraban de reojo. Los pins de Solidar-

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nosc, que antes del 13 de diciembre eran obligatoriosen todo traje, habían desaparecido por completo.

Finalmente, el avión de Varsovia aterrizó y los pa-sajeros, principalmente extranjeros que habían que-dado atrapados por la ley marcial, empezaron a sa-lir, mientras que los viajeros en tránsito se escabullíandetrás de un tabique de metacrilato. Entre ellos vi alprofesor Jan Kott. Regresaba a América después departicipar en el Congreso de Cultura, interrumpido porla proclamación de la ley marcial. Caminaba por lazona de tránsito, separado de mí por el plástico trans-parente. Intenté llamar su atención dando puñetazos enel tabique, pero el profesor no me oyó. En cambio, dosdías más tarde fui yo quien lo oí hablar en un progra-ma de Radio Europa Libre. Hablaba de la noche quehabía envuelto Polonia, y los soldados entumecidos defrío que se calentaban junto a los braseros le trajeron ala mente la imagen de las prostitutas de Roma agolpa-das alrededor de las hogueras. Aquel breve relato, queal general Jaruzelski le provocó un ataque de furia, en-cerraba a Jan Kott al completo, con toda su interpreta-ción de la literatura y del mundo. Tragedia envilecida yfarsa sublime.

Por el momento, respiré profundamente, regresé alcentro de la ciudad y volví a vagar por Londres. Mesentía algo más animado, porque Andre Deutsch, unaeditorial londinense de prestigio, de algún modo miste-rioso había caído en la cuenta del intríngulis de mi libroEl poder tiembla y había firmado el contrato para pu-blicarlo.

Por la noche, acabada la función, visitaba algún pubirlandés que otro acompañado de los actores de La Ce-nicienta y, jarra de cerveza en mano, los enternecía conmis historias sobre las hordas de Jaruzelski que recorríanla patria de Chopin cubierta con un manto de nieve.

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Una vez, cuando el pub había cerrado y yo volvíaandando al piso de Knightsbridge que Adam casi habíaterminado de acicalar de cara a su venta, oí un par detacones altos repicar sobre los adoquines a mis espal-das y me dio alcance la actriz que hacía el papel de her-mana malvada en La Cenicienta. Con lágrimas en losojos, me confesó que, al verme caminar solitario por laciudad adormecida, se había acordado del protagonis-ta de la película El hombre de hierro de Andrzej Wajday, para levantarme el ánimo, había decidido hacer todolo que puede hacer una actriz joven. En este punto meveo obligado a advertir que quien se atreva a sosteneren mi presencia que El hombre de hierro es una inge-nua obra kitsch con la estética del realismo socialistatendrá en mí un enemigo implacable.

Muchos polacos atrapados en Londres por la leymarcial se quejaron de que la llamada vieja emigraciónno se ocupara de ellos. Yo, al igual que Blanche, la pro-tagonista del drama de Tennessee Williams Un tranvíallamado deseo, era más optimista al respecto. Blanche,cuando ve que todo el mundo la ha dejado en la estaca-da, coge confiadamente la mano del psiquiatra que, porencargo de la familia, ha venido para encerrarla en unmanicomio y, de paso, pronuncia mi frase preferida:«Siempre he sabido que en cualquier circunstancia unapuede contar con la amabilidad de los desconocidos».

¡Cómo no! El 29 de diciembre, es decir, recién ter-minadas las fiestas, el propietario de un restaurante po-laco de categoría, un patriota amante de la literatura,me propuso el puesto de camarero a cambio de una re-muneración muy decente. Poco tiempo después, unaactriz joven y con talento, que había emigrado un añoantes para casarse con un carpintero, pero que no erafeliz porque seguía sintiendo la llamada del arte, mehizo una oferta muy lucrativa para actuar a su lado en

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un espectáculo erótico para aristócratas ingleses. Unconocido de mis años mozos, Wéadek Aspiryn, un di-námico comerciante de medicamentos caducados quemás tarde, ya en la patria libre, haría carrera políticacon las denuncias a empresarios deshonestos, quisoperpetrar conmigo un atraco a una joyería que llevabamucho tiempo planeando.

También quiso asociarse conmigo Tadek Brazos Lar-gos. En los años cincuenta, Tadek era conocido con otroapodo: El Pescador. En aquella época la gente no teníanevera y colgaba en la ventana con un cordel las liebresque había comprado para el Domingo de Resurrección.Tadek era propietario de una caña de pescar extensibleproducida en la RDA que podía alargarse hasta la altu-ra de un segundo piso. En su extremo fijaba una hoja deafeitar de la casa Gerlach, y las liebres caían direc-tamente a una bolsa abierta. En Londres, Tadek habíacambiado de especialidad y se dedicaba al contrabandode relojes a escala internacional. Es decir, con dos male-tas atiborradas de relojes, tenía que escurrirse con an-dares de bailarín por la puerta verde, obsequiando a losaduaneros con la mejor de sus sonrisas. Eran sólo cin-cuenta y seis pasos, pero aquellos relojes le estirajaronlos brazos. A eso se debía su apodo y la oferta laboralque me hizo.

A raíz del éxito londinense de La Cenicienta, desdeAmérica me llegó la oferta de impartir un curso sobreKafka, Chéjov y Dostoievski en el exclusivísimo Ben-nington College de Vermont, donde en su tiempo ha-bía enseñado Erich Fromm y por aquel entonces dabanclases de literatura y teatro Bernard Malamud y BobWilson.

Tras largas deliberaciones y luchas internas, me de-canté por esta proposición, aunque fuese la menosatractiva desde el punto de vista económico.

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Tres semanas más tarde, estrechando contra mi pe-cho el impreso rosa de invitación confirmado oficial-mente por el Departamento de Estado, me abrí paso através de una muchedumbre de católicos y musulmanes,y con la sonrisa dolorosa propia de las víctimas de per-secuciones políticas, lo extendí sobre el escritorio delcónsul. Estaba seguro de que los hombres de RonaldReagan, que había recibido con tanta repugnancia lanoticia de la proclamación de la ley marcial tachando aJaruzelski de general ruso con uniforme polaco y lla-mando a sus secuaces pandilla de piojosos de mierda,me recibirían con los brazos abiertos. Sin embargo, elcónsul se tomó con gran escepticismo mis vehementespromesas de que mi viaje a América no tenía el objetivode asesinar al presidente, y ni tan siquiera propagar en-fermedades venéreas, sino sencillamente llenar las lagu-nas de los estudiantes del estado de Vermont y, en un se-gundo término, realizar mi sueño juvenil de poner enescena un drama en Broadway. Si yo hubiese tenido unapizca de dignidad, tras un interrogatorio de dos horasdebería haberme sentido ofendido y haberme largado.Pero me acordé del consejo de Roman Wilhelmi, el di-rector del semanario varsoviano Kultura donde yo ha-bía trabajado unos cuantos años: «Janusz, sé precavidocon tus primeras reacciones; ¡podrían ser honestas!».Así pues, me tragué la humillación con una sonrisa hipó-crita, estamparon en mi pasaporte un pase abigarrado y se abrió delante de mí la puerta de la democracia. Unpar de meses más tarde me enteré de que la adminis-tración Reagan, indignada por la proclamación de la leymarcial, había ordenado poner toda clase de obstáculosa los polacos y los afganos que tramitaban el visado pormiedo a que alguno pudiera pedir asilo.

Cuando volví a comparecer en el aeropuerto deHeathrow, llevaba en la mano la misma maleta con la

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que había abandonado Polonia, pero mucho más carga-da. Transportaba en ella el surtido de utensilios de pri-mera necesidad que todo profesor del Este que se respe-te debe tener a mano al tomar posesión de una cátedraen una exclusiva universidad americana, a saber: un po-bre conocimiento del inglés, dos pares de vaqueros com-prados en las rebajas de Portobello Road, una ediciónde lujo de las tragedias de Shakespeare regalo de la ac-triz-traductora, dos camisas a rayas blancas y negras, o sea unos pingos made in India procedentes de una li-quidación, un libro de Mackiewicz sobre Dostoievskirobado de una biblioteca, dos botellas de medio litro de vodka puro etiqueta azul y un profundo complejo deprovinciano enmascarado con orgullo, aires de superio-ridad y un fajo de críticas de la prensa de Londres.

Y también una buena reserva de envidia polaca, conla que después, para desahogarme, empezaría a adornara los personajes de mis dramas, y en particular al Pulga,el protagonista de Antígona en Nueva York. Por des-gracia, yo tenía algo en común con aquel listillo quemuchos críticos de las orillas del Vístula consideraronuna caricatura facilona y barata del polaco medio. Nosé cuándo ni cómo se me había contagiado esta envidia,porque mis padres no padecían semejante enfermedad.

Ocupé mi sitio junto a la ventanilla. A mi lado tomóasiento una inglesa preciosa y al parecer también sumi-da en sus pensamientos, de modo que, por de pronto,no entablamos ninguna conversación. El avión de laPan American dio algunas vueltas por las pistas del ae-ropuerto, adelantó a un Concorde y a un Iberia español,y se puso a hacer cola justo detrás de un Lufthansa ymuy por delante de un China Air. Cinco minutos mástarde, despegó en serio, es decir, empezó a alejarse. Y yoempecé a sentir miedo en serio. Porque, ¿y si tenían ra-zón, la señorita de Flammarion y los críticos polacos

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que habían decidido que yo era un escritor de bares, unliterato de poca monta especialista en pijos y playboysal que no se le había perdido nada en el extranjero?

No obstante, en Polonia yo tenía mi público y mispequeños placeres. Las dependientas me vendían ba-guettes de tapadillo, ningún portal ni escalinata de lascalles Bednarska y Krakowskie Przedmiescie guardabasecretos para mí, y sabía darle a la sin hueso como po-cos. Cuanto más me alejaba, más dudas me asediaban desi había tomado la dirección correcta y de si hacía bienmetiéndome a codazos en la democracia y en América.

Allí no padecían de falta de escritores propios y,además, por Nueva York y sus cercanías pululaba unamultitud de víctimas profesionales procedente de paísescastigados por la dictadura. Por no hablar de los disi-dentes rusos, todos ellos unos escritorazos. Claro, ¡conlos antecedentes que tenían: Dostoievski, Tolstoi, Ché-jov, Gogol...! Después de un Solzhenitsyn, un Brodskio, sin ir más lejos, un Aksiónov, ¿habría alguien queprestara oído a mis sufrimientos? ¡Y sólo me faltabaque las cosas se empezaran a mover en Checoslova-quia! ¡O en Hungría! Pensamientos de este calibre, lle-nos de exaltación patriótica, me daban vueltas por lacabeza. De todos modos, ya era demasiado tarde. Por siacaso, me puse a repasar la tabla de los mandamientosdel emigrado novato que un alma compasiva me habíaescrito sobre una cuartilla.

1. Si estás sumido en la miseria o en la desespera-ción, nunca jamás lo reconozcas delante de tus compa-triotas. Nadie te va ayudar y sólo aprovecharán la oca-sión para rematarte.

2. En ningún caso te sinceres con gente más rica quetú. Cuando te pasen por las narices sus mujeres horren-das, sus mansiones, sus películas o sus libros, elógialos.No te puedes permitir el lujo de crearte enemigos.

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3. Si alguien te ofende, sonríe. Ya te vengarásdespués.

4. Cuando mientas sobre tus éxitos, intenta creeren lo que dices. Esto reconforta y no perjudica. En elpeor de los casos te tomarán por mitómano; pero algu-nos se lo tragarán y podrás sacarles algo.

5. Si alguien te pide ayuda, no se la des aunquepuedas, porque no procede: podrías crearte un compe-tidor. Pero de entrada nunca te niegues (salvo a prestardinero, naturalmente). Promete ayudar, finge interés, yasí tendrás un amigo por algún tiempo. Quién sabe sino va serte útil...

6. Sólo estás autorizado a hacer declaraciones deamor a mujeres que no quieres. No puedes permitirte ellujo de perder la independencia.

No tuve tiempo de leer los cuatro últimos porquemi vecina habló e, inesperadamente, lo hizo en polaco:

–A juzgar por sus gustos, usted es de Varsovia. –Serefería al hecho de que yo acabara de pedir por terceravez consecutiva una ginebra doble sin tónica–. ¿Sabequé me preguntaron en la embajada norteamericana?

–Si tenía intención de matar al presidente –adivi-né–. ¿Y qué les contestó...?

Meneó la cabeza.–¿Cree usted que ellos piensan de veras que alguien

que viajara a Estados Unidos para matar al presidenteles daría una respuesta sincera?

–Un país extraño –admití.–También me preguntaron si viajaba a Estados Uni-

dos para dedicarme a la prostitución.–Tómeselo como un cumplido –la consolé.–¿Lo dice en serio?Los dos pedimos una ginebra sin tónica e intercam-

biamos direcciones. Yo me acordé de las palabras conlas que el entrenador de nuestra selección de fútbol ani-

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maba a los jugadores antes del partido: «La rojiblancaal viento, el primer secretario en la tribuna, o sea que,¡el pepino en alto y, hala, a afeitar a esos gilipollas!». Y por mi cuenta añadí: «Janusz, no te comas el coco.Vas a un país salvaje donde la gente ni siquiera sabequién es Himilsbach». Y me sentí mucho mejor.

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Premio Nacional a la Mejor Labor EditorialCultural 2006 concedido por el Ministerio de Cultura

Título de la edición original: Z géowyTraducción del polaco: Anna Rubió y Jerszy Slawomirski

Diseño: Gloria Gauger

Círculo de Lectores, S. A. (Sociedad Unipersonal)/Galaxia Gutenberg

Travessera de Gràcia, 47-49, 08021 Barcelonawww.circulo.es

www.galaxiagutenberg.com1 3 5 7 9 6 0 1 2 8 6 4 2

© Janusz Géowacki, 2004© de la edición en polaco: Bertelsmann Media Sp. zo. o. Varsovia, 2004

© de la traducción: Anna Rubió y Jerszy Slawomirski, 2006© Círculo de Lectores, S. A. (Sociedad Unipersonal), 2006

Depósito legal: B. 45972-2006Fotocomposición: Víctor Igual, S. L., Barcelona

Impresión y encuadernación: Printer industria gráficaN. II, Cuatro caminos s/n, 08620 Sant Vicenç dels Horts

Barcelona, 2006. Impreso en EspañaISBN Círculo de Lectores: 978-84-672-2302-6ISBN Galaxia Gutenberg: 978-84-8109-654-5

N.º 36087