a rthur miller: la muerte de un ilusionista · nista de la muerte de un viajante, hablaba a sus...

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11 de febrero de 2005: Cerca de cumplir no - venta años, muere el dramaturgo norteameri - cano Arthur Miller, creador del agente viajero, Willy Loman. Es comprensible que se haya casado con Marilyn Monroe, cualquiera en su caso lo hubiera hecho. Es comprensible que ella lo buscara, pues sus vidas parecían apun- tar hacia el otro. Es fácil decir esto a toro pasado, pensarán ustedes. Corría el año de 1956, se gestaba la década de esplendor del sueño americano (que aunque pocos lo crean fue la de los sesenta), y era natural que dos extremos de ese sueño se sintieran atraídos —los opuestos se atraen, reza al- guna ley de la física— pero entonces era di- fícil comprenderlo. La altura de ambos, la enorme altura de ambos, parecía apuntar a cielos que nunca habrían de cruzarse, pe- ro se cruzaron. Marilyn había dado cuer- po, literalmente, al sueño de la nación ame- ricana; y Miller estaba dotando con su teatro de ilusiones a los miles de personas a quie- nes el american way of life les parecía una quimera. Cada vez que Willy Loman, el pro t a g o- nista de La muerte de un viajante, hablaba a sus hijos de sus triunfos, de la emocionan- te vida que llevaba en las carreteras nortea- mericanas, renovaba para muchos una fe perdida. Los críticos dicen que trataba de ocultar sus fracasos, que el ansia de triunfo —yugo de los norteamericanos de clase me- dia que se ven forzados a perseguirlo sin fin— lo condujo a la muerte. Yo creo que la tragedia de Loman estuvo en confiar su vida a las ilusiones. Era, nada más, un hom- bre ilusionado al que la realidad le dijo, una y otra vez, que todo acaba en desilusión. La gran tragedia norteamericana estaba anun- ciada en esa obra que conmocionó al mundo entero. Se estrenó en el 49, cuando el siglo XX daba vuelta por mitad, y sigue hoy vigente como el primer día. Loman quería conven- cernos del peligro de ilusionarnos, pero al final, después de verla, de leer las otras obras de teatro de Miller, uno percibe que la pro- mesa de Loman no se basaba en la necesi- dad de triunfar, sino en que para vivir es indispensable estar ilusionado. Sólo la de- silusión conduce a la muerte, parece decir- nos en el patio trasero de su casa, si el desen- canto nos arrasa no hay salida posible. Arthur Miller era un ilusionista por de- recho propio y Marilyn era el símbolo vivo de esa ilusión. Es lógico que se casara con ella. Es más que lógico, aún, que ella lo de- seara. Ella, siempre tan deseada. No sé por qué, siempre que pienso en Miller se me viene a la cabeza una escena que obviamente nunca presencié, y que no recuerdo ni haber visto en un documental, ni leído en ninguna revista, ni que nadie me la hubiera contado. Están en el desier- to filmando The M i s f i t s (última película de Marilyn, siempre mal traducida al espa- ñol), para la que Miller escribe el guión. Él sale de la tienda en la que trabaja durante el día y otea el paisaje; el viento levanta una p o l va reda, corren algunos huizaches, y a lo lejos descubre la silueta de su esposa, con sus pantalones va q u e ros y su camisa de fra- nela. Llevan cinco años de matrimonio, de lucha incansable entre el triunfo y la derro- ta, entre la sensualidad y la inteligencia, e n t re la depresión y la alegría, sin nunca acomodar sus ideales. En ese momento su imagen lo cautiva y lo comprende todo. La gente cree que es una desamparada, pero es ella quien ha desamparado al mundo. No lo sabe de cierto, pero su tragedia personal dejará al mundo en descampado. La mejor imagen de las ilusiones que quiere repre- sentar es esa: la mujer más bella del mun- do, sola, tambaleante, en medio del viento Arthur Miller: la muerte de un ilusionista Sealtiel Alatriste 90 | REVISTA DE LA UNIVERSIDAD DE MÉXICO Marilyn Monroe y Arthur Miller, The Misfits, 1960 Arthur Miller

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11 de febrero de 2005: Cerca de cumplir no -venta años, muere el dramaturgo nort e a m e r i -cano Arthur Mi l l e r, creador del agente viajero,Willy Loman.

Es comprensible que se haya casado conMarilyn Monroe, cualquiera en su caso lohubiera hecho. Es comprensible que ellalo buscara, pues sus vidas parecían apun-tar hacia el otro. Es fácil decir esto a toropasado, pensarán ustedes. Corría el año de1956, se gestaba la década de esplendordel sueño americano (que aunque pocoslo crean fue la de los sesenta), y era naturalque dos extremos de ese sueño se sintieranatraídos —los opuestos se atraen, reza al-guna ley de la física— pero entonces era di-fícil comprenderlo. La altura de ambos, laenorme altura de ambos, parecía apuntara cielos que nunca habrían de cruzarse, pe-ro se cruzaron. Marilyn había dado cuer-po, literalmente, al sueño de la nación ame-

ricana; y Miller estaba dotando con su teatrode ilusiones a los miles de personas a quie-nes el american way of life les parecía unaquimera.

Cada vez que Willy Loman, el pro t a g o-nista de La muerte de un viajante, hablabaa sus hijos de sus triunfos, de la emocionan-te vida que llevaba en las carreteras nortea-mericanas, renovaba para muchos una feperdida. Los críticos dicen que trataba deocultar sus fracasos, que el ansia de triunfo—yugo de los norteamericanos de clase me-dia que se ven forzados a perseguirlo sinfin— lo condujo a la muerte. Yo creo quela tragedia de Loman estuvo en confiar suvida a las ilusiones. Era, nada más, un hom-b re ilusionado al que la realidad le dijo, unay otra vez, que todo acaba en desilusión. Lagran tragedia norteamericana estaba anun-ciada en esa obra que conmocionó al mundoe n t e ro. Se estrenó en el 49, cuando el siglo X X

daba vuelta por mitad, y sigue hoy vigente

como el primer día. Loman quería conve n-cernos del peligro de ilusionarnos, pero alfinal, después de verla, de leer las otras obrasde teatro de Mi l l e r, uno percibe que la pro-mesa de Loman no se basaba en la necesi-dad de triunfar, sino en que para vivir esindispensable estar ilusionado. Sólo la de-silusión conduce a la muerte, parece decir-nos en el patio trasero de su casa, si el desen-canto nos arrasa no hay salida posible.

A rthur Miller era un ilusionista por de-recho propio y Marilyn era el símbolo vivode esa ilusión. Es lógico que se casara conella. Es más que lógico, aún, que ella lo de-seara. Ella, siempre tan deseada.

No sé por qué, siempre que pienso enMiller se me viene a la cabeza una escenaque obviamente nunca presencié, y que nore c u e rdo ni haber visto en un documental,ni leído en ninguna revista, ni que nadieme la hubiera contado. Están en el desier-to filmando The Mi s f i t s (última película deMarilyn, siempre mal traducida al espa-ñol), para la que Miller escribe el guión. Élsale de la tienda en la que trabaja durante eldía y otea el paisaje; el viento levanta unap o l va reda, corren algunos huizaches, y a lolejos descubre la silueta de su esposa, consus pantalones va q u e ros y su camisa de fra-nela. Llevan cinco años de matrimonio, delucha incansable entre el triunfo y la derro-ta, entre la sensualidad y la inteligencia,e n t re la depresión y la alegría, sin nuncaacomodar sus ideales. En ese momento suimagen lo cautiva y lo comprende todo. Lagente cree que es una desamparada, pero esella quien ha desamparado al mundo. Nolo sabe de cierto, pero su tragedia personaldejará al mundo en descampado. La mejorimagen de las ilusiones que quiere re p re-sentar es esa: la mujer más bella del mun-do, sola, tambaleante, en medio del viento

A rthur Miller: la muerte de un ilusionistaSealtiel Alatriste

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Marilyn Monroe y Arthur Miller, The Misfits, 1960Arthur Miller

REVISTA DE LA UNIVERSIDAD DE MÉXICO | 91

del desiert o. Los sesenta acaban de empe-zar con todo su vigor, es la década de lasilusiones que ella re p resenta, la de la juve n-tud que se lanzará en pos de todas sus espe-ranzas sin darse cuenta que esas esperan-zas se sostienen con pastillas mezc l a d a scon alcohol. Lo dirá en su autobiografía:Marilyn fue una poeta en la esquina de unacalle intentando recitar a una multitud quesólo quiere quitarle la ropa. “Tendría queser más cínica para vivir”, se dice. ¿Cínicacomo quién?, se pregunta a continuación ysigue observándola, incrédulo ante lo quee m p i eza a sospechar. ¿Y si esto fuera Te b a s ? ,¿si esta sequía fuera la misma que provo-có el pecado de Edipo?, ¿si él fuera Ed i p o ,quien nunca hizo caso de las profecías dela Esfinge?, ¿se sacaría los ojos e iría a pe-

nar por el desierto? Ahí está él, fuera de sutienda, observando a Marilyn, y lo com-p rende todo. Es una escena imaginada queno puedo quitarme de la cabeza, como sifuera real.

El 21 de enero de 1961, una semanaantes de que se estrene la película para laque escribía el guión, Miller lleva a cabo unacto doloroso que a la postre resulta tans i mbólico como el de Edipo: se divorcia deMarilyn. Es una forma de sacarse los ojos,de darle cara al dolor, cuerpo al desengaño,de negar que las ilusiones siempre acabanen desilusión. Marilyn está desamparada,él mismo se irá a vagar por el desierto, elmito ha quedado al desnudo, pero, comodije, la década de los sesenta será de unabúsqueda frenética de las ilusiones, de otro

signo si se quiere, pero tan intensas como lasque perseguía Willy Loman.

Arthur Miller ha muerto viejo y carga-do de ilusiones. Una de las últimas cosasque dijo fue que se casaría con una joven detreinta y cuatro. Al saber la noticia de sufallecimiento no pude evitar imaginarlo,como siempre, saliendo de su tienda decampaña para ver la realidad con miradade ilusionista. Imagino que repasó la esce-na, su significado oculto, y repitió lo quesiempre ha dicho con su teatro: no impor-ta el desengaño, la única razón para vivirestá en la ilusión de creer que nos merece-mos un mundo mejor; en la posibilidad, enfin, de confiar en que la imaginación —elteatro, la novela, el cine— nos la traerá to-mada de la mano.

OBITUARIOS A DESTIEMPO

Elenco de la película The Misfits, 1960