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a las 7 de la tarde relato cordobés

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Aquel preciso instante en el que, desde una apretada reja de la calle Pedro Jiménez se escuchó un flamenco garabateo de guitarra -remedando gemidos de parto-, Narciso vio la luz. Su resonancia parecía estremecerse mientras las notas bregaban por germinar -cual contracciones- engendradas por la estrechez de la calleja del Pañuelo. El sentido jipío de una voz rota, preludió el octosílabo de una soleá vocalizada con jondura mientras, un inusual aire fresco zigzagueó entre el angostillo de los muros bendiciendo aquel momento. A lo lejos, el rítmico traqueteo de un carruaje marcaba el contrapunto…

Parecía que aquel dieciocho de abril, la ciudad entera diese la bienvenida al nuevo vástago de la solariega familia de los Amarillo. No un día cualquiera. Nada menos que el día de San Perfecto de Córdoba. Mártir del siglo IX sacerdote en la Basílica de San Acisclo. Hubo quién se atrevió a imaginar la adopción del nombre de Perfecto, cuando se halló frente a aquella piel tersa, suave; tez resplandeciente en la que se adivinaba una pícara sonrisa; la inconfundible guapura familiar y ¡ese olor! de los recién nacidos.

Empero, el destino o la estirpe pesaban demasiado. Sería Narciso. Chicho. Como su padre, su abuelo, su bisabuelo…

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Pronto, el joven comenzó a despuntar. La gracia de Perfecto, decían unos. La suerte de la cuna, decían otros. En seguida, el barrio se hizo eco:

–Cusha Rafaé… ¿qué me dise del nuevo vástago de los Amarillo? –¿Que qué te digo Jasinto? ¡Musho arte e lo que tiene er quillo! A las nenas las trae loquitas…

Ya por conjunción del día de su nacimiento, ya por genes, Narciso nació flamenco. El sentir popular, el cante, la danza y… ¡la guitarra! eran su pasión. Cautivado pasaba horas, ¡días!, escuchando.

La suerte…, la casa de sus padres: raro era el día en que no llegaba una visita y se montaba la juerga en aquel patio de la calleja del Pañuelo. Una velada para la vista, el oído y el olfato. Aquellas flores…

Una paleta cromática en la que, a modo de seducción, los tiestos más pizpiretos competían con las jardineras más abigarradas, esparciendo sus fragancias con prodigalidad.

Cuando templaba la tarde, más de uno se dejaba caer con cualquier excusa. El patio de los Amarillo era un reclamo de arte y belleza.

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–¿Te quedarás a cenar Manué? – ¡No puedo mi arma! –¡Anda! no me vengas con el pegolete, que esta noche viene Juanita de Aljarafe a cantá… –Entonse, no me digas más ¡no, ni ná!

De esta suerte, día a día, noche tras noche, el joven Narciso aprendió pronto a diferenciar una seguiriya de una soleá y a entristecerse al escuchar una bulería, sabedor de que la fiesta tocaba a su fin… Su educación artística, unida a su visible encanto, constituía un fuerte atractivo para las mujeres que se cruzaban con él…

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No así sucedía con los hombres, quienes advertían en el joven a un gomoso capaz de eclipsarlos con su sola presencia. El de mayor pote en la vecindad, don Jacinto, comenzó a ser abierto en sus críticas el día en que el muchacho confesó que no le gustaba el arte de Cúchares.

Asomado al poyete de la ventana más alta de la casa colindante, regalaba al joven constantes impertinencias.

–Vamo a vé nene… Está muy bien que te guste el flamenco, pero un cordobé al que no le gustan los toros, es… sospechoso. –Sospechoso… ¿de qué, don Jacinto? –Sospechoso ¡de mal gusto, fartuscooo!

Los escarnios de don Jacinto, se sucedían casi a diario, ante el cómplice silencio de la vecindad. Cierta rivalidad secular de los Amarillo con la familia Liria, a la que pertenecía don Jacinto, hacía que su constante pejiguera con el muchacho, se viese como el plomillazo de un viejo majarón.

A pesar de ello, Chicho le oía como quien oye llover. Cuando empezaba la perorata del anciano con los toros, su mente viajaba a la noche anterior y recordaba las posiciones de los acordes de guitarra que tanto le habían gustado o, cómo se había arrancado la bailaora llevada por el duende.

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Su indiferencia ante los ácidos comentarios del abuelo irritaban a éste más, si cabe, quién finalmente se olvidaba de él… hasta la mañana siguiente.

El único adalid con el que siempre podía contar era la joven Begoña. Pequeña, fresca y ocurrente, era la única del vecindario que llamaba al vejestorio por su nombre, Jacinto, sin anteponerle el tratamiento de don. Solía decir:

–Jasinto no tiene ningún don… es un malaje…

Al joven Narciso le hacían mucha gracia sus salidas y, a pesar de que la pequeña bebía los vientos por él, la diferencia de edad entre ambos, hacía que Chicho la viese como a una hermana pequeña. A veces, cuando Bego trataba de persuadir a Narciso de su pasión común por el cante y el baile, éste le tomaba el pelo canturreando por soleares, el tercetillo popular…

–Serrana, tu estás en Babia, ¿Cómo quieres ser flamenca, si has nacido en Yugoslavia?

…con lo que ella se daba por ofendida y no volvía a dirigirle la palabra, hasta que recomponía su fingido enfado, para atacar con una nueva ocurrencia…

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Con la primavera ya convocada, un cinco de mayo iba a cambiar para siempre la vida de Narciso Amarillo, cuando la noticia llegó a su casa de la calleja del Pañuelo.

–¡Paulitaaaa! ¡Dile a tu madre que mañana empiesa la Fiesta de los Patios! –¡Muchas gracias, doña Remedios! ¿Qué tal se encuentra hoy? –¡Ay hija, …un poco guarnía, pero todo sea por el patio que este año está más lindo que nunca! A ver si el jurado es buena’ente y me llevo un premio…

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Aquel grito disparó el recuerdo del desenfreno de las últimas jornadas, acicalando el patio de la casa; moviendo plantas; regando a mansalva; abonando algunas, escamondando otras, para terminar descuajaringaos y con un varguitas en la mano para combatir la caló. Del seis al diecinueve de mayo, el patio sería abierto para disfrute de cordobeses y turistas. Un motivo para estar alegres y sentirse orgullosos.

Fue aquel día, precisamente, a la caída de la tarde, cuando un rayo de sol iluminó con especial calidez la ventana de la casa de don Jacinto. Allí la vio. Un talle fino y una imponente presencia, hacían que aquella preciosa gitanilla asomada a la ventana, fuese para Chicho un flechazo inmediato.

–¿Quién será ese bellezón? ¿Estará aquí por la Fiesta de los Patios?

Se preguntó, sin apenas volver a verla de tan fugaz como había sido la epifanía. Había desaparecido sin más. No tuvo tiempo siquiera de preguntarle por su nombre.

No volvió a aparecer aquella flamenca, porque -ésta si es una flamenca de verdad-, se dijo, hasta el último día de la Fiesta de los Patios.

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De nuevo, a la misma hora, volvía a lucir sus encantos en casa de don Jacinto. Parecía interesada contemplando el reguero de gente que entraba y salía de la casa de Chicho. Tanta gente que, de aquí para allá, impedían la vista de la otra casa. Intentó estirarse para verla pero fue en vano.

De repente, algo llamó su atención. Una japonesita de no más de ocho o diez años, le sonreía con delectación. A su lado, sus padres no paraban de hacer fotos a cuanto había en el patio. Las ensortijadas paredes cubiertas de tiestos, aquellos potes que rodeaban al pozo, los macetones del fondo y las jardineras que flanqueban la entrada, fueron objeto de trofeo fotográfico.

La niña se dirigió hacia él. Tras saludarle con la nariz al modo Inuit, soltó una carcajada. Rendida a sus encantos, una pequeña japonesa que le privaba de ver a la preciosa gitanilla de enfrente, trataba de jugar con él muy a su pesar.

Sintió una mano de la niña en la cintura. Demasiado tarde. Narciso no tuvo tiempo de reaccionar.

–¡Pero nena!

Exclamó doña Remedios hecha una furia moviendo los brazos con grandes aspavientos que intimidaron a sus padres.

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–¡Las flores se ven, pero no se tocan! ¡Y menos aún… se arrancan!

Sus preciosas amarilidáceas, tan mimadas por ella, acababan de perder al narciso más flamenco, a manos de unas gordezuelas manos infantiles.

Alertada por el griterío, su vecina se asomó a la ventana. Meneó la cabeza con gesto reprobatorio, no sin antes advertir algo parecido a lágrimas en el geranio del poyete.

–Si no lo veo no lo creo… mi gitanilla con rocío… ¡a las siete de la tarde!

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