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A donde nadie más puede llegar por Alexia T. Flores A gustín, de once años, comenzó la escuela secundaria en un colegio nuevo donde no conocía a nadie. Estaba muy contento con el colegio pero imprevistamente un día, llorando, pidió cambiarse. ¿El motivo? Un grupo de muchachitos lo amenazaban, lo golpeaban y lo insultaban todo el tiempo. No era la agresión de un alumno hacia otro, sino de todo un grupo hacia él y no lográbamos identificar el motivo, salvo que era «el nuevo». Él sabe defenderse y solucionar esta clase de situaciones por sí solo, pero contra todo un grupo es mucho más complicado. Hacía un mes y medio que soportaba la situación y no se atrevía a contarnos por miedo a que fuéramos a hablar con las autoridades del colegio. Sabíamos que la represalia sería peor. El instinto protector de cualquier madre se ve impotente al no poder rodear en un abrazo, proteger y cuidar a un hijo cuando es agredido de forma cobarde e injusta. Sin embargo, sabtemos que podemos contar con el abrazo y la protección de Alguien que también ama a nuestros hijos, y de forma mucho más perfecta que nosotras. Recurrí, entonces, a la oración de común acuerdo con otra mamá con la que solemos interceder por nuestros hijos. Empezamos a orar sobre la base de tres pasajes que se sugieren en el manual de Madres unidas para orar:  • Que esté a salvo de los «buscapleitos» (Sal. 31:20) • Que confíe en Dios en el día de la angustia (Sal. 50:15) • Que conozca la liberación (Sal. 34:4,6-7)  Le conté a Agustín lo que haríamos y por qué. Le leí pasajes de las Escrituras de los Salmos donde hay declaraciones de protección por parte de Dios, promesas de cuidado y expresiones de alabanza por la liberación. Fue una ocasión irrepetible para que conociera que en la Biblia no hay solo consejos, normas y prohibiciones, sino también magníficas promesas −vivas, reales, actuales−, y maravillosas palabras de consuelo para cada momento que nos toque vivir. Con gran emoción proclamo la pronta, oportuna e inmediata respuesta de nuestro Padre. Esas mismas lágrimas que me nublaban la vista al leer las tres peticiones, son las que no dejan de bañar mis ojos cada vez que relato la magnífica obra de Dios. Sé que Dios no responde a todas las peticiones de la misma manera, que muchas veces hay que orar semanas, meses y años hasta ver la respuesta esperada. De hecho, hay otras peticiones respecto de mis hijos o de mi familia que están en esa condición. Sin embargo, creo que Dios sabía que necesitaba una respuesta pronta. Y en Su infinita misericordia así lo hizo. 

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  • A donde nadie más puede llegar

    por Alexia T. Flores

    Agustín, de once años, comenzó la escuela secundaria en un colegio nuevo donde no conocía a nadie. Estaba muy contento con el colegio pero imprevistamente un día, llorando, pidió cambiarse. ¿El motivo? Un grupo de muchachitos lo amenazaban, lo golpeaban y lo insultaban todo el tiempo. No era la agresión de un alumno hacia otro, sino de todo un grupo hacia él y no lográbamos identificar el motivo, salvo que era «el nuevo». Él sabe defenderse y solucionar esta clase de situaciones por sí solo, pero contra todo un grupo es mucho más complicado. Hacía un mes y medio que soportaba la situación y no se atrevía a contarnos por miedo a que fuéramos a hablar con las autoridades del colegio. Sabíamos que la represalia sería peor.

    El instinto protector de cualquier madre se ve impotente al no poder rodear en un abrazo, proteger y cuidar a un hijo cuando es agredido de forma cobarde e injusta. Sin embargo, sabtemos que podemos contar con el abrazo y la protección de Alguien que también ama a nuestros hijos, y de forma mucho más perfecta que nosotras.

    Recurrí, entonces, a la oración de común acuerdo con otra mamá con la que solemos interceder por nuestros hijos. Empezamos a orar sobre la base de tres pasajes que se sugieren en el manual de Madres unidas para orar:

     

    • Que esté a salvo de los «buscapleitos» (Sal. 31:20)

    • Que confíe en Dios en el día de la angustia (Sal. 50:15)

    • Que conozca la liberación (Sal. 34:4,6-7) Le conté a Agustín lo que haríamos y por

    qué. Le leí pasajes de las Escrituras de los Salmos donde hay declaraciones de protección por parte de Dios, promesas de cuidado y expresiones de alabanza por la liberación. Fue una ocasión irrepetible para que conociera que en la Biblia no hay solo consejos, normas y prohibiciones, sino también magníficas promesas −vivas, reales, actuales−, y maravillosas palabras de consuelo para cada momento que nos toque vivir.

    Con gran emoción proclamo la pronta, oportuna e inmediata respuesta de nuestro Padre. Esas mismas lágrimas que me nublaban la vista al leer las tres peticiones, son las que no dejan de bañar mis ojos cada vez que relato la magnífica obra de Dios. Sé que Dios no responde a todas las peticiones de la misma manera, que muchas veces hay que orar semanas, meses y años hasta ver la respuesta esperada. De hecho, hay otras peticiones respecto de mis hijos o de mi familia que están en esa condición. Sin embargo, creo que Dios sabía que necesitaba una respuesta pronta. Y en Su infinita misericordia así lo hizo. 

  • Al primer día, cuando le pregunté a mi hijo cómo le había ido me contó que un solo muchachito se había acercado a insultarlo. ¡Gloria a Dios! Ya no era un grupito sino solo uno. Él lo había mantenido a salvo bajo Su mano, a salvo de todos los conspiradores (Sal. 31:20).

    Al día siguiente, nadie lo molestó. Al otro día, igual. Y después, se pelearon entre los del grupito agresor. ¡La agresión se volvió entre ellos mismos! Unos días más tarde, el muchachito que más lo agredía, le pidió un favor a Agustín. Él lo hizo −le prodigó gracia− y este niño pudo conocer, por su intermedio, la gracia de Dios. 

    Hasta el día de hoy no lo han vuelto a molestar, pero seguimos firmes, levantando muros de protección por medio de la oración intercesora. Sin embargo, no son muros que lo aislan, porque tiene que poder establecer vínculos que le permitan transmitirle a estos compañeros el amor de Dios que es en Cristo Jesús. 

    No hubo que recurrir a las autoridades temporales. No fue necesario correr riesgos innecesarios ni temer represalias. Actuó el Único que tiene toda la autoridad, el que puede actuar allí donde no estamos, donde nadie más puede y sin levantar sospechas...

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  • A las tres de la tarde y a las tres de la mañana

    por Carolina Galán Caballero

    «A las tres de la mañana se nota menos la bendición.» Esto lo decía un flamante papá que junto

    con su esposa estaba sufriendo los rigores de una paternidad reciente. Además de contarnos las mil y una delicias que le proporcionaba su hijito, este amigo fue sincero y no ocultó las frustraciones que las acompañaban.

    Por aquel entonces yo estaba lejos de ser mamá, y desconocía desvelos o llantos a la medianoche, cambios de pañales en los momentos más inoportunos, rabietas, enfermedades infantiles, falta de apetito, turbulencias de la adolescencia, rivalidad entre hermanos…

    Por estas razones le doy gracias a Dios por el Salmo 127, ya que me ha dado la perspectiva correcta de las cosas: en lo bueno y en lo malo los hijos son una bendición, y el fruto del vientre es cosa de estima.

    El Salmo 127 parece ir saltando de una cosa a otra de forma inconexa, pero hay un claro hilo conductor: la mano de Dios. Jehová edifica la casa, Jehová guarda la ciudad y nos da tanto el sueño como los hijos.

    Si no incluimos al Señor en nuestros proyectos, no vale la pena que los emprendamos. El mucho esfuerzo, el madrugar, el ganar un «pan de dolores» no nos van a llevar muy lejos si estamos haciendo todo eso apoyándonos únicamente en nuestras propias fuerzas, en

    nuestra propia habilidad y lógica. Pero el Señor le da el sueño a Su amado,

    dice el salmista. En medio de la turbulencia de nuestras vidas, si Dios forma parte de ellas, nos permitirá entrar en Su reposo y ser regenerados para enfrentar los desafíos siguientes.

    Los versículos del Salmo 127 me han ayudado a comprender que Dios mira atentamente la ciudad, el hogar y nuestra familia. El Señor desea involucrarse en cada milímetro de nuestra vida comunitaria y familiar. Y entonces las cosas se verán de otra manera.

    Sí, los hijos son una bendición aunque no sean los «angelitos» de quienes nos gustaría poder presumir. Son herencia de Jehová aunque nos expriman hasta la última gota de nuestra paciencia.

    Los hijos son una bendición a las tres de la tarde y a las tres de la mañana, enfermos y sanos, cuando están de acuerdo con nosotros y cuando no lo están, cuando nos obedecen y cuando nos desafían.

    Hay niños que llegan a este mundo sin estar aún listos para vivir en él. Vienen y se van prematuramente. Otros nunca llegan a pronunciar una sola palabra, ni a correr o saltar. Hay niños que hacen de los hospitales su segundo hogar. Todos ellos son herencia del Señor, cosa de estima.

    Es imposible tener hijos y no enfrentar

  • desafíos, problemas, dudas. Por eso necesitamos la mano protectora de Dios. ¿Lo has invitado a formar parte de tu familia? ¿Se sienta en la mesa con los demás? ¿Les explicas a tus hijos quién es su Creador?

    Los devocionales familiares, cortos o largos, son una herramienta preciosa para la buena marcha de los asuntos de nuestro hogar. Si Jehová no forma parte de nuestra familia, ¿cómo podría entonces edificar nuestra casa?

    Si hemos educado a nuestros hijos en el temor y admonición del Señor, ellos serán nuestro respaldo cuando encaremos a personas y situaciones difíciles, cuando nos enfrentemos a quienes nos desean mal, cuando estemos en lugares de juicio y de influencia, como eran antiguamente las puertas de la ciudad.

    Este salmo me brinda además un ejemplo maravilloso de cómo orar por tu familia y por el lugar en el que vives. Y por extensión, también por tu iglesia.

    «Como saetas en manos del valiente son los hijos habidos en la juventud», dice el salmo.

    Si yo tuviera una saeta en la mano no sabría qué hacer con ella, no sería capaz de usarla debidamente. Pero un guerrero de la antigüedad, sí. ¡Y Dios sabe usarlas! Del mismo modo, todo padre será capacitado por Dios para cuidar bien de sus hijos.

    Al igual que las saetas no permanecen en la aljaba para siempre, tampoco los hijos se quedarán eternamente bajo nuestro techo. Porque en realidad no son nuestros, sino de Dios.

    Un día serán lanzados fuera de nuestra aljaba. A lo lejos y bien alto.

    Espero que cuando llegue ese día ellos estén listos. Y que yo también lo esté.

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  • Agradecer y descansarpor Araceli Flores de Durazo

    Nombre y apellido: Araceli Flores de DurazoEdad: 46 añosEstado civil: casada hace 22 añosHijos: 2, de 13 y 17 añosFe: seguidora de Cristo desde hace 26 añosEstado de salud: muy buenoProblemas enfrentados: los normales

    Así podría haber completado una ficha de mi vida hasta fines de marzo de 2008, cuando me diagnosticaron cáncer de mama. Fue entonces cuando pensé que todo lo que había enfrentado en mi vida era nada en comparación con lo que ahora se me presentaba.

    El médico me explicó las diferentes alternativas para enfrentar la enfermedad y me indicó que decidiera qué iba a hacer. Salí del consultorio tal como había entrado… por fuera, porque interiormente estaba muy asustada. En medio del desconcierto por el impacto de la noticia, vinieron a mi mente infinidad de pensamientos. En especial, me preocupaba el futuro inmediato al no saber qué iría a suceder. La convicción de vida eterna en el Señor Jesucristo me inundaba de paz, pero la aflicción del momento era muy intensa.

    Enseguida decidí que esta situación debía reflejar cuál es mi fe y pensé: Puedo ver la fortaleza de mi Dios, es tiempo de demostrar «a quién he

    creído» (2 Tim. 1:12). Decidí llevar cautivos a Cristo aquellos pensamientos de incertidumbre y comenzar por dar gracias al Señor. De manera que me puse a pensar en los motivos para agradecer que tenía. ¿En ese momento? Sí, en ese preciso momento. Por eso, di gracias a mi Señor por haberme permitido conocerlo. En esa actitud de agradecimiento, comenzaron a sucederse los motivos. Así fue que, a continuación, le di gracias a Dios por haberme dado un esposo que siempre fue muy valiente, y que en esta circunstancia me brindó todo su apoyo y me transmitió gran fortaleza. Juntos buscamos al Señor y no lo cuestionamos, porque somos conscientes de que mientras estemos en el cuerpo estamos expuestos a adversidades de cualquier tipo.

    Empezamos por pedir la intervención milagrosa del Padre y, junto con un sinnúmero de hermanos, clamamos para que así sucediera. Paralelamente, me sometí a exhaustivos estudios clínicos, siempre con la confianza de que nuestro Señor tenía todo bajo Su control. Entendemos que la verdadera confianza no es que el Señor haga lo que nosotros queremos, sino lo que Él sabe que es lo mejor para nuestra vida.

    Durante este tiempo de incertidumbre, como madre, me preocupaban mis hijos de trece y diecisiete años, pues aunque ya no eran pequeños, estaban en la etapa difícil de la adolescencia. Sin

  • embargo, así como al principio había decidido agradecer, ahora decidí descansar en el Señor porque Él los ama infinitamente más que yo. Recordé lo que conozco acerca de Dios. De manera que estaba segura de que Él nunca los dejaría ni los desampararía (Heb. 13:5).

    Transcurrieron varias semanas de exhaustivos estudios y el diagnóstico fue confirmado. Entendimos y aceptamos que la voluntad del Señor no había sido realizar un milagro como el que nosotros esperábamos. Por lo tanto, la cirugía era la alternativa que seguía. Tuve que someterme a la dolorosa experiencia de una mastectomía. No había recibido la sanidad milagrosa de mi cuerpo, pero Dios había hecho el milagro en mi ser interior, por lo que podía declarar: ¡Jesucristo es la fortaleza de mi vida!

    Una vez extirpado el tumor, detectaron réplicas en unos ganglios, por lo que decidieron someterme a tratamientos de quimioterapia y radioterapia, con sus conocidos efectos secundarios (agotamiento, debilidad, náuseas, pérdida del cabello). El Señor nos guarda en las pruebas, pero no necesariamente nos quita el sufrimiento que conllevan. Sin embargo, no dejaba de ver Su inmensa misericordia, porque a pesar de los agresivos tratamientos, notaba que era menor mi aflicción que la que enfrentaban otros pacientes en las mismas circunstancias. Dios abrió puertas para que yo pudiera transmitir a mis compañeros circunstanciales lo que significa vivir la vida tomados de la mano de Jesucristo. Me

    consolaba saber que era de bendición para otros, ya que algunos hasta preguntaban cuándo eran mis sesiones de quimioterapia y radioterapia para que les tocaran conmigo, porque sentían que algo especial irradiaba de mí. ¡Gloria al Señor por Su poder y Su gracia!

    Otra de las formas maravillosas en que vimos la misericordia del Señor durante este trance, fue la manifestación de la generosidad, la solidaridad y el gran amor de nuestros familiares, de nuestro pastor y de los hermanos en Jesucristo. No solo nos ayudaron mucho con sus oraciones y sus palabras de aliento, sino que además nos proveyeron con generosidad para cubrir gran parte de los gastos que ocasionaba mi enfermedad.

    Fueron tiempos muy difíciles, pero en uno de esos días en que me sentía especialmente agotada, el Señor me habló por medio del Salmo 18. También experimenté gran paz al recordar el Salmo 91:14-16, pues sentí que había alcanzado misericordia.

    Hasta el momento, no se hallaron nuevas réplicas del cáncer. El Señor se glorificó en mi aflicción, y como lo expresa Juan 9:3: «... para que las obras de Dios se manifiesten».

    Estoy plenamente segura de que el Señor nunca me ha abandonado y le estaré eternamente agradecida. Experimento una mayor comunión con Él, una unión más estrecha con Su persona. Me ha enseñado también a ver la vida de una manera diferente, sin darle el valor que el mundo le da porque sé que esto se acaba, pero quienes somos de Él

  • permanecemos para siempre. Aprendí también a ver a los demás con mayor compasión y comprensión. Este es el Dios de amor y misericordia que tenemos: nos cuida, nos protege, nos acompaña, nos revela Su corazón y nos da oportunidades de servirlo. Qué importante es recordar que daremos cuenta de cómo reaccionamos ante las circunstancias que se nos presentan en la vida. Dios no nos llamó a ser felices sino santos, y viviendo en santidad, podremos ser felices a pesar de la adversidad. ¡Gloria a Su santo nombre!

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  • Ancianidadpor Alicia Ana Güerci de Faure

    Tan sólo leer o escuchar esta palabra, «ancianidad», despierta en cada persona sensaciones diferentes. En mi caso, la sola presencia de una persona de mucha edad me genera sentimientos de aprecio, afecto, admiración y deseos de hacer algo a su favor.

    Las circunstancias de la vida hicieron que, desde mi niñez, estuviera rodeada de personas «grandes», y quizá esta sea la raíz de mi apego a los ancianos. También fueron grandes ejemplos para mi vida, que dejaron marcas imborrables por ser personas íntegras y gigantes espirituales. Si ser anciano implica ser como ellos, ¡no me lo quiero perder!

    El paso de los años es inevitable, pero la manera de enfrentar esta realidad depende de cada persona.

    En el ocaso de su vida, el sabio Salomón escribió: «Acuérdate de tu Creador en los días de tu juventud, antes que vengan los días malos, y lleguen los años de los cuales digas: No tengo en ellos contentamiento» (Ecl. 12:1). Sin embargo, el apóstol Pablo enfoca el tema desde un aspecto espiritual: «Por tanto, no desmayemos, antes aunque este nuestro hombre exterior se va desgastando, el interior no obstante se renueva de día en día» (2 Cor. 4:16).

    Lamentablemente, la sociedad en que vivimos ha ido relegando a los ancianos,

    incluso hasta el punto de descartarlos por completo. Como dijo Lin Yutang: «Amamos las catedrales antiguas, los muebles antiguos, las monedas antiguas, las pinturas antiguas y los libros antiguos, pero nos hemos olvidado por completo del enorme valor moral y espiritual de los ancianos».

    Una vez que una persona llega a cierta edad, parece que ya no tiene lugar en ningún lado. En cierto sentido, la actual visión secular de la ancianidad refleja el concepto expresado por el rey Salomón: Cuando uno llega a viejo, ya no se disfruta de nada; no hay razón para seguir viviendo.

    Sin embargo, desde la perspectiva divina, hay otra cara de la moneda: ¡Dios no tiene museos! Y para comprobar esta verdad, la Biblia registra varios ejemplos de personas que, aunque tenían mucha edad, fueron instrumentos del Señor para la consumación de los propósitos divinos para la humanidad.

    La edad de Abraham y de Sara no fue obstáculo para Dios. Aunque él tenía 100 años y ella 90 (Gén. 17:17), tuvieron un hijo de cuyo linaje eventualmente llegaría el Salvador del mundo, el Señor Jesucristo.

    El apóstol Juan durante su exilio en la isla de Patmos, y con aproximadamente 90 años de edad, recibió la revelación de Jesucristo relatada

  • en Apocalipsis, que nos llena de esperanza al hablarnos de Aquel que es, que era y que ha de venir.

    Pero el ejemplo que más me impacta es el de Caleb (Jos. 14:6-14), que cuarenta años después de reconocer Canaán dijo: «Ahora, he aquí, hoy soy de edad de ochenta y cinco años. Todavía estoy tan fuerte como el día que Moisés me envió; cual era mi fuerza entonces, tal es ahora mi fuerza para la guerra, y para salir y para entrar. Dame, pues, ahora este monte» (vv. 10-11).

    Dame, pues, ahora este monte… 85 años… ¿ancianidad?… ¡No hay edad para servir al Señor!

    Recuerdo con claridad a mi abuelo, el Dr. F. Jorge Hotton, quien con más de 80 años hacía mermeladas de frutas y cultivaba cretonas para vender y ayudar económicamente a los misioneros, además de orar por ellos y la obra de llevar el mensaje de Cristo. ¡Qué ejemplo tan práctico de que no hay edad para servir al Señor y que podemos atravesar fronteras y mares sin movernos del lugar donde estamos! Quizá el paso de los años haya hecho que nuestro mundo físico esté limitado a cuatro paredes, pero para los planes y las dimensiones divinas, nada puede impedir que tengamos parte en la obra de Dios en el mundo entero.

    El Salmo 2:8 es uno de mis favoritos: «Pídeme, y te daré por herencia las naciones, y como posesión tuya los confines de la tierra». Si los años han pasado y sientes que no puedes alcanzar multitudes con el evangelio, recuerda que el ser interior se renueva día tras día.

    «Él es … el que sana todas tus dolencias, el que rescata del hoyo tu vida, el que te corona de favores y misericordias; el que sacia de bien tu boca de modo que te rejuvenezcas como el águila» (Sal. 103:1-5).

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  • Así como somospor Dory Luz de Orozco

    Juan relata que «Jesús … salió de Judea, y se fue otra vez a Galilea. Y le era necesario pasar por Samaria. Vino, pues, a una ciudad de Samaria llamada Sicar…» (4:2-5). Justo ese mismo día y a esa misma hora coincidió que una samaritana fue hasta el pozo a sacar agua.

    Pocas eran las familias que contaban con cisternas privadas que acumularan el agua de lluvia. Lo más común era que el agua procediera de un manantial o un pozo en el centro de la aldea. Hasta allí se acercaban las mujeres con sus cántaros para conseguir agua para la familia. Pocas ciudades estaban construidas sobre manantiales subterráneos, siendo más común que los pozos estuvieran alejados de donde habitaban.

    Las mujeres solían levantarse temprano a fin de prender el fuego para lo cual debían procurarse la leña, los espinos y el estiércol para mantenerlo. También molían el grano para obtener harina con la que preparaban el pan, alimento principal de la dieta. Buscar el agua, si bien era una tarea pesada, quizás fuera la más gratificante porque les permitía tener contacto con otras mujeres y aprovechaban para conversar.

    Sin embargo, la mujer samaritana del relato fue a buscar agua en un horario no habitual, cerca del mediodía. Seguramente las mujeres no querían relacionarse con ella a causa de su reputación. Por tanto, fue sola hacia una cita de honor.

    La Biblia no nos revela su nombre, pero por la gracia sublime de Dios esta mujer tendría un encuentro inolvidable. Cristo había planeado estar a solas con ella en aquel lugar, dispuesto a conversar. No de frivolidades cotidianas sino de verdades profundas y eternas. Verdades que cambian vidas. ¿Fue acaso una simple coincidencia? ¡Claro que no! sino una manifestación del perfecto amor del Creador hacia Su criatura.

    Cuando nos encontramos hundidas bajo el peso de los problemas, agobiadas por las circunstancias, enredadas en las malas decisiones que hemos tomado, atrapadas sin ver una salida, a veces no recordamos que Jesucristo, el dador del agua de vida eterna, viene a nuestro encuentro dispuesto a saciarnos.

    «Si conocieras el don de Dios» (Juan 4:10). Ese es el problema. No conocemos que Él está ahí, ha venido a nuestro encuentro y nos espera. No para regañarnos ni juzgarnos sino para darnos el tan ansiado alivio.

    Cierto conferencista en medio de su disertación mostró un billete de gran valor y preguntó a la audiencia quién lo querría. Todos alzaron la mano. El disertante entonces lo arrugó y volvió a preguntar quién lo querría ahora. Las manos volvieron a levantarse. Acto seguido, lo tiró al suelo y lo restregó con el zapato. Ajado, sucio y arrugado lo puso en alto repitiendo la

  • misma pregunta. La gente continuaba dispuesta a recibirlo, a pesar del estado en que estaba. Entonces el conferencista dijo: «Todos hemos aprendido una valiosa lección. A pesar de lo que hice con el dinero, todavía lo quieren porque mantiene su valor».

    En la vida muchas veces caemos, nos «arrugamos» y nos revolcamos en la inmundicia por las decisiones que hemos tomado o las circunstancias que enfrentamos. Sentimos como si no valiéramos nada. Sin embargo, nunca perderemos nuestro valor a los ojos de Dios. Entonces, no debemos aislarnos porque aunque nadie quiera estar con nosotros y nos hagan a un lado, podemos correr y refugiarnos en Él, reconociéndolo como nuestro Salvador y dueño de nuestras vidas. Así podremos decir como los habitantes de Samaria: «Hemos oído, y sabemos que verdaderamente este es el Salvador del mundo, el Cristo» (v. 42).

    Nadie podrá impedir lo que Dios haya planeado para tu vida; Él solo espera que tú llegues a tiempo a la cita con el Mesías y lo reconozcas como el único Señor y Salvador.

    No importa de dónde vengas, tu raza ni tu nacionalidad, ni tu vida pasada; no importa tu nombre, si eres rica o pobre, ni el nivel de educación que tengas. Tú ocupas un lugar importante en el corazón de Dios, porque Él nos ha creado a todos con amor. No hay fronteras que nos puedan separar de Él, fuimos creadas a Su imagen y semejanza.

    No necesitamos ocultar lo que somos para que nos acepte. Él ya lo sabe y nos ama a pesar de todo. Sucios o limpios, arrugados o de aspecto impecable… Él nos conoce y nos acepta como somos. Y tiene agua de vida para todos.

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  • Bullicio junto al tronopor Analía Duvivier

    «Y miré, y oí la voz … de los seres vivientes, … y su número era millones de millones, que decían a gran voz: El Cordero que fue inmolado es digno de tomar el poder, las riquezas, la sabiduría, la fortaleza, la honra, la gloria y la alabanza» (Apoc. 5:11-12).

    «… oí decir: Al que está sentado en el trono, y al Cordero, sea la alabanza, la honra, la gloria y el poder, por los siglos de los siglos» (Apoc. 5:13).

    «Y cantaban un nuevo cántico, diciendo: … tú fuiste inmolado, y con tu sangre nos has redimido para Dios, de todo linaje y lengua y pueblo y nación; y nos has hecho para nuestro Dios reyes y sacerdotes y reinaremos sobre la tierra» (Apoc. 5:9-10).

    «… Dejad a los niños venir a mí, y no se lo impidáis; porque de los tales es el reino de los cielos» (Mat. 19:14).

    Mi oración por los niños

    Mi Señor y mi Dios:En estos últimos días releí estas palabras tuyas.

    Sin pretenderlo, mientras buscaba un mensaje para mí, me topé con ellas. No puedo apartar esas frases de mis pensamientos. Vuelven a mi mente una y otra vez. Están llenas de fuego, de pasión;

    parecen encender mi corazón. ¿Padre amado, qué quieres de mí?Entonces volví a escuchar tu llamado −

    ardiente, ineludible, apasionado−, que me impulsa a salir a buscar a los niños que desfallecen sin ti en las calles de todas las ciudades y que me inspira a hablarles de ti. Tu llamado es siempre cautivante, irresistible, ineludible.

    Tengo que ir, tengo que buscarlos y guiarlos a ti, mi amado Salvador. Que los niños se deleiten en ti como lo hago yo, que te conozcan desde los primeros años de su vida como me sucedió a mí. Que sean bendecidos desde pequeños… ¡como lo fui yo! Gracias, Señor porque en tu enorme misericordia me hiciste nacer y crecer en un hogar lleno de tu presencia.

    Sé que no queda mucho tiempo. Pronto llega el grandioso día en que iremos a vivir contigo. ¡No puedo imaginar cómo será ese momento sublime! Mi trabajo entre los niños habrá terminado. Sin embargo, Señor, quisiera me concedas un último deseo, un anhelo profundo que hace arder mi corazón de emoción. Pido que en tu gracia me otorgues, Papá, guiar por las calles del cielo a montones incontables de niños y llevarlos ante tu presencia. Y allí verlos arrodillarse a tus pies, adorando al único que es digno de toda nuestra adoración. Ansío entonces, Señor, que me tomes de la mano y me lleves a un lugar desde donde

  • pueda apreciar cada detalle de ese espectáculo magnífico.

    Quiero ver ese día a millones de millones de niños entre la multitud, corriendo en torno al trono del gran Dios. Niños que salten por aquí y por allá, que jueguen y se cuelguen de tu cuello, que te abracen rodeándote con sus pequeños bracitos y te apretujen con todas sus fuerzas. Quiero ver tu rostro, tus manos y tus pies, Señor, humedecidos por tanto beso afectuoso de niños y niñas expresándote todo su amor. Quiero escuchar el ensordecedor bullicio proveniente de infinidad de pequeñas gargantas que proclaman su adoración a los cuatro vientos. Quiero ver sus saltos, sus danzas, sus explosiones de alegría, vivando a su Salvador.

    Quiero que estén todos los niños. ¡Que no falte ni uno! Que estén los niños pobres y los ricos, los enfermos y los sanos, los inteligentes y los menos dotados, los niños especiales, los sufrientes y los felices, los carentes de educación y los educados, los abandonados y los protegidos, los limpios y los sucios, los malos y los buenos. Que estén allí todos los niños de mi familia, los de mis amigos, los de mis seres queridos. Que estén todos los niños de mis hermanos en la fe, los de mi manzana, de mi barrio, de mi ciudad, de mi país. Que estén los niños de toda raza, lengua, pueblo y nación. Absolutamente todos.

    Quiero haber tenido algo que ver con tanto niño presente allí en el cielo.

    Te necesito, mi Señor, para lograrlo.

    Necesito tu unción, tu poder, tu autoridad, tu sabiduría, tus fuerzas, tu victoria, tu guía. Necesito tus palabras en mi oído instruyéndome; tu presencia en mí llenándome. Necesito que vuelvas a levantarme cuando mis fuerzas y mi ánimo decaigan, cuando las cosas no resulten como espero. Necesito de ti para hacer la obra que me has encomendado. Te necesito, Señor. Sin ti, no puedo. Sola no me animo y no es posible.

    Prepárame para que cada día dedique mi tiempo a buscarlos, para que destine mis fuerzas y todo mi ser, no importa que los años pasen y se me vaya la vida. Quiero permanecer fiel en clamar por los niños durante horas, y en apartar con generosidad y responsabilidad mi ofrenda para extender tu reino entre los pequeños.

    Transfórmame, para que los deje venir a ti con mis palabras, mis actitudes, mi ejemplo y mi enseñanza. Que con mis palabras, y aun sin ellas, los niños que me rodean puedan conocerte a ti. Deseo aprovechar cada oportunidad −sin dejar pasar ninguna− de hablarles, hacer cosas por ellos y amarlos, demostrándoles tu amor.

    Sopla en mí tu aliento de vida otra vez para que pueda soplarlo en los niños; para inspirarlos y atraerlos hacia ti; para enseñarles a amarte por sobre todo y todos; para que sólo quieran alabarte y adorarte.

    Que no los menosprecie, que no los tenga en poco, que no los ignore. Que no sea piedra de tropiezo, ¡que nada de lo que haga les impida llegar a ti!

  • Cuando esté en tu divina presencia en el cielo me rendiré a tus pies y permaneceré largo rato postrada, mi amado, en adoración. Y quiero decirte: «Acá están, Señor, los niños que me has encomendado, no falta ninguno. Oré por ellos, los busqué, les hablé de ti, les indiqué el camino, les mostré cómo eras, les enseñé a amarte y aquí están, estos son. Esta es mi ofrenda para ti, Señor».

    Hoy, Papá del cielo, te doy gracias, ¡mil gracias! porque en este día me has dado una nueva oportunidad y otro niño a quien mostrarle tu amor. Dámela mañana otra vez y también pasado. Llévame hacia otros niños que te necesitan, abre mis ojos para que pueda verlos, mis oídos para escucharlos, mi boca para hablarles de ti. Dame de tu compasión.

    Llama a mis hermanas de todo el mundo, pon tu fuego en sus corazones, revístelas con tu Santo Espíritu, dales tus dones para llevar a todos los niños a tus pies. Dulce Espíritu de Dios que amas a los niños, derrámate en cada hija tuya recubriéndola de ti. Que cada vez seamos más y más los consagrados a buscar a los niños que, junto a nosotros, te brinden eterna adoración. Cumple tu propósito en cada uno, cumple tu propósito en mí.

    En el nombre del Señor Jesús, mi amado Salvador, la razón de mi vida. Amén.

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  • Cómo enfrentar la enfermedadpor Isabel Trigoso de Britton

    Algunos piensan que si la persona está cerca de Dios o consagrada a Dios, no debería sufrir enfermedades, y ante los padecimientos otros especulan diciendo que «será porque está lejos de los caminos del Señor o tiene algún pecado oculto».

    La razón principal para el sufrimiento es que vivimos en un mundo caído. Sea este provocado por alguna enfermedad o por cualquier otra circunstancia, es parte de la vida, especialmente al ser cristiano ya que nos ayuda a crecer en nuestra dependencia de Dios y entender que sin Él nada somos y nada podemos hacer.

    Si nos referimos a las enfermedades en particular, estas han existido desde siempre, aun en los tiempos bíblicos. El Señor Jesucristo se compadecía de los enfermos y sanaba a algunos, pero a otros no. El mismo apóstol Pablo tenía un «aguijón» en la carne. Ante esta realidad, él expresó: «tres veces he rogado al Señor, que lo quite de mí» (2 Cor. 12:8). La respuesta del Señor fue: «Bástate mi gracia; porque mi poder se perfecciona en la debilidad» (2 Cor. 12:9).

    Por varios años he sufrido dos enfermedades que desgastaron mis fuerzas: Asma bronquial y artritis reumatoide. La falta de aire en los pulmones que produce el asma es una sensación terrible, imposible de describir. Así como también lo son los dolores en los hombros y las piernas

    que ocasiona la artritis, al punto de que no me permitían caminar ni atender a mis dos hijos pequeños. Mi familia sufría junto conmigo por verme en ese estado. El Señor me liberó del asma; pero no de la artritis, a pesar de las múltiples operaciones a las que fui sometida.

    A través de la Palabra de Dios el consuelo venía a mi corazón y me deleitaba con las palabras del Salmo 40:1-2: «Pacientemente esperé a Jehová, y se inclinó a mí, y oyó mi clamor. Y me hizo sacar del pozo de la desesperación, del lodo cenagoso; puso mis pies sobre peña, y enderezó mis pasos». Fue así como el Señor «puso luego en mi boca cántico nuevo, alabanza a nuestro Dios» (Sal. 40:3). Cuando buscamos al Señor en medio de nuestra angustia y temor, Él nos libra, como lo dice el salmista: «Busqué a Jehová, y él me oyó, y me libró de todos mis temores. … Este pobre clamó, y le oyó Jehová, y lo libró de todas sus angustias» (Sal. 34:4,6).

    En una oportunidad recibí una carta de mi hermana donde ella citaba Jeremías 33:3,6: «Clama a mí, y yo te responderé, y te enseñaré cosas grandes y ocultas que tú no conoces. … He aquí que yo les traeré sanidad y medicina; y los curaré, y les revelaré abundancia de paz y de verdad». Entonces yo clamé al Señor… Él me respondió y me enseñó que con esta experiencia en mi vida, yo tendría la oportunidad de ministrar a otros que estuviesen pasando por lo mismo y podría identificarme con

  • las aflicciones de los demás. En esos momentos yo no entendía lo que el Señor me estaba mostrando, ya que es difícil aceptar que llevar una vida de dolor y angustia pudiera, en algún momento, llegar a ser algo positivo. Otro versículo que me citó fue Isaías 53:5: «Mas él herido fue por nuestras rebeliones, molido por nuestros pecados; el castigo de nuestra paz fue sobre él, y por su llaga fuimos nosotros curados». Yo sabía que al aceptar a Jesucristo como mi Salvador y Señor, estaba reconociendo que Él había muerto en la cruz por mis pecados y me había limpiado, que la sangre derramada por las heridas que sufrió fue la que me hizo llegar a ser Su hija. En ese momento de mi vida, en medio del dolor y el sufrimiento, pude experimentar una sanidad maravillosa: Él me «curó» de la amargura, la desesperación y la angustia en la que vivía. Continuamente preguntaba: ¿Por qué yo, Señor? y Dios cambió mi perspectiva a una nueva pregunta: ¿Para qué, Señor? Pude entender que Dios tenía un propósito en todo cuanto ocurría en mi vida. Nuevamente escuché las palabras de mi Padre: «Bástate mi gracia».

    ¡Qué hermoso es tener un Dios que se preocupa por nosotros! Él dice que somos Su «especial tesoro» y, por supuesto, he visto muchas veces mi pregunta contestada en las oportunidades preciosas que el Señor me ha concedido para ministrar a personas que atraviesan experiencias dolorosas, de enfermedad y sufrimiento. ¡Dios es fiel, misericordioso y Su gracia siempre es suficiente!

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  • La respuesta a esta pregunta la encontramos en la Palabra de Dios, porque la Biblia nos enseña cómo hemos de servir a Dios.

    - Con todo el corazón. «Ahora, pues, Israel, ¿qué pide Jehová tu Dios de ti, sino que temas a Jehová tu Dios, que andes en todos sus caminos, y que lo ames, y sirvas a Jehová con todo tu corazón y con toda tu alma?» (Deut. 10:12). Hoy también Dios nos pide a Sus hijos, salvados por la obra perfecta de Cristo, que lo sirvamos con todo nuestro corazón y con toda nuestra alma. Esto nos habla de una vida completamente entregada a Él porque Dios actúa a través de nosotros. Él quiere utilizar nuestros labios, nuestras manos, nuestros pies, todo nuestro ser, para servir a las personas que nos rodean. Pero siempre debemos estar en plena dependencia de Él; porque como dijo Jesús: «separados de mí nada podéis hacer» (Juan 15:5).

    - De buena gana. David le pide a su hijo Salomón: «Reconoce al Dios de tu padre, y sírvele con corazón perfecto y con ánimo voluntario» (1 Crón. 28:9). Dios escudriña nuestro corazón y nuestros pensamientos. A Él no lo podemos engañar, por tanto no debemos servir al Señor por obligación ni tampoco como una carga. Si así lo hacemos, no sirve. Debemos hacerlo de todo corazón y con nuestra voluntad rendida en obediencia, buscando complacer a Dios en todo.

    - Buscando Su gloria. Pablo nos recomienda:

    «Hacedlo todo para la gloria de Dios» (1 Cor. 10:31). Todo lo que hagamos debe ser hecho buscando Su gloria. Jesús nunca utilizó Su poder en beneficio propio sino que siempre lo hizo buscando la gloria del Padre. Nosotras también, siguiendo Su ejemplo, debemos buscar la gloria de Dios, el beneficio y la salvación de todos los que nos rodean.

    - Con amor. «Servíos por amor los unos a los otros» (Gál 5:13). Necesitamos olvidarnos de nosotras mismas y pensar en los demás. Debemos hacerlo con el mismo amor con que el Señor Jesús nos amó a nosotras. Hay una canción que refleja esa enseñanza:

    Muchas veces di todo mi amor y mi panPero fui defraudada y no quise dar másSin embargo no pude vivir sin amarY aprendí que perder es ganar.

    Jesucristo me enseña cómo he de vivirÉl dio todo lo suyo sin guardar para síA pesar del desprecio Su amor entregóEn la cruz el perdón me alcanzó.

    Quiero vivir como Cristo lo exige de míY voy a dar aunque no tenga más para darVoy a entregar hasta mi última gota de amorPues no quiero defraudar al Señor.

    ¿Cómo quiere Dios que lo sirvamos?por Selva Martin de Calabretta

  • Experimentamos un gozo especial cuando de corazón y por amor ayudamos a la gente. Dios merece lo mejor de cada una de nosotras. Cuando servimos a los demás, servimos a Dios.

    - Con humildad. «Nada hagáis por contienda o vanagloria; antes bien con humildad» (Fil. 2:3). La humildad debe ser para nosotras una lucha diaria. Debemos servir humildemente, no buscando el aplauso ni el reconocimiento de los demás. Servir sin egoísmo ni orgullo, poniendo en primer lugar los intereses del Señor. Ninguna tarea es pequeña a los ojos de Dios. La célebre frase de John Wesley lo resume a la perfección: «Haz todo el bien que puedas, por todos los medios que puedas, de todas las maneras que puedas, en todos los lugares que puedas, en cualquier tiempo que puedas, a da la gente que puedas, cada vez que puedas».

    - Con alegría. «Servid a Jehová con alegría» (Sal. 100:2). Sin quejas, sin rezongos, sin críticas. Dios se fija con qué actitud servimos. Debemos hacerlo porque amamos al Señor y estamos agradecidas por Su favor. Servir al Señor produce en nosotras gozo, porque vemos que Dios obra, bendice y salva a otros por nuestro intermedio. La tarea a realizar no es fácil pero sabemos que hay recompensa. Hay alegría en la tierra: «Los que sembraron con lágrimas, con regocijo segarán. Irá andando y llorando el que lleva la preciosa semilla; mas volverá a venir con regocijo, trayendo sus gavillas» (Sal. 126:5-6). No hay mayor gozo

    que asombrarnos ante el maravilloso milagro que Dios realiza, cuando un alma se convierte a Cristo por obra del Espíritu Santo.

    - Con gratitud. «Tengamos gratitud y mediante ella sirvamos a Dios» (Heb. 12:28). Cómo no agradecer a Dios Su gran amor, que lo demostró entregando a Su amado Hijo Jesús por todos nosotros, y así alcanzar nuestra salvación eterna. ¡Cuánto costamos! Jesús murió por nosotras para que nosotras vivamos para Él.

    - Para el Señor. «Y todo lo que hagáis, hacedlo de corazón, como para el Señor y no para los hombres» (Col. 3:23). Todo lo que hacemos cada día, debe ser una ofrenda para el Señor. La verdadera motivación no debe ser agradar al hombre sino agradar a Dios.

    - En santidad. «Mis ojos pondré sobre los fieles de la tierra, para que estén conmigo; el que ande en el camino de la perfección este me servirá» (Sal. 101:6). Fidelidad y perfección. El camino de la perfección es el camino de la santidad; solo así podremos ser útiles para Él. Solo así seremos aptas para Su servicio.

    - En el Espíritu. «Porque nosotros somos los que en espíritu servimos a Dios, y nos gloriamos en Cristo Jesús, no teniendo confianza en la carne» (Fil. 3:3). Como creyentes debemos vivir en el Espíritu y por el Espíritu. Debemos ser controladas y guiadas por el Espíritu Santo que vive en cada una de nosotras, si somos de Cristo. Sin Su guía, consejo y poder todo es en vano. Por eso, en todo tiempo, debemos servir dirigidas por el Espíritu. De esta manera

  • tendremos una intuición espiritual y un discernimiento sano y verdadero. El poder de Dios se manifestará a través de nuestras vidas, para así realizar una tarea efectiva, que dé como resultado la gloria de Dios y el bien de las almas.

    ¿Qué estamos haciendo para nuestro Señor? Un corazón salvado es un corazón que quiere amar y servir a los demás. Si no es así, algo anda mal. Todas, sin excepción, debemos estar ocupadas en Su obra. Él nos lo pide, Él lo reclama; es lo menos que cada una de nosotras podemos ofrecerle: nuestra vida, nuestro corazón, nuestra voluntad y nuestro servicio. ¿Qué mayor privilegio que servir al Rey de reyes y Señor de señores, al más alto y sublime, al Dios eterno y misericordioso, al Soberano, al único y verdadero Dios, al gran Yo soy?

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  • Con palabra y con ejemplopor Susana Rodríguez Fuentes

    Muchas veces pensé que dada la preparación académica y los años de trabajo con niños enseñando la Biblia en horas felices, clases bíblicas y campamentos, cuando tuviera mis propios hijos podría con facilidad cumplir esta tarea de transmitirles la fe en Cristo.

    Durante mucho tiempo tuve presente el ejemplo de Ana (1 Sam. 1), que deseaba tanto tener un hijo y que frente a la angustia que esto le ocasionaba derramó su corazón delante de Dios con sinceridad y le hizo una promesa. Cuando su oración fue contestada, Ana entregó a Dios al pequeño Samuel, como lo había prometido. Las palabras que ella expresó a Elí en esa oportunidad («por este niño oraba y Jehová me dio lo que pedí», 1 Sam. 1:27) martillaban mi mente y me motivaron a imitar su conducta de orar por mis hijos antes de que ellos estuvieran presentes.

    Cuando nació mi primer hijo, la pregunta que comenzó a rondar mi mente era: ¿Cómo le hablo de la fe? Me preocupaba que se volviera indiferente por oír el mensaje muchas veces y de muchas formas. Pero leí en Proverbios una de las promesas de Dios: «Instruye al niño en su camino y aún cuando fuere viejo no se apartará de él» (22:6). El énfasis de este versículo está puesto en la oportunidad y el deber de los padres de instruir e impartir conocimiento. Sabemos que la mayor parte de las enseñanzas se transmiten

    con el ejemplo. Por eso es tan importante la vida diaria familiar, la manera en que se enfrentan las situaciones en el hogar, la puesta en práctica de los principios de Dios. Nuestros hijos nunca olvidarán una enseñanza incorporada por experiencia directa. Recuerdo haber aprendido de mi madre la importancia de un tiempo diario de lectura y oración personal al verla cada día, antes de preparar el desayuno para todos, leyendo su Biblia y orando en un rincón de la cocina.

    Se dice que el niño promedio hace 500.000 preguntas antes de llegar a la adolescencia. Esto significa medio millón de oportunidades de enseñar. Muchas de estas preguntas son: «¿por qué?» y «¿cómo?», y las respuestas de varios de estos interrogantes nos llevan directamente a los pies de Dios.

    Una tarde, habiendo regresado de dar una clase en la iglesia sobre el pueblo de Israel en el desierto, dejé el material utilizado sobre la mesa y me puse a planchar. Mi hijo, que tenía cuatro años, se acercó a jugar con las figuras que ilustraban la historia. Como de costumbre, comenzó a hacer preguntas que me llevaron a relatarle la historia bíblica. La plancha quedó a un lado para dar lugar a un maravilloso momento de redención. El Señor tocó el corazón de mi hijo en aquel instante y él pudo comprender la necesidad de aceptar a Cristo como su Salvador.

  • El principal recurso que tenemos para cumplir con la tarea de instruir es constructivo; debemos enseñar con amorosa persistencia. «Y estas palabras que yo te mando hoy, estarán sobre tu corazón; y las repetirás a tu hijos, y hablarás de ellas estando en tu casa, y andando por el camino, y al acostarte, y cuando te levantes» (Deut. 6:6-7). Dios ordenó el hogar como la institución para educar a los niños en el camino que deben seguir. No sólo debemos señalar ese camino sino también transitarlo. No basta con conocerlo y mostrarlo; hay que andar por él. Los cambios sociales y las nuevas demandas de trabajo están provocando el alejamiento de la familia de la responsabilidad de educar y trasladándose a otras instituciones como la escuela y la iglesia. No olvides, los niños sólo pueden entender a Dios, el amor, la misericordia, el perdón, la aceptación y la verdad de Su Palabra en la medida en que los experimenten en sus relaciones, particularmente en el hogar.  

    Siempre me maravilló la valoración que el apóstol Pablo hace de dos mujeres: Loida y Eunice. Cuando habla de ellas y de la influencia que ejercieron sobre Timoteo, expresa: «la fe no fingida que … habitó primero en tu abuela Loida, y en tu madre Eunice» (2 Tim. 1:5) y de él dice: «… desde la niñez has sabido las Sagradas Escrituras…» (2 Tim. 3:15). La enseñanza debe ser hecha con palabra y con ejemplo. No es una actividad para un momento sino que debe ser desempeñada mañana, tarde y noche. Pero aun así, hay acciones que podemos

    planificar para transmitir las enseñanzas con intencionalidad. Con mi esposo nos propusimos realizar el culto familiar, y situaciones de distinta índole trataban de afectar esta actividad e impedirla. Algunas veces lo lograban y otras no. Luchábamos para poder mantener este encuentro cada noche con nuestros hijos. Eran pequeñitos, y antes de acostarlos les relatábamos alguna historia bíblica o leíamos una porción de la Biblia y orábamos. Este ritual no podía faltar. Con el tiempo se fue ampliando en nuestras charlas de sobremesa, y la mente de nuestros hijos se fue llenando de principios y promesas de Dios que ahora, ya jóvenes, los guían en su andar diario.

    ¿Y el servicio? ¿Qué hacer para motivarlos a servir? El ejemplo de Timoteo fue claro: acompañó al apóstol Pablo en sus viajes y fue formándose en la práctica. Recordé la ley de la enseñanza que dice: «Aquello que se aprende a través de la experiencia se graba con mayor facilidad». Y así decidimos que nuestros hijos nos acompañaran en el servicio a otros: visitar a un enfermo, ayudar en forma práctica a un necesitado, acompañar a los demás en los momentos de alegría y de tristeza. Recuerdo en particular que una noche mi hija fue a la farmacia y allí, en la puerta, encontró a un hombre que estaba pidiendo dinero para comprar un remedio. Había estado toda la tarde y todavía no había logrado juntar la cantidad necesaria. Al regresar a casa mi hija nos contó la situación vivida y surgió el

  • deseo de reunir entre todos nosotros el dinero que esta persona necesitaba. Cada uno fue a buscar sus ahorros y pudimos ayudar a este hombre, quien regresó feliz a su hogar con la medicación que necesitaba en su mano. 

    Todas las personas quieren ser felices en la vida; nuestros hijos también. Si ellos observan que el servicio al Señor nos produce fastidio y malhumor, seguramente tratarán de no hacer aquello que resultó tan desagradable para sus padres. Pero si ellos observan que servir a Dios nos genera satisfacción y alegría, querrán imitar nuestro compromiso. Si esperas tener hijos que quieran servir a Dios, muéstrales tu felicidad al hacerlo, y ellos seguirán tu camino. 

    Como madres tenemos una responsabilidad ante Dios por las vidas de los hijos que Él nos ha confiado. En muchas ocasiones te sentirás incapaz de desempeñar este rol, pero no olvides que nuestro Dios que es todopoderoso, omnisciente y amoroso, para quien «todo es posible», y está dispuesto a ayudarte. Recurre a Él; no te defraudará.

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  • Dios me sustenta cada díapor Silvia Inés Sendín

    «Y sabemos que a los que aman a Dios, todas las cosas les ayudan a bien» (Rom. 8:28).Hace un par de años, en un examen de

    rutina, me detectaron un incipiente carcinoma mamario. Como por experiencia o por referencia las vicisitudes de la enfermedad son bastante conocidas, no entraré en detalles. Hablaré de las consecuencias.

    Aun después de haber terminado con la radioterapia y otros tratamientos aleatorios con sumo éxito, me sentía débil y deprimida. Había superado la enfermedad pero la energía puesta en ello me había agotado. Mi relación con Dios estaba enrarecida, así como el trato con mi familia y amigos, si bien todos ellos me habían acompañado y fueron mi sostén en todo momento.

    Sentía que ya no era la misma persona, que mis objetivos de desarrollo profesional, económico y de vida en general no me completaban.

    Mi proyecto de vida había sucumbido ante la situación límite, ante la posibilidad de la muerte.

    De pronto, a los 48 años, yo, que siempre había estado tan segura de mí misma y de mi plan de vida me encontraba desorientada, vacía, desmotivada, triste, deprimida, con ataques de pánico, sin voluntad y con todos los atributos negativos imaginables.

    Si bien leía la Biblia y oraba, lo hacía más por

    costumbre que por convicción, aunque siempre con la esperanza de encontrar algún mensaje de Dios que me llegara al corazón y me permitiera salir de ese letargo, de ese tan mentado «vacío existencial».

    Hasta que un día leyendo Romanos, hubo unos versículos que me connotaron de manera especial: «Y de igual manera el Espíritu nos ayuda en nuestra debilidad; pues qué hemos de pedir como conviene, no lo sabemos, pero el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos indecibles. … Y sabemos que a los que aman a Dios, todas las cosas les ayudan a bien» (Rom. 8:26-28).

    Esto me hizo pensar que lo que me había sucedido era para mi bien, que en mi confusión y debilidad no sabía ni qué ni cómo pedirle a Dios, pero que la promesa es clara: el Espíritu me ayuda en mi debilidad e intercede por mí para pedir lo que me conviene.

    Y el Espíritu me guió hacia la lectura de otros versículos que confirmaban lo que acababa de descubrir como: «Por lo tanto, no desmayamos; antes aunque este nuestro hombre exterior se va desgastando, el interior no obstante se renueva de día en día. Porque esta leve tribulación momentánea produce en nosotros un cada vez más excelente y eterno peso de gloria» (2 Cor. 4:16-17).

    He aquí otra promesa: esta aflicción no sería eterna, como a mí me parecía, sino temporaria y

  • con una finalidad positiva que mejoraría mi vida y mi relación con Dios.

    Y así comencé a recuperar la fe, la confianza y la esperanza que fueron la base para volver a tener paz y gozo.

    Este cambio no fue algo mágico y acabado, que duró para siempre, sino que es una tarea de cada día. Cada mañana cuando me levanto, a veces con angustia, hablo con Dios, leo Su Palabra, me refugio en Sus promesas, le pido que me abrace, que me proteja de esa sensación de desamparo y le ruego que Su poder se manifieste en este aspecto que es mi debilidad.

    Sólo así siento que puedo salir a mi trabajo y hacerlo bien, estar con mi familia y amigos dando y recibiendo afecto, enfrentar los problemas cotidianos de manera positiva, tratar con las personas que conozco circunstancialmente y transmitirles un mensaje de vida, caminar por la calle sin temor y volver a la noche a casa, segura de que en cada momento Dios está conmigo.

    Entregué a Dios mi voluntad −o, lo que es lo mismo, mi mente y mi corazón− para que estuviera unida a la de Él en todos los sucesos de mi vida.

    Tuve que pasar por esa sensación de vacío para llenarme de Dios quien me «hizo sacar del pozo de la desesperación … puso mis pies sobre peña, y enderezó mis pasos. Puso luego en mi boca cántico nuevo» (Sal. 40:2-3).

    Hoy tengo un nuevo proyecto de vida, redimensioné mis prioridades para no volver a enfermarme y puedo decir, porque lo experimenté, que «la paz de Dios, que sobrepasa todo entendimiento, guardará vuestros corazones y vuestros pensamientos en Cristo Jesús» (Fil. 4:7).

    Para mis queridas hermanas que estén pasando por diversas dificultades les recuerdo lo que escribe el apóstol San Pedro: «Aunque ahora por un poco de tiempo, si es necesario, tengáis que ser afligidos en diversas pruebas, para que sometida a prueba vuestra fe, mucho mas preciosa que el oro … sea hallada en alabanza, gloria y honra cuando sea manifestado Jesucristo» (1 Ped. 1:6-7). Amén.

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  • Dios nos usapor Marian Belmonte Muñoz

    ¿Alguna vez nos hemos preguntado cómo quiere Dios usarnos? ¿Pensamos tal vez que nuestras vidas son pequeñas, que no tienen mucha importancia, que no tendrán un gran impacto? ¿O acaso creemos que nuestro ámbito de influencia se reducirá apenas al pequeño círculo de personas que nos rodean?

    A veces, puede que la visión que tenemos de nuestra propia vida no parezca elevarse demasiado, a medida que nos vemos inmersas en la vida cotidiana y en las responsabilidades que día tras día tenemos que atender, ya sea en el trabajo, en el hogar o en los estudios. ¿Pero estamos en lo cierto?

    Cuando tomamos la decisión de entregar nuestra vida a Jesús y ponerla en Sus manos, todos nuestros pensamientos sobre nosotras mismas −nuestros planes e ideas posibles o imposibles, nuestras expectativas y aspiraciones− se ven afectados por la obra del Espíritu Santo. Dan un giro de 180 grados, convirtiéndose en posibilidades que ni nosotras mismas podríamos haber imaginado.

    Necesitamos abrir los ojos espirituales para ser capaces de entender que el Señor tiene en mente cosas grandes para cada una de nosotras, y para que nuestras expectativas se amplíen sin límite alguno, sabiendo que, si nos rendimos a Él, nuestra vida puede llegar a tener influencia sobre

    un incontable número de personas. El área de las comunicaciones es una

    plataforma importante desde la cual poder ejercer esa influencia de un modo u otro. Eso es lo que sucedió en mi propia experiencia cuando, hace varios años, sentí el deseo de trabajar con la organización misionera Operación Movilización. OM es una organización internacional cristiana que cuenta con más de 3000 voluntarios en todo el mundo. Sus principales objetivos son dar entrenamiento y apoyo a trabajadores voluntarios para realizar trabajo social y para la comunicación entre diferentes culturas, así como proporcionar ayuda espiritual, educativa y social. En los años en que trabajé con OM, aparte de recibir el entrenamiento que ellos proporcionan también pude aportar mi trabajo como intérprete de inglés, ya fuese en conferencias internacionales, en cursos específicos y en cuestiones prácticas de la vida cotidiana. Así, en varias áreas pude ser un «canal» de influencia para muchos, haciendo posible que hubiese una comunicación y un aprendizaje entre personas de diversos países y culturas del mundo.

    Sabemos que Dios es el que en nosotros produce así el querer como el hacer (ver Fil. 2:13), así que debemos prestar atención a los deseos y pensamientos que hay en nuestro corazón. No pensaba que aquello que parecía ser solamente una experiencia muy enriquecedora en mi vida

  • se convertiría en un escalón que Dios usaría para situarme ante miles de personas de toda raza, lengua y nación. Como traductora e intérprete, tuve la oportunidad, formal e informal, de hablar, conocer y trabajar con personas culturas de lo más variadas, y también de sembrar en sus vidas algo de mí.

    Cada una de nosotras tiene su propio don de Dios, unas de un modo y otras de otro (ver 1 Cor. 7:7), y talentos y capacidades que Él puso en nosotras. Él quiere que ministremos a los demás, pues somos administradoras de la multiforme gracia de Dios (ver 1 Ped. 4:10). Dios hará muchas cosas con los dones que nos ha dado, si estamos dispuestas a ponerlos a trabajar en las manos de Él. No es que nosotras seamos algo, sino que Dios se deleita en utilizarnos tal como somos, con nuestros defectos, nuestras fortalezas y debilidades, para hacer cosas grandes.

    En mi caso, el trabajo en Operación Movilización me abrió la puerta para llegar a infinidad de personas, aunque estoy segura de que a muchísimas de ellas ni siquiera las conocí personalmente. A veces pienso en cuántas de esas personas con las que estuve en contacto están o estarán en el cielo debido, en parte, a mi trabajo. Las palabras del Salmo 2:8: «Pídeme, y te daré por herencia las naciones», no conforman solamente una frase bonita o un ideal que nos parece inalcanzable; pueden ser una realidad en nuestra vida allí donde estemos. Utilicemos cada oportunidad que se nos presente para sembrar en otros una parte

    de nosotras, aunque nos parezca pequeña. Algún día sabremos cuál fue realmente la influencia que tuvo nuestra vida en otras personas mientras vivimos aquí en esta tierra.

    No pensemos que tenemos poco que aportar; desarrollemos los talentos que Dios nos ha dado y pongámoslos en Sus manos; con oración y búsqueda de Él cada día, sigamos los deseos e intereses que haya en nuestro corazón, ejercitándolos y trabajando en ellos, y Dios se agradará en usar nuestra vida para que Su Reino se extienda en esta tierra.

    Durante muchos años trabajé en un canal de televisión cristiano detrás de cámaras. Otro escalón para poder llegar a multitudes de personas en todas las naciones. Y ahora, en mi trabajo como traductora de libros cristianos, la página impresa es mi medio de comunicación para compartir con otros las verdades de Dios.

    Nunca habría podido imaginar las oportunidades que Dios ha puesto en mi camino de poder aportar algo a personas que ni siquiera conozco y que nunca llegaré a conocer, pero sí sé que Él hace cosas grandes cuando lo dejamos obrar en nuestra vida. «Encomienda a Jehová tu camino, y confía en él; y él hará» (Sal. 37:5). Si nosotras confiamos, Él hará. Estemos cada día a la expectativa de oportunidades de ser una influencia positiva dondequiera que nos encontremos; Dios usará nuestras manos, nuestras palabras, nuestra sonrisa, nuestra generosidad, nuestra disposición, nuestra ayuda…

    Cada una de nosotras podemos ser

  • realmente una influencia positiva sobre las personas que todos los días forman parte de nuestro ámbito, ¡y sólo Dios sabe sobre cuántas otras! Traigamos a nuestra mente con regularidad la promesa que Él nos ha hecho: «Pídeme, y te daré por herencia las naciones» (Sal. 2:8), sabiendo que Él puede hacerla realidad obrando a través de nuestra vida y de nuestras responsabilidades cotidianas.

    ¡Tenemos un Dios grande que cada día hace cosas grandes con nosotras!

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  • El contentamientopor G. Elisabeth Morris de Bryant

    Vivimos en un mundo materialista en que el valor o el éxito de una persona se mide de acuerdo a lo que tiene, la casa en que vive, el automóvil que conduce, la marca de la ropa con que viste. La Biblia habla claramente de dos aspectos en el área de nuestras finanzas: ser buen mayordomo de aquello que Dios nos da, y aceptar aquello que tenemos «sin avaricia, contentos con lo que tenéis ahora» (Heb. 13:5). Y, en realidad, uno va de la mano del otro. No podemos ser buenos mayordomos si siempre queremos más y más, y no estamos conformes con lo que tenemos. El contentamiento no es algo fácil de lograr pero es un área que como familia debemos proponernos mejorar.

    ¿Cómo podemos entonces ayudar a nuestra familia a apreciar lo que Dios nos da y no codiciar lo que tiene otro?

    Nuestra actitud es delatadora: El contentamiento es algo que quizás podamos fingir con nuestras amigas o en la iglesia, pero es muy difícil fingirlo en el hogar. Si estamos frustradas o descontentas porque comparamos lo que tenemos con lo que tiene otra persona, o si pasamos el tiempo mirando catálogos y ansiando tener todo lo que vemos, o si despreciamos lo que poseemos, nuestros hijos lo van a detectar. El contentamiento es algo que hay que cultivar y practicar; no es algo que venga naturalmente

    al momento de ser salvo. Aun el apóstol Pablo dice en Filipenses 4:11-12: «He aprendido a contentarme, cualquiera que sea mi situación. Sé vivir humildemente, y sé tener abundancia: en todo y por todo estoy enseñado». Lo interesante de este pasaje bíblico es el versículo que sigue, uno de mis pasajes preferidos desde pequeña y que todos utilizamos fuera de contexto para animarnos a tener valor y afrontar lo que nos atemoriza: «Todo lo puedo en Cristo que me fortalece». Es la culminación de estos versículos que nos hablan de la necesidad de contentarnos cualquiera sea nuestra situación, y, como Dios bien sabe que no es algo fácil, Él nos exhorta a hacerlo a través de la fuerza de Cristo, no la nuestra.

    La alabanza y el agradecimiento: Una buena forma de emprender esta instrucción en contentamiento es enseñarles a nuestros hijos a empezar cada día con alabanza y gratitud a Dios por todo lo que Él nos ha dado y nos da, ya sea en bendiciones, respuesta a una oración o aquello que vemos en Su naturaleza durante el devocional familiar o personal. Ser agradecidos no es algo que viene naturalmente, es un hábito que debemos aprender.

    Humildad y apreciación: Otro aspecto del contentamiento es enseñarles a no ser egoístas y a estar dispuestos a compartir, a ayudar y a servir. Durante la infancia y la adolescencia nuestros

  • hijos tienden a estar obsesionados consigo mismos. Creen que el mundo gira en torno a ellos, piensan que lo que ellos quieren o «necesitan» es lo más importante y esperan ser servidos en vez de servir. Un buen versículo para memorizar es «Nada hagáis por contienda o por vanagloria; antes bien con humildad, estimando cada uno a los demás como superiores a él mismo; no mirando cada uno por lo suyo propio, sino cada cual también por lo de los otros» (Fil. 2:3-4). Otra importante lección es apreciar lo que otros hacen por nosotros. No solamente debemos apreciar lo que Dios hace por nosotros, sino que también ellos debemos aprender a ser agradecidos por lo que los demás hacen a nuestro favor. Ser agradecidos implica decir «Gracias», «Por favor» o dar un abrazo o un beso. Significa reconocer los grandes o pequeños esfuerzos que los demás hacen por uno. Es importante que nuestros hijos sepan que ser humilde implica estar dispuesto a ayudar sin que se lo pidan u obedecer cuando se les indica algo y no esperar que otros hagan lo que ellos pueden hacer por sí mismos.

    Confiar y no preocuparnos innecesariamente: Si estamos pasando por un momento de necesidad o la familia atraviesa por una circunstancia difícil, nuestros hijos necesitan aprender a confiar en nuestro Padre celestial. Es fácil estar contento cuando todo va bien, pero es difícil aceptar nuestras circunstancias cuando hay problemas. Juan 14:27 es un buen versículo para memorizar, ya que les hablará de aquella paz que viene de confiar en

    Dios y no tener temor. Hay ocasiones en que lo que los preocupa no es tan tremendo como ellos lo ven desde su perspectiva infantil, pero no debemos ridiculizarlos ni minimizar lo que ellos sienten, sino dulcemente explicarles la importancia de poner todo en las manos de Dios en oración y, a su vez, confiar que Él nos dará la sabiduría para ayudarlos con su problema. Cuando son un poco mayores, también es importante que sepan que Dios permite dificultades en nuestra vida para moldearnos como Él quiere que seamos.

    Contentamiento contra complacencia: El contentamiento no es lo mismo que la complacencia. El contentamiento implica aceptar nuestras circunstancias, ya sea posesiones, talentos, salud, aspecto físico, etc. como de Dios, pero eso no quiere decir que nos estanquemos y no tratemos de mejorar o esforzarnos para el Señor. La complacencia implica cierto grado de resignación. Si mi casa está hecha un desastre no me acuesto en el sofá y digo: «Y bueno, igual puedo estar contenta…»; por el contrario me pongo a limpiar, ordenar y hacer lo necesario para que mi hogar sea un refugio del mundo exterior para mi esposo y mis hijos. A veces un poco de pintura o creatividad pueden mejorar aquello que no podemos cambiar. Lo mismo debe aprender nuestro niño. Si obtuvo una nota baja en el colegio, no debe resignarse a aceptar que eso pasa y por lo tanto puede ignorarlo y seguir jugando. Si no estudió lo suficiente, necesitará esforzarse más la próxima vez.

  • Siempre alentémoslo a hacer lo mejor que pueda y Dios hará lo demás si oramos y confiamos en Él.

    El contentamiento no es algo fácil de lograr, pero no es inalcanzable. Al igual que para el apóstol Pablo y muchos otros personajes bíblicos, es un aprendizaje; y la victoria será nuestra porque lo podemos lograr a través de «Cristo que me fortalece».

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  • El nido vacíopor Sandra R. Leoni

    Cuando escuché hablar de este tema, me pareció tan distante que hoy me cuesta creer que ya me toca vivirlo. Como mujeres «modernas», estamos inmersas en una realidad que cambia a diario, donde las formas de relacionarse se transforman en redes sociales cibernéticas y la información se busca primero en la red antes que en el viejo diccionario de casa. Así que déjame ilustrarte con la definición que encontramos en la Wikipedia.*

    El síndrome del nido vacío «es una sensación general de soledad que los padres u otros tutores pueden sentir cuando uno o más de sus hijos abandonan el hogar». Yo agregaría que es un conjunto de señales que aparecen en la conducta de los padres, generalmente de angustia y vacío, cuando los hijos dejan el hogar porque se van a la universidad, se independizan económicamente o se casan.

    No puedo aducir desconocimiento de que esto sucedería, pero ciertamente me parecía remota y lejana la posibilidad. Sin embargo, el día llegó y sí, mi hijo «voló». Quizá tú estés cerca de esta etapa o totalmente inmersa en ella… Entonces te invito a que la exploremos juntas.

    Esta sensación de vacío que experimentas, esta falta de no saber qué hacer ahora que nuestros jóvenes hijos ya no están en casa, nos causa dolores más fuertes que los del mismo crecimiento. No

    obstante esta pena que nos invade nos expone que la tarea ha sido cumplida con excelencia, que estos niños crecieron... que son jóvenes hombres y mujeres listos para encarar sus propios proyectos de vida para Dios.

    En mi caso, sentí que había pasado tan solo un segundo entre el día en que trajimos a Jonatán envuelto en su manta de recién nacido y el instante en que dejamos a nuestro único hijo en su nuevo departamento a pocos metros de la universidad donde asistiría durante los próximos años. Habíamos pasados unos días de intensos preparativos, entre la compra de muebles y la mudanza. Aún en medio del desorden de las cosas arrinconadas o desparramadas por el piso, tuvimos que marcharnos para regresar a casa. En el departamento quedaban algunas comidas ya hechas en la refrigeradora y otras provisiones en los estantes de la cocina. Allí parado en medio de la sala, a mis ojos «más pequeñito de lo que era cuando nació», quedaba nuestro retoño y su gato Fluffy que lo acompañaba desde los ocho años.

    Viajamos en silencio durante muchas horas y llegamos a casa exhaustos. Ahora sé que no era tanto el agotamiento físico como el pesar que sentía en todo el cuerpo. Ya no podía más, cualquier cosa que veía me producía un nudo en la garganta, hasta que llegué al cuarto de lavado donde encontré algunas ropas sucias que

  • habían quedado allí por olvido. Las lágrimas me nacieron a borbotones. ¡Cuán rápido se habían pasado esos años de crianza! ¡Qué sensación tan diferente al primer día que lo dejé en la casa de su abuela por primera vez! Este fue el tiempo de llorar (Ecl. 3:4).

    No te asustes, ese sentimiento es normal, solo tienes que monitorearlo y observar que no interfiera de manera permanente en tu vida cotidiana. Comienza a ver todas las cosas que aún Dios pone ante tus ojos. Si hemos criado saludablemente a nuestros pequeñitos, si la relación fue cercana y afectuosa durante la adolescencia, el proceso de aceptar el alejamiento de nuestros retoños será un desafío más que nos llevará a madurar y fortalecer esa relación maternal. Si la convivencia con tu hijo o hija fue conflictiva, abrumadora, hostil o de una gran dependencia, y tu dolor se acrecienta aún más, arrodíllate delante del Señor para que tanto tú como tu hijo puedan sanar esas viejas heridas, y aprovecha esta separación para lograr un nuevo nacimiento, el de una relación sana y diferente con tu hijo. Aprovecha este «nido vacío» para edificar una casa de fin de semana donde puedan venir a vacacionar contigo y lo disfrutes.

    Cuando te hayas dado cuenta de que tu nido está vacío, intenta recanalizar tus actividades, proyectos, tiempo y energías. Intenta enfocar tus ojos en todo lo que aún requiere tu atención. Si estás casada, préstale especial atención a tu cónyuge, que también se ve afectado por este sentimiento de tristeza

    y ese vacío por el vástago que se ha ido. Hablen de los sentimientos que experimentan y apóyense mutuamente.

    Renueva la relación con tu esposo, comienza a vivir esta etapa especial con una nueva perspectiva. Recobra las viejas amistades y emprende nuevas tareas que los lleven a ti y a tu esposo a compartir la experiencia con otros que también estén pasando por lo mismo. Invierte en buscar nuevas actividades creativas y solidarias que te pongan en contacto con otras personas. Regocíjate junto a tu esposo y recuerda que las palabras de Proverbios dicen: «Corrige a tu hijo, y te dará descanso, y dará alegría a tu alma» (29:17). Ya han superado el tiempo de la crianza y la corrección; ahora es el momento de descansar y alegrarse.

    Aunque no tengas que llevar a tu hijo a la escuela ni salir a comprarle ropa, aún puedes ocuparte de él o ella. Primero debes orar más que antes, ahora ese o esa joven necesita más que nunca de la presencia de Dios en su vida para que le sirva de guía. Es importante que Cristo sea su mejor amigo y aliado. Prepárate para orar y ayunar más de lo que habitualmente lo hacías.

    Idea algo especial que lo ayude en su vida independiente, como un recetario de comidas prácticas, algunas guías útiles para el manejo del dinero, téjele un abrigo que le sea cómodo... Envíale sus fotos y recuerdos más queridos para que ponga en su dormitorio. Mándale la mejor fotografía que encuentres donde esté él contigo y su papá que servirá como testimonio

  • vivo de su pertenencia familiar. Aprovecha la tecnología para usar el correo electrónico, los chats y las videoconferencias para verse con más frecuencia.

    Por último, quien aún no ha llegado a esta etapa, es importante que se prepare. En especial, hay que aprovechar al máximo el tiempo en que tenemos a nuestros hijos alrededor de la mesa. Es tiempo de sembrar y no hay que desaprovecharlo. Ya habrá tiempo para lavar los platos, atender otras cosas o trabajar más horas. Juega con la idea de que un día «volará del nido» y ocúpate para que cuando llegue el momento, tu adolescente remonte vuelo lo más equipado posible. No hay mayor dicha para el corazón de una madre que haber criado a un hijo en sujeción, que será la honra de sus padres.

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    * Enciclopedia colaborativa de libre participación en la red.

  • Él nos hablapor Rosa Martínez

    Desde el kindergarten hasta que terminé el bachillerato estudié en colegios religiosos. Las enseñanzas presentadas especialmente en los últimos años de esta etapa de educación, produjeron un gran impacto en mi vida, en el aspecto espiritual. Recuerdo que me sentaba a meditar y a pensar en mi relación con Dios. Incluso permanecen en mi memoria algunas palabras de poesías repetidas durante los retiros espirituales, tales como: «Tan alta vida espero, que muero porque no muero». Deseaba una unión más íntima con el Señor, un encuentro que parecía que nunca se producía. A pesar de los momentos de meditación y búsqueda, sentía un vacío espiritual inexplicable.

    Llegó el instante cuando Dios extendió Su mano misericordiosa y un joven que era mi prometido (ahora mi esposo desde hace más de cincuenta años) me regaló una Biblia. La acepté porque era un regalo, pero en el mismo momento le comuniqué: «A mí no me hace falta leer la Biblia». Pensaba que tenía suficiente conocimiento religioso y entrega a Dios. Además, en aquella época no se alentaba mucho a los fieles a que leyeran la Palabra. Fue así que, por un tiempo, aquel tesoro permaneció cerrado, sin permitir que las piedras preciosas brillaran para iluminar mi camino. Sin embargo, Dios en Su sabiduría usa diferentes medios para que

    uno pueda conocerlo mejor y recibir Su gracia redentora. Un día, conversaba con una compañera de estudio y de actividades religiosas, y le conté que tenía una Biblia. Se la enseñé y ella me dijo: «Si no la quieres, regálamela». Mi reacción fue instantánea y de asombro: «No… ¡es un regalo de mi novio!». Quedé con la intriga de por qué ella querría mi Biblia… ¿Qué contenía ese libro? Pronto, comencé a leer los Evangelios y el libro de los Salmos. No encontraba en ninguno de los cuatro Evangelios algo específico y directo que dijera que necesitaba sacrificios o hacer algo para tener una comunión más íntima con Dios. En cambio, encontraba palabras como estas: «Jesús le dijo: Yo soy el camino, y la verdad, y la vida; nadie viene al Padre, sino por mí» (Juan 14:6). ¡No podía creerlo! Solo necesitaba a Jesucristo. Me parecía algo inverosímil. ¿Era aceptar solamente lo que decía la Palabra de Dios lo que yo necesitaba? ¿Llenaría eso mi vacío espiritual y terminaría mi búsqueda para tener una relación más íntima con el Señor?

    Sí, un día mi búsqueda terminó, ¡por fin había encontrado el tesoro que por mucho tiempo había estado buscando! Resaltaron en mi mente y mi corazón versículos de los Salmos tales como: «Ten piedad de mí, oh Dios, conforme a tu misericordia … Crea en mí, oh Dios, un corazón limpio, y renueva un espíritu recto dentro de mí»

  • (Sal. 23:1,10). Jesucristo podía limpiar mis pecados; podía pedirle perdón directamente a Él. ¡Qué maravilloso, Él tenía poder para renovar mi espíritu! Cuando hablaba de esa paz interior, de la tranquilidad espiritual y enfrentaba a los que dudaban de mi fe, les contestaba con valor y firmeza haciéndome eco de lo que contestó el ciego en Juan 9:25: «Una cosa sé, que habiendo yo sido ciego, ahora veo». Por fin pude darme cuenta de lo fácil que era tener intimidad con Dios, poder comunicarme con Él en todo momento y en cualquier lugar. Sentí lo que era la seguridad de la salvación y la libertad en Cristo. Me uní al cántico de María que dice: «Engrandece mi alma al Señor; y mi espíritu se regocija en Dios mi Salvador» (Luc. 1:46).

    Dichos famosos escuchados en los centros educativos tales como: «Para mí la oración es un impulso del corazón, una sencilla mirada al cielo, un grito de agradecimiento y de amor en las penas como en las alegrías» tomaron un nuevo sentido y una nueva dirección. Pude darme cuenta de que la oración no era tan solo hablarle a Dios, sino que era comunicación de ambas partes. La persona habla, pero también escucha. La Biblia, la Palabra de Dios, era el Supremo comunicándose conmigo. El Padrenuestro recobró su verdadero sentido. Mi fe y mi vida de oración cambiaron de dirección. Cada día, mi fe se fortalecía más al ver los milagros que Dios obraba en mi vida y en la de muchos creyentes.

    En cierta ocasión, mi esposo estaba

    pasando por una situación difícil en su ministerio que parecía que no tenía salida y varias veces cuestionaba: «¿Qué quieres Señor?». Yo tampoco me sentía satisfecha y deseaba servir en otros ministerios para los cuales Dios me había llamado y preparado. Parecía que el túnel oscuro no tenía fin. En unas de mis meditaciones diarias estaba leyendo Hebreos 11:1: «Es, pues, la fe la certeza de lo que se espera, la convicción de lo que no se ve». Al examinar el versículo y mi fe en el Señor, dejé que mi imaginación no tuviera límites. Me hice estas preguntas: ¿Qué esperaría yo si verdaderamente creyera lo que dice este versículo? Mi mente se trasladó al lugar de servicio con el que había soñado, cómo trabajaría en la viña del Señor junto con mi esposo, lo que haría capacitando líderes para las iglesias. Fueron momentos de idealizar un futuro maravilloso; en realidad me sentí como una niña imaginándose protagonista de los cuentos de hadas. Pude ver en mi mente lo que nunca había pasado. Luego, me pregunté: ¿Tengo suficiente confianza o convicción de que eso sucederá? Medité cuidadosamente, hablé con el Señor dejando mis deseos de lado y oré a mi Padre: Sé lo que deseo, pero estoy dispuesta a seguir el camino que tengas para nosotros, sea o no sea mi sueño. Hubo comunicación de ambas partes. Al poco rato de mi conversación con el Señor, mi esposo me llamó y me dijo con un tono alegre y con mucho entusiasmo:

    −¿Deseas recibir una buena noticia?−Ya la sé −fue mi inmediata respuesta.

  • Perplejo, él me dijo: −¿Cómo la sabes si acabo de hablar con el nuevo jefe y nadie

    más lo sabe? −La respuesta fue sencilla, y con una alegría que se reflejaba en mi rostro dije:

    −El Señor me lo reveló esta mañana durante mi tiempo devocional. Te han llamado para servir en el área en la cual Dios nos ha preparado.

    Agradecida, sí, más que agradecida al Gran Proveedor que suplió una Biblia en momentos de búsqueda. Agradecida, porque me dio la fuerza para escudriñar el tesoro que tenía abandonado y que me ayudó a abrir mi ojos a la salvación y mi corazón a conocer la verdad que me libertó. Agradecida al Señor porque en los momentos de crisis Él nos habla dándonos aliento, paz y tranquilidad. Agradecida por todo lo que ha hecho por mí, por lo que está haciendo y por lo que hará.

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  • El silencio de Diospor Gloria Q. de Morris

    Cuántas veces en rueda de amigas se comenta con preocupación sobre las oraciones que no reciben respuesta. Casi siempre hay alguien dentro del grupo que exclama con convicción: «Dios siempre contesta la oración. A veces dice “sí”, otras veces “no” y otras “espera”». Sin embargo, resignarnos a decir sencillamente que fue un «no» o un «espera», me parece que es una forma algo superficial de tratar el problema del silencio de Dios, porque si bien es cierto que existen estas tres formas de respuesta, la Biblia enseña con toda claridad que hay momentos o circunstancias en las que Dios no oye o no contesta nuestras oraciones.

    Estas oraciones no contestadas no se deben a la incapacidad de Dios para oír o responder sino que son el resultado de ciertas barreras que hemos levantado en nuestro corazón. Por tanto, el problema de las oraciones no contestadas es, en casos así, un problema nuestro y no de Dios.

    Desde niña mi fe fue absoluta en un Dios amoroso y todopoderoso a tal punto que cuando necesitaba hablar con mi Padre celestial, a cualquier hora del día, iba y me arrodillaba al lado de mi cama, conversaba con Él y hacía mis peticiones. Luego, me levantaba y seguía jugando con mis amiguitas. Dios siempre contestaba todas mis oraciones. La comunión y mi fe aumentaban día a día. Pero crecí, llegó la etapa de la adolescencia y la juventud, con sus inquietudes e interrogantes,

    y un día me enfrenté al silencio de Dios. Supuse que en la Biblia habría una razón para explicarlo.

    «Amados, si nuestro corazón no nos reprende, confianza tenemos en Dios; y cualquiera cosa que pidiéramos la recibiremos de Él, porque guardamos Sus mandamientos, y hacemos las cosas que son agradables delante de Él» (1 Jn. 3:21,22). Dicho a la inversa, todo aquello que en nuestra conciencia nos condena habrá de perjudicar nuestra oración. Por tanto, debemos inmediatamente romper con ese pecado y confesarlo al Señor, en la seguridad de que se cumplirá la promesa de 1 Juan 1:9 y Él nos perdonará. Entonces, la comunión íntima con Dios vuelve a restablecerse.

    Otra razón para esa falta de respuesta es nuestra fe imperfecta porque descansa sobre una base falsa. No se trata de tener fe en la oración, sino en Dios. Tampoco tiene que ver con nuestra medida de fe. Cuando decimos, por ejemplo: «Mi fe es tan pequeña que no creo que Dios la pueda honrar» admitimos que estamos dependiendo de la cantidad de nuestra fe, en vez de descansar en el Dios fiel para la respuesta.

    En ocasiones nos pasa que la duda golpea a nuestra puerta. Sabemos que la duda cava el sepulcro de nuestra fe, y «sin fe es imposible agradar a Dios». Además recordamos lo que nos advierte Santiago: «El que duda … no piense … que recibirá cosa alguna del Señor» (1:6,7). Más

  • aún parece resonar en nuestras conciencias la pregunta inquietante del Señor a Pedro «¿Por qué dudaste?». Cuántas veces habremos llorado por haberlo ofendido siendo que Él desea cumplir Su promesa: «Y todo lo que pidieres al Padre en mi nombre, lo haré», pero la duda impide que recibamos esa bendición.

    Aun nosotras que somos creyentes estamos en peligro de ser arrastradas por esta sociedad tan materialista y sufrimos las consecuencias. «Pedís y no recibís porque pedís mal, para gastar en vuestros deleites» (4:3).

    Al orar por cosas temporales deberíamos examinar con cuidado nuestra motivación. ¿Es esta petición para la gloria de Dios, para mi bien y el bien de otros, o es meramente para satisfacer mis propios deseos egoístas? A través de Su Palabra, Dios nos va quitando todo interrogante sobre sus silencios.

    Hay un detalle muy importante que no se suele tener en cuenta y es esencial. Cuando he tenido que aconsejar a alguna esposa que se queja porque Dios no responde su oración, siempre le recuerdo este pasaje: «Vosotros, maridos,… vivid con ellas sabiamente, dando honor a la mujer … como a coherederas de la gracia de la vida, para que vuestras oraciones no tengan estorbo» (1 Ped. 3:7). Lógicamente esto se aplica de igual modo a las esposas. Cuando los esposos no se llevan bien, están levantando barreras y barricadas que impedirán que Dios pueda contestar sus oraciones.

    El espíritu en que debemos orar es un espíritu perdonador que está en

    armonía con Dios y los demás. Ya que Dios nos ha perdonado tanto, no podemos rehusarnos a perdonar −sean cuales fueran las circunstancias−, y esperar que nuestras oraciones sean contestadas. Un espíritu no perdonador quiebra nuestra comunión con Dios e impide que la bendición divina fluya hacia nosotras.

    Cada vez que Dios no contesta una oración a pesar de nuestra insistencia, debemos preguntarnos: «¿Cual es la lección que Dios me quiere enseñar en todo esto?», porque Dios no obra caprichosamente. Y luego: «¿Será que Dios desea enseñarme que Él es soberano?».

    Recuerdo cuando mi hermano menor −al que me sentía muy unida−, tuvo un accidente y estuvo varios meses en cama. Mi madre, él y yo orábamos fervientemente por su recuperación, y nos sentíamos seguros de que Dios lo restablecería; pero una mañana el Señor se lo llevó a Su presencia. Con mucho dolor tuvimos que aceptar que Dios es soberano. Al ser omnisciente, conoce el futuro y siempre da lo mejor a Sus hijos porque cuida de cada uno de ellos.

    En muchos de los casos de oraciones no contestadas, como por ejemplo cuando tanto Moisés como Elías y Jonás pidieron a Dios que les quitara la vida, es fácil comprender por qué Dios no les contestó. Pero no es tan sencillo entender cómo Dios se negaría a contestar la oración reiterada de un siervo tan especial como Pablo sobre un tema tan lógico

  • como su salud física. Entonces, conviene recordar que las bendiciones espirituales sobrepasan las físicas. No quiere decir esto que nuestra salud no sea importante ni que debamos descuidar nuestro cuerpo. Pero muchas veces porque el Señor es soberano, determina mantener silencio y no contestar nuestras oraciones por sanidad o alguna otra bendición porque, de hacerlo, nos privaría de una bendición espiritual aún mayor. Esto sucedió con Pablo porque Dios hizo algo mucho mejor para él que quitarle su «aguijón en la carne»; lo usó para perfeccionar su carácter y colmarlo de Su gracia divina.

    Un ejemplo de cómo Dios puede darnos algo mejor de lo que esperamos es el de Ana. Mientras estuvimos como misioneros en España, ella se puso en contacto conmigo. Me llamaba por teléfono cada vez que necesitaba palabras de aliento o quería comentarme el proceso de su prueba y pedir oración. Desde hacía tiempo había ido gradualmente perdiendo la vista de un ojo y le quedaba muy poca visión en el otro. Tanto ella como su iglesia y quienes conocemos su caso orábamos con fervor por su sanidad. La primera vez que me llamó lloraba. No podía entender el porqué de ese silencio de parte de Dios, por qué no contestaba tantas oraciones que habían llegado ante el trono de la gracia. ¿Es que Dios no la amaba?

    Esta hermana estaba casada con un médico reacio al evangelio. Desde que ella aceptó a Cristo, su relación matrimonial comenzó a enfriarse, pero −y aquí llega ese «pero» que muchas veces marca la diferencia− Ana me comentó:

    −Cuando perdí el ojo izquierdo, después de varias operaciones, el amor de mi marido renació. Aunque yo al principio no aceptaba mi situación porque no podía entender el silencio de Dios, mi esposo me animaba, me mostraba su amor y su cariño. Estoy perdiendo la vista del otro ojo, pero sigo orando por mí misma y por mi esposo, para que se convierta.

    Le respondí: −Creo que tu enfermedad es el camino que

    Dios está utilizando para que tu esposo tenga un encuentro con Cristo.

    Elizabeth Elliott escribió: «Cuando estamos pasando por una prueba física es el momento de ofrecerle a Dios nuestro cuerpo como una ofrenda en el altar».

    La última vez que Ana me llamó, me dijo: «Sigo con el mismo problema y no me quieren operar, pero tengo buenas noticias. Mi marido todas las mañanas me lee el devocional y oramos juntos. Siento que pronto él aceptará a Cristo. Dios ha contestado mi oración».

    «Confía en [Dios]; y El hará» (Sal. 37:5b). 1

  • Esposa, madre y siervapor Viviana de Carrizo

    A los 18 años, comencé a servir al Señor predicando a los niños en las «Horas Felices». Me movilizaba la pasión de Jesús por las almas, y en un Congreso Misionero en el año 1992 Dios habló a mi corazón diciéndome: «Irás a las naciones». En aquel momento nada entendía, pero el desafío se hacía cada vez más fuerte. Mi esposo tenía la firme convicción de ir al campo misionero entre nuestros hermanos aborígenes wichi (o wichí que significa «gente»; etnia indígena del Chaco, en el centro de Sudamérica que hasta fines del siglo XX eran conocidos como «matacos»). El Señor me llevó a leer el pasaje de Ezequiel 3:1-15, pero necesitaba una confirmación específica y Él me dijo: «vestirás pies descalzos». No comprendí en aquel momento, pero sí cuando llegamos al paraje wichí «El carpintero» en un viaje de exploración que realizamos. Nuestros hermanos salieron a recibirnos con los pies desnudos. El Señor me señaló: «Mira sus pies, son los pies descalzos que te dije que ibas a vestir con mi Palabra». ¡Qué maravillosa confirmación de Su Palabra para mi vida!

    Como mamá de seis hijos, en estos años de misionera, he visto la mano poderosa de nuestro Dios manifestarse de diferentes maneras. En otra cultura, lejos de los amigos y de la familia, vi crecer a mis hijos entre arañas, víboras y dengue, pero nuestro Padre amoroso estuvo siempre

    cuidándolos aun cuando nuestro hijo Isaac, en ese momento de tan solo un año, se comenzó a secar (literalmente). Desde el aspecto clínico, no tenía síntomas de alguna enfermedad conocida, hasta que un aborigen nos dijo que estaba aicado (mal que usualmente se manifiesta en esa región) y que solo un brujo podía sanarlo. Fue entonces cuando me aferré a las promesas del Señor confiando en que a ninguno de mis hijos les pasaría nada. Mi grupo de intercesores oró en ese sentido y no se tardó Su respuesta.

    También experimentamos la providencia milagrosa. Recuerdo que un día no teníamos lo suficiente para comer. Nos sentamos a la mesa, oramos, dimos gracias al Señor y en ese mismo instante alguien golpea las manos (forma habit