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A David, ese chico terrible,

indómito, alucinante, loco,

brillante, valiente ante la muerte y

que es mi amigo.

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Indice

1. Nuestra primera aventura alucinante

2. El tremendo secreto de Max

3. El aliento del vampiro

4. ¡Aaaaaaaaaaaaaacción!

5. Los guarribabosos abobados

6. Al rico "espantagueti" casero

7. ¡Kárate y "Chop suey"!

8. ¿Cómo hacer rabiar a un guarribaboso?

9. Monstruos macabros y chicos corrientes

10. El increíble chico invisible

11. ¡Encerrona!

12. Drácula "en hora buena"

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1 Nuestra primera aventura alucinante

Me llamo Dave Martin y soy el presidente del club de los coleccionistas de noticias. Los hechos

insólitos que más nos gustan a mis amigos y a mí son los realmente disparatados, como lo de la vaca

que nació en Londres con cuatro hocicos, y que los saltamontes tengan la sangre blanca.

Mis tres mejores amigos y yo fundamos el club el primer día de clase. Como en la mayoría de los

colegios, los chicos nos juntamos por grupos en el comedor. A Liz, Johnny, Jennifer y a mí no nos van

los estirados, los cerebrales, los superbordes, los zombis ni los deportistas. Y, desde luego, no íbamos a

sentarnos con los guarribabosos. Así es como llamamos a Nat Bronski y a Rado Clapp (que son de lo

más repugnante, horrible y rastrero de nuestra clase de quinto). Puede que sólo sean dos críos, pero es

que están como para llevarlos derechitos al manicomio.

Una de las primeras cosas que hicimos fue elegir en el comedor una mesa junto a la ventana, la más

alejada de los mostradores de la comida caliente, que siempre están humeando y tienen platos que

huelen a suelas chamuscadas. Lo segundo que hicimos fue firmar el juramento del club.

JURAMENTO DEL CLUB

DE LOS

COLECCIONISTAS DE NOTICIAS

Nosotros, los abajo firmantes, juramos pasar este quinto curso de primaria en el colegio de

New Springville entre carcajadas, buenos ratos y aventuras alucinantes y... ¡ser amigos hasta

que la muerte nos separe!

Firmado con roló sangre de ketchup:

Dave Martin, PRESIDENTE, encargado de hechos insólitos y de acciones relámpago;

Liz McGinn, SECRETARIA EJECUTIVA, especialista en adivinanzas, titulares horrendos

y las notas secretas del club.

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Johnny Hayes, VICEPRESIDENTE, para los chistes malos, los puzzles y las cosas más

estrafalarias.

Jennifer López, TESORERA, encargada de «macabrerías», trabalenguas e ideas fantásticas

para ganar dinero.

Max Millner, ARTISTA OFICIAL DEL CLUB, especialista en dibujos desternillantes y

bromas muy divertidas.

Se nos ocurrió crear el club porque a los once años te metes en muchos líos. Es que nos gusta decir lo

primero que se nos ocurre. Por mi parte, me encanta la acción y la aventura más que a nadie que

conozca. No me preguntes por qué estoy seguro de eso, pero lo estoy. Comencé a juntar hechos

insólitos cuando iba a tercero, y ahora, cada vez que mis amigos o yo oímos o vemos algo

sorprendente, asqueroso o chocante, lo añadimos a los archivos del club. También coleccionamos

ocurrencias, puzzles, chistes, notas secretas, titulares de horror, trabalenguas y otras cosas estrafalarias,

así que nuestra colección es alucinante.

Hasta ahora, mi hecho insólito preferido es que Mozart se ponía hielo en la cabeza para estimularse el

cerebro. Yo lo probé cuando tuve que estudiar para un examen que iba de esquimales, y funcionó de

miedo, y eso que no toco el piano.

Mucho se puede decir de los socios de nuestro club por las cosas que más les gustan. La especialidad de

Jennifer son las «macabrerías». Por supuesto que también le apasionan los hechos insólitos, pero lo que

más le chifla son los chistes de monstruos, casas encantadas y criaturas espeluznantes.

– ¿Qué desayunan los demonios necrófagos? – es una pregunta típica de Jennifer, y aquel día nos la

hizo mientras buscaba una pajita para beberse la leche de coco. Porque ésa es otra: sus extrañas ideas en

asuntos de alimentación.

– Cereales con flema – respondió Liz, contenta de acertar.

Todos reímos por el juego de palabras...: crema, flema, ¿lo pilláis? Todos, menos Jennifer, que refunfuñó

y levantó altiva la cabeza. La larga coleta se le agitó por detrás y sacudió a un zombi que pasaba.

– ¡Eh! –dijo él.

– Perdona – se disculpó Jennifer.

– ¡Pum, pum! – ésa es la manera que tiene Liz de comenzar con su especialidad. Es una fanática de las

adivinanzas, pero también le gustan los poemas y los titulares horrendos. Lee muchos libros rarísimos,

por eso creo que tiene esa manía de andar mordisqueándose unas veces los nudillos y, otras, las uñas.

Últimamente, le ha dado por mordisquearse también su pelo rubio.

– ¿Quién es? – pregunté. Alguien tenía que empezar.

– Luis Miguel.

– Luis Miguel, ¿qué?

– Luis Miguel canta como nadie – y Liz se echó a reír.

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Johnny se estaba zampando un bocadillo de ternera que chorreaba salsa. Mira que come, pero no

engorda. Entonces hizo el numerito que tenía preparado: COLMILLOS DE VAMPIRO CON LÁPIZ, lo

había llamado.

Tras dibujar y recortar la boca grande y salivosa de un vampiro, la había pegado a un lápiz. Parecía obra

de un profesional, como comprada en una tienda de artículos de broma. Nos la colocó a cada uno en la

cara para que viéramos cómo estábamos de vampiros.

– ¡De terror! – dijo, y luego nos contó que se la había puesto al primer plano de una mujer en un

anuncio de Toyota que había salido en la tele de su casa, y hasta su padre se había quedado pasmado.

Suelo comer en el comedor, porque mis padres trabajan y por las mañanas ando apurado de tiempo.

Mamá dice que por qué no me preparo yo la comida, y yo le respondo que no quiero ir contra las leyes

que regulan el trabajo infantil. Además, no me quejo de la comida del colegio. Tengo un estómago de

hierro... Trago todo, menos sus palitos de bacalao, que son asesinos.

Los padres de Liz también trabajan, pero a veces su mamá se las apaña para prepararle la bolsa de la

comida. En cuanto a Johnny, tiene un ángel de madre. Todos los días le prepara dos sándwiches

estupendos y le pone sorpresas: bizcochos caseros, tarta de queso y merengues. A Johnny no parece

importarle que tres científicos descubrieran en 1987 que esos merengues son los dulces del mundo que

más caries provocan. Fue Jennifer la que sacó ese hecho insólito. Ella siempre trae comida rara porque

es una fanática de la alimentación sana. Sus padres tienen en la avenida Richmond una tienda de

verduras con un mostrador de ensaladas para llevar. El primer día trajo una ensalada de arroz y pasas

con habichuelas en salsa. Y un cucurucho de yogur de cereza con tropezones de pasas que parecían

moscardones hinchados.

– ¡Qué asco! – le dije.

– Pruébalo antes de hablar – y me ofreció. Sentí que se me revolvía el estómago.

Estábamos a mitad de la comida cuando los guarribabosos lanzaron su primer ataque del curso. Me di

cuenta en cuanto se levantaron de su mesa, que está justo al lado del enorme cubo de basura del

comedor. Estuve en su clase el año pasado y trataron de molestarme. Enseguida les paré los pies

haciéndoles ver que no me daban miedo.

Les vi dirigirse hacia un chico nuevo. Nuestra profe, la señora Wilmont, nos lo había presentado en

clase esa mañana. Me acordaba de su nombre, Max Millner. Era bajito y parecía como un año menor

que los demás. Yo había observado que se había pasado la mañana garabateando verduras en su libreta.

Me figuro que todo el mundo se fijó en que llevaba camisa y corbata.

Les estaba contando a mis amigos el último hecho insólito del que me había enterado (que en 1937

había nacido en Sydney, Australia, un oso con dos cabezas) cuando vi a Nat y Rado acercarse

atropelladamente a Max. Comenzaron sacudiéndole la corbata en la cara. Les oí decir algo: «¿Qué tal,

verduritas?», y también: «¿Te encanta dibujar zanahorias, cara de col?». Nat puso una sonrisa demencial

de hiena. Y Rado, su expresión típica de ratón viscoso.

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guarribabosos habían empujado a Max contra un lavabo. No le estaban pegando, pero Nat le sacudía la

corbata mientras le gritaba a la cara:

– ¡Qué corbata tan mona, niñito de mamá! Porque eres un ni

corbatas monas, amantes de las ver

– Eso, un niñito de mamá, amante de las verduras

Johnny y yo decidimos mantener la calma. Yo esperaba que los babosos lo dejaran. Soy tan alto como

Nat, y Johnny mide dos dedos más q

el renacuajo de su viscoso compinche.

– Vamos a meterle la cabeza de hortaliza en la taza del váter para que el ni

repollo limpio y reluciente – dijo Nat despectivamen

De pronto, antes de que yo pudiese abrir la boca o moverme, Max se puso a llorar. No hizo ruido

alguno, pero las lágrimas resbalaron por su cara.

– ¡Dejadle! – dije, y me interpuse con rapidez entre Nat y Rado. Johnny se colocó a

dispuesto a ayudarme si intentaban cualquier cosa.

– Aparta tu aliento de mí, Dave –

– Meteos con alguien de vuestro tama

Nat nos clavó una mirada de fuego. Parecía

derribarme. Johnny acudió en mi ayuda, pero Rado le zancadilleó y saltó sobre él como un mono loco.

Lo único que me preocupaba era que no le hicieran da

Me pareció que Max estaba tratando de ver si el profesor

de guardia notaba lo que pasaba. Por desgracia, el

profesor era el señor Fettman. Es un tipo delgado y con

bigote que se queda al fondo del comedor y apenas

levanta la vista del suelo. Como profesor de tercero

genial, pero la disciplina no es lo suyo. El a

algunos críos le tiraron lacasitos, tizas y hasta monedas

encima.

Max apartó varias veces la mano de Nat para que le

dejara quieta la corbata, luego se levantó y se dirigió al

servicio. Johnny me dio un codazo al tiempo que miraba

en dirección al nuevo.

– Enseguida volvemos – dije a Liz y Jennifer.

– ¿Qué ocurre? – preguntó Jennifer mientras lamía de tal

modo las pasas del yogur que parecían cobrar vida.

Johnny y yo nos fuimos derechos al servicio.

guarribabosos habían empujado a Max contra un lavabo. No le estaban pegando, pero Nat le sacudía la

corbata mientras le gritaba a la cara:

ito de mamá! Porque eres un niñito de mamá, ¿verdad?

verduras, son los cuchicuchis de sus mamás!

ito de mamá, amante de las verduras – repitió Rado.

Johnny y yo decidimos mantener la calma. Yo esperaba que los babosos lo dejaran. Soy tan alto como

Nat, y Johnny mide dos dedos más que yo. No pesamos tanto como Nat, pero no nos asustaba ni él, ni

el renacuajo de su viscoso compinche.

Vamos a meterle la cabeza de hortaliza en la taza del váter para que el niño de mamá quede como un

dijo Nat despectivamente, y fue a agarrar a Max.

De pronto, antes de que yo pudiese abrir la boca o moverme, Max se puso a llorar. No hizo ruido

alguno, pero las lágrimas resbalaron por su cara.

dije, y me interpuse con rapidez entre Nat y Rado. Johnny se colocó a

dispuesto a ayudarme si intentaban cualquier cosa.

me gruñó Nat–. Ni siquiera conoces al pollo este.

Meteos con alguien de vuestro tamaño, como yo – dijo Johnny a los babosos.

a de fuego. Parecía que fuera a explotar. Y explotó. Me agarró y trató de

derribarme. Johnny acudió en mi ayuda, pero Rado le zancadilleó y saltó sobre él como un mono loco.

Lo único que me preocupaba era que no le hicieran daño al nuevo. Yo sabía que John

que Max estaba tratando de ver si el profesor

de guardia notaba lo que pasaba. Por desgracia, el

or Fettman. Es un tipo delgado y con

bigote que se queda al fondo del comedor y apenas

levanta la vista del suelo. Como profesor de tercero es

genial, pero la disciplina no es lo suyo. El año pasado

, tizas y hasta monedas

Max apartó varias veces la mano de Nat para que le

dejara quieta la corbata, luego se levantó y se dirigió al

io un codazo al tiempo que miraba

dije a Liz y Jennifer.

preguntó Jennifer mientras lamía de tal

modo las pasas del yogur que parecían cobrar vida.

Johnny y yo nos fuimos derechos al servicio. Los

guarribabosos habían empujado a Max contra un lavabo. No le estaban pegando, pero Nat le sacudía la

verdad? ¡Los críos con

Johnny y yo decidimos mantener la calma. Yo esperaba que los babosos lo dejaran. Soy tan alto como

ue yo. No pesamos tanto como Nat, pero no nos asustaba ni él, ni

o de mamá quede como un

De pronto, antes de que yo pudiese abrir la boca o moverme, Max se puso a llorar. No hizo ruido

dije, y me interpuse con rapidez entre Nat y Rado. Johnny se colocó a espaldas de ellos,

. Ni siquiera conoces al pollo este.

que fuera a explotar. Y explotó. Me agarró y trató de

derribarme. Johnny acudió en mi ayuda, pero Rado le zancadilleó y saltó sobre él como un mono loco.

o al nuevo. Yo sabía que Johnny y yo nos

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podíamos cuidar solos. Arrastré a Nat hacia la izquierda, mientras Johnny hizo una finta para sujetar

bien a Rado.

– Será mejor que busque ayuda – gritó Max yendo hacia la puerta del servicio y abriéndola.

– ¡No! – le llamé, al tiempo que sujetaba a Nat por el cuello. Pero entonces se me escurrió y me

bloqueó por la espalda. Aquello era un lío de brazos y piernas desparramados por las baldosas. Nat se

las apañó para sujetarme el brazo contra la espalda y comenzó a reír como una hiena. Más tarde, Liz y

Jennifer me contaron que aquello tenía pinta de que íbamos perdiendo, pero estaban equivocadas. Lo

más importante que pasó es que recuerdo ver al pobre Max junto a la puerta abierta sin saber qué hacer,

y entonces Liz y Jennifer aparecieron al otro lado y miraron adentro.

Sabía que vendrían a ver qué nos pasaba. Hacía mucho que nos habíamos ido. Y me figuro que al creer

equivocadamente que Nat estaba pudiendo conmigo se pusieron furiosas, ya que entraron al asalto en el

servicio de los chicos.

– ¡Suéltalo! – gritó Liz a Nat.

Jennifer, en cambio, no dijo ni «mu», sino que se abalanzó contra Nat cucurucho en mano y se lo

aplastó en la cara. Durante unos segundos, Nat se quedó como una estatua y luego, lentamente, se puso

a dar vueltas. Con el cucurucho pegado a la cara parecía un Pinocho algo atontado.

Oí los extraños ruidos guturales que hacía Nat y logré soltarme. En un santiamén, todos los miembros

del club nos situamos en formación frente a los guarribabosos. Max estaba en la puerta dispuesto a ir a

buscar ayuda. Nat se estremeció al quitarse el pegote de la cara, y todavía se le escurrió por la nariz una

especie de moquito blanco con pasas.

– Largaos de aquí o llamamos al señor Fettman para que la arme – les amenazó Liz. Ésa es una de las

cosas que más me gustan de ella: se preocupa mucho y le da vueltas a las cosas, pero cuando hay que

actuar no se queda atrás.

– Debería hacerte papilla – bufó Nat, mirando con rabia a Jennifer.

– Inténtalo y los míos te cierran el pico en un visto y no visto.

Los guarribabosos comenzaron a pestañear y supe que habíamos ganado.

– Ese llorón no vale la pena – Nat frunció el ceño mientras hurgaba en su nariz hasta encontrar la

última pasa.

– Eso – chilló Rado–: la verdurita llorona de mamá...

– ¡Largo! –dije.

– Te la vas a cargar un día de éstos, bocazas – me soltó Nat–. Nos vamos a desquitar con todos

vosotros.

Retrocedieron chillando como babuinos, y acabaron por desaparecer. Liz y Jennifer salieron pitando

detrás de ellos; estaba claro que ninguno de nosotros quería molestar al señor Fettman explicándole el

motivo por el que había dos chicas en el servicio de los chicos.

Max seguía en la puerta. Se encontraba bien. No se fue corriendo. Parecía agradecido.

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– Gracias – dijo.

– ¿Estás bien? – le pregunté. Supongo que lo sentía por él. No era normal llevar camisa y corbata, pero

de todos modos parecía buen chico, aunque hubiera llorado.

– Sí – respondió, claramente apurado.

– Oye, no hemos visto nada – dije–. Quiero decir que a muchos chicos se les enrojecen los ojos por la

alergia. Incluso leí algo de un monje que era alérgico a los búfalos y se pasó ochenta y tres días

estornudando.

Johnny sacó sus COLMILLOS DE VAMPIRO CON LÁPIZ, se los colocó en la cara y puso ojos saltones.

Max rió.

– Vamos, salgamos de aquí – propuso Johnny.

Max asintió con la cabeza.

– Si vuelven a molestarte, nos lo dices – le dije.

Johnny y yo regresamos a nuestra mesa. En ese mismo momento debí haber comprendido que esa

acción era el comienzo de la primera aventura oficial de los socios del club de los coleccionistas de

noticias, pero ni siquiera me di cuenta de toda la ayuda que Max iba a necesitar realmente.

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2 El tremendo secreto de Max

El timbre anunció que debíamos regresar a clase. Liz, Johnny, Jennifer y yo subimos juntos las

escaleras.

– Lo del cucurucho ha estado bien – le dije a Jennifer.

– Sí – confirmó Johnny.

– ¿Por qué tendrán que ser tan repelentes esos babosos? – se quejó Jennifer–. ¿Os acordáis cuando el

año pasado pringaron el coche del subdirector con mantequilla de cacahuete?

– Son psicópatas – dijo Liz–. El chico nuevo debe de estar muerto de miedo.

– Max parece un buen chaval – comenté–. Pero los babosos no van a olvidar que ha llorado – dijo

Johnny.

– Eso de llorar les parece una debilidad, y no pararán hasta hacerle daño de verdad – opinó Liz.

– Deja de comportarte como una doña angustias – le dije.

La clase de la señora Wilmont es la 204. Nos sentíamos muy contentos de estar todos juntos en la

misma aula, y era fenomenal tener a la señora Wilmont. Es una gran mujer; todo el colegio sabe que sus

clases son interesantísimas. Ella ni se mata a gritarnos ni nos trata como a tarugos.

El año pasado, nuestra tutora de cuarto había sido la señora Di Giuseppi, una perdedora de primera.

Nosotros cuatro ya estábamos juntos entonces, eso fue lo único bueno.

La señora Wilmont tocó palmas.

– ¡A ver, prestad atención!

Su clase es la más interesante del colegio porque no parece una prisión. Tiene un montón de plantas

sobre su mesa y el mejor acuario, con caracoles, un siluro y siete pececillos blancos que no paran de

subir a la superficie a darse besitos. Una monada.

Todos nos callamos, menos Nat y Rado, que soltaron un par de eructos. Pero, cuando vieron la mirada

de la señora Wilmont clavada en ellos, se callaron también.

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– Sólo dos cosas – dijo la señora Wilmont, sentándose al borde de su mesa–. La primera es que, como

algunos sabréis, estoy a cargo del laboratorio. Necesito repartir el material científico, y me gustaría que

nos cuantos voluntarios me ayudasen a reunir y entregar las cosas por las mañanas.

– ¿Y qué ganaremos haciendo eso? – berreó Nat, y luego soltó un sonoro eructo.

– Tres bonos para el comedor por trimestre – dijo la profesora–. Y la próxima vez, levanta la mano.

– ¡Sí, señora! –respondió Nat. Lo que usted mande.

– Faltaría más – dijo Rado, ahogando una risita.

– Otra cosa – añadió la señora Wilmont, acercándose tanto a las mesas de Nat y Rado que ambos

pusieron cara de creer que iba a abofetearlos–: pedid permiso para ir al servicio si tantos gases tenéis.

La clase entera rió. Nat y Rado se pusieron colorados. Ya todos sabían que los babosos no se saldrían

con la suya ese año. El año pasado se pasaban todo el tiempo poniendo globos de agua y chinchetas en

la silla de la señora Di Giuseppi. Fue un milagro que no pillara una neumonía o el tétanos.

– Si a alguien le interesa estar en el grupo del laboratorio, tiene que venir al colegio media hora antes –

continuó la señora Wilmont.

Pensé que podríamos aprovechar ese tiempo para nuestro club, así que levanté la mano y miré a Liz.

Entonces ella, Johnny y Jennifer la levantaron también. Lo que me encanta de mis colegas es que sepan

casi siempre lo que están pensando los demás sin que haga falta decir nada.

– Estupendo – dijo la señora Wilmont. Nadie más parecía interesado (ni siquiera los superbordes), pero

yo estaba contento–. Empezaremos pasado mañana, ¿de acuerdo?

Nosotros asentimos.

– ¿Qué es la otra cosa? – voceó alguien, y sólo entonces se acordó de levantar la mano–. ¡Glups!

– Debéis elegir a un delegado – dijo la señora Wilmont–. Nuestro director, el señor Gordon, piensa que

cuanto antes funcione la democracia, mejor. Y eso significa que un delegado tiene que representar a las

tres clases de quinto del colegio de New Springville este año.

– ¿Y cómo vamos a hacer eso? – preguntó Louie Outeck, uno de los deportistas.

La señora Wilmont peinó con sus dedos su cabello corto y esponjoso y, mientras paseaba por la clase,

respondió:

– El viernes que viene cada clase debe presentar dos candidatos en una asamblea especial. Allí, cada

uno de ellos pronunciará un breve discurso, y luego votaréis todos.

De pronto, Liz me pasó una nota, interrumpiendo mis pensamientos:

Dave, ¡los guarribabosos le están diciendo al chico nuevo que después de clase van

a ir a por él! Deberíamos hacer algo, pero ¿qué?

Liz

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Me volví para comprobarlo. Liz tenía razón. Nat y Rado estaban amenazando con el puño a Max, y la

señora Wilmont no los veía. Era fácil leerle los labios al bocazas de Nat. En ese mismo momento

estaba diciendo: «Te vamos a hacer papilla, lechuguita llorona».

Para cuando sonó el timbre, yo sabía que o ayudábamos al chico nuevo o lo iban a machacar. Liz,

Johnny y Jennifer estaban de acuerdo. Aunque éramos los miembros del club de los coleccionistas de

noticias y nos encantaban las bromas, ayudar a Max no iba a perjudicarnos. Metimos los libros en la

mochila y le gritamos que nos esperase.

Fuera, en las vallas, estaban los guarribabosos.

– ¡Ahí llega el champiñoncito llorón de mamá! – bramó Nat.

– Eso – dijo Rado.

La verdad es que el día que ese ratón diga algo original, me pongo a croar.

Liz y yo íbamos a la izquierda de Max, y Jennifer y Johnny, a su derecha. Juntos, éramos cinco.

– Eh, Max, ¿sabías que los pájaros no tienen rodillas? – le pregunté.

– No – susurró Max.

Parecía nervioso cuando pasamos junto a los guarribabosos, que se pusieron a lloriquear como bebés.

Nosotros, ni caso.

– ¿Cómo es que te gusta dibujar verduras? – le preguntó Johnny.

– También dibujo otras cosas – respondió Max . Pero, últimamente, dibujo verduras porque me ha

dado por ahí.

– ¿Dibujas animales? – preguntó Liz–. A mí me encantan.

– Claro, se me dan muy bien los perros – dijo Max–. Pero dibujo mejor las peras y las manzanas.

– ¿Has dejado alguna vez que la jirafa del zoo de Richmond coma cacahuetes en tu cabeza? – quise

saber.

– Nunca – me contestó Max.

Durante unos minutos Nat y Rado nos siguieron, imitándonos y gritando cosas como: «¡La patatita

llorona de mamá!».

Me alegró que Max no llorase esa vez, pero me di cuenta de que parecía algo mareado. Jennifer, que no

teme a nadie desde que sus hermanos mayores comenzaron a enseñarle kárate este verano, cogió una

castaña, se volvió y se la enseñó a los guarribabosos.

– ¡Eh, Nat, Rado! ¡Mirad esto, a alguien se le ha caído la cabeza!

– ¡Cáete muerta! – gritó Nat.

Los guarribabosos, finalmente, se aburrieron o se asustaron; el caso es que se metieron en la tienda de

golosinas de Ronkewitz. Se quedaron jugando al fondo, dándole a las máquinas.

– ¡Pum, pum! – dijo Liz a Max mientras caminábamos. Si comienza con sus adivinanzas, quiere decir

que le gusta la persona que tiene delante. Creo que para entonces todos empezabamos a notar que Max

era más de los nuestros que de los zombis, los estirados o los superbordes.

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Al comprender que lo del «pum, pum» iba por él, Max sonrió.

– ¿Quién es? – dijo.

– Silla – dijo Liz.

– Silla ¿qué?

– ¡Si llave tuvieras, abrirías la puerta!

Todos reímos. Decidí hablarle a Max de nuestro flamante club. Pareció interesarle.

– Yo era de otro club en mi escuela de antes – dijo –. Fue divertido.

Iba a preguntarle a Max que en qué consistía, pero decidí esperar a que nos lo contase él. En vez de eso,

le dije:

– ¿Sabías que la dentadura postiza de George Washington estaba hecha de madera?

– No – admitió–. Pero una vez leí que tiró a la otra orilla del río Potomac un dólar de plata haciéndolo

rebotar sobre las aguas.

Me dejó impresionado que supiera eso. Conforme caminábamos, íbamos intercambiando bromas entre

risas. Johnny volvió a sacar sus COLMILLOS DE VAMPIRO CON LÁPIZ, se los puso delante de la boca y

empezó a saludar a los conductores de los coches que pasaban.

– ¡Eh, amigo! ¡Eh, amigo! – gritaba con voz de niño tonto. Ésa es una de las cosas que más nos gustan

de Johnny: es un chico normal, muy inteligente, pero cuando le da por ahí, ¡hace el tonto de lo más

bien! Aunque a veces Liz piensa que se pasa un poco.

– Anda, déjalo ya – le dijo Liz.

– ¿Sabes cuál es el concurso televisivo favorito del verdugo? – le preguntó Jennifer a Max.

– Ni idea.

– ¡La Rueda de la TORTURA!

Aunque era una tontería, nos reímos todos. De pronto, Max se detuvo frente a una casa de la calle

Principal. Parecía estar deshabitada. Las demás casas de New Springville tienen setos y contraventanas,

y hasta pozos y esculturas en el jardín, pero este lugar estaba desangelado.

– ¿Ésta es tu casa? – pregunté.

– Sí – contestó Max, jugueteando inquieto con su corbata.

– Supongo que debemos irnos – dijo Liz, tocándose un mechón de pelo.

Jennifer sacó de su mochila una manzana y comenzó a mordisquearla, pero no se movió de allí.

– ¿Podemos entrar a beber agua? – pregunté. A Liz se le abrieron los ojos como platos.

– No podemos – dijo, dándome un codazo.

– Claro que podemos – la corregí yo.

– Vale, está bien – respondió Max–. A esta hora no hay nadie en casa.

Subimos tras él al porche. Se sacó una llave del bolsillo, abrió la puerta de la calle y entramos todos.

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Por dentro, la casa estaba tan desolada como por fuera. No había visto nada así, excepto en una película

que vi una vez donde unos niños se quedaban encerrados en una mansión deshabitada y unos insectos–

robots intentaban comérselos.

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3 El aliento del vampiro

– ¿Cuánto llevas viviendo aquí? – preguntó Jennifer.

– Tres meses – dijo Max.

– ¿Y cuándo van a traer los muebles? – quise saber.

– Están aquí – dijo Max, señalando las esquinas del salón.

Liz comenzó a hablar, sin dejar de mordisquearse el pelo al mismo tiempo:

– Oh, qué bien. Tienes muchos armarios empotrados – me miró, y sacudió la cabeza, y luego hizo

rechinar los dientes en su intento por pedirme que no hiciese más preguntas.

– A mi padre le gusta todo muy ordenado. Está en la Marina. Trabaja en el Centro de Reclutas de la

Marina.

– ¡Oh! – exclamé. Eso explicaba que todo pareciese estar guardado como en un barco de guerra.

– ¿Qué queréis beber? ¿Leche, agua o zumo? – preguntó Max.

– Zumo – respondió rápidamente Jennifer en nombre de todos. Lo hace con frecuencia–. ¿Qué os

parece de naranja? Es natural.

Max se fue a la cocina y nosotros nos quedamos mirando por allí. No había ni butacas ni sofás, tan sólo

un par de cubos de acero inoxidable. Todas las sillas de la habitación estaban plegadas contra las

paredes. Y no había ni una cortina, ni un cuadro. Ni siquiera un periódico o revista sobre alguna mesa.

Me dispuse a abrir uno de los armarios.

– ¡No seas fisgón! – me gritó Liz. Y no lo abrí.

Jennifer abrió los ojos todavía más:

– Este lugar me pone de los nervios. Más que la casa de alguien, parece un hotel del espacio.

– Nunca había visto una casa así – dijo Johnny–. Nunca.

– ¡Shhh! – era obvio que Liz temía que Max nos oyese.

A los pocos minutos, regresó con el zumo. Todos cogimos un vaso.

– Venid a mi habitación – propuso Max.

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Le seguimos a través de un vestíbulo hasta llegar a un cuarto en la parte de atrás de la casa. Entramos.

Max tenía un escritorio de un limpio impecable, una silla y una cama. Ni un trasto interesante. Nada.

– Sentaos si queréis – dijo Max.

Liz encontró una silla junto al escritorio. Jennifer se sentó en el suelo. Johnny y yo permanecimos de

pie.

– Creo que voy a traerme algo para be

podemos comer galletas aquí dentro, lo siento

Me quedé mirando a las paredes vacías.

– Es como una habitación de hospital

Yo hice crujir mis nudillos.

– ¿Dónde están sus cosas? ¿No tiene nada?

– ¿Cómo puede vivir alguien así? –

casa grande atestada de cosas. Juguetes. Trabajos de arcilla hechos en el cole. Cart

Ropa por todos sitios. Tres tortugas vivas en un tanque. Claro que apestan, pero para eso están (y es

sólo en la habitación de sus hermanos). El resto de la casa huele superbién porque su madre anda

siempre guisando en el horno patas de

– ¿Y los libros de Max? ¿Y la tele?

– Será mejor que nos vayamos antes de que lleguen sus padres

Me disponía a salir, pero antes de que Liz pudiese impedírmelo, abrí la puerta de un armario

empotrado.

Le seguimos a través de un vestíbulo hasta llegar a un cuarto en la parte de atrás de la casa. Entramos.

de un limpio impecable, una silla y una cama. Ni un trasto interesante. Nada.

Liz encontró una silla junto al escritorio. Jennifer se sentó en el suelo. Johnny y yo permanecimos de

Creo que voy a traerme algo para beber también. No podía cargar con nada más

podemos comer galletas aquí dentro, lo siento – añadió, saliendo de la habitación.

Me quedé mirando a las paredes vacías.

Es como una habitación de hospital – dijo Jennifer con lástima.

No tiene nada? – me quejé.

– se extrañó Johnny. Él tiene dos hermanos peque

casa grande atestada de cosas. Juguetes. Trabajos de arcilla hechos en el cole. Cart

Ropa por todos sitios. Tres tortugas vivas en un tanque. Claro que apestan, pero para eso están (y es

sólo en la habitación de sus hermanos). El resto de la casa huele superbién porque su madre anda

siempre guisando en el horno patas de cordero y cosas así.

Y la tele? – pregunté.

Será mejor que nos vayamos antes de que lleguen sus padres – insistió Liz.

Me disponía a salir, pero antes de que Liz pudiese impedírmelo, abrí la puerta de un armario

¡Menudo hallazgo! Allí estaban todas las cosas propias de un

chico normal. Estanterías con tebeos. Cintas de música.

Lápices, libros y una grapadora. Todo hecho un lío, como

debe ser.

– Tiene cromos de béisbol – dijo Johnny, cogiéndolos y

hojeándolos.

– Tiene colecciones de fútbol y de minerales

– Dejad de fisgonear – nos regañó Liz–

vuestro!

Jennifer abrió otro armario:

– ¡Mirad, tiene trofeos!

La contemplación de todos aquellos trofeos relucientes pudo

hasta con Liz, que dejó de mordisquearse el pelo y comenzó a

examinarlos:

– También ha ganado medallas.

Le seguimos a través de un vestíbulo hasta llegar a un cuarto en la parte de atrás de la casa. Entramos.

de un limpio impecable, una silla y una cama. Ni un trasto interesante. Nada.

Liz encontró una silla junto al escritorio. Jennifer se sentó en el suelo. Johnny y yo permanecimos de

ber también. No podía cargar con nada más – dijo Max–. No

adió, saliendo de la habitación.

ó Johnny. Él tiene dos hermanos pequeños y vive en una

casa grande atestada de cosas. Juguetes. Trabajos de arcilla hechos en el cole. Cartuchos de Nintendo.

Ropa por todos sitios. Tres tortugas vivas en un tanque. Claro que apestan, pero para eso están (y es

sólo en la habitación de sus hermanos). El resto de la casa huele superbién porque su madre anda

Me disponía a salir, pero antes de que Liz pudiese impedírmelo, abrí la puerta de un armario

do hallazgo! Allí estaban todas las cosas propias de un

chico normal. Estanterías con tebeos. Cintas de música.

Lápices, libros y una grapadora. Todo hecho un lío, como

dijo Johnny, cogiéndolos y

olecciones de fútbol y de minerales – dije.

–. ¡Eso es de Max y no

La contemplación de todos aquellos trofeos relucientes pudo

ordisquearse el pelo y comenzó a

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– ¿De qué? – pregunté.

Liz comenzó a leer las inscripciones:

– «Concurso de Ortografía de Tercer Curso».

– Ésta también es de ortografía –exclamó Jennifer, alzando la medalla más grande–. «Para Max Millner,

primer puesto, Premio de Ortografía de Cuarto Curso, Condado de Richmond».

Había una pila de fotos, y un par de ellas estaban enmarcadas. En una aparecía Max con una mujer

guapa y delgada, de aspecto bondadoso, que le rodeaba con el brazo. Otra foto, ésta de un periódico,

llevaba un pie: «Max Millner recibe el premio ante la mirada orgullosa de su madre». Era la misma

mujer, y aparecía junto a Max y su trofeo. Se la veía tan orgullosa, que parecía que iba a explotar. A Max

también se le veía contento.

– Eh, mirad – dijo Liz, abriendo otra puerta del armario. Todos nos quedamos boquiabiertos al ver

docenas de dibujos de verduras con caras, pegados en la parte interior de la puerta. Habíamos visto a

Max garabateando verduras, pero esas viñetas eran buenas de verdad. A cada una le había puesto un

título divertido, como «Patata de circo» y «Champiñones del espacio sideral». Pero no todas las verduras

estaban alegres. A las llamadas «Nabo perdido» y «Zanahorias voladoras» se las veía tristes del todo.

Cuando Max regresó con un vaso de leche, aún estábamos mirando sus cosas.

– Yo... he abierto sin querer estas puertas – balbuceé, y con esa trola traté de no parecerle un fisgón.

– No te importa, ¿verdad? – se excusó Liz de mi parte.

Max nos miró:

– No, está bien – dijo–. De hecho, me gusta teneros aquí. Me alegro de que hayáis venido.

– ¿Has ganado muchos trofeos en ortografía? – preguntó Johnny.

– Sí – admitió Max–. Debe de ser que tengo buena memoria. Pero, sobre todo, me figuro que es

porque me gusta – lo dijo en un tono como si ganar fuese malo en vez de bueno.

– Tu madre debe de sentirse muy orgullosa de ti – comentó Liz.

– Sí – dijo Max, quitándose al fin la corbata.

– ¿Trabaja? ¿Qué es lo que hace? – preguntó Jennifer.

– Era contable – dijo Max–, pero enfermó de cáncer y no pudo seguir trabajando – su voz descendió

hasta un susurro–. Murió en junio. Fue entonces cuando nos trasladamos aquí.

Se hizo el silencio. Entonces comprendí por qué los guarribabosos habían logrado hacerle llorar.

Johnny tosió. Liz empezó a morderse los nudillos. Jennifer sacó otra manzana y la mordisqueó. Yo no

sabía qué decir. Todo lo que me venía a la cabeza fue una cosa que mi madre siempre dice cuando a

nadie se le ocurre nada: «Estará pasando un ángel». Creo que lo dice porque también su madre se lo

decía a ella. En todo caso, mientras el ángel estuvo pasando por la habitación de Max, creo que todos

nos sentimos más unidos a él.

– Lo sentimos mucho – Liz fue la primera que consiguió decir algo.

– Está bien – dijo Max, pero todos sabíamos que no lo estaba.

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De pronto, oímos abrirse la puerta de la calle.

– Mi padre ha llegado antes de tiempo – nos informó Max. Y salió corriendo de la habitación hacia el

vestíbulo. Los demás cerramos los armarios, cogimos los vasos de zumo y le seguimos.

El padre de Max era un hombre alto y flaco, vestido con uniforme de la Marina. El uniforme me

gustaba, pero él me recordó al hermano de Drácula, porque tenía la piel lo que se dice blanca y unos

ojos rojos que daban miedo. Cruzó el vestíbulo y se nos aproximó a grandes pasos, como si tuviera

prisa por hincarnos los colmillos.

– Hola, señor Millner – le dije.

Max nos presentó:

– Éstos son Dave, Johnny, Liz y Jennifer. Vamos todos a la misma clase.

El señor Millner nos miraba desde arriba.

– Hola – dijo fríamente–. Recogeré vuestros vasos.

Y en un santiamén se los entregamos.

– ¿No es hora de que estos chicos se marchen? – era una pregunta, pero sonó como una orden.

– Ya nos íbamos, de todas formas – dijo Liz. Y nos fuimos zumbando hacia la entrada.

Max nos abrió la puerta.

– Lo siento – dijo en voz baja–. Mi padre no es malo en realidad.

Yo sabía que todos nos sentíamos raros. Max acababa de contarnos que su madre había muerto y

ninguno de nosotros le había dicho nada que sonara convincente, y más con el vampiro de su padre allí

delante.

– Te veremos mañana en el cole – le dije, tratando de que sonara normal.

– De acuerdo – dijo Max.

Ya fuera, corrimos calle abajo hasta llegar al jardín. Nos arrojamos al suelo y nos pusimos a rodar por la

hierba sin parar de chillar.

– ¡Pobre Max! – dijo Liz por fin.

– Sí, ¡pobre Max! – repitió Johnny.

– Sí – asentí–, pero ¿cómo podemos ayudarle?

Dejé de rodar y me quedé mirando al cielo.

¿Cómo?

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4 ¡Aaaaaaaaaaaaaacción!

Aquel espacio de hierba en el que estábamos formaba parte del jardín del Monumento a los Caídos de

New Springville. Es un triángulo situado a las afueras de la ciudad, así que cualquiera que entre en

coche puede ver la enorme placa de mármol con todos los nombres de los hombres y mujeres que

perdieron la vida en acto de servicio durante todas las guerras de los Estados Unidos. Supongo que ese

sitio se prestaba tan bien como cualquier otro para juntarnos a celebrar nuestra primera reunión de

urgencia.

– ¿Quién tiene alguna sugerencia para ayudar a Max? – pregunté.

– Creo que deberíamos ser simpáticos con él – propuso Liz–. Es todo lo que se me ocurre.

– Pues yo creo que tendríamos que hacer algo más – dije.

– ¿Tenéis alguna idea? – preguntó Johnny.

– Yo, no – admitió Jennifer.

Mientras estábamos allí sentados, pensando, observé que el sol de la tarde proyectaba nuestras sombras

desde atrás y parecía fundirlas entre sí, y entonces se me ocurrió una idea:

– Podríamos proponerle que se uniera a nuestro club – solté.

– Sí, creo que deberíamos hacerlo – nos animó Liz.

– Excelente idea, Dave – convino Jennifer.

– Sí – dijo Johnny–. Nos vendría bien alguien que domina de verdad la ortografía, y encima dibuja

verduras.

– Eh, que ha dicho que sabía dibujar más cosas – dijo Liz, defendiendo a Max–. Además, un montón

de artistas franceses famosos empezaron dibujando verduras también.

– Las verduras son estupendas – añadió Jennifer.

– ¿Sabíais que una monja canadiense cultivó una calabaza de ciento sesenta kilos? – recordé.

Sin darnos cuenta, nos habíamos puesto a hablar de comida. Que si pavo relleno, que si patatas fritas,

que si helado de vainilla con leche merengada. Naturalmente, Jennifer habló sobre todo de ensaladas

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raras. Al final decidimos que era hora de acabar la reunión e ir a casa a cenar. El último punto del orden

del día fue escogerme a mí para llamar a Max y decirle que todos queríamos que se uniera al club.

Cuando llegué a casa, lo primero que hice fue comprobar si mi madre se encontraba en casa. Estaba en

la cocina, cortando lechuga y aliñándola con un bote de salsa de mostaza.

– Hola, Dave – me saludó. Me fijé en si tenía un aspecto sano. Sí, lo tenía.

– Hola – dije, y me dispuse a subir a mi habitación. Ella me siguió hasta el vestíbulo:

– ¿Qué me mirabas? – me gritó desde fuera.

– No, nada – le dije.

Más tarde, me sentí contento como nunca de poder sentarme a cenar con mi familia. Como había leído

que le pasan tantas cosas raras a la gente, y no sólo a la madre de Max, me sorprendía mucho que todos

hubiéramos sobrevivido para estar a la mesa esa noche. Ni siquiera me importó mi hermana de ocho

años y sus risas. Cuando Gillian tenía cinco años, una de nuestras canguros la llamaba Risitas, y con

razón. A Risitas todo le hace gracia. Si yo le decía que un camión había atropellado a un mapache en su

habitación, ella se reía. Dicen mis padres que debe de estar pasando por una etapa de cables cruzados, o

algo así. Yo no estaba de humor para su risa tonta, pero no me metí con ella porque me alegraba de que

estuviese viva. Y, además, no estaba berreando, que es lo que hace cuando no se ríe como una tonta.

Mientras me llevaba a la boca el tenedor cargado de guisantes, me imaginé a Max sentado a la mesa

frente al vampiro de su padre, cenando.

Es probable que su padre le pusiese sesos de vaca o algo tan horrible como el rancho que debían de

comer en la Marina. Cualquiera sabe. Lo que yo sí sabía era que debía sentirse triste y solo.

– Eh, Risitas – dije–, ¿quieres oír la última adivinanza pum, pum de Liz? – pero ella estaba muy ocupada

ensuciándose la cara con carne y pan, así que no insistí, y en vez de eso le pasé unos bocados a Darwin,

nuestro gran danés.

– No comas con los dedos – le dijo mamá a Risitas.

Mi madre trabaja en el Departamento de Anuncios por Palabras de La Tribuna de New Springville, pero

siempre se las arregla para llegar a casa y encontrar tiempo para hacer la cena. Casi todas las noches

cenamos en familia.

– A lo mejor quieres echar un vistazo al periódico de hoy – me dijo, y me hizo un guiño.

– ¿Para qué? – pregunté.

– Hay un artículo sobre el renacimiento del vudú.

– ¡Qué bien! Seguro que tiene algo interesante para nuestro club – dije, radiante.

Mi padre trabaja en una empresa de productos químicos. No se parece en nada al papá de Max. No es

un gran deportista, pero tampoco lo soy yo. A veces me lleva al béisbol o al baloncesto, pero lo que nos

encanta a los dos es pescar. Mis padres siempre procuran que a Risitas y a mí no nos falte de nada.

Nuestra casa no es muy grande, pero Risitas y yo tenemos habitaciones separadas. Podemos tener

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nuestras cosas tiradas por ahí todo lo que nos dé la gana, menos los sábados; entonces, o lo tenemos

todo ordenado o nos quedamos sin paga.

Estuve a punto de explicarle a mamá que Max nos había contado que su madre había muerto, pero

decidí no hacerlo durante la cena. No pegaba con aquella carne tan rica. Luego, tras la cena, pensé que

había llegado el momento de darle a Max la gran noticia. En información me dieron su número. Me

alegró que contestase él y no su padre.

– Hola, Max, soy Dave – dije.

– Hola – dijo Max.

– Esto... – fui al grano–: Mira, ya te hemos hablado de nuestro club, y ahora todos queremos saber si

quieres unirte a nosotros. ¿Qué dices?

Al principio Max no dijo nada, pero supe que seguía al otro lado porque le oía respirar.

– Podrías tener un cargo, de hecho todos lo tenemos. Algo así como el vicepresidente segundo. ¿Qué te

parece?

– Me encantaría ser de los vuestros – dijo Max. Parecía muy contento.

– Estupendo – dije–. Puedes sentarte mañana a comer con nosotros, ¿vale? ¿Y por qué no preguntas si

puedes estar en el grupo del laboratorio? Ya eres uno de nosotros.

– Gracias.

– Vale, colega – dije.

– Gracias por llamar, Dave – dijo, y por el tono se veía que lo decía de veras.

Llamé a Liz para contarle que Max era del club. Se alegró, pero mientras hablábamos yo la oía comer

palomitas con nerviosismo. Siempre anda preocupada, o porque alguien tiene un problema, o por salvar

el planeta, o por lo que sea. Dice que el mundo está tan desquiciado que hasta su estómago le chilla, así

que tiene que comer palomitas para que se calle. Creo que sé el motivo por el que se preocupa por

tantas cosas. Liz tiene un hermanastro mayor en la Universidad de Boston, pero sus antiguos libros de

psicología están aún en su casa, y ella se pasa el día leyéndolos. Una vez leyó la historia de una

adolescente de Bayonne, en Nueva Jersey, que se creía un mono. A Liz eso la tuvo preocupada durante

meses, y Johnny y yo no paramos de contar chistes de plátanos.

– ¡Termina de cenar! – oí que chillaba la madre de Liz al fondo–. ¡Y deja de comer palomitas!

Después, llamé a Johnny y le puse al corriente. No pudo hablar mucho porque su familia estaba ya a la

mesa. Sus padres son muy estrictos con eso de que el teléfono interrumpa una comida familiar. Su

madre es la asesora de orientación de un instituto, y su padre da clases de Estudios Afroamericanos en

la universidad. Me encanta ir a comer a su casa. Todas las comidas parecen la de la Fiesta Nacional,

porque hay que ver todo lo que les pone su madre.

Intenté hablar con Jennifer. Acudió al teléfono, pero dijo que estaba ocupada ayudando a sus padres en

la tienda, que está justo debajo de donde viven.

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A la mañana siguiente, en clase, cuando sonó el timbre de entrada, ya estábamos todos en nuestros

asientos. Todos, menos Nat y Rado, que un instante después trataban de colarse inadvertidamente

como las hormigas. La señora Wilmont los pilló:

– Nat y Rado, en adelante haced el favor de ser puntuales.

– Sí, señora Wilmont – murmuraron ellos.

– Mira los pendientes en forma de pandas de la señora Wilmont – le susurró Liz a Jennifer. Vi que uno

era negro y blanco, y el otro, blanco y negro.

– Me gustaría tener unos iguales – susurró Jennifer.

Max se cambió de lugar y se sentó junto a Johnny. El año anterior la señora Di Giuseppi nos había

colocado por orden alfabético, y a nadie le gustaba. La señora Wilmont es mucho mejor.

Los estirados, los zombis, los cerebrales, los deportistas y los superbordes también estaban juntos.

Sentado junto a tus colegas, no te sientes aislado ni descolgado. Es imposible: sabes que formas parte

de un equipo.

La señora Wilmont dio palmadas pidiendo atención:

– Chicos, hace una mañana de septiembre preciosa, pero tenemos un montón de trabajo. Esta tarde

elegiremos a dos aspirantes a delegado de quinto. Comencemos preguntándonos qué tipo de cualidades

debe tener un buen delegado. Liz alzó la mano.

– ¿Sí? – le invitó a hablar la señora Wilmont.

– Un buen líder debe ser honrado – propuso Liz.

– ¡Eso, nada de sinvergüenzas! – berreó Nat.

La señora Wilmont le traspasó con la mirada.

– Levanta la mano, Nat – le recordó.

– ¡Necesitamos un delegado que tenga agallas! – dije exactamente en el mismo momento en que levanté

la mano.

– Tienes razón, Dave – sonrió la señora Wilmont–. El valor es muy importante. La clase ha de elegir a

alguien que no tenga miedo de hablar en defensa de los derechos del quinto curso en las reuniones del

Consejo Escolar.

– ¡Eso, nada de llorones! – Nat rió como una hiena y Rado sofocó una risita.

– Os diré lo que no necesitamos – intervino Jennifer, mirando fijamente a Nat–. No necesitamos un

dictador matón.

– ¿Estás hablando de mí? – refunfuñó Nat.

– Si el zapato te viene, cálzatelo – dijo Jennifer–. ¡Tú y ese chalado!

La señora Di Giuseppi perdía los nervios si sus alumnos reñían, pero en la mirada de la señora Wilmont

pude leer que disfrutaba con aquella movida.

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– La advertencia de Jennifer es importante – dijo la señora Wilmont–. Vuestras elecciones no son

cualquier cosa, seguirán exactamente el mismo proceso que las de los líderes de países enteros. ¿Qué

otras cualidades debe tener un buen líder?

Los chicos comenzaron a levantar la mano como locos y a gritar todo tipo de cosas:

– No deben haber estado en la cárcel.

– Deben tener fe.

– Tienen que ser ricos para contratar publicidad en la tele.

– Deben tener pinta de estrella de cine.

– Hace falta que sepan hablar bien en la radio y que sus maridos o mujeres no sean maleantes.

– Sólo deben salir con su mujer.

Las sugerencias eran cada vez más disparatadas y, al final, la clase entera era un verdadero barullo. La

señora Wilmont golpeó la mesa con el puño.

– ¡Comportaos! – ordenó. Todos nos callamos.

– Y la formalidad, ¿qué? – nos soltó ella. Johnny levantó la mano.

– Es muy importante – dijo–. Nuestro delegado debe ser puntual y estar en todas las reuniones.

– Bien – convino la señora Wilmont–. Lo habéis hecho todos muy bien, así que resumamos. También

cuando esta tarde votéis a los dos candidatos de nuestra clase, procuraréis que sean chicos honrados,

valientes y formales – y escribió esas palabras en la pizarra.

Liz levantó la mano.

– ¿Sí, Liz? – preguntó la profesora.

– Esas cualidades me suena que son las que tendríamos que utilizar para elegir a nuestros amigos – dijo

Liz. La señora Wilmont tiró del panda de la oreja derecha:

– Qué estupenda manera de pensarlo. Y ahora, abramos el libro de Matemáticas por la página diecisiete.

Y la profesora se pasó el resto de la mañana explicando fracciones. A Johnny le gustan las mates y suele

ser el que encuentra las mejores curiosidades matemáticas, así que yo sabía que sería cuestión de

minutos hasta que levantara la mano.

– ¿Sí, Johnny? – le dijo la señora Wilmont.

– ¿Sabe qué tienen en común los números 68189 y 11811? – preguntó.

– Así, de pronto, no – la señora Wilmont sonrió–; ¿quieres decírnoslo?

Johnny corrió a la pizarra y escribió los números, uno debajo del otro.

– ¡Los dos suman 80.000, boca arriba y también boca abajo! – y se rió. La tutora también se rió.

– Es muy interesante, Johnny – dijo–, pero ¿tiene algo que ver con el tema de las fracciones?

– Pues claro – contestó Johnny–, porque eso es sólo una fracción de lo brillante que soy.

Todos nos reímos a gusto con esa salida.

A la hora de comer, en el comedor había tanto jaleo como siempre. Cientos de chicos correteaban de

un lado a otro, hablando como ametralladoras. Los cinco nos sentamos en nuestra insuperable mesa

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junto a la ventana. A Max, que demostraba su alegría por ser uno de nosotros, le colgaba de la barbilla

una tira de la mozzarella de su pizza.

Junto al cubo de basura vi a los guarribabosos atiborrándose de patatas fritas. Estuvieron todo el rato

fijándose en nosotros, y no muy contentos. Parecía fastidiarles mucho que Max no estuviese solo para

poder atormentarlo.

– ¿Por qué la han tomado conmigo Nat y Rado? – preguntó Max.

– Los guarribabosos odian a todo el mundo – dije.

– Oí decir a la señora Di Giuseppi que eran víctimas de la sociedad – dijo Liz.

– ¡Vamos, anda! – gruñó Jennifer–. Más bien la sociedad es víctima de ellos.

– Ni siquiera sus propios padres los aguantan – expliqué–. Además, he oído que la madre de Nat está

tan desquiciada que se sube a los árboles y tira zapatos viejos a quienes pasan por debajo – por

supuesto, no tenía intención de decirle a Max que su padre también estaba un poco majareta.

– ¡Dave! ¡La madre de Nat no se sube a los árboles! – se asombró Liz–. Eso no es cierto.

– Sí lo es – Johnny me dio la razón.

– Una vez vi al padre de Rado queriendo darle escobazos a una ardilla – admitió Jennifer.

– Y a Nat su padre le hacía botar como a una pelota de baloncesto. Una vez casi estuvo a punto de

ahogarse – dijo Johnny–. Lo vi cuando fue a recogerlo a la parada del autobús, en primero.

– Sus padres son una pasada – tuve que admitir.

– Me figuro que eso acaba marcando – comentó Max.

Entre bocado y bocado, abrí la sesión de nuestro club.

– Nuestro primer punto del orden del día se refiere a hechos insólitos anuncié–. ¿Cuántos de vosotros

sabíais que en 1953 una rana en Nueva Zelanda recobró la vida después de once años de haber estado

enterrada en cemento?

– Pues no me había enterado – dijo Jennifer mientras mojaba un tallo de apio en un mejunje rosa que

llevaba en un envase de plástico.

– Además – continué–, anoche leí en un periódico que una bruja de Jamaica convirtió al bebé de otra

mujer en árbol.

– Eso sí que es extraño – dijo Johnny–. No me entra en la cabeza cómo puedes acordarte de todas esas

cosas, Dave.

– ¿Y sabíais que algunos insectos pueden volar después de haberles arrancado la cabeza? – ahora todos

me prestaron atención. Ya ni siquiera masticaban.

– Qué cosa más repugnante – a Liz se le atragantó un bocado de su bizcocho.

Max había terminado de comer; así que giró la silla para ponerse de espaldas a nosotros, sacó un lápiz y

comenzó a hacer trazos en una hoja de cuaderno.

– No podéis ver lo que estoy haciendo hasta que esté terminado – nos advirtió.

– ¡Pum, pum! – dijo Liz.

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– ¿Quién es? – preguntó Jennifer.

– Pasa.

– Pasa ¿qué?

– ¿Pasa contigo, tío? – y Liz se echó a reír. Johnny, Max y yo también reímos. Jennifer levantó los ojos

al cielo y cabeceó, agitando su cola de caballo.

– No lo cojo – se lamentó. Luego rió, porque sólo estaba bromeando, y dijo–: Conmigo no pasa nada, y

ahí va mi última macabrería – pero primero masticó otro tallo de apio mojado en salsa rosa–. ¿Habéis

oído hablar de la profe de Música que acudió gritando al director porque sus alumnos la llamaban

licántropo?

– No – respondimos todos.

Los ojos de Jennifer brillaban.

– Bueno, pues lo que pasó fue que le preguntó al director si lo que los chicos decían de ella era verdad,

y el director dijo: «Pues claro que no es verdad. Ande, arréglese el pelo, vuelva a clase y aúlleles bien a

los chicos».

– Esta vez te has superado – le dijo Liz a Jennifer–. A ver si no se me olvida.

Jennifer parecía contenta.

– Gracias.

– ¡Yo me sé un trabalenguas! – dijo Johnny.

– Estupendo – dije. A nuestras reuniones les hacía falta variedad.

– El que lo diga tres veces muy deprisa y sin equivocarse se lleva este trozo de tarta de manzana de mi

madre – prometió Johnny–. ¿Estáis preparados?

– Claro que sí – aseguró Jennifer.

– Doña Panchívida se cortó un dedívo con un cuchillívido muy afilávido – dijo Johnny.

Todos lo intentamos, pero finalmente fue Liz quien lo dijo tres veces muy rápido y ganó la tarta.

Mientras, Max no había parado de dibujar, aunque se estuvo riendo con nosotros. Por fin se volvió y

dijo:

– Aquí tenéis.

Y puso la hoja de papel bien visible en medio de la mesa. Nos dejó alucinados. ¡Aquello era genial!

Éramos nosotros cuatro con pinta de champiñones y en pleno diálogo. La historieta se titulaba LOS

CHAMPIÑONES PARLANTES DE MAX y no tenía desperdicio:

Dave: Oye, Johnny, creo que por fin he adivinado qué es verde, húmedo y pone deberes para

casa. ¡Es el maestruo del Lago Ness!

Johnny: Sabes, Dave, no entiendo por qué mi profe de mates dice que le doy problemas, ¡si

los resuelvo todos!

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Jennifer: Liz, ¿puedes repetir «Perejil comí, perejil cené, y de tanto comer perejil, me

emperejilé» veinte veces seguidas?

Liz: ¿Sabes, Jennifer? Acabo de terminar de leer un libro precioso titulado El Niño

Insoportable, del japonés Silokojo Lomato.

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5 Los guarribabosos abobados

El timbre puso fin a la comida, y subimos juntos las escaleras. Ninguno de nosotros tenía palabras para

hablar de los champiñones parlantes de Max. Subíamos las escaleras cuando me asaltó una idea.

– Decid, ¿queréis ser alguno candidato a delegado? – pregunté.

– Yo, no – dijo Liz–. Quiero intentar ser del grupo de teatro del colegio. Podríamos proponerte a ti,

Dave – añadió entre los ruidosos pisotones de los críos que subían. Algunos hasta aporreaban las

alambradas de separación como monos enjaulados.

– Yo ya estoy bastante ocupado – dije–. ¿Y tú, Johnny? ¿Quieres que te propongamos?

– Es que no me interesa – respondió–. Y no podría ir a todas las reuniones: tengo que estar en casa

temprano para cuidar de mis hermanos.

– Yo tampoco puedo – dijo Jennifer–. Tengo que ayudar en la tienda, y además estaba pensando en

poner en marcha un servicio de paseos para perros.

– ¿En serio? – Max sentía curiosidad.

– Sí – contestó Jennifer–. Incluso he pensado algunos nombres. Desfile canino, por ejemplo. O Chuchos a

domicilio. ¿Vosotros qué opináis?

– Me gusta el segundo – afirmé.

– Y a mí – dijo Max.

– ¡Creo que deberíamos proponer a Max! – solté al fin.

– ¿A mí? – Max tragó saliva.

– Sí – dije–. ¿Qué decimos a eso?

Todos estuvimos de acuerdo.

– Necesitamos que el delegado sea uno de nosotros – dijo Jennifer–. No queremos que sea un inútil.

– ¿Qué dices, Max? – le preguntó Liz.

Max nos miró. Se había puesto un poco rojo.

– Pues creo que me gusta la idea – admitió por fin–. Debe de ser interesante, y me parece que podría

hacerlo estupendamente.

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Regresamos a nuestra clase y entramos.

– Bienvenidos de nuevo, chicos – nos saludó a todos la señora Wilmont, mientras arrancaba las hojas

muertas de una de las begonias que tenía sobre la mesa.

Estuvimos toda la tarde con Sociales y Naturales. La señora Wilmont no habló de las candidaturas

hasta última hora.

– No olvidéis las tres cualidades de las que hemos hablado esta mañana – recordó–: Honradez, valor y

formalidad. ¡Y ahora, los nombres de los candidatos! – dijo.

Los estirados no propusieron a nadie. Me figuro que a ninguno le hacía gracia la cosa. De los cerebrales

tampoco salió nadie. Sería porque no podían permitirse dejar los libros ni un momento. Los zombis,

simplemente, pasaron. Quizá no esperaban poder ganar. Y los deportistas ya tenían cogidas las horas de

después de clase con los entrenamientos de la miniliga de fútbol.

– Propongo a Teddy Reese – soltó uno de los superbordes.

– Ni hablar – murmuró Teddy–. ¡Ni hablar!

– ¿Seguro, Teddy? – le animó la señora Wilmont–. Sería una experiencia estupenda para ti.

– Estoy muy ocupado haciendo relojes de patata – gimió.

De pronto, una mano se alzó catapultada.

– ¿Qué, Rado? – preguntó la señora Wilmont, poniendo ojos de sorpresa.

– Propongo a Nat Bronski – dijo Rado con orgullo.

– ¡Aire, que me ahogo! – dijo Jennifer en un tono alto y claro.

Unos cuantos rieron abiertamente, y otros muchos, por lo bajo. Hasta la señora Wilmont parecía un

poco aturdida, y tuvo que aclararse la garganta.

– ¿Alguien apoya la candidatura de Nat? – decidió preguntar.

Nadie decía nada, hasta que Nat pegó un puñetazo a un zombi llamado Joel Ridder que se sentaba

delante de él.

– Yo le apoyo – dijo Joel quejándose y frotándose la espalda.

Entonces, la señora Wilmont escribió el nombre de Nat Bronski en la pizarra.

– Bueno, ya tenemos a nuestro primer candidato – dijo. Se la veía tan horrorizada como a todos.

– Voy a ganar – chilló Nat–. ¡Voy a ganar!

– Eso – intervino Rado–. ¡Eso!

Nat sacó pecho, lo que le dio aires de gallo peleón, y se sentó bien derecho para repasarnos a todos con

sus ojos rojos y mezquinos.

Levanté la mano.

– ¿Sí? – me invitó a hablar la señora Wilmont, con una voz que me pareció aliviada.

– ¡Propongo a Max Millner! – dije.

Mientras se volvía para escribir su nombre, Nat gruñó:

– ¿Estáis chalados? ¿Se os ha ido la bola? Rado hizo como que le daban arcadas.

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– Apoyo la candidatura de Max – habló Liz.

– Y yo – dijeron Jennifer y Johnny a la vez.

Todas nuestras miradas se fijaron en los dos nombres escritos en la pizarra. Nat Bronski y Max Millner.

Era como ver El hombre lobo al lado de El osito Winnie. La señora Wilmont miró de nuevo a la clase con

nerviosismo:

– ¿Estás seguro de que no te animas, Teddy? – probó.

Teddy asintió con la cabeza.

– ¿Alguien más que quiera ser tenido en cuenta? preguntó la señora Wilmont–. Incluso podríamos

atrevernos a saltarnos algunas reglas: si queréis, podéis proponeros a vosotros mismos.

Nada. Ni un parpadeo.

La señora Wilmont sonrió a Max, luego miró a Nat y suspiró:

– Eso significa que Nat Bronski y Max Millner son los dos candidatos para delegado de nuestra clase

dijo–. El viernes, Nat y Max pronunciarán un discurso ante la asamblea de alumnos junto con los

candidatos de las otras dos clases de quinto. ¡Que gane el mejor!

– Alguien de nuestra clase va a perder – gimió en voz alta el superborde Gabby Matuzawits.

– Tu actitud no es la correcta, Gabby – replicó la señora Wilmont. Todos deberíamos creer que vamos

a ganar. Siempre digo que cuando salgas a capturar a un tiburón asesino, lo hagas con tanta fe que

incluso lleves encima la salsa para comértelo.

Todos reímos, y el timbre sonó. Entonces corrimos hacia las puertas como ratas que abandonan a la

carrera un barco que se hunde.

– ¡Los voluntarios para el grupo del laboratorio no olvidéis venir temprano mañana! – gritó la señora

Wilmont en medio del jaleo.

– ¡No lo olvidaremos! – le respondí.

Aún no íbamos por la mitad del pasillo cuando nos alcanzó el tufo de los guarribabosos.

– Cabecita de brécol, llorón de mamá, ni pienses que vas a ser delegado, cara de vómito – se descargó

Nat con Max.

– Éste es un país libre – Jennifer se encaró con Nat–. ¡Todo el mundo tiene su oportunidad en

América!

– ¡Di que sí, Jennifer! – dijo Liz.

Me enfrenté a Nat:

– No vayáis por ahí diciendo que Max es un llorica porque nadie os creerá.

– Qué más quisieras – dijo la voz rasposa de Rado.

– Nada de jugarretas – les advirtió Johnny.

– Voy a ganar – dijo Nat con una mueca de desprecio–. No necesito ni llamarle llorica, aunque lo sea.

Nat pasó por mi lado y consiguió acercarse a Max:

– Vas a perder, blandengue – y le soltó un eructo a Max en la cara.

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Liz cogió del brazo a Max para llevárselo. De pronto, Max se volvió y se encaró con los guarribabosos:

– No soy un llorica – dijo–. ¡Bajad de las nubes! ¡Yo seré quien gane, no vosotros! ¡Vais a ver quién es el

llorica!

Max volvió con nosotros y nos fuimos, dejando a Nat y Rado atrás, boquiabiertos.

– ¡Sois un puñado de perdedores! ¿me oís? – rugió Nat a nuestras espaldas–. ¡Un puñado de

blandimerengues y perdedores!

– Eso – dijo Rado alzando la cabeza.

Entonces, yo les solté la última andanada:

– Sabéis, en Brasil hay una rana que ladra como un perro – les dije–. ¡Al menos, vosotros tenéis la voz

de lo que sois!

Y nos marchamos.

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6 Al rico "espantagueti" casero

Liz me llamó esa noche después de cenar. Estaba pasando por una de sus crisis de constantes

mordisqueos.

– Dave – dijo–, he estado pensando. En un

presentase a delegado, pero ahora estoy muy preocupada.

– ¿Por qué? – pregunté. Por el ruido que hace, siempre distingo si muerde palomitas, o si se trata de su

pelo o de la piel. Esa noche eran palo

– He estado leyendo uno de los libros de psicología de mi hermano y me he fijado en lo que decía

sobre la muerte de las personas.

Presentí problemas.

6 Al rico "espantagueti" casero

Liz me llamó esa noche después de cenar. Estaba pasando por una de sus crisis de constantes

, he estado pensando. En un principio creía que era buena nuestra idea de que Max se

presentase a delegado, pero ahora estoy muy preocupada.

pregunté. Por el ruido que hace, siempre distingo si muerde palomitas, o si se trata de su

pelo o de la piel. Esa noche eran palomitas de nuevo.

He estado leyendo uno de los libros de psicología de mi hermano y me he fijado en lo que decía

– No he podido entenderlo todo – continuó

mejor Max no debería presentarse a delegado.

– ¿Por qué no?

– A lo mejor no está preparado – dijo Liz

necesita más tiempo para que se le pase lo de su madre. El

libro dice que hace falta tiempo para eso. También para los

niños. Es incluso peor que un divorcio, o, por lo menos,

grave– el ruido se oía todavía más fuerte.

– Liz – le recordé–, Max dijo que quería presentarse. Está

ilusionado. Le hará bien, eso le distraerá de otras cosas. Y

con toda la experiencia que le han dado los concursos de

ortografía, va a poder con todo el mundo.

político de los socios del club!

– Pero, oye – se quejó Liz–, el otro día él lloró de verdad.

Los babosos no se lo inventaron. Todavía debe afectarle

Liz me llamó esa noche después de cenar. Estaba pasando por una de sus crisis de constantes

principio creía que era buena nuestra idea de que Max se

pregunté. Por el ruido que hace, siempre distingo si muerde palomitas, o si se trata de su

He estado leyendo uno de los libros de psicología de mi hermano y me he fijado en lo que decía

continuó–, pero a lo

delegado.

dijo Liz–. A lo mejor

pase lo de su madre. El

libro dice que hace falta tiempo para eso. También para los

os. Es incluso peor que un divorcio, o, por lo menos, tan

el ruido se oía todavía más fuerte.

, Max dijo que quería presentarse. Está

ilusionado. Le hará bien, eso le distraerá de otras cosas. Y

con toda la experiencia que le han dado los concursos de

el mundo. ¡Será el primer

, el otro día él lloró de verdad.

Los babosos no se lo inventaron. Todavía debe afectarle

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pensar en que ya no está su madre. ¿Y si pierde en las elecciones? Podría sentirse fatal.

– Va a estar bien – insistí.

– ¿Y qué me dices de ese padre tan raro que tiene? – quiso saber Liz. Parece tan estricto y tan malo y...

– ¡Sanguinario!

– Eso – convino conmigo Liz.

– Oye – le dije–, no puedes culpar a un niño de que su padre sea un vampiro.

– No lo hago.

– Sí que lo haces.

A juzgar por los ruidos que salían del teléfono, Liz tenía la boca atiborrada de palomitas. La oía tragar.

– He averiguado por qué el señor Millner lo tiene todo guardado en los armarios – dijo en tono triste.

– Yo sé por qué – solté–. Porque es despreciable. ¡Los niños no pueden elegir a sus padres!

– El libro de psicología lo explica todo. No podemos olvidar que al señor Millner también le entristece

la muerte de su mujer – insistió Liz–. Algunas personas no pueden soportar que a su alrededor haya

cosas que les recuerden que alguien querido ya no está. Es demasiado doloroso.

– Me estás dando dolor de cabeza – le dije.

– Pues te aguantas.

– Oye – seguí–, lo importante es que Max va a ser un gran delegado de curso. ¡Y hoy se ha enfrentado a

los guarribabosos! Supe que era un buen chico desde que lo vi, aunque llevase corbata.

Liz suspiró.

– Pero, Dave, quizá le estamos obligando a hacerlo. Quizá piense que, si no se presenta, no seremos sus

amigos.

– ¿De qué estás hablando?

– No lo sé.

– Entonces déjalo – sugerí–. Dijo que quería hacerlo – le recordé.

– Me preocupa que se venga abajo si pierde – dijo Liz.

– Va a ganar.

– No lo sabemos. No le hemos dado ocasión de que nos diga cómo se siente de verdad – dijo

lastimeramente Liz.

Pude oír cómo se mordía los nudillos. Las palomitas debían de habérsele acabado.

– Sólo tenemos que hacer una cosa – propuse.

– ¿Qué?

– Tenemos un club genial, y podemos ayudarle a ganar. Estamos unidos en esto. Max necesita todo el

apoyo que podamos darle – en ese mismo momento me invadió otro pensamiento–: Además, tampoco

es cuestión de parecer tontos. Necesitamos una estrategia que deje patidifuso a todo el colegio.

– Pero sólo hay tiempo hasta el viernes – se lamentó Liz.

– Elizabeth, deja de comerte las manos y cuelga – oí decir a la señora McGinn al fondo.

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A la mañana siguiente comenzamos con nuestro grupo del laboratorio. Todos sabíamos que el cuarto

donde se guardaba el material de laboratorio estaba en la tercera planta del colegio. Llamamos a la

puerta y la señora Wilmont abrió:

– ¡Buenos días! – dijo alegre al vernos–. ¡Habéis sido puntuales!

– Buenos días, señora Wilmont – la saludamos nosotros. Luego, Liz y Jennifer comentaron que llevaba

unos pendientes en forma de elefante, y un broche a juego, que brillaban muchísimo. De pronto, les da

por esas chorradas de chicas. Quiero decir que estaba guapa, pero ¿y qué?

– Voy a enseñaros cuál será vuestra guarida – nos propuso intentando resultar simpática, y nos condujo

por un pasillo en el centro de la habitación. A ambos lados, las estanterías iban del suelo al techo y

estaban llenas de trastos científicos. Había tantas cosas fantásticas que pensé que los ojos se me saldrían

de las órbitas.

– A este lado está el instrumental de química – dijo la señora Wilmont, señalando a la izquierda–.

Probetas, mecheros Bunsen y cosas por el estilo.

– Ah, yo de esto sé un montón – dije–. Mi padre trabaja para una compañía de productos químicos y

una vez me regalaron un minilaboratorio. En una ocasión transformé un poco de azúcar en un pegote

negro, pero ésa es una larga historia.

– ¡Eh, motores eléctricos! – gritó entusiasmado Johnny, mirando al otro lado de la habitación.

– Ésta es la sección de aparatos de física, poleas, imanes... – explicó la señora Wilmont.

– ¿Podemos probar algunas cosas? – pregunté.

– Eso es parte de lo bueno que tiene el estar en el grupo del laboratorio. Claro que tendréis que

aprender a usarlo todo para que no hagáis volar este lugar – la señora Wilmont nos hizo un guiño–. Y

ésta es mi mesa – dijo–, a la vuelta hay otra mesa para vosotros.

Y a través de un corredor nos condujo a otra habitación que ni siquiera sabíamos que existía. No daba a

la entrada y estaba llena de material de biología.

– ¡Guau! – gritó Liz, topándose contra una enorme flor de plástico. Una hoja se desprendió por el

golpe, pero ella logró cogerla al vuelo y colgarla de nuevo.

– Mirad, una serpiente muerta en un frasco Jennifer avanzaba a saltos, la cabeza levantada, y con la cola

de caballo que se le agitaba por detrás, como de costumbre, azotó en la cara a un esqueleto–. ¡Brrrr!

¡Espanto y requetespanto!

– Sí – la señora Wilmont ahogó una risita–. Aquí tenemos unas cuantas cosas interesantes.

– ¡Hay un cerdo conservado! – grité.

– ¡Y un calamar disecado! – rió Max.

Había ranas muertas, microscopios y artilugios por todos sitios.

La señora Wilmont nos condujo a una mesa con plantas y un escritorio grande cerca de la ventana.

– El escritorio pertenecía al profesor Soifer, que trabajaba a jornada completa en el laboratorio.

– ¿Qué le pasó? – preguntó Liz.

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La señora Wilmont suspiró:

– Su puesto se suprimió por recortes en el presupuesto. El escritorio, el archivador e incluso su tablón

de anuncios pueden ser vuestros, si queréis.

– Trabajaremos mucho, señora Wilmont – le prometí mientras corríamos hacia el escritorio–.

Repartiremos todo el material que usted quiera. Además, somos rápidos – añadí.

– Podemos quitarle el polvo a las cosas – sugirió Jennifer.

– Yo sé limpiar las probetas para que queden tan transparentes como los vasos de beber – dijo Johnny.

Liz abrió el archivador. Max quitó del tablón los anuncios viejos. En el escritorio encontré una regla,

una grapadora y una manzana podrida.

– Podéis reuniros aqui si queréis – dijo la señora Wilmont.

– Solemos juntarnos a la hora de comer en el comedor, en una mesa junto a la ventana. Tenemos un

club – decidí contarle–. Somos los miembros del club de los coleccionistas de noticias – anuncié con

orgullo–. Coleccionamos e intercambiamos sucesos raros, y cosas así.

Pensé que estaba divagando, pero la señora Wilmont preguntó:

– ¿Como qué?

– Como que, por ejemplo, los piratas pensaban que perforándose las orejas su vista mejoraba. Y otro

hecho insólito es que una vez, en Canadá, un ganso atacó y ahogó a un alce de ciento cincuenta kilos –

le dije.

– ¡Dios mío! – dijo la señora Wilmont, que estaba justo al lado de una enorme lechuza disecada–. Para

mí que vuestro club estará aquí como en su casa – dijo, acariciando la cabeza del ave–. Probablemente,

ya sabréis que los aztecas usaban como guardianes a lechuzas como ésta.

La señora Wilmont siguió enseñándonos los demás rincones. Luego sonó el timbre y nos fuimos a

clase. Apenas pude concentrarme esa mañana. No paraba de pensar en que Max iba a presentarse para

delegado, y en el club de los coleccionistas de noticias. Reunirse a la hora de la comida en el comedor

era sin duda estupendo, pero ahora tener mesa propia en el cuarto del material de laboratorio nos

permitiría estar juntos más tiempo todavía. Sabía que aquello marcharía estupendamente.

A la hora de la comida barajamos ideas para asegurarnos de que Max derrotaría a Nat. Me figuro que

todos sabíamos que los guarribabosos harían cualquier cosa por sabotear a Max para que no fuese

delegado.

– Tenemos que hacer una campaña sensacional – dije, llevándome a la boca un delicioso y jugoso

bocado de lasaña. Max y yo habíamos pedido la napolitana especial. La otra posibilidad era queso a la

parrilla.

– Necesitamos carteles grandes – dijo Liz mientras masticaba un trozo de perrito caliente que goteaba

ketchup.

– En eso tienes razón – dijo Jennifer –, pero, Liz, ¿cómo puedes comer esa cosa asquerosa hecha para

un Frankenstein cualquiera? Probablemente, lleve un montón de pelos de rata.

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– No los lleva – protestó Liz mientras masticaba a propósito con la boca abierta. Johnny le lanzó el

envoltorio de su pajita.

– Eh – dije–, si no os importa, lo que necesitamos son ideas brillantes, no peleas. ¿Quién tiene alguna?

Liz tragó.

– Yo me encargaré de hacer un póster.

– Max es el artista – le recordó Jennifer.

– No hace falta ser un artista para hacer un póster – dijo Liz–. Me saldrá fenomenal.

– Tiene que ser mejor que el de los guarribabosos – le recordó Johnny.

Yo me reí y dije:

– Su eslogan será algo así como «Vota a Nat o perderás».

De pronto, a Jennifer la mirada se le iluminó:

– Tengo una idea.

– ¿Qué? – preguntó Max.

– Quizá deberíamos ser sencillos y decir «¡Max Millner para delegado! ¡Es el mejor!».

– ¡Qué rooooollo! – nos quejamos todos a coro, como si lo hubiésemos acordado–. Necesitamos algo

mejor – exigí.

– ¡Eh! – probó Max–. Quizá podríais usar algunos de vuestros hechos insólitos y bromas. Ya sabéis,

hacer algo con ellos que nos dé votos.

Nos miramos los unos a los otros: la idea era brillante.

– Max, colega – le dije, dándole en la espalda–, todos queríamos ayudarte, ¡pero creo que has sido tú

quien nos ha ayudado! Podemos utilizar todas nuestras especialidades. ¡Desde luego, somos capaces de

inventar bromas excelentes!

– Eso – me apoyó Jennifer–. A todos nuestros presidentes los eligen así. Tienen guionistas que les

escriben las bromas.

– Nosotros seremos los guionistas de Max – dijo Johnny.

– ¡Chocad esos cinco! – dije, haciendo chocar mi mano contra las de los demás–. ¡Juntos haremos que

Max gane por goleada! Esta noche pensaremos en ello. Y mañana, cuando nos reunamos a comer, ¡lo

organizaremos todo!

Johnny gritó entusiasmado, pero Liz aun tenía cara de preocupada.

Después del colegio, acompañé a Max a casa. Nos detuvimos en el camión de los helados de Ralph, que

está siempre aparcado en la esquina de la calle Mayor con la plaza Yettman, y le invité a un cucurucho

de helado de limón.

– ¿A qué colegio ibas antes de venir al de New Springville? le pregunté mientras caminábamos

chupando el helado.

– Al de Bulls Head.

– Ah – dije–, pues no conozco a nadie de por allí. ¿Por qué os trasladasteis aquí?

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– Mi madre se crió aquí. Sus padres se retiraron a Florida y nos dejaron la casa en la que vivimos. Por

supuesto, antes era distinta. Por fuera había flores y preciosos arbustos en vez de gravilla, y por dentro

también era más bonita. Quiero decir que, bueno, antes era mejor.

Pasamos por la tienda de comestibles de Johnson y por los recreativos. Dejamos atrás la biblioteca

pública, toda ella cubierta de hiedra, y dos iglesias, y un templo.

– Mi madre está enterrada en Moravian – dijo Max en voz baja. Yo ni siquiera había caído en que el

cementerio de Moravian estaba tan cerca de las iglesias, justo detrás de la gasolinera.

– Debe de ser duro no tener madre – dije, mirando al otro lado de la entrada del cementerio, a una

colina llena de tumbas. Y es que no sabía qué más decir.

– La echo de menos – dijo Max–. A veces me afecta y me vengo abajo. Creo que es eso lo que me pasó

con Nat y Rado ese día, en el servicio.

Anduvimos sin decir una palabra. Mi madre tenía razón cuando decía eso de que a veces pasaba un

ángel. Yo notaba que Max estaba contento de que yo estuviera con él. Cuando llegamos a su casa,

estábamos hablando de nuevo. Le pregunté:

– ¿Le alegra a tu padre que seas candidato a delegado?

– No se lo he dicho aún.

– ¿Por qué no?

– ¿Crees que debería? – preguntó. Afirmé con la cabeza.

– Quizá lo haga ahora – dijo Max mientras nos acercábamos más y más a la casa, que seguía

pareciéndome espectral.

– ¿Está tu padre en casa? – dije como encogiéndome de miedo.

– Los martes llega pronto a casa.

Mientras Max metía la llave en la puerta, me dieron ganas de darme la vuelta y salir corriendo. Pero

entré con él.

Mi mirada fue directamente a la cara del capitán Drácula Millner.

– ¿Te acuerdas de Dave? –preguntó Max.

– Sí – respondió el señor Millner con una especie de gruñido terrorífico. Miré a ver si tenía colmillos. A

decir verdad, no podría asegurarlo, pero no me gustó nada la manera en que me miraba el cuello.

– Dave me ha acompañado a casa – explicó Max–. Traigo noticias. Él y los otros chicos que te presenté

me han propuesto para candidato a delegado de quinto. Y quiero presentarme.

El señor Millner me devoraba con la mirada.

– Ya veo.

– Es un honor – dije–. Pensamos que Max sería un delegado estupendo.

Max miró con ansia a su padre.

– Creo que deberíamos tener unas palabras en tu habitación, jovencito – dijo el señor Millner. No

chilló, pero su aspecto era el de un vampiro muy irritado.

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– Espera aquí, Dave – me pidió Max.

– Sin problemas – dije. Y era cierto que no me importaba. Johnny y Liz solían llevarme a su casa

cuando tenían algo que les daba miedo decir a sus padres. Yo tengo la suerte de no necesitar hacer eso.

Entraron en la habitación de Max y cerraron la puerta. No pude entender nada hasta que finalmente oí

a Max gritar:

– ¡Voy a presentarme! ¡Quiero ser delegado! Yo antes tenía cosas, y amigos, ¿por qué ya no puedo?

Max tenía más agallas de lo que yo creía.

Un minuto más tarde, la puerta se abrió. Max bajó el primero al vestíbulo.

– ¿Quieres un vaso de leche o algo? – me preguntó, como si no hubiese pasado nada.

– Claro – dije. Las pequeñas peleas familiares nunca me han quitado el apetito.

Cuando Max desapareció en la cocina, el señor Millner bajó. Parecía como si quisiera beberse un vaso

enorme de mi sangre. Para que Max no lo oyera, me susurró al oído esta advertencia:

– No quiero que hagan daño a mi hijo – dijo–. Lo digo de veras. Vosotros no entendéis lo que él ha

sufrido. No dejéis que le pase nada. ¡Es una orden!

Como algo saliera mal, yo sabía que acabaría de albóndiga en sus espantaguetis.

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7 ¡Kárate y "chop suey"!

Me encaminé a casa pasando por la calle Glenn para detenerme en casa de Liz. Llamé al timbre y abrió

la señora McGinn.

– ¡Hola, señora McGinn! – dije, pasando al interior. Eché un vistazo al salón y me di cuenta de que

tenía toda la mesa llena de papeles de los juzgados

– Nada que merezca la pena – admitió ella

un adolescente al que cogieron llevándose una bolsa de chucherías en el supermercado. Nada que sea

insólito – se desplazó hasta el pie de las escaleras y gritó hacia arriba

– ¡Sube! – chilló Liz desde arriba.

– ¿Te vas a quedar a cenar? – me preguntó la se

– Esta noche, no. Pero se lo agradezco

encaminé a casa pasando por la calle Glenn para detenerme en casa de Liz. Llamé al timbre y abrió

dije, pasando al interior. Eché un vistazo al salón y me di cuenta de que

tenía toda la mesa llena de papeles de los juzgados–. ¿Hay algo interesante hoy? –

admitió ella–. Unas cuantas denuncias, un par de robo

un adolescente al que cogieron llevándose una bolsa de chucherías en el supermercado. Nada que sea

se desplazó hasta el pie de las escaleras y gritó hacia arriba–: ¡Liz! ¡Dave está aquí!

me preguntó la señora McGinn–. Voy a encargar unas pizzas.

Esta noche, no. Pero se lo agradezco – dije, y subí corriendo las escaleras.

– ¿Qué ocurre? – quiso saber Liz–. Ni que hubieras visto un

espectro.

– Sólo ha sido un vampiro – contesté. Me senté en la silla

giratoria de su escritorio y empecé a dar vueltas como un

loco.

La silla de Liz es ideal para dar vueltas, aunque ella no la

utilice para eso, porque dice que se marea. Liz estaba

tumbada en la cama, con uno de los li

su hermanastro. Conozco la habitación de Liz casi tan bien

como la mía. En una pared, sujetas con cinta adhesiva, tiene

fotos pegadas. Mi favorita es una en que Johnny y yo

estamos haciendo el pino mientras comemos burritos en el

paseo Springville. La pared contra la que tiene la cama está

llena de carteles de conciertos de rock. Encima de su cama

encaminé a casa pasando por la calle Glenn para detenerme en casa de Liz. Llamé al timbre y abrió

dije, pasando al interior. Eché un vistazo al salón y me di cuenta de que

– pregunté.

. Unas cuantas denuncias, un par de robos de automóviles y

un adolescente al que cogieron llevándose una bolsa de chucherías en el supermercado. Nada que sea

Dave está aquí!

. Voy a encargar unas pizzas.

. Ni que hubieras visto un

contesté. Me senté en la silla

giratoria de su escritorio y empecé a dar vueltas como un

La silla de Liz es ideal para dar vueltas, aunque ella no la

utilice para eso, porque dice que se marea. Liz estaba

tumbada en la cama, con uno de los libros de psicología de

su hermanastro. Conozco la habitación de Liz casi tan bien

como la mía. En una pared, sujetas con cinta adhesiva, tiene

fotos pegadas. Mi favorita es una en que Johnny y yo

estamos haciendo el pino mientras comemos burritos en el

o Springville. La pared contra la que tiene la cama está

llena de carteles de conciertos de rock. Encima de su cama

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tiene colgadas una docena de rosas rojas secas. Se las regalaron sus padres cuando hizo el papel de la

señora Muffet en la obra de teatro de segundo.

– Creía que encontraría palomitas aquí. ¿Por qué no estás comiendo?

– Ya he superado eso – se lamentó–. Ahora me muerdo los labios.

– Deberías pintártelos con yodo. Así no te los morderías.

– ¡El yodo es venenoso!

– No se puede pedir todo – dije riéndome. Ella me miró atentamente.

– Se te nota raro. ¿Qué te ha pasado?

Le conté lo de la advertencia que me había hecho el padre de Max.

– ¿Y qué esperabas? – preguntó Liz–. El señor Millner no quiere que hagan daño a su hijo. ¿No es lo

más normal que hasta ahora sabemos de él?

– Sí, puede que sí – convine–. Pero ¿tenía que poner esa cara de monstruo desquiciado al decirlo?

– Me figuro que es que sabe que Max todavía echa de menos a su madre.

– Debería estar agradecido de que Max nos tenga como amigos y de que posea las agallas suficientes

para presentarse a delegado – dije, echando hacia atrás la cabeza y haciendo girar la silla tan rápido que

me mareé.

– ¿Te has parado a pensar que a lo mejor su padre sabe más de él que nosotros? – dijo Liz arrugando el

rostro.

Yo detuve en seco la silla.

– ¡Nada de eso! ¡Hay montones de padres que no saben nada de sus hijos! A veces los amigos saben

mucho más.

– Eso es cierto – dijo Liz–. Pero, Dave, ¿y los sentimientos de Max? ¿Y si pierde las elecciones y se

siente desgraciado?

– ¡Es que no va a perder!

– Eso no lo sabemos.

– Tú, a lo mejor no, pero yo, sí – insistí, e imprimí otro giro a la silla de Liz.

Liz se lamentó más fuerte.

– Estoy segura de que los guarribabosos van a hacer algo horrible. Lo sé.

– Mira – dije–, tu problema es que tienes el cerebro atorado. Despéjatelo e invéntate un lema

formidable para la campaña de Max. Yo me ocuparé de los guarribabosos.

Me fui, y ya en casa llamé a Johnny y a Jennifer. Me figuré que todos ellos necesitaban los ánimos que

yo pudiera darles para crear ideas sobresalientes para la campaña. Luego, llamé a Max. Estaba bastante

seguro de que sería mi amigo quien contestaría, y me alegré de que lo hiciera él y no el capitán Drácula.

– ¿Cómo llevas tu discurso? – pregunté.

– Bien – dijo. Por el tono de su voz, supuse que papá vampiro andaba revoloteando a su alrededor.

– Si necesitas ayuda, llama – le ofrecí.

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– Gracias, Dave. Voy bien – y colgó.

Esa noche, después de hacer los deberes, decidí que una cosa que podía hacer para ayudar en la

campaña de Max era aportar diez hechos insólitos infalibles. Max me alabó la idea. Podía pasárselos. Yo

sabía que algunos de los superbordes pensaban que lo único insólito de los hechos que yo juntaba era

yo mismo, pero a la mayoría de los demás chicos les gustaría conocer gratis hechos fabulosos para

utilizarlos. Ellos votarían a Max.

A la mañana siguiente, cuando todos nos encontramos en el cuarto del material de laboratorio, la

señora Wilmont anunció:

– ¡Hay tres recados para hoy! – y barajando varias notas de órdenes de entrega, dijo–: La caja de imanes

va a la clase de la señora Carter, en la sala 201...

– Yo la llevaré – dijo Jennifer, ofreciéndose voluntaria.

– No te sientas muy atraída por ellos – añadió Johnny, y todos nos echamos a reír. Jennifer hizo rodar

los ojos, le sacó la lengua a Johnny y agarró la caja.

El corazón de plástico es para el señor Fisler, en la sala 327 – dijo la señora Wilmont.

– Yo lo llevaré – se ofreció Max.

– Pon todo tu corazón en lo que hagas – dijo la señora Wilmont, con una voz que casi pareció un

canto.

– ¿Tiene algo más? – pregunté.

– El proyector de cine es para el señor Breiden, sala 342.

– Estupendo dije–. Sé muy bien cómo montarlo. Fui yo quien manejó el proyector cuando vimos El

ciclo vital de una mosca y El descubrimiento de la pasteurización el año pasado en la clase de la señora Di

Giuseppi y me dirigí a por el carrito del proyector–. Todo irá rodado.

– No te olvides de la bobina –dijo la señora Wilmont–. Las películas están en el armario, junto al

esqueleto. Van a poner Hormigas Asesinas. Queda todavía otra cosa. ¿Alguno de podría encargarse de los

micrófonos?

– ¿Micrófonos? – Johnny levantó la antena–. A mí se me da muy bien todo lo de la electricidad.

– Me han encargado montar el equipo para la asamblea de esta semana – explicó la señora Wilmont–.

Los micrófonos cuestan tanto que el colegio no se los puede dejar a cualquiera. A los chicos, y hasta a

los maestros, se les caen a veces.

– Yo de micrófonos entiendo un montón –fanfarroneó Johnny–. El año pasado ayudé en la fiesta del

Día de Acción de Gracias.

– Estupendo – dijo la señora Wilmont –. ¿Podrás quedarte un rato el jueves cuando terminen las clases?

Los probaremos en el auditorio.

– Trato hecho – dijo Johnny–. El jueves no tengo que estar en casa cuidando a mis hermanos pequeños

porque tienen su clase de karate.

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Volvimos a reunirnos en el cuarto del laboratorio a las nueve menos ocho. Todos queríamos enseñar lo

que se nos había ocurrido para la campaña de Max.

– Aquí tengo mi póster –dijo Liz, desenrollando una hoja de cartulina. Cada uno agarramos de una

esquina y lo extendimos. En letras grandes, bien marcadas, decía: ¡QUINTO CURSO VOTA A MAX! Un

globo pintado de los colores del arco iris subía centelleando hacia un cielo azul con nubes de algodón.

Era espectacular. Liz estaba muy orgullosa. En la esquina inferior derecha había puesto su firma: Liz

McGinn.

– Es un trabajo brillante – admitió Jennifer.

– ¡Es de alucine! – dije.

El grupo era un delirio. Max se había quedado mudo. Sus ojos se me antojaron tan grandes como

pizzas.

– Gracias – murmuró.

– ¿De verdad te gusta? – quiso saber Liz.

– Me encanta – dijo Max–. Yo no lo habría hecho mejor.

Liz enrojeció y consiguió no morderse ninguna parte del cuerpo.

Jennifer nos pasó a cada uno un ejemplar de una especie de tebeo que se llamaba MACABRERÍAS DE

NEW SPRINGVILLE.

– Mi idea es que mañana lo repartamos a la hora de la comida, con saludos de Max. Mientras lo vamos

dando, decimos: VOTA TU MACABRERIA FAVORITA, y luego, añadimos: NO SEAS TONTO, VOTA A MAX.

Los chistes de monstruos que más me gustaron fueron:

1) Cuando Max llegó a la Escuela de Primaria de New Springville, ¿qué fue lo que

descubrió que se obtiene si cruzas a Godzilla con un autobús escolar del colegio? ¡UN

MONSTRUO CON CAPACIDAD PARA SESENTA CHICOS!

2) ¿Qué fue lo que Max oyó que le decía el esqueleto del laboratorio a su amiguita del

colegio? ¡ME MUERO POR TUS HUESOS!

– Hoy es miércoles – dijo Liz–, y eso significa que el plato especial es chop suey.

– ¿Cómo se las apañarán para que siempre parezcan gusanos cocidos? – dijo Jennifer haciendo ascos.

– ¡A mí me gusta el chop suey! – dije–. Es una comida muy famosa.

– Tú estás majara –afirmó Jennifer.

– Escuchad – expliqué–, el chop suey figura en todos los libros de historia. ¡Fue la primera comida

inventada para comerse con palillos! ¿A que no sabíais eso?

– Yo me las habría apañado para sobrevivir sin ese hecho insólito – se quejó Jennifer.

– Eh, ya está bien – dijo Liz–. Tenemos un montón de cosas importantes que hacer en vez de hablar de

comidas. ¡Hemos de ayudar a Max a ganar!

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– Ahí va mi puzzle de números – anunció Johnny. Y abriendo el cuaderno de anillas, sacó un puzzle

que había dibujado. Tenía un diseño bastante complicado, pero todos los espacios estaban sólo

marcados con un número UNO y un número DOS. No hacía falta rellenar ni un solo espacio para ver

que la solución del puzzle era Vota a Max.

– ¡Qué puzzle más tonto! – se quejó Liz.

– Exactamente – dijo riendo Johnny. Fíjate, lo llamo PUZZLE ASOMBROSAMENTE TONTO. Tendrías que

ser tonto de verdad para tener que hacerlo. ¿^Comprendes?

– Me gusta – dije.

– Sí – convino Max–. Es diferente.

– Es peor que tus COLMILLOS DE VAMPIRO CON LÁPIZ. ¿Qué te pasa, Johnny? – preguntó Jennifer.

Antes de que se enzarzaran entre ellos, dije:

– He anotado en una hoja CURIOSIDADES DE POLÍTICOS – y le di a cada uno una copia. Me alegró que

Johnny se riera ya con el primero.

– ¿De verdad que un rey inglés pagó seis mil vacas por un bulldog? – preguntó.

– Sí – dije–. Mi tío Zack, el que viaja en globos aerostáticos, me mandó una postal desde Londres: la

vista de un famoso parque donde tienen una estatua de ese perro.

– Dave, te lo has inventado – dijo Liz.

– No, de verdad.

– ¿Y es verdad que un senador de Connecticut tiene un toro al que le gusta mascar chicle? – preguntó

Max.

– Absolutamente cierto – dije–; pero mi preferido es este poema que un juez de Tejas hizo inscribir en

su tumba:

Una vez no fui,

luego fui

y ahora otra vez

vuelvo a no ser.

En cuanto acabé de recitarlo, miré a los demás y me di cuenta de que les había recordado lo de la madre

de Max. No era mi intención.

– Bueno, esto a lo mejor no es tan bueno, buscaré otra cosa – dije.

– ¿Tú tienes algo, Max? – dijo Johnny rápidamente antes de que pasara otro ángel.

– Sí, se me ocurrió una cosa – dijo–. A lo mejor es una tontería muy grande...

– ¿Qué? – quisimos saber todos.

– Podría, digamos, hacer la caricatura de los chicos de los tres cursos de quinto. Quiero decir, de los

que quieran – dijo.

Jennifer repitió:

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– ¿Hacer la caricatura de los chicos?

– Sí – explicó Max. Podría dibujarles cara de champiñón, como hice con vosotros.

– ¡Guau! – grité admirado–. ¡Qué idea tan genial!

– ¡Sí que lo es! – me secundó Liz.

– ¡Es sensacional! – y tuve que levantarme de un salto–. Esto es lo que haremos. ¡Pondremos carteles!

Algo así: A TODOS LOS DE QUINTO: ¡MAX MILLNER TE DIBUJARÁ GRATIS! ¡SÉ EL PRIMERO DE TU GRUPO

EN LLEVAR A CASA TU CHAMPIÑORRETRATO!

– ¿Y por qué limitarse a los champiñones? – preguntó con sarcasmo Jennifer–. ¿Qué tienen de malo las

berenjenas?

– ¡Tienes razón! – aquella idea casi me hace explotar.

– ¿De... de... verdad? – Jennifer se sorprendió.

– ¡Qué idea tan genial para que todo el mundo conozca de verdad a Max! – dije prácticamente

gritando–. ¡Cómo vas a olvidarte de alguien que te dibuja con cabeza de col o con cara de alcachofa!

De puro nerviosos, estábamos que nos salíamos de nuestras casillas.

De pronto, Liz gritó:

– ¡Un momento! ¡Podrían ser HORTALIZAS PARLANTES!

Jennifer chilló:

– ¡Sí! Y en concreto, HORTALIZAS CHISTOSAS.

– Eso es – dijo Johnny–, por ejemplo una zanahoria diciendo: ¿POR QUÉ SERÁ QUE MI PROFE DE

LECTURA NO PUEDE DIGERIRME?

– ¡Sí! – aullé. Ya todos hablábamos a la vez–. Un nabo podría decir: ¡CREÍA QUE LA SOPA DE TOMATE

ESTABA DELICIOSA, HASTA QUE ME HE ENTERADO DE QUE LA COCINERA DE LA ESCUELA SE HABÍA

CORTADO EL DEDO!

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8 ¿Cómo hacer rabiar a un guarribaboso?

A la mañana siguiente ya había colgados en la escuela dieciocho carteles de ¡QUINTO CURSO VOTA A

MAX! Nos los habíamos repartido y los habíamos colocado por todos los sitios. Puse uno junto a la

entrada del despacho del director, pegado a un retrato de Abraham Lincoln. Ocho estaban en el

comedor. Nadie pasaría sin verlos.

La señora Wilmont nos dio permiso para usar la fotocopiadora. Hicimos unas cien copias de las

MACABRERÍAS de Jennifer, de mis CURIOSIDADES DE POLÍTICOS y del PUZZLE ASOMBROSAMENTE

TONTO de Johnny, que repartimos por las tres clases de quinto. Para entonces, ya había averiguado que

los candidatos de las otras clases eran Timmy Warner, Hanna Bell, Carlos García y Joan Kanski. Y el de

nuestra clase, Nat, claro. A mí, él no me preocupaba mucho, pero Liz pensaba que era capaz de hacer

cualquier locura.

El jueves, la comida fue toda una divertidísima aventura para los de quinto. Mientras el resto de los

candidatos iban y venían pidiendo votos, Max se quedó sentado en nuestra mesa con un montón de

papeles y lápices. En dos minutos ya había chicos haciendo cola para que les hiciese su caricatura de

VERDURA CHISTOSA. Estaba yo llamando a más chicos todavía para que se pusieran a la fila, cuando Liz

me llevó a un lado.

– A Max se le va a cansar la mano – comentó preocupada.

– A él le gusta dibujar – dije–, y para los chicos es una manera de conocerle. No hay de qué

preocuparse.

– Pero ¿cómo lleva su discurso de mañana?

– No te preocupes – dije–. No lo he leído, pero puedes confiar en él. No nos fallará.

Mientras tanto, Jennifer se dedicaba a repartir tentempiés sin colesterol a base de verduras que habían

aportado sus padres para que los chicos picasen mientras hacían cola.

– ¡Tentempiés sanos y gratuitos! – anunciaba Jennifer–. ¡Están tan ricos que ni siquiera notaréis que son

sanos!

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Liz también había estarlo trabajando toda la noche, y nos vino con una inspiración de última hora:

hacer bolsas de palomitas de obsequio. Las cincuenta bolsas que trajo volaron en tres minutos, y los

chicos pedían más.

– ¡Votad a Max Millner! – seguíamos gritando Johnny y yo aquí y allá, como verdaderos pregoneros–.

¡Votad a Max Millner!

Todo iba sobre ruedas.

Yo estaba tan ocupado que hasta que no hubo pasado casi la hora de la comida no me di cuenta de que

los guarribabosos miraban hacia nuestra mesa como si quisieran matarnos.

– Parece que a Nat le repateamos – dijo Johnny.

– Sí – afirmé.

Nat y Rado estaban a la entrada del comedor. Nat intentaba dar un apretón de manos a todo el que iba

a buscar algo. Rado estaba cerca, tratando de pegarle a todo el mundo un botón de papel que decía

¡VOTA A NAT!, con las «tes» de las palabras VOTA y NAT exactamente iguales. Rado también daba a cada

chico un caramelo de menta que, por lo que oí, habían birlado en el centro comercial.

– ¡Qué par de negados! – le dije a Johnny.

–Sí – convino conmigo.

Liz vino y nos susurró:

– Escuchad, es mejor estar a bien con los guarribabosos.

Todos estuvimos de acuerdo.

– Podríamos hacer algo para que esto no degenere – sugirió Jennifer, mordiendo un tallo de apio

empapado en salsa.

– Tengo una idea – dijo Liz. Y agarrando un trozo de papel se coló delante de los que esperaban frente

a nuestra mesa–. Max –susurró–, haz un dibujo rápido de Nat y Rado juntos. Sácalos bien para que les

guste. Será como hacer relaciones públicas.

En un minuto, hizo de Nat un elegante pepino, y de Rado, un simpático rábano.

– Tengo que ir al servicio – dijo Liz, y cometió el error de darme a mí el dibujo–. No escribas en él

ningún chiste – insistió–, sólo pon algo así como ENHORABUENA, o SUERTE PARA NUESTROS DIGNOS

COMPETIDORES, y dáselo. Les gustará – luego se fue deprisa.

– De acuerdo – acepté, y me senté dispuesto a hacer un bonito trabajo.

Johnny se sentó a mi lado. Habíamos sacado de nuestros archivos chistes buenísimos para los dibujos

de los otros chicos. Estaba a punto de escribir ENHORABUENA como Liz me había dicho, pero pensé en

divertirme antes un poco. Quería poner lo más divertido que se me ocurriese, así que le hice decir a Nat

el pepino: «Sabes, Rado, tengo mucha suerte. Creía que tenía algo malo en el cerebro, pero el doctor lo

ha encontrado vacío».

Entonces me sentí inspirado, así que escribí un poemita como respuesta de Rado el rábano a Nat el

pepino:

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En fin, que me pareció divertidísimo. Y también a Johnny. Y nos echam

acabamos bajo la mesa. Debíamos estar pasándolo demasiado bien, porque un montón de chicos quiso

saber de qué nos reíamos. Y, claro, cuando vieron el dibujo de Nat y Rado, también ellos se echaron a

reír. Me disponía a cambiar el poema cuando el follonero de Timmy Warner se chivó a los

guarribabosos. Entonces Nat y Rado acudieron y cogieron el dibujo. Pensé que los ojos se les iban a

salir de las órbitas.

– ¡Sí que lo es! – la apoyó Jennifer.

Gracias a Dios, sonó la campana que ponía fin a la hora de la comi

pequeño error. Y no me importaba lo que dijese nadie: a pesar de eso, la campa

un éxito.

De nuevo en clase, la señora Wilmont comenzó la tarde con Naturales, su asignatura favorita. Estaba

tan a lo mío que apenas lograba concentrarme, cuando vi que escribía en la pizarra:

LAS COSAS. Pensé que debía de referirse a alguna lección aburrida del libro, pero la se

No te preocupes, querido,

si eres un pepino.

Tu padre es una col,

tu madre, una lechuga,

y tú pareces una flor

comida por las pulgas.

En fin, que me pareció divertidísimo. Y también a Johnny. Y nos echamos a reír de tal manera que casi

acabamos bajo la mesa. Debíamos estar pasándolo demasiado bien, porque un montón de chicos quiso

saber de qué nos reíamos. Y, claro, cuando vieron el dibujo de Nat y Rado, también ellos se echaron a

iar el poema cuando el follonero de Timmy Warner se chivó a los

guarribabosos. Entonces Nat y Rado acudieron y cogieron el dibujo. Pensé que los ojos se les iban a

– ¡Te vamos a hacer papilla! – rugió Nat encima de Max

¡Vamos a convertirte en picadillo, ni

mamá!

– Eh, el texto es mío. Él sólo ha hecho los dibujos

dije–. Sólo es una broma.

Nat volvió hacia mí su malvada cara de hiena.

– Esto no va a quedar así – chilló Rado.

– Eh, un momento... – yo intentaba

cuando Liz regresó y notó que algo iba mal.

– ¿Qué has hecho? – me gritó. Nat cogió el dibujo y lo

rompió. Ya os daré yo a vosotros. A todos vosotros

gruñó mientras lanzaba al aire los trocitos de papel, que

nos llovieron como confetis.

Luego, los guarribabosos se fueron hechos una furia.

– ¿Por qué no me has hecho caso?

empeorado las cosas. ¡La culpa es tuya!

la apoyó Jennifer.

Gracias a Dios, sonó la campana que ponía fin a la hora de la comida. Admití que había cometido un

o error. Y no me importaba lo que dijese nadie: a pesar de eso, la campañ

ora Wilmont comenzó la tarde con Naturales, su asignatura favorita. Estaba

que apenas lograba concentrarme, cuando vi que escribía en la pizarra:

. Pensé que debía de referirse a alguna lección aburrida del libro, pero la se

os a reír de tal manera que casi

acabamos bajo la mesa. Debíamos estar pasándolo demasiado bien, porque un montón de chicos quiso

saber de qué nos reíamos. Y, claro, cuando vieron el dibujo de Nat y Rado, también ellos se echaron a

iar el poema cuando el follonero de Timmy Warner se chivó a los

guarribabosos. Entonces Nat y Rado acudieron y cogieron el dibujo. Pensé que los ojos se les iban a

rugió Nat encima de Max.

ertirte en picadillo, niño vegetariano de

. Él sólo ha hecho los dibujos – les

Nat volvió hacia mí su malvada cara de hiena.

chilló Rado.

yo intentaba arreglar las cosas,

cuando Liz regresó y notó que algo iba mal.

me gritó. Nat cogió el dibujo y lo

rompió. Ya os daré yo a vosotros. A todos vosotros –

ó mientras lanzaba al aire los trocitos de papel, que

Luego, los guarribabosos se fueron hechos una furia.

– se lamentó Liz–. Has

La culpa es tuya!

da. Admití que había cometido un

ña estaba siendo todo

ora Wilmont comenzó la tarde con Naturales, su asignatura favorita. Estaba

que apenas lograba concentrarme, cuando vi que escribía en la pizarra: HACER FUNCIONAR

. Pensé que debía de referirse a alguna lección aburrida del libro, pero la señora Wilmont

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colocó una caja grande delante de la clase y nos dijo que cada uno fuera a sacar un chisme de dentro.

Un chico tiró de un vagoncito, otro de un batidor de huevos. Otros sacaron sacapuntas, escobas viejas,

martillos y llaves inglesas.

Al principio aquello parecía cosa de primero, pero al final entramos todos en el juego. La señora

Wilmont hizo que discutiéramos de todo tipo de energía y de máquinas, y hasta acabó hablándonos de

la energía atómica y la explosión de estrellas. Lo hacía todo tan divertido e interesante que me olvidé de

los guarribabosos. ¡Una profesora realmente estupenda!

Después de clase, la señora Wilmont nos dejó a los miembros del club que nos quedáramos con Johnny

y con ella, para probar los micrófonos en el auditorio.

– Necesitaremos dos micrófonos – dijo.

– ¿Por qué dos? – preguntó Johnny.

– Uno es para usarlo en el escenario – explicó–. El segundo quiero que os lo quedéis entre bastidores

por si el primero falla. «Más vale prevenir que curar», ha sido siempre mi lema – dijo la señora Wilmont,

sonriendo.

– ¡Ya! – dijo Johnny.

La señora Wilmont puso a Johnny a trabajar con los micros. No sé por qué será, pero me gusta

corretear por los auditorios. La señora Wilmont dijo que tenía que ir unos minutos al despacho del

director y se marchó. Me figuro que confiaba de verdad en que no destrozaríamos el lugar. No pude

resistirme cuando vi el piano, así que abrí de golpe la tapa, aporreé el teclado y me salieron dos

fantásticos acordes que sonaron geniales. Eran los dos únicos acordes que me sabía, por supuesto, y es

que, cuando tenía ocho años, me había pasado un mes aprendiéndolos. Sé que existe una norma: no

tocar el piano del auditorio ni aunque hayas tomado un millón de lecciones, pero algo dentro de mí me

ha dicho siempre: vive peligrosamente.

A continuación ayudé a Johnny a terminar de conectar los cables. Ambos micros funcionaban y estaban

listos para la gran asamblea electoral del día siguiente.

Liz y Jennifer iban y venían con Max por el escenario. Querían que se preparase.

– ¿Vas a escribir el discurso? – preguntó Liz.

– Sí – dijo Max–. Pero me lo voy a aprender de memoria, porque, si lo lees, pareces tonto.

A Liz le encantaba estar en el escenario. Me figuro que se acordaba de todos los papeles que había

interpretado en las obras de teatro del colegio.

– Si tú quieres, me puedo esconder a un lado del escenario con tus anotaciones. Así, si te olvidas de

algo, te lo puedo soplar – sugirió Liz.

– Buena idea – asintió Max.

Por un momento me pregunté si Liz estaría lamentando no ser aspirante a delegada. Luego me dije que

todos sabíamos que Max necesitaba aquella oportunidad más que ninguno de nosotros.

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Max probó el micrófono del escenario poniéndose a recitar un poema. Nos dejó realmente

impresionados.

– ¿Dónde has aprendido eso? – pregunté.

– Me lo enseñó mi padre – dijo Max.

A lo mejor el viejo vampiro no era del todo malo.

De repente, oímos un sonido extraño:

– ¡Muuuuuuuuuuuu!

Johnny estaba detrás del escenario, mugiendo como una vaca por el micro de repuesto. Yo, entonces,

corrí al micro de Max y me puse a silbar. Liz empezó a bailar un zapateado. Y Jennifer se puso a cantar.

Ni siquiera nos habíamos dado cuenta de que la señora Wilmont había vuelto a entrar en el auditorio.

– ¿No os estáis poniendo un poquito nerviosos por lo de mañana? – preguntó, sonriendo.

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9 Monstruos macabros y chicos corrientes

Cuando nos marchamos del colegio ese día, ya me había olvidado completamente del pequeño error

que había cometido con los guarribabosos. A lo mejor fue porque quería olvidarlo.

Eran más de las tres, así que la mayoría de los chicos ya se había ido. Era hora de que los socios del

club de los coleccionistas de noticias también regresásemos a casa.

Max se fue a terminar de preparar su discurso. Jennifer corrió a la tienda para ayudar a sus padres, y

Johnny decidió quedarse en el gimnasio a esperar que sus hermanos pequeños saliesen de clase de

kárate.

Liz y yo regresamos a casa pasando por la tienda de golosinas de Ronkewitz. Estábamos tan ocupados

hablando de la asamblea que se echaba encima, que no me preocupé al ver a los guarribabosos junto al

escaparate dando tragos a unas gaseosas. Sí parecía algo extraño que estuvieran más interesados en

mirar a la calle que en jugar a las máquinas, pero bueno.

– Me pregunto si hay algo que podamos hacer para ayudar a Max con su discurso – dijo Liz–. Yo

aprendí algunos trucos actuando, ¿sabes?

– Puedes llamarle y decirle lo que sabes – sugerí–, pero él nos llamará si se le ocurre algo que podamos

hacer para ayudarle a ganar. Debemos confiar en él.

– Bueno, ¡hasta luego! – dijo Liz desviándose por el atajo que había nada más pasar el Burger King.

– Hasta luego – dije, despidiéndome con la mano. Seguí un rato por la avenida Richmond, pero de

pronto me fue invadiendo un extraño presentimiento. No se me iba de la cabeza la imagen de los

guarribabosos. Había algo raro en la manera en que miraban desde la tienda de golosinas. Tramaban

algo, pero ¿qué? «¿Qué podían desear los guarribabosos más que ninguna otra cosa?», me pregunté. Y

se me ocurrió una palabra: «¡Venganza!».

Me di la vuelta y comencé a andar hacia la tienda. Luego me puse a correr. No había tiempo para avisar

a Liz, me las tendría que apañar yo solo.

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Jadeaba como un loco cuando llegué a la tienda de Ronkewitz. Entré precipitadamente, pero los

guarribabosos ya se habían ido. Y seguro que habían salido detrás de Max.

Salí embalado y corrí lo más rápido que pude. Dejé atrás la tienda de Johnson, los recreativos y la

oficina de correos. También las iglesias y el templo. Luego torcí en una esquina y pude ver con claridad

el tramo de la calle Mayor por el que se bajaba a casa de Max. Pero no vi a Max. Ni a los babosos. Sólo

divisé a una mujer empujando el cochecito de un bebé y a un hombre mayor segando el césped.

Max no habría podido llegar a su casa ni aunque hubiese corrido a toda velocidad. ¡Los babosos debían

de haberle cogido! Pero ¿dónde?

Todo lo que vi fue la gasolinera a mi derecha y, más allá, la entrada al cementerio de Moravian. Cuando

corría hacia la puerta principal, vi que Max se acercaba por el camino central del cementerio. No parecía

preocupado ni herido. Supuse que se habría detenido junto a la tumba de su madre.

Me entristecí. Pero lo que me tenía intrigado era dónde se habían metido los guarribabosos. Max,

sorprendido, me vio.

– Hola, Dave – dijo.

– Hola, Max – le saludé, como si fuera lo más natural del mundo encontrarnos delante del cementerio.

– He venido a visitar la tumba de mi madre – dijo.

– Ah...

– A veces vengo y, luego, me siento mejor – explicó–. Dejo un guijarro sobre su lápida. Quiero que

sepa que me acuerdo de ella.

– Eso está bien – dije, sabiendo que sonaba raro–. Max, es que... no sé qué decir... –admití.

– No importa – dijo Max–. ¿Qué haces aquí, de todas formas?

– No estaba de humor para ir a casa aún – mentí–. Así que he pensado que podía ir a ver cómo llevabas

el discurso, y regresar luego a casa.

Max se apartó el pelo de la cara.

– Muy bien – dijo–. Vamos.

Comenzamos a alejarnos del cementerio. Le sugerí unas cuantas cosas que podría incluir en su discurso,

pero mis ojos no dejaban de buscar algo delante, detrás y a nuestro alrededor.

Finalmente, vi lo que esperaba. Nat y Rado estaban acechando en una cuesta del cementerio. ¿Por qué?

No lo sabía. Si hubiesen ido a por Max, lo podrían haber hecho ya. Aunque, tal vez, yo había llegado

justo a tiempo. Supuse que no se atreverían a asaltarnos a los dos.

Acompañé a Max a su casa y nos paramos un momento fuera.

– ¿No vas a entrar? – preguntó.

– Pues no... – dije–. Creo que ya te he dicho todo lo que quería. Si se me ocurre otra cosa, te llamaré.

De ninguna manera iba a decirle que no quería ver al capitán Drácula y que, además, me preocupaban

otros dos monstruos horribles: Nat y Rado.

– De acuerdo – dijo Max–. ¿Seguro que no quieres tomar nada?

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– No, gracias. ¡Hasta luego!

Max entró.

Mientras regresaba a casa, intenté deducir qué podían haber hecho los babosos en el cementerio. Lo

que era seguro es que habían visto a Max detenerse en una de las tumbas. Quizá el que Max pusiese un

guijarro en la lápida les chocara. ¿Quién sabía? Me preguntaba si habrían tenido la suficiente curiosidad

como para ir a ver de quién era la tumba. ¿Habían visto el nombre de la señora Millner? ¿Les importaría

que la madre de un compañero estuviera muerta? No tenía ni idea de lo que harían o sentirían.

Todo lo que sabía es que Nat y Rado eran un par de macabros asquerosos, capaces de hacer cualquier

cosa, especialmente ahora que Nat quería ganar.

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10 El increíble chico invisible

Cuando llegué a casa, llamé uno por uno al resto de los miembros del club. Les conté lo ocurrido. Liz

comenzó a morderse los nudillos. Lo noté.

– ¿Qué estarían haciendo esos «macabros» en el cementerio? – vociferó.

– No te preocupes – le dije. Ahora que estaba tan preocupada, yo ansiaba que se calmase.

– Bueno, pues es que estoy preocupada, sí. ¡Lo estoy!

Me llevó veinte minutos convencerla para que se pusiera a hacer palomitas. Después llamé a Johnny.

– Ojalá hubiese estado con vosotros – dijo él–. ¡Podríamos haber cogido a esos guarribabosos y darles

lo suyo!

Eso es lo que me gusta de Johnny: que nada le da miedo. También hablé con Jennifer. Liz era la única a

la que le preocupaban de verdad Nat y Rado. A los demás nos interesaba más meter las narices en el

discurso de Max.

Cuando hice una nueva ronda de llamadas después de cenar, hasta Liz había telefoneado a Max para

contarle los trucos que se sabía para actuar.

– ¿Qué le has dicho exactamente? – pregunté.

– Que respirase hondo diez veces antes de salir – respondió Liz–, y que se acordara de sonreír de vez

en cuando. También le he dicho que prometiese que representaría a los tres cursos de quinto por igual.

Jennifer me dijo que había llamado a Max para asegurarse de que en su discurso dijera que ayudaría al

Consejo Escolar a luchar por que pusieran en el comedor una zona de ensaladas con quince

modalidades para elegir. Me quejé:

– Eso es demasiado aburrido. Dibujar verduras es una cosa; comerlas, otra.

– Pues no – me regañó Jennifer–. ¿Es que tú le has dado ideas mejores?

– Por supuesto que sí.

– ¡Anda ya, Dave!

– Que sí –insistí.

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– ¿Qué?

– Le he dicho que prometiese que el colegio New Springville tendría un Día de Ropas del Revés – dije.

– ¿Y eso en qué consiste?

– En que toda la escuela, incluso los profes, vayan a clase con la ropa puesta del revés. ¡Será un

desmadre y los de quinto se lo pasarán genial!

– Dave – dijo entre risitas–, alucino contigo. Debo irme, pero que conste que seguiré vistiendo del

derecho.

Johnny me contó que había animado a Max para que pidiese más excursiones, por ejemplo, al parque

de atracciones. Pensé que era una gran idea.

A la hora de acostarme, no podía dejar de pensar que con todas las grandes ideas que le habíamos dado

para su discurso, lo de Max sería cosa de «coser y cantar». Después de haber participado en tantos

concursos de ortografía y haberlos ganado, me figuré que era imposible que el chico se viniera abajo

ante el público, o que algo le saliera mal. Ni hablar. Luego, Darwin, nuestro gran danés, vino a darme

un mogollón de besos de buenas noches. Y me dormí.

Por la mañana, al despertarme, me entró un gran nerviosismo porque ése era el día de las elecciones.

Liz y yo llegamos al colegio a las ocho y diez. Jennifer y Johnny también llegaron temprano. Nos

reunimos todos en el cuarto del laboratorio.

– ¡Sí que sois madrugadores! – dijo la señora Wilmont. Por supuesto, sabía por qué. Enseguida nos

pusimos a hacer los repartos de ese día. Tuve que llevar la flor de plástico, que medía un metro, hasta el

tercer piso. Liz y Jennifer se fueron a llevar probetas, cinc y un pequeño frasco de ácido a los de cuarto

curso, para que hiciesen hidrógeno. Era un rumor que corría por todo el colegio que la clase de cuarto

de la señora Di Giusseppi estaba tan desmadrada como lo había estado el pasado curso.

Vimos el horario de las asambleas del día. La primera sería de las nueve y diez a las diez menos diez de

la mañana, para que los de sexto curso eligieran a su delegado. Los de sexto son los mayores de New

Springville, y eso hace que se crean los más enrollados del planeta Tierra. Pero no es así. ¡Los más

enrollados somos nosotros! Nuestra asamblea sería la siguiente.

Max no vino pronto. Cuando llegó por fin al cuarto del laboratorio, le pregunté si había pasado algo.

– He tenido que ir a buscar una cosa para mi discurso – dijo, enseñándome un gusano largo de goma,

de color gris, de los que se utilizan para pescar.

– ¿Qué vas a hacer con un gusano de goma? – preguntó Johnny.

– Tranquilos – rió–. Es una pequeña sorpresa que creo que me hará ganar un montón de votos.

– ¿Cómo? – quise saber.

– Ya lo veréis. Me habéis ayudado mucho, ¡pero algunos votos me los tendré que ganar yo solo!

Ojalá hubiese sabido lo que iba a hacer. Todavía nos quedamos más intrigados cuando cortó el gusano

por la mitad. Luego pidió a Johnny que, sin que lo vieran, sujetase con cinta adhesiva medio gusano por

debajo de cualquier asiento de la fila número quince cuando fuese a llevar los micrófonos al auditorio.

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Aquello sonaba realmente insólito. Y me figuro que, como me gustan las cosas insólitas, me gustaba la

idea.

A las nueve sonó el timbre para que todo el mundo entrara en clase. La señora Wilmont le dijo a

Johnny que fuese al auditorio a instalar los micrófonos. Y allá que se fue él, con los micros y la mitad

del gusano de goma de Max, mientras los demás acudíamos a clase.

Los guarribabosos ya estaban sentados en sus asientos. Tenían una sonrisa de oreja a oreja, como si se

hubiesen comido todos los borradores de la pizarra o algo así. Nat hacía pompas con su chicle y Rado

chupaba una enorme galleta, ya bastante reblandecida, y la moldeaba dándole la forma de una pistola.

De vez en cuando, bebía sorbitos de un envase de leche chocolatada que tenía escondido en una bolsa

de papel marrón. La señora Wilmont estaba hablando junto a la puerta con el señor Breiden. Yo me

moría de ganas de que viniese, porque sabía que los guarribabosos no tardarían mucho en hacer alguna

de las suyas.

Al sentarnos, me di cuenta de que en la mesa de nuestro candidato había un sobre grande, en el que

ponía PARA MAX con letras gruesas. Max dejó su mochila y cogió el sobre. Desconcertado, se volvió y

miró a los guarribabosos. Nat le sonrió y estiró el chicle con la mano hasta hacer con él una hebra larga

y viscosa, y luego se lo metió de nuevo en la boca. Rado hacía gárgaras con el batido de chocolate y,

procurando que la señora Wilmont no le oyese, susurró a Max:

– ¡Es para ti, llorica!

Max abrió el sobre y sacó una nota. Algo me dijo que debía avisarle.

– No lo leas, Max – dije–. Sea lo que sea, no lo leas.

Pero era demasiado tarde. Sus manos sostenían el papel frente a él. Lo que había escrito era tan grande

que todos los miembros del club pudimos leerlo:

Querido llorica cara de verdura:

Nadie va a perdonarte esa metedura.

Te portaste superrequetefatal,

pues dejaste morir a tu mamá.

Max se quedó aturdido y, sin volverse siquiera a mirar, salió de la clase.

Los guarribabosos comenzaron a reírse como locos. Todo había pasado tan deprisa que Liz, Jennifer y

yo no supimos cómo reaccionar. De pronto, sonó el timbre para que las clases comenzasen, y la señora

Wilmont entró y cerró la puerta. Pidió atención y se sentó a la mesa.

– A las diez bajaremos a la asamblea de quinto – anunció. Las risas de Nat y Rado llamaron su

atención–. ¿Has preparado tu discurso, Nat?

– Claro – rió él–. Voy a dejar a todos boquiabiertos.

Ella nos miró.

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– ¿Dónde ha ido Max?

– Ha salido un momento con el pase – dije.

– Sí, lo he visto irse – dijo la señora Wilmont–. ¿Está bien?

– Creo que sí – respondí.

Jennifer miró a Liz. Luego, las dos me miraron a mí. No sabíamos qué hacer. La señora Wilmont

empezó la lección de la mañana, había elegido el tema de la democracia. Intenté concentrarme como los

demás, pero me preocupaba Max. La nota de los guarribabosos era vil y repugnante. Me pregunté si

debía contárselo a la señora Wilmont.

Eché un vistazo al reloj de pared que había encima del acuario. Ya habían pasado cinco minutos y Max

todavía no había regresado. Me revolví en el asiento, y noté que Liz había comenzado a morderse el

pelo. Jennifer tamborileaba con los dedos sobre la mesa.

Ocho minutos y ni rastro de Max. Hasta la señora Wilmont empezó a mirar hacia la puerta. Finalmente,

alcé la mano.

– Necesito ir al servicio – le dije a la tutora. Supuse que imaginaría que iba a buscar a Max.

– Bien – dijo.

Salí y busqué en el servicio de los chicos al otro lado del pasillo. Esperaba sinceramente que Max no

estuviese llorando allí. No, el cuarto de baño estaba vacío. Corrí pasillo adelante y le busqué en los

servicios del piso de abajo. Miré en el cuarto del laboratorio. Miré por todos los sitios. No es que Max

no estuviera llorando, ¡es que no estaba! No sabía qué hacer, así que regresé corriendo a clase.

– No he encontrado a Max – le susurré a la señora Wilmont.

– Espero que no haya cogido miedo de hablar en público – comentó.

Estaba a punto de contarle lo de la nota que le habían enviado los guarribabosos, cuando de pronto

Max abrió la puerta y volvió a entrar en clase.

– Max, ¿estás bien? – preguntó la señora Wilmont en tono cariñoso.

– Sí – respondió Max, es que tenía que comprobar una cosa.

Me senté de nuevo en mi sitio, y Max en el suyo. Antes de que yo supiese qué había pasado, el timbre

anunció que había llegado la hora de nuestra asamblea. La señora Wilmont nos puso en fila para bajar

las escaleras. Las otras dos clases de quinto iban detrás de la nuestra. Liz, Jennifer y yo permanecimos

junto a Max. De ninguna manera íbamos a permitir que los guarribabosos se le acercaran.

– ¿Dónde has estado? – le susurré mientras bajábamos las escaleras.

– Necesitaba pensar – dijo–. He salido por la puerta del gimnasio para respirar aire fresco.

– No hace falta que pronuncies tu discurso si no quieres – le dijo Liz. Jennifer y yo estuvimos de

acuerdo. Ser delegado no era tan importante.

– Te equivocas – insistió Max–. Sí hace falta. Tengo que hacerlo por mí mismo. Y por vosotros, los

demás socios del club. Y, sobre todo, creo que debo hacerlo por mi madre. A ella le habría gustado que

yo ganase, que arrollase a esos guarribabosos, ¡y eso es lo que voy a hacer!

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Max nos miró y supimos que lo decía en serio.

– Tú acuérdate de lo que nos dijo la señora Wilmont – le recordé–. Si vas a capturar a un tiburón

asesino, ¡llévate la salsa para comértelo!

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11 ¡Encerrona!

La asamblea electoral de los de quinto empezó a las diez y veinte en punto. Los del club de los

coleccionistas de noticias estábamos en nuestros puestos.

Jennifer se sentó en primera fila. Habíamos decidido que fuese ella quien, llegado el momento, dirigiera

las aclamaciones a Max. Liz permanecería con las notas de Max a la derecha del escenario, justo detrás

de la bandera americana. Yo estaría entre bastidores por si Johnny necesitaba ayuda con los

micrófonos. La única pega era que Rado le había preguntado a la señora Wilmont si podía quedarse

entre bastidores por si Nat necesitaba algo, y ella le había dicho que sí. Me pregunté si estaría tramando

algo.

Primero, la señorita Vroom, la profesora de Música, tocó el piano, y todos cantamos el himno nacional.

Después, el señor Gordon habló durante unos minutos de la importancia de los líderes. No estuvo mal.

Al menos, nadie se durmió.

– No soporto este «blablablá» – le susurré a Johnny y me quedé mirando a Max, Nat y los demás

candidatos que estaban sentados en el escenario. No creía a Nat capaz de hacer a última hora ninguna

proeza delante de todo el mundo, pero no me gustaba tener a Rado pegado a mis espaldas, sonriendo y

sorbiendo con una paja su batido de chocolate.

Joan Kanski, de la clase de la señora Gale, fue la primera candidata que habló. Joan dijo que creía estar

muy preparada para representar a quinto porque el año pasado también había estado en el mismo

curso. Todos reímos al oír eso, pero su voz sonaba muy segura, muy alta, sobre todo porque tenía el

micro justo delante. De todas formas no hizo grandes promesas. Todo lo que hizo fue decir a las chicas

que no votaran sólo a las chicas, y a los chicos que no votaran sólo a los chicos. ¡Vaya cosas! Para mí

que no era ninguna competidora.

Luego le tocó el turno a Carlos García. Estuvo aburrido y nadie atendió a su voz monótona. Cuando

salió Timmy Warner, estaba claro que se lo tenía tan creído pensando que iba a ganar, que nos dieron

ganas de vomitar. Nunca conseguiría bastantes votos.

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Hanna Bell, de la clase del señor Cohen, dijo cosas interesantes. Habló de mejorar el material del

gimnasio y las instalaciones de natación. Añadió que procuraría que el delegado se mantuviese en

estrecho contacto con la Asociación de Padres y Maestros para que mejorara la oferta de bollería del

comedor.

Yo sabía que Hanna tenía un hermano mayor que, probablemente, le habría sugerido lo del gimnasio.

Era una buena idea, tan buena que me quedé preocupado y pensé que, si la votaban muchos chicos,

Max iba a perder.

Después de Hanna, le tocó a Max. Johnny y yo le llamamos con un ¡psssssst!, y le deseamos suerte

mientras se dirigía al micrófono.

Supuse que a todos les interesaría oír lo que diría el chico nuevo, pero en cuanto Max abrió la boca

ocurrió algo horrible. De pronto, sonó un ruido raro y estrepitoso, como de granizo chocando contra

los cristales de las ventanas. Todos se quedaron impresionados.

– ¿Qué es eso? – me preguntó Johnny.

– No lo sé – dije por encima del ruido.

De repente, todos los chicos se echaron a reír y se volvieron. Johnny y yo miramos por entre las

cortinas del escenario para ver qué ocurría. Alguien que estaba sentado en las filas de atrás había soltado

cientos de canicas para que armasen un tremendo jaleo al bajar rodando por el suelo empinado hacia el

escenario. También por delante aparecieron rodando más canicas. Entonces vi a Rado reír a carcajadas.

Era una risa de satisfacción, sofocada pero alta, para que pudiésemos oírle.

– Es cosa vuestra – le acusó Johnny. ¡De alguna manera habéis metido miedo a los superbordes para

que os hagan el trabajo sucio!

Lo peor es que sabía que no había forma de probarlo. ¿O sí? Supongo que al ver a Rado reír y sorber su

batido, mi cerebro trabajó a doble velocidad y tuve una idea. Sin que Rado me viese, oculté el micro de

repuesto bajo mi jersey y me acerqué a él. Seguía riendo y chupando de su pajita. Johnny se dio cuenta

de mis intenciones enseguida y subió el volumen de mi micro.

– Bueno, Rado – dije, dándole palmadas en el hombro como si de repente fuese su colega–, ha sido una

magnífica hazaña. ¡Te felicito!

– Te ha gustado, ¿eh? – rió Rado.

– Claro. ¿De dónde has sacado las canicas?

Yo oía mi voz a través de los altavoces de la sala, al igual que todos. Todos, menos Rado. Es tan bobo

que sólo puede ver y oír una cosa al mismo tiempo. Pensó que yo le estaba felicitando de verdad, pero

lo que hice fue acercarle el micro a la boca.

– Robamos todas las canicas que tenían en los recreativos – rió–. ¿Ves?, al que se enfrenta a Nat y a mí,

nos lo cargamos. ¡Somos muy buenos para eso!

Se metió la paja en la boca y pegó tal sorbetón que se llenó la boca de batido, pero me dio la sensación

de que comenzaba a darse cuenta de que la voz que salía por los altavoces le era muy familiar.

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Finalmente, notó que todos los del es

micrófono justo delante de la cara. Su mirada fue a parar a Nat, que tenía ya as

horrorizada.

De pronto, tuve que apartarme de un salto, pues el batido de chocolate se le salió de golpe por la nariz,

salpicando en todas direcciones. Y también se le escapó a chorro por la boca. Fue el espectáculo más

repugnante que he visto en mi vida, y, por las caras que pusieron la se

supuse que también era el peor que habían visto ellos.

Rado salió corriendo, y entre los chicos de la asamblea se armó un escándalo aún mayor. Los

profesores empezaron a chillar: «¡Silencio!

Vi a Max frente al micro, sin saber cómo con

todos!

Salí a toda prisa al escenario, salté al piano y aporreé los dos únicos acordes que me sabía todo

que pude. Mientras los hacía sonar por segunda vez, la se

me creyese loco! Ella sólo quería proteger el piano, y para mí que todo el mundo

Lo bueno de aquello fue que los chicos se

continuación.

– ¡Gracias por vuestra atención! –

que me venía a la cabeza eran hechos insólitos!

más de veinte palabras que significan «nieve». Otros quizá no sepáis que las gallinas americanas ponen

en un año tantos huevos que, haciendo una fila con ellos, se podría rodear el mundo noventa veces

aspiré profundamente–. Pero lo que

va a ser. Tengo el honor de presentaros al siguiente candidato: ¡

¡Qué alivio cuando todo el mundo aplaudió!

Finalmente, notó que todos los del escenario estaban mirándole. Para remate, le se

micrófono justo delante de la cara. Su mirada fue a parar a Nat, que tenía ya aspe

De pronto, tuve que apartarme de un salto, pues el batido de chocolate se le salió de golpe por la nariz,

salpicando en todas direcciones. Y también se le escapó a chorro por la boca. Fue el espectáculo más

en mi vida, y, por las caras que pusieron la señora Wilmont y el director,

supuse que también era el peor que habían visto ellos.

Rado salió corriendo, y entre los chicos de la asamblea se armó un escándalo aún mayor. Los

Silencio! ¡Orden! ¡Perdonad! ¡PERDONAD!».

Vi a Max frente al micro, sin saber cómo continuar. ¡Era preciso que yo hiciera algo para que se callaran

Salí a toda prisa al escenario, salté al piano y aporreé los dos únicos acordes que me sabía todo

que pude. Mientras los hacía sonar por segunda vez, la señorita Vroom se precipitó ha

me creyese loco! Ella sólo quería proteger el piano, y para mí que todo el mundo

Lo bueno de aquello fue que los chicos se callaron por fin, expectantes ante lo que sucediera a

grité, sin saber exactamente qué iba a decir a continua

que me venía a la cabeza eran hechos insólitos!–. Algunos quizá no sepáis que los e

más de veinte palabras que significan «nieve». Otros quizá no sepáis que las gallinas americanas ponen

vos que, haciendo una fila con ellos, se podría rodear el mundo noventa veces

. Pero lo que sí vais a saber, en cuanto lo veáis, es el excelente delegado que Max

ntaros al siguiente candidato: ¡Max Millner!

Qué alivio cuando todo el mundo aplaudió!

Y enseguida se hizo el silencio para que Max pudiera hablar.

Comenzó despacio, y temí que hubiese perdido la confianza.

Pero me equivoqué. Expuso sus ideas modulando el tono de

voz para puntualizar cada aspecto. Supe que, a pesar de lo

pequeño que es, Max es un gigante frente al público. Tenía

embobados a los chicos mientras él seguía exponiendo sus

planes de futuro.

– Lucharé para procurar que en nuestro co

comidas que parezcan orejas de canguro fritas

aplaudieron de nuevo. Luego dijo que intentaría conseguir más

excursiones para los de quinto. Los chicos aco

entusiasmados también, la propuesta del

cenario estaban mirándole. Para remate, le señalé que tenía el

pecto de hiena

De pronto, tuve que apartarme de un salto, pues el batido de chocolate se le salió de golpe por la nariz,

salpicando en todas direcciones. Y también se le escapó a chorro por la boca. Fue el espectáculo más

ora Wilmont y el director,

Rado salió corriendo, y entre los chicos de la asamblea se armó un escándalo aún mayor. Los

Era preciso que yo hiciera algo para que se callaran

Salí a toda prisa al escenario, salté al piano y aporreé los dos únicos acordes que me sabía todo lo alto

orita Vroom se precipitó hacia mí ¡como si

se había sobresaltado.

callaron por fin, expectantes ante lo que sucediera a

grité, sin saber exactamente qué iba a decir a continuación. ¡Lo único

. Algunos quizá no sepáis que los esquimales tienen

más de veinte palabras que significan «nieve». Otros quizá no sepáis que las gallinas americanas ponen

vos que, haciendo una fila con ellos, se podría rodear el mundo noventa veces –

sí vais a saber, en cuanto lo veáis, es el excelente delegado que Max

Y enseguida se hizo el silencio para que Max pudiera hablar.

nzó despacio, y temí que hubiese perdido la confianza.

qué. Expuso sus ideas modulando el tono de

voz para puntualizar cada aspecto. Supe que, a pesar de lo

o que es, Max es un gigante frente al público. Tenía

tras él seguía exponiendo sus

Lucharé para procurar que en nuestro comedor no haya

comidas que parezcan orejas de canguro fritas – dijo, y todos

aplaudieron de nuevo. Luego dijo que intentaría conseguir más

quinto. Los chicos acogieron,

entusiasmados también, la propuesta del Día de Ropas del Revés.

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Max ponía tanto sentimiento en lo que decía, y lo decía con tanto aplomo, que comprendí por qué

había ganado todos aquellos concursos de ortografía. Todo parecía que lo dijese de veras... ¡porque lo

decía de veras! Y sonreía mucho, como Liz le había dicho.

Liz estaba detrás de la bandera americana dispuesta a soplarle algo en cualquier momento, pero Max no

lo necesitó.

– Tengo en la mano medio gusano – anunció por el micro–. Espero que todos los de detrás podáis

verlo – sostuvo la mitad del gusano en alto, y continuó–: Un gusano es una insignificancia para la

mayoría de la gente, pero espero que veáis por qué no podemos ser medio gusano. Mirad, tenemos

cosas estupendas en este colegio. Sabéis que los profesores no pueden votar para elegir delegado, de

modo que no digo esto para ganarme sus votos. Tenemos algunos profes fantásticos aquí. Aunque soy

nuevo en este colegio, me parece un lugar genial. Los chicos de aquí son estupendos.

Y cogiendo aire, continuó:

– Este medio gusano que tengo en la mano representa el duro trabajo que ya se está haciendo en New

Springville. No digo que no haya quejas, pero, en general, la gente de aquí responde. Sin embargo, esto

es sólo medio gusano. En algún lugar de esta sala está la otra mitad del gusano. ¡Puede estar en

cualquier sitio! ¡Puede estar bajo uno de vuestros asientos! – dijo Max alto y claro–. Mirad bien. ¿Dónde

está la otra mitad?

El director estaba realmente alucinado. Y la señora Wilmont miró bajo su asiento.

De pronto, un chico se levantó y gritó:

– ¡Aquí está! – y agitó la otra mitad del gusano.

– Tíramela – ordenó Max.

El trozo de gusano le llegó volando a otro chico, y éste se lo tiró a Max. Max lo recogió, después de que

chocara contra la pierna izquierda del director.

– ¡Esta otra mitad del gusano somos nosotros, los de quinto de este colegio! – dijo Max. Tenemos que

mantenernos unidos si queremos pasarlo bien aprendiendo. Puede que suene a cosa manida, pero en el

fondo sabéis que es cierto. ¡Yo os necesito y vosotros necesitáis un curso genial! Por favor, ¡pensad en

mí cuando votéis!

Max unió las dos mitades del gusano convirtiéndolo en uno entero, y todos los reunidos aplaudieron.

Jennifer se puso a dar saltos y a gritar:

– ¡VOTA A MAX! ¡VOTA A MAX!

Muchos otros chicos se unieron a ella. Liz estaba tan sorprendida que tropezó contra la bandera

americana. La bandera estuvo a punto de caer, pero ella consiguió sujetar el asta y empezó a ondearla.

Entonces todos corearon « ¡VOTA A MAX!» más alto todavía.

Para cuando el director y los profesores lograron hacer callar a los chicos, di por hecho que todos

votarían a Max y que él sería el delegado de quinto.

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– ¡Atención! ¡Atención! – dijo la señora Wilmont a través del micro–. Tenemos un último candidato– si

hay algo que tengo que reconocer es que la señora Wilmont es la profe más justa del mundo–. Por

favor, demos a Nat Bronski toda la atención y el respeto que merece – dijo.

– No será capaz de hacerlo susurré a Johnny–. ¡Van a colgarle!

– Sí – dijo Johnny–. La hiena se ha quedado desinflada.

Nat avanzó inseguro hasta el micro, rojo como un tomate.

– Quiero ser delegado – murmuró. Su aspecto y su discurso eran el de un matón tan apagado, que casi

sentí lástima por él. No, no la sentí. Finalmente, dijo–: ¡Tenéis que votarme a mí y no a ningún novato!

Estaba tan nervioso que se le quebró la voz. ¡Tanto su aspecto como su voz parecían los de un gran

llorica! Balbuceó algunas palabras más sin pies ni cabeza y luego volvió a su sitio dando un traspié.

El timbre sonó anunciando el fin de la asamblea.

Todos los socios del club corrimos a rodear a Max.

– Ha sido estupendo – le jaleó Johnny.

Yo le di una palmada en la espalda.

– Bravo – gritó Jennifer–. ¡Bravo!

Liz y ella le abrazaron mientras daban saltos a su alrededor. Las votaciones serían por la tarde, y al

terminar el día sabríamos los resultados.

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12 Drácula "en hora buena"

Ninguno de los socios del club se mantuvo tranquilo el resto del día. La señora Wilmont intentó seguir

con las lecciones pero, si queréis que os diga la verdad, estaba algo trastocada por la sesión que había

tenido con Nat y Rado en el despacho del director durante la hora de la comida. El señor Fettman nos

dijo que, finalmente, Rado había confesado. Como quiera que fuese, a la una de la tarde todo el mundo

había regresado a clase. Nat se consumía de rabia. Y Rado, bueno, ése estaba completamente

empapado; sin duda porque había tratado de lavarse las manchas de chocolate. La señora Wilmont no

quiso explicarnos qué había pasado, pero supusimos que a los guarribabosos les habrían caído encima

tropecientos castigos. Inclinándose desde el otro lado del pasillo, Liz me dijo:

– Hanna Bell, la de la clase del señor Cohen, podría ganar. Ha hecho propuestas interesantes sobre el

gimnasio y la Asociación de Padres y Maestros. Y Timmy Warner tiene un montón de amigos.

– De ninguna manera lo conseguirán – afirmé–. Ganará Max.

Liz se mordía el labio. Jennifer comía cacahuetes de una bolsita de papel de aluminio que tenía en su

regazo. Johnny daba golpecitos con los pies. Sólo Max parecía tranquilo.

Por fin, un alumno que era del Consejo Escolar entró. Entregó a la señora Wilmont un papel y se

marchó. La profesora leyó la nota en silencio. Luego levantó la mirada. Los ojos de toda la clase

estaban clavados en ella.

– Bueno – dijo la señora Wilmont, ya tenemos los resultados de las elecciones. Aunque sólo pueda

haber un ganador, hay que felicitar al resto de los candidatos por participar y haberse esforzado al

máximo yo sabía que ni ella se creía eso último, aunque me figuro que procuraba ser lo más justa

posible.

– ¿Ha ganado alguien de nuestra clase? – preguntó uno de los superbordes.

– Sí – dijo la señora Wilmont, sonriendo.

–¡Apuesto a que ha sido Max y que Nat ha perdido! – grité.

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– ¡Dave! – me regañó la señora Wilmont. Por un momento la noté enfadada, pero luego le tendió la

mano a Max–. Enhorabuena – le felicitó.

Todos los de la clase aplaudimos, todos menos Nat y Rado. El timbre sonó y se acabaron las clases. Un

montón de chicos se apresuró a palmear y felicitar a Max. Todos los socios estábamos que

rebosábamos de orgullo. Finalmente, los guarribabosos se abrieron paso a empujones hasta Max.

– No pienso votar por ninguna de esas basuras que propugnas, ¡cara de mono! – gruñó Nat a Max.

– Ni yo – pipió Rado lo mejor que pudo. El aliento le apestaba a leche cortada.

– Algún día de éstos te las verás conmigo – me dijo Nat en tono amenazante.

– Me trae sin cuidado, Bronski – y me reí en su cara–. Lo que me interesan son los hechos insólitos, no

los bocazas detestables.

Cuando esa noche llamé a Max para volver a decirle lo bien que lo había hecho, fue el señor Millner

quien cogió el teléfono.

– ¿Le ha dicho Max que ha ganado las elecciones? – pregunté.

– Sí – dijo el señor Millner. Por primera vez me habló con cariño y no como un vampiro ávido de

sangre–. Estoy muy orgulloso – añadió–. Le dije a Max que os invitase a ti y tus amigos a tomar unas

pizzas mañana. ¡Yo pago! Queremos celebrarlo. Creo que podemos pasarlo bien.

– Sería estupendo, señor Millner – dije.

– No sabes lo que me alegra que mi hijo tenga colegas como tú, Dave – dijo–. Gracias. Gracias a toda

la pandilla. Voy a llamar a Max.

Max se puso.

– ¿Qué estás haciendo? – le pregunté.

– Dibujando una cosa – respondió Max.

– ¿Qué es?

– Mañana lo verás – dijo misteriosamente.

– ¿Es un secreto? – quise saber.

– Algo así – rió Max.

El día siguiente era sábado, así que acordamos vernos en casa de Max al mediodía.

Liz, Jennifer, Johnny y yo llegamos a la puerta de la calle. Por fuera la casa seguía teniendo el mismo

aspecto siniestro. Llamé al timbre y nos abrió el señor Millner.

– Entrad – dijo, con una sonrisa radiante–. Max está en su habitación. Tenemos tarta y bebidas, y las

pizzas están en camino. Espero que os gusten las de salami.

– Ya lo creo – dije.

– Perfecto – confirmó Johnny.

El señor Millner sonrió.

– Max quiere enseñaros algo.

Seguimos por el pasillo mientras el señor Millner se dirigía a la cocina.

Page 64: A David, ese chico terrible,colegioggv.cl/pdf/2020 Libro El_club_coleccionista_de_noticias.pdf · colegios, los chicos nos juntamos por grupos en el comedor. A Liz, Johnny, Jennifer

– ¿Veis? El señor Millner es simpático

– Pero tiene la piel muy blanca – di

– Debería dejarse de salami y cosas así y co

vampiro.

Yo no estaba tan seguro. Era cierto que había que darle la enhorabuena porque en esa ocasión estaba

hora buena, pero... juraría que me pa

No es que estuviera convencido, pero desde luego no pensaba quitarle el ojo de encima.

La puerta de la habitación de Max estaba abierta. Al vernos, su rostro se iluminó. Estaba sent

suelo en medio de un desorden de lápices y bolígrafos, dando los últimos toques a su dibujo.

– Entrad – dijo.

Y observó cómo corríamos a mirar qué era aquello.

or Millner es simpático – susurró Liz–. Parece otra cosa.

dijo Johnny.

Debería dejarse de salami y cosas así y comer más verduras – opinó Jennifer–. Al menos no es un

Yo no estaba tan seguro. Era cierto que había que darle la enhorabuena porque en esa ocasión estaba

e pareció ver en su boca un par de colmillos amarillentos muy afilados.

vencido, pero desde luego no pensaba quitarle el ojo de encima.

La puerta de la habitación de Max estaba abierta. Al vernos, su rostro se iluminó. Estaba sent

suelo en medio de un desorden de lápices y bolígrafos, dando los últimos toques a su dibujo.

Y observó cómo corríamos a mirar qué era aquello.

En una enorme cartulina blanca, Max había dibujado un

gigantesco tiburón asesino surgiendo del océano. Y,

montados sobre el monstruo, estábamos todos nosotros:

los miembros del club. Él se había representado cogido a

la cola con una mano y con un pincel en la otra. Delante

de él, Jennifer agitaba un puñado de algas. A continuación,

estaba Johnny, cogido con una mano de la gran aleta

dorsal y agarrando con la otra un bote de

disfrazada de reluciente sirena.

Y, sentado encima de la grandiosa boca del monstruo,

plagada de dientes afilados, estaba yo con una camiseta en

la que ponía: DAVE EL INQUIETO. Debajo, con unas

enormes letras en negrita, Max había escrito:

MIEMBROS DEL CLUB DE LOS COLECCIONISTAS D

NOTICIAS, ¡AMIGOS PARA SIEMPRE!

. Al menos no es un

Yo no estaba tan seguro. Era cierto que había que darle la enhorabuena porque en esa ocasión estaba en

rillentos muy afilados.

vencido, pero desde luego no pensaba quitarle el ojo de encima.

La puerta de la habitación de Max estaba abierta. Al vernos, su rostro se iluminó. Estaba sentado en el

suelo en medio de un desorden de lápices y bolígrafos, dando los últimos toques a su dibujo.

En una enorme cartulina blanca, Max había dibujado un

do del océano. Y,

montados sobre el monstruo, estábamos todos nosotros:

los miembros del club. Él se había representado cogido a

la cola con una mano y con un pincel en la otra. Delante

ado de algas. A continuación,

nny, cogido con una mano de la gran aleta

dorsal y agarrando con la otra un bote de ketchup. Liz iba

Y, sentado encima de la grandiosa boca del monstruo,

plagada de dientes afilados, estaba yo con una camiseta en

. Debajo, con unas

grita, Max había escrito: LOS

LOS COLECCIONISTAS DE